Apéndice Número 5º

Relación de la fiesta que hizo a Sus Majestades y Altezas el Conde-Duque la noche de San Juan de este año de 1631

Habiendo festejado a Sus Majestades y Altezas domingo 1.º de Junio la excelentísima señora Condesa-Duquesa de San Lúcar en el jardín del Conde de Monte Rey, SU hermano, con una tiesta, no prevenida con ostentación, sino con gusto, poniendo en ella la generosa y atinada sazón con que tantas veces lo hace, ya en ocasiones del cumplimiento de sus años, ya de felices sucesos de sus monarquías, y ordinariamente por sólo entretenellos, tomando de la merecida gracia que alcanzan mujer y marido con Sus Majestades, no más del ansia y acierto de servillos; quiso el excelentísimo señor Conde-Duque de volver a festejallos en el mismo sitio la noche de San Juan, y teniendo tan pocos días para disponello y ejecutallo, se resolvió a mostrar hasta en esto el amor y el cuidado con que sirve al Rey nuestro señor, y cuan fácilmente vence lo más dificultoso en su nombre; y para primera prevención de la fiesta, que había de constar, entre otros aparatos, de dos comedias nuevas, que aun no estaban escritas ni imaginadas, ordenó S. E. a Lope de Vega que escribiese la una, que lo hizo en tres días; y a don Francisco de Quevedo y a D. Antonio de Mendoza la otra, que la acabaron en solo uno, entregándolas para que las estudiasen a las dos compañías de Avendaño y Vallejo, las mejores que hoy representan. Y no rindiéndose el Conde al poco tiempo que le quedaba para tanto como tenía dispuesto, en medio de sus grandes cuidados y desvelos en el universal despacho de los negocios, sin hacer falta a ninguno, parece que cuidaba de solo éste, tomando para alivio de tantas fatigas y por premio de tan gloriosos trabajos, entretener a Sus Majestades en el más lucido, apacible y decente divertimiento que pudo trazar su buen gusto, no menos galante y bizarro en las materias leves y entretenidas, que prudente y desvelado en las severas y grandes. Y para que ni en cosas tan retiradas ya de sus ejercicios faltase nada a la puntualidad con que sirve al Bey, lo dispuso todo en esta forma:

Eligió en el jardín la parte más a propósito para las estancias en que habían de asistir las personas Reales y las damas, y algunas grandes señoras, deudas suyas, que embozadas se habían de admitir a la fiesta, y otras mujeres de ministros y criadas suyas, y el teatro y lo demás imaginado para las divisiones en que Sus Majestades y Altezas se habían de hallar a diferentes horas. Y encargó la fábrica al marqués Juan Bautista, hermano del cardenal Crescencio, caballero del Hábito de Santiago y superintendente de las obras de palacio y de la junta de obras y bosques, persona no menos señalada que por su bondad y nobleza, por la insigne obra del panteón de San Lorenzo, que ha pendido de su ingenio y cuidado. El cual, por las advertencias del Conde, y hallándose algunas veces a encaminallas y dallas prisa mi señora la Condesa, se armó un hermoso cenador, adornado rica y desahogadamente, en que se pusieron las sillas del Rey y sus hermanos, y las almohadas de la Reina nuestra señora para ver desde allí las comedias; y a sus lados otros dos, compuestos no menos lucidamente, en que asistieron las damas y señoras de honor que se nombran después. Y entre unos y otros unos nichos, en que retiradamente estuvieron los condes de Olivares. Y enfrente del sitio de los reyes se fabricó el teatro de los representantes, coronado de muchas luces, en faroles cristalinos, y de varias flores y hierbas, que no sólo hacían hermosura, sino admiración en el modo con que estaba dispuesto. Y a los lados de este tablado, con distancia proporcionada, se fabricaron otros dos, que en el más vecino asistiéronlas señoras, y en el otro las criadas, trazados con tal arte, que de ambos se gozaba todo sin embarazar en nada.

