1931 – La promesa de la nueva España

La promesa de España. I. Pleito de historia y no de sociología.

El Sol (Madrid), 13 de mayo de 1931

Se ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar el pasado; mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia, aunque sin filosofía. Lo que puede prometer la nueva España, la España republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de nuestro desastre colonial, de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas de la corona, más que de la nación española.

En España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónico-habsburgiana. Cuando entró a reinar el actual ex rey, D. Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soñó en un Imperio ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó “el Africano”. Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la Iglesia, con lo que fomentó el pretorianismo —más bien cesarianismo— y el alto clericalismo. Y en cuanto al pueblo proletario, hizo que sus Gobiernos, en especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación social, con objeto de conjurar el movimiento socialista, y aun el sindicalista, que empezaba a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principios de su reinado gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la internacional, que era lo más grave.

Surgió la Gran Guerra cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento dirigido al rey por el episcopado, documento que el mismo rey inspiró, se le llamaba a esa guerra cruzada, y así la llamó el rey mismo más adelante, en un lamentable discurso que leyó ante el Pontífice romano. Cruzada que el pueblo español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la guerra europea, D. Alfonso se pronunció por la neutralidad —una neutralidad forzada—, pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice, porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que comprendería, con toda la Península, inclusos Gibraltar y Portugal —cuyas colonias se apropiarían Alemania y Austria—, Marruecos. Fueron vencidos los Imperios Centrales, y con ello fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España. Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria española y el patrimonio real.

A esto vinieron a unirse nuestros desastres en África, que reavivaban las heridas, aun no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El de 1921, el de Annual, fue atribuido por la conciencia nacional al rey mismo, a D. Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra Abd-el-Krim, a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado —en rigor la conquista, en cruzada— de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo pidiendo responsabilidades, y se buscaba la del rey mismo, según la Constitución, irresponsable. Fui yo el que más acusé al Rey, y le acusé públicamente y no sin violencia. Y el rey mismo, en una entrevista muy comentada que con él tuve, me dijo que, en efecto, había que exigir todas las responsabilidades, hasta las suyas si le alcanzaran. Y en tanto, con su característica doblez, preparaba el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que fue él quien lo fraguó y dirigió, sirviéndose del pobre botarate de Primo de Rivera.

Es innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano, y declaramos que de los males de la patria era más culpable el rey que los políticos. Nuestra campaña —que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en Francia, adonde me llevó la Dictadura— fue, más aún que republicana, antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales, y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al republicanismo, ha sido por antialfonsinismo, por reacción contra la política imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo que se hacía creer en el Extranjero, puede asegurarse que después de 1921 D. Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre los monárquicos, y que era, si no odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.

La dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aún voto. Son los hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres españolas, que, como en la Guerra de la Independencia de 1808 contra el imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.

Partidarios de la persona de D. Alfonso no los había, y si se le sostenía era por ver imposible su sucesión, dada su desgraciada herencia familiar, y por estimar muchos que el fin de la Monarquía española era un salto en las tinieblas. La Monarquía o el caos, decían. Y anunciaban toda clase de fieros males y vaticinaban el comunismo o sovietismo, ese coco de una desdichada clase social cegada que no sabía ver al pueblo en que vivía y del que vivía. Desdichada clase a la que más que el resultado del plebiscito contra el rey, del 12 del mes de abril, le ha sorprendido la compostura, la serenidad, el orden del pueblo español después de su triunfo contra el futuro Emperador de Iberia.

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La promesa de España. II. Comunismo, fascismo, reacción clerical y problema agrícola.

El Sol (Madrid), 14 de mayo de 1931

El comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o, mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que, como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes masas de excombatientes habituados a la holganza de los campamentos y las trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un Ejército excesivo —herencia de nuestras guerras civiles y coloniales—, este Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza española, palaciega y cortesana, ha rehuido la milicia. Y ese Ejército formaba y aún forma —hoy con la Gendarmería, la Guardia de Seguridad y hasta la Policía— algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los que antes iban frailes se van para guardias civiles.

No creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del rey y el rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y mentían —don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque entonces no la creía—, y mentían en vista al Extranjero. Y ahora todas esas pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto. Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales, no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.

Añádase que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. “Temo más a los obreros leídos que a los borrachos”, me decía un terrateniente. Y en cuanto a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.

Porque, en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascismo a base de militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual pueblo católico español —católico litúrgico y estético más que dogmático y ético— tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinismo. El espíritu católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición —que fue más arma política de raza que religiosa de creencia—, no concibe los excesos del cant puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-Klux-Klan ni los furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que acaso no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia del Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha de reprimir el espíritu anticristiano que llevó al episcopado del rey y al rey mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de la Dictadura, bajo el capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres. Y a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el confesonario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu —o lo que sea— es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que gendarmería.

Hay el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el latifundio, en otra parte, acaso más poblada, el mal estriba en la excesiva parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el tránsito del régimen ganadero —en un principio de trashumancia— al agrícola. Las mesetas centrales española fueron de pastoreo y de bosques. Las roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la industria —en gran parte, en España, parasitaria— y la agricultura, es problema en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España.

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La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones.

El Sol (Madrid), 16 de mayo de 1931

Hay otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es de su íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista, y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común federalismo tiene muy poco del federalismo de The Federalist o New Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de 1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces en estas luchas de regionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan instructiva guerra de Secesión norteamericana! En que el problema de la esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de un parte, o es un organismo.

Aquí, en España, este problema se ha enfocado sentimentalmente, y sin gran sentido político, por el lado de las lenguas regionales no oficiales, como son el catalán, el valenciano, el mallorquín, el vascuence y el gallego. Por lo que hace a mi nativo País Vasco, desde hace años vengo sosteniendo que si sería torpeza insigne y tiránica querer abolir y ahogar el vascuence, ya que agoniza, sería tan torpe pretender galvanizarlo. Para nosotros, los vascos, el español es como un máuser o un arado de vertedera, y no hemos de servirnos de nuestra vieja y venerable espingarda o del arado romano o celta, heredado de los abuelos, aunque se los conserve, no para defenderse con aquella ni para arar con éste. La bilingüidad oficial sería un disparate; un disparate la obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en país vasco, en el que ya la mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso cancilleresco hasta el siglo XV, y que enmudeció en tal respecto en los siglos XVI, XVII y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán en el desconocimiento del español —lengua internacional—, y sería una pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán, mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado de dialectos. La bilingüidad oficial no va a ser posible en una nación como España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia… hayan sido oprimidas por el Estado español no es más que un desatino. Y hay que repetir que unitarismo no es centralismo. Mas es de esperar que, una vez desaparecida de España la dinastía borbónica-habsburgiana y, con ella, los procedimientos de centralización burocrática, todos los españoles, los de todas las regiones, nosotros los vascos como los demás, llegaremos a comprender que la llamada personalidad de las regiones —que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito sentimental— se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran nación, como la española, dotada de una lengua internacional. Y no más de esto.

Por lo que hace al problema de la Hacienda pública, España no tiene hoy deuda exterior ni tiene que pagar reparaciones, y en cuanto al crédito económico, éste se ha de afirmar y robustecer cuando se vea con qué cordura, con qué serenidad, con qué orden ha cambiado nuestro pueblo su régimen secular. España sabrá pagar sin caer en las garras de la usura de la Banca internacional.

En 1492, España —más propiamente Castilla— descubría y empezaba a poblar de europeos el Nuevo Mundo, bajo el reinado de las Reyes Católicos Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla. Unos veintiséis años después, en 1518, entraba en España su nieto, Carlos de Habsburgo, primero de España y quinto de Alemania, de que era Emperador, como nieto de Maximiliano. Carlos V torció la obra de sus abuelos españoles, llevando a España a guerras por asentar la hegemonía de la Casa de Austria en Europa, y la Contra-Reforma, en lucha con los luteranos. Con ello quedó en segundo plano la españolización de América y del norte de África. En 1898, rigiendo a España una Habsburgo, una hija de la Casa de Austria, perdió la corona española sus últimas posesiones en América y en Asia, y tuvo la nación que volver a recogerse en sí. En 1518, al entrar el Emperador Carlos en la patria de su madre, las Comunidades de Castilla, los llamados comuneros, se alzaron en armas contra él y el cortejo de flamencos que le acompañaba, movidos de un sentimiento nacional. Fueron vencidos. Dos dinastías, la de Austria y la de Borbón, han regido durante cuatro siglos los destinos universales de España. Estando ésta bajo un Borbón, el abyecto Fernando VII, el gran Emperador intruso, Napoleón Bonaparte, provocó el levantamiento de las colonias americanas de la corona de España. El nieto de Fernando VII, descendiente de los Austrias y los Borbones, ha querido rehacer otro Imperio, y de nuevo las Comunidades de España, los comuneros de hoy, se han alzado contra él, y con el voto han arrojado al último Habsburgo imperial. España ha dejado del otro lado de los mares, con su lengua, su religión y sus tradiciones, Repúblicas hispánicas, y ahora, en obra de íntima reconstrucción nacional, ha creado una nueva República hispánica, hermana de las que fueron sus hijas. Y así se marca el destino universal de spanish speaking folk. Podemos decir que ha sido por misterioso proceso histórico la gran Hispania ultramarina, la de los Reyes Católicos, la que ha creado la Nueva España que al extremo occidental de Europa acaba de nacer.

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¿A quién le pego?

El Sol (Madrid), 22 de mayo de 1931

Corre por estas tierras un suceso muy significativo de un sujeto, creo que de Fuentelapeña, apodado, por cierto “el Obispo”. Y es que se hallaba una vez presenciando una capea en la plaza del pueblo, muy tranquilo y sosegado, solo entre los demás, con su lomo en tripa, su pan y su bota de vino, y entre las piernas —hallábase sentado— una larga vara. De pronto estalló cerca de él, en el tablado, un alboroto, dos que se trabaron primero de palabras y luego de manos y empezó la refriega. Al percatarse de ello “el Obispo”, ajeno al caso y con quien no iba nada, despertó como de un sueño, púsose en pie, blandió la vara haciendo con ella un molinete y mirando, sin ver, al alto, voceó: “¿A quién le pego?” He aquí un hombre representativo y simbólico este “Obispo” de Fuentelapeña, que estaba en “¿A quién le pego?” Sus congéneres verbenean ahora a merced de la histeria colectiva que se da en llamar espíritu revolucionario, aunque ni de revolución y ni siquiera de revolucionarismo tenga mucho. Tiene más del famoso grito de ficción de guerra de los tarasconenses tartarinescos, aquel “fem du bruit”, esto es, “metamos ruidos”. Que recuerda a su vez el de destruir “en medio del estruendo” lo existente de aquel D. Juan Prim y Prats, el que desde fuera de España ganó la batalla de Alcolea.

¡Cuántas veces me tengo que acordar en estos días del “Obispo” de Fuentelapeña y de su vara! ¡Cuántas veces de Prim! ¡Y cuántas de las Reflexiones sobre la violencia, de Jorge Sorel! Los recordaba sobre todo una tarde en que en mi querido Ateneo Literario, Artístico y Científico de Madrid presencié, hace muy poco, una novillada. Esperando —y mi espera fue frustrada— que de allí saliera la dictadura de la mocedad ateneísta en España. Porque me parece mucho más congruente que el pedirle a un Gobierno, y a un Gobierno en que no se confía, que ejerza la dictadura, el recabarla para sí quien se la pida. ¡Dictaduras al dictado, no! Pero, ¡ay!, no salió de allí la dictadura que yo, con expectación más bien estética, esperaba. Todo acabó en una votación después de un regular voceo.

Y ahora quiero comentar brevemente una de las peticiones de aquel “¿A quién le pegamos?” moceril. Es la de la disolución de los Cuerpos de la Guardia civil y de Seguridad y creación de milicias armadas, cuyos cuadros se formarán dentro de las organizaciones obreras y de los partidos republicanos.

Parece natural que los miembros de las organizaciones obreras y de los partidos republicanos que tengan oficio o beneficio, que se ganen su vida con una profesión o menester calificados, no vayan a dejar éstos para hacerse milicianos, es decir, mercenarios del Estado, con camisa roja, negra, amarilla, azul o verde. Guardia verde llaman a la de los “schupos”. Estos milicianos armados para sustituir a los disueltos Cuerpos de la Guardia civil y de Seguridad, no podrían simultanear su función miliciana con las obligaciones de sus respectivos oficios, sino que harían de la milicia revolucionaria un oficio y un beneficio. La solución habría de ser, pues, la de formar esas milicias con los obreros parados, esta nueva categoría que tanto se parece a lo que se llamaban “esquiroles”, y a lo que Carlos Marx llamó el ejército de reserva. Pero es claro que al dar así ocupación a los obreros parados, formando con ellos Soviets de milicianos o fajos —“fasci” en italiano—, quedarían sin ocupación los actuales guardias civiles y guardias de Seguridad, vulgo “romanones”, y estos pasarían a ser obreros parados. Con lo que nada se habría resuelto.

¿Que los guardias civiles y “romanones” actuales tienen sobre sí estos o los otros defectos de ordenanza que les han atraído la enemiga de una gran parte del pueblo español? Bueno; pero al verse armados esos sujetos salidos no de las organizaciones obreras ni de los partidos republicanos, sino de la reserva de los sin trabajo, de los parados, ¿no brotarían en ellos las mismas características que han hecho odiosos a una parte del pueblo a los actuales guardadores del llamado orden? Dudo mucho de que a la larga los obreros de verdad, los que quieren ganarse la vida sirviendo al bien público, soportaran a los que armados habrían de protegerlos. Todos los regímenes han acabado por sucumbir bajo la tiranía de los encargados de sostenerlos con las armas. El mismo proletariado sucumbe al fin al yugo de los pretorianos del proletarismo. Milicia revolucionaria armada, Soviet de soldados rojos, fajo de camisas negras, todo es igual. ¿Qué salida hay para esto?

Dejemos el “¿A quién le pego?” para verlo.

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Cristianismo monárquico y monarquismo cristiano

El Sol (Madrid), 29 de mayo de 1931

He leído que en alguna procesión u otro acto público de culto católico algunas damas dieron en gritar: “¡Viva Cristo Rey!” No es de creer que quisieran decir “¡Viva el Rey!”, que no debe ser ya, como lo era antes del advenimiento de la República, un grito subversivo, sino, por inocente, permisible, y que lo de sacar el Cristo fuese para despistar; suponemos más bien que con este piadoso grito trataran de manifestar su cristianismo monárquico o su monarquismo cristiano, lo que no es igual. De todos modos, el “¡Viva Cristo!” con rey o sin rey es algo así como aquel “¡Viva Dios!” que solía lanzar el piadosísimo general carlista Lizárraga cuando entraban en acción sus tropas. “¡Viva Dios!” que no es el “vive Dios que…” clásico y castizo, sino algo como el ya famoso “¡viva la Virgen!” Ingenuas y candorosas explosiones de un simplicísimo sentimiento religioso. Pero por si en ese grito se oculta otro sentido, bueno será que esas damas se den cuenta de la realeza evangélica de Cristo.

