XIV. El Lavapiés

Entramos en pleno distrito de Lavapiés o del Avapiés, como antiguamente solía escribirse, sin que acertemos a explicar la etimología de este nombre con la candidez del buen D. Nicolás Fernández de Moratín[142], porque con ambos títulos viene emblematizando hace tres siglos a la población indígena matritense en el último término de la escala social. No nos meteremos en eruditas y empalagosas investigaciones para buscar en tales o cuales razas el origen de esta parte del pueblo bajo de Madrid, apellidado la Manolería, que tiene su asiento principal en el famoso cuartel de Lavapiés, aunque rebosando también a los inmediatos de la Inclusa, el Rastro y las Vistillas. Para nosotros es evidente que el tipo del Manolo se fue formando espontáneamente con la población propia de nuestra villa y la agregación de los infinitos advenedizos que de todos los puntos del reino acudieron a ella desde el principio a buscar fortuna. Entre los que vinieron guiados de próspera estrella y cambiaron luego sus humildes trajes y groseros modales por los brillantes uniformes y el estudiado idioma de la corte, vinieron también, aunque con más modestas pretensiones, los alegres habitadores de Triana, Macarena y el Compás de Sevilla, los de las Huertas de Murcia y de Valencia, de la Mantería de Valladolid, de los Percheles y las islas de Riaran de Málaga, del Azoguejo de Segovia, de la Olivera de Valencia, de las Tendillas de Granada, del Potro de Córdoba, y las Ventillas de Toledo, y demás sitios célebres del mapa picaresco de España, trazado por la pluma del inmortal autor del QUIJOTE; todos los cuales, mezclándose naturalmente con las clases más humildes de nuestra población matritense, adoctrinándola con su ingenio y travesura, despertando su natural sagacidad, su desenfado y arrogancia, fueron parte a formar en los Manolos madrileños un carácter marcado, un tipo original y especialísimo, aunque compuesto de la gracia y de la jactancia andaluzas, de la viveza valenciana y de la seriedad y entonamiento castellanos.

Cuando, a mediados del siglo XVI, se verificó, casi simultáneamente con la venida de la corte, la tercera ampliación de Madrid, ya existía numeroso caserío más allá de la cerca que, según dijimos, corría desde la puerta de Antón Martín hasta la calle de Toledo, y aquellos sitios costaneros y despejados por donde ahora corren las calles de Jesús y María, de Lavapiés, del Olivar, del Ave María y sus traviesas, eran ya célebres por sus afamados ventorrillos, tabernas y bodegones, entre los cuales sobresalía el nombrado de Manuela, sito en el Campillo (hoy calle) que conserva su nombre, y los altillos y rellanos de Buena Vista, de las Damas y Primavera, que eran los puntos adonde acudían a solazarse los menestrales madrileños, como ahora al nuevo arrabal de Chamberí. Con el trascurso del tiempo y el aumento de la población fue agrupándose el caserío y formando dichas calles y sus traviesas, tales como las de la Cabeza[143], del Calvario, del Olmo, de los Ministriles, de los Tres Peces, de la Esperanza, de Zurita, del Salitre y de la Fe.