Abriéronse puertas a los dos jardines confinantes[214]. En el del Duque de Maqueda, que fue del Patriarca Cardenal de Guzmán, se pusieron unas enramadas para el efecto que se dirá después; y en el de D. Luis Méndez de Carrión se fabricó otro muy excelente, por lo que se verá adelante; y en lo más escondido de él se eligió parte donde estuvieron los oficios sin confusión, y fáciles y prontos para cuanto fueren menester; y por la parte del Prado se levantaron unos tablados grandes, hechos en tal forma, que, sin embarazar el jardín, estaba en él, donde habían de asistir los seis coros de música, y capaces para hospedar a todos los señores y caballeros que quisiesen ocupallos, porque a ninguno se dio lugar en la fiesta, por la circunstancia que se entenderá a su tiempo; y porque ninguna cosa se embarazase con otra, partió el Conde el cuidado de cada una de las esenciales de esta manera:

Al Duque de Medina de las Torres, su hijo, sumiller de Corps de Su Majestad, encargó, por lo menos fácil de perfeccionar y conseguir, las músicas y las comedias, para que estuviesen prevenidas con puntualidad; y el mismo cuidado del Conde no pudo disponello mejor, que los obedeció el Duque.

Los tablados de la parte de afuera, y el palenque que se hizo para los coches de Su Majestad y de las damas, y que estuviese todo despejado y prevenido con decencia y autoridad, encomendó a D. Luis de Haro, su sobrino, gentil-hombre del Rey, y que ordenase a los músicos los tiempos a que habían de cantar, para que en ninguno faltasen las voces, y en todo se oyese diferente armonía, que lo ejecutó con cuanta diligencia lo trazó el desvelo de su tío.

Las viandas tuvo a cargo D. Diego Messía, marqués de Leganés, su primo, gentil-hombre de la cámara de Su Majestad y de su Consejo de Estado, comendador mayor de León y capitán general de la caballería de España, y con ser tanto a lo que se había de atender, y tan dificultoso la gente con quien se había de tratar, lo dispuso el Marqués tan a razón y tan a tiempo, que aun esto pudo acreditar cuánto en cosas mayores se fía de él el Conde.

La víspera de San Juan fue a comer al jardín la Condesa de Olivares para ver si estaba todo tan bien dispuesto como el Conde lo había prevenido, y para ajustallo de suerte que ni a la comodidad ni a la grandeza faltase nada de lo imaginado; y hallando que algunas cosas no estaban en la perfección que el Conde quería, las hizo pulir y poner de manera que, en la atención y respeto grande con que ambos sirven al Rey, no les quedó escrúpulo ninguno.

Llevó consigo a la señora doña Elvira de Guzmán, hija del Marqués de las Navas, dama de la Reina nuestra señora, y estando ya todo en aquel aventajado punto que deseaba, avisó al Conde que ya podía ir Su Majestad cuando fuese servido. Adelantóse el Conde al jardín, y no halló qué enmendar, sino qué agradecer al cuidado de todos, si bien en las mayores prevenciones, aun no le parecía a su bizarría que estaba bastantemente dispuesto lo que él quisiera, para que Sus Majestades y Altezas quedaran perfectamente servidos.

Llegaron los reyes cerca de las nueve de la noche, y salió a recibillos la Condesa, y al punto empezó el coro de los instrumentos, no en aquella armonía que hace más estruendo que agrado, sino en la suavidad apacible de flautas y bajoncillos. Entraron por el palenque, y cuando en el Prado, por donde venían cuanta inmensidad de gente y coches tiene la Corte, no toparon embarazo ninguno, y al instante se hallaron en los mismos cenadores que habían de ocupar: y continuando la música, se divirtieron en ver el adorno y aparato, admirando después de ello la quietud y soledad del sitio, hallando sólo en él los que servían, que eran de los muchos criados del Conde los menos y escogidos para obedecer lo que se les ordenase. Y antes de ocupar Sus Majestades y Altezas y las damas SUS asientos, les sirvieron a los reyes y sus hermanos unas bandejillas colchadas de ámbar, y con agua de ella unos pomos de cristal y lienzos, ramilletes y búcaros, y a la Reina nuestra señora lo mismo, y en vez de banderilla, un abano de Italia: y a las damas y señoras de honor abanos y lienzos mojados en agua de ámbar, búcaros y ramilletes. Y al punto salieron al tablado las guitarras de la primera comedia, que la representó Vallejo, y fue la que escribieron D. Francisco de Quevedo y D. Antonio de Mendoza, que se llamó Quien más miente medra más, poblada de las agudezas y galanterías cortesanas de don Francisco, cuyo ingenio es tan aventajado, singular y conocido en el mundo[215]. Y en habiendo cantado los músicos, se introdujo por loa una pandorga de la noche de San Juan, entretenida y alegre, con variedad de instrumentos vulgares. Y María de Riquelme, insigne representanta, en pocas y sazonadas coplas dio la bienvenida a los huéspedes, celebrando sus heroicas partes y virtudes, en que la más dilatada pluma quedará a deber infinito a la verdad y a la obligación, agradeciéndoles la honra y favor que hacían a tan gran criado, diciendo al Rey que en el celo y amor del Conde, más lo debía en hallarse por Su Majestad en fiestas que en trabajos; y pidió que le diesen por testimonio que el Conde-Duque se hallaba en alguna, porque en la increíble y constante asistencia de los negocios a que por el servicio de Su Majestad se ha entregado, sin divertirse ni aun a pensar en sí mismo, ni en comodidades ni acrecentamientos de su casa y persona, pareció no sólo novedad, sino espanto, que el Conde asistiese en fiestas, y ésta, por ser para los reyes, la llamó suya.