Cuenta el cuarto Evangelio (Juan, VI, 15) que cuando después que Jesús multiplicó los panes y los peces para los cinco mil varones que se recostaron sobre mucha hierba, éstos quisieron arrebatarle y hacerle rey, y retiróse él solo al monte. Huía de que le hicieran rey y no más que por haber multiplicado peces y panes. Peces y panes que son cosa de este mundo, mientras que el reino de Cristo no es de este mundo, como se lo dijo él mismo a Pilatos (XVIII, 36). Era Pilatos, el que lo entregó a los judíos para que lo crucificaran, el que se empeñaba en proclamarle rey. “¿Luego eres tú rey?”, le preguntó, y respondió Jesús: “Tú dices que yo soy rey” (v. 37). Y fue Pilatos mismo el que le hizo proclamar rey cuando hizo poner en la cabecera de la cruz en que agonizó y murió aquel letrero trilingüe en que decía: Jesús Nazareno, rey de los judíos, y el que al decírsele que pusiese que había sido el mismo Jesús el que se dijo rey, contestó: “Lo escrito, escrito queda.” (Juan, XIX, 19-23). ¿Y qué hay en este pleito entre Jesús y Pilatos a cuenta de la realeza de aquel?

Lo que hay es que el Cristo no se sentía rey de este mundo, rey político, sino que eran las turbas hambrientas de pan y de peces las que querían hacerle rey, y él huía de esas turbas y de la política nacionalista de ellas. Por lo que le tentaban los escribas y fariseos para presentarlo como un sedicioso, un faccioso contra el César, y es cuando dijo lo de “Dad al César lo que es del César”, es decir, el tributo y con él la política. Escribas, fariseos y sacerdotes, para quienes el Cristo era un faccioso, un sedicioso, un antipatriota, que ponía en peligro la independencia de la nación judía. “Si le dejamos —decían—, todos creerán en él, y vendrán los romanos y quitarán nuestro lugar y la nación” (Juan, XI, 48), y luego: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda” (v. 50). Y por esto, por antipatriota, hicieron los sacerdotes que se le crucificara, y por lo mismo hizo poner Pilatos el letrero trilingüe, como queriendo decir: este es un sedicioso alzado contra el César. Mas él, el Cristo, jamás se proclamó rey de este mundo, rey político. Agonizó y murió bajo el rótulo de rey, y fue rey de agonía.

El Cristo rey, pues, y no de este mundo, es el Cristo desnudo, sin manto ni cetro, crucificado por antipatriota y agonizando en la cruz, el Cristo de la agonizante también piedad popular cristiana española. Y a ese Cristo desnudo y ensangrentado y acardenalado se le adivinan, casi se le trasparentan tras las lívidas carnes, las entrañas todas. Allí dentro hay entrañas de hombre, estómago, hígado, bazo, pulmones, corazón, las vísceras todas. Y sería un despropósito querer sacarle una cualquiera de ellas y ponérsela fuera, sobrepuesta. ¿Qué sentido tendría ponerle o pintarle a un Cristo crucificado y desnudo un corazón al lado izquierdo del pecho? Revolveríase contra esa incongruencia tanto el sentimiento religioso como el estético. ¡Poner un corazón de pega sobre la carne que guarda el corazón entrañado! Un corazón así, de pega, a modo de una condecoración, sólo se explica sobre la túnica de un Cristo vestido, que acaso no es más que un maniquí. Un corazón así, de pega, desprendido de la red toda visceral de que forma parte, sólo se explica sobre una túnica que quiere acaso ser manto real, manto político. Y sobre ese corazón de pega, que no es el corazón entrañado del cuerpo desnudo y agonizante, sobre ese corazón un “Reinaré en España y con más veneración que en otras partes.”

Y ese corazón ensento, separatista —pues se separa del resto de las entrañas corporales— y real, es un corazón que a las veces se trueca en olla ciega o alcancía, si es que no en buzón. Pues le hay que recibe papeletas en que van escritos los nombres de los donantes que contribuyeron con mayores cantidades a la erección del monumento. Lo cual tiene sin duda que ver con los panes y los peces, pero no con la realeza del otro mundo, sino con el tributo del César.

Si las damas de la Acción Católica que lanzan al aire esos vivas inflamados de monarquismo leyeran más los evangelios —con notas o sin ellas— que las revelaciones de Santa Margarita María de Alacoque, podrían darse más clara cuenta de la realeza de Cristo y a la vez de su cordialidad. Y si estudiasen un poco de anatomía y fisiología, aprenderían que el corazón, el de entraña y no el de pega, es algo más que una bomba aspirante e impelente.

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Lo religioso, lo irreligioso y lo antirreligioso

El Sol (Madrid), 4 de junio de 1931

Seguimos percutiendo y auscultando el espíritu público español, que no es lo mismo que la opinión, pues la llamada opinión pública no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu. El examen de conciencia colectiva, y más que colectiva, común, es más difícil aún que el examen de conciencia individual, y todos los confesores y curadores de almas saben cuán difícil es éste.

Seguimos percutiendo y auscultando a este espíritu público español, atacado hoy de hiperestesia, de histeria y hasta de epilepsia, Los más de los españoles con algo de conciencia común, de conciencia civil o política, ni saben lo que quieren y ni siquiera saben lo que no quieren. Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos, el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no son otra cosa los más de los vivas y de los mueras. Nos basta volver la vista a las jornadas de las quemas de conventos.

Es indudable, a las quemas de conventos se unieron profesionales del motín, deportistas de la violencia; pero es no menos indudable que esa obra tuvo si un carácter económico, un carácter también religioso, o sea antirreligioso. No irreligioso. Porque toda protesta, pacífica o belicosa, contra una forma de religión, se hace movido por otra forma de religión. La irreligión, la verdadera irreligión, no protesta nunca, ni pacífica ni belicosamente. Se limita a ignorar la religión —y con ella a ignorar la irreligiosidad— y a encogerse de hombros ante ella. El ateo religioso, el que profesa la religión —que lo es— del ateísmo, cree en el anti-Dios. Cree tanto como el creyente en Dios. Todo acto antirreligioso, que es acto religioso, es acto de fe. Tan de fe es creer que hay Dios como lo es creer que no lo hay. ¿Saberlo… decía? Sí, ya sé que dicen que saber no es creer, que saber es cosa de razón. Pero después de todo si fe es, según nos reza el catecismo del P. Astete, creer lo que no vimos, razón —razón religiosa— es creer lo que vemos. ¡Y qué terrible es la religiosidad racionalista!

“La religión es el opio del pueblo”, dicen que decía aquel terrible profeta, hoy canonizado y erigido en momia de idolatría, que fue Lenin. No sé si dijo “opio del pueblo” o si dijo “opio para el pueblo”; pero es igual. Opio para el pueblo, elaborado por el pueblo mismo. Y lo es toda religión, incluso ¡claro está!, la religión de Lenin, el materialismo histórico de Carlos Marx —otro profeta canonizado—, elevado a religión bolchevista, con sus dogmas, su disciplina, su jerarquía y su liturgia. Y es que el pueblo apetece opio, porque lo necesita. Uno u otro opio, el ruso ortodoxo, el católico, el nacionalista o el bolchevista. Necesita opio para calmar sus dolores y hasta su hambre; necesita opio para consolarse de haber nacido a esta vida pasajera. Y ese opio es creer en otra vida, o después de la muerte corporal o antes de ésta. ¿Qué es el comunismo sino fe en otra vida? O en otra sociedad, que es lo mismo. Opio es toda utopía, aunque se envuelva en cientifismo.

Es pues religión el bolchevismo ruso, y lo es el fajismo italiano, y lo es el socialnacionalismo tudesco, y lo es el americanismo, y lo es el sindicalismo anarquista, y empieza a serlo el neorrepublicanismo español, que aun no sabe bien ni lo que quiere ni lo que no quiere. Y quema conventos para ver si a la luz de sus llamas ve salir el sol —hay quien enciende una candela para verlo nacer—, y no ve más que humo. Y todo es opio; opio para calmar los dolorosos retortijones del hambre espiritual, del hambre de personalidad —individual o colectiva—, del hambre de historicidad, del hambre de inmortalidad histórica. A los más de los quemadores de conventos les mueve el ansia de representar un papel en la tragedia de la Historia, de salir a escena, aunque sea como coristas, y, el que puede, de partiquino. “Estamos viviendo unos momentos históricos”, me decía un pobre mozalbete, atosigado de la peor literatura llamada proletaria. Literatura novelística, claro es.

¡Hambre de historicidad! ¡Hambre de celebridad! ¡Qué sentimiento tan divino! En unas oposiciones a escuelas de niños que se celebraban en Salamanca, un opositor, un maestrillo, explicaba en un ejercicio a unos niños el pasaje aquel del Catecismo en que el P. Astete nos dice que Dios hizo el mundo para hacerse célebre. Y el juez del Tribunal de oposiciones que me lo contaba me decía riendo: “Ya ve usted, no sabía explicarse eso de que uno haga algo para su propia gloria como no sea para hacerse célebre, para ganar renombre.” Y yo le contesté: “Pues se lo explica muy bien el pobre maestrillo que oposita para ganarse un sueldecillo. ¿No reza usted todos los días santificado sea el tu nombre? Pues santificar el nombre de Dios —el nombre, fíjese usted— es darle renombre, es celebrarlo, es hacerle célebre a Dios, a Dios, cuya gloria celebran los cielos.” Y le hice comprender al pedagogo que la ingenua religiosidad del pobre —¡y tan pobre!— maestrillo no iba descaminada, que el maestrillo tenía conciencia histórica.

¿Y la gloria de la República española? O sea, ¿y la religiosidad civil española? Porque si ha de haber una verdadera unidad española, si España ha de ser una nación con una conciencia común, ha de ser sobre el cimiento de un sentimiento común de una misión del pueblo español. Y ahora nos falta averiguar, percutiendo y auscultando, si ese sentimiento se fragua bajo los ataques histéricos.

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Sobre el divorcio

El Sol (Madrid), 13 de junio de 1931

Cuando me disponía a comentar bien lo que me escribió el amigo Mourlane respecto al Dios de mi tierra, y con ello mi lema de Dios, Patria y Ley —Dios sobre todo—, bien las pintorescas incidencias de la proclamación del Estatuto gallego, con su característico regodeo de quejumbre y el inevitable mito de la esclavitud celta, he aquí que se me atraviesa un tema intercurrente, debido a una de esas que llaman encuestas y propiamente deberían llamarse enquestas, o mejor, enquisas. Gusto muy poco de ellas. No me place ser enquestado o enquisado, y menos ser entrevistado o entreparlado. No sé por qué a los que, por mal de nuestros pecados o por nuestra buena suerte, hemos llegado a cierta notoriedad pública, se nos ha de requerir para que opinemos, y a tenazón, de lo que se presente de moda. Y en este caso se me ha querido inquirir lo que del divorcio me parezca, y si creo que deba o no establecerse en España.

Es esa cuestión del divorcio una de las cuestiones interesantísimas que no han logrado nunca interesarme. No me interesa familiarmente, pues no se ha presentado el problema ni en mi propia familia ni en aquellas que me son, por más conocidas, más queridas. No me interesa literaria ni estéticamente, como tesis de comedias, o de cuentos, o novelas, porque ni me siento Alejandro Dumas, hijo, ni Linares Rivas, hijo también, ni me creo con dotes para hacer literatura de divorcio a base de divorcios literarios. Tampoco me interesa jurídicamente, porque, no siendo yo ni siquiera licenciado en Derecho, carezco de clientela de bufete de abogado, en que se me podría presentar el caso. Pero puesto que, por lo visto, éste se quiere poner de moda y podría uno venir a dar en legislador, no he de rehuir el exponer unas ligerísimas consideraciones sobre el divorcio.

Todo este pequeño toletole de la necesidad de implantar el divorcio en España me parece que obedece más que a ansias de los malmaridados, a una especie de sentimiento anticanónico o, si se quiere, anticlerical, respecto al matrimonio. Es éste, en efecto, para la Iglesia católica, canónicamente, un sacramento indisoluble, aunque parece ser que en estos últimos tiempos esa indisolubilidad ha aflojado mucho, y son bastantes los matrimonios canónicos que se disuelven por sugestiones más o menos napoleónicas o económicas. El Estado, por su parte, tiende a civilizar el matrimonio, a hacerlo un contrato meramente civil, sin reconocer efectos civiles al sacramento meramente canónico y no registrado civilmente. De un lado, pues, la canonización sacramental del contrato civil, y de otro, la civilización contractual del sacramento canónico.

Para la Iglesia, el matrimonio puramente civil entre fieles no pasa de ser un concubinato, y para el Estado un mero sacramento no tiene, sin más, efectos civiles. Lo mismo que un reo puede ser absuelto en el sacramento de la penitencia, y hasta ser canonizado, sin que por eso se libre de la pena, y acaso de una ejecución capital. Y esto de la civilización o canonización es tal, que hoy, en España, un ordenado “in sacris”, un sacerdote católico, no puede casarse civilmente, y aun cuando el celibato eclesiástico no es propiamente derecho canónico. Ni se puede civilizar a las barraganas.

Aparte de los efectos civiles, el cuidado de los hijos cuando los haya, el mantenimiento, la herencia, etc., hay el aspecto que podríamos llamar social, o mejor, ético, y es cómo han de ser recibidos en sociedad y qué estimación pública se ha de otorgar a los divorciados y vueltos a casar. Mas esto no depende de legislación, y hoy la sociedad, hasta la más gazmoña, no usa de melindres a este respecto. Es más: se ha hecho en ciertos países de tan buen tono el divorcio, que hay ya quienes se casan para divorciarse. El divorcio da un cierto picante a una nueva aventura matrimonial. Esto es muy cinemático.

Claro está que éstas son cosas de lo que llamamos burguesía y de la aristocracia. El que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor. Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada. Marido u hombre. “¡Es mi hombre!” —bella expresión—. A la que responde: “¡Es mi mujer!” “Mi mujer”, y no mi esposa o mi señora, denominaciones pedantescas. Y pedantesca también “mi compañera”, de los que quieren dar a entender que ni canonizaron ni civilizaron su matrimonio. ¡Pero en punto a denominaciones estilísticas!… Con decir que aún hace poco he leído a un escritor que muy en serio le llamaba a su padre “el autor de mis días…”

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Caciquismo, fulanismo y otros “ismos”.

El Sol (Madrid), 18 de junio de 1931

En mayo de 1901 contribuí con un escrito a la información que, dirigida por Joaquín Costa, abrió la Sección de Ciencias Históricas del Ateneo de Madrid sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España; urgencia y modo de cambiarla. De los sesenta y cuatro contribuyentes a ella —entre los que figuraban D. Antonio Maura, Pi y Margall, Ramón y Cajal, Azcárate y otros así— sólo dos, mi amiga la Pardo Bazán y yo, tratamos de representar al caciquismo como la forma más natural de gobierno popular en España, “la única forma de gobierno posible, dado nuestro íntimo estado social”, dije entonces. “El cacique —añadí— es la ley viva, personificada; es algo que se ve y se toca y a quien se siente; la ley, cosa abstracta y escrita.” “No es el mal el cacique en sí; el mal es como el cacique sea.” Y escribí también —¡hace treinta años!— “lo que ocurre es que el instrumento con que los hombres hacen hombres son las ideas, y que sin hombres no hacen ideas las ideas”.

Dos años después, en abril de 1903, publiqué mi Sobre el fulanismo, que figura en el tomo IV de mis Ensayos. Y en él remaché mi tesis personalista. Las personas y no las cosas —contra Marx— son las que hacen la Historia. Un hombre, un hombre entero y verdadero, es una idea mucho más rica que lo que llamamos una idea. Y ésta tiene peores contradicciones íntimas que las que pueda tener un hombre. Los más grandes y más fecundos movimientos históricos, empezando por el cristianismo, llevan apelativo personal. Hegelianismo quiere decir algo; idealismo absoluto, muy poco o nada. Marxismo es algo; socialismo, casi nada. No he entendido el transformismo hasta que no estudié el darvinismo. ¿Revoluciones de ideales? Rousseau engendró en la Revolución francesa a Napoleón I, y Dostoyeusqui —más que Marx— engendró en la revolución rusa a Lenin. Y en cuanto al jacobinismo y al bolchevismo se me escapan por su falta de personalidad. Donde no asgo una persona no retengo un ideal.

