XII. Las Vistillas de San Francisco

Empezando, pues, por el extremo occidental, en donde suspendimos nuestro paseo anterior, repetiremos que en la segunda ampliación no había sido comprendida la parte exterior de Puerta de Moros, que aunque bastante poblada ya de caserío (especialmente a las inmediaciones del antiquísimo convento de San Francisco), quedó todavía extramuros, y considerada como un mezquino arrabal, hasta que, creciendo en importancia, con la sucesión de los tiempos, el aumento de la población y de las construcciones, mereció ser incluida en el recinto de la nueva villa cuando, a poco tiempo de establecida en ella la Corte, y reinando todavía Felipe II, se alargó fuera de la antigua muralla la parte baja de la calle de Segovia o Nueva de la Puente, se construyó éste y la Puerta de la Vega o de Segovia (la misma que ha sido demolida en estos últimos tiempos), y se dirigió la moderna cerca hasta la puerta de Toledo, abrazando ya los altos de las Vistillas. En ellos, aunque elevados tan enormemente sobre la calle de Segovia, que casi les impide toda comunicación con la otra mitad de la villa, se formaron nuevas manzanas de casas y se construyeron por algunos magnates y grandes del reino considerables edificios, formando las dos espaciosas calles de Don Pedro y Carrera de San Francisco y sus traviesas. La primera, que primitivamente formaba con la de la Redondilla un paseo muy concurrido en los tiempos de Enrique IV, desde el cual arrancaba la alcantarilla o foso antiguo que corría por delante de Puerta de Moros, fue convertida en calle, conservando ambos nombres de la Alcantarilla y también de Don Pedro Laso de Castilla, cuyas notabilísimas casas o palacio (de que ya hicimos especial mención) están situadas a la espalda de ella. A la acera derecha de esta espaciosa calle se ve hoy la hermosa casa-palacio de los Duques de Medina Sidonia, Marqueses de Villafranca, que mide la considerable extensión de 51.715 pies[129]; y más allá la que ocupa exclusivamente la manzana 127, construida a fines del siglo XVII para su habitación, por los señores Duques del Infantado, y que hoy se halla ocupada por las oficinas de la casa y la preciosísima Biblioteca y Armería del ilustre poseedor de aquel título. Como tal es dueño también de gran parte de aquel distrito, siendo de su pertenencia, además de los extensos palacios ya citados de Laso de Castilla y del Infantado, el otro principal, moderno, que está situado al final de dicha calle de Don Pedro y frente del descampado de las Vistillas; magnífica casa, mandada construir en el siglo último para la señora Duquesa viuda, princesa de Salm Salm, y que recuerda por su forma y gusto especial el de los palacios de la nobleza parisiense en el Faubourg Saint-Germain, entre la Cour d’honneur de su entrada y su grande y preciosísimo jardín, límite de Madrid por aquella parte. Su actual dueño, el Sr. Duque de Osuna y del Infantado, Conde de Benavente, la habita hoy, y es imponderable la riqueza y buen gusto con que están decorados sus bellos salones y dependencias. Las otras casas, o más bien manzanas de casas contiguas, casi todas propiedad del mismo título, están destinadas, unas a las oficinas y dependencias de los diversos estados que han venido a reunirse en aquella ilustre casa; otras, para habitación de los empleados y dependientes, y otra, finalmente (la señalada con el número 5 antiguo de la calle de los Dos Mancebos), ha sido convertida, por la esplendidez del actual Duque, en un precioso hospital o enfermería para los criados subalternos de la misma. No sólo los edificios, sino también los huertos, bajadas, y hasta el mismo inmenso descampado de las Vistillas, aumentado con la demolición de la manzana 128, que formaba la calle del Corral de las Naranjas, son propiedad de la casa del Infantado; por cierto que en estos últimos tiempos, y siguiendo los mismos impulsos de grandeza, ha proyectado y emprendido el Sr. Duque actual una obra colosal de mejora, desmontando y rebajando aquella inmensa explanada en más de diez pies, para reducirla a un hermoso plano a que se ha de dar forma de paseo, con un bello jardín o glorieta en el centro.

