XIX. La Puerta del Sol

El orden de nuestro paseo por el Madrid histórico nos conduce por segunda vez al sitio famoso, confín oriental un tiempo de la antigua villa, hoy centro privilegiado de la moderna; lazo de unión histórica y topográfica entre una y otra época; foco de donde irradia la grande estrella que en derredor suyo fueron formando con la serie de los siglos las principales calles o arterias de la población en sus diversas amplitudes, para atravesarla luego en todas direcciones hasta sus últimos confines.

En su lugar dijimos ya que, cuando la segunda ampliación (verificada, según se cree, hacia el final del siglo XIII), quedaron comprendidos dentro de la nueva tapia o cerca los arrabales de San Martín, San Gines y Santa Cruz; la puerta de Guadalajara avanzó hasta este sitio el ingreso oriental de la villa, continuando la tapia que venía desde Santo Domingo por donde hoy corren las calles de los Preciados y del Carmen, a salir a este anchuroso espacio, comprendido entre los olivares y el arrabal de San Gines.

Parece que en esta tapia, y dando frente al camino o carrera después llamada de San Jerónimo, hubo de abrirse un postigo cuja colocación y forma nos son desconocidos; pero que, según algunas indicaciones, sospechamos que pudo ser como al medio de la plaza actual, entre las calles posteriores de las Carretas y la Montera, y mirando a dicha Carrera, que era entonces, como queda dicho, un camino que guiaba a dicho monasterio y a las ermitas de Atocha, San Juan, Santa Polonia y otras, y tenía a su izquierda los ya dichos olivares de Alcalá y el camino de Hortaleza, con sus ermitas de San Luis y Santa Bárbara, y a su derecha las modestas casas del arrabal de Santa Cruz.

Al principio de dicha Carrera, a la parte fuera de la población, y con ocasión de la gran peste de 1438, fundóse un hospital para el socorro y curación de los contagiados, el cual fue reconstruido, en 1529, por el emperador Carlos V, y erigido en Hospital Real de Corte, para la cura de los soldados y la servidumbre de la casa Real. Este hospital, con su iglesia, sitos en el ya dicho camino fuera de la Puerta del Sol, es el que ha permanecido en pie hasta estos últimos años, en que ha sido derribado para el ensanche el hospital e iglesia del Buen Suceso[182].

El maestro Juan López de Hoyos, celoso e ilustrado escritor madrileño, aunque crédulo y fanático encomiador de sus antigüedades, en sus dos curiosísimos libros descriptivos de la enfermedad, tránsito y exequias de la reina doña Isabel de Valois y del recibimiento de la reina doña Ana de Austria, a vueltas de tantas fábulas mitológicas o heroicas relativas a la historia de esta villa, mis armas y blasones, consignó algunos, aunque escasos, datos contemporáneos a él, y referentes a sus diversas localidades: y esta parte, que sin duda era la accidental y que miraba acaso el autor como superflua en su narración, es la que hoy, después de tres siglos, se ha hecho la más interesante del libro, por ser aquéllos los más antiguos que se conservan de los impresos referentes a Madrid.

Dice, pues, en el segundo de dichos libros, escritos en 1570 y refiriéndose a la Puerta del Sol, lo siguiente: «Llegando (la reina doña Ana) cerca del monasterio de Nuestra Señora de la Victoria, que es de frailes de la Orden de los mínimos, junto al Hospital Real de esta Corte, se le ofreció un arco exquisitamente fabricado y medianamente elegido… Este se fabricó en un lunar harto despacioso, que llaman la Puerta del Sol; ésta tuvo este nombre por dos razones: la primera, porque está ella a oriente, y en naciendo el sol parece ilustrar y desparcir sus rayos por aquel espacio; la segunda, porque cuando en España hubo aquellos alborotos, que comúnmente llaman las Comunidades, este pueblo, por tener guardado su término de los bandoleros y comuneros, hizo un foso en contorno de toda esta parte del pueblo y fabricó un castillo, en el cual pusieron un sol encima de la puerta, que era el común tránsito y entrada de Madrid. Y después de la pacificación y quietud de estos reinos, por lo mucho que el invictísimo emperador Carlos V, rey de España, nuestro señor, trabajó en allanar los agrandes tumultos y pacificar todos los reinos de España, este castillo y puerta se derribó para ensanchar y desenfadar una tan principal salida».