Por esto me parece que estuvo acertado Sánchez Guerra en Córdoba al presentar como bandera su nombre, como programa sus actos y como promesa la de cumplir con su deber, y esto aunque se rechacen su bandera, su programa y su promesa. Y por esto me parece que en la actual campaña electoral no se hace sino confundirle al pueblo con eso de la derecha liberal republicana, del partido republicano liberal demócrata, el radical, el republicano radical socialista, el de acción republicana, el de al servicio de la República, el federal, el socialista… y todos los otros, más o menos extravagantes. ¿Qué entiende de eso el pueblo?

El hecho es que en estos años de dictadura se han traducido no pocas ideas políticas, pero no se ha traducido, que yo sepa, un solo hombre; se han formado acaso opiniones; pero cuántas personas se han formado? Y así nos presentamos a un pueblo profundamente personalista o fulanista, que no entiende de abstracciones ideológicas, sino de concreciones psicológicas. Los más de nuestro lugares se hallan divididos en dos partidos: el de los antiequisistas, que siguen a Zeda, y el de los antizedistas, que siguen a Equis, y todos son antis, y todos son fulanistas. Y en el fondo todos son adictos. ¿Ahora republicanos? Topé con un tío cazurro que me dijo que era republicano antirrepublicanista, y admiré su castizo ingenio barroco.

Y a este pueblo así, en busca de nuevos caciques —el anticaciquismo es siempre caciquista— se le presenta una lechigada de candidatos desconocidos que van a ver si hacen su personalidad en las Constituyentes caniculares. ¡Lo que tendrán que sudarla! Después de las próximas elecciones tendremos que erigir un monumento en forma de urna al elector desconocido.

Y menos mal los que, como D. José Sánchez Guerra, pueden presentarse como banderas o símbolos de lo que sea; lo peor es los que tienen que esbozar un programa. ¡Un programa! Nunca lo he podido hacer ni para la asignatura que explico, y eso que es reglamentario; me he limitado a copiar el índice de cualquier libro de texto. ¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario. Y como no se pueden trazar para el pasado… Ya que en este caso serían metagramas; y páseseme el voquible.

¿Cuántos partidos van a surgir de las Constituyentes? El Diablo lo sabe. Y sólo Dios, los hombres, las personas, que van a surgir o resurgir, que van a nacer o renacer —resucitar— en ellas. Y entre tanto ya hay quienes están pensando en la persona a la que van a enterrar o a enjaular en la Presidencia de la República española. Yo, para entre mí, y por seguir moda, tengo dos candidatos: uno, si se tratase de entierro, y otro, si se tratase de enjaule; pero, ¡claro está!, me los reservo y callo, pues no quiero pasar por malicioso.

¿Y cuántos partidos van a hundirse en las próximas Cortes? Alguno hay que teme llegar a constituir mayoría en ellas: le teme a la responsabilidad del Poder no compartido con otro partido; le teme acaso a su propio programa. Que es lo que sucede cuando éste, el programa, es un índice de actuaciones en vez de ser una metodología.

Y ahora, lector desconocido —tan heroico y respetable, pues me aguantas, como el elector desconocido, como mi elector desconocido—, voy a formarme candidato en una campaña electorera más bien que electoral. De la que espero salir ganándome; ganándome a mí mismo, que no es igual que ganar un acta de diputado constituyente. Y si me pierdo, no si pierdo la elección, sino si me pierdo, ya sé lo que me espera. Dios me libre.

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La antorcha del ideal

El Sol (Madrid), 23 de junio de 1931

“¡Hay que mantener en alto la antorcha del ideal!” Al pelo, amigo mío, linda frase, muy linda frase. Pero… sí; pero la mano que tiene la antorcha, que la mantiene, es de carne y hueso y no de bronce, y se cansa y se abate. ¿Estatua? ¡Ay, amigo; terrible cosa tener que hacer de estatua! Hay en el Palais Royal de París una en mármol, de Rodin, representando a Víctor Hugo con un brazo extendido, y éste… apuntalado por el mismo Rodin. Y a los modelos de tales actitudes, para pintura o escultura, se les suele sostener el brazo con un cordel que cuelga del techo. Y es experto ve en la imagen, aunque invisible, el cordel del modelo. Y hay experto, que como aquel de que nos habla Browning, al ver una estatua de Laoconte sin serpientes, mientras los demás que la miran creen que está desperezándose y bostezando, adivina él que es que está luchando con un enemigo invisible. ¡Con unas serpientes invisibles! ¡Y lo que duele, amigo, el cordel que cuelga del cielo! Usted, que es ante todo y después de todo un esteta, no lo comprende. O mejor, no lo con-sabe ni lo con-siente.

Cuenta el Libro del Éxodo en su capítulo XVII, que cuando peeaba Israel contra Amalec, si Moisés alzaba su mano, Israel prevalecía; pero cuando la bajaba, prevalecía Amalec, y que como las manos de Moisés estaban pesadas, le hicieron sentarse en una piedra y Aarón y Hur le sostenían las manos, el uno de una parte y el otro de la otra, y que así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Las palmas de los pies de Moisés, descansando, no apoyándose en tierra, y las plantas de sus manos apoyadas en otras manos. Palmas de pies de peregrino, plantas de manos de legislador. Y muerto luego Moisés en la cumbre de Pisga, del monte de Nebo, en la tierra de Moab, frente a la tierra de promisión, en la que no le fue dado por el Señor entrar, pasó Josué a ella el Jordán, con el arca de la alianza.

¿Conoces, amigo, aquel denso poema de Alfredo de Vigny titulado Moisés? Oiga algo de él: “Y tomando lugar de pie, delante de Dios, Moisés, en la nube oscura, le hablaba cara a cara. Y decía al Señor: ¿No he de acabar? ¿Adónde quieres que lleve todavía mis pasos? ¿He de vivir, pues, siempre, poderoso y solitario? ¡Déjame dormirme con el sueño de la tierra! ¿Qué te he hecho para ser tu elegido? He conducido a tu pueblo a donde has querido, y he aquí que su pie toca a la tierra prometida. De ti a él que se tome otro la mediación y que ponga el freno al corcel de Israel; yo le lego mi libro y la vara de bronce.” Y todo lo demás que le dice y que conviene, amigo, que lo lea en el original de Vigny en poético francés, denso y fluido. Y aquí debo advertirle que el agua corriente, líquida y fluida, es más densa que el hielo sólido, pues éste flota en aquella. Y que yo aquí me veo constreñido a traducir a Vigny en prosa sólida y no en verso líquido.

He vuelto a leer el Moisés del gran poeta al recibir, amigo, con su amonestación su linda frase de la antorcha del ideal. Y he repasado mi pasado.

Soy, ¿debo decírselo?, uno de los que más han contribuido a traer al pueblo español la República, tan mentada y comentada. Pero ahora, en el umbral de la puerta entornada de la España de promisión, sienten las palmas de mis pies de peregrino ganas de césped de hierba fresca en que descansar sin apretarla, y sienten las plantas de mis manos de escritor ganas de sostén de familiares y de discípulos. Y veo la cumbre del monte Nebo, el Pisga, que se me aparecen en sueños algo así como el picacho del Almanzor, en Gredos, esa vértebra cervical del espinazo —rosario, dice el pueblo— de las dos Castillas, la leonesa y la manchega, la del Cid y la de Don Quijote. Que vengan pues los Josués.

Que vengan los Josués que le hagan pararse al Sol, o que, a lo menos, nuevos Esproncedas le conminen a que se pare para oírles su ardiente saludo. “Para y óyeme, ¡oh Sol!, yo te saludo”… Esto no es de Vigny. Y que el Sol, que es la mejor antorcha del ideal, les oiga, y que ellos hagan a su vez de estatuas saludadoras. ¿No entramos ya en un nuevo mundo y en una era nueva? Y que esos Josués pasen con sus arcas el Jordán, que es un Rubicón, y tras el cual les aguarda la inevitable guerra civil inacabable, lo que otros llaman revolución, la revolución permanente del profeta israelita Trotzki, el avance sin muga. Yo, amigo, vengo del siglo XIX liberal y aburguesado; los sueños de mi niñez se brizaron al fragor de aquellas modestas guerras civiles de 1874, cuando el cursi himno de Riego espoleaba corazones. Pase, amigo, pase el Jordán-Rubicón y entre en la nueva España, en la España federal y revolucionaria. Yo me quedaré en Gredos, pues empiezan a caérseme las manos y los pies. Cada vez sueño más con hierba fresca y verde, para descansar sobre ella o debajo de ella, al sol del cielo o a la sombra de la tierra.

Y ahora vuelvo a releer el Moisés de Vigny, y vuelvo a oírle cómo le dice al Señor terrible, de quien ver la cara es morirse:

“Vous m’avez fait viellir puissant et solitaire,
laissez-moi m’endormir du sommeil de la terre.”

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Egologías y consistiduras

El Sol (Madrid), 26 de junio de 1931

En burla, aunque injusta, de la escolástica medieval ha podido decirse que sus diferentes escuelas hacían consistir las cosas, ya en la consistidura, ya en el consistir, ya en el consistimiento, ya en la consistencia, ya en otras denominaciones, que no definiciones, análogas. En resolución, logomaquias. Y ni cabe llamarlas ideologías, sino fonologías; pues no se trata de ideas, sino de voces. Y hoy nos encontramos en una escolástica política y revolucionaria. Las supuestas definiciones no son más que denominaciones, en que a las veces el toque está en el orden de factores, que parece alterar el producto. Así hemos oído la diferencia que va del socialnacionalismo al nacionalsocialismo, dos consistiduras diferentes y un solo camelo verdadero. Y alguien nos ha preguntado seriamente si radical socialista es lo mismo que socialista radical, a lo que, ¡es claro!, no supimos qué responderle. Otras veces el punto estriba en obtener un anagrama de iniciales, y así hemos pensado en lanzar el partido revolucionario individualista popular, o sea R. I. P. ¡Y amén! Fonología más o menos…

¿Pero es que el orden de los factores no altera el producto? Ahí está el viejo lema tradicionalista de “Dios, Patria y Rey”, que los directoriales de la Unión Ptriótica cambiaron en “Patria, Religión y Monarquía”. Y lo cambiaron por inspiración fajista, para poner la Patria por encima de todo, en concepción y sentimiento paganos. Y como no se atrevieron a ponerla antes que Dios, a hacer del Estado Dios, a la pagana, cambiaron los personales y concretos Dios y Rey por los impersonales y abstractos Religión y Monarquía. Aunque, en rigor, en vez de Religión debieron haber dicho Iglesia. Y dejarle siempre a Dios fuera.

¿Qué es hoy la lucha en Italia entre el fajismo y el vaticanismo, que parecieron conchabarse un momento? ¿Qué es el duelo entre Mussolini y Pío XI? Es el mismo viejo duelo medieval entre el Pontificado y el Imperio, entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y la patria. Dejándole siempre fuera a Dios, que no necesita ni de Pontificado, ni de Iglesia, ni de religión, y mucho menos de Imperio, de Estado o de Patria.

¡Dios! ¡Dios sobre todo! Sí; pero para el místico, para el perfecto individualista, para el que resiste a todo partido civil. Dios es el universal concreto, el de mayor extensión y, a la vez, de mayor comprensión; el Alma del Universo, o dicho en crudo, el yo, el individuo personal, eternizado e infinitizado. Toda teología es una egología. Y por eso aquel nuestro R. P. fray Juan de los Ángeles, franciscano, aquel que dijo que Dios “en cuanto hizo dejó olor de su divinidad y grandeza”, y que “viviendo en carne mortal nunca se ven y gozan los rayos de su divina luz si no es por entre los dedos de las manos de Dios”, exclamó en un arrebato de divino egoísmo: “¡Yo para Dios, y Dios para mí, y no más mundo!” Mas, ¿qué era Dios para el ególogo fray Juan de los Ángeles? Era: “que se debe considerar todo el mundo como un cuerpo, cuyos miembros son todas las criaturas, y cuya ánima es Dios”. Y así nuestro castizo místico franciscano español, al no pedir más mundo que Dios es que pedía el alma del mundo, con sus criaturas todas. Su alma, no su idea; personalidad, no idealidad. ¿Mas es esta posición civil?

¿Civil? San Agustín habló no de Estado, ni de Imperio, ni de Patria, pero ni propiamente de Iglesia, de Pontificado o de religión, sino de la Ciudad de Dios. San Agustín era un jurista romano y su teología fue jurisprudencia. Y en concepción agustiniana cabe invocar a Dios por encima de la patria y de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, que son cosas del cuerpo del mundo, pero no de su alma, no de su alma inmortal. Y el terrible —¡terrible, sí!— místico ególogo —ególogo y egolátrico—, al pedir esa alma del mundo, pide una ciudad, pide una comunidad, pide una comunión. ¿O no es acaso que al enseñarnos el Credo, en la escuela, antes de “la resurrección de la carne y la vida perdurable”, se nos enseñó a creer en “la comunión de los santos”? ¿Y qué es la comunión o la comunidad de los santos en la vida perdurable sino la Ciudad celeste de Dios, la eterna sociedad futura? ¿Qué es, sino la patria eterna e infinita, el reino de Cristo, que no es de este mundo?

¿Logomaquias? ¿Egologías? ¿Consistiduras? Dicho llanamente: que al poner a Dios, a mi Dios, sobre todo y por encima de la patria y de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, declaro que hay algo que no puedo ni debo sacrificar ni a la patria, ni a la religión, ni al Estado, ni a la Iglesia. ¿Qué es esto?

¿He de continuar? Porque cualquiera se hace oír sobre esto en medio del actual barullo de escolástica de partidos políticos con sus definiciones… fonológicas. O sea verbales. Y verbosas.

Y a este lector que me pide que no abuse de la Historia Sagrada, he de decirle que toda historia es sagrada, que la Historia es el pensamiento de Dios, y que su fin es forjar, no patria, ni Estados, ni Imperios, sino almas individuales, personas, hombres. Como el lector ése y como

Miguel de Unamuno.

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Nación, estado, iglesia, religión

El Sol (Madrid), 2 de julio de 1931

Heme recogido esquivando el trajín de las elecciones, o, mejor, de los escrutinios. Tengo algo más que escudriñar —o desgorgojar, que se diría traduciendo del catalán— que no votos de sufragio. Ni he de comentar elecciones, escrutinios y escudriños, ¿para qué? Comentaré, en rumia, mi último comentario aquel en que os decía de la Iglesia y del Estado, del Pontificado y del Imperio, la patria y la religión. Porque me he dado cuenta de que nos conviene precisar más las palabras, ya que toda lógica es gramática.

Y ante todo hay que percatarse bien de lo que quieren decir Iglesia y Estado, y más ahora en que tanto se asenderea lo de su mutua separación. Primero, Iglesia. Iglesia es —así se nos enseñó en el Catecismo— “la congregación de los fieles todos”, no de los clérigos sólo, de los fieles, la inmensa mayoría de los cuales la forman laicos o legos. La Iglesia no es, pues, la clerecía, no es el cuerpo sacerdotal, no es lo que podríamos llamar la burocracia eclesiástica. Y hay iglesias sin clerecía.

