VIII. El arrabal de San Ginés

Los rápidos desniveles que mediaban entre la puerta de Guadalajara y el barranco que, costeando la antigua muralla, venía a interceptar el camino de las Fuentes o Caños del Peral, fueron desapareciendo con el tiempo para formar la explanada donde hoy está la plaza llamada de Isabel II; sin embargo, aun han podido nuestros padres saborear una buena parte de aquellos despeñaderos en las calles que por fortuna no existen ya) de San Bartolomé, plazuela de Garay, de Quebrantapiernas, y otras que, desde la tortuosa del Espejo o la de los Tintes (hoy de la Escalinata), los conducía, o más bien los precipitaba, al puentecillo que dalia el paso a los Caños del Peral. A la espalda de este edificio, en la subida a la plazuela del Barranco (frente de la calle de las Fuentes), y con un saliente irregular, la casa de los Marqueses de Legarda cerraba la entrada recta a la calle del Arenal, hasta que con el derribo de dicha casa y otras en tiempo de los franceses, y la nueva alineación de la manzana 402, se facilitó su acceso y comunicación.

Los Caños del Peral, llamados también las Fuentes del arrabal, eran unos lavaderos públicos, propios de la villa, y tenían contiguo un corral cercado, que en 1704 cayó en gracia a una compañía ambulante de comediantes y operistas italianos, para dar sus representaciones al aire libre, mediante algunos cuantos tablones que formaban el escenario y unos toldos que servían para defender del sol a los espectadores. Pocos años después una compañía de trufaldines, bajo la dirección de Francisco Bartolí, construyó ya en este corral un mezquino teatro (que con decir que algún tiempo más adelante fue tasado en treinta mil reales para cargarse con él la villa, está expresado lo que podía ser), hasta que, derribado en 1737, y construido de nueva planta otro edificio más decoroso, comprendiendo también en él el terreno donde estaban los caños y lavaderos, fue inaugurado este coliseo por una buena compañía italiana en 1738. Este es el que ha durado casi un siglo con el mismo destino, hasta que después de la salida de los franceses y de haber servido, aunque por breves días, en 1814, para la reunión de las Cortes del reino, fue demolido por ruinoso en 1818, y se sentaron sobre sn solar los cimientos del magnífico Teatro Real que hemos visto terminar en 1850.

Entre aquel corral y caños y el Alcázar había varios huertos, y más principalmente el ya citado de la Priora, que ocupaba la parte que hoy la glorieta central de los jardines y paseos de la plaza de Oriente, y en derredor de cuyas tapias se fueron levantando posteriormente diversas casas de oficios del Real Palacio, conocidas por la Casa del Tesoro (después Real Biblioteca), el Juego de pelota, Picadero, etc. Frontero al otro lado del corral ya dicho fue formándose la calle del Arenal de San Gines, terraplenándose ésta con los desmontes hechos para formar las calles de Jacometrezo y el Desengaño en la parte alta del arrabal, y construyéndose a uno y otro lado varios edificios en dirección a la Puerta del Sol.

El primero y más importante de esta calle, y el que da también nombre a todo el arrabal que se extendía a sus espaldas hasta la Plaza Mayor y calle de Atocha, era la antiquísima iglesia parroquial de San Gines.

Sobre la fundación de esta parroquia también han discurrido largamente, y con su consabido entusiasmo, los coronistas de Madrid, suponiéndola muy anterior a la dominación de los moros, y añadiendo que fue parroquia muzárabe, y que en sus principios estuvo dedicada a un San Gines, mártir de Madrid en tiempo de Juliano el Apóstata, por los años 372; pero todas estas suposiciones corren parejas, por lo gratuitas, con las del dragón de los griegos en Puerta Cerrada y las inscripciones caldeas del Arco de Santa María, y fueron ya contradichas con mucha copia de razones por el erudito Pellicer y otros críticos modernos. Lo único que se sabe de cierto es que ya existía esta parroquia por los años de 1358, y que estaba dedicada, como hoy, a San Gines de Arles, infiriéndose que pudo ser fundada a poco tiempo de la conquista de Madrid y con motivo del crecimiento de sus arrabales: pero arruinada su capilla mayor a mediados del siglo XVII, en 1642, porque su mucha antigüedad no permitía ya más duración, fue menester derribar todo el resto, levantando de nueva planta el templo, lo que se verificó a costa de Diego de San Juan, devoto y rico parroquiano, que gastó en la obra 60.000 ducados, celebrándose la inauguración con una procesión y fiesta solemne a 2 o de Julio de 1645. Esta iglesia es clara y espaciosa, con tres naves y varias capillas laterales, entre las cuales es muy notable la del santísimo Cristo, de crucero y con cúpula, y cuya antigüedad es tanta, que ya fue reparada en el siglo XIV y reedificada a mediados del XVII. Tiene muy buenas esculturas y retablos, y debajo de ella está la Santa Bóveda, cu donde las noches de la Cuaresma se celebraban ejercicios espirituales de oración y disciplina. La torre de esta parroquia remata en una aguja con su cruz, que viene a ser un verdadero pararrayos, pues sirviéndole luego de conductores las aristas del chapitel, representa en algunas ocasiones el fenómeno de aparecer éstas iluminadas, con no poca sorpresa y alarma de los vecinos y transeúntes. Este fenómeno fue observado a principios de este siglo por un monje de San Martín, y sobre el mismo (que tuvo ocasión de observar en Agosto de 1836) escribió una curiosa Memoria el celoso y discreto académico de Ciencias señor Marqués del Socorro, ven 1846 publicó un folleto el señor cura de dicha parroquia. El 16 de Agosto de 1824 sufrió esta iglesia un horroroso incendio, en el que pereció el gran cuadro del altar mayor, obra de Francisco de Rizzi[104].