Esta es, pues, la primera noticia escrita que encontramos de este sitio en los historiadores matritenses, y la primera vez también que hallamos estampado el poético nombre que, a pesar de haber desaparecido su objeto, y del trascurso de los siglos, le quedó para siempre vinculado.

¡La Puerta del Sol! ¿qué madrileño (decimos mal), qué español, aunque se halle en un extremo del reino o en las más apartadas regiones del globo, no se siente interesado, conmovido, al recuerdo de este nombre; no se complace con la idea de visitar algún día este célebre sitio?

Dos viajeros de nuestro país, encontrándose en los animados boulevares parisienses o en las solitarias y ásperas cordilleras de los Andes; en las ruinas de Roma o en las nebulosas márgenes del Támesis; ¿para dónde se darán cita después de sus lejanas expediciones, o en qué punto privilegiado de su patria desearán volverse a hallar? No hay que dudarlo: en la Puerta del Sol; en este centro vital de la corte de España, en este emporio de su moderna historia, de su civilización y de su poesía.

Tal preeminencia jerárquica entre todos los sitios de Madrid, ya vemos, sin embargo, que no es antigua. En los siglos anteriores al XVI, la vitalidad, el nervio de la población convergía hacia la plaza de San Salvador, hoy de la Villa, la puerta de Guadalajara y la Plaza Mayor, como queda dicho en sus capítulos respectivos. Aun después de la última ampliación, que colocó en la Puerta del Sol el punto central de la nueva villa, tardó más de un siglo en robar a aquella última su preferencia, y tanto, que si recorremos todos los escritores del siglo XVII, así historiadores como novelistas, dramáticos y poetas, apenas hallaremos mención do este sitio, o sólo le veremos apuntado por incidencia al tratar de las románticas y vecinas ruas o paseos de los coches por la calle Mayor, o del bullicioso mentidero de las Gradas de San Felipe. Pero a medida que fue aumentando en importancia la parte nueva al Oriente y Norte de la población, y compartiendo con las otras la animación del comercio y el movimiento de la vida, fue enalteciéndose la fama de la Puerta del Sol, hasta tal punto, que hoy su nombre ha llegado a ser el emblema del Madrid moderno, y los anales de esta villa en los dos últimos siglos se confunden o resumen en los de esta célebre plaza.

Así, pues, para indicarlos, siquiera sea de pasada, habremos necesariamente de hacer una excursión histórica hasta los presentes tiempos, apartándonos de aquel a que más especialmente hemos consignado nuestros recuerdos en este libro; pero antes de proceder a esta ojeada histórico-moderna, vamos a recordar lo que era la Puerta del Sol hasta fines del siglo último, y aun lo que ha continuado siendo, en gran parte, hasta la demolición total emprendida estos últimos años para su ensanche.