Y si la Iglesia no puede confundirse con la clerecía, o reducirse a ésta, tampoco se puede confundir la nación con el Estado, o reducirse a éste. Si hay palabra ambigua es esta de Estado, con la que juegan federales, comunistas, anarquistas, sindicalistas y sus adversarios y contradictores. Estados o estamentos se llamó a las clases que estaban representadas en las Cortes: nobleza, clero, burguesía, estado llano. Y Estado suele llamarse a la corporación de los que ejercen el Poder público, a la burocracia a que viven sujetos los llamados Gobiernos. De donde resulta que el Estado viene a ser a la nación lo que la clerecía a la Iglesia. Y preguntar si cabe nación sin Estado es como preguntar si cabe Iglesia sin clerecía, por mínimos que el Estado y la clerecía sean.

¡Sin clerecía! Ni para entrar en la Iglesia cristiana católica hace falta, ya que se entra por el bautismo, y puede bautizar cualquier hombre o mujer en uso de razón. Como en el sacramento del matrimonio son ministros los contrayentes, los que se casan. Dos casos del hondo laicismo de nuestra religión oficial y popular española. Laicismo que late en muchas de sus prácticas y en muchos de sus cultos. El feligrés y vecino de un pueblecillo se siente tal, feligrés y vecino sin relación al párroco y al alcalde. La honda unidad del pueblecillo no depende de los agentes de la autoridad, como son párroco y alcalde, sino de la autoridad misma, que es algo impersonal y colectivo, llámese parroquia o concejo.

¿Separar la Iglesia del Estado? ¿Qué quiere decir esto? ¿Quiere decir separar la clerecía de la burocracia civil? ¿Que no cobre el clero de los impuestos públicos? ¿Que no sea el cura un funcionario civil? Entonces habría que ver si ello conviene a la nación y a la Iglesia, a la patria y a la religión. Porque eso de que la religión es asunto puramente individual o privado, resulta, históricamente, un error. La religión sea lo que fuere, es un lazo entre individuos, un lazo que religa. Lo que es la religión bolchevique y lo que es la religión fajista. Fajismo, de fajo —palabra que tomamos hace siglos del italiano fascio, haz, las dos del latín fascis—, no es sino religionismo, bien que pagano. Es religionismo nacionalista o de Estado.

Cuando se discuta, pues, la separación de la Iglesia y del Estado, véase si conviene a la Iglesia, a la religión, y a la vez a la nación, a la patria, a separar la clerecía de la burocracia civil; pero no se crea que el problema toca a lo hondo de la Iglesia y de la nación, de la religión y de la patria. La nación, la patria, se sostiene en un culto a la Historia, al pasado que no pasa, al pasado eterno, que es a la vez presente y porvenir eternos, que es eternidad, que es historia. El culto a los muertos, que no es culto a la muerte, sino a la inmortalidad; el culto a los muertos siempre vivos es el principio espiritual de la continuidad humana, es la tradición siempre en progreso. Y esta Iglesia y esta nación son inseparables. El día en que de un rito o de otro, con agua o sin ella, se deje de bautizar al que entra en una comunidad nacional se habrá acabado la nación. Y esto aunque subsista el Estado, como un tumor que aún persiste sobre un cadáver. Y de esto nos enseña aquel hondo fenómeno histórico de laicización de una Iglesia nacional, que fue el movimiento husita —el de Juan Hus— en Bohemia, donde la nación, sacudiendo el Estado imperial austríaco, ha renacido como Checoslovaquia.

Católicos anticlericales conozco, pero también conozco clericales anticatólicos. Y sé que el problema ese de la separación de que se habla no era un problema religioso sino económico. Y en cuanto a las Órdenes llamadas religiosas, no olvidemos que sus corporaciones se nutren por una especie de recluta malthusiana. Y que ahora tales corporaciones o comunidades, a favor de la persecución que las amaga, se encuentran en una especie de disolución íntima.

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El Estatuto o los desterrados de sus propios lares

El Sol (Madrid), 7 de julio de 1931

“¡Enhorabuena!”, y un saludo de paso. Esto los que no piden albricias. Y uno se queda diciéndose para sí: “¿En hora buena?, no, sino ¡en mala hora!”, y rumiando aquellas amargas palabras de Job (VII, 20): “Por qué me pusiste por blanco tuyo y soy para mí mismo insoportable?” Porque hay no ya horas, sino días y años y aun siglos malos; hay horas de resaca. Son las que siguen a todo empuje de revolución confundente.

Sí, ya sabemos que hay quienes condenan toda sinceridad, quienes predican un eso que llaman optimismo oficial, quienes llaman derrotismo a la limpieza de visión. Pero suelen ser los que no tienen el sentimiento de la responsabilidad, esto es: los resentidos. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que el resentimiento no sea una fuerza y muy grande. Basta mirar a Rusia, a la Rusia actual, y mirarla a través del evangelio de Dostoyevsqui, el gran profeta de los resentidos, el Bautista de Lenin. Pero…

He visto no sé dónde que Nietzsche decía que la enfermedad apetece lo que la mantiene como tal enfermedad. Y esto parece que lo saben muy bien los alcohólicos, los morfinómanos y… casi todos los enfermos. Entre ellos, los resentidos. Sean hombres o pueblos. Porque hay pueblos resentidos, y los pueblos resentidos apetecen su propia disolución, aunque la llamen renovación. Pues si corre tanto aquella sentencia —creo que traída de Italia— de “o renovarse o morir”, la nuestra, la castiza, la española, es la que solí recordar nuestro buen amigo Schopenhauer, aquella de “genio y figura hasta la sepultura”. O sea que el renovarse y el morir es uno y lo mismo. Y hay, repito, un instinto disolutivo. O resentimental.

Yo, que había tratado a algunos irlandeses “sinn feiners” (“nosotros mismos”), esos sedicentes celtas, quejumbrosos, del arpa y la verdura, cuando alcanzaron su independencia de Inglaterra, me dije: “Y ahora, que no les queda ya resentirse de Inglaterra, ¿qué van a hacer?” Ya sé lo que seguirá haciendo, o mejor, diciendo, un Bernard Shaw, pongo por caso; pero Bernard Shaw no es un irlandés ortodoxo, ciento por ciento. No es ni siquiera O’Shaw. Es un hereje absoluto e integral; hasta de su propia herejía. Y supongo lo que seguirán haciendo y diciendo los unionistas —es decir, los verdaderos federales— del Ulster, los que no han consentido en perder la independencia espiritual del individuo, la mayor plenitud de aquellos llamados derechos individuales. Posición que comprendo y consiento muy bien yo, que, como español vasco, vi nacer y desarrollarse entre los fenianos de mi nativa tierra vasca, la que me ha hecho, aquella barbarie rústica del antimaquetismo, aquella barbarie de dividir a los convecinos y colaboradores en indígenas y advenedizos, en nativos y forasteros. Y eso que en mi nativo País Vasco, justo es decirlo, a ningún hombre sensato se le ocurría la estúpida ocurrencia de decir que nos mandaban desde el centro, lo que no era cierto. Mis paisanos, como todos los demás españoles se mandaban a sí mismos unos a otros. Y si había caciquismo, era indígena. Ni creo que a los mandones más o menos indígenas de mi tierra que andan destructurando un Estatuto se les ocurra el desatino histórico de exclamar: “¡Ya no nos mandan!” Esta sería una simpleza propia sólo de uno educado en el mando militar. El Estatuto, por lo demás y por lo que de él conozco, es algo en gran parte deliciosamente infantil y no habrá gran daño para mis paisanos liberales en que fuera aprobado por España, pues las más absurdas de sus prescripciones no podrán nunca llevarse a la práctica. Se resistirán a ellas los mismos a quienes se las quiere aplicar. Y si se intentara forzarles a seguirlas acabarían por sentirse advenedizos todos los nativos. Pues hay nacionalismos chicos con los que sólo se consigue hacer que uno se sienta desterrado en su propia tierra, forasteros en sus propios hogar y cuna, ahogado en aldeanería sin patria civil.

Allí, en la villa que fue mi cuna y mi primer hogar, en mi Bilbao nativa, siendo yo niño, cuando íbamos sde paseo los del Colegio a Begoña o a Abando, anteiglesias hoy anexionadas a la villa, leíamos en el frente de sus sendas casas consistoriales: “Casa de la República”. Y no quería decir Casa de la República Española, sino que se llamaban a sí mismas la República de Begoña y la República de Abando. Y acaso el haberse federado la República de Abando con la villa de Bilbao fue lo que hizo germinar, por un proceso resentimental aldeano, en el alma simplicísima de Sabino Arana, lo que se llamó primero el bizcaitarrismo. Con b y con k, por supuesto, porque la v y la c son maquetánicas. Y si no, basta recorrer la epigrafía ibérica. ¡Sabrosos recuerdos infantiles! Sí; ¡pero ensueños infantiles! Muy dulces para brizados por zorcico, jota, muiñeira, sardana o seguidilla; pero… Un mandón no puede ser un vate más o menos melenudo y jocoso-floral. La política no es orfeón. Y menos orfeón de chiquillos de una o de otra edad. Dulce cosa la niñez, y más dulce la segunda niñez, la última; lo presiento, ¡ay!, con una amarga dulzura; pero… ¡Qué casas aquellas de las repúblicas aldeanas de Begoña y de Abando! Donde se alzaba esta, en la plaza de Albia, se alza hoy la estatua de Antón el de los Cantares, poeta infantil y aldeano, el primero que me hizo llorar. ¿Cuál será el último?

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Entre encinas castellanas

El Sol (Madrid), 11 de julio de 1931

Hace poco, con motivo de la campaña electoral a que mi historia me empujó, fui algunas veces, soslayando a los hombres, a cruzar campos por entre estas matriarcales encinas castellanas. Matriarcales, velazqueñas y quijotescas. Llevando siempre en el hondón de mi memoria la visión de una tarde en que al ponerse el sol contemplé plantado al pie de una encina un toro tan berroqueño como ella, y detrás, de fondo, frisando en el ocaso, el oleaje dorado de un trigal.

¡La encina! ¡Símbolo y emblema secular del alma de esta tierra! “Robusta” la llamó Don Quijote, es decir, robliza, y es, de hecho, hermana del roble, el árbol santo de Guernica, el de las libertades vascas, que extendía su fruto por el mundo todo. La encina, árbol que parece de roca, de berrueco, dura, prieta, inmoble al viento, de oscuro follaje perenne. Negra —ilice nera— la llamó Carducci al cantar a las fuentes del Clitumno, y al maldecir al sauce llorón —piangente salcio— al “desmayo”, “amor de los tiempos humildes”. Estas robustas matriarcales encinas castellanas, de secular medro, que van siendo sustituidas, ¡lástima!, por esos pinos quejumbrosos —¡queixumes dos pinos!— y resinosos. Estas encinas que esconden recatadamente su flor, la candela, y dejan escabullir —o sea escascabullir, o salirse del cascabullo o cascabillo, del dedal— la bellota —“su dulce y sazonado fruto”, que dijo Don Quijote, para que se ceben cochinos en la montanera. Cochinos que mantendrán a los hombres. Y entre estas “robustas encinas” los “valientes alcornoques”, que alguna vez se casan con ellas y dan el curioso y rarísimo mesto, un mixto o mestizo de unas y de otros.

De las entrañas de la encina, de lo que se llama su corazón —corazón de encina—, del íntimo leño rojo de sus ramas gruesas, forjan los charros dulzainas. Sacan un rollo, lo perforan a lo largo con un asador en brasa y le ponen luego los agujeros para puntearla. Y así resultan melodiosas las rojas entrañas de la encina en que toca el dulzainero aires de la tierra castellana.

Por estas tierras, por estas dehesas, anduvimos, caballeros andantes, hace unos años llevando una campaña agraria, quijotesca, no electoral, hablándoles a los labriegos y gañanes de que de poco sirve dejarles las manos libres para el contrato de trabajo si con las cercas de los cotos se les ponen grillos a los pies. Y hemos podido ver al cabo de años el fruto de aquellas nuestras predicaciones. ¿Sólo de aquellas? Alguien nos precedió: un profeta mítico y místico. Que al recorrer ahora de nuevo estos campos he recordado otra predicación, una predicación propiamente comunista, al pie de una encina castellana, predicación de hace tres siglos y cuarto. Fue de Don Quijote, el gran comunero.

En el capítulo XI de la primera parte del libro se nos cuenta cómo el caballero, habiendo tomado “un puñado de bellotas en la mano y mirándolas atentamente, soltó la voz” a razones… comunistas. Fue cuando entonó aquella “arenga” de: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados…”, y lo de que entonces se ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”, pues eran en aquella santa edad todas las cosas comunes”, y todo lo demás, que podemos, como los cabreros que lo oyeron, volverlo a oír, leyéndolo del libro los que no se lo sepan ya de coro. “Larga arenga”, que, según el malicioso Cervantes, “se pudiera muy bien excusar” Don Quijote, y a la que aquél, el historiador, llamó “inútil razonamiento”. Pero yo, el comentarista, al comentar la “arenga” en mi Vida de Don Quijote y Sancho hace ya más de un siglo, sostuve, como hoy sostengo, que no fue inútil el razonamiento comunista del caballero y que les llegó al fondo del alma a los cabreros, que, aunque al pronto parezcan no entender, entienden al cabo, y que hay que hablarles como se habla a Dios, del hondo del corazón, y en la lengua en que se habla uno a sí mismo a solas y en silencio. La música de las palabras resonará en las mentes de los cabreros —dije y digo— mejor que en la mente de los bachilleres al arte de Sansón Carrasco. En aquel mi comentario expresé mi fe en el poder de la palabra pura, mi fe en Don Quijote, “dando al aire de que respiraban todos reposadas palabras vibrantes de una voz llena de amor y de esperanza”.

Y he vuelto a oír, he vuelto a oír entre las matriarcales encinas castellanas, surgiendo de sus melodiosas entrañas, la voz de Don Quijote, y he vuelto encontrar a sus cabreros. Y sigue sonando la dulzaina castellana, sólo que ahora suena son de lucha entrañable.

Días antes de emprender esta campaña me paseaba por otro encinar, el del Pardo, a las puertas de la Villa y Corte del Oso y del Madroño. Y me acordaba de la agonía del penúltimo Borbón de España, de Alfonso XII, que soñando en el hijo —¿hijo o hija?— que le iba a nacer estertoreaba entre las encinas del Pardo: “¡qué conflicto!, ¡qué conflicto!” Y no sé si en aquel Pardo hubo o no pacto. Y luego, últimamente, entre esas mismas tristes encinas languidecía, ajándose, el nieto y heredero del Restaurador. Y ahora que va por fin a abrirse al pueblo la dehesa del Pardo, podrán ir los españoles a escuchar lo que dicen las matriarcales y entrañadamente melodiosas encinas quijotescas a los pinos, los robles, los sauces, las hayas, los olivos, los avellanos, los algarrobos y los demás hijos de la roca ibérica.

¡Milenarias encinas castellanas a que riegan ramas del Duero y del Tajo, que Dios bendiga vuestro canto quijotesco, canto que me ha sido dado oír mientras miraba el oleaje dorado de la mies a espera de la hoz segadora!

República española y España republicana

El Sol (Madrid), 16 de julio de 1931

¡Qué hambre de soledad, Dios mío, qué hambre de soledad se le mete a uno hasta el tuétano del alma social —y no hay otra— en este torbellino de sociedad disociativa! Soledad, santa soledad en que vivir de recuerdos y de esperanzas sociales. Hambre de estar a solas con todo el Universo humano, que no es diferencial. Pero… apeémonos, y “llaneza, hermano, llaneza”. Al llano, pues. ¿Se va a estar siempre haciendo de profeta, o qué?