De las casas de la nobleza madrileña que fueron cubriendo ambos lados de la nueva calle del Arenal, en el siglo XVI, apenas queda ninguna ya; habiendo desaparecido, para dar lugar a modernas construcciones, la de Legarda a su salida, de la que ya hicimos mención; la de Olivares (que hoy está reedificada de nueva planta con el número 30), la de la Duquesa de Nájera, que daba vuelta a la plazuela de Zelenque; la de D. Juan de Córdoba y Zelenque, que dio nombre a ésta; la del Conde de Fuenteventura, a la otra esquina; la del Duque de Arcos y de Maqueda (sustituida hoy por la elegante y magnífica del Marqués de Casa-Gaviria); la de Juez Sarmiento, y la del Conde de Fuentes, después del de Clavijo, que formaba la esquina de la Puerta del Sol y calle Mayor; quedaba únicamente en pie (aunque muy renovada) la de los Condes de Torrubia, que fue del Duque de Lerma, número 22 nuevo, frente a San Gines, y también ha sido derribada y sustituida por una elegante construcción.

Ningún recuerdo ni objeto particular de interés histórico nos ofrecen las calles que median entre la del Arenal y la Mayor, y llevan los nombres que denotan su origen: de las Fuentes, de las Hileras, plazuela de Herradores, calles de Coloreros, Arco de San Gines y de Bordadores. El callejón llamado de la Duda, que hoy no existe, y estaba al costado de la casa del Conde de Oñate, pudo tomar su nombre misterioso del objeto primitivo a que estuvo destinado el edificio que soportaba hasta mediados el siglo XVI. En el archivo del Ayuntamiento se encuentra original una Real cédula de Carlos I y la reina doña Juana, con fecha 28 de Julio de 1541, cometida al Corregidor de Madrid, en la cual se le previene «que las casas de la mancebía pública, que están cerca de la Puerta del Sol (en el mismo sitio que ocupaba dicho callejón y parte del palacio de Oñate), se trasladen a otro punto más distante y apartado del camino que va a los monasterios de San Jerónimo y de Atocha, a cuya solicitud se manda dicha traslación, para evitar los escándalos que presenciaban los fieles que concurrían a dichos monasterios». Después de una recia oposición de los dueños, se llevó a cabo dicha traslación, comprándose para ello por la villa un sitio que tenía Juan de Madrid, mercader, y estaba a la cava de la Puerta del Sol (en el mismo donde después se formó el convento del Carmen Calzado), cuyo sitio fue cedido al Licenciado de la Cadena, María de Peralta y Francisco Jiménez, dueños de la mancebía, por indemnización de la que se les mandaba cerrar en la calle Mayor y para poder construir la otra nueva. Dos de los once sitios que forman la superficie de los 34.303 que ocupa el palacio de los Condes de Oñate, pertenecieron, según los registros originales de sus títulos, a los herederos de dichos Jiménez y Peralta.

