Introducción. Reseña histórico-topográfica y civil de Madrid

ÉPOCA DESCONOCIDA

MADRID, como todas las ciudades, como todos los estados, como todos los personajes, que enaltecidos por la suerte llegaron a adquirir cierta importancia política, tuvo muy luego sus aduladores panegiristas, que, no contentos con defender esta importancia y justificar aquel engrandecimiento con los méritos especiales del tal pueblo o del tal sujeto, estribándolos en las dotes de su valor más bien que en el privilegio de su fortuna, trataron de rebuscar su origen en la más remota antigüedad, enlazándole con los héroes mitológicos o fabulosos, para forjarle luego una empergaminada ejecutoria en que poder ostentar sus heráldicos blasones.

Todo esto es muy entretenido y sabroso, si no muy verosímil ni importante a los ojos un tanto escépticos de la actual generación, en cuyas almas no arde ya aquella fe sincera y entusiasta que enaltecía al carácter y formaba las delicias de nuestros apasionados abuelos; y ni aun quiere dispensar a éstos los honores de la controversia en materias que considera de escaso interés, por remotas, improbables y que a nada conducen. Por eso los modernos historiadores dejan a aquellos ardientes admiradores de lo desconocido, mano a mano entretenidos con sus héroes mitológicos, con sus fantásticas o místicas apariciones, con sus hiperbólicas consejas y gratuitas y cándidas conjeturas, y procuran sólo aprovechar los datos fehacientes, ya sea que puedan hallarlos escritos, o ya los vean consignados materialmente en los sitios y monumentos; y en llegando a la época en que viene a faltarles aquel hilo conductor, dejan a la historia envuelta en la noche de los tiempos, y continúan tranquilos su narración.

Por el opuesto sistema, los entusiastas y prolijos cronistas de Madrid, Gonzalo Fernández de Oviedo[1], el maestro Juan López de Hoyos[2], Gil González Dávila[3], el licenciado Jerónimo Quintana[4], Antonio León Pinelo[5], D. Juan de Vera Tassis y Villaroel[6], D. Antonio Núñez de Castro[7], y otros que en los siglos XVI y XVII, a consecuencia de la rápida importancia adquirida por esta villa con la traslación a ella de la corte de la monarquía, dedicaron sus plumas y desplegaron toda la tuerza de su voluntad a rebuscar y consignar, con más celo que buen criterio, mil confusas tradiciones, mil absurdas conjeturas con que enaltecer a su modo al pueblo que los había visto nacer y cuya historia o panegírico intentaban trasladar; ocuparon muchas páginas de sus indigestos cronicones en aserciones notoriamente falsas, en consejas maravillosas y en deducciones temerarias y hasta ridículas, que, si pudieron ser admitidas en la época en que se escribían, hoy sólo alcanzan de la crítica sensata una sonrisa desdeñosa.

Nada, sin embargo, debemos extrañar que así sucediera, y que tan patriotas y eruditos escritores pagasen tributo a la moda de aquellos tiempos, que quería que la remota alcurnia fuese el primer título de gloria para los pueblos como para los individuos; y que dominados por e] deseo de hacer aparecer con mayor esplendor a su villa natal, objeto de su entusiasmo y reciente emporio de la monarquía, no titubeasen en admitir como buenos todos los delirios, fábulas y comentos que pudieron hallar consignados en los falsos cronicones, en los ecos populares o en las maravillosas consejas del vulgo; que no retrocediesen ante el temor de ser tratados algún día de ligereza por la crítica severa y la sana razón, ni que tampoco hiciesen escrúpulo de alterar o desfigurar los textos más respetables, atormentándolos a su modo para sacar consecuencias absurdas que pudiesen conducir a su objeto preexistente.

Al decir de aquellos cándidos o amartelados escritores, la fundación de Madrid precedió en diez o más siglos a la de Roma; se verificó en los primeros tiempos de la población de España, a muy pocos años después del Diluvio universal, y cumpliría en el de gracia que atravesamos 4030 de respetable fecha, según muy seriamente afirmaba hace pocos años nuestro Calendario oficial. Añaden que dicha fundación fue verificada por el príncipe Ocno-Bianor, hijo de Tiber, rey de Toscana, y de la adivina Manto, cuyo nombre quiso dejar consignado en esta villa apellidándola Mantua. Pero semejante origen mitológico de nuestro Madrid no es más que un plagio del que plugo a Virgilio dar a la otra Mantua de Italia, su patria: y no podía de modo alguno aplicarse racionalmente a Madrid en la época en que se supone fundada, anterior en más de mil años a dicho príncipe Ocno, que si existió efectivamente, fue diez siglos después, en tiempo de la guerra troyana.

No menos peregrinos son los demás cuentos con (que engalanan nuestros cronistas la cuna de su pretendida Mantua, alegando, para probar su predilecto ensueño del origen griego, datos tan concluyentes o chistosos como el espantable y fiero dragón que se halló esculpido en una de sus puertas, y que, según ellos, era el emblema que asaban los griegos en sus banderas y dejaban como blasón a las ciudades que edificaban; o bien en ciertas láminas de metal que se suponen halladas al derribar el Arco de Santa María, y que escritas (probablemente en caldeo) probaban, según ellos, haber sido construido aquel muro y puerta por Nabucodonosor, rey de Babilonia, a su paso por Madrid.

La crítica moderna, más concienzuda o menos apasionada, rechaza al dominio de la fábula todas estas gratuitas e improbables aseveraciones; y en busca de los datos fehacientes que pudieran conducirla al esclarecimiento de la verdad, no ha hallado en esta villa el más ligero indicio ni la más remota señal de tan primitivo origen; sólo ha visto señalada en las Tablas de Tolomeo una población apellidada Mantua, que estaba situada en la región carpetana; pero la situación geográfica señalada por aquél a esta Mantua (según la demostración de los más insignes hombres de ciencia), contradice absolutamente a la de nuestro Madrid, y difiere de éste algunas leguas; siendo unos de opinión (como los coronistas Pedro Esquivel y Ambrosio de Morales) de que puede referirse al pueblo conocido ahora por Villamanta, y otros a Talamanca (Armántica), que se aproximan o cuadran mejor a aquella situación, que conservan aún en sus nombres más raíces o analogías con el primitivo de Mantua, y en que se observaron también ruinas y hallaron vestigios de remota antigüedad.

En este sentido hicieron preciosas observaciones, a fines del siglo último, los eruditos escritores y arqueólogos maestro Enrique Florez, D. Antonio Ruy-Bamba, y sobre todos, D. Juan Antonio Pellicer, en dos obras especiales[8], el cual llegó hasta averiguar y demostrar el origen de la equivocada antigüedad y nombre dados a Madrid, explicándola en el texto adulterado de dichas Tablas de Tolomeo de la edición de Ulma, en 1491, en el cual se lee esta nota, puesta por ignorada mano («Mantua; Viseria olim; Madrid»), cuya gratuita explicación no se lee en las primeras o anteriores ediciones de aquel gran geógrafo, según puede consultarse en la de 1475 (la más antigua que se conoce) y que existe en nuestra Biblioteca Nacional, y cita también dicho erudito escritor.

Resulta, pues, probado hasta la evidencia, que lo de la fundación de Mantua por el príncipe Ocuo-Bianor es a todas luces falso e imposible, y que la población que cita Tolomeo con aquel nombre (ya fuese fundada por griegos, cartagineses o romanos) no es ni pudo ser con algunas leguas de diferencia la que actualmente se denomina MADRID; que el mismo Tolomeo no dijo tal cosa, sino que fue una ligereza de alguno de sus ignorados anotadores. Acaso, sin embargo, pudo existir Madrid en tiempo de la dominación romana en España, y aun antes, como pretenden la mayor parte de los escritores antiguos y muchos modernos, e intentan probarlo con algunas lápidas sepulcrales que dicen haberse hallado en esta villa y describen o interpretan a su sabor; pero en ninguna de dichas lápidas (que pudieron ser traídas, y alguna consta que lo fue efectivamente, de otros puntos), aun violentando todo lo posible las interpretaciones, se encuentra la más mínima referencia a Madrid con el nombre de Mantua ni con otro alguno.

Si existió Madrid en tiempo de los romanos y, como se ha pretendido, fue municipio de alguna importancia; si recibió en ellos la sagrada luz del Evangelio, viniendo a predicarle el Apóstol Santiago o alguno de sus compañeros; si fue por entonces ensanchada la población y fortificada con sólidos muros, y vio nacer dentro de ellos, como se ha defendido, a San Melchiades y San Dámaso, papas, y morir en el martirio a San Gines y otros en defensa de la fe, ¿cómo, pues, se llamaba esta población, que ya vemos que no era Mantua y que tampoco está señalada en el Itinerario de Antonio Pío con los nombres de Viseria, Ursaria ni Majoritum, que dicen aquellos historiadores recibió de los latinos? La crítica moderna (ya lo hemos dicho) niega absolutamente la primera de aquellas denominaciones, Viseria, probando que es nacida del mismo error de la nota puesta a Tolomeo y que traduce «Manto» (Viseria olim, Adivina en otro tiempo): conviene hasta cierto tiempo con que pudo ser llamada Ursaria por los muchos osos de que abundaba su término, y que al fin vinieron a formar el emblema de su escudo, y contradice y demuestra absolutamente que el nombre supuesto de Majoritum no es antiguo, sino pura y simplemente el posterior del Magerit morisco, latinizado de diversos modos más o menos bárbaros en los documentos posteriores a la conquista; como Majoridum, Mageriacum, Mageridum, Magritum, Matritum, y otros muchos de que inserta un largo árbol etimológico el citado Pellicer en su Disertación histórica sobre el origen y nombre de Madrid, y añade otros muchos la diligente investigación del difunto escritor contemporáneo D. Agustín Azcona[9].

Estos y otros críticos modernos, en vista de todas aquellas observaciones, y a falta absoluta de datos fehacientes de los que se encuentran frecuentemente en pueblos de aquella antigüedad, tales como ruinas de monumentos, inscripciones, medallas, o simple mención en la historia, han concluido por dudar o negar rotundamente la existencia del Madrid griego y romano con el nombre de Mantua ni con otro alguno; pero otros no menos apreciables la creen probable, y entre ellos merece especial mención el ilustrado y respetable académico, que fue, de la Historia, D. Miguel Cortés y López, el cual, en artículos especiales de su importante Diccionario geográfico histórico de la España antigua, y en dos cartas que se sirvió dirigirnos desde Valencia, y que conservamos con el mayor aprecio, consagró toda la fuerza de su talento y de su perspicacia a demostrar que en el sitio en donde la actual cilla de Madrid, estuvo, no la MANTUA de Tolomeo, sino la mansión militar romana señalada ron el nombre de MIACUM en el Itineraria de Antonino; supone dicha voz hebreo-fenicia, y de su genitivo Miaci deduce el de Madrid, y de las voces Miaci-Nahar (equivalentes a río de Miaco) el del que hoy es conocido con el nombre de Manzanares; asentando, ademas, que si con documentos antiguos y auténticos se pudiera probar que Madrid en algún tiempo se llamó Ursaria, no sería preciso inferir que este nombre derivase del latino Ursus, sino, con más verosimilitud, de la voz hebrea Ur, que significa fuego, con lo que vendría a decir ciudad de fuego, y se justificaría el dicho de Juan Mena.

«En la su villa, de fuego cercada»,

teniendo también muchísima analogía con la voz Miacum, que significa lo mismo, ciudad levantada sobre un terreno de fuego o volcánico, aunque otros creen que este dicho aluda más bien a la muralla que estaba formada de grandes pedernales.

Vemos, pues, que todo esto no son más que conjeturas más o menos ingeniosas, y que nada puede asegurarse absolutamente por falta de datos fehacientes, durante la dominación de los griegos y romanos, y lo que es más, ni aun después de la caída del imperio y de la irrupción y dominio de los godos en nuestra España; porque no sólo, como queda dicho, no se hallan ni han hallado en Madrid restos algunos que demuestren con evidencia que existió en aquellas épocas, ni hay otra razón para creerlo que tradiciones poéticas y maravillosas, sino que tampoco se ve siquiera hecha mención de esta villa en las antiguas crónicas de España, hasta la de Sampiro, que la nombra por primera vez con su nombre morisco y con referencia al siglo X, dos centurias después de la invasión musulmana.

ÉPOCA HISTÓRICA

MADRID MORISCO
(Siglo X)

A las simples conjeturas y a los ingeniosos argumentos dirigidos a probar la existencia anterior de Madrid, sucede ya aquí la evidencia, producida por las palabras terminantes de la historia. «Reinando Ramiro II seguro (en León), consultó con los magnates de su reino de qué modo invadiría la tierra de los caldeos, y juntando su ejército, se encaminó ala ciudad que llaman de Magerit, desmanteló sus muros, hizo muchos estragos en un domingo, y ayudado de la clemencia de Dios, volvió a su reino en paz con su victoria»[10].

Esta es la primera vez que figura Madrid en nuestra historia, si bien es ya con el carácter de ciudad murada e importante: éralo en efecto, porque defendiendo a Toledo, corte de los musulmanes, de las invasiones de los castellanos y leoneses, que solían pasar los puertos de Guadarrama y Fuenfría, procuraron los árabes fortificarla con alcázar y castillo seguro, con fuertes murallas, con robustas torres y con sólidas puertas; por lo que es muy regular que se aplicasen luego a reparar la parte de muros que desmanteló D. Ramiro, pues vivían siempre recelosos y amenazados de los enemigos.— Esta acometida del Rey leonés la señalan los coronistas por los años 933, y también hacen mención de otra posterior, verificada por D. Fernando I (el Magno), en 1047, en la cual maltrató las murallas de Magerit, y algunos suponen que la tomó, que recibió en ella la visita de Alimenon, rey moro de Toledo, y que le hizo su tributario, abandonándole después su conquista.

Sobre la suerte de Magerit[11] durante la dominación de los sarracenos, se ha delirado también bastante, suponiéndole unos pueblo grande y rico, con muchas mezquitas e iglesias muzárabes, con grandes y poblados arrabales, notables escuelas de Astronomía, célebre en los cantares de sus dominadores, y fortalecido por ellos, que dieron a su alcaide la primera voz entre los del reino de Toledo; pero otros pretenden rebajar mucho de este brillante cuadro, y de todos modos, son sumamente escasas las pruebas que se presentan de aquellas aserciones, pues sólo a fines del mismo siglo X. el escritor árabe Ebu-Ka-teb hace mención de Magerit, diciendo era una pequeña población cerca de Alcalá, y por aquel mismo tiempo se citan los nombres de Moslema Ben-Amet, gran matemático y astrónomo, conocido por el Magriti, y de Said Ben Zulema y Johia, madrileños también, que enseñaban las ciencias y la Filosofía en Toledo y Granada.

No es de suponer, pues, que fuese tan grande la importancia de esta morisca población, apenas citada en las historias árabes, y de que tan escasos y mezquinos restos quedaron después de la conquista; con ausencia absoluta de importantes ruinas, de algunas construcciones de las que tan frecuentemente se encuentran en nuestras ciudades muslímicas, tales como mezquitas y palacios, fábricas, baños, hospitales y acueductos, y únicamente el Alcázar o fortaleza (cuyo origen puede presumirse de aquel tiempo), y la muralla y puertas que aun se conservaron largo tiempo después, revelan el verdadero carácter militar o la importancia estratégica de la población, situada orillas del Manzanares. Si ésta fue fundación de los musulmanes, como parecen indicarlo sus condiciones y forma especial, la fisonomía y nombre con que aparece por primera vez en la historia, o si la hallaron ya fundada por los godos o romanos, es lo que sería aventurado resolver.

Únicamente puede sospecharse que la primitiva población, ya fuese goda o romana, ocupó efectivamente un recinto mucho más pequeño de aquel con el que sucumbió en el siglo XI ante las armas victoriosas de su conquistador D. Alfonso VI. Dicho recinto primitivo (que es el atribuido por los historiadores poéticos a su pretendida Mantua) era tan estrecho, que arrancando la muralla en el alcázar o fortaleza, seguía rectamente a la puerta de la Vega, y luego, por detrás del sitio donde hoy está la casa de Consejos, revolvía hacia el frente de la calle del Factor, donde estaba, mirando a Oriente, otro arco o puerta llamado luego de Santa María (que permaneció aun después de la ampliación), subía luego por dicha calle del Factor al altillo de palacio, y tornaba a cerrar con el alcázar por su frente meridional. Esta muralla, que suponen fuerte los historiadores, tenía frente al alcázar y donde ahora están las casas del marqués de Malpica, una torre llamada Narigües, sobre las aguas y huertas del Pozacho, que estaban donde ahora la calle de Segovia, y otra llamada torre Gaona, fuera de los muros, e inmediato a los Caños del Peral.

Pero admitida o allanada (no sabemos en qué tiempo) esta primera muralla, se construyó (más probablemente por los moros que no por los romanos del tiempo de Trajano, como se ha pretendido) la segunda y verdadera con que aparece Magerit en la historia, y de que no puede dudarse absolutamente, tanto por hallarse descrita por autores que aun la conocieron en pie, y que dicen que era de doce pies de espesor, de sólida cantería y argamasa, y que, según Marineo Sículo, aun ostentaba, en tiempos del emperador Carlos V, ciento veinte y ocho torres o cubos en sus lienzos, cuanto porque la vemos materialmente reproducida casi por toda su extensión, y siguiendo exactamente la dirección que la dan los historiadores, en el gran Plano topográfico de Madrid, grabado en Amberes en 1656[12], y en el cual se distingue perfectamente dicha muralla, aunque interrumpida por las construcciones posteriores; últimamente, porque por los restos de ella, que en nuestros mismos días se han hallado con ocasión de los derribos de casas, se puede apreciar en términos precisos su dirección, cubos y fortaleza. Aquélla era, pues, la siguiente:

Arrancando, como la anterior, por detrás del Alcázar (que, como es sabido, estaba en el mismo sitio que hoy el Real Palacio), seguía recta hasta la Puerta de la Vega (hasta aquí pudo ser el trozo de la muralla primitiva, si es que existió), y penetrando luego por entre las casas del marqués de Povar (hoy de Malpica), y de la conocida actualmente por la chica de Osuna (que fue primero hospital de San Lázaro), bajaba a las huertas del Pozacho, que se hallaban en lo que hoy es calle de Segovia, hacia las casas viejas de la Moneda, dirigiéndose luego a ganar las alturas fronteras de las Vistillas por el terreno que ahora es conocido con el nombre de Cuesta de los Ciegos; desde dicha altura penetraba por detrás del moderno palacio del Duque del Infantado, hasta salir delante de San Andrés al sitio donde estaba la Puerta de Moros, que hoy conserva aún este nombre; de aquí, tocando en los límites de lo que después se llamó la Cava Baja y calle del Almendro, seguía casi la dirección que actualmente dichas calles, saliendo a la Puerta Cerrada, la cual estaba situada hacia el mismo sitio en que hoy la cruz de piedra. Aquí desaparece, en el plano citado, la continuidad de la muralla, ofuscada con las posteriores construcciones; pero se sabe que, subiendo por la Cava de San Miguel hacia el sitio y trozo de la calle Mayor, conocido después por las Platerías, alzábase en él la Puerta de Guadalajara enfrente de la embocadura de la actual calle de Milaneses, y continuaba luego la muralla por entre las calles del Espejo y de los Tintes (hoy de la Escalinata) a los Caños del Peral, torciendo, por último, hacia el Alcázar, cerca del cual, y mirando al Norte, había otra puerta llamada de Balnadú.

Tal era el recinto interior averiguado del Magerit morisco, y aunque los historiadores modernos suponen ya entonces la existencia de grandes arrabales y aun de ciertos templos extramuros durante la dominación musulmana, esto es, por lo menos, discutible; y de toda manera, no se halla mención en ningún documento de dichos arrabales hasta el siglo XIII, cuando iban ya trascurridas casi dos centurias después de la conquista.

MADRID RESTAURADO

(SIGLOS XI AL XVI)

Llegó, en fin, la época de la restauración definitiva de esta villa por las armas cristianas, cuya gloria estaba reservada al rey D. Alfonso VI de Castilla. Verificóla, según se cree, por los años de 1083, cuando emprendió la conquista de Toledo, aunque hay quien piensa que después de la de aquella ciudad. En la de Madrid dan algunos autores la palma a los segovianos, diciendo que por haber llegado más tarde que los de otras ciudades al llamamiento del Rey, pidiendo alojamiento, éste les contestó «que se alojarán en Madrid»; acordáronlo así los segovianos, y otro día al amanecer ganaron la puerta de Guadalajara y plantaron en ella las banderas de Alfonso. Pero otros autores (entre ellos Quintana) niegan a los segovianos aquella participación en tan importante suceso, y lo prueban, a nuestro entender, con buena crítica y datos difíciles de combatir.

Conquistada, en fin, esta villa, y fijada al mismo tiempo en Toledo la corte castellana, empezó a tomar Madrid importancia histórica, acreció considerablemente la población, extendió su recinto y contribuyó con su riqueza, con su lealtad, y con el valor y patriotismo de sus moradores, al proseguimiento de las guerras encarnizadas y seculares contra la morisma.

Alfonso VI (el Conquistador o el Bravo) y sus nietos, también Alfonsos, el VII (llamado el Emperador) y el VIII (el de las Navas), que ocuparon el trono castellano durante todo el siglo XII y parte del XIII, manifestaron desde luego grande inclinación a esta villa, visitándola frecuentemente y preparando en ella sus expediciones guerreras; purificaron y convirtieron en iglesias sus pobres mezquitas, dando a la principal la advocación de Santa María de la Almudena, por la milagrosa imagen que, según la tradición, se halló el día 9 de Noviembre de 1083 (el mismo año de la conquista), escondida en un cubo de la muralla cerca del Almudín o pósito de trigo; repararon sus murallas y defensas; fundaron, a lo que se cree, algunos grandes edificios, palacios e iglesias; señalaron los términos de la villa; proveyeron a su organización municipal; dictaron sus fueros y ordenanzas, y fundaron, o por lo menos extendieron considerablemente, los arrabales, concediendo notables privilegios al monasterio de San Martín para poblar el término de esta villa, de que resultó la segunda ampliación de su recinto, verificada a fines del siglo XIII.

Muchos antiquísimos y preciosos documentos, que prueban todo esto, y dan una idea de lo que pudo ser por entonces la villa de Madrid, se conservan todavía, y su inserción y estudio ocuparían algunos volúmenes[13]. Pero contravéndonos a nuestro propósito en esta rápida reseña, sólo hacemos mención de dos de los más antiguos y principales.

El primero, en el orden de antigüedad, está expedido en Toledo, en 1.º de Mayo, era de mil ciento noventa (correspondiente al año de 1152)[14], por el rey D. Alfonso el VII, llamado el Emperador, y en él hace carta de donación al Concejo de Madrid de los montes y linderos que son y están entre la villa de Madrid y Segovia, particular y señaladamente desde el puerto del Verrueco y aparte el término entre Segovia y Ávila hasta el puerto de Lozoya, con todos sus intermedios y montes y simas y valles, así y de la manera que corre el agua y desciende de la cumbre de los montes hacia la dicha villa y hasta la dicha villa de Madrid; cuya donación expresa hacer por el beneficio y servicio que le prestó esta villa en las tierras de los moros y por la fidelidad (inconcusa fidelitas) que siempre encontró en los vecinos de Madrid; dicha carta de donación fue seriamente combatida durante siglos por los vecinos de Segovia y de Ávila, que intentaron varias veces poseer y poblar el Real de Manzanares; y en su consecuencia, hay otros muchos privilegios confirmativos, expedidos por los monarcas posteriores, y muchas Reales cédulas amparando a Madrid en su derecho contra las agresiones de Segovia en aquellos términos.

El segundo en el orden de los tiempos, aunque no en importancia histórica, es el famoso Códice de los fueros, que no fue conocido hasta 1748, en que se encontró y fue mandado copiar por el ministro de Estado D. José Carbajal y Lancáster, con este título: Ordenanzas y fueros Reales que mandó hacer el rey D. Alfonso el Octavo para gobierno de la villa de Madrid en la era MCCXL (que es el año 1202)[15].

Este precioso documento es el mejor dato que existe para juzgar del estado civil de esta villa en su primer período subsiguiente a la conquista, y ha dado lugar a no menos preciosos trabajos e investigaciones críticas de los Sres. Llaguno y Amirola, maestro Sarmiento, P. Burriel y Pellicer, en el siglo pasado, y últimamente, al interesantísimo del digno académico de la Historia Sr. D. Antonio Cabanilles, que le inserta íntegro y analiza con gran copia de discretas observaciones y delicado criterio[16].

La brevedad impuesta a nuestra pluma en esta reseña histórica no nos permite seguir a aquellos laboriosos y eruditos escritores en la explanación de las importantes deducciones que ofrece este curioso documento, para juzgar la organización, régimen y vida íntima (digámoslo así) de aquella sociedad, de aquel pueblo, en época tan remota y poco conocida. Y ciertamente que en renunciar a este estudio, a esta exposición crítica y filosófica de aquel período de imperfecta cultura, aunque de grandes y generosos instintos, hacemos un sensible sacrificio; si bien nos complacemos en reconocer que este trabajo interesante está Lecho, y hecho con más perfección que pudiera recibir de nuestra débil pluma, en la preciosa Memoria ya citada del Sr. Cabanilles.