Arteria principal de todas ellas, y centro de este bullicioso distrito, la calle de Lavapiés (que, como la del Barquillo, tuvo el privilegio de apellidarse Real) arranca de la extremidad de la de la Magdalena, y estrecha al principio, aunque siempre desigual y costanera, va ensanchando después y adquiriendo grande importancia, como rio creciente y majestuoso, con la incorporación de la de Jesús y María primero, a la plazoleta del Campillo de Manuela, y luego con las del Olivar y del Ave María en la famosa plazuela de Lavapiés, que es la Puerta del Sol de aquel distrito, ingreso y corazón de todas aquellas y otras calles, hasta que, cambiando su nombre por el de Valencia, llega al portillo mencionado del mismo título, y antes de Lavapiés. Los expresivos nombres de todas éstas, que quedan ya apuntados, revelan bien a las claras su humilde historia o sus condiciones materiales. La del Ave María recibió este nombre del Beato Simón de Rojas, que parece hizo expulsar de ella a las prostitutas que la ocupaban, y por eso se llamó también de San Simón una dé las contiguas. La del Calvario debió apellidarse así porque existía un Via Crucis en aquel sitio, en dirección a Atocha, y merece justamente este nombre por el horrible desnivel de su suelo; la de la Escuadra, por su forma en esta figura; las del Olmo, del Olivar, de la Rosa y otras, por los plantíos y huertas en que fueron trazadas; la del Salitre, por su inmediación a las tierras y fábrica del mismo (adonde se ha trasladado la Aduana), y así las demás, sin que en ninguna de ellas exista edificio, monumento ni recuerdo histórico de importancia que decore o enaltezca aquella humilde barriada.

En la calle llamada de la Torrecilla del Leal existe únicamente la casa e iglesia de la venerable Congregación de San Pedro de Presbíteros naturales de Madrid, fundada por el venerable licenciado Jerónimo Quintana, autor de la Historia de esta villa, y muy célebre por su filantrópica piedad y por haber pertenecido a ella insignes escritores como Lope de Vega, Calderón de la Barca (que la nombró su heredera)[144], Solís, Montalbán y otros. Al extremo de la calle de la Fe, que va desde la plazuela de Lavapiés hasta la calle del Salitre, se alza la parroquia Parroquia de de San Lorenzo, que fue anejo de San Sebastián desde 1662, en que se construyó, y hoy es parroquia independiente, y acaso la más poblada de Madrid, pues comprende 6.624 vecinos y 24.998 feligreses. Este templo sufrió un horroroso incendio el día 16 de Junio de 1851, habiendo sido reparado luego con las limosnas de los feligreses. En las calles de Zurita, los Tres Peces, la Esperanza y demás contiguas nada tenemos que recordar.

A estas nuevas barriadas, apartadas y humildes, debieron naturalmente refluir las clases más desvalidas de la población cuando, creciendo ésta en número e importancia, rebasó las antiguas cercas y cubrió de edificios costosos las calles y términos de la villa. Formóse, pues, la natural división de barrios altos y bajos[145], y ocupando los primeros los empleados de la corte y las clases acomodadas, tocaron naturalmente los segundos a los jornaleros menestrales; aquéllos, renovándose continuamente con los favores del poder y de la fortuna, con la inmigración constante de forasteros, y con el trasiego de los propios en viajes y comisiones, modificaron infinitamente su carácter y tipo primitivo, perdieron el colorido local, y de la reunión de aquellos matices, adaptados de tan diferentes orígenes y fundidos en el crisol de la corte, vino a formarse otro especial, y por cierto bien interesante, que es el del habitante de Madrid; pero los signos característicos del madrileño (especialmente en la parte menos culta de la población) que pudieron escapar al roce continuo de los otros pueblos y a las tendencias, intrigas y favores cortesanos, han llegado hasta nosotros trasmitidos de generación en generación en los habitadores de los barrios bajos. El trascurso del tiempo, los sucesos históricos y políticos, y la alteración consiguiente de las costumbres, han podido ciertamente modificar las condiciones de aquel carácter primitivo; pero aplicando a su análisis un estudio concienzudo, y haciendo abstracción de los accesorios, es fácil descubrir, al través de ellos, el tipo original del madrileño arrogante y leal, temerario e indolente, sarcástico y hasta agresivo contra el poder, desdeñoso de la fortuna y de la desgracia, mezcla del fatalismo árabe, del orgullo, del valor y de la inercia castellanas.

