XXIV. Paseo exterior

Al pie del Alcázar y su florido parque del Campo del Moro extiéndese la frondosa vega, regada por el Manzanares, que naciendo en unas sierras cerca del pueblo cuyo nombre toma, entre las villas de Navacerrada y Becerril, viene atravesando en su curso los bosques del Pardo, la Casa de Campo, deja sobre su orilla izquierda a Madrid, y sigue por el soto de Luzon, Peralejos y la Torrecilla, hasta llegar a Vacia-Madrid, donde se confunde en el Jarama.

El humilde origen, escaso raudal y limitado curso de este modesto rio no le daban ciertamente derecho a esperar ser algún día el encargado de regar los muros de la capital del reino, y de reflejar en sus aguas trasparentes los suntuosos alcázares, los Reales bosques, los puentes monumentales que le envidian sus rivales el Tajo y el Ebro, el Duero y el Guadalquivir; contraste formidable con su mansa corriente, que dio lugar en todos tiempos a las donosas burlas y festivas chanzas de los poetas y gentes de buen humor. Mas, a pesar de esta exigüidad de nuestro pobre Manzanares, no pudiera, sin injusticia, achacársele de inútil o insignificante para la población madrileña, cuya vega occidental y meridional fructifica y alegra, cuya salud protege en su mismo prudente apartamiento, cuya seguridad nunca compromete, y cuya policía, limpieza y regalo encomienda a su mansa corriente y a sus ninfas de Lavapiés.

Las fértiles huertas y jardines de una y otra orilla, la magnífica Casa Real de Campo, propiedad un tiempo de la antiquísima familia de los Vargas, de Madrid, adquirida y aumentada considerablemente por los Felipes II y III con inmensos bosques, risueños parques, estanques, alamedas y paseos; la otra preciosa posesión, también Real, de la Moncloa, frontera a aquélla, que encierra en una las famosas del cardenal arzobispo de Toledo don Bernardo de Rojas Sandoval, y la Florida, de los antiguos duques de Alba; sus magníficos jardines, comparables en amenidad y lozanía a los más preciados del Sitio de Aranjuez; las frondosas alamedas de ambas orillas, los sotos de la Villa, de Migascalientes, de Luzon, antiguos y deliciosos sitios de recreación popular; todo declara el benéfico influjo del rio Manzanares en esta comarca espontánea para la vegetación, benéfica y propia para la salud y la holgura.

Y digan lo que quieran en sus festivas sátiras los poetas madrileños Lope y Quevedo, Tirso y Calderón, contra la exigüidad de su modesto rio, y apuren las sales de su ingenio en sus invectivas contra Felipe II por haberle autorizado con la famosa puente Segoviana, obra del insigne Juan de Herrera, invirtiendo en ella la suma de 200.000 ducados; y truenen otros contra el corregidor, Marqués del Vadillo, que dos siglos después levantó con no menor sacrificio la otra puente Toledana con la suntuosidad que hoy ostenta; lo cierto es que, aparte de cierto lujo romano en la construcción de estas obras, su solidez y fortaleza estuvieron bien calculadas, y el mismo Manzanares las justifica cuando tal vez, al desprenderse las nieves de las sierras vecinas, acrece tan formidablemente su caudal, que hace necesarias aquellas obras monumentales para dominarle y resistir a su empuje[200].

Debe, sin embargo, suponerse que en el siglo XVI venía el rio más crecido, o por lo menos más somero, y no tan escondido entre la arena, pues que tenemos la relación del viaje que, en el reinado de Felipe II, hizo desde Lisboa por el Tajo, el Jarama y el Manzanares, el ingeniero Antonelli, llegando hasta los bosques del Pardo, o por lo menos hasta frente al Alcázar de Madrid. Posteriormente hubo el proyecto de aumentarle e incorporarle al Jarama, y más adelante, a fines del siglo XVII, por los ingenieros hermanos Grunnemberg se propuso la canalización del rio hasta Vacia-Madrid, que al fin se llevó a cabo en el reinado de Carlos III, con grandes esperanzas de resultado, que ha venido a hacer estéril la aplicación de los ferrocarriles, concurrencia formidable, en que no pudieron soñar ni Antonelli ni Grunnemberg.