¡Ahora hay que consolidar la República! —oigo—. Y me digo: “Ahora hay que consolidar, esto es, hay que consolidar a España”. Porque en tanto oír hablar de la República española apenas se oye hablar de España, sin adjetivos. Y piense el lector si es lo mismo República española que España republicana.

A consolidarla, pues, a consolidarla, no sea que se nos liquide. Y en liquidación de quiebra, que sería lo peor.

¿Juego de palabras? ¿Gramatiquerías? Jugar con palabras suele ser jugar con fuego. Por palabra de más o de menos se matan los hermanos, o, lo que es peor, se niegan la hermandad. Y no es tan ocioso saber distinguir entre lo adjetivo y lo sustantivo. En el llamado antiguo régimen se llegó a decir que la patria y la Monarquía eran consustanciales; pero en este llamado nuevo se empieza a pensar —pensar es decirse algo— que son consustanciales la patria y la República. Y todo esto de la consustancialidad no es más que mitología, teológica o ateológica —total… ¡pata!—. ¡La de hogueras que encendió eso de la consustancialidad! Y sigue.

No, ni la Monarquía ni la República son sustancias, sino formas, y ni siquiera formas sustanciales, como los escolásticos le llamaban al alma, de la que decían que era la forma sustancial del cuerpo. ¿Es acaso una Monarquía, es una República la forma sustancial del cuerpo de la patria, del territorio nacional, del santo campo patrio en que reposan los restos de los que nos hicieron? Si es caso, lo sería el imperio. Porque el imperio, sí: el imperio puede llegar a ser forma sustancial de una patria. Lo que no quiere decir que llegue a ello siempre. Hay imperialismos insustanciales. Y teatrales. O, mejor, histriónicos. Sin que se olvide que el Imperio romano, el de los Césares, siguió llamándose República. Y que hoy hay Repúblicas, ya que no imperiales, imperialistas.

“¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!” —dijo Cambó—. “¿Monarquía? ¿República? ¡España!” —digamos—. Y a consolidarla, o sea a con-soldarla. Que lo que hoy busca España, de la que apenas hablan sus hijos, es su religión civil española, su ciudadanía universal o divina, sobre-humana.

“¿Es España una nación?” —me preguntaba un lego en Historia—. Y le dije: “España es internacional, que es modo universal de ser más que nación, sobre-nación.” Un conglomerado de republiquetas no es nada universal si no se eleva a imperio. Y no achiquemos nación a un sentido lugareño, de lugar más o menos rico en vecindario, pues ni vecino es, sin más, ciudadano.

No, no se puede sacrificar España a la República. Ni vayamos a caer es superticiosas prácticas litúrgicas y mitológicas. Hace poco oíamos hablar de la bandera monárquica, llamándole así a la roja y gualda, la que empezó siendo de la Casa de Aragón y Cataluña, y lo fue de la República de 1873. La de la Casa de Borbón es la actual de la República Argentina. Y esta otra tricolor, roja, gualda y morada, ni sé quien la inventó ni cuándo, ni me importa mucho saberlo. Es asunto de familia…

¡Y lo que apasionan estas liturgias, zapatos nuevos para niños! Es como la heterografía. Pues hay una España con ñ, otra Espanya con ny, y hasta he leído en un escrito gallego una Hespaña, por no atreverse a escribirlo del todo a la portuguesa: Hespanha. ¡Y triste mirar estas niñería! ¡Pobre España nuestra, la de todos los españoles universales, sobrenacionales, la de nuestro verbo imperial, la que lanzó al cielo ultramarino aquel “¡tierra!” al columbrar la América que nos esperaba!

¡Qué hambre de soledad, Dios mío, qué hambre de soledad en que ensoñarme en mi Ciudad de Dios española, la de nuestro abolengo universal, la que está acaso gestando nuestro nietos universales, de cuando se nos haya caído esta sarna de resentimientos lugareños que nos corroe, este bocio de aldeanerías inciviles! Y cuenta, no se olvide, que hay aldeas y lugares millonarios.

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¡Pobres metecos!

El Sol (Madrid), 19 de julio de 1931

En el prólogo de la edición francesa del Baedecker se decía que el español es “pointilleux et ombraguex”, quisquilloso y receloso. Y esto acaso se deba a esa terrible plaga nacional que es la envidia. ¿Sólo de España? ¡Lo que le preocupaba a Herodoto, el de la democracia helénica! Y recuerdo que en cierta ocasión me dijo Cambó en la plaza Mayor de Salamanca que la envidia nació en Cataluña. Pero. ¡es claro!, a cualquier otro ciudadano universal de España que se le oiga se le oirá decir lo mismo de su propia región o patria chica. Porque la envidia que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican. Lo más del anticaciquismo, ¿no es acaso producto de esa típica secreción democrática?

Y ahora veamos esas pequeñas anécdotas insignificantes a que esa enfermedad de la visión, que consiste en no poderse ver —de invidere, no ver, deriva invidia—, convierte en vigas las pajas. ¿Quién no ha oído la tópica anécdota de: “¡hable usted en cristiano!”? Y, sin embargo, esto es de un grosero rarísimo y excepcional. Y tal vez a ese grosero incomprensivo le provocó otro grosero que, pudiendo hablarle en comprensión mutua, prefirió molestarle poco cristianamente. Si bien esto era más raro aún. Porque mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos —y no he tratado otros allí— se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y eso que yo les rogaba que me hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido sui hubiesen pretendido imponérmelo.

Esa tan asendereada y sobada anécdota revela un estado de lamentable neurastenia colectiva en quienes la recogen y repiten. Un pueblo sano de verdad no se percata de cosas como esas, o las olvida al punto. Es algo parecido a las pequeñeces que agrandó poéticamente la gran Rosalía a cuenta del trato que se daban los segadores gallegos y no que les daban los castellanos de Castilla. ¡Triste enfermedad esa de creerse un hombre o un pueblo vejados! ¿Tristes quisquillosidad y recelosidad españolas! ¡Triste manía persecutoria, colectiva, por donde se va a parar a las republiquetas de taifas, al pueril juego de estatutillos resentimentales!

Recuerdo ahora otra simpleza de pobres resentidos, y era la de creer que dialecto es respecto a idioma o lengua un término peyorativo, algo que expresa un grado inferior. “Dígame, D. Miguel —me preguntaba un ingenuo víctima de lo que hoy se llama un complejo de inferioridad—, esta nuestra lengua, ¿usted cree que es dialecto o idioma?” Y le respondí conforme a mi condenada profesión: “Mire, amigo, ello es cuestión de palabras, y pues que estamos en éstas, sepa que idioma significa lo particular, el resultado de la acción particularizadora, como poema es lo creado, y que si el poe-ma corresponde al poe-ta, lo creado al creador, el idio-ma corresponde al idio-ta, o sea al particular, que no empezó queriendo decir otra cosa esto del idiota. Un idiotismo es una particularidad.” Y el buen amigo se quedó pensando no sé en qué, acaso en la generalidad más o menos particular; es decir, contradictoria. O dicho en oro y sin recovecos, que España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto —me es igual— español; pero que no debe consentir el que se imponga —así, se imponga— a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota; ¿pero como obligación de ciudadanía?, ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay doble ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales.

A base de idiotismos, que degeneran en idioteces, de particularidades, de anécdotas, de antojos, de reconcomios, de visiones de ictericia, de agravios fantásticos, hay señoritos que quieren forjar la conciencia personal de pueblos sanos. ¡Qué cartas henchidas de amargura recibo de españoles que empiezan a sentirde tratados de metecos —meteco es algo así como maqueto— en su propia España, y a cuyos hijos se les quiere imponer una doble ciudadanía y con ella una doble comprensión cuando no se ha acabado la sencilla!

¡Pobres españoles que tendrán que pagar en represalia agravios históricos, los más de ellos más supuestos que efectivos, de lejanos tatarabuelos, resentimientos que sólo conservan los neurasténicos! Porque miren, hermanos, que eso de recordar el “bol calp de fals” no es cosa de historia, sino de histeria. ¡Y pobres metecos!

Mas de esto de los metecos, maquetos, forasteros o advenedizos nos queda mucho que decir.

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Individuo y estado

El Sol (Madrid), 23 de julio de 1931

No bien leído en este mismo diario el artículo del amigo Araquistain sobre El complejo sindicalista, tomo la pluma, y no con talante polémico, para comentar algo de lo que en él dice su autor. Es esto: “La tesis del individualismo español, o sea el antiestatismo español, como generalización, me ha parecido siempre una tontería. Un régimen tan férreamente estatista como el que ha imperado en España durante tantos siglos no se explica sin una anuencia espiritual de la mayoría del pueblo.”

Dejemos por ahora la segunda parte de lo citado, eso de que el régimen español haya sido férreamente estatista, lo que me parece un error de historia, sino que antes más bien lo que llamamos Estado o Poder central —que ni es central— ha sido en España de una debilidad manifiesta. Dejemos esto para detenernos en lo de “el individualismo español, o sea antiestatismo español”… ¿Es que son términos convertibles? ¿Es que el individualista, por serlo, es anti-estatista? ¿Es que quien pone sobre todo en el orden civil los llamados derechos individuales, los de la Revolución Francesa, es que el liberal, el neto liberal, se opone por ello al Estado? Creo más bien lo contrario, y más si por Estado entendemos el Poder más amplio, el más extenso, el más universal. Tratándose de individuos españoles, el Estado español, el Poder público de la nación española. Y digo que el individuo busca la garantía de sus derechos individuales en el Estado más extenso posible, a las veces, en Poderes internacionales. Lo que sabía muy bien Pi y Margall, que era un proudhoniano.

Por individualismo español, por liberalismo español, es por lo que vengo predicando contra Poderes intermedios, municipales, comarcales, regionales o lo que sean, que puedan cercenar la universalidad del individuo español, su españolidad universal. Yo sé que en mi nativa tierra vasca, por ejemplo, y lo mismo en Cataluña, en Galicia, en Andalucía o en otra región española cualquiera, ha de ser el Poder público de la nación española —llámesele, si se quiere, Estado español— el que ha de proteger la libertad del ciudadano español, sea o no nativo de la región en que habite y esté radicado en ella contra las intrusiones del espíritu particularista, del “estadillo” a que tiende la región. Como la experiencia me ha enseñado que los llamados caciques máximos o centrales, los grandes caciques del Estado, si alguna vez se apoyaban en los caciquillos locales, comarcales o regionales, muchas más veces defendían a los desvalidos, a los ciudadanos sueltos, contra los atropellos de estos caciquillos.

Hay una conocidísima doctrina lógica que enseña que la comprensión de un concepto está en razón inversa de su extensión, que cuantas más notas la defines, se aplica a menos individuos, y así escarabajo-coleóptero-insecto-articulado-animal-viviente-ente, es serie que va creciendo en extensión y menguando en comprensión. Y así yo, mi propia individualidad, soy lo más comprensivo y lo menos extensivo, y el concepto de ente o ser lo más extensivo y lo menos comprensivo. Pero hay Dios, que es algo como lo que Hegel llamaba el universal concreto; hay el Universo, que sueño sea consciente de sí; hay la totalidad individualizada y personalizada, y hay, en el orden político, la Ciudad de Dios.

Es, pues, por individualismo, es por liberalismo, por lo que cuando se dice “Vasconia libre” —”Euskadi askatuta” en esperanto eusquérico—, 0 “Catalunya lliure”, o “Andalucía libre”, me pregunto: “Libre, ¿de qué?; libre, ¿para qué?” ¿Libre para someter al individuo español que en ella viva y la haga vivir, sea vasco, catalán o andaluz, o no lo sea, a modos de convivencia que rechace la integridad de su conciencia? ¡Esto no! Y sé que ese individuo español, indígena de la región en que viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en lo que llamamos el Estado español. Sé que los ingenuos españoles que voten por plebiscito un Estatuto regional cualquiera tendrán que arrepentirse, los que tengan individualidad consciente, de su voto cuando la región los oprima, y tendrán que acudir a España, a la España integral, a la España más unida e indivisible, para que proteja su individualidad. Sé que en Vasconia, por ejemplo, se le estorbará y empecerá ser vasco universal a quien sienta la santa libertad de la universalidad vasca, a quien no quiera ahogar su alma adulta en pañales de niñez espiritual, a quien no quiera hacer de Edipo.

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Estado, estadillo y problemas sociales

El Sol (Madrid), 29 de julio de 1931

Suelen tener las denominaciones que se dan a sí mismos los partidos, sectas, escuelas, etc., un valor significativo que ni los que las forjaron sospechaban. Así, por caso, la C.N.T., la Confederación Nacional del Trabajo, y la U.G.T., la Unión General de Trabajadores, que hoy se contraponen en métodos de lucha, y la política no es sino método. A primera vista parecería que Confederación equivale a Unión, pero no es así, pues entre nosotros suele querer decir desunión. Además, la C.N.T. rechaza la intervención suprema del Estado, que es el órgano de unión, proclamando la que llama acción directa. Es una confederación anarquista. Luego se hace llamar nacional, y es claro que de la nación española, pues que actúa en toda ella. Últimamente, en esa Andalucía dicha libre; es creer que libre del Estado. Y, por último, la C.N.T. lo es del trabajo, de este término abstracto, mientras que la U.G.T. lo es de trabajadores concretos e individuales. Y en estos últimos días, la C.N.T. armó una huelga en contra de una Compañía, la de Teléfonos, que radica y trabaja en toda la nación española.

Podría hacer ahora aquí ciertas reflexiones sobre las modalidades de origen geográfico, o más bien climatérico, que diistinguen a esas dos Asociaciones, la disociativa o confederativa y la unionista o de Estado. Y relacionarlas con las diferencias de modalidad que caracterizaron a las tropas carlistas en las dos regiones en que se sostuvieron nuetras guerras civiles del pasado siglo, y con las distintas modalidades de la organización industrial en esas dos regiones. Pero hay quoe llegar a algo más actual.

El señor presidente de la Generalidad de Cataluña, después de repetir el estribillo, vacío de sentido histórico, de la pérdida de las libertades del Principado, pide a los obreros españoles que trabajan en Cataluña que hagan una tregua en sus luchas sociales, en su acción directa contra la burguesía en este caso, hasta que se vote et Estatuto y pueda Calaluña por sí misma resolver la cuestión social “de conformidad con nuestras costumbres —dice—, nuestras características y conforme a nuestra mentalidad y a nuestra manera de ser”.

La petición del señorpresidente de la Generalidad es de una manifiesta particularidad pueril, es de una simplicidad infantil. ¿Es que cree que hay una manera peculiar catalana de afrontar y resolver el problema. social, un problema no ya nacional, sino internacional? En concreto: actualmente la C.N.T. tiene entablada una huelga de acción directa contra la Compañía Nacional —quiero decir que actúa en toda España— de Teléfonos; ¿y es que va a esperar, mediante una tregua, a Confederación Nacional del Trabajo a que la Generalidad de Cataluña, mediante un Estatuto, resuelva ese conflicto entre dos entidades de toda España? ¿Es que, por ejemplo, van a poder los sindicalistas apoderarse de los teléfonos de Barcelona y no de los del resto de España? Y esto que pasa hoy con los teléfonos pasaría mañana con los ferrocarriles, con el telégrafo, con otros servicios. Y nop se nos diga que servicios públicos nacionales, porque en rigor lo son todos. Y seguros estamos de que los fabricantes sensatos de Cataluña no estarán dispuestos a que sea la Generalidad la que resuelva los conflictos entre obreros y patronos. Esa lucha no es regional, y cuando se está tendiendo a crear una legislación internacional del trabajo, es una puerilidad que raya en insensatez venirnos con eso de que una región cualquiera arregle esos conflictos conforme a su mentalidad y su manera de ser. Porque no, no hay ni una mentalidad ni una manera de ser diferenciales para tratar y resolver problemas universales. Y esto sería tan ridículo como lo sería hablar de comunismo catalán, vasco, gallego, castellano o andaluz.