Limitándonos, pues, a los objetos materiales existentes en aquella época, bastará a nuestro propósito decir que en dicho códice se hace referencia en lo interior de la villa de El castiello, las calles, casas, el corare, la alcantariella de San Pedro, los portiellos, la puerta de Guadalajara, el Palacio, las plazas o azoches, las tabernas, las diez parroquias de Santa María, San Andrés, San Pedro, San Justo, San Salvador, San Miguel, Santiago, San Juan, San Nicolás y San Miguel de Sagra; habla de las aldeas de Balecas, Belemeco, Humara, Sumasaguas, Rivas y Valdenegral, y también del Prado de Toya, el Carrascal de Balecas, molinos, canal et toda la renda de Rivas, del Arroyo de Tocha en Valnegral, y otros sitios y nombres hoy desconocidos.

De los arrabales de Madrid (que los historiadores, y especialmente Quintana, quieren que existieran ya en tiempo de los moros, y suponen habitados entonces por los cristianos) nada hablan expresamente los fueros, ni tenemos noticia de su existencia hasta fines del siglo XIII, entre otras causas, porque Juan Diácono, que escribió una Memoria sobre la vida y muerte de San Isidro, y que vivía en 1240[17], habla de dicho arrabal, y aun declara hacia qué parte caía, que era cerca de la iglesia de San Martín.

La fundación de este antiquísimo monasterio se ha querido también remontar a los tiempos anteriores a la invasión musulmana (en que acaso aun no existía Madrid), pero parece lo más probable fuese fundado por el rey don Alfonso VI a pocos años de la conquista. Sea de esto lo que quiera, lo cierto es que el mismo Monarca concedió al prior y monjes de San Martín, y su nieto Alfonso VII confirmó, en 1126, el importante privilegio que inserta el P. Yepes para que pueda poblar el término de San Martín según el fuero de Santo Domingo y de Sahagún, y que los que fuesen sus vasallos no puedan servir a otro señor ni ser vecinos de otro lugar; que nadie pueda edificar casas sin licencia especial del prior de San Martín, y el que viviese dentro del término dé parte de ello al prior; y si el que de allí se saliese vendiese algunas casas, las pueda comprar el convento por el tanto, y que si no halla quien las quiera comprar, se queden por del monasterio; con otras cláusulas no menos expresivas del mismo privilegio. Debe, pues, considerarse esta carta de población como el fundamento u origen del Vicus Sti. Martini, extramuros de Madrid, y luego incorporado a la parte principal del pueblo en la segunda ampliación, así como de la inmensa extensión de la feligresía de dicha parroquia hasta los límites de la nueva villa.

Otra fundación religiosa, también extramuros de Madrid, contribuyó a principios del siglo XIII a aumentar por aquel lado del arrabal. Esta fue la que hizo el patriarca Santo Domingo de Guzmán, que en 1217 envió desde Francia (donde se hallaba en la guerra con los albigenses) a algunos religiosos para pedir al Concejo de Madrid sitio en que verificarlo, y concedido que fue uno fuera de la puerta de Balnadú, y auxiliado ademas con cuantiosas limosnas del vecindario, dieron principio a la fundación; pero habiendo venido el mismo Santo Domingo a Madrid al año siguiente, determinó establecer en esta casa una comunidad de monjas, en vez de la de religiosos, que trasladó a otro sitio. Desde entonces los monarcas, los magnates, el Concejo y los vecinos de Madrid manifestaron su devoción y simpatía hacia aquella santa casa, dotándola de privilegios especialísimos y cuantiosas donaciones, entre las cuales es notable la que les hizo el Santo rey don Fernando III, de la extendida huerta que llegaba hasta las inmediaciones del alcázar, y se llamaba de la Reina y después de la Priora.

Estos dos famosos monasterios fueron, pues, indudablemente la causa de la formación de aquel extenso arrabal o parte nueva de la población, llamada por entonces el arrabal de San Martín. No es, sin embargo, cosa tan fácil como parece el designar con precisión el orden con que fue poblándose aquella barriada abierta y creciente con la sucesión de los tiempos, hasta incorporarse más tarde y formar un conjunto con la población principal; pero, sea como fuere este progreso, los cronistas matritenses dicen que ya por los tiempos de Alfonso VIII, o sea en la segunda mitad del siglo XIII, fue necesario hacer otra nueva cerca de la villa, incluyendo los arróbales de este lado del Norte, y también los que se habían formado hacia el Oriente y Mediodía, y de que hablaremos después. No se marcan con exactitud los puntos intermedios por donde corría esta cerca, ni ha quedado de ella vestigio alguno que los señale, siendo de suponer que, si existió efectivamente según el plano de su contorno que publicó el diligente D. José Álvarez Baena[18], no impidió ni contuvo en nada el progreso del caserío por la parte exterior.

Debemos suponer, por la consideración del rumbo marcado a dicha tapia, por la forma del terreno, por los puntos o colocación de los portillos o entradas, y por algunas especies sueltas y alusiones a dichas puertas que suelen hallarse en las fundaciones y títulos de los edificios contiguos, que, arrancando por detrás del alcázar, comprendía y encerraba dentro de ella la huerta de la Priora (hoy Plaza de Oriente), y por las cuestas o vistillas del rio (después de doña María de Aragón) subía a la plazuela de Santo Domingo, donde abría otra entrada con este nombre, mirando al Norte, y como al frente de la futura calle ancha de San Bernardo. Continuaba luego por entre las calles hoy de Jacometrezo y los Preciados, siguiendo el pie de la colina que ocupa hoy la primera de aquellas calles, y al llegar frente al monasterio de San Martín, abría otro postigo al arranque de la calle que hoy conserva aún este nombre, y continuaba luego rectamente hasta la Puerta del Sol, donde efectivamente hubo otra entrada con este título, situada frente a la embocadura de la antigua calle de los Preciados y entre los Olivares y Caños de Alcalá y el Arenal de San Gines, que se extendía hasta los barrancos de los Caños del Peral.

Hasta aquí el arrabal de San Martín. Pero el caserío extramuros no sólo había crecido por este lado y en dirección al Norte, sino también, y muy de antiguo, hacia la banda oriental desde la Puerta de Guadalajara a la del Sol, y aun desde esta última mucho más adelante hacia el Prado de Atocha, como aproximándose por instinto tradicional al antiquísimo santuario o ermita de Nuestra Señora de Atocha; por último, por los lados de Mediodía y Poniente se había formado otra extensa barriada, siempre en dirección a otro santuario contemporáneo del de San Martín, y era el devotísimo de San Francisco, fundado también en 1217 por el mismo santo patriarca; con que vino a hacerse necesaria la nueva cerca en que abarcar todo este importante caserío. Hasta la Puerta del Sol queda ya detallada su dirección; desde aquí, intestando bastante por el camino o calle del Sol (después Carrera de San Jerónimo) llegaba hasta más allá de donde hoy las Cuatro Calles, y torciendo aquí en escuadra hacia el Mediodía, a salir por donde se formó después la Plazuela del Matute al frente de Antón Martín, en la calle de Atocha, abría allí otra entrada con el nombre de Vallecas, y revolvía luego la tapia hacia Occidente (suponemos que por donde ahora las calles de la Magdalena y del Duque de Alba) hasta la ermita de San Millán, entre la cual y el futuro hospital de la Latina, hubo otro postigo, que después tomó este nombre, yendo a terminar la nueva tapia e incorporarse a la antigua muralla en Puerta de Moros.

Son, como vemos, tres los trozos de caserío que, después de formarse independientemente como arrabales, vinieron a ingresar de consuno en la antigua población, a saber: el de San Martín, el de San Gines y Santa Cruz, y el que llamaremos de San Millán. Pero el primero, dividido como lo estaba naturalmente de los otros por los barrancos de los Caños del Peral y el Arenal de San Gines, venía a formar una hurgada completamente separada de la principal, que era la que ocupaba el espacio entre la puerta de Guadalajara y las del Sol y Vallecas. Esta parte del caserío (hoy centro de la villa) es la que por espacio de tres o cuatro siglos (hasta mediados del XVI, en que se trasladó la corte a esta villa) viene designada por antonomasia en los documentos de la época, y en el lenguaje vulgar, con el nombre de El arrabal de Madrid; añadiéndose únicamente en algunos de aquéllos las palabras a San Ginés o a Santa Cruz, según la inmediación respectiva a aquellas dos antiguas parroquias. El arrabal del Norte continuó llamándose El Postigo de San Martín. Tales fueron los límites que conservó aún Madrid durante cuatro siglos después de la conquista, verificada a fines del XI, hasta mediados del XIV, en que, con la venida de la corte, se verificó una tercera ampliación.

Pero más que en población y caserío creció la villa de Madrid en importancia política, y ya sea por su situación ventajosa y central, ya por la inclinación que mereció, según queda dicho, a su restaurador D. Alfonso VI y sus inmediatos sucesores, la vemos continuar sin interrupción figurando dignamente en la historia nacional, como frecuente residencia de los reyes de Castilla, como punto de reunión y partida de sus huestes para las grandes expediciones contra los infieles, como sitio preferente para la convocación de grandes juntas, asambleas políticas y militares, y hasta las mismas Cortes del Reino.

Los vecinos de Madrid, señalándose desde el principio por su valor y gallardía y por su adhesión sin límites a los monarcas y a la causa nacional, no solamente supieron resistir las acometidas que todavía intentaron los sarracenos contra los muros de esta villa, en principios del siglo XII, acaudillados por los reyes de Marruecos Tejufin y Alí, según unos, o a fines del mismo siglo por Aben-Jucef, rey de los Almorávides, según otros, que llegó a dar vista a la villa, poniendo sus reales a la parte occidental, en el sitio llamado todavía el Campo del Moro, sino que, reunidos con los habitantes de Ávila y Segovia, emprendieron la sorpresa de Alcalá y otros pueblos; y el pendón de esta villa, donde figuraba como enseña el oso prieto en campo de plata[19], se ostenta ya en la famosa expedición preparada en Madrid por el rey D. Alfonso VIII, contra el reino de Murcia en 1211, y en el año siguiente, en la célebre batalla de las Navas de Tolosa, en la que el Concejo de Madrid llevó la vanguardia, a las órdenes del señor de Vizcaya D. Diego López de Haro. En esta celebérrima jornada es donde se cuenta haberse aparecido al Rey, en el traje de rústico pastor, el glorioso patrón de Madrid San Isidro labrador, mostrándole los senderos por donde podía penetrar en la fragosidad de la sierra y atacar al ejército musulmán.

Distinguióse igualmente nuestro concejo, acaudillado por el caballero madrileño Gómez Ruiz de Manzanedo, en el cerco y toma de Sevilla por D. Fernando III en 1248, como se puede ver detalladamente en la crónica, y más adelante, en el sitio de Algeciras y en la desgraciada batalla llamada de los Siete Condes, a las órdenes del infante D. Juan, arzobispo de Toledo.

Por premio de todos estos y otros servicios obtuvo Madrid grandes privilegios y donaciones de todos estos Monarcas, en términos los más expresivos y que prueban bien la lealtad con que habían sido servidos por los madrileños, y la afección especial con que eran recompensados por parte de aquéllos.

No fue menor la que mereció a D. Alfonso el Sabio, como puede verse en las notables cédulas expedidas en su tiempo acerca de las desavenencias con los de Segovia sobre poblar el Real de Manzanares y sobre aprovechamiento de pastos, sobre restauración de los baños públicos (que debía de haber desde más antiguo hacia la calle de Segovia), y otros puntos conducentes al engrandecimiento de esta villa; privilegios y donaciones confirmadas después por D. Sancho III, D. Fernando IV y don Alfonso XI. Don Sancho IV (llamado el Bravo) enfermó gravemente en Madrid en 1295, y trasladado a Toledo, murió a poco tiempo, dejando de tierna edad a su hijo y sucesor D. Fernando IV, y encomendada su tutela y la gobernación del reino a su viuda la heroica doña María de Molina, apellidada justamente la Grande. En tiempo de D. Fernando renováronse más agriamente las contiendas y luchas entre los concejos de Madrid y de Segovia sobre el Real de Manzanares, y este Monarca expidió a favor de Madrid nuevos privilegios en este ruidoso asunto, libertó a sus habitantes de ciertos impuestos y les dispensó la facultad de nombrar jueces y alcaldes según su fuero. Últimamente, en su época se reunieron en Madrid por primera vez, en 1309, las Cortes del Reino, para acordar la declaración de guerra al Rey de Granada, y a ellas asistieron la reina madre doña María y los infantes, el Arzobispo de Toledo, los maestres de Santiago y Calatrava y otros prelados y ricos-homes, y los procuradores de las ciudades, y entre éstos, los de la villa de Madrid, que tenía voto en ellas[20]. Nuevas Cortes fueron reunidas en Madrid por D. Alfonso XI en 1329 y 1335, que presidió él mismo en persona, y determinaron servirle con numerosas cuantías para la guerra de moros y sobre otros asuntos, entre ellos un curioso acuerdo de que el Rey «habia de sentarse dos dias en la semana en lugar público, donde pudieran verle y llegar a él los ofendidos y querellosos, señalándose los limes para las peticiones y querellas contra los oficiales de su casa, y el viernes para que oya a los presos y a los rieptos».

Este Monarca varió la antigua forma de gobierno de Madrid, que consistía en estados de nobles y pecheros, los cuales ponían gobernador a quien llamaban Señor de Madrid, justicia, y demás empleos en preeminencia, y estableció doce regidores con dos alcaldes. Por último, en su tiempo figura también el concejo de Madrid en la memorable batalla del Salado, en el cerco de Algeciras en 1343, en que por primera vez se hace mención en nuestras historias de haberse jugado por los moros la artillería, y en el de Gibraltar en 1350, en que falleció el mismo D. Alonso, dejando por sucesor a su hijo D. Pedro, apellidado por linos después el Cruel y por otros el Justiciero.

A este último Monarca (que residió muchas veces en Madrid y vino a ser sepultado en él)[21] se atribuye por algunos la fundación del alcázar sobre el mismo sitio donde existió la antigua fortaleza de los moros, aunque otros suponen que no hizo más que restaurarla. Sucedida la guerra civil entre ambos hermanos, D. Pedro y don Enrique, se declaró Madrid por su legítimo monarca, y aunque sitiada la villa y el Alcázar por las huestes de don Enrique, hicieron los madrileños, acaudillados por los Vargas, Luzones y otras ilustres familias de esta villa, una memorable defensa, que sólo cedió a la inmensa superioridad de las fuerzas enemigas. Muerto después don Pedro por su mismo hermano en la funesta noche de Montiel (23 de Marzo de 1369), vino D. Enrique a esta villa, a quien tomó particular afecto por la misma heroica lealtad con que había defendido a su legítimo rey; hizo nuevas obras, o, según otros, reedificó por completo el antiguo Alcázar, recibió suntuosamente en esta villa al Rey de Navarra y al príncipe D. Carlos, su hijo, y añadió nuevas mercedes y privilegios a los madrileños, hasta que falleció en Santo Domingo de la Calzada, a 20 de Mayo de 1379.

Reinando D. Juan I, y por los años de 1383, vino a España D. León V, rey de Armenia, a dar gracias al de Castilla por haber alcanzado la libertad, por su causa, del Soldán de Babilonia, que le Labia ganado el reino; y don Juan, compadecido de su desgracia en haberle perdido en defensa de la fe católica, le dio el título de Señor de Madrid y de otros pueblos, haciendo que le rindiesen pleito-homenaje. Dominó en Madrid dos años, confirmó sus fueros y privilegios, reparó las torres del Alcázar, y después de su muerte, el rey D. Enrique III, a solicitud de los de Madrid, por su cédula de 13 de Abril de 1391, alzó el pleito-homenaje que le habían prestado los madrileños.

El rey D. Juan I murió en Alcalá, de una caída del caballo, en 9 de Octubre de 1390, y su hijo y sucesor don Enrique III, a la sazón en Madrid, fue proclamado en ella, a los once años de edad, antes que en ninguna otra ciudad; aquí se reunieron los grandes del Reino, nombrados tutores hasta la mayor edad del Rey, y aquí tuvieron lugar las famosas discordias sobre la gobernación del Reino. Acordada la formación de un gran Consejo, compuesto del arzobispo de Toledo, D. Pedro Tenorio; el de Santiago, los maestres de las órdenes militares, los condes de Benavente y Trastamara y otros magnates, se reunieron en la iglesia de San Martín, adonde fueron sitiados por dichos condes de Benavente y Trastamara, individuos del mismo Consejo, trabándose una sangrienta lucha, que se reprodujo muchas veces y ofreció diversos aspectos, hasta que en 1393, y cumplidos los catorce años, tomó Enrique III las riendas del gobierno. Inmediatamente convocó a las Cortes del Reino en Madrid, y en ellas recibió el juramento y ofreció solemnemente reinar con blandura y justicia. Poco después celebró sus bodas con su prima doña Catalina de Inglaterra, con cuya ocasión hubo en Madrid grandes fiestas y regocijos.

Este Monarca residió casi siempre en Madrid; construyó nuevas torres en el Alcázar para custodia de sus tesoros; recibió en él a los embajadores del Papa, de Francia, de Aragón y de Navarra, y envió como tal, cerca del célebre conquistador de Oriente Timur Lenk (Tamorlan) al noble caballero madrileño Ruy González Clavijo, su camarero, quien a su regreso de Samarkanda escribió su curiosísima Relación de viaje, que anda impresa. Fundación de este monarca fue también el Real Sitio del Pardo, a dos leguas de Madrid, que casi vino a ser su corte. Falleció en Toledo, para donde había convocado las Cortes, en 25 de Diciembre de 1406, a la temprana edad de veinte y siete años, dejando a su hijo y sucesor D. Juan II, niño de catorce meses, bajo la tutela de su madre doña Catalina y de su tío el príncipe D. Fernando el de Antequera, que gobernó el reino durante doce años a nombre del Rey menor, con la bravura e hidalguía que le reconoce la Historia, hasta que en 1412 heredó y fue proclamado rey de Aragón. En 1418 falleció la Reina madre en Valladolid, y fue declarado mayor de edad el rey D. Juan II, verificando luego su casamiento con su prima doña María, hija del Infante de Antequera; trasladóse a Madrid en 20 de Octubre de 1418, y al año siguiente se abrieron las Cortes en el Alcázar Real, con inmensa concurrencia de príncipes y magnates.

En 1433 recibió a los embajadores de Francia, arzobispo y senescal de Tolosa, estando sentado en su trono Real y teniendo a sus pies un león manso, de que recibieron no poco susto los embajadores. El célebre valido y condestable D. Álvaro de Luna vivió en Madrid largo tiempo en la casa-palacio de Álvarez de Toledo (que hoy no existe), contigua a la parroquia de Santiago, en cuya casa le nació un hijo, con cuyo motivo hubo grandes fiestas en la villa, dispuestas por el Rey, padrino del recién nacido. Pocos años antes había muerto en ella el célebre D. Enrique de Villena, maestre de Calatrava, eminente literato y astrólogo, cuyos preciosos manuscritos fueron quemados, de orden del Rey, por Fr. Lope Barrientos, en los claustros de Santo Domingo, con sentimiento de los amantes de la ciencia; fue sepultado en el antiguo monasterio de San Francisco.

En tiempo de esto monarca hubo varios bandos sobre el gobierno de la villa, que tuvo gran dificultad en apaciguar. Al reinado de D. Juan el II corresponden también las dos grandes calamidades de las lluvias e inundaciones de 1434, que quedó señalado en Madrid por el año del diluvio, y la gran peste de 1438, y de él recibió Madrid una Real cédula de que en lo sucesivo no pudiera ser enajenado de la corona Real, así como también, por otro privilegio de 8 de Abril de 1447, la merced de poder celebrar dos ferias anuales, una por San Miguel y otra por San Mateo, en remuneración de las villas de Cubas y Griñón, que pertenecían a Madrid y que dio el Rey a un su criado llamado Luis de la Cerda.

Don Enrique IV, conocido en la historia por el desdichado apodo de el Impotente, sucedió a su padre D. Juan en 1454, y heredando la afección de aquél hacia la villa de Madrid, residió casi constantemente en ella, dándola, ya todo el carácter de corte de Castilla. En ella reunió en varias ocasiones las Cortes del Reino, recibió a los embajadores de los monarcas extranjeros, y al legado del Papa, que le trajo el estoque y el sombrero bendecido, según costumbre en la noche de Navidad; celebró con grandes funciones sus segundas bodas con la princesa D.ª Juana de Portugal, y festejó a los enviados del Duque de Bretaña con incomparables fiestas en Madrid y en el Real sitio del Pardo, cuyo relato asombra todavía, y que terminaron por el célebre Paso honroso, sostenido en el Camino de aquel real sitio por D. Beltrán de la Cueva, privado del Rey. Este, en memoria de aquella suntuosa fiesta, fundó en el mismo punto el monasterio de San Jerónimo del Paso, que después trasladaron los Reyes Católicos a lo alto del Prado.

Habiéndose declarado el embarazo de la reina D.ª Juana, hallándose en Aranda, la hizo conducir Enrique en silla de manos o litera a esta villa, saliendo a esperarla a gran distancia, y haciéndola subir a las ancas de su caballo, la condujo de este modo al Alcázar. En él nació, en 1462, la desdichada princesa D.ª Juana, apellidada en la historia la Beltraneja, que, aunque fue jurada por princesa de Asturias, no llegó nunca a reinar, por la ilegitimidad que se la supuso. Por último, en las largas turbulencias del reinado de D. Enrique, promovidas por el infante D. Alfonso y por los grandes del Reino, que le obligaron a declarar su impotencia y a desheredar a su propia hija, siempre Madrid le fue fiel, y Enrique por su parte recompensó aquella adhesión con notables privilegios y exenciones de tributos, facultad de un mercado franco los martes de cada semana, nombramiento de un magistrado para su gobierno, llamado primero el Asistente y después el Corregidor, y el título de villa muy noble y muy leal, que aun lleva[22]. Finalmente, era tal su predilección hacia Madrid, que en ocasiones críticas hizo conducir al Alcázar sus tesoros, y más tarde hizo custodiar también en él por el Muestre de Santiago a la misma reina D.ª Juana, reducida a prisión a causa de su liviandad. Enrique IV es el primero de los reyes de Castilla que murió en Madrid, en 1471, y fue enterrado en el monasterio de San Francisco, así como igualmente la reina D.ª Juana, que falleció poco tiempo después.

Sabidas son las parcialidades y bandos ocurridos con motivo de la sucesión a la corona, defendiendo unos el derecho de la princesa D.ª Juana la Beltraneja, hija de Enrique IV, y sosteniendo otros el de la hermana del mismo, la ínclita D.ª Isabel; y aunque ésta fue decididamente aclamada reina y jurada en Segovia, no pudo de pronto reducir a Madrid, donde los partidarios de doña Juana, acaudillados por el Marqués de Villena, sostenían el Alcázar y gran parte de la villa, que no consiguieron dominar el Duque del Infantado y las tropas de Isabel sino después de una larga y obstinada resistencia. Vencida ésta, en fin, y reducida esta villa a su obediencia, los Reyes Católicos hicieron su entrada solemne en ella en 1477, aposentándose por entonces en las casas de D. Pedro Laso de Castilla, contiguas a San Andrés, que aún subsisten. Al año siguiente reunieron en esta villa las Cortes del Reino, y posteriormente residieron en ella todas las ocasiones que se lo permitían sus continuadas expediciones y guerras. La augusta D.ª Isabel, que, al decir de muchos autores, había nacido en esta villa[23], la manifestó en todos tiempos tan singular predilección, que solía decir, hablando de sus moradores, que «el oficial y cortesano de Madrid y oficios mecánicos vivían como hombres de bien, que se podían comparar a escuderos honrados y virtuosos de otras ciudades y villas, y los escuderos y ciudadanos (añadía) eran semejantes a honrados caballeros de los pueblos principales de España, y los caballeros y nobles de Madrid, a los señores grandes de Castilla».

Muchas fueron las mercedes y declaraciones honoríficas que hicieron los Beyes Católicos a la villa de Madrid, agregándole definitivamente los terrenos disputados por Segovia desde los tiempos de la conquista, concediéndola nuevas franquicias y exenciones, dispensando su amistad y favor a sus principales moradores, hijos o representantes de las antiquísimas familias madrileñas; a los Ramírez, Laso de Castilla, Vargas, Ocaña, Gato, Luzón, Luján, Vera, Manzanedo, Lago, Coalla, Alarcón, Cárdenas, Zapata, Bozmediano, Barrionuevo, Ayala, Coello, Arias, Bacila, Jibaja, Ludeña, Herrera, etc. Más adelante estas nobilísimas familias, entroncadas con los Toledos, Girones, Guzmanes, Cisneros, Mendozas, Sandovales, Pimenteles, Silvas, Lunas, Cerdas, Velascos, Pachecos, Bazanes, Osorios, Córdovas, Aguilares, que formaban la primera nobleza y que siguieron a la corte para fijarse definitivamente en Madrid, constituyeron la Grandeza del Reino y enlazaron unos y otros blasones heráldicos en los escudos de los Duques del Infantado, de Osuna, de Frias, de Alba, de Lerma, de Medinaceli, de Pastrana, de Híjar, de Rivas, etc.; de los condes de Paredes, de Oñate, de Santisteban, de Castroponce, de Altamira; de los marqueses de San Vicente, del Valle, de Villafranca, del Carpio, de Denia, de La Laguna, de Leganés, y de otros muchos, ofreciendo en su genealógica descendencia una larga serie de personajes históricos, que con sus altos hechos honraron en los siglos posteriores a la villa de Madrid, su cuna; figuraron en su corte o ejercieron las primeras dignidades del Reino al frente de sus ejércitos, en Granada, Italia y el Nuevo Mundo, y en las cortes extranjeras, como representantes del poderoso Imperio español[24].