Este pueblo bajo madrileño, que tanta parte tomó en las revueltas políticas de los pasados siglos; que defendió tenazmente la causa de su legítimo rey D. Pedro de Castilla contra el dichoso D. Enrique, y más tarde, la legitimidad dudosa de la desdichada doña Juana la Beltraneja contra la misma princesa doña Isabel; que negó los tributos y alzó barricadas, en unión con los comuneros de Castilla, contra las huestes del poderoso Emperador, quedó como amortiguado, y aun pudiera decirse que había cambiado del todo, cuando, halagado por la fortuna, vio fijarse en medio de él la opulenta corte castellana, y se convirtió durante siglo y medio en sumiso y obediente súbdito de los monarcas de la austriaca dinastía; pero durante la minoría del desdichado Carlos II y el gobierno impopular de la Reina madre, aparece ya el pueblo madrileño tomando una parte activa en las turbulencias políticas ocasionadas por la privanza del jesuita Nithard, y más adelante, del osado Valenzuela; persigue a ambos con su reprobación, con su censura, con sus sátiras y con su fuerza material, hasta que los obliga a abandonar el puesto y huir del encono popular. Luego, en los últimos días del reinado miserable del mismo Carlos, se presenta de nuevo, terrible y osado, a las puertas de su Real Alcázar, en 1699, con pretexto de la carestía del pan, a pedir, o más bien ordenar, al Monarca que despierte de su prolongado letargo, y no depone las armas hasta que recibe sus seguridades y obliga a la fuga al Ministro, Conde de Oropesa.

En principios del siglo pasado, y durante la famosa guerra de sucesión, notoria es la parte tan activa que tomó el pueblo propio madrileño, y las muestras tan ostentosas que dio de su simpatía hacia la persona de Felipe de Borbón y contra las huestes del Archiduque en los breves días que éstas le ocuparon; en que no hubo género de asechanzas, de desmanes y alevosías que no pusiera en juego contra los desgraciados tudescos, los cuales (según el Marqués de San Felipe, historiador de aquella guerra) pagaron bien caros los funestos favores de las mujeres de la plebe madrileña.

Adelantada ya la segunda mitad del siglo, todavía el fiero madrileño ostentó un día toda la arrogancia de sus antecesores, defendiendo sus capas y chambergos, fusilando las ventanas del ministro Esquilache, persiguiendo a las tropas extranjeras y marchando osado, en numerosa turba a las órdenes del calesero Bernardo, hasta el mismo palacio y Real cámara de Aranjuez, a imponer condiciones de potencia a potencia al mismo monarca, el gran Carlos III. Durante casi medio siglo durmió, al parecer, tranquilo el impertérrito pueblo de Madrid; pero el 19 de Marzo de 1808, rugiendo de nuevo terrible y vengador contra el poder y la osadía de un nuevo y más arrogante favorito, se presentó en los mismos sitios y con el mismo imponente aparato que en 1766[146], y comenzó a repetir el drama, que fue a terminar, como aquél, a las orillas del Tajo.

En aquel famoso año, clásico para toda la nación española, y especialmente para el pueblo madrileño, hay tres fechas eternas, que jamas podrán borrarse de sus anales: 19 de Marzo; 2 de Mayo, y 2, 3 y 4 de Diciembre.

En la primera consiguió derrocar el ídolo del poderoso valido, que arrastró en su caída al Monarca débil y apocado; en la segunda desafió y abatió, aunque a costa de un cruento sacrificio, el orgullo y arrogancia de las huestes del dominador de Europa; en la tercera, en fin, se atrevió a resistir a éste en persona y al frente de sus ejércitos, oponiéndole sus débiles tapias y la fortaleza y temeridad de sus pechos. El pueblo de Madrid, que, subyugado y encadenado al carro del usurpador, sufrió durante cinco años los efectos de su ira, los rigores del hambre y de la miseria, no perdió por eso su carácter desdeñoso y arrogante, y valiéndose de las armas del sarcasmo y la ironía, se mofaba del intruso rey y de su gobierno, le escarnecía públicamente en las ocasiones más solemnes[147], y moría a manos del hambre espantosa de 1812, sin querer recibir el menor auxilio de sus enemigos, ni perder un momento su dignidad, su agresivo carácter y audacia.