Duró la fiesta dos horas y media, adornada de excelentes bailes, y aunque, por el poco tiempo que tuvieron los farsantes para estudialla, no se pudo lograr todo el donaire de la invención y los versos, es sin duda que en muchas comedias de las ordinarias no se vieron tantos sazonados chistes juntos como en esta sola; que en la agudeza de don Francisco de Quevedo, un solo día de ocupación fue sobrado campo para todo.

En acabándose la primera comedia, se levantaron Sus Majestades y pasaron al jardín del Duque de Maqueda, donde estaban hechas las enramadas distintas, comunicándose unas a otras y compuestas de muchas flores y luces; una para la Reina nuestra señora, otra para el Rey y los señores infantes, y la tercera para las damas, y en ellas tres bufetes, y en el del Rey un azafate con herreruelo de albornoz noguerado, largeado de caracoles encontrados, hechos de sevillanejas negras y de plata, y por alamares, unos corchetes de plata de martillo con fajas y sin forro; sombrero blanco, y por toquilla puntas de pluma nogueradas y penacho pequeño, broquel de cuero de ámbar y guarnición de plata, y una valona caida con puntas; y para el señor infante D. Carlos, un capote de albornoz pardo, largueado de sevillanejas negras y oro, y con fajas y alamares de lo mismo; su broquel de ámbar con guarnición dorada, y sombrero con puntas y plumas; al señor Infante Cardenal, albornoz plateado, labrado de sevillanejas pardas en ondas, y alamares y fajas de lo mismo; sombrero y valona, y el broquel de ámbar guarnecido de acero pavonado y blanco, y espada pavonada de lo mismo.

En otro azafate una canastilla de cuero turco, leonado, con galones de oro, llena de varios dulces para hacer colación; y otro azafate con búcaros, y una franquera de plata de diferentes aguas, sin que nadie les sirviese, por estar menos embarazados.

En la enramada de la Reina, un espejo y un azafate con un ferreruelo de lanilla noguerada, largueado de una forma de labor como ramillos hechos de sevillanejas negras y plata, y en lugar de alamares, unos corchetes de plata de martillo; el forro, de tafetán noguerado, presillado de zorzales de plata y seda negra, un manto de gloria con puntas grandes, sombrero blanco con puntas de plumas nogueradas, orladas de lantejuelas de plata, y el plumaje con lantejuelas; un puntillo blanco en forma de lechuguilla; y no se le tuvo colación aparte, porque quiso hacella con el Rey y sus hermanos.

En la enramada de las damas había muchos azafates con sombreros blancos, partida la falda, y con puntas de plumas y plumajes airosos pardos, noguerados y negros, un color en cada uno, y mantos de gloria con puntas, y puntillos de diferentes maneras, y cuatro canastillas de Portugal con los dulces para la colación, frasqueras de plata y azafates con búcaros; y para las señoras de honor, ferreruelo de anafaya, y sombreros negros sevillanos, y por cairel ribetes de terciopelo negro, los cordones de lo mismo, levantada la falda con un alamar de lo propio.