¿Que la lucha sindicalista retrasa o deja en segundo término la aceptación del Estatuto de la Generalidad catalana? Pues que se espere éste. La lucha llamada social sí que es problema vivo y urgente, y no las pedanterías particularistas basadas en tradiciones legendarias y resentimentales. Y, por otra parte, si el sindicalismo, con su método —su política— de la acción directa, rechaza la intervención del Estado nacional español, ¿cómo no ha de rechazar la de un estadillo regional, llámase románticamente Generalidad o llámese con otro nombre más o menos pomposo? Y en cuanto a los patronos, ya le ha hablado bastante claro al señor presidente de la Generalidad Catalana el Fomento del Trabajo Nacional. Aunque haya una bendita simplicidad que no lo comprenda. Y pregunte el señor presidente a un buen filólogo catalán, a Pompeyo Fabra, por ejemplo, que lo es excelente, lo que en catalán ha venido a significar bendito.

Ante la sepultura del inquisidor Corro

El Sol (Madrid), 8 de agosto de 1931

Reposar con la vista el ánimo en la raya horizonte del mar Cantábrico, tratando de olvidar la realidad histórica presente de nuestra desgarrada España… ¿Realidad? Pero es que de la realidad y de los problemas reales —los otros sin duda ideales— se está haciendo camelo. Bueno; y después de haber así reposado con el ánimo la vista en ese mar, meterme en la Colegiata de San Vicente de la Barquera, que atalaya el mar, y contemplar, embebido de esperanzas, la estatua marmórea del inquisidor Corro, recostado sobre su sepultura. Con la diestra sostiene la cabeza maditativa; la mano izquierda sobre el breviario, también de mármol, en que parece leer en silencio rezos de eternidad. ¿Qué es lo que lee? Porque el marmóreo breviario está en blanco. Como nuestro porvenir. Pero hay que volver a esto que es la vida, a esto que es el mundo, a esto que es la existencia que pasa.

“Hay que aislar al pesimista” —decía D. Alfonso—. Y así cayó. Porque era él quien se aislaba para no oír malas nuevas. Prefiría las buenas viejas. Atajaba a quien pretendía advertirle peligros. Quiso hacer del optimismo una profesión. Y el republicanismo que le sucede le imita en esto como en otras cosas. No sabe abrir el pecho a la esperanza sin cerrar los ojos a la realidad sin retórica ni programa. “Aquí no hay más que Jeremías”… —me decía una vez el ex Rey—. El cual no tenía de Jeremías idea más clara que la tengan los que hablan, sin conocerlo, del bravo profeta que le enseñó a su pueblo que merecía el cautiverio.

¿Y el marmóreo inquisidor Corro, el que duerme en San Vicente de la Barquera? El inquisidor sigue enquisando, sigue inquiriendo. Y me parecía leer en sus soñadores ojos alabastrinos que decía: “¿Comprensión?, sí; pero para el engaño. Porque no respondéis a mis esfuerzos de comprensión, con veracidad. Como buenos chalanes que sois, no sois veraces. El toma y daca se basa en el engaño.” Y pensé que un buen Inquisidor es un comprensivo. Y luego me añadió Corro, el inquisidor: “¿Cordialidad?, sí; pero ante todo racionalidad.” Y pensé que tenía razón el inquisidor, porque hay una razón inquisitiva y hasta inquisitorial. ¿Teológica? Sea. Pocas cosas más racionales y hasta más racionalistas que una sincera teología.

Y salí pensando tristemente, jeremíacamente acaso, bajo el pardo cielo montañés, que no vamos a lograr la unidad espiritual —que es la única que de veras importa— ni aun a costa de la unidad política. Porque hay quien no sabe hablar de sus libertades —que a menudo nada tienen que ver con la verdadera libertad, con la libertad real y efectiva— sin herir en la cuerda más viva del corazón de quien quiere oírle cordialmente. “No hay peor sordo que el que no quiere oír” —dice un dicho decidero—. “No hay peor resentido que el que no quiere entender” —digamos.

Corro, y con él los demás inquisidores, trataron de salvar la unidad espiritual de España, poniendo a su servicio la razón de Estado. Fue su obra más política que propiamente religiosa. ¿Que fracasaron? Habría tanto que hablar de esto… Aunque sí, fracasa a la larga la Inquisición ortodoxa y la heterodoxa, y la católica y la protestante, y la racionalista atea y todas las inquisiciones. Todas, ¿eh?, todas, hasta la de los que hablan resentidamente de sus supuestas libertades perdidas. Que también ellos son inquisidores, también ellos han establecido su Santo Oficio diferencial, también ellos castran la comprensión de sus pueblos, también ellos les empapizan de leyendas.

Y rota la unidad espiritual viene la peor guerra civil: la de miradas, la de cuchicheos, la de retintines, la de motes, la de no poder verse y tenerse que mirar.

¿Comprensión mutua? ¿Cordialidad? ¿Unidad espiritual? El inquisidor Corro sigue haciendo como que lee en el marmóreo breviario en blanco. ¡Y cómo pesa el mar y sobre el mar el cielo!

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¡España, España, España!”

El Sol (Madrid), 12 de agosto de 1931

Venimos observando una tendencia, hija de pereza mental revolucionaria, a creer que se solucionan cuestiones no más que con motes. Los de república, republicano, revolución, revolucionario y otros de la misma laya adquieren ya un sentido mítico y hasta mágico. Y junto a ellos, para condenar ciertos hechos, cuando no se encuentra bien a mano la justificación histórica de la condena, basta con achacarlos a la Monarquía, así, sin más. Basta decir de algo que es de origen monárquico para que se dé a entender haberlo dicho todo. ¡Santa simplicidad y bendita pereza!

Pero ¿es que en los siglos de Monarquía española unificada no hubo pueblo españo, y este pueblo español no tuvo voluntad, también española, y no la incorporó a la Monarquía con que se daba a sí mismo unidad? Y voluntad muchas veces radical, es decir, de raigambre y de raíces. Voluntad radical española, de raíces y no sólo de follaje, no sólo de hojas, aunque estas sean hojas de papel, de papeletas de voto. Y la voluntad radical, la de raíces, se afirma y sustenta bajo el suelo, en el seno de la tierra oscura que une los que fueron a los que serán, en las entrañas mismas de la nación, de la patria común. Mientras las hojas, que se mecen a todos los vientos, se ajan y pudren pronto, las arrastra el viento del otoño y forman mantillo que va a abonar las raíces que darán otro follaje, otra hojarasca. Pero la hojarasca, a las veces sonora cuando la menea vendaval —“vent d’aval”, viento de abajo— no es la raigambre soterrada y silenciosa y continua.

¡La voluntad nacional radical! Aquí mismo marcamos una cierta distinción entre la República española y la España republicana. Pues bien; ha habido en siglos una Monarquía española y una España monárquica, voluntaria y radicalmente monárquica, una España que se sentía un poder —“arquía”—, uno —“monos”—, esto es, monárquico, y aun aparte del linaje carnal y perecedero que simbolizara ese poder.

En Francia, cuando Luis XIV decía: “El Estado soy yo”, y no se refería a au pobre yo individual, mortal y frágil —¡y tan frágil!—, sino que quería decir que es Estado era la nación francesa, una y radical. Y cuando la Revolución francesa, francesa, o sea nacional, degolló a su pobre descendiente, el bonachón y fragilísimo Luis XVI, siguió la nación revolucionaria y republicana diciendo: “El Estado soy yo”. Es que sentía su imperio. Y tan le sentía, que trató de sembrar su revolución por todo el mundo, imperialmente. Revolución imperial la francesa, como lo es en el fondo la rusa bolchevique, heredera del imperialismo zarista. Y se asentó y afirmó en la Revolución francesa el Imperio napoleónico; su colmo, el Napoleón, el corso insular que encarnó la nación continental francesa, podía haber dicho: “¡El Estado soy yo!” Y caído luego el Segundo Imperio, con el pobre Napoleón III, vino la tercera República, la actual República monárquica, que con sus actos va diciendo: “¡El Estado soy yo!” Representa a la nación francesa una y radical, la que hunde su raigambre en la tierra común, oscura y silenciosa, sobre que ruedan las hojarascas del sufragio. Y la voluntad popular común sigue subconsciente.

Tuvimos, sí, una Monarquía española, mejor, una realeza que en su forma dinástica se ha hundido, quisiéramos creer que para siempre; pero tuvimos también una España monárquica, que, si no en pie, sigue bajo el pie del árbol, en la tierra materna que guarda a los fueron y a los que serán. Y ésta es la España imperial. Y si sus raíces no se estremecen cada vez que sobre el solar rueda la hojarasca amarillenta y ahornagada a que arrebata el “vent d’aval”, el viento de abajo, es porque la raigambre sabe lo que es y lo que vale el follaje. La España monárquica, es decir —entendámonos, perezosos de mente—, la del Poder —“arquía”—, uno —“monos”—, no era la Monarquía española histórica, como institución jurídica; era la España que sentía su imperio, la España radical. El gran poeta imperial de Roma, Virgilio, cantó: “Italia, Italia, Italia”, y esta estremecida jaculatoria pasó al gran gibelino Dante, y al gran gibelino republicano Mazzini, y al gran gibelino republicano Carducci. Y los güelfos se quedaban de lado rumiando particularidades feudales y podercillos temporales, y distincioncillas escolásticas y eclesiásticas, con dialéctica dialectal.

Y los güelfos en España —¡España!, ¡España!, ¡España!—, ¿qué haran? Porque no creemos que se les ocurra a los descendientes de los almogávares hacerse de nuevo a la vela, llevando a bordo a un Montaner, a la conquista de un nuevo ducado de Atenas. A encontrarse acaso, allá, en Grecia, con unos chuetas que hablan español de la más grande España, de esta radical ibérica y de sus retoños ultramarinos. ¡España, España, España!

El Estado es España. Y es la Nación. Nación, aunque sin Rey —gracias a Dios—, monárquica en el sentido que hemos explicado a los perezosos del mito y la magia revolucionaria.

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Sobre el Parlamento o Palabramento

El Sol (Madrid), 22 de agosto de 1931

Otra vez días de reflujo. Cansado de pensar. Sobre todo quien, como el comentador, piensa, en hombre, con palabras; piensa palabras, y más siendo de oficio desentrañador del lenguaje. Duro oficio donde la pereza mental colectiva, nutrida de lugares comunes, confunde todas las palabras de tal modo que apenas si quedan entendederas enterizas y sanas. Y luego tener que —¡terrible tener que!— pensar con palabras, pensar palabras de un Parlamento, en un Palabramento. Palabramento en que los abogados, más o menos palabreros, sienten la necesidad de renegar de su oficio. Oficio no de fabricantes de palabras, sino de revendedores de ellas.

“¡Palabras, palabras, palabras!”, decía el personaje shakespeariano. Y el dickensiano, aquel inmortal maestro de escuela de los Tiempos difíciles del más inmortal Dickens, decía: “¡Hechos, hechos, hechos!” ¿Pero es que hay oposición entre la palabra y el hecho? Toda palabra, si es viva, es un hecho, un hecho vivo, y todo hecho vivo es palabra. Se equivocaba Fausto al corregir la palabra del prólogo del Cuarto Evangelio. Sólo hay lo muerto y lo vivo, sea hecho o palabra. Y el hecho, muerto es el hecho consumado, es decir, consumido, es lo acabado. Si se quiere, lo perfecto, “Estamos ante un hecho” —me han dicho algunos buenos catalanes amigos míos, que son todos mis buenos amigos catalanes. Y yo, renunciando a exponerles filológicamente la diferencia entre un hecho, algo que se hizo, y un suceso, algo que sucedió o pasó, me he dicho y les he dicho que un hecho es algo, si es vivo, que se está haciendo y deshaciendo. Se empieza a morir el día en que se nace. Y así al hecho opone el hombre el que-hacer y el que-hacer suele consistir en deshacer el hecho. Que es rehacerlo. Todo menos la posición fatalista, materialista —en el sentido de Marx— de que el hombre se deje llevar de las cosas, de que la personalidad se soyugue a la llamada realidad. Hay una necesidad más honda, una necesidad espiritual, aquella de que hablara el Apóstol Pablo cuando decía que él evangelizaba movido por necesidad, ananque. Y así el comentador. Tiene que decir, por necesidad espiritual, lo que dice y por duro que el decirlo le resulte.

Marx, el materialista de la historia, enseñaba que el estómago dirige al hombre. Pero Maquiavelo, que de psicología, y por lo tanto de historia, sabía más y mejor que Marx, enseñaba que el hombre entrega la vida por la bolsa y la bolsa por la vanidad. Y a la vanidad suele llamársele personalidad. El mercader que nos parezca más materializado se deja arruinar por mantener su personalidad, y pierde el crédito por sostener su credo. No, no; no es todo negocio. El espíritu puro, desinteresado, tiene sus aduanas. Y hay un comercio de ideas y de sentimientos, que es más hondo que el comercio de artículos manufacturados. Hasta en nuestras luchas intestinas tratémonos como personas.

“¿Nación? ¿Estado? ¡Es cuestión de palabras!” Así me decía mi buen amigo, como catalán que es, el Sr. Companys. ¡Cuestión de palabras, por si le llamó tal o cual, por si habla así o asá, llegan hasta matarse los hermanos! ¿Leyes? ¿Códigos? ¿Codiguillos o codicilos? Importan muy poco. Lo que importa es el espíritu, es la palabra íntima con que se aplican. ¿Cordialidad? Racionalidad, ya lo dije. Por algo en catalán a hablar le llaman razonar, “enrahonar”. ¡Y ojalá razonaran siempre!

Lo que importa es la palabra íntima, la palabra de comprensión. Y comprenderse, prenderse o tomarse mutua y conjuntamente, es convivir. No hay más unidad viva que la de la convivencia. Y lo que le queda a este comentador por decir respecto a la convivencia. ¡Qué cartas que rezuman amargura y hasta congoja está recibiendo de los que no pueden ya convivir con sus convecinos, de los que se sienten sentidos —y resentidos— como bárbaros en el significado primitivo de este vocablo tan sobado y asendereado! Bárbaros, es decir, extraños, forasteros, metecos.

¡La convivencia! Aquí está todo. Y la convivencia no es cosa de convención; convivir no es sólo convenir. Ni es cosa de pacto. No se pacta la convivencia. Y más cuando, queramos o no nos queramos, tenemos que convivir. Los pedante, hablan de simbiosis.

Y ahora, lanzado en este camino de palabras, llevado por ellas, como le llevaban a mi San Pablo, el gran conceptista y gran palabrero —así le llamó un pretor romano—, recuerdo lo que le dije a uno que me decía que quiero a España con locura, y es que le respondí que no es que yo no quiero a España, sino que quiero España. Y no es lo mismo.

Mas dejemos, lector, estas palabrerías para continuarlas otra vez. ¡Si supieras lo que cansa al pensamiento, a la vez lo que enfebrece al corazón este febril y apasionado desentrañar el lenguaje en busca de la palabra íntima sobre que se asiente la convivencia española!