Esta plaza, o más bien espaciosa encrucijada de las diversas calles principales de la población, presentaba la figura, que todos recordamos, de un prolongado trapecio, y se hallaba dominada en su frente principal, entre las calles de Alcalá y San Jerónimo, por la modesta fachada de la iglesia del Buen Suceso, la cual, antes de la ocupación francesa, estaba algo más decorada y tenía una pequeña lonja o atrio con verjas de hierro. Delante de ella estaba la famosa fuente churrigueresca, obra del célebre D. Pedro Rivera, de principios del siglo pasado, y que reemplazó a otra no menos extravagante hemos de creer a la vista de ella que estampa Álvarez Cortázar en la obra titulada Annales d’Espagne et de Portugal. Una y otra estuvieron coronadas por la estatua de Venus, no la Medicea, de Páfos o de Citéres, sino la célebre Mariblanca, que hoy yace relegada a la plazuela de las Descalzas; y en el costado de la derecha, a la parte del convento de la Victoria, estaban los cajones de la fruta, como así vemos terminantemente en los títulos de las casas fronteras. Éstas, en todo el recinto de la plaza, eran tan informes y mezquinas, que la mayor parte de ellas no median más que seis u ochocientos pies superficiales, y tenían uno solo o dos balcones en cada piso, aunque éstos solían elevarse al cuarto o quinto piso por medio de unas empinadísimas escaleras, casi inaccesibles, y que arrancaban a flor de calle de unas aberturas cavernosas, hediondas y lóbregas, que hacían las veces de portal. Las tiendas o comercios de los mercaderes de la seda, de paños y de librería, que disputaban a aquéllos el breve espacio de la fachada, tenían sus mostradores de la misma fábrica, hasta la embocadura de la puerta, y estaban decoradas por todo ornato exterior con alguna efigie de santo o algún letrero más o menos bárbaro en son de muestra o enseña. En solo el espacio que ocupa hoy la casa de Correos había treinta y tantas casas, que estrechaban las entradas de las calle de Carretas y de San Felipe. En el frente, entre la Mayor y el Arenal, había una casa con una torrecilla; al costado, las mismas que hemos conocido, con su callejuela en escuadra llamada del Cofre o de los Cofreros (des Bahutiers), con cuyo título ya dijimos que se halla designada en la donosa historia de Gil Blas[183].

En la manzana de las calles del Carmen y Preciados estaba el único edificio de alguna importancia, y era el que ocupó anteriormente la casa de Expósitos (la Inclusa) hasta que se trasladó a la calle del Soldado, y luego al que ahora ocupa; pero la parte de casa que daba a la Puerta del Sol era construcción moderna, y la misma pobreza de decoración ofrecía que las otras casas que siguiendo este frente, angostaban las embocaduras de las calles de los Preciados, del Carmen, de la Montera y de Alcalá.

La importancia topográfica de esta plazuela tampoco debía ser gran cosa hasta principios del siglo pasado, pues vemos que en las Ordenanzas de Madrid, publicadas por D. Teodoro Ardemans en 1720, se da el valor de 12 reales a cada pie de sitio en la Puerta del Sol[184], al paso que se tasa en 80 y más en la Plaza Mayor. En cuanto a su condición social, no era más que punto de reunión de los apuestos galanes de capa y espada del siglo XVII, y posteriormente de las relumbrantes casacas y empolvados pelucones del siguiente; de los currutacos y los petimetres de principios del actual, que concurrían allí simplemente a departir sobre sus aventuras amorosas, a tomar el sol, a sorber un polvo, fumar un cigarro y esperar el último toque de la misa de las dos del Buen Suceso. También en los viernes de la Cuaresma solía alzarse un púlpito frente a la fachada de esta iglesia, donde predicaban al aire libre los padres encargados de las misiones, con gran edificación de los asturianos aguadores, que formaban la base del auditorio. Pero tornemos a nuestro recuerdo histórico.

Desde la mencionada guerra de las Comunidades, a principios del siglo XVI, no vemos figurar para nada en las crónicas políticas de Madrid a la Puerta del Sol, hasta dos siglos después, en la famosa de Sucesión, y aun entonces muy de pasada, con motivo de las dos entradas fugaces que hizo el pretendiente archiduque, y de las triunfales que antes y después de vencerle verificó Felipe V, su feliz competidor.

Más importante papel le cupo en el ruidoso motín apellidado de las capas y sombreros contra el ministro Esquilache, en 23 de Marzo de 1766, como punto central e instintivo de reunión del pueblo, levantado de una manera formidable; pero como la explosión de su ira en aquellos días estalló hacia otros puntos de la población, verbi gracia, delante de los cuarteles de los guardias walonas, en las plazuelas de Antón Martín y de Herradores, y de las casas de los ministros Esquilache y Grimaldi, en las calles de las Infantas y de San Miguel, no figura todavía la Puerta del Sol en primer término en la relación de aquellas tumultuosas escenas.