Algo también añadieron los Reyes Católicos al aumento y mejora material de esta villa, en la forma que entonces se acostumbraba o se dispensaba esta protección, costeando o favoreciendo la construcción de casas religiosas, entre las que merece notarse la ya citada del convento de San Jerónimo del Prado (que fue fundado primero, como queda dicho, camino del Pardo), la de las monjas llamadas de Constantinopla (derribado en nuestros días), la renovación de la iglesia de San Andrés, convertida por ellos en capilla Real, y a la que hicieron tribuna y paso (que aun existía hasta hace poco) desde el contiguo palacio de Laso de Castilla, que solían habitar. En dicho palacio recibieron, en 1502, a su hija D.ª Juana y su esposo el archiduque D. Felipe, celebrando notables fiestas con este motivo.

Muerta, en fin, la Reina Católica en 1504, y suscitadas grandes turbulencias sobre el gobierno del reino, los vecinos de Madrid, acaudillados de un lado por D. Juan Arias y de otro por los Zapatas y Castillas, aclamaron respectivamente a la reina D.ª Juana y al príncipe don Carlos, hasta que el Rey Católico, en las Cortes reunidas en la iglesia de San Jerónimo de Madrid en 1509, juró gobernar como administrador de su hija y como tutor de su nieto. En 1516 murió D. Fernando el Católico, y el arzobispo de Toledo, Jiménez de Cisne ros, y el Dean de Lovayna, gobernadores del Reino, trasladaron a Madrid su residencia, aposentándose en las dichas casas de don Pedro Laso de Castilla (hoy del Duque del Infantado). En ellas se tuvo la célebre Junta para disponer del gobierno de Castilla, en la que, resentidos los grandes de la autoridad concedida al cardenal Cisneros, le preguntaron con qué poderes gobernaba; respondió el Cardenal que con los del Rey Católico; replicaron los grandes, y el Cardenal, sacándolos a un antepecho de la casa que daba al campo, hizo disparar toda la artillería que tenía, y les dio aquella célebre respuesta, propia de su enérgico carácter, diciendo: «Con estos poderes, que el Rey me dio, gobernaré a España hasta que el príncipe venga»[25]. Vino, en efecto, Carlos, y entregándose del gobierno, cesaron los disturbios que su ausencia ocasionaba. En el principio de su reinado padeció en Valladolid una penosa enfermedad de cuartanas, y habiéndose venido a Madrid, curó prontamente de ellas, con lo que cobró grande afición a este pueblo.

El fuego de la guerra civil llamada de las Comunidades prendió también en Madrid en 1520, abrazando su vecindario la causa de Toledo, Ávila y otras ciudades, y poniendo sus huestes a las órdenes de Juan de Padilla. Los partidarios del Emperador se sostuvieron, sin embargo, en esta villa, levantando grandes fortificaciones, fosos y barricadas a la parte nueva de la población, que carecía de murallas, y construyeron un castillo cerca de la Puerta del Sol, hasta que, vencidos los comuneros en Villalar, y regresando aquél a España, volvió Madrid a ser la residencia frecuente del Monarca y su corte.

Hallándose en ella Carlos, recibió la noticia de la victoria de Pavía y la prisión de Francisco I, rey de Francia, que fue conducido de su orden a Madrid y custodiado por Hernando de Alarcón, primero en las casas de Ocaña, llamadas después de Lujan, en la plazuela de la Villa, y después en el Alcázar Real. A poco tiempo vinieron a Madrid su madre y hermana, para solicitar del Emperador su libertad, que no tardaron en conseguir, a consecuencia de la concordia que se ajustó, estipulándose, entre otras cosas, el matrimonio del Rey de Francia con la infanta D.ª Leonor, hermana de Carlos. Verificada la paz, vino éste a Madrid desde Toledo a visitar al Rey como amigo y cuñado; salióle Francisco a recibir en una mula con capa y espada a la española, e hicieron juntos su entrada, porfiando cortésmente sobre cuál llevaría la derecha, que al cabo tomó el Emperador.

También este Monarca convocó en Madrid las Cortes del Reino, primero en 1528, en la iglesia de San Jerónimo, para la jura de su hijo D. Felipe como príncipe de Asturias, y después en 1534; también favoreció a esta villa con notables privilegios y distinciones, eximiéndola de pechos, concediéndola nuevas franquicias y mercados, y accediendo a la petición de sus procuradores de colocar una corona Real sobre el escudo de sus armas, y el título de villa imperial y coronada. Últimamente, contribuyó también a su engrandecimiento material, emprendiendo la suntuosa reedificación del Alcázar, convertido ya por él en palacio Real; la fundación verificada por su hija la princesa D.ª Juana, del Real monasterio de las Descalzas, sobre el mismo sitio que ocupaba el antiguo palacio en que nació la misma fundadora: la de los hospitales e iglesias del Buen Suceso, San Juan de Dios, casa de Misericordia y otros: la suntuosa capilla llamada del obispo don Gutierre de Vargas, contigua a San Andrés: la del convento Real de Atocha: la parroquia de San Gines, y otras varias iglesias y casas religiosas: y en su tiempo, en fin, empezó a poblarse el dilatado campo que mediaba entre la Puerta del Sol, el convento de San Jerónimo y la puerta de Alcalá al Levante; y al Norte, desde el Postigo de San Martín, plazuela y puerta de Santo Domingo hasta las de Fuencarral y Santa Bárbara.

Hasta este tiempo no había, sin embargo, progresado Madrid materialmente al compás de la importancia que ya la daban su carácter de corte casi constante de Castilla; pues según el testimonio del apreciable historiador de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo, natural de ella, y que ya hemos dicho se ocupó mucho en su descripción, la población de esta villa en los principios del siglo XVI no pasaba de tres mil vecinos, si bien crecía o se aumentaba rápidamente, como lo expresa el mismo escritor en estos términos: «En el tiempo en que yo salí de aquella villa para venir a las Indias, que fue en el año de 1513, era la vecindad de Madrid de tres mil vecinos, et otros tantos los de su jurisdicción et tierra et cuando el año que pasó de 1546 volví a aquella por procurador de la ciudad de Santo Domingo et de esta isla Española… en sólo aquella villa y sus arrabales había doblado o cuasi la mistad más vecinos, et serian seis mil poco más o menos, a causa de las libertades, et franquicias, et favores que el emperador rey D. Carlos nuestro Señor le ha fecho».

Efectivamente, consta ya que algunos años después de la época en que escribía Oviedo, y aun antes que el monarca Felipe II determinase fijar en Madrid su corte, encerraba ya esta villa una población de veinte y cinco a treinta mil almas, y un caserío de más de dos mil quinientos edificios, que era el comprendido en los límites que quedan descritos a la segunda ampliación. Este progreso, que venía indicándose y desenvolviéndose durante todo el siglo XV, por la especial predilección que había merecido Madrid a los monarcas anteriores, especialmente a don Juan II y D. Enrique IV, que residieron, como vimos, casi constantemente en ella; a la católica reina D.ª Isabel, y últimamente al poderoso emperador D. Carlos, era todavía nada comparativamente con el que hubo de recibir en el mero hecho de ser escogida por su hijo y sucesor Felipe II para corte y capital de la monarquía.

LA CORTE EN MADRID

(A MEDIADOS DEL SIGLO XVI)

Este acontecimiento histórico (aunque sin declaración previa y solemne que precise absolutamente su fecha) debió tener lugar, según se infiere de varios documentos que obran en el archivo de esta villa, en el año de 1561, trasladándose a Madrid el sello real, los tribunales y regia servidumbre, desde Toledo, donde a la sazón se hallaba la corte.

Medida, tan importante y trascendental, adoptada por el hijo del César Carlos V a los pocos años de haber empuñado, por abdicación de su padre, el cetro más importante del orbe, ha sido agriamente censurada por muchos escritores, juzgada a posteriori por nuestros contemporáneos, y como que parece que ha caído en gracia la calificación de desacierto, atribuido con este motivo a Felipe.

Se ha dicho y repetido hasta la saciedad (aunque harto ligeramente) que la villa de Madrid era un pueblo mezquino, impropio, sin importancia política y sin historia: situado en el interior, y el más lejano de las costas de un reino peninsular, en un territorio pobre y desnudo, careciendo de un río caudaloso y de otras condiciones materiales de prosperidad, así como también de los grandes monumentos del arte, que elevan en el concepto público a las ciudades y las imprimen el sello de majestad y poderío. Y procediendo luego por comparación, se han encarecido hasta lo sumo las ventajas que en todos estos conceptos llevan a Madrid varias capitales de provincia, que pudieron obtener la preferencia para el establecimiento definitivo de la corte en ellas.

Sin negar absolutamente todas las razones que en este sentido se vienen alegando en agravio de la corte madrileña, pero remontándonos, para proceder con la debida imparcialidad, a la época en que recibió aquella augusta investidura, no podremos menos de presentar otras muchas políticas y de conveniencia que las contradicen, y pudieron y debieron influir poderosamente en el ánimo de Felipe II, como venían ya influyendo en el del gran Cardenal Cisneros y en el del emperador Carlos V, para dar a la villa de Madrid la preferencia en tan solemne elección.

La reunión bajo un solo cetro de los diversos reinos que compusieron la Monarquía española no llegó, como es sabido, a verificarse hasta los fines del siglo XV, y en las augustas manos de los esclarecidos Reyes Católicos doña Isabel y D. Fernando.

Hasta entonces no pudo ni debió haber naturalmente capital del reino, y los diversos monarcas tuvieron la suya respectiva en el punto más conveniente de sus estados; en León, en Burgos, en Sevilla, en Toledo, en Barcelona, en Zaragoza, etc.; pero operada la reunión definitiva de las coronas de Castilla y Aragón y la toma de (Granada y expulsión total de los sarracenos, los Reyes Católicos, después que hubieron terminado su alta empresa y las continuas guerras que les obligaban a la constante variación de la corte, debieron sentir la necesidad de fijarla definitivamente en un punto céntrico, importante y autorizado; pero fluctuaron, al parecer indecisos, entre Valladolid, Toledo y Madrid. Las dos primeras tenían en su favor los recuerdos de su historia como cortes de Castilla, ventaja inapreciable a los ojos de la reina doña Isabel; la última, ademas de su situación más central, ofrecía en su misma novedad mayor simpatía a los ojos del Rey de Aragón. La misma reina Isabel, que, si no Labia nacido en ella, como ya dijimos más arriba, la manifestó, por lo menos, en todos tiempos singular predilección, parece como que se complacía en residir en ella y darla todo el carácter de corte Real. Posteriormente, el gran político y Cardenal-regente del reino, Jiménez de Cisneros (aunque arzobispo de Toledo), debió igualmente participar de esta opinión ventajosa hacia el pueblo madrileño; y acerca de la conveniencia de establecer en él la nueva corte, pensó sin duda que llevaba la ventaja de no representar el exclusivismo de ninguna de las anteriores, parciales y muchas veces antagonistas entre sí. Carlos V, en fin, a estas consideraciones políticas, hubo de añadir en la balanza la especialísima del hermoso clima de Madrid, que le hizo recuperar la perdida salud.

Pero ni durante su reinado ni el de sus antecesores pudieron permitir las continuas guerras el solaz suficiente para realizar aquel gran pensamiento, que parecía ya dominante en las altas regiones del Trono, y la corte oficial de Toledo luchó todavía medio siglo con las de Valladolid y Madrid. Subió, al fin, al trono Felipe II, y en pacífica y omnímoda posesión del reino, fue naturalmente el llamado a realizar aquel político pensamiento; debiendo suponerse en su alta penetración que lo meditó detenidamente y bajo todos sus aspectos antes de resolverlo en pro de Madrid.

¿Cuáles fueron o pudieron ser estas consideraciones, que hoy se afecta desconocer, y que llegaron entonces a pesar tanto en el ánimo de aquel gran Rey? A nuestro entender, la primera fue, sin duda, la política ya indicada, de crear una capital nueva, única y general a todo el reino, ajena a las tradiciones, simpatías o antipatías históricas de las anteriores, y que pudiera ser igualmente aceptable a castellanos y aragoneses, andaluces y gallegos, catalanes y vascongados, extremeños y valencianos. Un pueblo que, aunque con suficiente vida e historia propia (y por cierto bien honrosas y nobles), pudiera absorber y fundir en su seno todos aquellos distintos provincialismos, identificarse y representar simultáneamente aquellas diversas poblaciones, y ser, en fin, la patria común, la expresión y el compendio de las varias condiciones de los habitantes del reino. Estos, de los cuales unos habían respetado como cabeza a los mismos pueblos que los otros habían combatido o conquistado, necesitaban, pues, un centro mutuo y sin antecedentes de antagonismo o parcialidad, en que venir a confundirse bajo el título común de españoles; y esta cualidad (que las antiguas cortes de Castilla, de León, de Araron o de Navarra no podían disputarla) fue sin duda alguna la que hizo aceptable para todos a la nueva capital de la Monarquía española, corte de un reino nuevo también.

En situación central y equidistante de los diversos límites de la Península, también Madrid llevaba a todas, bajo este aspecto, la preferencia; circunstancia por cierto muy ventajosa y propia para la gobernación y dominio de tan apartadas provincias y encontradas nacionalidades. La corte de Toledo o Valladolid no podía nunca dominar políticamente a la de Barcelona o Zaragoza; la de Sevilla no era posible tuviese el prestigio suficiente, ni estaba en situación material para regir a Castilla y Aragón. Por último, los que muy ligeramente, a nuestro entender, han censurado en Felipe II el no haber elegido a Lisboa para capital de la Península, no reflexionan, primero, que cuando colocó la corte en Madrid no poseía ni poseyó todavía en muchos años el Portugal; y segundo, que cuando, en 1580, hubo heredado y conquistado aquel reino, hubiera sido la medida más altamente impolítica la de desnacionalizar su capital y trasladarla al pueblo conquistado, al confín de la Península; medida que, cuando menos, hubiera dado entonces por resultado la inmediata separación de la coronilla aragonesa, o que el curso del Ebro marcara, como ahora los Pirineos, el límite del territorio español.

Ciertamente que aquella ciudad (Lisboa) y la de Sevilla brindaban ventajas naturales muy espléndidas y superiores a las de Madrid; pero ya quedan indicadas las políticas razones a que debieron naturalmente ceder. En cuanto a Valladolid, Burgos y Toledo, ademas de esta desventaja para entrar en la lucha, no poseían tampoco mejores condiciones de centralidad, clima y fertilidad de su termino.

A la verdad que al tender la vista por la árida campiña que rodea hoy a Madrid, se creería con dificultad que estas mismas lomas, áridas hoy y descarnadas, fueron en otro tiempo célebres por su feracidad y hermosura. Sin embargo, los testimonios que de ello tenemos son irrecusables. Testigos de vista los más imparciales nos han trasmitido la descripción de sus frondosos bosques, montes poblados y abundantes pastos. El agua, este manantial de vida, abundante entonces y espontáneo en esta región, ofrecía su alimento a la inmensidad de árboles que la poblaban y que describe el Libro de Montería del rey don Alonso XI; y este arbolado, esta abundancia de aguas, hacían el clima de Madrid tan templado y apacible como le pintan Marineo Sículo[26], Fernández de Oviedo y otros célebres escritores[27].

Pero el establecimiento de la corte, que debía ser para esta comarca la señal de una nueva vida, sólo fue de destrucción y estrago. Sus árboles, arrasados por el hacha destructora, pasaron a formal los inmensos palacios y caseríos de la corte, y servir a sus crecientes necesidades. Desterrada la humedad que atraían con sus frondosas copas para filtrarla después en la tierra, dejaron ejercer después su influjo a los rayos de un sol abrasador, que, secando más y más aquellas fuentes perennes, convirtieron en desnudos arenales las que antes eran fértiles campiñas. De aquí la falta de aguas en Madrid, de aquí la miseria y triste aspecto de su comarca, y de aquí, finalmente, el destemple actual de su clima; porque, no encontrando contrapeso ni temperamento los rayos del sol canicular, ni los mortales vientos del Norte, alteraron las estaciones y aumentaron el rigor de ellas, haciendo raros entre nosotros los templados días de primavera. Pero esto mismo hubiera sucedido, y por iguales causas, a Valladolid y Toledo, sin tener para compensar aquellos contratiempos el alegre cielo, el aire trasparente y puro de Madrid. Valladolid, aunque convenientemente situada en una extensa llanura y en medio de fértiles campiñas, es por demás nebulosa y enfermiza, y el satírico Quevedo la definió en estos términos:

«Vienes a pedirme raso

En Valladolid la bella,

Donde hasta el cielo no alcanza

Un vestido de esa tela».

En cuanto a la piramidal Toledo, en cuyas estrechas, costaneras y laberínticas calles no hemos podido nunca comprender cómo cabía la corte de Carlos V, la aplicaremos los versos del mismo gran poeta:

«Vi una ciudad de puntillas

Y fabricada en un huso,

Que si en ella bajo, ruedo;

Y trepo en ella, si subo».

La gran falta natural de Madrid para su futuro desarrollo, como ciudad populosa y corte de tan importante monarquía, era la de un rio caudaloso, que surtiendo a las necesidades de un crecido vecindario, sirviese también para fertilizar y hermosear su término y campiña. Esta falta grave, representada en la exigüidad del modesto Manzanares, ha dado también motivo a las continuadas burlas y chanzonetas de los poetas satíricos, del mismo Quevedo, de Góngora, de Tirso de Molina y otros, de que podía formarse una abultada colección. Pero es preciso tener en cuenta que la mayor parte de nuestras ciudades importantes del interior se hallan en el mismo caso; que nuestros ríos, tan celebrados de los poetas por sus arenas de oro y sus ondas transparentes, no son ningunos Támesis, Senas o Danubios caudalosos, navegables y conductores de salud, de civilización y bienandanza; por lo cual vemos que aun en los pueblos fundados en sus inmediaciones, no trataron de albergarles o darles paso dentro de su recinto, como lo están los que bañan las primeras ciudades de Francia, Inglaterra y Alemania, etc., y aun así se vieron expuestas las nuestras a las súbitas inundaciones invernales o a la maligna influencia de sus sequedades del estío. El padre Tajo, que circunda la imperial Toledo, aunque también a respetuosa distancia, sólo empieza a ser verdaderamente rio cuando corre por territorio portugués. Lo mismo el Duero y el Guadiana; el Ebro y el Guadalquivir son los que más se acercan entre nosotros a aquellas condiciones civilizadoras; pero ya a las extremidades de su curso, en los confines de la Península.

No se ocultó, sin embargo, esta falta al ilustrado Felipe II, y sabido es de todos el proyecto que formó, y que entonces se creyó realizable, de traer el Jarama a Madrid, incorporándolo con el Manzanares. Este último también por entonces debía ser bastante más caudaloso, o correr menos oculto en la arena, pues tenemos la relación del viaje que Antonelli hizo desde Lisboa por el Tajo y el Jarama, y continuó luego por el Manzanares hasta el Pardo. Posteriormente, y según fue haciéndose sentir más y más la necesidad, se renovaron otros proyectos análogos, y a fines del siglo XVII se ideó la canalización hasta Vacia-Madrid, y luego, con el auxilio del Jarama, hasta Toledo; proyecto que no fue admitido por la Peina Gobernadora doña Mariana de Austria, hasta que en el reinado de Carlos III se construyó por espacio de dos leguas el que luego existió, aunque por cierto con bien escaso resultado.

Pero, a falta de rio, se acudió al medio de adquirir las aguas potables por filtración en unas minas subterráneas que se extienden a cierta distancia y recogen las que derraman las sierras inmediatas. Estos viajes, algunos de los cuales ya existían, y otros, como los grandes y copiosos de Amaniel y Abroñigal, se descubrieron y formaron en el reinado de Felipe III, y bastaron, aunque no abundosamente, para surtir las primeras necesidades de la población; hasta que, creciendo ésta, y aumentándose y multiplicándose aquéllas de un modo extraordinario en el presente siglo, ha sido necesario acometer y llevar a cabo la obra gigantesca del canal del Lozoya, que cambiará dentro de pocos años las condiciones materiales de Madrid.

Esta hermosa población, situada bajo un cielo limpio y sereno, disfrutando de una atmósfera trasparente, un dilatado y hermosísimo horizonte, rara vez turbado por las tormentas, exento de miasmas pestilentes, ajeno a las epidemias, inundaciones, terremotos y otros azotes tan frecuentes en poblaciones de su importancia; rodeada al Norte por las sierras Carpetanas, los bosques del Pardo y la maravilla del Escorial; al Sur, por los verjeles de Aranjuez; al Levante, por las llanuras del Henares y las pintorescas campiñas de la Alcarria, y al Poniente, por los fértiles campos de Talavera; centro de todos los caminos que cruzan el reino en todas direcciones; surtida por esta razón de todas las producciones más ricas y preciadas de nuestro suelo, y ciudad central, común y sin fisonomía especial de esta o aquella provincia, de esta o aquella historia, la villa de Madrid (digan lo que quieran los escritores antagonistas) justificó desde luego la preferencia que la diera el gran político Felipe II al elevarla al rango de corte de la Monarquía; y cuando algunos años después, en 1601, y por un capricho inmotivado del joven rey Felipe III, trasladó su corte a Valladolid, muy pronto las ventajas políticas y naturales de Madrid sobre aquélla se hicieron tan sensibles y universalmente reconocidas, que a los cinco años (en 1606) volvió a ser trasladada definitivamente a esta villa[28].

En cuanto a la injusta calificación de pueblo sin historia propia ni importancia política, repetida contra Madrid por los modernos escritores, con no menos ligereza, aunque en sentido inverso de la que guió a los del siglo XVII para remontar su origen a los tiempos fabulosos y hacerle figurar en los anales griegos y romanos, no puede menos de rechazarse con energía, y obligar a repetir, con la historia nacional en la mano, a los que pretenden negarla, que cuando la villa de Madrid aparece en ella a principios del siglo X y en poder de los sarracenos, era ya una población importante y fortificada, que suponía indudablemente algunos siglos de existencia anterior. Que su conquista en el siglo XI fue una de las grandes empresas del rey D. Alfonso VI de Castilla, y que el mismo monarca y sus inmediatos sucesores la ampliaron y fortificaron más; la dotaron de fueros y privilegios, en cuyo contenido se echa de ver la importancia que tenía ya esta población. Hallará también que el pendón del Concejo de Madrid llevaba la vanguardia en la famosa batalla de las Navas de Tolosa, a las órdenes del señor de Vizcaya, don Lope de Haro, y algunos años después asistió con gran prez en el cerco de Sevilla, a las órdenes del santo rey D. Fernando III. Que todos los monarcas de los siglos XIII y XIV residieron frecuentemente en nuestra villa, tuvieron en ella su corte y celebraron grandes juntas y actos solemnes desde que, a principios del XIV, D. Fernando IV congregó en ella, por primera vez, las Cortes del Reino, cuyo ejemplo fue repetido después frecuentemente por los sucesivos monarcas. Que en la guerra civil entre D. Pedro y D. Enrique dio Madrid pruebas de acrisolada lealtad en defensa del legítimo rey. Que en esta villa empezó su reinado D. Enrique III y tuvieron lugar las turbulencias que señalaron su minoría, hasta que, declarado mayor de edad a los once años, tomó en ella las riendas del gobierno; y habiendo cobrado afición a este pueblo, residió en él casi siempre, renovó su Alcázar y recibió a los embajadores extranjeros, enviando por su parte al gran conquistador Timur Lenk, al madrileño Rui González de Clavijo, su camarero. Que también su hijo, D. Juan II, hizo su residencia ordinaria en esta villa y recibió de Madrid especial apoyo en las revueltas de su reinado; así como D. Enrique IV, en las promovidas contra él por su hermano D. Alfonso, siendo Madrid declarado defensor de la buena causa. Que cuesta villa nació y fue jurada en Cortes princesa de Asturias la desgraciada doña Juana, llamada la Beltraneja, cuya sucesión defendió ala muerte de D. Enrique. Que los Reyes Católicos residieron también en muchas ocasiones en esta villa, y así como todos sus antecesores, reunieron en ella las Cortes del Reino, y que en las celebradas en 1509, en la iglesia de San Jerónimo, después de la muerte de la reina doña Isabel, el Rey Católico juró gobernar como administrador de su bija doña Juana y como tutor de su nieto D. Carlos. Que a la muerte de aquél, los gobernadores del Reino, Cardenal Cisneros y Deán de Lobayna, trasladaron a Madrid su residencia, y que desde ella gobernaron hasta la venida del Emperador. Que también esta villa abrazó ardientemente la noble causa de las Comunidades, y sostuvo contra las huestes de aquél una porfiada resistencia; pero venido luego a esta villa, y curádose en ella de unas pertinaces cuartanas que padecía, la cobró decidida afición, la colmó de mercedes y privilegios, residió frecuentemente en ella, dándola de hecho el carácter de corte de su Imperio poderoso; reedificó su Alcázar, convirtiéndole en magnífico palacio Real, y a él hizo conducir al augusto prisionero de Pavía; y por último, añadió a sus preciados timbres de muy leal y muy noble, los altos y significativos de villa imperial y coronada.

Véase, pues, si un pueblo que durante cuatro siglos y medio venía figurando tan dignamente en la historia nacional, venía sirviendo de residencia y de corte a los monarcas, de lugar de reunión a las Cortes del Reino, de apoyo y defensa a las grandes y nobles causas y a los altos intereses del Estado, era un pueblo sin historia ni antecedentes, insignificante, nulo y poco digno de recibir la alta investidura de capital del reino.

En cuanto a la historia de esta villa en los tres siglos siguientes, puede decirse que es la historia de la monarquía; la parte tan principal e iniciativa que le ha cabido en ella hace palidecer la suya propia en los siglos anteriores, y la corte de la Monarquía Española oscurece las glorias de las antiguas de Castilla, de León, de Aragón, de Sevilla y Barcelona.