Guerra intestina familiar

El Sol (Madrid), 26 de agosto de 1931

¿Guerra civil? Sí, guerra civil, aunque incruenta, y por esto más íntimamente trágica. Guerra más que civil, que habría dicho aquel cordobés prehispánico que fue nuestro Lucano. Guerra intestina familiar, doméstica, no pocas veces. ¿Recuerda el lector aquellos estertores del Imperio hispánico en América, cuando los hijos de los criollos de padres peninsulares despreciaban y hasta insultaban en casa a estos —y más si las madres son criollas— y los vejaban con motes? Pues a esto estamos volviendo. Hay algún pobrecito Pérez que ve su nombre reducido a una P y aun a menos de eso. Hay ya tragedias familiares que son mucho más trágicas que una guerra civil de sangre corpórea.

¿Que de esto no se debe hablar? ¿Que herimos sentimientos? Hay que herir sentimientos para despertar sentidos. Hay que herir el sentimiento —resentimiento más bien— de la particularidad para despertar el sentido de la universalidad. Y ahora que los pedagogos nos empiezan a hablar tanto de la escuela única, hay que hablar de la patria única. De la patria única española. Española universal.

¡Ay! Cuántas veces en estos días de trágica guerra intestina, más que civil, hemos recordado aquellos versos, que más de una vez hemos comentado, de Hernando de Acuña, el poeta del Emperador Carlos V:

 

una grey, un pastor solo en el suelo,
un monarca, un Imperio y una espada.

 

Que traducidos en republicano para los perezosos mentales del republicanismo mítico y mágico dicen: “¡Un poder, una ley y un ejército!” Un poder —“arquía”—, uno solo —“monos”—, ejercido por un pueblo, por un solo pueblo soberano. No por varios pueblos. La soberanía no se fracciona. No caben co-soberanías populares. Los pueblos, así, en plural, son buenos para el “folklore” —dejémoslo en inglés—, para el amigo “Azorín”. Y una ley, que es un Imperio. Y una espada, un ejército. No miqueletes, ni miñones, ni somatenes, ni guardias cívicas locales o regionales. Ni siquiera policías particulares. Lo que facilitó las guerras civiles cruentas de nuestro siglo pasado fue que en su verdadero foco no había servicio militar obligatorio para España, que mis paisanos no servían al Rey.

“¡Un monarca, un Imperio y una espada!” ¿Y ahora? Ahora una cruz, una cruz sola para todos. Al final de su espléndido poema “Patria” nos presentaba Guerra Junqueiro —¡lo que le viví y lo que le recuerdo!— a Portugal crucificado, y en la cabecera de su cruz, este letrero fatídico: “¡Portugal, Rey de Oriente!” ¿Y España? Quién sabe… —¡sólo Dios lo sabe!—, quien sabe si será crucificada en el leño, en la tabla de una Constitución, y en su cabecera este I. N. R. I.: “España, Reina destronada de ambos mundos.” Y así como este I. N. R. I. del Cristo estaba en tres lenguas, en hebreo, en latín y en griego (Juan, XIX, 20), así este de España será también para más inri, trilingüe. En las lenguas que dividieron a los padres de los hijos, a los hermanos de los hermanos, en las lenguas de los sentimientos y resentimientos particulares y no en la lengua española del sentido universal, imperial, del sentido de la personalidad integral. Cosa terrible cuando Robinsón defiende su islote a tiros de espingarda contra la invasión de los que cree piratas del océano.

Al Cristo le crucificaron por antipatriota, lo hemos dicho y explicado con textos muchas veces. Por antipatriota y por incomprensivo. El de “dad al César lo que es del César”, suprema fórmula cristiana del imperialismo gibelino, no era un pactista. Ni lo era aquel enclenque judío de Tarso, aquel apóstol de los gentiles que evangelizó en su griego roto, aquel Pablo, el Saulo de Damasco, que se erguía ante los pretores diciendo: “¡Soy ciudadano romano!” Ni podría serlo de otro adjetivo. Que no había ciudadanos judíos. El fariseo ni el escriba no eran ciudadanos. La ciudad era del César, de un solo poder, de un solo imperio. La realeza de Herodes no lo era de ciudadanía.

Guerra más que civil y peor que cruenta, guerra intestina, guerra doméstica. Y hay que abrir los ojos y el corazón a ella. Y se oye: “¡Crucifícala! ¡Crucifícala!” ¿Nos salvará de ella un pacto? La convivencia no se pacta. No es cosa jurídica.

¡Ah!, sí. ¿Que hay cosas que se deben callar? Pues bien, ¡no! Lo que hay que decir son las cosas que se dice que no deben decirse. Oportuna e inoportunamente, que decía el enclenque judío de Tarso. Y hay que hablar de la guerra civil vigente. Y guerra, ¿para qué? ¿Para sacudirse de alguna opresión, de alguna esclavitud? Hombre o pueblo que se está quejando de su esclavitud es que se siente con alma de esclavo. Como todo resentido que padece manía persecutoria. Mas de esto, otra vez.

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Los milagros de la Virgen de Ezquioga

El Sol (Madrid), 29 de agosto de 1931

No es tarde ya para comentar las apariciones de la Virgen de Ezquioga en mi nativo País Vasco. No es tarde porque el movimiento religioso a que ha dado lugar, y que tanto se parece a aquel llamado “revival” en Gales, no es movimiento del día, ni del año, ni del siglo, sino del momento; es decir, de la eternidad. ¿Y qué fue ese milagro de la aparición de la Virgen de Ezquioga?

¿Milagro? Lessing, el más implacable crítico de los milagros; Lessing, el racionalista, decía que cuando la Sagrada Escritura dice, por ejemplo, al principio del primer Evangelio, que, estando encinta María, se le apareció a su esposo José un ángel en sueños, quiere decir que José soñó que se le aparecía un ángel. Pero ¿es que no es siempre, y en todo el milagro que es la conciencia religiosa, lo mismo? Y más si la aparición se hace colectiva. ¿Qué más objetividad que el que una aparición se haga colectiva? El ensueño que sueña una muchedumbre es lo que le hace a ésta pueblo, es lo que le da una conciencia única.

Pero hay algo más crítico. ¿Es ésa una aparición religiosa popular, nacional, laica? Laica y religiosa. Laico estrechamente vale como popular y se contrapone a clerical; del pueblo, de la verdadera Iglesia, y no sólo del clero, de su burocracia. Y a este respecto conviene recordar aquel gracioso suceso que sucedió en Plasencia, siendo allí obispo aquel recio integrista —gallego él— que fue D. Pedro Casas y Souto. Pues ocurrió que, como empezara a esparcirse el rumor de haber aparecido una monja milagrera, el obispo exclamó: “¿Milagros en mi diócesis y sin mi permiso? Lo prohíbo, y si sigue haciéndolos son del demonio.” Y es fama que se acabaron los milagretes de la monjita de Plasencia. Ahora lo que puede ocurrir es que si hay milagros sin permiso del ordinario pueda haberlos por mandato o sugestión de él o de otra autoridad clerical. Y hasta milagros estratégicos.

No parece que las autoridades eclesiásticas de Guipúzcoa hayan intervenido directamente, como no sea para permitirlos en los milagrosos ensueños de la muchedumbre popular que se congregaba en Ezquioga y de los turistas que acudían al espectáculo veraniego. ¿Y qué iban a hacer sino permitir que unos pobrecitos desterrados hijos de Eva pidieran a la Virgen Madre, gimiendo y llorando en aquel risueño valle de lágrimas, que después de este destierro les muestre a su hijo Jesús, fruto bendito de su vientre y Cristo Rey, pero no rey de este mundo?

Mas hay otra cosa, y es que los que no se avienen a que el reino de Cristono sea de este mundo pudieran, no ya permitir, sino sugerir, sino ordenar esas apariciones milagrosas. ¿Es que no dicen que se trata de robarle su fe al pueblo? ¿Y cómo? Entremos en el meollo de la cuestión. Por la enseñanza nacional, por la escuela única nacional, esto es, popular, y, por lo tanto, laica. Que laico no quiere decir propiamente sino esto: popular.

Bien sabemos que laico ha adquirido otro sentido, un sentido que con razón ofende a toda conciencia religiosa. Bien sabemos que para muchos laicismo quiere decir irreligiosidad. ¿Pero es que cuando el hondo movimiento religioso de la Reforma no inició este movimiento la laicización de la enseñanza pública? ¿No fue acaso la Reforma la que desenclaustró la enseñanza del pueblo?

De nada servirá que se quiera hacer laica en el mal sentido, en el sentido jacobino, la enseñanza popular, nacional, si el pueblo, si la nación, es religioso, es cristiano. En un pueblo cristiano no hay Estado, por fuerte que sea, que pueda ordenar que se quite de las escuelas populares, nacionales, laicas, la imagen del Cristo, rey del reino de después de este destierro terrenal. Y hay un Cristo nuestro español, popular, nacional, laico: ese Cristo de Velázquez, en cuya contemplación me he sumido. Y que no es ese otro del Sagrado Corazón, de origen francés, que preside a la industria pedagógica del las órdenes eclesiásticas de enseñanza, ajesuitadas ya todas.

¿Enseñanza religiosa? Toda enseñanza verdaderamente popular, nacional, laica, tendrá en nuestra España cristiana que ser religiosa. Querámoslo o no. Pero no la enseñanza de la fe implícita, de la fe del carbonero, que se cifra en aquella sentencia del Catecismo del jesuita padre Astete, cuando dice: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Una enseñanza religiosa, popular, nacional, laica ha de tender a que no haya ignorantes, a que no sean los ignorantes explotados por los doctores. Y ésta es la reforma de la enseñanza. Ésta es la Reforma, sí. Ésta es la reforma española, popular, nacional, laica.

Y en cuanto a la Virgen Madre de Ezquioga: ¡salve! Salve, María, Reina y Madre de Misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra…, y después de este destierro, muéstrano a Jesús, a Cristo Rey; pero en su reino, que no es el de este mundo. Y entre tanto, salgamos de la ignorancia religiosa de carbonero. De la que la industria pedagógica clerical no nos ha sacado.

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Por las tierras del Cid

El Sol (Madrid), 4 de septiembre de 1931

Unos días a restregarme el alma en la desnudez ascética de la vieja Castilla reconquistadora, la del Cid, Guadalajara, Atienza, Berlanga, Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, Soria, Numancia, Almazán, Medinaceli, Cifuentes, Brihuega…, nombres que son tierras que resuenan en este romance castellano, cuyo primer vagido literario sonó en ellas, en esa Extremadura, o sea frontera con los moros. Romance de romanos que aterraron, que echaron en tierra, a los celtíberos en Numancia.

¡Desolación de Numancia entregada a los arqueólogos! Allí, en la piedra del umbral de un viejo hogar celtibérico, la svástica que vino luego a ser el crucifijo martillo del Cid, el que se guarda en Salamanca, junto al sepulcro del obispo don Jerónimo. Y allí, aterrados, hechos tierra y ceniza, los que para defender su personalidad diferencial resistieron a los romanos imperiales. Y se hizo Hispania. Y corrieron los siglos, y llegaron los moros, imperiales también, y luego la Reconquista.

¡La Reconquista! ¡Cosas tuvieron nuestros Cides que han hecho hablar a las piedras! ¡Y cómo nos hablan las piedras sagradas de estos páramos! Reconquistado su suelo, Castilla, que había estado de pie, se acostó a soñar en éxtasis, en arrobo sosegado, cara al Señor eterno. Y soñó recuerdos y esperanzas: soñó esas “sirenas del aire” que posaron, empedernidas, en los capiteles románicos. Aunque los más ni soñaban: cuidaban sus ganados, sus veceradas, y roturaban sus campos. Tenían tanto sueño, sueño de cansancio secular, que ni les dejaba soñar. Dormían la vida en Dios, que era quien les soñaba. Era el sueño de la Reconquista. Y en tanto, corrían las aguas del Ebro al mar de Roger de Lauria, y las del Duero, al mar imperial de Colón, de los Reyes Católicos, católicos de catolicidad, de universalidad española.

¡Medinaceli! El arco romano, imperial, mirando con ojos que son pura luz al paisaje planetario de aquellas tierras tan tristes que tienen alma, como dijo nuestro Antonio Machado. ¡Y tanta alma como tienen! Medinaceli heñido en el páramo por los dedos sobreimperiales del Señor. Se van arrumbando las ruinas que son Medinaceli, porque hasta los muertos se mueren. Y allí acabó de agonizar, muriéndose, Almanzor. El tambor legendario de Calatañazor ya no suena; se le rompió el parche. Y allí en Medinaceli, junto al arco romano, ha edificado el Patronato de Turismo un albergue, sin duda para que los turistas puedan ir a decir, como el baturro del chascarrillo: “Conque agonizando, ¿eh?” De Numancia a Medinaceli fue mecida, como en lanzadera del telar de Dios, mi alma.

Esta tierra pobre, con pobreza divina, fue la de Láinez, la de Sanz del Río, la de Ruiz Zorrilla. y esta tierra era hace cerca de un siglo, cuando escribía Madoz, una de las que sostenían más escuelas. Y hoy mismo, los descendientes de aquellos celtíberos romanizados —y romanceados— se afanan en levantar escuelas como aquéllos levantaron sus recogidas iglesiucas románicas. Renace un nuevo culto en una nueva reconquista. Y pueblan el aire claro del páramo nuevas sirenas del aire. Se siente que un nuevo éxtasis afirma una personalidad integral, no diferencial, y sin alharacas. ¿Estáticos, quietos? Esto les llaman los sedicentes dinámicos —¡pedantes!—; pero no son estáticos, sino extáticos. Vuelven a ponerse fuera de sí, enajenados, y no ensimismados. Y yo sueño en una nueva reconquista integral, imperial, de la radical España.

Contemplando aquellas tierras celtibéricas romanizadas y romanceadas me acordaba de cómo al decirle un día a mosén Clascar —el traductor del Génesis al catalán— aquello de “¡Ancha es Castilla!”, me replicó mi buen amigo, no sin cierta melancolía diferencial: “¡Sí, tan ancha que nos perdemos en ella!…” “¡Perderse!” Nadie se pierde así sino para ganarse, para integrarse. No se perdieron los celtíberos en Numancia; no se perdió Almanzor en Medinaceli. No se perdieron los moros que levantaron el castillo de Gormaz, ni se perdieron los moros a quienes conquistó en castellano el Cid Ruiz Díaz de Vivar, el de la Valencia del Cid. Y los sones de su canción de gesta, del Cantar de Myo Cid, se han fundido con los sones de Ausias March, absorbiendo a éstos. Que los que parecen perder su personalidad diferencial la recobran más íntima, más radical, más imperial, más universal, en la personalidad integral en que se asientan los que se agitaban en pie.

Desde aquella cumbre de páramo que es Medinaceli en ruinas, barbacana sobre Aragón en tierra castellana, veía subir al cielo de Dios a nuestra España y soñaba que el Dios del Cristo la soñaba como Él se sueña: una y trina, y con un solo Verbo y un solo Espíritu.