Faltábale para ello un punto principal estratégico de ataque y defensa, y éste lo recibió, acaso sin pensarlo, de manos de Carlos III, con la construcción, en 1768, de la nueva casa de Correos, que ocupa su frente principal. La magnanimidad de aquel gran monarca, de acuerdo con sus miras generosas e ilustradas, quiso sin duda dotar a Madrid de este y otros considerables edificios destinados únicamente al servicio público, y para ello mandó adquirir toda la manzana, compuesta de treinta y seis casas informes y diminutas, y cometió el encargo de la construcción al ingeniero francés D. Jaime Marquet, el cual la emprendió y llevó a cabo con la solidez y elegancia que hoy ostenta. Pero la suspicacia del Conde de Aranda, capitán general y gobernador del Consejo, y sus recuerdos del pasado motín, le hicieron comprender que esta construcción, en sitio semejante, tenía, o debía tener, gran importancia militar, y se empeñó en que en él había de colocarse un gran cuerpo de guardia principal o de prevención; para lo cual, contrariando los planes del arquitecto, hizo destinar a él la planta de la derecha, precisamente en donde aquel colocaba la caja de la escalera, que quedó de este modo oculta, pequeña y poco conveniente al resto del edificio. Desde el momento en que éste quedó concluido, y colocada la gran guardia en él, tomó esta célebre plaza la importancia que después La desplegado en diversas ocasiones.

Muchos años tardó, por fortuna, en apercibirse de ello, y en los largos reinados de Carlos III y Carlos IV sólo figuró con festivo aparato en las solemnes ocasiones de nacimientos, entradas o bodas de personas Reales, decorando lo mejor posible la modesta fachada del Buen Suceso, su extraña fuente y la elegante casa de Correos.

Pero vino un día, un día terrible y señalado en los fastos modernos de Madrid, el día 2 de Mayo de 1808, en (me este pueblo se alzó heroico contra el osado conquistador de Europa. Aquel memorable día recibió la Puerta del Sol su bautismo de sangre; aquel día sirvió de teatro a uno de los más cruentos episodios de su tragedia. Vióse en él la desigual lucha de los vecinos de Madrid, indefensos, arrojados y temerarios, con el cuerpo de caballería francesa denominado los mamelucos, por el traje oriental que vestían; vióse allí a los chisperos del Barquillo y Maravillas, a las manolas del Lavapiés, acometer cuerpo a cuerpo, armados de sus navajas, a las formidables falanges vencedoras en las Pirámides y Austerlitz; vióseles introducirse en sus filas o entre las piernas de los caballos, abalanzarse a los jinetes, y atacar a unos y otros con sus navajas y estoques, terciadas las capas y las mantillas, y caer envueltos con ellos en un lago de sangre; mientras que otros, desde los balcones de las casas, desde las esquinas de las calles, disparaban contra los mamelucos las pistolas y escopetas que habían arrancado de casa de los armeros. Extinguida la luz de tan sangriento día, oyóse en aquel sitio mismo el terrible estampido del plomo vengador y el angustioso ¡ay! de las víctimas moribundas, inmoladas por el francés en el patio del Buen Suceso. La Comisión militar formada por Murat y presidida por Grouchy para juzgar breve y sumariamente, o para sacrificar, mejor dicho, a todos los paisanos aprehendidos, se hallaba reunida en la casa de Correos, y de allí partían a cada momento las órdenes de juego a los diversos piquetes que arrastraban a la muerte a las víctimas en el Buen Suceso, en el Prado y en la Montaña del Príncipe Pío.