Esta casa-palacio, una de las más espaciosas e importantes de la grandeza, debió ser construida a fines del siglo XVI, si bien la portada y balcón principal son obra del XVII o principios del pasado, al estilo apellidado churrigueresco, tan encomiado y seguido entonces, como acaso injustamente censurado después. A dicho balcón principal solían asistir las personas Reales en ocasiones solemnes, y desde el presenció Carlos II y su madre doña Mariana de Austria la entrada de la primera esposa de aquél, doña María Luisa de Orleans, el día 13 de Enero de 1680, caja ceremonia describe la Marquesa d’Aulnoi, testigo presencial, en sus tan preciosas como poco conocidas Memorias, en los términos siguientes:

«Luego que S. M. estuvo adornada con los diamantes de ambos mundos, y cuando se hubo puesto un rico sombrerillo, adornado con plumas blancas y realzado con la preciosa perla llamada la Peregrina (la más bella de las perlas célebres), montó en un brioso alazán andaluz, que el Marqués de Villamayna, su caballerizo mayor, llevaba de la brida. La riqueza del traje añadía nuevos encantos a la belleza y majestad de la Reina, y toda ponderación es poca para pintar la grandeza y lujo de su comitiva. S. M. hizo un ligero movimiento al pasar; por delante de la casa del Conde de Oñate para saludar al Rey y a su madre, que estaban en sus balcones. En seguida se dirigió a Santa María, donde el cardenal Portocarrero entonó un solemne Te Deum. Al salir de la iglesia, la Reina pasó por bajo de varios arcos triunfales, y entró en la plaza de Palacio en medio de las aclamaciones de un inmenso pueblo. Pomposos arcos y graderías, con muchos personajes alegóricos, fábulas y emblemas, le enviaban las felicitaciones más cordiales. Los magistrados y autoridades, ricamente vestidos, la arengaron en español y en francés; el Ayuntamiento la ofreció las llaves de la villa, y los grandes de España acudieron a cumplimentarla con todo su magnífico séquito. Llegada a Palacio, el Rey y su madre bajaron a recibirla al pie de la escalera, y después de haberla abrazado tiernamente, la condujeron al salón Real, donde toda la corte se postró a sus pies y besó respetuosamente su mano».

A las puertas mismas de esta casa-palacio tuvo lugar también, en la noche del 21 de Agosto de 1622, el horrible asesinato, inferido de un ballestazo y en su propio coche, en la persona del mordaz, aunque ingenioso, poeta D. Juan Tassis y Peralta, conde de Villamediana, de la misma casa de Oñate, atribuido (aunque en nuestro sentir ligeramente) a celos de Felipe IV contra aquel arrogante y presuntuoso ingenio; triste suceso, que, por lo misterioso y audaz, dio motivo a tantos comentarios, versos y leyendas contemporáneas, entre los cuales se atribuyen a Lope de Vega las siguientes décimas:

«Mentidero de Madrid[105],

Decidme: ¿quién mató al Conde?

Ni se dice, ni se esconde;

Sin discurso discurrid.

Unos dicen que fue el Cid,

Por ser el Conde Lozano;

¡Disparate chabacano!

Pues lo cierto de ello ha sido

Que el matador fue Bellido,

Y el impulso, soberano».

«Aquí una mano violenta,

Más segura que atrevida,

Atajó el paso a una vida

Y abrió el camino a una afrenta;

Que el poder que osado intenta

Juzgar, la espada desnuda,

El nombre de humano muda

En inhumano, y advierta

Que pide venganza cierta

Esta salvación en duda».

A la entrada de dicha calle Mayor, en la acera enfrente de este palacio, se fundó por Felipe II, a mediados del siglo XVI, el convento de padres agustinos calzados de San Felipe el Real, que La existido hasta nuestros días, en que fue derribado después de la exclaustración, y sustituido por las suntuosas casas del señor Cordero. En dicho convento era notable, y merecía haber sido conservado, el claustro principal, bella obra de Francisco de Mora, bajo la traza de Andrés de Nantes; era también célebre este edificio por la espaciosa lonja alta, que corría delante de su fachada a la calle Mayor, conocida bajo el nombre de las Gradas de San Felipe, y también por las Covachuelas, a causa de las treinta y cuatro tiendas de juguetes abiertas debajo de ella. Las Gradas de San Felipe, reunión de noticieros y gente desocupada, como ahora la Puerta del Sol, juegan un papel muy importante en las novelas de Quevedo, Velez de Guevara, Zabaleta, Francisco Santos, D. Diego de Torres y demás escritores de costumbres de los siglos XVII y XVIII.

El trozo principal de calle Mayor, hasta la puerta de Guadalajara, ofrecía el aspecto de que aun hemos podido juzgar por el resto de caserío, que ha llegado hasta nosotros, y sido sustituido en nuestros tiempos por otro más elegante. Aquel caserío, destinado principalmente a tiendas y comercios, era, en lo general, de extraordinaria elevación, con tres y cuatro pisos (cosa rarísima entonces en Madrid), aunque en tan reducidos espacios, que apenas ninguna casa llegaba a tener mil pies superficiales, y muchas, las más de ellas, no pasaban de cuatrocientos.