Acabada la colación, y entrando con el airoso y decente disfraz que tomaron, salieron Sus Majestades y Altezas y las damas a la segunda comedia; y el Rey nuestro señor, y la Reina nuestra señora, de la mano; el Rey en valona de puntos sin aderezo, el herreruelo y el sombrero del color referido, y el broquel en la cinta, y la Reina con el herreruelo, sombrero y puntillo que estaba en su azafate, añadiendo a la natural y maravillosa gentileza y hermosura suya todo el aire de bizarría, sin perder ninguna parte de la majestad, en que no es menos señalada que en las demás admirables virtudes y perfecciones que resplandecen en ella. Los señores infantes acompañándolos en el propio hábito del Rey, siguiéndose las damas con los ya referidos sombreros blancos, puntillos y mantos de gloria, sin que lo desusado del traje quedase a deber ninguna bizarría al autorizado y real modo con que se visten ordinariamente, juntando lo que la vulgar censura y envidia quiere dividir siempre, que es la mucha belleza y el buen aire. Y acompañadas de las señoras de honor, y haciendo reverencia a Sus Majestades y Altezas, pasaron las unas al puesto primero, y las otras se quedaron en el que tenían. Y el haber de salir Sus Majestades y Altezas y las damas en este traje fue causa que no se permitiesen a la fiesta a los señores y caballeros de la Corte, ni aun a los criados lucidos y grandes, si bien dentro del mismo disfraz se descubría toda la decencia y autoridad de palacio. Y aunque a muchos les parecerá nuevo en personas tan soberanas y fuera de su retiro, no tendrán noticia de las veces que los reyes católicos los hicieron publicar: príncipes tan señalados en la majestad y mesura, como en la prudencia y valor. Y que en el lustre de su palacio, y en la grandeza con que se criaban en él las hijas de los mayores caballeros y señores del reino, nunca les fue comparable ninguno, y aun no recataban que las damas y galanes se comunicasen y viesen en todas ocasiones, sabiendo que el decoro y veneración en ellos no habían menester leyes.

Estando ya sentados todos se empezó la segunda farsa, que fue la de Lope de Vega, llamándose La Noche de San Juan, retratando en ella las alegrías, licencias, travesaras y sucesos de la misma noche, escrita con toda la gala, donaire y viveza que ha mostrado este maravilloso ingenio en tantas como ha escrito, en que ninguno del mundo le ha igualado, y de quien los que agora florecen en este arte le han aprendido.

Representó al principio una loa suya de apacibles y extremados versos, en que una villana hablaba con los reyes y los infantes, celebrando sus heroicas virtudes, merecedoras de mayor voz y de ocupar todas las plumas; y entre otras buenas partes que tuvo, fue ser breve y elegantemente representada, ayudándose de tres bailes muy gustosos, compuestos por Luis de Benavente, persona de gran primor en este ejercicio.

Acabada la comedia con el aplauso que se le debía, volvieron a cantar los diferentes coros de música, y los revés, los infantes y las damas se retiraron a una galería de ramos y flores, que estaba hecha en el jardín de D. Luis Méndez, y allí se estuvieron el brevísimo rato que se tardó en disponer la media noche, poniéndose en cada cenador una mesa, y junto a ella un escaparate, en que estaban frascos de diferentes aguas de limonadas, búcaros y vidrios, principios y postres: el bufete de Su Majestad y sus Altezas en alto; las mesas de las damas bajas con los mismos aparadores, y a un tiempo se pusieron las viandas en todas, y cenaron, asistiendo al Rey sólo el Conde-Duque y la Condesa, que ella sirvió la copa a Sus Majestades, y él a sus Altezas. Y en los dos cenadores distintos en que cenaron las damas, servia en cada uno sólo un criado del Conde, y otro en el tablado de las señoras y deudas suyas, que se nombrarán después, sirviéndose a un mismo tiempo cinco viandas con abundancia y regalo admirables, y más por la quietud, puntualidad y asistencia, llevándose cantidad de platos a los músicos y representantes, y a muchos caballeros y señores que por la parte del Prado los pedían, sin que en los oficios, y en la mucha gente que los asistían, se oyese una voz; que la prevención del Marqués lo trazó de suerte que ni fuese necesario pedir ni esperar nada.

Todo el intermedio de la cena fueron alternando los coros de las músicas en competencia tan apacible, que tanto por ser de las mejores de España, como por el gusto de aventajarse cada una, se señalaron todas.