Bien diferente aspecto presentó la Puerta del Sol cuatro años después, el día 12 de Agosto de 1812, en que, alejados de Madrid los franceses, a consecuencia de la batalla de Salamanca, recibió en sus muros al ejército aliado anglo-hispano-portugues, al mando de lord Arturo Wellesley, duque de Wellington y de Ciudad-Rodrigo. Recordamos como entre sueños, como la primera impresión de nuestra tierna infancia, el espectáculo indescriptible y mágico que ofrecía la Puerta del Sol en el momento que el célebre Wellington, a la cabeza del ejército, pisó su recinto, recibiendo en ella la más entusiasta y sincera ovación que pudo ofrecerse a vencedor alguno, por aquel pueblo, algunas horas antes pálido, extenuado, moribundo a impulsos del hambre y la miseria, y en aquel día y en aquel momento restablecido, vivificado y delirante de entusiasmo, de valor y de alegría.

Dos días después alzábase un tablado en la Puerta del Sol, y la autoridad superior de Madrid proclamaba y leía en alta voz la CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA, promulgada por las Cortes generales de Cádiz en 19 de Marzo de aquel mismo año; pero dos años más tarde, al regreso de Fernando VII de su cautiverio, fue quemada esta propia constitución por aquel mismo pueblo que poco antes la había jurado de todo corazón sin entenderla.

De aquí datan los diversos triunfos caseros con que dicho monarca regocijó a la Puerta del Sol. En ellos se vio adornada con arcos y templetes, más o menos extravagantes, engalanada con inscripciones más o menos poéticas o prosaicas, debidas a la tierna musa del poeta oficial Arriaza o al sincero patriotismo del sombrerero Abrial o del librero D. Diego Rabadán.

Entre todas estas entradas o aclamaciones, no hay que lindar que la más señalada por el regocijo público, espontáneo, inmenso, del vecindario, fue la primera verificada por Fernando en 14 de Mayo de 1814. Renovóse, aunque no con tanta suntuosidad, en 28 de Setiembre de 1816, a la entrada de la princesa doña María Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando, y a la de la tercera, María Josefa Amalia de Sajonia, en 1819.

Pero sucedió a poco el levantamiento del ejército de la Isla, en 1820, y la jura de la Constitución por Fernando VII, y la Puerta del Sol cambió de papel. De plaza cortesana, de sitio oficial de proclamaciones y festejos, pasó a ser el gran teatro de la vida pública; el forum matritense de los tribunos populares: el Capitolio de los héroes de circunstancias. En ella recibieron su patriótica ovación, su corona triunfal, los caudillos de la isla de León, Riego, Quiroga y Arco Agüero; a ella convergió la energía y el valor revolucionario de las masas populares en sus frecuentes asonadas, que salían casi diariamente armadas de punta en blanco de los vecinos clubs-cafés de Lorenzini y la Fontana de Oro. A ella, por consecuencia, tuvo también que acudir la fuerza represiva del Gobierno, desplegando en su recinto gran lujo de tropas y cañones en muchos de aquellos días, y señaladamente en 7 de Setiembre de 1820, 28 de Febrero y 4 de Mayo de 1821, 7 de Julio de 1822, en cuyo día se dio la célebre acción de la Plaza entre la Milicia Nacional y la Guardia Real, y luego, en 20 de Enero y 20 de Mayo de 1823, en que se acercaron los realistas a las puertas de Madrid. Ocupada la capital en 24 de Mayo por el ejército francés al mando del Duque de Angulema, y libre en fin Fernando, en 1.º de Octubre, del gobierno constitucional refugiado en Cádiz, volvió a sus triunfos acostumbrados, primero sobre los liberales a su regreso a Madrid en 13 de Noviembre de 1823, pasando por bajo de los arcos de Tito y de Trajano, y luego contra los carlistas, a su vuelta de Cataluña en 1828. Por último, en 13 de Diciembre de 1829 dio a la Puerta del Sol un espléndido espectáculo con el recibimiento solemne de la cuarta y última esposa de Fernando, doña María Cristina, a quien acompañaban sus padres los reyes de las Dos Sicilias, y que recibía con gran copia de esperanza y entusiasmo la triste y desventurada España. Entonces fue cuando cubrió Mariblanca su extravagante fuente con un suntuoso templete del género clásico-fastidioso, sobremontado en las cuatro esquinas con las estatuas de Colón, Hernán Cortés, Pizarro y Sebastián Elcano, y rematando, a guisa de tapadera, con un globo transparente del peor efecto posible.