Por bajo de sus pisos principales corrian los muy útiles, aunque mezquinos, soportales, apellidados de Manguiteros y de Guadalajara a la derecha, y de San Isidro y Pretineros a la izquierda, que han ido desapareciendo después en su mayor parte con las nuevas construcciones; siendo lástima que no haya podido seguirse, por respeto al interés privado, el sistema de sustituirlos con otros más elevados y espaciosos, como se empezó a hacer algún tiempo y se abandonó después; pues realmente su utilidad en una calle tan espaciosa y casi siempre bañada del sol, por su dirección de Oriente a Poniente, era incontestable. En el portal llamado de San Isidro (que cayó hace pocos años), y en el sitio de la casa de baños que se estableció después, se hallaba el pozo que, según dijimos, se supone abierto por el mismo Santo en una alquería o casa de campo, en que vivía, fuera de la puerta de Guadalajara, una señora principal, a quien llamaban Santa Nufla, por su gran recogimiento y virtud.

A la esquina de la calle de Bordadores, frente a la Mayor, existía también, hasta hace pocos años, en que fue derribado, y sustituido por un mercado y galería cubierta, la casa profesa de los padres Jesuitas e iglesia de San Francisco de Borja, ocupada, desde la extinción de aquellos, por los clérigos menores de San Felipe Neri, que tuvieron antes la suya en la plazuela del Ángel. En este templo de San Felipe Neri (que era de muy buena forma y no merecía ciertamente ser destruido sin necesidad alguna) se hallaba colocado en su altar mayor el precioso cuerpo de San Francisco de Borja, duque de Gandía y marqués de Lombay, general de la compañía de Jesús, y ascendiente de los duques de Osuna y de Medinaceli, que su nieto, el célebre duque de Lerma, primer ministro del rey Felipe III, y después cardenal, hizo traer de Roma para colocarlo en la iglesia contigua a su casa, sita en la calle del Prado, adonde ha vuelto a ser trasladada aquella venerable reliquia después de la extinción de las comunidades religiosas y derribo de San Felipe Neri.

La calle Mayor, sin la interrupción ya de la puerta de Guadalajara, y formando una sola y ancha vía con la de Platerías y de la Almudena, ha sido, como es de suponer, teatro de las más espléndidas escenas de la corte y de la villa: las entradas, proclamaciones y desposorios de los reyes; las procesiones y actos públicos religiosos e históricos, han dado lugar en ella a las más solemnes demostraciones o suntuosos alardes de magnífico esplendor, que sería prolijo relatar. Arcos de triunfo, recuerdo más o menos pasajero de los marmóreos de Grecia y Roma, doseles y colgaduras, magníficos altares y estrados, ricas y vistosas tapicerías, y hasta galerías de cuadros originales de nuestros grandes artistas, decoraron su ámbito y el frente de las fachadas de sus casas en ocasiones solemnes; desde que, montados en sendas mulas, ricamente ataviadas, la atravesaron el César Carlos V y el Rey de Francia, su prisionero, después de restituida a éste su libertad, hasta el último monarca Fernando VII, en sus diversas entradas triunfales, y la reina doña Isabel II en 1846, con ocasión de su matrimonio y el de la señora infanta doña Luisa. En el siglo XVII, además, servia de paseo o de rua para las anchas carrozas que encerraban a las altisonantes damas de la esplendorosa corte de los Felipes III y IV, y para los amartelados galanes que, a pie o a caballo, gustaban ostentar ante sus ojos su garbo y bizarría. A esta rúa (que comprendía el trozo desde la puerta del Sol a la de Guadalajara) se alude frecuentemente en los ingeniosos y caballerescos dramas de Calderón, de Rojas y Moreto.