Madrid, capital del Imperio de aquel gran monarca don Felipe II, cu va voz obedecía la Europa entera; centro de su acción y poderío; foco de aquel sol español que alumbraba constantemente con sus rayos a los países más remotos del orbe; capital donde residía el supremo Gobierno, los consejos y tribunales de tan remotos países; de donde salían los grandes capitanes, los virreyes y gobernadores para descubrir otros, conquistar o dominar en ellos, y adonde, cargados de trofeos, de merecimientos y servicios, regresaban un D. Juan de Austria, un Gonzalo de Córdoba, un Duque de Alba, para poner a los pies del Monarca los trofeos de Lepanto, de San Quintín, de Italia, Mandes y Portugal, que aun cuelgan pendientes de las bóvedas del templo de Nuestra Señora de Atocha o de los techos de la Real Armería. La corte de Felipe III, que recibió en sus muros a los enviados del Shah de Persia y del Gran Señor, y otros remotos imperios, y bajo cuyo cetro vinieron a reunirse, no sólo los diez y ocho reinos de la España peninsular, sino también el Portugal, Nápoles, Sicilia, Parma, Plasencia y el Milanesado en Italia; el Rosellon, el Bearnés y la Navarra, el Artois y el Franco Condado en Francia; las dos Flandes y Holanda en los Países-Bajos; en África casi todas las costas, Angola, Congo, Mozambique, Oran, Mazarquivir, Mostagán, Tánger, Túnez y la Goleta; ademas de las islas africanas, Azores, Madera, Cabo Verde, Malta, Baleares y Canarias; que tenía un imperio en el Asia en las costas de Malabar, Coromandel y la China, y derecho a los Santos Lugares de Palestina; que poseyó también las ricas e inmensas islas Filipinas, Visayas, Carolinas, Marianas y de Palao, de la Sonda, Timor, Molucas y otras innumerables del mar Pacífico: y extendió, en fin, su dominación como emperador de Méjico, del Perú y del Brasil, a casi todo el continente de América o Nuevo-Mundo, y a casi todas las islas del Océano; imperio colosal, que excedió a los antiguos orientales, a los de Alejandro, liorna, Cartago, Carlo-Magno y Napoleón; como que contaba una población calculada en 600 millones de almas y una extensión de territorio de 800.000 leguas cuadradas, o sea la octava parte del mundo conocido. La caballeresca y poética corte de Felipe IV, emblematizada en el sitio del Buen Retiro, que vio lucir el bullicio y esplendor de las fiestas palacianas, de las justas y torneos caballerescos; que escuchó la musa de Lope de Vega y Calderón, de Tirso y de Moreto, de Solís y de Quevedo, a quienes había visto nacer en sus muros; la corte en que florecían además un Cervantes y un Mariana, un Velázquez y un Murillo; la que recibía espléndidamente a los monarcas extranjeros que venían a solicitar la alianza del español o la mano de sus hijas y hermanas; la que después del tristísimo paréntesis del hechizado Carlos II, tornó a recobrar su animación y su influencia, y dio luego tan altas pruebas de su no desmentida lealtad, de su energía y su valor en pro de la nueva dinastía de Felipe de Borbón; que vio nacer en sus muros a los dos esclarecidos monarcas Fernando VI y Carlos III, que más adelante habían de engrandecerla y renovarla; la que a principios de este mismo siglo alcanzó a dar, el DOS DE MAYO DE 1808, la heroica señal del más noble y generoso alzamiento que señalan los fastos de nuestra nación, por su independencia y libertad; el pueblo, en fin, que en sus fastos antiguos y modernos puede ostentar páginas tan brillantes, tan altos y nobles merecimientos, tiene en ellos su defensa mejor, su más preciada ejecutoria.

Pero nos hemos extralimitado demasiadamente de nuestro propósito; y al tratar del suceso que más influencia tuvo en la prosperidad y fortuna de esta villa, y que tan combatido se ha visto por la ligereza de algunos escritores, no hemos podido contener nuestra pluma dentro de los límites del período a que ahora particularmente nos referimos.

LA VILLA Y CORTE DE MADRID

EN EL SIGLO XVII

Desde la venida de la corte a Madrid, y con el considerable aumento consiguiente en su población y en su riqueza, fue extendiendo de tal manera sus límites, que, a vuelta de muy pocos años, borró las huellas de los anteriores, allanó sus cercas e hizo avanzar sus puertas, quedando sólo los nombres de las antiguas, como recuerdos históricos, a los sitios en que estuvieron.

Este rápido crecimiento, que triplicó o cuadruplicó el antiguo caserío de la villa y sus arrabales, se verificó simultáneamente por todos lados, excepto a la parte occidental, donde continuaron (como continúan) sirviéndola de límites el Real Alcázar y sus jardines, los enormes desniveles o cuestas de la Vega y las Vistillas, que bajan al rio Manzanares. La puerta de Segovia o Nueva de la Vega, construida por entonces, así como el famoso puente frontero, obra del insigne Juan de Herrera, y el último trozo de calle del mismo nombre desde las casas de la Moneda, adelantaron, algún tanto, sin embargo, por aquel lado, rebasando la antigua muralla. Multiplicóse extraordinariamente el caserío entre los altos de las Vistillas y el antiguo convento extramuros de San Francisco; convirtiéronse en calles animadas el camino o carrera que a éste guiaba desde la vieja Puerta de Moros, el Humilladero de Ntra. Sra. de Gracia, las tierras y huertas contiguas al camino real de Toledo; siendo necesario colocar la salida de la Latina (que, como ya queda expresado anteriormente, se hallaba entre la plazuela de la Cebada y San Millán), mucho más abajo, y en el mismo sitio próximamente a donde la actual Puerta de Toledo. El Rastro, la dehesa de Arganzuela y la de la Villa, la de la Encomienda de Moratalaz y la Huerta del clérigo Bayo y los rápidos desniveles y barrancos, ventas, tejares y mesones en dirección al Barranco de Lavapiés, se trasformaron en las célebres barriadas de estos nombres. La puerta de Antón Martín fue sustituida por otra también denominada de Vallecas, situada cerca del arroyo de Atocha, extendiéndose hasta ella la hermosa calle de este nombre, y se formó la Alameda en el antiguo prado de Atocha, desde el famoso santuario de aquella veneranda imagen hasta la subida a San Jerónimo. La parte de dicha Alameda, que después llevó el nombre de Prado de San Jerónimo y hoy es la principal de aquel magnífico paseo, se allanó y regularizó por primera vez (según el testimonio de nuestro Juan López de Hoyos), en 1570, con ocasión de la entrada solemne de doña Ana de Austria, última esposa de Felipe II. La Puerta del Sol avanzó por este tiempo al camino de Alcalá, como hacia donde está hoy la entrada del Retiro, y entonces se formaron y poblaron la principal y hermosísima calle de Alcalá y el extendido cuarto de círculo de E. a N. trazado entre ella y las dé la Montera, Hortaleza y Fuencarral, a cuyos extremos se abrieron los portillos de Recoletos, de Santa Bárbara y de los Pozos de la Nieve. Colmóse el otro extenso distrito entre esta última calle y la Ancha de San Bernardo (llamada entonces de los Convalecientes, por el hospital que había en ella), a cuyo final pasó la puerta que estaba en la plazuela de Santo Borní nao: y por último, las pueblas nuevas, hechas por D. Joaquín de Peralta hacia el monte de Leganitos, terminaban al N. y N. O. con los portillos de Maravillas, de Amaniel, del Conde Duque y de San Joaquín (después de San Bernardino), quedando fuera la posesión conocida después por Montaña del Príncipe Pío, con las huertas de las Minillas, la Florida, Buytrera y otras, hasta el puente del Parque de Palacio, que venía a estar donde hoy la fuente de la Regalada, a la bajada de las Reales Caballerizas. Dicho Parque de Palacio y campo llamado del Rey se extendían, como hoy, hasta la cuesta de la Vega.

Vese, por lo dicho, que los nuevos límites señalados hace tres siglos a la población de Madrid no han tenido más alteraciones sustanciales, en tan largo período, (nula inclusión dentro de ellos del Real sitio del Buen Retiro, fundado por Felipe IV, y alguna mayor extensión hacia la puerta de Alcalá; y por el lado occidental, la Montaña del Príncipe Pío y bajada o paseos de la Puerta de San Vicente. Pero aquellos límites, que entonces se señalaron a Madrid, incluyendo multitud de huertas, tierras de cultivo y eriales, tardaron en rellenarse todo el siglo que medió entre la mitad del XVI a la mitad del XVII, en términos que en esta última época ya presentaba Madrid, con corta diferencia, la misma figura en su perímetro y el mismo trazado de sus calles que hoy día, salvas algunas excepciones de cerramientos o variaciones posteriores. De todo ello podemos juzgar cumplidamente por la inspección material del gran Plano grabado en Amberes en 1656, de que hicimos mención y que vamos a reproducir.

En esta nueva población, trazada ya para servir a más importantes necesidades, se buscó con preferencia un terreno menos accidentado, Be abrieron o formaron en él calles más rectas y espaciosas, algunas muy extensas, como las bajas de Toledo y de Atocha, la Carrera de San Jerónimo, la de Alcalá, la Montera, Fuencarral, Hortaleza y Ancha de San Bernardo, y se construyeron en ellas multitud de edificios de consideración. Sin embargo, es de lamentar que a la creación, puede decirse, de nueva planta, de la villa capital del Reino, no presidiese mayor gusto y esmero, no se tuviesen en cuenta ciertas condiciones indispensables para su futura prosperidad. No pretendemos, por esto, que la nueva villa fuese improvisada con la regularidad y fatigosa monotonía de un tablero de damas, sino que, procurándose todo lo posible la nivelación de los terrenos, dándose a todas sus calles la conveniente anchura, cortes y comunicaciones, proporcionándose a distancias convenientes plazas regulares, desahogadas avenidas y puntos de vista calculados, se hubiese en ellas construido el caserío con cierta regularidad, y algunos edificios públicos de necesidad y grandiosa perspectiva; hubieran, en fin, consignado los monarcas de Castilla de aquella época en la corte del Reino el gusto y la magnificencia que ostentaban en otras ciudades del reino, en el de Italia, y en las nuevas que por entonces se fundaban en la América española. No fue, sin embargo, así; y ni los tesoros del Nuevo Mundo, ni la fuerza de voluntad, poderío y alta inteligencia de Felipe II; ni el colosal y privilegiado talento de Juan de Herrera y sus contemporáneos y sucesores los Toledos, Monegros, Moras y Vegas, alcanzaron a imprimir a Madrid aquel sello de grandeza y majestad que requería la corte de la monarquía.

El Alcázar de Carlos V y Felipe II, obra de Cobarrubias y de Luis de la Vega; la puente segoviana, de Juan de Herrera, en tiempo de Felipe II; la Plaza Mayor, del reinado de Felipe III, y el sitio del Buen Retiro, obra de Felipe IV, son los objetos más dignos que recibió la corte de Madrid de los monarcas de la dinastía austríaca; si bien, por un celo indiscreto, aunque muy propio de aquel siglo, consumieron sus tesoros en fundar en ella setenta o más conventos, con otras tantas iglesias, todas medianas nada más, y de ningún modo comparables a nuestras magníficas catedrales, no diremos las antiquísimas de Toledo, Burgos o Sevilla, pero ni aun de las modernas o contemporáneas de Granada, Segovia y Salamanca; así como los pocos edificios civiles de aquellos reinados, tales como la Cáncl de Corte, el Ayuntamiento y la casa de Uceda (los Consejos) no pueden sostener comparación Con los alcázares de Toledo y de Granada, la Lonja de Sevilla, y otros muchos de aquella época.

PLANO TOPOGRÁFICO DE 1656

Pero vengamos, en fin, a la descripción ofrecida del Plano topográfico del Madrid del siglo XVII, que hemos tenido la suerte de exhumar del olvido, y por el cual podemos juzgar completamente del estado y aspecto de la corte de los Felipes. Ningún libro ni descripción nos servirá tan cumplidamente para ello como la vista material y el estudio de este gran plano. Su extensión, la exactitud y minuciosidad con que está reproducido en perspectiva caballera todo el caserío de la villa, en escala bastante extensa para poder apreciar sus pormenores, hacen de este grabado un documento tan precioso como generalmente ignorado por los que han tratado de la historia de Madrid; y como es de temer que con el tiempo lleguen a faltar los rarísimos ejemplares que aun pueden existir, creemos hacer un servicio en consignar aquí sus detalles.

Consta dicho plano de veinte hojas de gran marca, las cuales, unidas y pegadas sobre lienzo (como están en el precioso ejemplar que poseemos, y también en el otro muy bien restaurado que conserva el Ayuntamiento), ocupan una extensión de unos ocho pies de altura por diez de ancho, o sean cerca de ochenta superficiales.

En la parte superior de dicho plano se lee esta inscripción: Mantua Carpetanorum sive Matritum urbs regia. Al lado derecho están las armas Reales sobre trofeos, y se lee: Philipo IV rege Catolico forti et pio. Urbem hanc suam et in ea orbis sivi subjecti compendium exhibit MDCIV; y debajo, en una tarjeta sostenida por figuras alegóricas y trofeos, se encuentra la siguiente inscripción: Topografía de la villa de Madrid, descrita por D. Pedro Texeira, año de 1656, en la que se demuestran todas sus calles, el largo y ancho de cada una de ellas, las rinconadas y lo que tuercen; las plazas, fuentes, jardines y huertas, con la disposición que tienen las parroquias, monasterios y hospitales; están señalados sus nombres con letras y números que se hallarán en la tabla, y los edificios, torres y delanteras de las casas están sacadas al natural, que se podrían contar las puertas y ventanas de cada una de ellas. A la izquierda está la tabla y las escalas de 1/1870, y debajo dice: Salomon Sauri cura et solicitudine Joannis et Jacobi Vanveerle, Antuerpiæ.

Efectivamente, la minuciosidad y exactitud del dibujo son tales, que dejan poco que desear, no sólo en cuanto a la demostración del giro y disposición de las calles, sino en el alzado de las fachadas y topografía interior de los edificios, pudiendo juzgar de la conciencia con que fue hecho aquel precioso trabajo por los varios públicos y particulares que aun se conservan en el mismo estado en que los representa el plano, con la misma repartición de su planta, con el propio número de pisos puertas y ventanas; y la misma forma general de su ornato arquitectónico.

Los límites de la población marcados en este plano eran los que quedan anteriormente expresados, y son, con corta diferencia, los que comprende el actual perímetro de Madrid. La puerta de Alcalá (que era mezquina y formada por dos torrecillas) se hallaba situada más adentro que el actual arco de triunfo, poco más o menos frente a la glorieta o entrada moderna del Buen Retiro. Como no existían aún los edificios del Pósito ni los Hornos de Villa Nueva, construidos después, corría la cerca por detrás de las huertas de Recoletos y otras, formando el mismo recodo saliente que hoy con la que después fue de la Veterinaria. La puerta o portillo de Recoletos (que también era sumamente mezquina) estaba poco más o menos en el mismo sitio que la que acaba de derribarse, y seguía la tapia derecha hasta la de Santa Bárbara, haciendo aquí un saliente notable hasta el portillo, que estaba en el mismo sitio, y es acaso el propio que hoy alcanzamos; y en las afueras no se señala más que tierras de labor, no existiendo la huerta después llamada de Loinaz (hoy de Arango). A la izquierda del portillo de Santa Bárbara aparece un edificio que puede ser el mismo o una buena parte de la actual Fábrica de Tapices, y en él se mira un molino de viento. Siguen luego algunos trozos muy irregulares de cerca, hasta la puerta o salida llamada de los Pozos de la Nieve, en el mismo sitio que la moderna de Bilbao. Más diferencias se observan entre ésta y la de Fuencarral (entonces llamada todavía de Santo Domingo), y se ve otra salida o puerta llamada de Maravillas al fin de una calle, que puede ser la de San Andrés, cerrada luego por el jardín que fue de Bringas. Veíase después el palacio de los duques de Monteleón, con su extendida huerta y cerca, que formaba y forma la de Madrid por aquella parte, aunque no parece tan saliente romo ahora. Corría luego por la izquierda hasta la salida del Conde-Duque de Olivares (cuyo palacio y jardines aparecen en los sitios en donde hoy están el de Liria y el cuartel de Guardias), y luego continuaba con la misma imperfección que hoy, hasta la de San Joaquín (portillo de San Bernardino). Fuera de éste había un humilladero de cruces, que seguiría sin duda hasta el convento, y se señalan varios caminos al Molino quemado, a la Huerta de Buytrera, etc., por el interior de la montaña llamada hoy del Príncipe Pío. Esta quedaba, como queda dicho, fuera de la población, pues la cerca bajaba costeándola desde el portillo de San Joaquín hasta el camino del rio, cercando las huertas llamadas de las Minillas, la Florida, Buytrera, etc., hasta el puente del Parque, que, según dijimos, venía a estar donde hoy la fuente de la Regalada, por bajo de las Reales caballerizas. El dicho Parque de Palacio (que seguía después adelantando, como hoy los jardines, hasta el rio y la Tela) consistía, por lo visto, en unas alamedas y paseos sin grande importancia, y llegaba hasta la puente Segoviana y la bajada de la Vega. Al lado opuesto del rio se ve la Casa de Campo, poco más o menos en los términos que hoy, aunque con mayor frondosidad. La puerta de la Vega tenía aún dos cubos, y aparece de alguna fortaleza, y la de Segovia la misma que hemos visto derribar hace pocos años. Desde ella subía la cerca por las Vistillas y huerta del Infantado, como hoy, hasta la del convento de San Francisco, no viéndose todavía el portillo que mandó después abrir y a que dio su nombre el licenciado Gil Imon de la Mota, fiscal del Consejo de Hacienda, que tenía allí sus casas, en donde es hoy hospital de la V. O. T. Por último, la cerca seguía a la puerta de Toledo (que estaba algo más arriba que la actual), luego al portillo de Embajadores y al de Lavapiés (después de Valencia), y formando varios ángulos y desigualdades, llegaba a la salida que llaman de Vallecas, donde después estuvo la puerta de Atocha, hasta incorporarse, dando vuelta al Retiro, con la de Alcalá.

Estos eran y son todavía los límites del perímetro de Madrid a mediados del siglo XVII, hace dos siglos cabales. El corte interior de la población era también idéntico, con algunas excepciones de rompimientos o cierres posteriores de algunas calles, y los nombres de éstas se conservaron en la mayor parte los mismos hasta estos últimos años.

La descripción interior de dichas calles, según se observan en el plano, nos llevaría muy lejos y alargaría esta Reseña, tanto más importunamente, cuanto (pie, habiendo de ser dicha descripción el objeto de nuestros paseos históricos, nos veríamos obligados a repetir aquí lo que con mayor extensión hemos de consignar después en el ingreso de esta obrita. Por lo tanto, nos limitaremos a indicar algunas consideraciones generales sobre el interior de la población tal como se presenta en el plano.

La construcción del caserío era en general impropia y mezquina. La grandeza del reino, agrupada en derredor del trono, y viniendo a formar la parte principal de la población de Madrid, se contentó con levantar enormes caserones, que sólo se diferenciaban de los demás por su inmensa extensión; y el vecindario en general, dividiendo y subdividiendo hasta un término infinito los terrenos o solares, llegó a formar hasta el número próximamente de las doce mil casas que entonces se contaban, y que hoy, refundidas en mayores edificios, no pasan acaso de siete mil; pues si por un lado la abundancia de jardines pertenecientes a ellas, y la multitud de grandes monasterios, que hoy se han utilizado para construcciones particulares, ocupaban una buena parte del perímetro, por otro los edificios construidos posteriormente son mucho más extensos, como que en cada uno de ellos se han ocupado solares de tres o cuatro de las antiguas casas. Las doce mil, además, que suponen los historiadores del siglo XVII, puede explicarse por el lente de aumento con que solían mirar a Madrid, o por la hiperbólica dicción de un par de casas con que acostumbraban designar a cada edificio que tenía dos pisos o habitaciones.

Generalmente éstos eran pocos, por muchas razones: en primer lugar, la población era mucho menor todavía, y la vida interior del pueblo debía ser tan modesta y poco ganosa de comodidades, que quedaba satisfecho con cualquier cosa, con un hediondo portal, con una oscura y empinada escalera y con media docena de estrechos y desnudos aposentos, coronados por un mezquino zaquizamí; todo esto formado y multiplicado en el reducido espacio que toleraban los conventos (que en Madrid, como en la mayor parte de las ciudades del reino, constituían la parte principal de la población), y aun aquella tolerancia en favor del vecindario estaba las más veces limitada en la altura de las casas fronteras y contiguas, en el número de las ventanas, en sus salidas y comunicaciones, que no habían de privar de las luces, ventilación e independencia a los amplios monasterios de ambos sexos; no habían de registrar sus espaciosas huertas, ni impedir que sus extendidas y solitarias cercas dominasen en calles despobladas, y sus elevadas torres levantasen hasta el cielo sus agujas y chapiteles.

Por último, otra razón muy poderosa para limitar y reducir a mezquinas condiciones el caserío general de Madrid fue la gravosa carga que el establecimiento de la corte trajo consigo, y era la conocida con el nombre de Regalía de aposento. Este pesado servicio del alojamiento de la Real comitiva y funcionarios de la corte recaía naturalmente sobre las casas que tenían más de un piso y cierta espaciosidad, y aunque posteriormente, y cuando en 1606 se restituyó a Madrid la corte desde Valladolid (adonde se había trasladado en 1601) fue compensado y capitalizado aquel penoso gravamen con el servicio de 250.000 ducados que ofreció la villa por equivalente a la sexta parte de los alquileres de las casas durante diez años, continuó pesando por vía de contribución exclusivamente sobre todas las que tenían más de un piso, razón por la cual continuaron las construcciones de malicia o sólo piso bajo. Así lo vemos expresado terminantemente, entre otros varios documentos de la época, en el primitivo Registro general del aposento, concluido en 1651 (manuscrito interesante, que posee uno de nuestros amigos), donde dice: «Calle de Toledo (antes de la Mancebía). Una casa de Mari-Mendez, mujer de Blas Caballero, soldado de la Guardia Española, que era de aposento, y el que mandó se hiciese de malicia, tasada en 36 ducados». Atendiendo también a esta expresiva significación de aquella palabra, dijo el festivo Quevedo, hablando en uno de sus romances de cierta mujer de mundo, de las que él solía tratar:

«Por no estar a la malicia

Calzada su voluntad,

Fue su huésped de aposento

Antón Martín el galán».

La cerca general que marca hoy los límites de la villa tardó todavía un siglo en construirse, como se puede ver por la Real cédula expedida por el señor D. Felipe IV, fecha 9 de Enero de 1625, en que se manda al Ayuntamiento de Madrid levantarla, aplicando para ello la sisa del vino, que antes lo estuvo a la obra de la Plaza Mayor. Dicha Real cédula (que obra en el archivo de la Villa) expresa claramente que la mencionada cerca se construyó más bien para contener que para favorecer la ampliación; error que ahora lamentamos, y que impidió a esta villa continuar su conveniente desarrollo. Hé aquí los términos en que está concebido el curioso preámbulo de dicha Real cédula:

«Desde muchos años a esta parte se han reconocido los daños que se causan de no estar cercada la villa de Madrid, donde reside mi corte, así por lo que sus límites se van extendiendo con los edificios, como por las salidas y que hacen al campo las más de las calles, y ser por ellas franca y libre la entrada de gente y mercaderías en el lugar, por no poder poner en ellas (siendo tantas) la guarda que conviene, con lo cual falta también la noticia necesaria de los que entran y salen de esta corte, y a los delincuentes les es fácil salir de ella y librarse de no ser presos por las justicias, que tendrían más mano en su prisión si las salidas fuesen ciertas. Y siendo de tanta importancia para la conservación de mi Real Hacienda y las alcabalas y sisas que se pagan, que de tal manera centren los bastimentos y mercaderías por puertas ciertas en que se registren, que no puedan divertirse ni entrar por otras, y que esta misma utilidad y conveniencia se halla cuanto a la administración de las sisas y beneficio de las sisas que para causas públicas tengo concedidas a esta villa, y mucho mayor y de necesidad precisa para guardarla, si, lo que Dios no permita, sucediese en ocasiones de peste; habiéndome diversamente consultado por los de mi Consejo y considerando en esto atentamente, he acordado que en la posada de vos, el Presidente, se haga una Junta para este efecto, en que se hallen con vos los dichos Pedro Tapia y Gil Imon de la Mota, el corregidor de Madrid y seis diputados que están nombrados o se nombrasen en adelante por el Ayuntamiento de esta villa… y someto a la dicha Junta para que en ella ordenéis y dispongáis que con la mayor brevedad que se pueda se cerque esta dicha villa por las partes y sitios y con la forma de edificios que por vosotros en la dicha Junta se acordase, dejando las puertas que conviniesen y fuesen necesarias en las principales entradas y salidas de esta villa, cada una con la fábrica y adornos que os pareciese, según los sitios y parte donde hubiesen de quedar», etc.

La referida cerca se emprendió a consecuencia de esta Real cédula y a costa de la villa y por el Patrimonio, que tomó a su cargo la parte del nuevo sitio de Buen Retiro, de la Montaña del Príncipe Pío y del Parque; pero tardó mucho tiempo en concluirse: de suerte que algunos años después todavía pudo muy bien decir el Maestro Tirso de Molina en una de sus comedias[29]:

«Como está Madrid sin cerca,

A todo gusto da entrada;

Nombre hay de Puerta Cerrada,

Mas pásala quien se acerca».