Renováronse este regocijo público y demostraciones municipales en 10 de Octubre de 1830, al nacimiento de la princesa doña Isabel, hoy reina de España, en que se estrenó por primera vez en Madrid el gas en la iluminación en la Puerta del Sol y calles adyacentes, y en el decorado de la fachada del Buen Suceso; y posteriormente, en 20 de Junio de 1833, con ocasión de la solemne jura de esta señora como princesa de Asturias en el templo de San Jerónimo.

Muerto Fernando en el mismo año, e inaugurado el nuevo reinado bajo la gobernación de la reina madre doña María Cristina, estalló la guerra civil y la revolución política, y para colmo de desgracias, hasta el funesto cólera morbo, que dio lugar o pretexto a la horrorosa escena de 17 de Julio de dicho año, en que el populacho atacó los conventos de San Francisco, la Merced, los Jesuitas y otros, y asesinó a muchos religiosos bajo el absurdo pretexto de que estaban envenenadas por ellos las aguas de las fuentes, como así intentaba probarlo una turba de asesinos en la de la Puerta del Sol. Ocho días después de aquel espantoso cuadro atravesaba aquel sitio María Cristina, radiante de juventud, de grandeza y de hermosura, para ir a abrir en persona por la primera vez las Cortes del Reino, convocadas por estamentos, en la antigua iglesia del Espíritu Santo.

Otra turbulencia, promovida por el alzamiento de algunas compañías de tropa, se representó en Enero siguiente, también en la Puerta del Sol, siendo su teatro la casa de Correos, y su desdichada víctima el capitán general don José Canterac, que fue muerto a sus puertas. Más formidable aún la insurrección de la Granja, en 1836, tuvo también rápido eco en la Puerta del Sol, de donde salió el capitán general Quesada para ser sacrificado en Hortaleza, a las puertas de Madrid.

Continuaron las alarmas y alardes militares en este año y el siguiente con motivo de la aproximación de las huestes de D. Carlos, y aun después del convenio de Vergara, en el famoso pronunciamiento de 1.º de Setiembre de 1840, que dio por resultado la abdicación y marcha de la Reina madre y la regencia del general Espartero. En Julio de 1843, a la defensa intentada por la Milicia Nacional de las tropas levantadas contra el Regente por el general Narváez; en la intentona republicana de 18-48, de que fue igualmente víctima, en este mismo sitio, el capitán general Fulgosio (y era el tercero de los capitanes generales); últimamente, en el levantamiento o revolución de Julio de 1854, y en su terrible represión a los dos años en iguales días de 1856, siempre la Puerta del Sol ha figurado en primer término, con su casa fuerte de Correos, con sus barricadas, sus cañones, sus tropas y sus caudillos militares y paisanos.

En ella se ha verificado casi siempre el desenlace de todos los sangrientos dramas que forman el tejido de nuestra historia contemporánea, y de este punto fatídico, providencial, centro de todas las carreteras del reino, han partido también los correos, los telegramas, las órdenes terminantes para todos los cambios políticos del país.

Con estos trágicos episodios han alternado también en los últimos años otros suntuosos regocijos; ha visto levantarse en su centro monumentos, columnas, arcos y obeliscos, ya al regente Espartero en 1840, ya a María Cristina a su vuelta en 1844, ya, en fin, con ocasión de los regios enlaces de S. M. doña Isabel II y la Serenísima Infanta en 10 de Octubre de 1846. En esta ocasión fue cuando se vio cubierta la fachada del Buen Suceso de un elegante pórtico y columnata, a semejanza de la del Panteón.