De todos modos, preciso es convenir en que donde concluye la influencia del Manzanares, o sea desde frente al extremo de la Montaña del Príncipe Pío hacia el Norte, y el de la huerta de Atocha hacia Levante, allí acaba también la animación, la vida y la fertilidad de esta comarca. Dentro de estos opuestos polos, al Occidente y Mediodía, es donde se desplega, a favor del benéfico influjo de su escaso rio, la risueña vega de Madrid, donde en tiempos remotos acudían a solazarse los habitantes de esta villa. Allí está su famoso sotillo, en donde, el 1.º de Mayo, celebraba la popular y animada fiesta de Santiago el Verde, que poetizaron hasta lo sumo, en sus dramas y canciones especiales, las musas de Lope, de Rojas y Calderón; allí, sus antiguas ermitas de San Isidro[201], del Ángel[202], de San Dámaso[203], de San Antonio de la Florida[204] y de la Virgen del Puerto[205], que en sus días respectivos presenciaban sus festivas y vistosas romerías; allí su pradera del Corregidor, teatro de sus románticas verbenas la mañana de San Juan; allí la Tela de justar, en que los briosos caballeros (no digamos del siglo XI, ni acaudillados por el Cid, según en sus admirables quintillas describe Moratín el padre), sino los apuestos galanes de la corte de los Felipes, holgaban de lucir su gallardía dominando un fogoso alazán, corriendo una sortija, quebrando una lanza o rejón, y tendiendo a un toro a sus pies; allí su parque de Palacio, donde las elegantes y hermosas damas salían a lucir su belleza y recibir los holocaustos de sus amantes en las mañanas de Abril y Mayo; allí donde el Monarca, los magnates de la corte y los antiguos mayorazgos de la villa tenían sus recreos o retiros campestres, sus huertas floridas; el Rey, su Casa de Campo; el Arzobispo de Toledo, su Moncloa; el Duque de Alba, la Florida; sus huertas los Vargas, los Luzones, los Lujanes, los Ramírez de Bornos, los Coellos y los Balbases[206]; allí, en fin, donde, coronando dignamente este risueño paisaje sobre las altas colinas de su fondo, desplegaba sus antiguos torreones, sus fuertes murallas, su puerta primitiva, la villa y corte de Madrid, desde el Real Alcázar hasta el venerando templo de San Francisco.

A espaldas de este cuadro pintoresco, es decir, salvando los límites de la Montaña del Príncipe Pío y de Atocha al Norte y Levante, ¿qué es lo que ofrecía Madrid, y qué ha venido ofreciendo hasta nuestros días, en que espera fundadamente su trasformación, merced a las aguas del Lozoya, traídas a sus puertas con obras formidables? ¿Qué objetos halagüeños, qué señales de vitalidad presentaba en su radio exterior, sino una monótona sucesión de colinas areniscas, de tierras de pan llevar, interrumpidas de vez en cuando por alguna triste casa de labor, por alguna venta o tejar, por tal cual posesión cercada, más o menos rústica, por algún barranco seco y pestilente o por una solitaria y desnuda carretera? ¿Ni en qué se diferenciaba de un yermo, ni en qué se parecía a las avenidas de otras ciudades populosas?

Madrid recibió, es verdad, de Felipe IV el importantísimo aumento del Buen Retiro a su banda oriental; con la asombrosa extensión de este Real sitio casi duplicó el perímetro de la villa y llamó hacia aquel extremo su importancia y su riqueza; pero al tiempo que la dotó de tan espléndido apéndice, la impuso límites fijos, indeclinables, fatales, por aquel lado, y contuvo el progreso que desde el principio venía siguiendo la población hacia aquel extremo.

La formación de este inmenso parque al otro lado del Prado prohibió al caserío rebasar la línea de aquel paseo y convertirle a la larga en una rambla o boulevart interior; y la cerca del Retiro, desde su esquina meridional hasta la que mira al Norte, donde se alza hoy la montaña artificial, puede decirse que eran las columnas de Hércules, el Non plus ultra para la villa de Madrid por aquel lado.

A la vista tenemos también, para esta ojeada exterior, un preciso Plano de Madrid (del que hasta últimamente no teníamos noticia); y aunque no de la extensión y primor del grande, de Tejeyra, grabado en Ambéres en 1656, sobre el cual están calcados estos paseos por el Madrid antiguo, es indudablemente anterior a él, y aun al reinado de Felipe IV, pareciendo ser obra de los últimos años del de su antecesor, hacia 1617 o 1618, por carecer todavía del Retiro, de la nueva Plaza Mayor, de la puerta de Segovia, de la cárcel de Corte, del Ayuntamiento y demás edificios posteriores[207].