Realizóse al fin, aunque muy lentamente y sin pretensiones de muralla, limitándose a la construcción de una fuerte tapia, la misma que, restaurada en algunos trozos, ha llegado todavía hasta nuestros días, y que si no ha servido para defender a Madrid contra las acometidas exteriores, ha sido bastante obstáculo para contener o limitar su desarrollo prudente y hacerle permanecer más de dos siglos encerrado en el círculo de mampostería que se le trazó de Peal orden.

Considerada, pues, en su forma material, ¿qué era lo que ofrecía a la admiración de los contemporáneos y de los venideros la opulenta corte de los Felipes de Austria? ¿Y de qué modo se justifican aquellos encomios tan repetidos de sus impávidos coronistas? Ya lo hemos dicho: pocos, muy contados edificios civiles de alguna importancia; multitud de conventos de ambos sexos, más notables en general por su extensión que por su mérito artístico, y un general caserío, comparable por su mezquindez al de una pobre aldea; escasos y mal dispuestos establecimientos de beneficencia, de instrucción y de industria, y dos míseros corrales para representar los inmortales dramas de Lope y Calderón. Bajo el punto de vista de la comodidad y de la policía urbana, todavía aparece más deplorable aquel cuadro: las calles, tortuosas, desiguales, costaneras, y en el más completo abandono, sin empedrar, sin alumbrar de noche, y sirviendo de albañal perpetuo, y barranco abierto a todas las inmundicias. La salubridad, la comodidad del vecindario y el ornato de la población, desconocidos absolutamente; la misma seguridad, amenazada continuamente en medio de un pueblo belicoso, altanero y siempre armado, que en todas ocasiones fiaba al acero y al valor la razón más concluyente.

Pero si, bajo el aspecto material y civil, muy poco o nada puede interesarnos la descuidada capital del siglo XVII, no así desde el punto de vista romántico o novelesco.

El reinado, sobre todo, de Felipe IV (que empezó en 21 de Marzo de 1621, a la muerte de su padre Felipe III) es sin duda alguna para esta villa el período más brillante y ostentoso; y aunque en él se preparase fatídicamente la inevitable y próxima ruina del Imperio colosal de Carlos V y Felipe II, el carácter personal, poético y caballeresco del joven Rey, la elegante cultura de su corte, y los brillantes festejos con que supo encantar su ánimo el poderoso valido Conde Duque de Olivares, dieron a la corte de Madrid un aspecto de animación y de elegancia, en que sólo excedió después la magnífica y espléndida corte de su yerno Luis XIV de Francia. La venida del Príncipe de Gales para pedir por esposa e la hermana del Rey fue motivo de funciones magníficas. Las celebradas en 1637, con ocasión de haber sido elevado al Imperio el rey de Bohemia y Hungría, D. Fernando, cuñado del Rey, costaron de diez a doce millones de reales; y en los cuarenta días que duraron, las comedias, los toros, las máscaras se sucedían sin cesar. El Palacio Real y el del Retiro eran el foco de estas continuas diversiones, y el Rey, siguiendo su inclinación favorita, se interesaba vivamente en ellas.

En tal apogeo de su aparente esplendor es como vamos a considerar en esta obra a la antigua corte de Madrid. El período a que nos referimos es seguramente el más interesante de su historia, el más romancesco también y propio para ejercitar la pluma de los poetas y literatos; el período en que un monarca joven, poeta, y amante de las letras y de las artes, aunque frívolo y descuidado en política, cuyo peso descargaba en hombros de su favorito, se entregaba ardientemente a sus aventuras galantes más o menos reprensibles, al bullicio y esplendor de las fiestas palacianas, tomaba parte activa en las justas y torneos caballerescos y en las representaciones escénicas, y patrocinaba con su ejemplo y liberalidad a Velázquez y Murillo, Lope de Vega y Calderón; época y corte en que florecían ademas un Quevedo y un Saavedra, un Tirso y un Moreto, Solís, Montalván, Guevara, Alarcón y tantos otros, que hicieron apellidar aquel siglo de oro de nuestra literatura; en que recibía y obsequiaba a los ilustres potentados y embajadores de las más poderosas naciones; en que los reyes de Francia, de Inglaterra y de Alemania solicitaban la mano de las hijas o hermanas del monarca español; época también de brillante corrupción, que describe admirablemente el ignorado autor del Gil Blas; en que el arrogante Conde Duque de Olivares, fascinando al Monarca con el ruido y movimiento de los continuos festines, le hacía ignorar las pérdidas de su corona, hasta el punto de exclamar, con ocasión de la de una de sus más importantes plazas del Franco-Condado: «¡Pobrecito Rey de Francia!», y congratularse porque la insurrección del Duque de Braganza le proporcionaría algunos Estados más, al propio tiempo que se sentía con bríos para escribir al general de las tropas de Flandes aquella lacónica carta que decía: «Marqués de Espínola, tomad a Breda».

Pero estaba escrito que toda aquella fantástica gloria, que todo aquel fingido esplendor, habían de pasar rápidamente, sumiendo a la España en ruda y sensible oscuridad. La continuada y afortunada rebelión del Portugal, Italia, Flandes, el Rosellón, el Franco-Condado, la Cataluña misma, contra el descuidado Felipe, que dio por resultado la rápida desmembración del Imperio de sus abuelos; los graves disgustos que le ocasionaba la política de toda Europa, conjurada contra él; los temores por el descontento de sus pueblos; las enfermedades, la vejez, y los escrúpulos de su propia conciencia, le lanzaron a la superstición y la melancolía, y terminaron con su vida el largo reinado de casi medio siglo. Para colmo de desventura de la España, dejaba por sucesor aun niño de cuatro años, enfermizo y delicado (después el mezquino Carlos II, conocido en la historia con el apodo de el Hechizado), y bajo la tutela de su madre la reina viuda doña María Ana de Austria.

Conocidos son los sucesos ocasionados durante aquella larga y turbulenta minoría, con motivo de la privanza y valimiento que la Reina gobernadora dispensó primero a su confesor el padre jesuita Everardo Nithard, y luego a D. Fernando de Valenzuela, combatidos ambos arrogantemente por el príncipe D. Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV. En estas turbulencias, que agitaron durante algunos años a todo el reino, tocó representar a Madrid una parte principal, como tomando la iniciativa o sosteniendo enérgicamente las agresiones y motines preparados por el príncipe D. Juan contra ambos validos, hasta derrocarlos, y a la misma Reina madre, cuya desgraciada gobernación terminó con la menor edad de su hijo D. Carlos, que, bajo la influencia, o más bien bajo la autoridad de su hermano D. Juan, tomó las riendas del Gobierno en 1677, en que cumplió los catorce años. Pero las desdichas del país no por eso terminaron, ni siquiera se contuvieron en la rápida pendiente a que las impulsaba la mala gobernación. Mal miradas o perseguidas las ciencias, descuidada la educación del pueblo, patrocinado el empirismo y la codicia de los asentistas extranjeros, ofuscadas las imaginaciones por la ignorancia, el fanatismo o la intriga, y descuidados y hasta olvidados los principios más sencillos de una buena administración, poco o nada pudo hacer el príncipe D. Juan en la corta época que bajo el nombre de Carlos II gobernó el reino, como ni tampoco este desdichado Monarca, luego que se desprendió de aquella segunda tutela.

La capital del reino, fiel trasunto y emblema, en todas ocasiones, del estado próspero o adverso del país, siguió presentando el aspecto más triste y deplorable. Su administración embrollada y nula, su población menguada por la miseria, su vitalidad amortiguada y embrutecida por el fanatismo y la ignorancia, destruida y aniquilada su riqueza o sumergida en el abandono y la desidia de un pueblo estúpido e indolente. Ofuscadas las artes o corrompidas por el mal gusto que difundió su dañada semilla por todos los ramos del saber, sólo ofrecía Madrid espectáculos ominosos, edificios mezquinos y escritos extravagantes. Las únicas mejoras materiales que recibió en aquella época fueron la suntuosa capilla de San Isidro, en la parroquia de San Andrés; la casa Real de la Panadería, en la Plaza Mayor, renovada con motivo de haberse quemado este lienzo de la plaza, y el arco de la Armería; todas las demás obras de aquella época desdichada fueron dignas por cierto de ella y de la grotesca imaginación de los Donosos, Churrigueras y otros arquitectos semejantes, que en tal tiempo empezaron a lucir su peregrina habilidad.

La salud del Rey se debilitaba al mismo tiempo que la monarquía; los conjuros o exorcismos más extravagantes, las penitencias y rogativas más señaladas, los tremendos y memorables autos de fe de 1680, y otros, en que desplegó todo su rigor e imponente aparato la suprema Inquisición, nada fue suficiente para alejar del ánimo y de la doliente imaginación del Monarca los pretendidos espíritus malignos de que se creía apoderado, hasta que, resintiéndose cada vez más y más su débil complexión a impulsos de esta congoja, llegó a enfermar gravemente en 1696, y empezó a ocupar la atención de los políticos la sucesión posible a la corona de España por falta de descendencia directa de Carlos. Madrid, con este motivo, llegó a ser el centro de las intrigas y manejos de las cortes extranjeras, sostenidas respectivamente por sus representantes en ella y por los principales magnates del país, inclinados unos a la dinastía austríaca, y otros a la francesa de Borbón, entroncada con aquélla por el matrimonio de la hermana de Carlos II con Luis XIV. En tanto, el pueblo madrileño, que no se había mostrado parte en esta cuestión futura, la tomó, y grande, en la presente del desgobierno, miseria y abatimiento general; y un día de 1699, con pretexto del encarecimiento del pan, acudió en tumultuoso desorden bajo las ventanas del Real Alcázar, pidiendo, o más bien ordenando, al Monarca pusilánime que despertase de su letargo y acudiese a remediar las públicas necesidades. Carlos II apenas tuvo fuerzas para otra cosa que para conjurar aquella nube tumultuaria y hacerla descargar contra su ministro el Conde de Oropesa, quien, por fortuna, pudo escapar de las iras del pueblo madrileño. Por fin, viéndose Carlos cerca va del sepulcro, ordenó su fumoso testamento, en que designaba por su heredero al nieto de Luis XIV, Felipe, duque de Anjou, y falleció en el primer día de Noviembre de 1700, dejando a la nación, por último regalo de su impotencia, el triste legado de una guerra civil y europea.

Aquí debiéramos terminar esta Reseña histórica, como destinada a servir de introducción a los paseos que vamos a emprender por el antiguo Madrid; pero los graves acontecimientos políticos, y las radicales alteraciones que han sido su consecuencia en estos dos últimos siglos, borraron de tal modo en nuestra capital las huellas de los anteriores, imprimieron tan nuevo carácter a su fisonomía material y a su condición civil, que necesariamente, y aunque no sea más que para la inteligencia y explicación lógica de aquellas trasmutaciones, que hemos de señalar en el curso de nuestros paseos, nos vemos precisados a extralimitarnos, haciendo una excursión en la historia del…

MADRID MODERNO

(SIGLO XVIII)

Hemos recorrido, aunque ligeramente, y según lo ha permitido la índole y forma de esta reseña, las diversas fases políticas y materiales de nuestra villa de Madrid desde los tiempos más remotos hasta fines del siglo XVII; la hemos contemplado en su humilde origen, y creciendo después en importancia, hasta el punto de merecer el insigne honor de ser escogida para corte Real y capital de la monarquía española; deteniendo más particularmente nuestra consideración en aquellos siglos XVI y XVII, en que bajo este concepto representó tan importante papel en Europa, como centro del poder y grandeza de los monarcas de la dinastía austríaca. Hemos visto también que, a pesar de que éstos quisieron enaltecerla con el pomposo título de capital de dos mundos, no acertaron, sin embargo, a darla apenas ninguna de las condiciones necesarias a un pueblo tan principal; y como los tesoros del Nuevo Mundo y el inmenso poderío de los Carlos y Felipes, y sus arrogantes validos los Lermas y Calderones, Olivares y Oropesas, Nitardos y Valenzuelas, apenas dejaron otras señales de su paso por Madrid, que la inmensa multitud de iglesias y monasterios con que cubrieron la tercera parte de su suelo[30].

En punto a la organización administrativa, a su fomento material, a su comodidad, su policía y ornato, la vimos permanecer durante siglo y medio, después de recibir la alta investidura de corte, no sólo inferior a esta elevada categoría, sino también muy por bajo de varias de nuestras ciudades de provincia. De todo ello dan cumplido testimonio los escritos de aquel tiempo, que podríamos extractar, si creyésemos oportuno detenernos más en aquella enojosa exposición.

Cúmplenos ahora más grata tarea, que consiste en consignar que sólo al empezar con el siglo XVIII la nueva dinastía de Borbón, acertó a comprenderse la importancia y la necesidad de dotar a la corte de grandiosos edificios de decoroso ornato y de establecimientos de ilustrada administración. El nieto de Luis XIV, aquel joven animoso, nacido y criado en la esplendente corte de Versalles, pudo y debió echar de menos su magnificencia y halagos, cuando atravesando yermas campiñas, miserables aldeas y escabrosos caminos, llegara a verse encerrado en el vetusto y desmantelado Alcázar de Madrid, o recorriese las calles tortuosas, sombrías y eriales, su miserable caserío, sus débiles cercas y puertas, sus incultos paseos, su carencia de fuentes y monumentos públicos, de todo ornato, en fin, y policía de comodidad; y no podría menos de reír al leer los hiperbólicos encomios de los Dávilas, Quintanas, Pinelos y Nuñez de Castro sobre las grandezas de esta villa, que entusiasmaban a los unos, extasiaban a los otros, y hacían prorrumpir al último en su donoso libro, titulado «Sólo Madrid es corte».

El hecho es que, considerado bajo el aspecto material y de cultura, sólo llegó a serlo desde el advenimiento de la augusta casa de Borbón. Felipe V, que pagó la decidida afición de este pueblo hacia su persona, por lo menos con otra igual, dio el impulso y los primeros e importantes pasos en el camino de su regeneración. Vamos, pues, a consignarlos; pero como la historia política de su reinado está tan enlazada con la suerte de Madrid, a quien cupo en ella tanta parte, necesariamente habrá de ocuparnos antes, siquiera sea brevemente, su indicación.

Felipe de Borbón, aclamado en Madrid por rey de España a consecuencia del testamento de Carlos II, hizo su entrada pública en la capital de la Monarquía el día 14 de Abril de 1701, y en este mismo año celebró su casamiento con la princesa doña María Luisa Gabriela de Saboya; pero declarada la famosa guerra de Sucesión, a causa de pretender la corona de España el Emperador de Austria para su hijo el archiduque Carlos, fue reconocido éste por otras potencias y por los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, de que se apoderó el ejército inglés y portugués, mandado por el mismo Archiduque. Por consecuencia de las alternativas de esta sangrienta guerra, en que las armas de Felipe, victoriosas unas veces, eran vencidas otras, fue invadido Madrid por primera vez por tropas extranjeras, entrando en 1706 las inglesas y portuguesas, mandadas por Galloway y el Marqués Das Minas; y habiéndose la Reina y la corte retirado a Burgos, los ingleses y portugueses proclamaron en Madrid al Archiduque. Pero muy luego, atacados con intrepidez por los mismos madrileños, viéronse obligados a retirarse y entregar el Alcázar: a pocos días volvió a entrar Felipe, que fue recibido con el mayor entusiasmo; y dejando por regente a la Reina, marchó a tomar el mando del ejército. Las batallas de Almenara y Zaragoza; perdidas por éste, pusieron a los aliados en disposición de internarse de nuevo en Castilla en 1710; Felipe salió con la corte a Valladolid, y fueron seguidos de más de treinta mil moradores de Madrid, después de lo cual volvió a entrar el Archiduque: pero la repugnancia del pueblo madrileño hacia su persona era tal, que no viendo Carlos gente en las calles ni en los balcones, al llegar a la Plaza Mayor y portales de Guadalajara, se volvió por la calle Mayor y de Alcalá, diciendo que Madrid era un pueblo desierto; y apenas él y su ejército habían dejado estas cercanías, oyeron el ruido de las campanas, fuegos y regocijos con que celebraba la villa la nueva proclamación de Felipe V, que volvió a entrar en 13 de Diciembre del mismo año, en medio del entusiasmo universal. Poco después las batallas de Brihuega y Villaviciosa aseguraron en la cabeza de Felipe la corona de España.

Un siglo nuevo, y con él una nueva era de progreso y cultura se inauguraba, en fin, para la nación con el cambio de dinastía, completamente distinta en origen e inclinaciones de la que acababa de regirla. Durante el último periodo de ésta había pasado el país por el angustioso de una larga minoría, por el desdichado gobierno de un monarca enfermizo y pusilánime, último vástago masculino y directo de la gran estirpe de Carlos V; una larga y complicada guerra civil y europea, durante catorce años, había después yermado nuestras ciudades, asolado nuestros campos, y apartado de las artes, de las ciencias y las letras a una generación qué sólo parecía llamada a pelear. Por fortuna, y a pesar de tantos desastres, y a vueltas de las considerables pérdidas materiales de territorio, que fueron consecuencia de aquella lucha encarnizada, de aquel cambio de dinastía, quedaron todavía unidas al imperio español preciosas y dilatadas regiones en uno y otro hemisferio, que bien regidas, como toda la monarquía, por la vigorosa mano de Felipe de Borbón (el Animoso) en el largo período de aquel primer medio siglo, pudieron caminar a un alto grado de esplendor y de prosperidad, pudieron devolver al cetro español una parte del brillo y poderío que ostentara en las manos del segundo de los Felipes.

A la sombra de la paz, y correspondiendo a los generosos instintos e ilustradas miras de un buen monarca, las artes, las ciencias y las letras, que casi habían desaparecido en el último tercio del siglo anterior, bajo el cetro de El Hechizado, tornaron a aparecer en nuestro suelo; y si bien habían perdido su original y espontánea lozanía, venían ahora engalanadas con el clásico colorido de la corte del gran rey que desde las orillas del Sena dictaba el movimiento político e intelectual de Europa y daba nombre a su siglo. El nieto de Luis XIV, colocado en el trono español por las simpatías y el ardimiento de sus pueblos; nacido y criado en la ilustrada corte de Versalles, dotado de gran energía y varonil esfuerzo, de talento y probidad, y dominado, en fin, por el sentimiento de gratitud y amor hacia un pueblo que tan leal se le había mostrado, no pudo menos de corresponder con toda su solicitud soberana a las legítimas esperanzas fundadas a su advenimiento al trono español; y efectivamente, no sólo supo conquistar hasta el último corazón de los que ofuscados le negaron en un principio la obediencia; no sólo terminó personalmente una guerra tan delicada y desastrosa, haciendo reconocer su corona por todas las potencias de Europa, sino que acertó a curar las profundas llagas abiertas por las pasadas calamidades; estableció un buen sistema administrativo y económico; procuró aliviar las cargas públicas; creó y sostuvo un brillante ejército y una respetable marina, y protector especial Je las ciencias y de las artes, fundó academias encargadas de restaurarlas, y atrajo a su corte célebres artistas, que volviesen al buen gusto él imperio, que Labia perdido a impulsos de la ignorancia y la osadía.

La construcción de más importancia en Madrid, durante bu reinado, fue la del suntuoso Palacio Real, levantado de nueva planta por su orden, a consecuencia de haberse incendiado en la Noche Buena de 1734 el antiguo Alcázar de Madrid. Sabido es que este ilustre monarca, deseoso de edificar para los reyes de España una morada digna de su grandeza, y considerando el lamentable estado a que había llegado el arte en nuestro país por aquella época, llamó para encargarse de esta importantísima obra al abate Jubara, célebre arquitecto de Turín, el cual proyectó un modelo de palacio gigantesco y magnífico, que, reducido después a menores proporciones, fue llevado a efecto bajo la dirección de D. Juan Bautista Saqueti, su discípulo, y es el que hoy existe. La grandeza de la capital y el buen gusto del arte recibieron, sin duda alguna, un notable refuerzo con esta bella obra; mas, por desgracia, el empeño de Felipe de hacerla levantar en el mismo sitio que ocupaba el antiguo Alcázar, malogró el pensamiento de Jubara, que era el de colocarla a la parte Norte de Madrid, hacia la puerta de San Bernardino, y transformar la montaña del Príncipe Pío en magníficos jardines reales. Esto, sin duda alguna, hubiera llamado la población hacia aquella parte, permitiéndola extenderse luego por todos los terrenos que median entre dicho portillo y la Fuente Castellana, y regularmente, de este modo, Ja apremiante necesidad hubiera adelantado más de un siglo la traída de las aguas suficientes a aquellos contornos, y la ampliación consiguiente de Madrid.

Pero, en fin, ya que así no se hizo, y ya que el distinguido Saqueti, siguiendo las órdenes del Rey, colocó su bello palacio en el punto elevado y pintoresco que ocupa, habría sido de desear que el mismo Monarca, o sus sucesores, que continuaron aquel edificio (el cual no estuvo habitable hasta 1764, reinando ya Carlos III), hubiesen adoptado o procurado llevar a cabo el plan magnífico de obras contiguas a él, que presentó el mismo Saqueti, y que original se conserva en el archivo de la Real casa[31]. Consistían éstas en prolongar ambas alas de la fachada del Mediodía con dos pabellones (de los cuales hay uno concluido), continuando luego con terrazas sobre galerías de arcos, y en llegando al edificio de la Armería, suponiendo que desapareciera éste, cerrar la plaza con una gran verja; la galería de la izquierda contendría el cuartel para la guardia, y la de la derecha, abierta con vistas al campo, se había de continuar luego hasta la misma altura, con dobles arcadas, atravesando por medio de un extenso puente la cuesta de la Vega y la calle de Segovia hasta las Vistillas de San Francisco, con lo cual, no sólo se establecía la necesaria comunicación entre ambos extremos de Madrid, sino que se daba a éste un ingreso y vista asombrosos. Detrás de esta galería magnífica, y hacia donde ahora está la plazuela de Santa María, descollaba, según el plan de Saqueti, la elevada cúpula de una hermosa iglesia catedral, un teatro, biblioteca Real, casas de oficios y otras bellas construcciones en todo lo que es hoy plaza de Oriente, con que quería dotar Saqueti las inmediaciones de la Real morada, y que formando un magnífico conjunto con el palacio, enaltecía en extremo aquellos sitios y daba a la capital del Reino un aspecto sorprendente.

Al mismo tiempo que la obra colosal del Real Palacio, se emprendieron y llevaron a cabo por Felipe las importantes del puente de Toledo, el Seminario de Nobles, el teatro de los Caños del Peral, los nuevos del Príncipe y el de la Cruz, la iglesia de San Cayetano, la de Santo Tomás, el Hospicio, la Fábrica de Tapices y otros varios edificios de consideración; si bien en todos ellos, así como en las fuentes públicas de la Puerta del Sol, Antón Martín, Red de San Luis y otras, se echó de ver el extravagante gusto peculiar de sus directores los Churrigueras, Riveras y otros a este tenor, que aun duraban de la desdichada época anterior.

La fundación de las Reales Academias Española y de la Historia, la de la Biblioteca Real, el Gabinete de Historia Natural y otros establecimientos científicos y literarios, la del Monte de Piedad, hospicios, hospitales y otros institutos de beneficencia, todas estas ventajas debió la corte española al feliz reinado del primer Borbón; y al terminar, en fin, su larga y gloriosa carrera en 1740, pudo legar a su hijo y sucesor Fernando VI un reino tranquilo y obediente, un tesoro desahogado, un pueblo pacífico y animado por las ideas más nobles de patriotismo y honradez.

FERNANDO VI

Durante el corto, pero tranquilo reinado del piadoso Fernando, germinaron estas ideas; la paz y la abundancia hicieron sentir sus beneficios; los pueblos, desahogados de graves atenciones, pudieron atender a sus necesidades y mejoras. A la ilustrada y enérgica voz del ministro Marqués de la Ensenada, se alzó en nuestros puertos una nueva y poderosa armada; abriéronse muchas y fáciles comunicaciones, entre las cuales es muy señalada la magnífica entre ambas Castillas por el puerto de Guadarrama, vecino a Madrid; fundáronse algunos establecimientos importantes, tales como el Pósito, los hospitales generales y Escuelas Pías. Creóse la Academia de Nobles Artes de San Fernando, y se levantaron algunos edificios notables, entre los que sobresale por su grandiosidad el suntuoso monasterio de las Salesas Reales. Protegida decididamente la ilustración, combatidos, hasta donde la época lo permitía, los errores, se prepararon, en fin, los medios y la opinión a la nueva era de cultura y de prosperidad que había de llegar a tan grande altura bajo el reinado siguiente.

Todas estas ventajas trascendentales al reino entero se reflejaban naturalmente, en ambos reinados de Felipe y de Fernando, en la corte y capital de la monarquía española; pero como el error había echado tan hondas raíces, nada hay que extrañar que tardaran muchos años en alcanzar éxito feliz los sacrificios hechos para combatirle. Fijando, pues, por ahora nuestras miradas en esta última época, trataremos, según nuestro propósito, de examinar la fisonomía o aspecto material de Madrid antes de la ilustrada administración del inmortal Carlos III.

Nuestros lectores han visto en los párrafos anteriores cuál era éste durante el reinado de Felipe IV, cuando ya llevaba una centuria con el carácter de corte; ahora nos cumple trazar el que presentaba desde 1746 a 1759, que ocupó el Trono español Fernando VI. Para la posible exactitud de aquel cuadro, tuvimos a la vista el gran Plano topográfico de 1656, en que se halla retratada minuciosamente esta capital. Hoy, para ofrecer a nuestros lectores una pintura semejante (aunque a un siglo de distancia de aquella época, y otro de la actual), podemos disponer de otro documento aun más explícito y acabado, que debe Madrid al ilustrado gobierno de Fernando el VI, aunque no fue terminado en sus días.