Acabada la cena, se fueron a poner en los coches que estaban dentro del palenque, y tan vecinos al sitio en que cenaron, que sólo una puerta con cuatro escalones les dividía. Entraron Sus Majestades y Altezas en su coche, y junto a él, con distancia proporcionada para que cupiesen algunos criados, en medio iba otro con el primer coro de música, y detrás, a caballo, el Conde Duque y la guarda sin armas. Siguieron luego los coches de las damas; en el primero, las señoras doña Isabel y doña Ana María de Velasco, hijas la primera del Marqués de Fromesta, y la segunda, del Conde de Símela; doña Luisa de Benavides, hija del Conde de Santistéban; doña Luisa Enríquez, hija del Conde de Salvatierra; doña María de Castro, hija del Marqués de Grobea, y con ellas las marquesas de Villareal y Condesa de Santistéban, señoras de honor, y con coche otro de música, y entre ellos un guarda-damas, un repostero de camas y la guarda. Y disfrazados en el traje de ella, algunos galanes, que observando el forzoso respeto de palacio, iban más acechando que asistiendo.

En el segundo coche de clamas, las señoras doña Antonia de Mendoza, hija del Conde de Castro; doña Mariana de Córdoba, del Marqués de Guadalcázar; doña Beatriz de Sayavedra, hija del Conde de Castellar; doña María de Toledo, del Conde de Santillana; doña Catalina de Pimentel, del Conde de Benavente; doña Juana de Armendaris, del Marqués de Cadereita, y la Condesa de Castro, señora de honor, llevando a su lado otro coche de música, y asistido de los mismos criados.

En el tercero, las señoras doña Ana Bazan, hija del Marqués de Santa Cruz, y doña Juana Pimentel, del Marqués de Tabara; doña Jerónima de Mendoza, del Marqués de Belmar; doña María Bazan, del Conde de Santistéban, y doña Ana María y doña Antonia María de Córdoba, señoras de honor, y otro coche de música con la misma asistencia.

En el cuarto coche, las señoras doña lúes María de Arellano, hija del Conde de Aguijar; doña Bárbara de Lima, del Conde de Castro; doña Lucrecia Palafox, del Marqués de Ariza; doña Andrea Pacheco, del Marqués de Castrofuerte; la Condesa de Eril y la Marquesa de Montealegre, señora de honor y guarda mayor de las damas. Con este coche, otro de música, y tan nivelados y prevenidos, que, en la muchedumbre y confusión del Prado, no hallaron estorbo ninguno, ni tuvo necesidad la guarda de valerse de la forzosa demasía con que despeja y hace paso en los lugares públicos, ajustado todo por la prevención de D. Luis de Haro, que ejecutó con suma puntualidad lo que dispuso y le encargó su tío.

Las señoras embozadas se quedaron en el jardín, que fueron la Duquesa de Frías, las marquesas del Carpió y Alcañizas, hermanas del Conde-Duque; las condesas de Niebla y Alba, las marquesas de Leganes, de la Puebla y la Inojosa, primas de los condes-duques; doña Catalina Fernández de Córdoba y Aragón, hija del Duque de Segorbe y Cardona, mujer de D. Luis de Haro.

Los coches de Sus Majestades y las damas discurrieron por el Prado, y habiendo dado algunas vueltas, al amanecer se recogieron, y siguiéndolos cuantos coches de señores y caballeros se hallaron en él.

Entraron en palacio tan alegres, entretenidos y gustosos, que pagaron la fiesta no sólo en darse por servidos de toda, sino celebrándola con el agrado y encarecimiento que merecía; pues cuando no fuera de un criado y ministro, que entre tantos y tan señalados servicios se la debieran aplaudir por agradecimiento de todos, ella por sí misma fue tan admirable y tan llena de cuanto la pudo hacer excelente, que cuando la hubiera hecho el más desvalido y desayudado, pudiera ser estimada y agradecida; y púdose notar en ella, entre tantas cosas tan señaladas, dos bien singulares; la primera, que al amanecer se descubrió en el jardín tanta gente escondida, que hizo admiración su quietud y su paciencia, pues era forzoso que para no ser vista sufriese muy estrecho retiramiento; la otra, que estando el Prado tan vecino, que no le dividía sino una pared delgada, y asistiendo en él a aquellas horas cuanta muchedumbre licenciosa y atrevida tiene Madrid, ni con la libertad de la noche, ni con la ansia de ver la fiesta, en que no era admitida, y envidiando a los pocos señores que cabían en los tablados, estuvo tan quieto y respetivo el pueblo, que se mostró bien la reverencia con que se mira lo real y lo soberano, y cuan de parte estaban todos de la fiesta y del dueño.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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