Por último, con menos preparación artificial, aúneme con el fuego que imprime el amor patrio sobre todos los objetos que anima, saludó Madrid en la mañana del 7 de Febrero de 18601a bandera nacional, que por única demostración brillaba en lo alto de la antigua casa de Correos, hoy Ministerio de la Gobernación, al mismo tiempo que ondeaba victoriosa sobre los muros de Tetuán.

Pero a vuelta de estos episodios más o menos trágicos o sublimes, ¿qué es la Puerta del Sol en su estado normal, en su vida íntima, prosaica, vulgar y cotidiana? Ya lo hemos dicho: es el corazón, el núcleo de la vitalidad y animación de la población cortesana. A él van a convergir, por las diez o más arterias de las callos principales que la rodean, todos los movimientos, todos los intereses, todos los instintos y aspiraciones de este pueblo numeroso. El noticiero intrigante o simplemente hablador, que sueña con las peripecias políticas, con las guerras y los cataclismos, acude a formar corro con otros semejantes en que satisfacer su sed de sensaciones, sus simpatías o su curiosidad; el magnate que cruza en su carroza en dirección a Palacio; el funcionario que acude a su oficina; el diputado que se dirige al Parlamento; todos hacen paso por este sitio, siquiera no sea más que para observar qué cariz presenta la Puerta del Sol, y augurar por los grupos raros o numerosos el mayor o menor peligro de la situación política, la probabilidad de la paz o de la guerra, del triunfo de las elecciones, de la derrota parlamentaria o de la crisis ministerial. El hombre del pueblo, el negociante, el industrial, van allí a informarse por la voz pública de la alza o de la baja de los fondos, de las quiebras aseguradas, de los seguros quebrados, del valor fabuloso de las minas auríferas descubiertas la noche anterior por una sociedad explotadora en el próximo café. El obrero, el ganapán, el hombre para todo, que para nada sirve, vienen allí en demanda de parroquianos o de acomodo: la murga de bombo y platillos, en averiguación de gracias, de bodas o bautizos, para correr a felicitar a los dichosos: el músico festero, contratista por mayor de salves o réquiem a toda orquesta, ajusta con los muñidores de las cofradías los solemnes entierros en las parroquias, o las fiestas patronales de Vallecas o Carabanchel. El corredor a pie quieto ofrece allí sus primas a los primos advenedizos; el vividor parásito cata caldos y panza al trote (pique assiette, que dicen los franceses, caballero del milagro, como antiguamente se decia por los españoles) andan a caza de gangas a quien agasajar y servir; y el prestidigitador aficionado, el tomador del dos y el ratero incipiente ejercen en público sus escamoteos con una destreza capaz de desesperar a los Hermanas y Macallister.

Cruza brujuleando entre todos estos grupos animados el diligente periodista, abeja literaria que liba en ellos la miel o sustancia de su próxima gacetilla; el apasionado dilettante; el amigo del autor en capilla, encargado de crear atmósfera, de preparar la opinión en pro de la prima donna que aquella noche ha de debutar en el Real; del drama que en la siguiente ha de darse a luz en el Príncipe; el taurómaco que sostiene en su círculo especial, compuesto de gente crua, la importante tesis de la próxima estocada de Cúchares, o la incongruencia del Tato en su último volapié. Todo esto amenizado con el estridente chillido del muchacho que pregona la Correspondencia o la Discusión; del pilluelo que entona los premios de la lotería; del mendigo que os ofrece diez mil duros al contado en un billete de la pasada extracción; del vendedor de fósforos y calendarios, propagadores de las luces, y de libritos de papel de Alcoy; del limpiabotas que os arrima el banquillo sin pretenderlo y hace ademan de apoderarse de vuestro pie; del barbero ambulante que os tropieza, con su jarro y escudilla; de la aguadora que os brinda con agua y panales; del horchatero valenciano, o del que por cuatro cuartos pregona su enigmático café.