Titúlase Planimetría general de la villa de Madrid, y visita de sus casas, asientos y razón de sus dueños, sus sitios y rentas, formada de orden de S. M. por la Regalía del Real Aposento de Corte, a virtud de Real cédula, fecha en San Lorenzo a 22 de Octubre de 1749, refrendada por D. Cenon Somodevilla, Marqués de la Ensenada. Este magnífico trabajo, en que tomaron parte como arquitectos de la Real Hacienda y de la villa D. José Arredondo, D. Ventura Padierna, D. Nicolás Churriguera, D. Fernando Moradillo y D. Francisco Pérez Cobo, está autorizado por D. Manuel Miranda y Testa, visitador del Real aposento, y D. Miguel Fernández, teniente Director de la Academia de San Fernando y arquitecto de Palacio, y no quedó terminado hasta 1767. Verificóse por ella la numeración de las casas de Madrid (de que hasta entonces carecieron), dando un resultado de 7.049 casas, contenidas en 557 manzanas o grupos de ellas; midióse exactamente el perímetro de cada casa, señalando su figura topográfica en la proporción de la escala 1/300 y hasta indicando en los planos, por medio de diversos colores, el estado de la conservación de cada edificio en aquella época; y aparte de los planos, se consignó en un Registro general el resultado de estas mediciones, el valor de cada casa en renta, el origen y trasmisiones de su propiedad, y la cuota de su gravamen por razón de Aposento, cuyas preciosas noticias se han continuado hasta el día en los expedientes respectivos, seguidos en la administración de aquel ramo, según la obligación impuesta a cada nuevo poseedor de pasar por aquel registro la adquisición de su propiedad.

Tan precioso trabajo (que probablemente será único de su clase en España) consta de doce volúmenes en marca imperial; los seis primeros comprenden los Planos, y los otros seis el Registro y explicación. De esta excelente obra, hecha modesta, aunque concienzudamente y sin grandes pretensiones, se mandaron sacar por el Gobierno, y existen, tres copias: una para ser colocada en el Archivo de Simancas, otra para la Biblioteca Real, y otra para la de la Academia de Nobles Artes de San Fernando. En cuanto a la villa de Madrid, a quien principalmente interesaba el conocimiento de su topografía y riqueza, no tomó, al parecer, parte en él, y ni aun se ocurrió a su Ayuntamiento el natural deseo y solicitud de obtener para su archivo otra copia o ejemplar de aquella preciosa obra[32].

De este mismo tiempo existe también el primer plano manual de Madrid, por D. Tomás López, y el que publicó el célebre arquitecto D. Ventura Rodríguez en 1760, con lo cual, y los escritos de aquella época, podemos formar una idea exacta del estado topográfico de la villa. En cuanto a su administración y policía interior, existen varios libros impresos, que nos ofrecen datos preciosos para formar un juicio muy aproximado[33]. Sobre todo poseemos un apreciable libro MS. de la época, con el título de Discurso sobre la importancia y las ventajas que junde producir la creación del gobierno político y militar de Madrid nuevamente creado[34], el cual lleva la fecha de 26 de Noviembre de 1746, forma un tomo en 4.º bastante abultado, y parece dispuesto para la imprenta. Con todos estos datos y documentos a la vista, vamos a trazar el cuadro topográfico y civil de Madrid a mediados del siglo XVIII, como ya lo hicimos en el mismo período del anterior.

En primer lugar, vemos que los límites de la villa no habían tenido sustancial alteración desde que por la Real cédula de Felipe IV, expedida en 1625 (de la cual hicimos mención en las páginas anteriores), se mandó al Ayuntamiento proceder a la construcción de la nueva cerca o tapias, eme son las que aun permanecen en gran parte. De modo que la villa de Madrid no ha crecido en extensión en dos siglos y medio, si bien ha aumentado considerablemente en caserío, construyendo en los sitios que entonces estaban solares u ocupados por casas bajas y mezquinas, otros edificios más considerables y con cuatro o cinco pisos de elevación; razón por la cual, sin aumentar su perímetro, ha podido triplicarse su vecindario, y subir de tal modo su riqueza inmueble, que calculados los productos en 1765 (en que se dan a Madrid 7.250 casas), en unos diez y ocho millones de reales, pasan hoy de ochenta los que se regulan para las contribuciones.

Entre las varias causas que, sin duda alguna, contribuyeron a no dejar crecer en extensión a nuestra villa, ya dijimos que puede colocarse la inoportuna medida de su cerca, limitación oficial que posteriormente se fue autorizando más, con la construcción de suntuosas puertas de entrada y la carencia de arrabales extramuros, y redujo a los centros de la población la vitalidad y el movimiento. Los solares (ya mezquinos desde un principio) se subdividieron aun más y más, y crecieron en valor, tan desproporcionado respecto a los distantes de aquel centro, que, según la tarifa inserta en las Ordenanzas de Madrid, de D. Teodoro Ardemans, vemos, por ejemplo, que dándose precio de 88 reales por cada pie superficial en las inmediaciones de la Plaza Mayor, se calculaba a 12 reales en la Puerta del Sol[35], a 4 reales en la calle de Alcalá, frente al Carmen Descalzo, a 6 reales en el medio de la calle de Fuencarral, a 5 reales en la calle de Atocha, hacia los Desamparados, a 4 reales en la Ancha de San Bernardo, y a real y a medio real en las inmediaciones a las puertas de Alcalá, Atocha, Segovia, Toledo, etc.

La misma Regalía de Aposento (que, por otro lado, hizo a Madrid el importante servicio ya indicado de realizar su planimetría y numeración) contribuyó también, como queda también dicho anteriormente, a impedir el desarrollo de la construcción de buen caserío. Esta enojosa gabela, que pesaba sobre los pisos principales, y que se dividía en casas sujetas a huésped, casas reducidas a dinero, y otras compuestas con piezas señaladas para el aposento, y cuyo producto total ascendía a 150.000 ducados anuales, que se distribuían entre la Real servidumbre, los ministros, embajadores, consejeros y otros funcionarios de corte, por consideración de casa o aposento, hizo que el interés, bien o mal calculado, de los dueños de solares los dividiese en pequeños trozos de a mil, de quinientos, de trescientos pies, y en ellos, por sustraerse a aquella contribución, construían casas bajas o de malicia, como se las apellidó por no tener piso principal, y de éstas se componían, hasta fines del siglo pasado, las dos terceras partes del caserío de Madrid[36].

La construcción de este caserío siguió el deplorable rumbo que en los anteriores había tomado desde un principio, y gracias por un lado a las poderosas causas anteriormente indicadas y al sórdido egoísmo de los dueños, y merced también a la ignorancia o mal gusto de los arquitectos, las calles de Madrid continuaron presentando el agrupamiento más discordante de casas altas y bajas, extensas y diminutas, y ridículas fachadas del peor gusto posible. Nada de desmontes o rellenos oportunos para disimular los desniveles de las calles; nada de alineación ni de proporciones en la altura de las casas; nada de ensanche de la vía pública, ni de disminución o remedio de sus tortuosidades, ni de conveniente formación de anchas plazas y avenidas de elegante perspectiva; nada, en fin, de ornato exterior ni de comodidad interior para el vecindario.

Si de la inspección material pasamos ahora a la de su administración y policía, aun habremos de reconocer que, sean cualesquiera los errores de la actual generación, sabe mejor que las anteriores procurar aquellas comodidades y halagos que embellecen algún tanto la existencia del hombre en sociedad, y a que tiene derecho, a cambio de las penalidades a que la civilización por otra parte le sujeta.

Todavía hemos alcanzado a comprender en algunas de nuestras ciudades y villas, especialmente de Castilla la Vieja, Extremadura y Galicia, el espectáculo que podría ofrecer un pueblo en los tiempos primitivos, o por lo menos de la Edad Media, abandonado absolutamente al instinto individual de sus moradores, desnudo absolutamente de todas las condiciones de comodidad y aseo, y desprovisto, en fin, de todo cuidado y auxilio de parte de la pública administración; a no ser así, no podríamos formar una idea, siquiera aproximada, del aspecto miserable de la villa imperial y coronada de Madrid, no sólo al tiempo del establecimiento de la corte en ella, a mediados del siglo XVI, sino dos centurias después, a la mitad del siglo XVIII, a que ahora alcanza nuestra revista retrospectiva.

Aquellas calles estrechas, tortuosas y costaneras apenas podían decirse empedradas, si hemos de atender a los términos en que hablan de ello los escritos de la época, y especialmente las ordenanzas e instrucciones de 1745 al 47, y hasta el reinado de Carlos III, que adoptó y llevó a cabo en 1761 el proyecto del ingeniero Sabatini para el empedrado y limpieza de Madrid, que mal o bien llegó a establecerse en los términos, bien mezquinos por cierto, en que aun le hemos conocido a principios del siglo actual. La numeración de las casas tampoco se verificó hasta 1751, pero entonces lo fue por el mal sistema de dar vuelta a la manzana, que ha durado hasta nuestros días, y ocasionaba tan considerable embrollo por la coincidencia muy frecuente de los mismos números en una calle. No existían apenas sumideros ni alcantarillas subterráneas para la necesaria limpieza; las inmundicias que arrojaban de las casas por las ventanas y las basuras amontonadas en las calles convertían a éstas en un sucio albañal. No había más alumbrado que el de algunas luces que se encendían a las imágenes que solía haber en las esquinas, o tal cual farolillo que se colgaba de los cuartos principales de las pocas casas que los tenían y cumplían con los bandos que lo mandaban. Las fuentes públicas, pocas y escasas; los mercados, reducidos a los miserables tinglados y cajones de la Plaza Mayor, de la Cebada, de Antón Martín, Red de San Luis, y algunos puestos y tiendas ambulantes en las esquinas, apellidados bodegones de puntapié, desprovistos todos hasta de lo más preciso, y sujeto el vecindario a los abastos y tasas y a acudir a los sitios privilegiados donde se despachaba el pan, la carne y los demás alimentos en limitadas proporciones y a los precios del abasto. Por consecuencia de todo aquel desorden y abandono, las calles, inundadas de mendigos de día, de rateros por la noche, sin verse el transeúnte protegido por los vigilantes o serenos (que no se crearon hasta el reinado de Carlos III) ni ninguna otra precaución de parte de la autoridad. Todo aquel que, por necesidad o por recurso, había de echarse a las calles después de cerrada la noche, tenía que hacerlo bien armado y dispuesto ademas con el auxilio de alguna linterna; y las señoras que iban en sillas de manos a las tertulias, debían hacerlo precedidas de lacayos con hachas de viento, para apagar las cuales solía haber, en las puertas y escaleras de los grandes señores, cañones o tubos de fábrica en forma de apagador, de que aun quedaba una muestra en la casa del señor Marqués de Santiago, hoy Casino, en la Carrera de San Jerónimo.

Mas para completar el cuadro del estado lamentable de la policía urbana de Madrid en aquella época, dejemos hablar al anónimo autor del manuscrito oficial ya citado, el cual, con fecha 19 de Noviembre de 1746 (el mismo año en que entró a reinar Fernando VI), la reseñaba magistralmente en su extenso informe al nuevo Gobernador, en estos párrafos, que tomamos al acaso:

«Dicen los que han viajado por las cortes extranjeras, que en algunas nunca hay noche, porque jamas oscurece, tanto es el cuidado de suplir con luz artificial la falta de la del sol. El pensamiento es muy racional y muy cristiano, porque la noche es capa de facinerosos… Esta providencia, que en todas las cortes es muy justa, en la nuestra es sumamente necesaria, porque en ésta, más que en otra alguna, son frecuentes los robos y los insultos, y la lobreguez ayuda para ellos; también favorece a la lascivia, y nuestra corte está en este vicio lastimosa. En atención a esto, se tomaron, algunos años há, distintas disposiciones; mas todas fueron inútiles; se echaron bandos, mas siempre sin efecto, porque se burló de las disposiciones la inobediencia, o fue un remedio insuficiente. Mandose poner faroles en los balcones de los cuartos principales, y solia haber tanto claro entre uno y otro farol, que en poco se remediaba la oscuridad[37]. Los pobres que no puedan costear esta luz están, por su pobreza, exentos de la ley, y sea por esto o por aquello, o que se procedió con descuido, no tenía Madrid más luz que la del dia, y por la noche apenas se distinguía de una aldea. Para ocurrir a una fealdad tan perniciosa a las costumbres y seguridad pública, pudiera imitarse la práctica de París, donde cuelgan los faroles en distancias proporcionadas, y queda la villa, no solamente lucida, sino segura. Esto puede verificarse por asiento», etc.

«La limpieza de la corte se ha hallado hasta aquí como imposible, porque aunque se han presentado varios provectos para su logro, no han tenido efecto alguno, y por esto no solamente es Madrid la corte más sucia que se conoce en Europa, sino la villanías desatendida en este punto de cuantas tiene el Rey en sus dominios, y es hasta vergüenza que, por descuido nuestro, habite el Soberano el pueblo menos limpio de los suyos». (Aquí se extiende el autor en consideraciones sobre las malas consecuencias de tal desaseo para la salubridad pública, y otros perjuicios, entre los cuales enumera el que el aire inficionado toma y tiñe la plata de las vajillas, los galones y los bordados de los trajes, diciendo con mucha candidez): «Un vestido de tisú, que en otro pueblo pasará siempre de padres a hijos, en Madrid debe arrimarse antes del año, y hacerse otro, porque con la mayor brevedad deja de ser tisú, y es un tizón».

«Hace sucio a Madrid lo que se vierte por las ventanas (continúa nuestro discreto y anónimo escritor de 1746, y dícese que es muy difícil remediarlo; pero no confundamos lo difícil con lo imposible, y tengamos presente que si se quisiese de veras, se puede remediar; la prueba evidente es que en otros pueblos no hay esta suciedad. Sin embargo, haciéndome cargo de lo arduo de esta empresa, diré que, aunque ninguno hay que no desee la limpieza de Madrid y vitupero su piso y empedrado, estos mismos, si se los incomoda con el gasto o con la obra, serán los mayores impugnadores de su remedio. Muchas cosas, sin embargo, se pierden, no porque no las podamos alcanzar, sino porque no las osamos emprender, y todo lo puede vencer el espíritu y la perseverancia de un ministro sostenido por la voluntad de su Rey, y a la verdad el que consiguiese el fin sería digno de inmortal alabanza, porque sería hacer corte a Madrid Comprendiendo esta importancia, Sevilla, Toledo, Valencia y otras ciudades han tomado tales providencias, que sólo por noticias de Madrid conocen la inmundicia; pues ¿por qué no imitaremos su buen gusto, teniendo tan cerca de nosotros mismos el ejemplo?». (El autor se extiende luego en tratar de este ramo de policía de las ciudades, recordando y describiendo las cloacas máximas de Roma, los comunes públicos y sumideros de Sevilla, las alcantarillas de Toledo, y las grandes obras subterráneas de Valencia, y propone, en su vista, los remedios convenientes para imitar respectivamente en los diversos sitios de Madrid obras análogas, con lo que podía prohibirse en adelante verter a las calles, y sí sólo por los comunes y pozos de las casas, poniéndose en comunicación con aquéllas, concluyendo sus juiciosas observaciones con estas palabras): «Bien conozco que para todo esto es menester mucho; pero lo que no se emprende no se logra, lo que no se empieza no se acaba».

Trata después de los caminos del término y de los paseos extramuros de Madrid, y de todas sus indicaciones se deduce la carencia absoluta de ellos, y que el acceso a la capital del Reino por todos lados era obra verdaderamente de ánimos heroicos. Las escarpadas cuestas sobre que asienta el Real Palacio, la de la Vega, la de las Vistillas y del puente de Toledo, estaban, a lo que se infiere del dicho del autor, poco menos que inaccesibles a seres humanos; no existían ningunas de las cómodas bajadas, caminos y paseos que hoy las facilitan y trasforman; tampoco las que dan vuelta a Madrid por toda la Ronda estallan desmontadas, y a la salida de la puerta de Atocha no había tampoco el paseo llamado de las Delicias, y sólo sí el asqueroso arroyo o manantial que venía descubierto por todo el Prado viejo desde la Fuente Castellana; quéjase además el autor de que a dicha salida de Atocha, hacia los hospitales, se arrojaban o depositaban los escombros de las obras, formando tales alturas, que estrechaban y reducían a un callejón el camino real. Tampoco existía el Canal de Manzanares, ni había sobre el río mas que los dos puentes de Segovia y de Toledo. Desde el Retiro a la Montaña del Príncipe Pío no había tampoco paseo alguno, ni más camino que el de Alcalá y el de Francia. Tampoco se había abierto aún la bajada al rio por la cuesta de Areneros, ni los paseos de la Florida, Nuestra Señora del Puerto y bajada de San Vicente. Por todo recreo y desahogo quedaba a los tristes habitantes de Madrid el paseo del Prado viejo, en los términos en que a su tiempo le describiremos, y los jardines del Buen Retiro, aunque éstos, más que paseos públicos, tenían entonces el carácter de parques y dependencias del Real Sitio, en que casi constantemente residió durante su reinado Fernando VI.

Siguiendo luego nuestro autor su apreciable revista, trata del empedrado, diciendo: «También el empedrado de la corte está tenido por una de las grandes dificultades; pocas o ninguna habrá que tengan para ello situado tan crecido, y sin que nada le baste, está una mitad mal empedrada, y la otra sin empedrar. Pónense las puntas hacia arriba, porque suponen que se quebrantarían las piedras si las pusieran en otra forma; pero siendo esta forma tan ofensiva a los carros de las bestias, vienen a causar su estrago. Aun todo se pudiera tolerar si no padeciese también la gente de a pié; pero se lamentan a todas horas de tener los pies mortificados, por caminar por suelos puntiagudos, de que se originan molestias que, si no matan, atormentan. Lo peor es que ni aun a este coste se logra el intento, porque siempre tiene el suelo muchos claros. De todo esto tiene la culpa la mala piedra que se gasta, y el abuso que he observado algunas veces de componer las calles con las piedras que se encuentran, sin traer otra alguna, supliendo con tierra la falta de ellas; pero si en esto se imitase la moda de París, nos fuera más útil y cómodo que imitarla en la moda del vestido. Usanse allí, y en algunas calzadas, caminos de Francia, una piedra de figura cuadrada, del tamaño de un pié, y las colocan tan perfectamente unidas, que parecen sólo una, pero con una aspereza tan a propósito en su superficie, que siendo muy suave para la gente de a pié, es bastante detención para que los caballos no puedan resbalar. No sucede con aquellas piedras lo que con las que usamos en España. Con éstas se ve que en quitándose una de su lugar se lleva otras muchas tras sí, por falta de trabazón; con aquéllas sucede que, en quebrantándose una, se pone otra, sin que padezcan las compañeras; y tiene otra utilidad más este modo de empedrado, y es que gastada una piedra por un lado, se pone por el otro, y vuelve a servir de nuevo, de forma que en la conveniencia y en la duración lleva muchas ventajas al nuestro este modo de empedrar. Si esto pareciese de excesivo coste para Madrid, háganse a lo menos los empedrados por cajones, con piedras más grandes que las que hoy se usan, las puntas hacia abajo y los anchos arriba, bien unidas y de la aspereza que se ha dicho, y puestas así en buena forma las calles, dése en arriendo la contribución de ellas», etc.[38]

Tras de estos radicales defectos de que adolecía la policía urbana de Madrid en el pasado siglo, y como si ellos no bastasen para hacerla indigna morada de los monarcas, corte y gobierno de sus dilatados reinos, todavía describe el autor otros abusos escandalosos, que acababan por darla el aspecto de una aldea miserable, o más bien de una hurgada del interior del África. Sirva de muestra el siguiente, que escogemos entre otros por no cansar la atención del lector:

«Para que sea una corte embarazosa, le basta su numerosa gente, sus carrozas, sillas de mano y coches; este es un embarazo tolerable; pero Madrid tiene otros muchos que por ningún caso toleraría la policía de otros pueblos. Los cerdos que llaman de San Antón se han hecho famosos por la atención que han merecido, no solamente a la corte, sino aun a la Real Cámara por vía de patronato. Ellos se pasean en crecidísimo número por el lugar, sin límite conocido de jurisdicción, y sin que sus dueños (que son los padres de San Antón Abad) tengan para ello más que un privilegio mal entendido, según dice la sala de los Alcaldes, porque sólo se extiende su facultad a pastar en las dehesas de Madrid. Los inconvenientes de este abuso son tan abultados, que no es menester decirlos, porque todos vemos que con ellos no hay empedrado seguro; porque, revolcándose en la hediondez, hacen todavía peor el mal olor de Madrid; porque, acosados y huyendo de los perros, hacen caer a muchos; porque, introducidos entre las mulas de los coches, hacen muchas veces que aquéllas se disparen; y en fin, por otras perjudiciales resultas, que a ría razón evitar. Los tales cerdos privilegiados acuerdan (acarrean) los chirriones, que sin duda se conservan por anticuados; éstos, destrozando los empedrados, producen un ruido insoportable, y parecen estar reducidos a trasportar sólo hasta treinta arrobas, acaso por lo mucho que pesa el carro. Pues ¿para qué se ha de conservar esta antigualla, y no se ha de examinar, oyendo a los peritos, cómo se podía remediar esto y sustituir en su lugar lo que sea más útil? Buena prueba son los carros catalanes, que pocos años ha se introdujeron en la corte, y hoy los usan todos, porque con sus tres mulas, puestas una detrás de otra, y con el auxilio que facilita su construcción, traen de ochenta a cien arrobas cada uno de Barcelona a Madrid», etc.

Entrando, en fin, el autor en más amplias y trascendentales reformas, discurre luego sobre la que cree posible, la traída de las aguas del Jarama a los altos de Santa Bárbara; sobre la apertura del canal de navegación desde Madrid a Aranjuez; sobre la creación de algunos edificios públicos de absoluta necesidad en una corte; sobre el levantamiento (por cierto bien excusado) de una cerca o muralla bastante fuerte; sobre el del puente que atravesando la calle de Segovia, uniese los barrios de Palacio y de San Francisco[39]; sobre el rompimiento de los paseos de alrededor de la villa, y otras obras; y en punto a buena policía, propone, entre otras cosas, la prohibición de la capa y el chambergo, que entonces era de uso casi general; la de llevar más de dos mulas en cada coche o carroza: el planteamiento del servicio de fiacres o coches de plaza, como ya existía en París; la reforma del ramo de abastos de comestibles, como la entendían en su tiempo; la ampliación y conclusión del pósito y albóndiga, y la formación de otros depósitos de aceite y carbón: y para atender a todo ello acude a las sisas de la villa de Madrid. Propone ademas la reforma completa del ramo de hospitales, hospicios y domas casas de Beneficencia; y por cierto con muy preciosas observaciones, que honran al autor de este apreciable trabajo, y que han tardado un siglo entero en obtener su aplicación.

Tal es la luminosa Memoria dirigida al Gobierno de Fernando VI en el primer año de su reinado; mas, por desgracia, no eran aún llegados los tiempos en que en la esfera del Gobierno y de la opinión tuviesen acogida los sanos e ilustrados principios de una culta administración. A pesar del sincero deseo del acierto del Monarca, a pesar de la buena disposición de sus delegados, los errores, los abusos y despropósitos continuaron, como hasta entonces, su desatentada marcha; los escritos y esfuerzos más interesantes hechos para combatirlos fueron olvidados al siguiente día, y la capital del reino poderoso que daba reyes a Nápoles y Sicilia, virreyes a México y Lima, gobernadores a tantos otros pueblos en las cuatro partes del mundo conocido, ofrecía el contraste más extraño y lamentable con la grandeza y majestad de aquellas mismas capitales que de ella recibían las leyes. Y todo esto precisamente en una época en que la paz interior no fue interrumpida por más de medio siglo; en un período próspero y tranquilo, en que, después de colosal impulso dado a nuestra marina y a nuestro ejército, todavía sobraban caudales para hundir las apuntaladas tesorerías, para comprar la paz a todo precio, y para emplear ochenta y tantos millones en la piadosa fundación de las Salesas Reales de Madrid. Debemos, sin embargo, convenir en que este contrasentido entre la paternal solicitud del Monarca y de su Gobierno y sus errores administrativos era hijo de la época, fruto del atraso de las ideas, y de las necesidades posteriores que la mayor ilustración ha creado. Mucho es, sin embargo, para aquella época el que empezaran a sentirse y a reconocerse esas exigencias de la moderna cultura, y mucho es también que en el breve reinado de Fernando el VI se diesen los primeros pasos para satisfacerlas en algún modo.

CARLOS III

Por fortuna de Madrid, al arribar a sus puertas, el día 9 de Noviembre de 1759, el gran Carlos III, para sentarse en el trono español por la muerte de su hermano Fernando VI, hubo de llamar sin duda su ilustrada y soberana atención el repugnante cuadro de una corte tan descuidada; y a la mágica voz con que en su anterior reino de Nápoles supo imprimir su nombre y su grandeza a aquella hermosa capital, supo elevar a Caserta y desenterrar a Herculano, hizo, como a éste, salir a Madrid, si no de sus ruinas, por lo meaos de su letargo; le engrandeció con todos o casi todos los edificios públicos más importantes que hoy ostenta, tales como el grandioso Museo del Prado y las suntuosas fábricas de la Aduana, las puertas de Alcalá y San Vicente, la casa de Correos, la Imprenta Nacional, el Hospital general, el templo y convento de San Francisco el Grande, el Observatorio Astronómico, las Reales Caballerizas, la Fábrica platería de Martínez, la de Tapices, la de la China, y otros ciento; transformó en uno de los paseos más deliciosos de Europa el Prado de San Jerónimo, con sus bellas fuentes; abrió el de la Florida y el de las Delicias; embelleció el sitio del Buen Retiro con suntuosas obras, entre ellas la dicha fábrica de la China (destruida por los ingleses en 1812); abrió el canal de Manzanares y casi todos los caminos que conducen a la capital. Todas estas concepciones de su inteligencia privilegiada y paternal encontraron robusto apoyo e impulso en sus famosos ministros los condes de Aranda y de Floridablanca, en la ciencia y buen gusto de los arquitectos Rodríguez, Villanueva y Sabatini, verdaderos restauradores del arte en nuestra moderna España. De este tiempo data el levantamiento del Plano topográfico de Madrid, por D. Antonio Espinosa, dedicado al ilustrado ministro Conde de Aranda, en 1769, y por entonces Be concluyó la Visita y Planimetría de las casas, emprendida en el reinado anterior.