El Monasterio de San Francisco, causa principal de la prolongación de la villa de Madrid entre Poniente y Mediodía, así como el de Santo Domingo lo había sido hacia el Norte, y los de Atocha y San Jerónimo a la banda oriental, no cede a ninguno de ellos en antigüedad, pues trae su origen nada menos que desde los principios del siglo XIII, y debe su fundación al mismo santo patriarca Francisco de Asís. Habiendo venido a Madrid en 1217, y ofrecídole sus moradores un sitio en que fundar fuera de los muros, ala parte del rio, lo hizo construyendo con sus propias manos una choza y una pequeña ermita, que luego se conservó en la huerta del convento al lado de una fuente, con cuyas aguas es tradición que amasaba la tierra el Santo para su modesta construcción. La extraordinaria devoción de los madrileños a esta piadosa casa fue creciendo con el tiempo, y adelantando, y mejorándose en consecuencia, el primitivo edificio de la ermita, se convirtió en un templo y convento bastante espacioso. Contribuyó principalmente a ello la particular devoción de Ruy González Clavijo, embajador que fue del rey Enrique III a Tamerlan, que ya dijimos vivía en sus casas propias de la costanilla de San Andrés. Éste labró a su costa la capilla mayor, y cuando falleció, en 1412, fue sepultado en medio de ella, bajo un suntuoso túmulo de alabastro fino, con su estatua, que por cierto fue quitado de aquel sitio, en 1573, para enterrar a la reina D.ª Juana, esposa de Enrique IV; y últimamente desapareció de todo punto en 1617, cuando se renovó la iglesia, perdiéndose así la memoria dedicada a uno de los más ilustres entre los antiguos hijos de Madrid. La misma devoción que Ruy Clavijo ostentaron hacia esta santa casa los personajes y familias más distinguidas de la antigua nobleza matritense, los Vargas, Ramírez, Lujanes, Cárdenas y Zapatas, los cuales fundaron en ellas capillas propias, memorias pías y suntuosos túmulos para sus enterramientos. Pero todo desapareció indebidamente cuando, a consecuencia de lo averiado del templo y estrechez del convento, determinó la comunidad demolerlo para labrar otro nuevo, lo cual tuvo principio en 1761. La obra del templo actual corrió a cargo de un religioso lego de la misma Orden, llamado Fray Francisco Cabezas, que la dejó en la cornisa en el año 68. Continuóla luego el arquitecto don Antonio Pló, y fue por último terminada, en 1784, por D. Francisco Sabatini, quien dirigió además la obra del convento. La iglesia, de planta circular, con 116 pies de diámetro, coronada por una hermosa media naranja, ofrece un aspecto majestuoso por su extensión y regularidad, aunque escasa de ornato. La fachada y pórtico son igualmente de gusto clásico, pero bastante pesado, y a nuestros ojos profanos, impropio de un templo grandioso, por aquellas ventanas, y sobre todo, aquellas dos mezquinas torres laterales. El convento contiguo, hoy convertido en cuartel, comprende una extensión prodigiosa, y es también de severo estilo, regularidad y fortaleza, bastando decir que tiene diez patios, el principal de los cuales mide más de 19.000 pies, y la huerta que avecina a la del Infantado es correspondiente a tan considerable edificio. Pero ni el sitio escogido para él, ni el gusto que presidió a su construcción, son proporcionados a las inmensas sumas invertidas en esta obra, ni a la piadosa munificencia del gran Carlos III, en cuyo reinado se levantó. Pretendióse, al parecer, dotará Madrid de un templo principal; pero por una fatalidad inconcebible, que presidió todas o casi todas las grandiosas obras propuestas por el célebre arquitecto D. Ventura Rodriguez, no se adoptaron los planes que a este efecto ideó, y ni aun se hizo la nueva construcción en el sitio que él indicaba, más a la izquierda, dando frente a la carrera de San Francisco. Todas aquellas razones, y muy especialmente la situación excéntrica de esta iglesia, la impiden ocupar el primer lugar, que sin duda la corresponde, entre las de Madrid, si bien por su magnitud y elegancia ha sido varias veces escogida para las grandes celebridades de la Corte, en los desposorios y honras fúnebres de los monarcas.