Hay quien ocupa cuatro o seis horas diarias en revistar minuciosamente el progreso de las obras del ensanche; otros las emplean con más utilidad en recorrer uno por uno los mil o más retratos-tarjetas expuestos a las puertas de los fotógrafos; quien pasa y detiene a todos los transeúntes para hablar a un conocido y preguntarle con el más vivo interés «¿a dónde va por allí?», o para decirle «que hace calor»; quien forma sus delicias en echar los dobles lentes a la Quevedo a todos los agraciados rostros, a todas las breves plantas femeniles que, incesantemente renovadas, hacen paso por aquellas losas en dirección a las tiendas de las calles de Postas o de Espoz y Mina, a la misa de San Luis o los Italianos, a los paseos del Prado o del Retiro. Alguno, más intencionado, persigue con tenacidad a una de esas estrellas del sétimo cielo (léase piso) que toma (acaso por huirle) una berlina de plaza y se mete en ella, sin reparar ¡la cuitada! que el cochero, o indiscreto o descuidado, olvidó bajar el banderín que denuncia su graciosa tripulación con el infamante «se alquila».

Aquí un buen mozo provincial, un Apolo trashumante, se pasea entonado por la ancha acera para exhibir sus gracias delante de todos los grupos, y al paso por todos les espejos de las puertas se mide y se tasa con exquisita fruición; más allá una respetable mamá (casco averiado contemporáneo de Trafalgar) hace rumbo al Prado, precedida de dos pimpollos maravillosamente bellos, que van causando estragos en la apiñada muchedumbre, que las abre paso con sorpresa y admiración. Ni falta tampoco grupo de antiguos veteranos disfrazados de paisanos, que entre las humaradas del habano de diez maravedises, que aspiran con heroica resignación, juran y reniegan contra lo presente y contra lo futuro, encomiando sólo lo pasado (que son ellos), o hacen estallar su ira al ver cruzar, por ejemplo, a un mancebo que sirvió de teniente a sus órdenes en la guerra de Cataluña y hoy luce la faja de general; ni joven estudiante o literato modesto, que cargado de libros, de vuelta de su Instituto o Biblioteca, reniega, de ambos al ver cruzar en brillante carroza a un su condiscípulo, ministro o cosa tal, que lanzado a la política sublime en alas de su osadía, dio punto a sus estudios literarios, forenses o científicos, se vino a la Puerta del Sol, cambió de carrera y penetró audaz por la que se le ofrecía a la vista, por la Carrera de San Jerónimo, que es la que guía al moderno Capitolio, al aura popular, al poder y la fortuna.

La Puerta del Sol es, pues, el laboratorio político-cortesano, económico-social, científico y literario de Madrid: la gran fábrica de las reputaciones históricas, políticas, militares y financieras del país; el horno donde se amasan sus grandes nombres, sus intereses públicos y privados; la escena en la que se trazan y desenlazan las peripecias de su historia, las intrigas de su vida íntima y social. Por eso no debe extrañarse que el anhelo de todo español que intente elevarse en el teatro cortesano sea el de instalarse, desplegarse y brillar en persona o mentalmente en este sitio; que los viajeros extranjeros que escribieron de nuestro país le consagren tomos enteros[185]; que los escritores indígenas emblematicen en él el Madrid moderno, y que los peregrinos y viandantes, de que hablábamos al principio de este capítulo, se citen y emplacen desde los más remotos climas para la Puerta del Sol.

Y aquí el lector habrá de disimular al autor de esta obrita, que extralimitándose de su propósito de pasear en ella por el Madrid antiguo, haya hecho en el presente capítulo una doble excursión en el moderno, y en el estilo humorístico propio de la ya olvidada pluma del Curioso Parlante, que tan mal dice con la fría y mesurada gravedad de la narración histórica.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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