Pero volviendo al tipo especial del Manolo de Madrid, según nos le dejó pintado Goya en sus caprichos, y en sus deliciosos sainetes el picaresco D. Ramón de la Cruz, debemos consignar que ha venido sufriendo constantes y sucesivas modificaciones en sus costumbres, modales y trajes; sus oficios más favoritos continúan siendo, como en el siglo pasado, los de zapatero, tabernero, carnicero, calesero y tratantes en hierro, trapo, papel, sebo y pieles, que constituían, hasta hace pocos años, los gremios de traperos, chisperos, corredores de la cuatropea, y otros; ha abandonado la coleta y redecilla, el calzón y el chupetín, el capote de mangas y el sombrero apuntado, con que nos le pintan a principios de este siglo; su traje actual, modificado con la imitación de los de Andalucía y de las clases más elevadas, consiste generalmente en chaquetita estrecha y corta, con multitud de botoncitos; chaleco abierto y con igual botonadura, pero sin echar más que el primero; camisa bordada, doblado el cuello y recogido con un pañolito de color saliente, asido con una sortija al pecho; faja encarnada o amarilla; pantalón ancho por abajo; media blanca y zapato corto y ajustado. El sombrero redondo y alto, terso y reluciente, ha sido trocado por el sombrerito calañes; pero la varita en la mano y la terrible navaja a la cintura son prendas de que no se ha desprendido todavía ningún manolo.

Este nombre, a nuestro entender, no tiene otra antigüedad ni origen que el propio con que quiso ataviar al famoso personaje de su burlesca tragedia para reír y sainete para llorar el ya dicho D. Ramón de la Cruz; pues en ninguna obra anterior de los escritores de costumbres y novelas, tales como Castillo, Zabaleta, Torres y otros, hallamos designadas con este nombre a los habitantes de aquellos barrios de Madrid.

En cuanto a la Manola, precioso y clásico tipo que va desapareciendo a nuestra vista, y cuyo donaire, gracia y desenfado son proverbiales en toda España, ¿quién no conoce el campanudo y guarnecido guardapiés, la nacarada media, el breve zapato, la desprendida mantilla de tira y la artificiosa trenza de Paca la Salada) Geroma la Castañera, Manola la Ribeteadora, Pepa la Naranjera, y Maruja y Damiana y Ruperta, floreras, rabaneras ú oficialas de la fábrica de cigarros? ¿Quién no sabe de memoria sus dichos gráficos, sus epigramas naturales, su proverbial fiereza y arrogancia? ¿Quién no ve con sentimiento confundirse este gracioso tipo en el otro repugnante de la mujer mundana, que, en su deseo de parecer bien, ha querido parodiar la gracia, traje y modales peculiares de la Manola?

El carácter altivo e independiente de estas clases en ambos sexos, su animosidad contra todo lo extranjero o sus recuerdos, su indómita arrogancia y su escasa instrucción, unido todo a los vicios y disipación propios de las grandes poblaciones, han hecho que hasta hace pocos años esta parte del vecindario de nuestra villa, estos barrios del Lavapiés, del Salitre, Tres Peces, Inclusa, el Rastro y Embajadores fuesen como una población aparte, aislada, hostil y terrible para el resto de ella; pero las vicisitudes políticas por que hemos pasado en lo que va de siglo, y en que tanta y tan apasionada parte ha tomado en todas ocasiones el pueblo bajo de Madrid, le fueron adversas en general, y castigando duramente sus pasiones, sus excesos, sus demasías y exageraciones de 1814, 1820, 1823, 1834, 1843, 1854 y 1856, le han debido dar a conocer, bien a su costa, que hay en la sociedad otra fuerza mayor que la fuerza numérica, y que han pasado los tiempos de los ignos y lairones, ale las pititas realistas y de los trágalas revolucionarios.