En algunas ocasiones se ha indicado la idea de erigirla en Catedral de Madrid; en otras se la ha designado para Panteón Nacional[130], y en el efímero reinado de José Napoleón estuvo indicada para Salón de sesiones de las futuras Cortes que habían de convocarse con arreglo a la Constitución de Bayona. A todos estos proyectos se opone la casi incomunicación de aquel barrio con el resto de la capital; incomunicación que ya desde principios del siglo anterior se trató de remediar con el proyecto de un puente sobre la calle baja de Segovia a las Vistillas, presentado por el arquitecto Saqueti; pensamiento altamente beneficioso a aquel extenso distrito y a Madrid en general, que el autor de estos Paseos exhumó del olvido y promovió en la corporación municipal en 1846, y que, realizado algún día, dará a aquella parte de Madrid la importancia que merece[131].

Todas las calles de este extenso distrito están, en efecto, bastante bien cortadas, son espaciosas y pobladas de buen caserío, distinguiéndose principalmente las dos ya citadas de Don Pedro y Carrera de San Francisco, y más adelante la de las Tabernillas y del Humilladero. Estas arrancan también de la plazuela de Puerta de Moros, y continuada la primera por la del Ángel y San Bernabé a la derecha, y la del Águila a la izquierda, salen al campillo titulado de Gilimon, y la del Humilladero desemboca en la calle baja de Toledo. De las muchas traviesas que median entre estas grandes líneas, la más importante es la calle de Calatrava; y aunque todas bastante regulares y espaciosas, carecen de interés por la monotonía y sencillez de sus casas, algunas de las cuales albergan cuarenta, cincuenta y hasta cien vecinos, en habitaciones reducidas, cuyo humilde alquiler, satisfecho con trabajo semanalmente, las vinculó el epíteto de casas domingueras. La escasez de monumentos o edificios públicos, históricos o religiosos en este distrito, es completa. El único notable, aunque moderno, de fines del siglo XVII, es el precioso Hospital de la V. O. T., con una linda capilla, sito en la calle de San Bernabé, contigua al portillo de Gilimon, y fundada sobre el sitio que ocupaban las casas en que vivió el famoso fiscal y presidente del consejo de Hacienda Gil Imon de la Mota, cuyo nombre quedó al dicho portillo, abierto en su tiempo (hoy derribado). En estas casas estuvo preso y murió el virrey de Nápoles Duque de Osuna, a fines del siglo XVII, después de sus largas detenciones en el castillo de la Alameda y otras fortalezas. En la calle del Águila, número 1, está la casa de la Sacramental de San Andrés, con una pequeña capilla, dedicada a San Isidro, en la que se guarda una de las arcas en que primitivamente estuvo el cuerpo del Santo. Y en la calle de la Paloma, entre las de Calatrava y la Ventosa, se halla, entre los números 21 y 23, otra pequeña, aunque preciosa, capilla, construida en los últimos años del siglo pasado por la diligencia y caridad de una piadosa mujer llamada María Isabel Tintero, y con las limosnas de los fieles vecinos de aquel barrio, para colocar en ella una devota imagen de nuestra Señora de la Soledad, muy venerada en el mismo por su milagrosa virtud. Esta es la célebre efigie conocida por la Virgen de la Paloma, cuyo pequeño santuario se ve constantemente asistido del concurso de los vecinos, y sus paredes vestidas de multitud de exvotos o piadosas ofrendas.