Llevando Carlos III a más elevado punto sus miras generosas, creó nuestros establecimientos principales de instrucción y de beneficencia, de industria y comercio; fundó Academias y Museos, Colegios y cátedras públicas; estableció el Gabinete de Historia Natural, el Jardín Botánico, el Observatorio Astronómico, la Sociedad de Amigos del País, el Seminario de Nobles, las Escuelas Pías y las gratuitas de instrucción primaria; estableció las diputaciones de caridad, fundó el Banco Nacional de San Carlos y las opulentas compañías de los Cinco Gremios, Filipinas y otras; mejoró considerablemente los pósitos, los hospitales y hospicios, y protegió de todos modos las artes, las ciencias y la laboriosidad.

En cuanto a la comodidad de los habitantes de Madrid, a su seguridad y recreo, ocurrió con el establecimiento de los vigilantes nocturnos (serenos) y el de un regular alumbrado: la limpieza y empedrado de la villa sufrió también una reforma, si no perfecta, por lo menos muy adelantada sobre la que existía; por consecuencia también de sus sabias disposiciones, se reformó el sistema pernicioso de abastos, y consiguió que Madrid estuviese abundantemente surtido de víveres: así como por otras acertadas medidas, dirigidas a la buena administración de la corte, pudo al fin hacer que esta se elevase, si no a la altura de tan gran monarca, por lo menos a la del título de capital, todo esto en pro comunal, y como dice la bella inscripción que D. Juan Iriarte colocó sobre la portada del Botánico: Civium salute et oblectamento.

Las honrosas guerras que sostuvo con más o menos éxito no llegaron a afectar a Madrid, a quien también hizo plaza de armas. Este pueblo, admirador de su monarca, tuvo la honra de poseerle durante su reinado, y sólo extraviado por la intriga política de cierta clase, pudo atreverse a alterar su tranquilidad un domingo de Ramos, 23 de Marzo de 1766, con la célebre conmoción dirigida contra el ministro Esquilache.

Carlos III, llorado de sus pueblos, murió en Madrid en 1788. En esta misma villa Labia nacido, en 20 de Enero de 1716, y ciertamente es reprensible que, después de un siglo de fecha, aun no se ostente en el sitio más privilegiado de Madrid la estatua del noble monarca, su verdadero restaurador.

SIGLO XIX

CARLOS IV

El siglo actual se inauguró, para la capital y para el reino entero, bajo muy tristes auspicios. Al reinado paternal y fecundo del gran Carlos III había sucedido, en los últimos años del anterior, el vacilante de su hijo, cabalmente en un tiempo en que rugía a nuestras puertas el terrible huracán de la Revolución francesa, y era necesario al frente del país un espíritu superior para dominar la crítica situación de los ánimos, y hasta para sacar de ella el mejor partido posible. El bondadoso y tímido Carlos IV no era seguramente este genio privilegiado, y en tan imperiosa situación, en presencia de una revolución exterior amenazadora, de una población ya preparada, por cierto grado de ilustración, de aspiraciones y deseos, a los grandes cambios y reformas políticas; de una generación, en fin, que había crecido y desarrollado su inteligencia a la sombra de los Anuidas y Floridablancas, Feijoos y Olavides, Sarmientos. Campomanes y Jovellanos, Islas y Clavijos, Juanes y Llagunos, Sarmientos y Cabanilles, Montianos y Luzanes, y tantos otros ilustrados ministros y sabios escritores del reinado anterior, no encontró más recurso que abandonar tranquilamente el ejercicio del poder soberano, confiar las riendas del Gobierno en las inexpertas manos de un favorito improvisado, de un joven sin estudios ni experiencia, y reservarse para su tarea ordinaria las brillantes cacerías en los bosques del Pardo y en las florestas de Aranjuez.

Aquel recurso tradicional en nuestros antiguos monarcas, no ofrecía ciertamente al ánimo de Carlos (si consultaba la Historia) ejemplos muy halagüeños de resultado favorable: antes bien, a poco que en ella hubiera meditado, habría conocido los sinsabores profundos, los disturbios y penalidades que a sus remotos antecesores D. Juan el II y D. Enrique IV ocasionaron las fatales privanzas de don Álvaro de Luna y D. Beltrán de la Cueva; y sin ir tan lejos, tenía más inmediatas las de Antonio Pérez, del Duque de Lerma, de D. Rodrigo Calderón y del Conde-Duque de Olivares, bajo el gobierno de los tres Felipes de Austria; de los Nitardos, Valenzuelas y Oropesas, en la minoría y reinado de Carlos II; de las de la Princesa de los Ursinos. Alberoni, Riperdá, Patiño y Farinelli, en los dos primeros reinados de la casa de Borbón. Hasta el mismo de su magnánimo padre ofrecía también en el ministro Esquilache un ejemplo vivo de lo mal que solía recibir el pueblo español esta clase de sustituciones en el ejercicio de la regia autoridad. Y cuenta que, en el caso presente, todavía era más grande la responsabilidad, tanto por recaer tan inesperada renuncia en los hombros de un sujeto absolutamente oscuro, sin antecedentes algunos, y que necesariamente había de chocar con todas las clases del Estado, cuanto porque las circunstancias excepcionales de la nación y las de la Europa entera eran harto más graves y complicadas que las que tuvieron que arrostrar los monarcas anteriores y los validos o favoritos ya indicados.

No es ésta la ocasión, ni nuestra modesta pluma lo consiente tampoco, de entrar de lleno en la historia política de aquel reinado, comprendido entre 1789 y 1808, ni trazar la rápida marcha de los sucesos políticos comunes a todo el reino, ni los errores cometidos por el poder o por la opinión, ni la dirección más o menos acertada que en manos de D. Manuel Godoy, favorito y ministro casi constante de Carlos IV, generalísimo, almirante y príncipe de la Paz, recibieron los negocios públicos; ni las guerras, en fin, más o menos afortunadas, que sostuvo en el exterior contra la República francesa, el Portugal y los ingleses, y sus luchas políticas con el formidable poder de Napoleón, en que vino al fin a estrellarse.

Todo esto no entra en nuestro humilde propósito, limitado a trazar rápidamente la marcha política y social de nuestra villa y corte de Madrid en aquel período; y si lo indicamos someramente, es sólo como punto de vista para colocar nuestro trazado.

La corte de Carlos IV y María Luisa, con su arrogante favorito, su ligereza, su voluptuosidad, sus errores y hasta su inmoralidad, si se quiere, tenía también su lado brillante para la capital; y era la ostentación y magnificencia, la tolerancia y libertad práctica de las opiniones, la ausencia de toda persecución política o religiosa, la protección y el impulso dispensado a las Letras y las Artes por ese mismo Godoy, a quien políticamente pudieran hacerse severos cargos; a quien la mayoría de la opinión aborrecía de muerte; a quien la Revolución y la venganza llevaron a expiar sus faltas en una muerte oscura en país extranjero, al cabo de un destierro de cuarenta años; a quien la historia contemporánea ha estado escarneciendo durante medio siglo por todos los modos posibles con una exageración apasionada y rencorosa.

Sin embargo, en medio de aquellos cargos que pretenden justificarse, no podría sin injusticia negarse a Godoy un grado no vulgar de talento, un espíritu profundamente nacional, un arrojo hasta temerario en acometer grandes luchas, y una sagacidad muy marcada para sostener su poderío y para desconcertar a sus contrarios internos y externos. La lectura y meditación de las Memorias que el mismo Godoy publicó en el destierro, en 1836, son hasta ahora la única historia de aquel reinado; y aunque naturalmente escritas con la parcialidad que es de suponer en el propio protagonista, contestan, a nuestro entender, victoriosamente a muchas de las vulgaridades estampadas por sus implacables acusadores.

Haciendo, pues, más justicia a aquella época y a aquella administración, tan terriblemente atacada, preciso es confesar que a los grandes nombres que ilustraron el reinado anterior y que siguieron brillando en éste, a los Arandas, Floridablancas, Campomanes y Jovellanos, hay que añadir los de los Azaras, Lerenas, Rodas, Espinosas, Saavedras, Soler, Cabarrús y otros muchos en la Administración y en las ciencias políticas; los de Urrutia, Mazarredo, Socorro, la Romana, Ofarril, Castaños, Gravina, Ciscar, Vargas Ponce, Galiano, Churruca y muchos más en el ejército y marina; Forner, Cadalso, Melendez, Iglesias, Cienfuegos, Conde, Moratín y Quintana en las buenas letras; Rojas Clemente, Pavón, Ulloa, Bails, Ortega, Luzuriaga, Badía en las ciencias; Goya, Carmona, Selma, Álvarez, Villanueva, Solá y Pérez en las Bellas Artes. De aquel período datan el inmortal Informe sobre la ley agraria, de Jovellanos; los célebres escritos de Campomanes; las obras científicas de Pavón, Tofiño, Bails, Boules, Antillón, Cabanilles, Rojas Clemente; los atrevidos viajes políticos y científicos de Badía (Alí Bey) en África y en Asia; los de Balmis en América, para la propagación de la vacuna; las obras literarias de Capmani, Marina, Clemencín y Navarrete; la restauración de la poesía lírica castellana por la musa de Meléndez, de Iglesias, de Cienfuegos y de Quintana; la gloriosa creación del teatro moderno por el inmortal Fernández de Moratín.

Todos estos y otros muchos ilustres nombres políticos, científicos, literarios y artísticos menos conocidos, brillaron en todo su esplendor en la corte de Carlos IV; todos disfrutaban del favor del Monarca y del especial del favorito, trabajaban en pro de la ilustración y del buen gusto, bajo los auspicios y muchas veces a impulsos y excitación suya. No sólo protegió las letras y la ciencia con este apoyo en las personas de sus más genuinos representantes, sino que impulsó de varios modos la instrucción pública, creó en Madrid diversos establecimientos científicos, tales como el Depósito Hidrográfico, la Junta de Fomento y Balanza, la Escuela de Ingenieros, la Institución Pestaloziana y el primer Conservatorio de Artes; atacó, aunque disimuladamente, y tuvo a raya el fanatismo y el poderío del poder inquisitorial, la educación frailuna y escasa de los conventos, y la pedantesca de las universidades; combatió las preocupaciones vulgares contra ciertas clases; procuró aliviar en lo posible las cargas públicas, y dando la señal de la desamortización de la propiedad del país (que estaba casi toda afecta a capellanías, memorias y obras pías), abrió un nuevo y esplendente manantial a la riqueza pública y particular.

La capital del reino, sólo con este motivo, pudo asegurar ya su futura renovación; miles de casas raquíticas o ruinosas, afectas a aquellas religiosas fundaciones, fueron vendidas, en los primeros años de este siglo, por disposición del Gobierno de aquella época, preludiando de este modo la completa desamortización religiosa y civil, que más adelante habían de obrar las revoluciones. Y a la verdad que, sin este punto de partida, nada podría hacerse en Madrid, cuyo perímetro en su mitad estaba ocupado, como hemos visto, por más de setenta conventos, sus huertas y accesorios, y el resto lleno de un mezquino caserío (propiedad, en sus cuatro quintas partes, de manos muertas), tolerado más bien que protegido por los verdaderos dueños del territorio.

La Administración pública siguió, sin embargo, poco más o menos envuelta en aquel caos de confusión, en aquel tejido secular y formidable de trabas ingeniosas, que tenían al país envuelto en la impotencia y en la ignorancia de sus propias fuerzas; con su Consejo y Cámara de Castilla y su Sala de Alcaldes de Casa y Corte, omnipotentes e inevitables en todos los actos de la vida pública y privada, desde la sucesión del trono hasta el ejercicio de la pesca, o de la caza con hurones; desde los bandos de buen gobierno para el orden político de la población, hasta la tasa del pan y del tocino: desde el pase de las bulas pontificias, hasta la censura de una novela o de un tomo de poesías; desde las causas de alta traición y lesa majestad, hasta los matrimonios contra la autoridad paterna y los amancebamientos privados; desde los pleitos de tenuta, hasta los amparos y moratorias; desde la provisión o consulta para las altas dignidades de la Iglesia y de la Magistratura, hasta el examen de los escribanos y alguaciles; desde las pragmáticas-sanciones y leyes constitutivas del reino, hasta la presidencia de los teatros y diversiones; desde la decisión de los litigios más graves y complicados, hasta el permiso para una feria o para una corrida de toros por cédula Real.

La administración local estaba confiada a la corporación municipal, compuesta de regidores perpetuos por juro de heredad, con un corregidor al frente (por lo general salido de las salas de aquel mismo Consejo o su sala de Alcaldes de Casa y Corte), que giraba dentro de la órbita que le marcaba aquel planeta; y apoyada después en las innumerables juntas de abastos, de tasas, de bureo, de aposentamiento, de sisas y de propios, etc., flanqueada por las corporaciones religiosas y profanas, los gremios y cofradías, ofrecía un todo digno de tales medios; esto es, una paralización y un marasmo intelectual, lógico resultado de tantas trabas o de tan encontrados agentes.

Todavía hemos alcanzado a oír de boca de los mismos que tuvieron valor suficiente para combatir aquellos errores el espectáculo indecoroso y repugnante que ofrecía a principios del siglo actual, y en medio de la esplendorosa corte de Carlos IV, la capital de la monarquía. Su aspecto general (a pesar de las considerables aunque parciales mejoras que había recibido de los tres monarcas anteriores) presentaba todavía, el mismo aire villanesco que queda descrito por un testigo contemporáneo a mediados del siglo anterior; su alumbrado, su limpieza, su salubridad, su policía urbana, en fin, eran poco más que insignificantes; la seguridad misma, comprometida absolutamente a cada paso, hacía preciso a todo ciudadano salir de noche bien armado y dispuesto a sufrir un combate en cada esquina; sus mercados desprovistos de bastimentos y sólo abiertos, en virtud de las tasas y privilegios, a las clases más elevadas; sus comunicaciones con las provincias poco menos que inaccesibles; sus establecimientos de instrucción y de beneficencia en el estado más deplorable; sus calles y paseos yermos y cubiertos de hierba o de suciedad por la desidia de la autoridad y el abandono de la población, y los cadáveres de ésta sepultados en medio de ella, en las bóvedas o a las puertas de las iglesias, o exhumados de tiempo en tiempo en grandes mondas para ser conducidos en carretas al estercolero común… ¡Así irían seguramente ignorados los del inmortal Cervantes, y así fueron también, en los primeros años de este mismo siglo, los del Fénix de los ingenios, LOPE DE VEGA, que vacía en las bóvedas de la parroquia de San Sebastián!

La fabrica de Tabacos, el convento, hoy cuartel, de San Gil; el Depósito Hidrográfico, la casa de la calle del Turco, que sirve hoy de Escuela de Caminos; el convento de las Salesas Nuevas, calle Ancha de San Bernardo, fueron los únicos edificios públicos que legó a Madrid el reinado de Carlos IV; pero como el buen gusto en las artes iba infiltrándose en la opinión general, se revela también su progreso en las construcciones particulares de aquella época, tales como el palacio de Liria y el de Buena Vista, la casa de los Gremios, la del Nuevo Rezado, la del Duque de Villa-Hermosa, y la reforma principiada en la de Altamira.

FERNANDO VII

El famoso levantamiento de 18 de Marzo de 1808, en Aranjuez, que puso término a aquel reinado con la abdicación de Carlos, y redujo, por consiguiente, al poderoso valido a la más estrepitosa caída, tuvo un eco instantáneo en la población de Madrid, que, ebria de entusiasmo y dominada por el más rencoroso encono contra éste y sus hechuras, renovó con creces el famoso motín de 1766 contra el ministro Esquilache, y por una coincidencia fortuita, reprodujo las mismas escenas violentas en los sitios mismos contra la casa del nuevo ídolo derrocado, en la calle del Barquillo, contigua a la llamada de las Siete Chimeneas, que habitaba el antiguo en el siglo anterior.

Aquel memorable día empezó la nueva era española, y Madrid, cegado por el vértigo de las malas pasiones, se mostró terrible e implacable en sus enconos contra el poder derrocado y sus hechuras, envolviendo en tan horrible proscripción los buenos y los malos; atacó despiadada y frenéticamente las casas de Godoy y de su madre y hermanos, la del corregidor Marquina, la del ilustrado ministro Soler, la del intendente D. Manuel Sixto Espinosa, y amenazó también la de otros muchos tan inofensivos como el célebre poeta Fernández de Moratín.

Tan horrible desentono cedió lugar, a pocos días, al más férvido entusiasmo de la población madrileña, al recibir en sus calles al nuevo rey Fernando VII, a quien en 1789 había jurado en San Jerónimo por Príncipe de Asturias, a quien prodigó el 21 de Marzo de 1808 las demostraciones de una verdadera idolatría. Pero este regocijo se vio mezclado con el fundado recelo que infundía la presencia del ejército francés, que, bajo las órdenes del Príncipe Murat, había entrado en Madrid la víspera que el nuevo Rey. La patriótica agitación, la incertidumbre del objeto de esta venida de los ejércitos del Emperador, y los temores por la independencia del país, conmovieron a Madrid en aquellos días: y esta agitación, estos temores subieron de todo punto cuando vio salir de sus muros, el 10 de Abril siguiente, a su amado Fernando. El funesto y desatentado viaje del Rey a Bayona vino a llenar la medida de la cólera de los madrileños, y tomando por pretexto la salida de los demás individuos de la Real familia, que habían quedado en Palacio, dio rienda suelta a su frenético coraje, y señaló en los fastos matritenses el día más celebre que registra en sus anales.— Este din, fue el DOS DE MAYO DE 1808.— En él la población de Madrid, arrojando el guante al vencedor de Austerlitz, de Marengo y de Jena, dio a la Europa atónita el grandioso espectáculo de la resistencia posible a aquel coloso, hasta entonces invulnerable y omnipotente.

Los franceses, dueños de Madrid a tan cara costa, sólo permanecieron entonces hasta 1.º de Agosto, en que, a consecuencia de la célebre batalla de Bailen, hubieron de retirarse, y las tropas españolas, mandadas por el general Castaños, ocuparon a Madrid. Pero Napoleón en persona, con un ejército formidable, se presentó delante de la capital el 1.º de Diciembre del mismo año de 1808. La resistencia de este indefenso pueblo en los tres primeros días de aquel mes es otro de los sucesos que raya en lo heroico y aun temerario; pero que mereció hasta el aprecio del sitiador, que le ocupó el 4 bajo una honrosa capitulación.

Gimió Madrid cerca de cuatro años bajo el peso de la dominación extranjera, y durante ellos no se desmintió un solo momento en sus patrióticas ideas. Ni los halagos que al principio se usaron, ni el rigor, ni la miseria, ni el hambre más espantosa, pudieron hacerle retroceder. Firme en sus propósitos, no le venció el temor ni le lisonjearon las ilusiones de una encarecida felicidad. Jugando a veces con las cadenas que no podía romper, combatía con la sátira y la ironía todas las acciones del intruso Rey y de su Gobierno, le mofaba en las calles, en los paseos y en las ocasiones más solemnes; revestido otras de una fiereza estoica, moría a manos de la horrible hambre de 1812, antes que recibir el más mínimo socorro de bus enemigos. En vano se emplearon, para debilitarle, los medios más eficaces; sus habitantes, muriendo a millares de día en día, le dejaban desierto, pero no rendido[40].

Llegó, por fin, el 12 de Agosto de 1812, célebre en los fastos de Madrid. En este día, habiéndose retirado los franceses, de resultas de la batalla de Salamanca, fue ocupada la capital por el ejército aliado anglo-hispano-portugues, al mando de lord Wellington, que hizo su entrada entre demostraciones inexplicables de alegría. Pero aun faltaba a Madrid parte de sus padecimientos, pues vuelto a acercarse el ejército francés, tornó a ocuparle en 3 de Noviembre, saliendo a los cuatro días y volviendo a apoderarse de él en 3 de Diciembre del mismo año de 1812. Por último, en 28 de Mayo de 1813 salieron los franceses la última vez de Madrid, y le ocuparon las tropas españolas al mando de D. Juan Martín Diez el Empecinado. El 5 de Enero de 1814 se trasladó a Madrid desde Cádiz la Regencia del Reino y el Gobierno, y a pocos días se abrieron, en el antiguo teatro de los Caños del Peral, las Cortes generales, con arreglo a la Constitución política promulgada en Cádiz a 19 de Marzo de 1812.

Las novedades introducidas por ella en el gobierno de la monarquía afectaron por entonces poco al pueblo de Madrid, que sólo ansiaba reponerse de los estragos de la guerra y esperaba gozoso la vuelta de su deseado Fernando.

Verificóse, por fin, ésta el día 13 de Majo de 1814, en medio de un entusiasmo grande, si bien neutralizado en parte con las consecuencias del célebre decreto de Valencia de 4 del mismo mes, por el cual aboba el Rey la Constitución y las Cortes, y mandaba volver las cosas al ser y estado que tenían en 1808; cuyo acto altamente impolítico, y las terribles persecuciones suscitadas por aquellos días contra los diputados y demás personas comprometidas en el nuevo régimen, dieron la señal de esa larga serie de reacciones funestas, cuyos efectos sentimos aún después de medio siglo de fecha.

El estado material de Madrid al terminarse la ocupación francesa y regreso de Fernando era, a la verdad, desastroso. Aquel Gobierno (a quien, sin duda, guiaba un deseo ardiente de reformas y de popularidad) emprendió derribos considerables, la mayor parte (preciso es confesarlo) muy necesarios; pero que no fueron comprendidos entonces ni apreciados como tales por la actitud hostil del vecindario. Éste, que veía desaparecer, sin más motivo, a su juicio, que el deseo de hacer mal, sus antiguas, pobres y respetables parroquias de Santiago y de San Juan, San Miguel y San Martín; sus temples venerandos de Atocha y San Jerónimo, los Mostenses, Santa Ana, Santa Catalina, Santa Clara y otros; sus palacios del Retiro, así como también manzanas enteras de caserío en toda la extensa superficie de lo que hoy son Plaza de Oriente y de la Armería, no comprendía que aquello pudiera hacerse por un cálculo más o menos exagerado, pero de acuerdo con la reforma material de la población; y por otro lado, como esta clase de mejoras sólo lo son tales cuando, reclamadas por la necesidad y por la opinión, encuentran inmediatamente su apoyo y medios de realización en el interés privado, que es quien en último término ha de llevarlas a cabo, y esto era imposible en el estado de abatimiento y hostilidad de la población de Madrid, de aquí el error y hasta la injusticia con que se calificó de actos vandálicos muchos de estos derribos determinados por el Gobierno intruso; de aquí el odio y la animosidad que llegó a profesar a José Napoleón, a quien apellidaba el Tuerto, Pepe Botellas, el Rey Plazuelas, por las que había formado en Madrid. Hasta muchos años después, hubiera corrido riesgo el que se hubiera determinado a apreciar de otra manera estos actos de la administración francesa y a dar la razón a aquel Gobierno en su plan de reforma de Madrid.

En él entraba, sin embargo, la formación de la plaza de Oriente, y la continuación del Palacio Real hasta la Armería; el empalme de ésta con los barrios de las Vistillas, por medio del puente de la calle de Segovia, propuesto ya por Saqueti a Felipe V, y la transformación de la iglesia de San Francisco en salón de las futuras Cortes; el ensanche de la calle del Arenal y de la Puerta del Sol, con la formación de un teatro en la manzana del Buen Suceso, y la construcción de la Bolsa de Comercio en el sitio de los Basilios, con otras muchas de las reformas propuestas y adoptadas después con general satisfacción, pero que no era dado hacer a un Gobierno intruso y aborrecido. Faltábale a éste la fuerza moral y los medios materiales para realizar estas costosas reformas, y su única misión parecía estar reducida a destruir los obstáculos existentes para su futura realización. Esta misión la cumplió efectivamente, dejando a Madrid cubierto literalmente de escombros; pero en cuanto a la reconstrucción proyectada, nada pudo hacer. José Napoleón, que apenas salia de su palacio más que para la contigua Casa de Campo, se limitó a algunas obras de reparación en las avenidas de aquél y en esta Real posesión; y a su Gobierno sólo cupo la gloria de haber hecho efectiva una mejora local mandada ya, aunque infructuosamente, desde el reinado de Carlos III, que fue el establecimiento de los cementerios extramuros de Madrid.