De esperar es que, mejorándose constantemente la instrucción, y aumentada la vigilancia del Gobierno; creciendo en ellos el amor al trabajo y a los goces más halagüeños de la sociedad culta, y extendiéndose también en aquellos barrios extremos una parte de la población más acomodada, con el aumento y mejora del caserío, la entrada en ellos no vuelva a ofrecer, como antes, un valladar impenetrable a las personas decentes. Ya no choca, en efecto, en ellos, el ruido de los coches, ni son perseguidas las señoras con gorro, ni los hombres con futraque o levosa, ni los chicos de tierna edad aparecen ya en cueros o en camisa; antes bien se recogen en las benéficas aulas de las Escuelas Pías y Salas de Asilo de las calles del Espino, de Atocha o de la Fábrica de cigarros; las manolas no serpentean ya todo el día con sus trajes ondulantes y campanudos (excepto aquella parte proporcional dedicada al vicio y a la prostitución); asisten a trabajar modesta y silenciosamente hasta en número de 5.000 en aquella fabrica o en los particulares obradores de zapatería, sastrería y otros; los manolos son también artesanos o mercaderes ambulantes, y han tomado el gusto a una ganancia legítima y segura, si bien no curados enteramente de la excesiva afición a los toros y a la taberna; y preciso es confesar (a despecho de los encomiadores de todo lo antiguo) que el pueblo bajo de Madrid, entrando sin réplica en el sorteo para la quinta (de que antes estaba exceptuado), pagando su patente industrial y su habitación al casero (obligaciones ambas de que antes se exceptuaba él), trocando, para ir a los toros, el antiguo y estrepitoso calesín por el ómnibus comunista, las seguidillas por la polka, la bandurria y el pandero por la orquesta militar o el organillo alemán, y asistiendo frecuentemente a la Zarzuela y a la Opera, al Circo Ecuestre y al ferrocarril de Aranjuez, si ha perdido la fisonomía local, excepcional y tal vez poética que fotografió D. Ramón de la Cruz en sus admirables farsas de La Casa de Tócame Roque, El Manolo, Las Castañeras picadas, La Venganza del Zurdillo, ha ganado, y mucho, en moralidad, en instrucción y en bienestar, y bajo todos aspectos ese distrito, especialmente en sus calles principales del Lavapiés, Olivar, Ave María, el Olmo y la Cabeza, pueden sostener actualmente el parangón con los demás de Madrid.

La ancha y espaciosa calle de Santa Isabel por su izquierda y las demás traviesas entre ésta y la de Atocha, aunque pertenecen al mismo distrito, están ya de antiguo formadas de buen caserío y habitadas por clases pudientes.

En la primera de ellas hay que notar la moderna casa-palacio de los condes de Cerbellon, duques de Fernan-Nuñez, y al extremo de ella el suntuoso monasterio de religiosas de Santa Isabel, fundado en 1589 en la calle del Príncipe, hasta que la reina doña Margarita, esposa de Felipe III, las trasladó en 1610 a este sitio, en donde estuvo la casa de campo del célebre secretario de Felipe II, Antonio Pérez. La iglesia, terminada en 1665, es muy buena y decorada con apreciables pinturas. Unido a este convento está el colegio de niñas, fundado en 1595 por Felipe II con la denominación de Casa-recogimiento de Santa Isabel, cuyo patronato corresponde siempre a los reyes de España, y en el que se admiten también y educan colegialas pensionistas. Termina esta calle y distrito con las accesorias del nuevo edificio de la Facultad de Medicina y el inmenso Hospital General, cuyos frentes dan ya a la calle de Atocha, que habrá de ocuparnos en el próximo paseo.

Licencia

Icon for the Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License

El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

Compartir este libro