A la esquina de la Plazuela de la Cebada a Puerta de Moros está la iglesia o Humilladero de Santa María de Gracia, que dio nombre a la calle accesoria. Esta iglesia fue construida a fines del siglo XVII por la hermandad de la Santa Vera Cruz, que existía desde el siglo XIII en el convento de San Francisco. Más adelante, en la misma calle del Humilladero, número 23, se encuentra el hospital o iglesia de San Patricio de los Irlandeses fundado hacia los años 1629 por los clérigos católicos emigrados de aquel reino a consecuencia de la revolución inglesa, y ampliado después como colegio, a semejanza de otros que existían en España, para los naturales de aquellos países.

He aquí los únicos objetos algún tanto notables de aquel apartado distrito, de aquellas rectas calles entre las Vistillas y la de Toledo, denominadas de San Buenaventura, de San Isidro, de las Anuas, del Oriente, del Luciente, del Mediodía, de la Paloma, de Calatrava y otras; en cuyas casas, bajas y mezquinas unas, subdivididas otras en infinidad de viviendas por demás incómodas, hallan albergue millares de familias de artesanos, jornaleros, corredores, chalanes, vagos y hasta malhechores, que abundan, como en todos, en el pueblo bajo de Madrid; bastando decir que la modesta calle del Aguila encierra en sus 42 casas 1.294 habitantes, y la de la Paloma muy cerca de 1.000 en sólo 31 edificios. A pesar de esto, la espaciosidad regular de las calles y la ventilación y altura de los sitios dan a este barrio cierto aspecto halagüeño y condiciones de alegría y salubridad.

La plazuela de la Cebada, formada en los principios del siglo XVI en tierras pertenecientes a la encomienda dé Moratalaz, del Orden de Calatrava, según se ve por escritura otorgada en 1536 por Rodrigo de Coalla, del consejo de Hacienda y del de Castilla (por quien aparece firmado el perdón que el Emperador dio a los comuneros) y por su mujer, que compraron un quiñon de tierras en dicho sitio, es un descampado irregular, más bien que una plaza pública, y desde su principio estuvo dedicada al comercio de granos, de tocino y de legumbres. En el siglo pasado fue también muy famosa por celebrarse en ella las famosas Ferias de Madrid, y el paseo y bullicio consiguiente, de que aun hemos podido ser testigos en algunos años del presente, en que se han continuado en ella; pero a fines del siglo último adquirió esta plazuela más funesta celebridad por haberse trasladado a la misma las ejecuciones de las sentencias de muerte en horca o garrote; a cuyo efecto se levantaba la víspera en el centro de ella el funesto patíbulo, y las campanas de las próximas iglesias de San Millán y Nuestra Señora de Gracia eran las encargadas de trasmitir con su lúgubre clamor a toda la población de Madrid el instante supremo de los reos desdichados. Muchos grandes criminales expiaron en aquel sitio una serie de delitos comunes, y cuando, en este siglo principalmente, se inventó la nueva clasificación de delitos políticos, muchas víctimas del encono de los partidos o de la venganza del poder regaron con su sangre aquel funesto recinto; 1822, 1823 y 1830 son fechas muy marcadas en aquella plazuela. Los nombres de Goifieu, Riego, Iglesias y Miyar dicen bastante en acusación de la intolerancia y animosidad de los políticos partidos[132].