El regreso del cautivo Monarca al seno de su capital, y el beneficio de la paz material que obtuvo el país durante los seis primeros años del gobierno de Fernando VII; la afición particular que manifestaba éste al pueblo de Madrid, y el aparato de una corte montada con arreglo a la antigua etiqueta castellana, templaban en parte la agitación política que sordamente iba minando los espíritus, y adormecían el ánimo del Monarca, que se complacía en adquirir cierta popularidad, presentándose improvisadamente, y sin ningún aparato, en los establecimientos, paseos y diversiones públicas, dispensando cuantiosos socorros a aquéllos, especialmente a los religiosos, para reedificar sus conventos destruidos por los franceses, y emprendiendo por su cuenta varias obras, entre las cuales, la más notable, y que forma hoy una hermosa página de su reinado, fue la reparación y terminación del Museo del Prado, y la colocación en él de su rica colección de Pintura y Escultura, en cuya gloria cabe no poca parte a la reina doña María Isabel de Braganza, con quien había contraído Fernando matrimonio en 181(5. Igualmente data de aquella fecha el embellecimiento y adorno del Real Sitio del Buen Retiro (que habían dejado los franceses convertido en una ciudadela); la reparación y mejora del canal de Manzanares y sus contornos; la formación y colocación del Museo Militar y Parque de Artillería en el palacio de Buenavista; el lindo Casino de la Reina y sus jardines, regalados a la misma por la villa de Madrid: el derribo del teatro de los Caños del Peral, y los principios del de Oriente, con otras obras de utilidad y ornato para la villa de Madrid.

La revolución de 1820, que dio por resultado el juramento de la Constitución de 1812 por Fernando, verificado solemnemente en el seno de las Cortes en 9 de Julio de dicho año, vino a apagar en el ánimo del Monarca aquellas ideas de mejora material, y puede decirse que en el ruidoso período de los tres años desde 1820 a 1823, la población de Madrid, agitada continuamente con los graves sucesos políticos, las borrascosas sesiones de las Cortes y Sociedades patrióticas, las conspiraciones y los temores por la guerra civil, encendida en las provincias en defensa del absolutismo, pudo atender muy poco a su particular interés. Únicamente quedaron de aquella época turbulenta dos hechos, que han tenido grande influencia en la mejora progresiva que se advirtió luego en nuestra capital. El primero fue la reunión de los propietarios de ella, verificada en 1821, para formar la Sociedad de Seguros mutuos contra incendios, la cual, por sus sencillas bases, orden y excelentes resultados, puede citarse como modelo, y el segundo fue la desamortización y venta de las fincas de los extinguidos monacales, las cuales recibieron grandes mejoras en manos de los compradores.

Los sucesos políticos más señalados, entre los muchísimos parciales de aquel período en nuestra capital, fueron los del 7 de Julio de 1822, en que se dio una sangrienta acción en la Plaza Mayor entre la Milicia Nacional y la Guardia Real, y los de 20 de Mayo de 1823, en que la guarnición de Madrid, al mando del general Zayas, batió y dispersó en las afueras de la puerta de Alcalá a la vanguardia de las tropas realistas que precedían al ejército francés. El Duque de Angulema, general en jefe de este, verificó su entrada en Madrid en 24 del mismo mes, e instalando en la capital la regencia del Reino, marchó a poner sitio a la plaza de Cádiz, adonde se había retirado el Gobierno constitucional, llevando consigo al Rey.— Libro, en fin, éste el 1.º de Octubre, y siguiendo su sistema favorito, anuló por un Real decreto, de la misma fecha, la Constitución, las Cortes, y todos los actos de los tres años, persiguiendo duramente a sus partidarios, a cuya consecuencia fue preso y conducido a Madrid el caudillo principal, D. Rafael del Riego, y en 7 de Noviembre del mismo año fue ahorcado en la plaza de la Cebada. Fernando VII regresó a Madrid el 13 del mismo Noviembre, haciendo su entrada pública con grande aparato y festejos.

Otro período histórico más largo, aunque no tan agitado por graves sucesos políticos, sucedió al constitucional, y éste fue la famosa década apellidada Calomardina, desde 1823 a 1833. No es ésta la ocasión de seguirle en sus distintas fases, y prescindiendo del uso que Fernando, restaurado por los franceses en el lleno de la soberanía, hizo o pudo hacer de la suprema autoridad, nos limitaremos sólo a consignar los adelantos y mejoras que por aquella época mereció al Monarca y su Gobierno la capital del Reino.

A su protección y continua residencia en ella, y al inestimable don de la paz, en este período bastante prolongado, se debió la creación de muchos establecimientos y otras reformas útiles y de comodidad. La policía urbana recibió considerables mejoras; la instrucción de la juventud se facilitó sobremanera con el establecimiento de escuelas y cátedras gratuitas de las diputaciones de los barrios, de los Conservatorios y Museos, de los colegios de jesuitas, dominicos y escolapios; llevóse a cabo por el Rey, además de la grande obra del Real Museo de Pinturas, la del militar de Artillería e Ingenieros, el Gabinete topográfico y la nueva colección de la Biblioteca Real, en un edificio especial; creó el Conservatorio de Artes, con su gabinete y cátedras, mandando celebrar las primeras exposiciones públicas de la industria española; el Conservatorio de Música, bajo la protección y nombre de su augusta esposa doña María Cristina; la Dirección de minas, su gabinete y cátedras, ordenando nuevas leyes y disposiciones beneficiosas a este ramo; el Consulado de Madrid y la Bolsa de Comercio; restauró los palacios y sitios Reales; mandó repararlos caminos y abrir nuevos paseos, que circundan a la capital; hizo emprender notables trabajos preparatorios para el abastecimiento de aguas suficientes; empezó y siguió, aunque sin concluirle, el teatro de Oriente; terminó las cocheras Reales, la puerta de Toledo, el cuartel de caballería, a la bajada de Palacio, y la fuente de la Red de San Luis; y dando, en fin, una prueba de magnanimidad y patriotismo, poco común hasta entonces, mandó fundir en bronce la estatua de Cervantes para colocarla en una plaza pública, e hizo poner un recuerdo honorífico en la casa en que murió aquel insigne escritor. El aumento de la población, consiguiente a las mayores comodidades, hizo también que el interés particular se asociara naturalmente a este movimiento de progreso. Centenares de casas particulares se alzaron o repararon en pocos años con mayor gusto; multitud de compañías y empresas industriales se formaron, ya para la rápida comunicación con las provincias, ya para el abastecimiento de los objetos de consumo, ya, en fin, para la elaboración de muchos artefactos desconocidos antes en nuestra industria; y por consecuencia de todos estos adelantos, empezó Madrid a disfrutar de más comodidad y abundancia en los bastimentos, de más elegancia en los vestidos, en las habitaciones, en los muebles, en todas las necesidades de la vida, que fueron desconocidas a nuestros mayores.

La llegada a Madrid, en 11 de Diciembre de 1829, de la reina doña María Cristina de Borbón, cuarta y última esposa de Fernando VII, fue uno de los sucesos memorables de aquella época en que más parte activa tomó la población de Madrid. Acompañaban a aquella augusta señora sus padres, los reyes de las Dos Sicilias, y con tan fausto acontecimiento, se hicieron grandes festejos y demostraciones de público regocijo. Repitiéronse éstas en 10 de Octubre de 1830, al nacimiento de la princesa doña Isabel, declarada heredera del trono, al tenor de la ley hecha en Cortes en 1789, y publicada por Fernando; y últimamente, subieron de todo punto estas gratas demostraciones cuando, en 20 de Junio de 1833, fue jurada la misma Isabel como Princesa de Asturias por las Cortes del Reino, convocadas a este efecto en la iglesia de San Jerónimo. Las fiestas Reales celebradas con este motivo, las iluminaciones, fuegos, teros, carreras, torneos, máscaras, comedias y evoluciones militares se sucedieron sin cesar durante quince días, que fueron una de las épocas más brillantes de Madrid en el presente siglo.

ISABEL II

La muerte del rey Fernando VII, ocurrida en Madrid en 29 de Setiembre del mismo año de 1833, vino de nuevo a complicar la situación política del reino, y a paralizar por el pronto todas las mejoras y progresos materiales. Aclamada en 24 de Octubre la reina Doña Isabel II en la tierna edad de tres años, y cometida la gobernación del reino a su augusta madre Doña María Cristina, no tardó en levantarse de nuevo el pendón de la guerra civil, sostenida en las provincias por el pretendiente, infante D. Carlos, y sus numerosos partidarios, al paso que los de Isabel y de Cristina acometieron simultáneamente la obra de la nueva revolución política, que siguiendo diversos períodos, pareció al pronto satisfecha con la promulgación del Estatuto Real, otorgado por la Reina Gobernadora en 10 de Abril de 1834, y fue creciendo después hasta la nueva promulgación de la Constitución de 1812, verificada en 16 de Agosto de 1836, y luego la nueva de 18 de Junio de 1837, formada y sancionada por las Cortes generales, que después fue modificada en 1845, y rige todavía.

Largo y enojoso, a par que delicado, sería el consignar aquí los diversos y gravísimos acontecimientos de que en aquella angustiosa época fue teatro la capital del reino; pero no puede tampoco dejar de recordarse los más importantes y memorables. Entre ellos, ocupan el primer lugar los días 16, 17 y 18 de Julio de 1834, que quedaron inscriptos en la historia de Madrid con la sangre inocente de los religiosos, asesinados inhumanamente al pie de los altares, a impulsos del vértigo agitador de las pasiones políticas y del funesto cólera-morbo, que por aquellos días se desarrolló en la capital de un modo asombroso. Al través de este espantoso cuadro, se ofreció en aquellos mismos días a la vista de sus habitantes el magnífico episodio de la apertura de las Cortes del Reino, en sus dos Estamentos de Próceres y de Procuradores, verificada en persona por la Reina Gobernadora.

No fueron menos graves los acontecimientos de 15 de Agosto de 1836, que dieron por resultado el restablecimiento de la Constitución de 1812; los del 11 de Setiembre de 1837, en que llegó D. Carlos con su ejército hasta las tapias de Madrid, sin poder penetrar en él; los del 1.º de Setiembre de 1840, cuya consecuencia fue la abdicación de la Reina Gobernadora y su salida de España, y la elevación a la regencia del reino del general D. Baldomero Espartero, duque de la Victoria; la tentativa armada contra el Gobierno de éste en la noche del 7 de Octubre de 1841, de que fue víctima el general D. Diego León y otros compañeros de infortunio; la especie de sitio puesto a Madrid a mediados de Julio de 1843 por las tropas pronunciadas contra el Regente, hasta la entrada de ellas y del Gobierno provisional en 22 del mismo Julio, y últimamente, la declaración solemne de la mayoría de la reina doña Isabel II, verificada por las Cortes, y el juramento prestado en ellas por la misma Reina en 10 de Noviembre de 1843.

En medio de tan graves acontecimientos, al través de una guerra civil de siete años, obstinada y dudosa, agitados los espíritus con la revolución política que el curso de los acontecimientos y de las ideas hizo desarrollar, comprometidas las fortunas, preocupados los ánimos y careciendo de la seguridad y de la calma necesarias para las útiles empresas, parecía natural que, abandonadas éstas, hubieran hecho retrogradar a nuestro Madrid hasta despojarle de aquel grado de animación que había llegado a conquistar en los últimos años del reinado anterior.

Pues sucedió precisamente todo lo contrario; y el que regresaba a la corte después de una ausencia de algunos años, no podía menos de convenir en los grandes adelantos que se observaban ya en todos los ramos que constituyen la administración local y la comodidad de la vida.

La parte material de la villa sufrió en aquel período una completa metamorfosis. La revolución política, al paso que hizo variar absolutamente la organización del supremo gobierno, tribunales y oficinas de administración pública, dejó también impresas sus huellas en los objetos materiales; borró con atrevida mano muchos de nuestros monumentos religiosos e históricos; levantó otros de nuevo, y aspiró a presentar otras formas exteriores de una nueva época, de diversa constitución.

Por consecuencia de la supresión de las comunidades religiosas, verificada en 1836, quedaron vacíos multitud de conventos, que fueron luego destinados a diversos usos, tales como oficinas civiles, cuarteles, albergues de beneficencia, y sociedades literarias; otros fueron completamente derribados para formar plazas, mercados y edificios particulares; éstos son los de la Merced, Agustinos Recoletos, la Victoria, San Felipe el Real, Espíritu Santo, San Bernardo, Capuchinos de la Paciencia, San Felipe Neri, Agonizantes de la calle de Atocha, Monjas de Constantinopla, la Magdalena, los Ángeles, Santa Ana, Pinto, el Caballero de Gracia, las Baronesas y la parroquia de San Salvador, que desaparecieron del todo.

La completa desamortización y venta de las cuantiosas fincas del clero regular y secular fue también causa de que, pasando éstas a manos activas, se renovasen en su mayor parte. La reunión de capitales sin ocupación, y el mayor gusto y exigencia de la época, llamaron el interés privado hacia este objeto, y renovaron en su consecuencia, o alzaron de nuevo, multitud de casas, que forman calles, barrios enteros; tales fueron las de la Plaza de Oriente a la derecha del Real Palacio, las de San Felipe el Real, la Victoria y otros sitios; pero al interés y el buen gusto particular y demás causas indicadas, se unió, para fortuna de Madrid, una principal, y fue la feliz coincidencia de una autoridad celosa, que en los años 1834, 35 y 36 estuvo al frente de la administración municipal, y en quien se vieron felizmente reunidos los conocimientos, el gusto y el prestigio necesarios para entablar un sistema general de mejoras locales, que ha podido después ser continuado fácilmente. No seriamos justos si dejáramos pasar esta ocasión sin consignar el tributo de gratitud que todo Madrid rinde a la memoria de su malogrado corregidor don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos.

Colocado inopinadamente en 1834 al frente de la Administración municipal de Madrid, sin salir, como sus antecesores, de las aulas universitarias, de las salas de los Consejos, ni de las antecámaras del Palacio, antes bien del seno de la parte más culta, ilustrada y vital de nuestra sociedad, conocedor práctico de las necesidades y deseos de esta, observador diligente de los adelantos de otras naciones, y dotado de una mirada certera y de un instinto de buen gusto, de un don de autoridad irresistible, de una franqueza y caballerosidad de trato singulares, supo romper la cadena de la rutina que venían arrastrando los que le precedieron en el mando, sobreponerse a las preocupaciones vulgares, y salvando con increíble constancia y fuerza de voluntad los innumerables obstáculos que la ignorancia y la mala fe le oponían al paso, acertó a iniciar y asentar sobre sólidas bases el grandioso pensamiento de la reforma material y administrativa de Madrid, que después han podido continuar sus sucesores sin tanto esfuerzo.

Por desgracia pana esta población, las revueltas políticas y las injustas disidencias de los partidos apartaron demasiado pronto de la autoridad a aquel dignísimo funcionario, el cual, en medio de sus reconocidas y excelentes cualidades de mando, tenía para aquéllos el achaque imperdonable de no pertener a bandería determinada, limitándose únicamente a su especialidad administrativa y local.

La numeración de las casas se reformó en su tiempo completamente por el mismo sistema que vinimos proponiendo en nuestro MANUAL DE MADRID de 1831. La rotulación de las calles igualmente fue reformada; el empedrado y aceras recibieron grandes mejoras en todas las calles principales, y ensayó en muchas de ellas los sistemas más modernos y acreditados, colocando también las nuevas aceras anchas y elevadas. La limpieza de día se empezó a verificar con mayor regularidad, y el alumbrado fue también completamente establecido, con buenos reverberos, colocados a convenientes distancias. Concluyéronse al mismo tiempo varios edificios y monumentos públicos, tales como el Colegio de Medicina, el teatro del Circo, cuatro mercados cubiertos, el mausoleo del Dos de Mayo y el obelisco de la fuente Castellana; se formaron nuevas plazas y paseos en lo interior de la villa y en todos sus alrededores; plantáronse árboles en las plazas y calles principales, y en los cafés, tiendas y demás establecimientos públicos se empezó a desplegar un gusto y elegancia hasta entonces desconocidos.

Si adelantamos a buscar reformas de más importancia, no dejaremos de reconocerlas en gran número y de la mayor trascendencia. El albergue de mendicidad de San Bernardino, creado y sostenido por la caridad del pueblo de Madrid; las Salas de asilos o Escuelas de párvulos, institución benéfica, planteada por la Sociedad para mejorar y propagar la educación del pueblo; la Caja de Ahorros, servida igualmente por otra junta de personas benéficas; la ampliación y considerable aumento del Monte de Piedad; la formación y trabajos de la Sociedad para la reforma del sistema carcelario; la de otras sociedades contra los incendios y granizo; las muchas de socorros mutuos que sustituyeron a los montes píos, y otra multitud de establecimientos útiles, demuestran bien que no fueron olvidadas, aun en aquellos momentos de vértigo, los sanos principios de una buena administración; así como también la reinstalación de la Sociedad Económica Matritense, la formación del Ateneo científico, la del Liceo artístico y literario, la del Instituto y otras sociedades de estímulo e instrucción, la apertura del Museo nacional de la Trinidad, la de nuevos espectáculos, casinos y otros establecimientos de recreo, prueban también que se procuró infundir en nuestra sociedad aquel grado de cultura y comodidad que exigen ya las necesidades del siglo.

El reinado de Isabel II, que propiamente empieza desde 1843, en que fue declarada por las Cortes mayor de edad y empuñó las riendas del Estado, ha sido hasta ahora el más fecundo en prosperidad para, la corte de la monarquía, y en él se encierra el período de renovación casi completa de la antigua villa capital.

Los graves sucesos políticos acaecidos en este largo período no han influido, por fortuna, en detener el progreso material y social de Madrid, y terminada ya la guerra civil de los siete años, ha podido seguir la marcha civilizadora del siglo, aprovechar los ejemplos de países más adelantados, y remediar en lo posible sus propios errores o desaciertos.

No han faltado, sin embargo, en estos diez y siete años períodos turbulentos, épocas agitadas por las pasiones políticas, y en ellas tuvo que pasar Madrid por ser teatro de episodios más o menos trágicos y lamentables; tales fueron los ocurridos en Marzo y Mayo de 1848, a consecuencia de la parodia intentada de la revolución francesa de Febrero de aquel año; y los más trascendentales aún del levantamiento general de la nación en 1854, que dio por resultado la violenta desaparición de aquel gobierno, el destierro de la Reina madre, la subida al poder del general Espartero, duque de la Victoria, y comienzo del famoso bienio de 1854 al 56; últimamente, la contrarrevolución, que así puede llamarse, de este último año, en que tuvo que sufrir Madrid no poco, viéndose bombardeados y ametrallados sus edificios y las barricadas de sus calles, y sujeta la revolución por la fuerza del Gobierno, a quien casi siempre había logrado aquélla burlar.

Por otro lado ha ofrecido también muy diverso aspecto con faustos y memorables sucesos políticos, en cuya celebración ostentó su antiguo esplendor. Señalemos entre estos últimos brillantes acontecimientos y festejos los de los últimos días de Marzo de 1844, al regreso de S. M. la reina madre doña María Cristina, las espléndidas funciones celebradas con motivo de las Reales bodas de S. M. la reina doña Isabel II con su augusto primo, y de S. A. la infanta doña Luisa Fernanda con el Sr. Duque de Montpensier, que tuvieron lugar el 10 de Octubre de 1846; las siguientes a que dio ocasión el nacimiento de la infanta, doña Isabel, en 20 de Diciembre de 1851, y el del serenísimo Príncipe de Asturias en 29 de Noviembre de 1857, dejarán memoria en la presente generación, y forman en el presente siglo gratos episodios para la capital del reino.

En la tendencia de prosperidad, de fomento de las ciencias, de las artes y de la riqueza del país, general ya y dominante en el nuestro, ha cabido sin duda la gloria de dar la señal y los primeros pasos a la capital de la monarquía, que por razones políticas que se dejan conocer, ejerce hoy en la actual forma de gobierno más influencia, reúne mayor prestigio, y atrae a su centro mayores medios de acción que en los sistemas anteriores. Como queda expuesto, todos los adelantos, todas las mejoras que había experimentado en los siglos pasados el pueblo de Madrid, así como los demás del reino, eran obra exclusiva de los monarcas y sus gobiernos; ahora, el mismo pueblo, vivificado, rejuvenecido, y con la conciencia de sus propias fuerzas, es quien se encarga especialmente de desarrollar sus elementos de prosperidad, de ilustración y de riqueza.

Queda, pues, sentado, en los párrafos anteriores, el principio de aquel movimiento, inaugurado casi al mismo tiempo que la revolución política, y desarrollado en medio de sus vaivenes, y en oposición a sus desmanes, hasta un punto que parecía increíble y temerario cuando nos atrevimos a indicarle en el recinto de la corporación municipal en 1846[41]; pero precisamente data desde entonces la verdadera restauración y vida de nuestro Madrid, que hoy presenta una nueva y lisonjera faz.

Desde 1843 dio la señal el Gobierno con la inauguración de obras públicas de la mayor importancia, tales como el Palacio del Congreso, la Universidad, los Ministerios, el Teatro Real, el Hospital de la Princesa, la Casa Fábrica de Moneda y los cuarteles. La reina doña Isabel II, con más decisión y magnánimos bríos que sus padres o abuelos, acometió la empresa verdaderamente colosal de terminar el Real Palacio y sus magníficas avenidas y jardines, que renuevan con notables aumentos las gratas memorias del romántico Parque, célebre en las comedias de Lope y Calderón. La municipalidad matritense (aunque siempre rezagada por la escasez de medios y otras causas) procuró en lo posible corresponder a aquella voz de orden, terminando y decorando convenientemente la hermosa Plaza Mayor, formando y regularizando otras calles y plazas, adoptando un buen empedrado de adoquines, el alumbrado de gas, y mejor y más frecuente sistema de limpieza; abriendo nuevos, cómodos y hasta bellísimos paseos, tales como el de la fuente Castellana, la cuesta de la Vega y otros, y haciendo levantar un excelente plano geométrico de Madrid para su futura y progresiva regularizacion y belleza. Y el interés privado, en fin, siguiendo inmediatamente las huellas de la administración y el instinto de un buen cálculo, acudió solícito a donde éste le llamaba, y renovó casi instantáneamente calles, barrios, distritos enteros, dándoles con las nuevas construcciones un aspecto brillante y lisonjero. La bella plaza de Oriente, las de Bilbao y del Progreso, los distritos del Barquillo, del Congreso y de Recoletos, y últimamente la nueva Puerta del Sol y calles adyacentes, han hecho surgir un nuevo Madrid sobre las ruinas del antiguo. El elegante caserío de estos nuevos distritos y de la mayor parte de las calles de la capital; la creación en ella y en sus inmediaciones de fábricas de suma importancia, de numerosos establecimientos benéficos, científicos; literarios, industriales y mercantiles; los ya muy importantes arrabales; y más que todo, el aumento considerable de la población, casi duplicada en lo que va de siglo, y que hoy se eleva a 300.000 almas próximamente, hacen ya necesaria y urgente una considerable ampliación, que aunque no tan extensa quizás como la propuesta, decretada y mandada llevar a cabo en este mismo año, será para el Madrid actual lo que fueron las de los siglos XIII y XVI para el anterior.

Para dar a este engrandecimiento motivado de Madrid condiciones de estabilidad y firmeza, y elevar a la capital del reino al grado de comodidad y de importancia que requiere el estado de la nación, y el suyo propio, faltábanle sólo dos circunstancias vitales, cuales eran la abundancia de aguas con que atender suficientemente a las infinitas necesidades de una población creciente, rica, industrial y productora; y la rapidez de sus comunicaciones con las diversas provincias, costas y fronteras del reino. Ambas cuestiones han sido ventajosamente resueltas en estos últimos años, y Madrid, que cuenta ya en su seno una población numerosa y creciente, una influencia política decisiva como capital del reino, una riqueza considerable en propiedad, en industria y en comercio, puede también prometerse el sólido desarrollo de todas estas ventajas, con la desaparición de los dos inconvenientes u obstáculos que antes se oponían a todos sus planes de mejora, y a asegurarla su puesto como corte y capital del reino.

El magnífico canal de Isabel II, que conduce a esta villa en abundoso raudal las aguas del Lozoya, y la red de los ferrocarriles, que la enlazan ya con los puertos del Mediterráneo y muy pronto lo harán con los del Océano y con nuestras fronteras terrestres, han variado radicalmente nuestras condiciones de vida, nuestra razón de ser, como ahora se dice. El silbido de la locomotora, que escuchó Madrid por la primera vez el día 9 de Febrero de 1850, y el inmenso grito de regocijo con que saludó, el 24 de Junio de 1858, la llegada a sus muros de las aguas del Lozoya, son, pues, los dos sucesos clásicos verdaderamente decisivos para el Madrid del siglo XIX.

Con ellos terminamos aquí esta breve reseña de su historia moderna: y al recorrer las imperfectas líneas que dejamos trazadas, no podrá menos de convenirse en que sólo a Carlos III parece que le ocurrió el pensamiento de que Madrid era su corte, y que sólo en el reinado de Isabel II ha caído el propio Madrid en la cuenta de que es la capital de la monarquía.

Pero al revestirse de este nuevo manto purpúreo y verdaderamente imperial, al ascender de hecho al primer puesto entre nuestras poblaciones y a uno de los más importantes entre las capitales de Europa, la morisca villa del Oso y el Madroño no puede menos de imponerse el sensible sacrificio de ver desaparecer hasta los últimos restos de su vieja fisonomía. Llegado, pues, con el trascurso del tiempo, este plazo fatal, permítasenos que, como hijos de esta villa, entusiastas por ella, y dedicados por afición a su estudio, nos apresuremos a recoger y consignar algunos recuerdos de su antigua condición, algunas páginas de su gloriosa historia; y todo ello antes que estos restos materiales se alejen para siempre de nuestra vista, o se olviden por completo de nuestra memoria.

Tal es el objeto que nos guió en los paseos históricos por el antiguo Madrid, que vamos a ofrecer a nuestros lectores.


Aquí terminábamos en 1860 esta reseña histórica y topográfica de Madrid. Desde entonces y en los veinte años transcurridos se ha operado una completa transformación en el caserío de la villa, que ha duplicado en perímetro y en población; viendo desaparecer hasta los últimos restos de su antigua fisonomía.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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