Sabida es la venida del Príncipe de Gales (después Carlos I de Inglaterra, que murió en un cadalso) a la corte de España en 1623, con el objeto de ofrecer su mano a la infanta doña María, hermana de Felipe IV. Habiendo partido misteriosamente de Londres el 2 de Marzo, acompañado sólo del Marqués de Buckingham y de algunos criados, llegó a Madrid el jueves 26 en la noche, apeándose en la casa del Conde de Brístol, embajador de Su Majestad británica (que moraba en la calle de Alcalá), a, quien sorprendió inesperadamente su arribo[106]. Difundida la nueva al día siguiente por la capital, y avisados de ella el Rey y su gobierno, pasó a visitar al Príncipe el Conde-duque de Olivares, acordándose que aquella noche se viesen en el Prado S. M. y él, como así se verificó, y apeándose los dos simultáneamente de sus coches y abrazándose con mucha cordialidad y cortesía, entraron en seguida ambos en el coche del Rey, y continuaron su paseo más de dos horas. El domingo siguiente hubo rua o paseo por la calle Mayor, a que asistió gran concurso de príncipes y magnates en sus carrozas, y todas las hermosas de la corte. Encubierto también en una de aquéllas, recorrió el paseo el Príncipe de Gales, acompañado de sus embajadores y séquito, a todos los cuales saludaron desde la suya el Rey, la Reina, los infantes y la princesa María. Otros varios días duraron las entrevistas confidenciales e indirectas en los paseos y en las calles y desde las ventanas de los palacios respectivos, hasta que se señaló para la entrada pública el domingo 29 de Marzo, en que se celebró con la mayor ostentación.

Las calles que se dirigen desde la Mayor a la Plaza, y son conocidas con los nombres de la Amargura (recuerdo acaso de los autos de fe), de Felipe III (antes de Boteros} y el callejón del Triunfo (antes del Infierno), no merecen especial mención. A espaldas de la Mayor, y entre ella y la subida de Santa Cruz a la Plaza, se formaba, y aun existe en gran parte, un laberinto de callejuelas y de apiñadas casas, dedicadas a tiendas y almacenes de comercio, muy semejantes al recinto morisco titulado la Alcaicería en Granada. Los nombres de estas calles son de San Cristóbal, del Vicario, de San Jacinto, de la Sal, Zapatería de Viejo (hoy de Zaragoza), de la Fresa y de Postas.

Esta calle de Postas (a su conclusión por lo menos) debía tener antes soportales con columnas o machones, como la Mayor, y en la casa número 31 viejo y 32 nuevo, que debía ser la más grande de ella, estuvo la primera oficina del Correo o las Postas que hubo en Madrid, de que le quedó el nombre a la calle. Esta casa fue vinculada en el siglo XVII por Juan Arias, que la compró a la Corona, y en el día pertenece, según creemos, a D. José Pardo Yuste. En los títulos de fundación se hace mención de la imagen de Nuestra Señora colocada aún en su retablo en el portal de dicha casa, a la cual conservan mucha devoción los vecinos de aquel barrio. Dicho lienzo de la Virgen parece que existió antes en la Plaza Mayor; pero adquirida por el fundador del mayorazgo, la expuso al público en el portal de su casa, que aun es conocido por el Portal de la Virgen.

El aprovechamiento extremado del sitio, la estrechez y elevación de las fachadas, y el descuido absoluto del ornato exterior llegan aquí a su colmo, si bien la decoración que forma el alarde de telas de las infinitas tiendas de lencerías y de otros comercios, la sombría luz y la animación mercantil, hacen por manera interesantes a estas calles, especialmente la de Postas, que es la arteria central de aquellas ramificaciones, y en donde apenas hay un solo portal ni un palmo de terreno que no esté destinado a aparador de telas y mercancías, ofrece, bajo más de un concepto, grande analogía y puntos de comparación con el Zacatín de Granada, la calle Llana de Toledo, la Rua de Salamanca, la de Orates de Valladolid, la de Escudellers de Barcelona, la de la Sierpe en Sevilla, y la de Juan de Andas en Cádiz.

En cuanto a la distribución interior de las mezquinas moradas de dichas calles, la Mayor, y generalmente las que servían de habitación al vecindario en general, no se concibe ciertamente cómo en aquellos estrechísimos portales, o más bien profundas cavernas y callejones, en aquellas escaleras casi perpendiculares y sin átomo de luz, en aquellos aposentos reducidos y mal cortados, acertaban a penetrar y cobijarse los bizarros galanes del siglo XVII, con sus vistosas ropillas, capas, plumeros, gregüescos y valonas; y los tacones, guarda-infantes, tontillos y artificiosos tocados de las altivas damas de la época[107]. Seguros estamos de que ocurrirá esta misma observación a todo el que examine las pocas casas que aún se conservan de aquel tiempo, en sitios tan principales como la calle Mayor, Puerta de Guadalajara y Platerías, y la única que ha quedado en pie (aunque ya muy corregida y aumentada) de la antigua Plaza Mayor, a cuyos balcones acudían de oficio, a presenciar las fiestas de toros, cañas y torneos, los magnates de la corte, los tribunales, los embajadores, la grandeza y la servidumbre Real. Pero esto de la Plaza Mayor es cosa demasiado importante para tocada por incidencia, y (como decía Cervantes) capítulo por sí merece.

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