La calle baja de Toledo (llamada en un principio de la Mancebía, por hallarse ésta situada en una de sus casas, con entrada también por la del Humilladero) es sin duda alguna la más poblada y animada de Madrid, como que su caserío llega al número 143 por la acera izquierda y al 174 por la derecha, y su vecindario, según los censos modernos, alcanza, si no excede, la cifra de 4.000 habitantes. Formado aquél principalmente de posadas y casas de vecindad y para oficios humildes, dicha población fija se aumenta extraordinariamente con la accidental de los forasteros y trajineros que en crecido número acuden de continuo a Madrid de todas las provincias del reino, y que con sus diversos trajes, acentos y modales marcan a esta lamosa calle su fisonomía especial, y la hacen ser un compendio abreviado de la España. De monumentos o grandes objetos artísticos e históricos no se trate, porque ninguno se encuentra en ella, a menos que no queramos calificar de tal (y pudiera serlo fúnebre del buen gusto) la desdichada fuente construida en el reinado anterior a la entrada de la calle de la Arganzuela. Ninguna iglesia, ningún edificio público ni principal viene a interrumpir la continuada democracia de esta calle, y desde el principio de ella hasta el fin, está seguro el paseante de hallar por ambos lados después de una posada una taberna, luego una barbería, más allá un albardero junto a un herrador, y enfrente de un bodegón o de una espartería. Se nos olvidaba que a su extremidad la hallamos dignamente terminada a la izquierda por la Casa Matadero, útil aunque muy repugnante establecimiento, hoy muy mejorado con nuevas construcciones; y a la derecha por un principio de gran caserón, empezado a construir por la misma Villa, no sabemos con que objeto, hace algunos años, y abandonado después. Este edificio, conocido por la Casa Pabellones, fue un tiempo cedido a la Sociedad de Mejora de Cárceles para establecer en ella una casa de corrección, pero no llegó a verificarse. Antes de llegar a la casa del Matadero, y a la esquina de la calle de los Cojos, estuvo también el piadoso albergue de San Lorenzo, en que se recogía por la ronda de pan y huevo a los pobres extraviados en las calles durante la noche, y se les daba aquella frugal colación y un humilde lecho, por la hermandad fundada en 1598 por Pedro Cuenca. Hoy no existe ya ni la casa ni el albergue.

Esta calle, en fin, y sus traviesas, con su numerosa y heterogénea población, su vitalidad y su energía, es a Madrid en tiempos de revueltas lo que el faubourg Saint Antoine a la ciudad de París, y su formidable aspecto de fosos y barricadas en 1854 y 1856 está demasiado presente a la memoria para que haya necesidad de recordarlo.

La nueva Puerta de Toledo, que termina esta calle y da salida al camino real de Andalucía, sustituyo hace muchos años a la mezquina y antigua que había un poco más arriba. Tuvo ésta origen en tiempo de la dominación francesa, en que se sentó la primera piedra, teniendo muy buen cuidado de encerrar bajo de ella, con la debida pompa, la correspondiente caja con las monedas de José Napoleón, los Calendarios, Guías y Constituciones a la sazón vigentes; pero salieron los franceses y su intruso gobierno, y en 1813 el Ayuntamiento constitucional de Madrid acordó continuar la obra, dedicándola a la memoria del triunfo obtenido contra aquellos mismos que la empezaron; y como era consiguiente, la operación primera fue la de extraer la intrusa cajita con sus intrusos guías, monedas y calendarios, y colocar en su lugar otra flamante con la novísima Constitución de Cádiz, y las medallas con la efigie de Fernando VII el Deseado. Regresó éste al año siguiente de su cautiverio, y tuvo a bien anular con una plumada y barrar de la serie del tiempo, como si no hubiesen existido jamás, los seis años anteriores: y el ayuntamiento perpetuo, que volvía a abrazar su perpetuidad, creyó de su deber desembarazar los cimientos de aquella obra triunfal de la insegura base de la llamada Constitución, y poner en bu lugar el Almanak, el Diario de Madrid, la Guía de Forasteros, y no sabemos si el Sarrabal de Milán. Todavía sufrieron aquellos subterráneos alguna otra visita municipal con ocasión de la nueva edición de la susodicha Constitución política en 1820, y luego con los decretos anuladores de los tres negros llamados años, en 1823; pero, en fin, en 1827 se vio terminada aquella pesadísima mole, y pudo leerse en su cuerpo ático la inscripción dedicatoria que decía: A Fernando VII, el Deseado, padre de la patria, restituido a sus pueblos, exterminada la usurpación francesa, el Ayuntamiento de Madrid consagró este monumento de fidelidad, de triunfo, de alegría. Pero aun esta inscripción desapareció a resultas de la revolución de 1868.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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