Recorriendo con este dato contemporáneo el exterior de Madrid en los primeros años del siglo XVII, empecemos por la parte alta al Norte, donde hallamos la dicha huerta de la Florida y la del cardenal de Rojas Sandoval (tío del Duque de Lerma), y otras, formando un conjunto con lo que hoy las dos Reales posesiones de la Moncloa, o Real Florida, y la Montaña del Príncipe Pío, que más adelante fueron separadas por Carlos III con el costoso desmonte y rotura del camino o Cuesta de Areneros. Donde después se colocó el portillo de San Joaquín, o de San Bernardino (porque es sabido que entonces Madrid no tenía cerca alguna), arrancaba el camino de las Cruces, que guiaba al convento de San Bernardino, fundado por el contador Garnica en 1572; y la primera casa o edificio de Madrid por aquel lado estaba en lo que después se llamó plazuela de los Afligidos, y era el convento de clérigos menores, apellidados con aquel título, y la huerta contigua del Conde de Nieva, hacia donde hoy el palacio de Liria; a que seguían, en la dirección del actual cuartel de Guardias y portillo del Conde-Duque, otros edificios y casas particulares. Al término de la cuesta de Leganitos, y sobre la dicha Montaña del Príncipe Pío, en que hay varias huertas, está ya señalado el viejo palacio del Duque de Osuna, que aun subsiste, y todas las dichas calles de Leganitos y sus paralelas, hasta las de San Bernardo, Fuencarral y Hortaleza, daban salida al campo y no se prolongaban tanto como después lo hicieron. Al final de esta última (la de Hortaleza) se ve ya en la extensa plaza o descampado el convento de Santa Bárbara a su derecha, y al frente, otro edificio considerable con su huerta. Detrás del de Santa Bárbara estaban el palacio y jardines del Príncipe Stillano, convertido después, por él mismo, en convento de monjas de Santa Teresa; y más adelante seguían otros huertos y casas aisladas hasta el extenso campo donde después se elevó el monasterio de las Salesas.

El prado de Recoletos está ya, poco más o menos que en el plano de Amberes, con su convento de Agustinos, su huerta de San Felipe (luego de la Veterinaria), y otra muy grande, hasta la subida de la puerta de Alcalá; y al otro lado del paseo, los jardines del Conde de Baños, del Almirante y de Juan Fernández, el Regidor; corriendo por el centro el antiguo barranco y dos filas de árboles. La puerta de Alcalá, levantada en 1509, y formada dedos mezquinas torrecillas, apoyaba entre las huertas del prado de Recoletos y la que había enfrente, hacia donde después la entrada del Retiro por la Glorieta. Detrás de esta huerta seguía otra, donde luego el jardín de Primavera y el palacio de San Juan, hasta la subida de San Jerónimo, con un edificio de alguna apariencia, en donde se elevó el cuartel de Artillería, y un paseo delante, que está señalado en el plano con el nombre de Carrera de los Caballeros. También había allí una ermita o iglesia, que podía ser la antigua de San Juan. Lo demás que hoy forma el Real Sitio del Retiro eran tierras y casas de labor, atravesando por ellas el camino de Valnegral o de Abroñigal, y terminando aquella banda en el monasterio y cuarto Real de San Jerónimo y su extendida huerta, el altillo y ermita de San Blas, el convento, iglesia y huerta de Atocha.

Por delante de todo esto se ve el Prado de San Jerónimo, como en el plano posterior, con sus dobles filas de árboles, sus fuentes, su torrecilla para las músicas, sus huertas y barranco a la izquierda, las cercas de sus jardines a la derecha, avanzando éstas más adelante que hoy a la esquina de la calle de Alcalá y de la Carrera, no formándola todavía la fachada de la casa del Marqués del Carpió (hoy de Alcañices), ni la del Duque de Maceda, y hoy el palacio de Villahermosa.

La huerta del Duque de Lerma, y los diversos edificios que incorporó a ella para formar su palacio, aparecen donde hoy el de Medinaceli, aunque separados e independientes; uno con vista al Prado; luego la verja de la huerta, y otros edificios al término de ella, hacia la calle del Prado[208]. También está detrás de este palacio y huerta el convento de los trinitarios de Jesús, fundado por el mismo Duque en 1606. Sigue el Prado hacia la salida al camino de Vallecas, con dos filas de árboles, y a su extremo el edificio del antiguo hospital, y el convento iglesia de Atocha al fin de su paseo. Por la parte baja no se presenta nada notable en los límites de Madrid; todas las calles, que, por lo que se infiere, no se prolongaban tanto como ahora, tenían salida al campo y terminaban, la de Lavapiés en la plazuela de este nombre, la del Mesón de Paredes en la Escuela Pía, donde estaba el Hospital de los Aragoneses, y así las demás hacia la de Toledo.

A la parte oriental, al otro lado del rio, se ve la antigua ermita de San Isidro, poco más o menos de la misma forma que la actual, y luego las huertas de Luche, los lavaderos, la Casa de Campo, con la estatua ya de Felipe III (que fue colocada en 1616), y de la parte acá el monasterio de San Francisco y su huerta (pero no la del Infantado), el Puente Nuevo, sin la puerta de Segovia, porque la calle de este nombre terminaba en las casas de Moneda, viéndose todavía al descubierto la muralla antigua, que bajaba por la Cuesta de los Ciegos, y subía luego, dejando a la parte fuera el hospital de San Lázaro, que se ve hacia donde ahora el callejón de este nombre; luego la primitiva y única puerta de la Vega en la escabrosa cuesta, terminando con el parque de Palacio, el Alcázar y Vistillas al rio, en las que se mira el monasterio de doña María de Aragón. Aquí nos hallamos ya delante del cuadro que dejamos trazado al principio de este paseo, y aquí terminan también los nuestros por el Antiguo Madrid.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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