Religión de Estado y religión del Estado

El Sol (Madrid), 8 de septiembre de 1931

¡Válganos Él, y qué de formas y fórmulas o formillas de religión de Estado están ya empezando a producirse aquí! Cierto es que el artículo 3.º del proyecto de Constitución que se está discutiendo proclama dogmáticamente —pura teología— que “no existe religión del Estado” suple: español—; pero no es lo mismo religión del Estado que religión de Estado. Y ésta, republicana por supuesto, empieza a surtir con sus dogmas, con sus mitos, sus ritos, su culto, su liturgia y sus supersticiones —sobre todo— y hasta sus supercherías. Un día que un ingenuo diputado neófito se descuidó en decir que hay que marchar por el camino real, oyó murmullos que le obligaron a rectificarse y corregir: “Bueno, por el camino republicano”. Y se oye en la tanda de ruegos y preguntas, ruegos que son rogativas y aún letanías al Estado óptimo, máximo y providente. Estado… federal por de contado, aunque éste de federal es un adjetivo mágico y místico en que al preguntarles a los fieles qué quiere decir, han de tener que contestar: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; juristas tiene el santo padre Estado que os sabrán responder.” Porque esta nueva fe republicana es fe implícita o de carbonero. Aparte, claro está, de los republicacons conscientes, parados o no.

Quedamos fuera de todo esto los republicanos no mágicos, ni míticos, ni dogmáticos, los que un amigo mío llama accidentalistas para distinguirlos de los consustancialistas. Los que dejamos la religión para Dios y la política para el Estado. ¡Y cómo nos acongoja este nuevo culto verboso y supersticioso, este nominalismo escolástico con que se quiere llenar un vacío de ideas y de sentimientos realmente republicanos!

En una porción de ciudades, villas y lugares ha entrado el furor de cambiar los nombres de las calles. Se le quita a Carlos V, por ejemplo, para sustituirle con cualquier héroe de última hora, y aun menos mal cuando la calle lleva nombre de persona que vivió. Porque estaría bien que en casi todos los lugares hubiese calles de Cervantes —”calle de Cervantes (D. Miguel)”, así había en Agreda—, de Calderón, de Cisneros, de Santa Teresa, de Fray Luis, de Íñigo de Loyola, de Goya, de Velázquez… y de Simón Bolívar, José Rizal y José Martí, sin contar con las de los mártires de nuestras contiendas civiles por la libertad del liberalismo más o menos republicano. Los nombres abstractos son ya otra cosa. Plaza de la Constitución fue muy usado, y acaso veamos plazuela de las Cortes Constituyentes de 1931. ¡Pero lo que ha ocurrido hace poco en Arenas de San Pedro…! Había allí una calle con el espléndido nombre de calle de la Triste Condesa —era así, “la triste condesa”, como se firmaba y afirmaba la viuda de D. Álvaro de Luna—, y lo han cambiado por el de “calle de la Libertad”. A ver si por uno de esos frecuentes casos de conjugación lingüística llega a llamarse “calle de la Triste Libertad”.

Y cuando no lo sabemos de cierto, suponemos que aumentará ahora el prurito o cosquilleo de registrar civilmente —que no es bautizar— a las niñas con nombres significativos y litúrgicos de religión de Estado. Y en vez de aquellos castizos nombres de Tránsito, Angustias, Dolores, Socorro, Amparo, Remedios, Consuelo y otros así, se les ponga los de Democracia, Libertad, Igualdad, Constitución, Comprensión, Cordialidad, Armonía o… Federación. Y podría llegar a darse una Federación Gojeaskoetxea y Puigderajols, que llegase con el tiempo, después de premio de belleza de verbena, a estrella de cine, bajo el nombre de Federachu o Federeta, y con gorro frigio, o sea “chano” o barretina. Y que cantara un himno tricolor con letra autonómica.

Sabemos que a muchos que se regodean con Voltaire les parecerá todo esto hasta impío; pero estamos convencidos de que las formas supersticiosas que toma el culto republicano de esa religión de Estado no hacen sino perjudicar al puro sentimiento de España. Y queremos creer que si se oye este nombre, España, mucho menos que es el República, es porque se le estima algo inefable, como los hebreos sustituían el nombre inefable de Yahwé por el de Jehová. Un gran predicador anglicano, Robertson, predicó un magnífico sermón sobre aquellos pueblos —tenía muy en cuenta al español— que tienen por cualquier motivo y para cualquier emergencia, el santo nombre de Dios en los labios de la boca, no en los del corazón, que también los tiene. Y por mi parte me dispondría a predicar contra los que abusaren de este nombre de España si se abusare de él.

Y aquí el lector podrá argüirme que soy yo uno de los que más usan de él, así como del de Dios, frisando acaso alguna vez en el abuso. Y como humildemente me reconozco culpable de ello, doy ahora aquí un “a Dios” a estas amenidades con que he tirado a aflojar un poco la cuerda de ordinario, sobrado tirante de estos mis comentarios.

Sobre el cavernicolismo

El Sol (Madrid), 12 de septiembre de 1931

¿Qué piensa el comentador de las responsabilidades; qué de la reforma agraria; qué de la separación de la Iglesia y del Estado; qué del cambio; qué de la C. N. T. y la F. A. I. y la U. G. T.; qué… de todo lo demás así? El comentador vive pensando históricamente la historia de España. Y pensar históricamente es pensar políticamente. La historia humana, civil, nacional —y no hay otra— es la historia de la forja de las nacionalidades. El comentador profesa la concepción histórica, política, de la historia, no la llamada concepción materialista de ella. La política priva sobre la economía, que no es todavía plenamente humana. El hombre es un animal político.

Y así el comentador lo supedita todo a comprender históricamente la constitución nacional de España —su historia—, base de toda Constitución del Estado —con mayúsculas de nombres propios— es cosa minúscula junto a la constitución de la nación —con minúsculas de nombres comunes—. Lo uno no es más que jurídico; lo otro es político. Y la constitución nacional de España, aquella que Cánovas del Castillo —historiador político y estadista histórico— llamaba la constitución interna, más bien íntima, cuando hablaba de continuar la historia de España, esa constitución nacional interna no admite soluciones de continuidad. No lo fue el período de 1868 a 1876. Alcolea, Amadeo, la República del 73, Bilbao, la paviada y Sagunto, fueron escenas de un solo acto histórico nacional. Y quienes mejor lo abarcaron en visión fueron Cánovas y Castelar. Castelar, que soñando siempre en la España universal y una, sintió lo que se quemó en Cartagena.

¿Constitución nacional? ¿Y qué es ello? Aquí el comentador va a acudir a su oficio, el de lingüista. “Status” es el acto de ponerse y de estarse en pie, es la situación de lo que está en pie, y “statuere”, estatuir, es poner en pie algo. De aquí Estado y también estatuto, a los que vamos a dejar por ahora de lado. Y luego, con prefijos, se formaron “instituere”, instituir, poner en pie; destituir, echar abajo lo que en pie estaba; restituir, volver a ponerlo como antes, y “constituere”, constituir, que es poner o mejor componer en pie varios miembros. Y aun queda “prostituere”, o prostituir, que es poner algo en venta. El que se prostituye se pone en pie ofreciéndose al mejor postor. Nación, por otra parte, deriva de nacer, y popularmente “ciego de nación” quiere decir ciego de nacimiento.

La constitución nacional, la historia, es la acción de componerse y constarse juntos, en pie y en un haz, los nacidos en común, en comunidad de destino. Y ésta es la historia de España desde que es España, y sobre todo desde los Reyes Católicos, desde que con la toma de Granada y el descubrimiento de América se anuda, por voluntad divina, por la gracia de Dios, la unidad nacional española. Y si a esta íntima constitución nacional se intentó alguna vez por instintos prehistóricos, anti-históricos, prostituirla, ponerla a subasta y regateo cantonales, la continuidad histórica, que no tolera soluciones de ella, se sobrepuso.

¿Instintos prehistóricos? Sí, instintos prehistóricos, o si se quiere troglodíticos y cavernícolas. Porque los leyendarios primeros fundadores de la sociedad civil, de la nación, los soñadores contratantes del contrato, del pacto social de Rousseau, esos contratantes y pactantes no son más que un mal sueño, una pesadilla, y están fuera de la historia. El troglodita de la cueva de Altamira, el que trazó aquel mágico bisonte al que se ha tragado el león de España —¡y cómo le duele en las entrañas!—, aquel troglodita no vivía en la historia, no vivía la historia. Y no podía pactar ni contratar nada. ¿Derechos individuales? Para que los haya, el indivisuo tiene que ser persona y el pobre troglodita no lo era.

Lo propio de todos los trogloditas, de todos los cavernícolas, díganse de derecha o de izquierda —porque hay un izquierdismo troglodítico, tan troglodítico como el otro, si es que no más—, es querer poner soluciones de continuidad a la divina obra histórica de la constitución nacional de un pueblo con un destino común, a la divina obra de la unificación de misión histórica. No, los cavernícolas de nuestras cuevas prehistóricas no pueden volver a pactar nada, a contratar nada, como si Dios hubiese dejado de pensar España a fines del siglo XV. Y conviene que todos los españoles por la gracia de Dios nos demos cuenta de cuál es el verdadero cavernicolismo, sea de derecha o de izquierda, que lo mismo da.

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A los cabreros y no a los carboneros

El Sol (Madrid), 16 de septiembre de 1931

Se me dice por algunos que me ponga más al tenor —al modo como de tienen— de los más de mis lectores y que no abuse de lo que llaman mi lirismo. ¿Lirismo? Quieren, sin duda, que en vez de tañer el comentador en lo que a ellos se les antoja una lira, taña en una guitarra o en una bandurria. ¡Y lo que son las palabras! Guitarra viene de la misma raíz que citara; la bandurria se tañe con púa, a la que en griego llamaban “plectro “, y “estro” no quería decir sino tábano, que así como éste saca de sí al ternero, así el estro o tábano poético saca de sí y arrebata al poeta. Por cuanto si en vez de de decir que tocado uno por el estro empuñó el plectro para cantar al son de la cítara, decimos que, picado por el tábano, se puso a rascar con la púa la bandurria, no haremos sino traducir al romance el idioma lírico y académico. ¿Quieren esos descontentos que toque así la bandurria? Pues no lo entenderían mejor. Y, sobre todo, que no me propongo hablar para bachilleres, sino para cabreros, como Nuestro Señor Don Quijote, pues sé que estos atienden a la música aunque no recojan la letra. Y sé de buenos, de nobles, de sencillos cabreros que siguen estos mis comentarios, y con ellos se reconfortan en su sueño de España.

Lo peor son las traduciones; lo peor es cuando algunos bachilleres sansoncarrasqueños se ponen a traducir en lo que ellos estiman lengua cabreril, popular, corriente, estas mis endechas quijotescas, ¡y me hacen decir cada cosa! Por algo les temo tanto a las entrevistas, y aun más a las indiscretas versiones de lo que le han oído a uno al paso, en cualquier pasillo. ¡Pobre Quevedo! ¡Y qué mascarón le echaron encima los truchimanes! ¡Y qué de frases se las cuelgan a uno que jamás pensó en ellas! Y ¿por qué así? Ya lo decía el gran Sarmiento, el argentino, cuando le preguntaban por qué se le atribuían tantos dicharachos mordaces: “¡Bah, siempre se presta al rico!” Y pudo añadir a esta su otra frase: “Debo decirlo con la modestia que me caracteriza.” Pero, en fin, Dios perdone a los entrevisteros y entre-escuchas. Y… ¿rectificarlos? ¿Para qué? Es darle cuerda para nuevas tergiversaciones. Porque no le es posible al comentador hablarles en su lengua de lugares comunes manidos y de tópicos de matriculación y alistamiento.

No, por España, no, que no se pongan para uso de supuestos cabreros a traducirme esos bachilleres de la política a lo Sansón Carrasco, el que venció en Barcelona a Don Quijote; que no me traduzcan. Que me dejen hablar a los cabreros desde el pie de una encina castellana. Porque sé que hay quienes siguen la música de éstos mis comentarios, a los que van poniendo no su letra, sino su espíritu. Y sé que los entienden muchas veces mejor que yo mismo que les hablo al son que el Espíritu me sopla.

Y hablo a cabreros, no a carboneros, los de la fe implícita. ¿Recordáis el caso? Es el de aquel carbonero de quien nos cuentan, creo que el Tostado, que al preguntarle su credo respondía: “Lo que cree y enseña la Santa Madre Iglesia”, y al repreguntarle qué es lo que ésta cree y enseña, el carbonero: “Lo que creo yo”. Y de esto no lo sacaban. Que es lo de: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante”…, y lo que sigue en el Catecismo del padre Astete, S. J. Hablo, pues, a cabrereos que no son, gracias a Dios, ni de derecha ni de izquierda, ni monárquicos, ni republicanos, ni progresistas ni reaccionarios, ni anarquistas ni socialistas, sino que son honradamente universales. Porque nadie más universal y comprensivo que un cabrero de verdad. El carbonero, en cambio, está matriculado, o sea, enmadriguerado en algún partido, secta o cotarro; el carbonero está afiliado a cualquier grupo con cabecilla y disciplina correspondientes. Y así el carbonero no necesita de que se le traduzca lo que se le diga, pues con “eso no me lo preguntéis…, doctores tiene mi capilla que os sabrán responder”, sale del paso. ¿Es que no hemos oído hablar de la ortodoxia pimargalliana? ¡Y que es difícil salir del paso! Sobre todo, en los pasillos donde los entre-escuchas van a escamotearle a uno ascuas para arrimarlas a sus sardinas arenques. Y luego todo se arregla con aquel tan socorrido estribillo de los badulaques: ¡Bah! Paradojas…, contradicciones!”…

¿Y si ahora les explicara aquí el comentador a sus cabreros lo que quiere decir paradoja? Pero no, que ellos lo saben sin creer saberlo, y los carboneros no pueden llegar a saberlo sin desmadriguerarse. Los cabreros saben que verdadera y honda paradoja fue que un bachiller resentido y resentimental, Sansón Carrasco, al derribar en Barcelona a Don Quijote hubiese preparado su última y definitiva victoria, aquella en que quedaron confundidos todos los bachilleres y los carboneros todos, y saben que la publicación del Evangelio de Don Quijote fue el orden político un hecho de más alcance que el levantamiento, por ejemplo, de laas Comunidades de Castilla contra la camarilla de Carlos Quinto, levantamiento de que apenas se enteraron los cabreros.

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¿Derrotismo? ¿Pesimismo?

El Sol (Madrid), 18 de septiembre de 1931

El otro día al volver a reestrenarse en las Cortes el Sr. Alba, se creyó obligado a sincerarse diciéndonos que él no es derrotista. Tristes palabras las más de éstas en -ista y en -ismo, que hacen tanto daño porque aun conservan “prestigio”. Y subrayo ésta de prestigio porque en latín, en su sentido originario —o aboriginario si se quiere— vale por engaño. Y no suele ser más que engaño el valor de esas palabras en -ista y en -ismo, con las que tratamos de ahorrarnos de tener que pensar. Derrotismo es una de ellas.

¿Qué es eso de “derrotismo”, traducción del francés “defaitisme”? Es más que una palabra, que debe ser una idea, un truco inventado por los que no quieren mirar las cosas a toda luz y con los ojos bien abiertos. Y hay que mirarse, tenemos que mirarnos unos a otros, sobre todo cuando se nos invita al abrazo de la concordia. No hay concordia posible a ojos cerrados y vencidos por prestigios, esto es, por engaños. Toda concordia presupone sinceridad y veracidad. Prestigios, engaños, no; vengan en la forma que vinieren. Las habilidades suelen ser debilidades.

¿Derrotismo? ¿Pesimismo? Precisamente en estos días leíamos el librito Regards sur le monde actuel, de Paul Valery, y en él esta sentencia que coincide con lo que tantas veces ha dicho y repetido el comentador que ahora la comenta, y es: “El juicio más pesimista sobre el hombre y las cosas y la vida y su valor, se acuerda maravillosamente con la acción y el optimismo que ella exige. Esto es europeo.” A lo que podríamos añadir que es también español, no sabemos si español europeo o español africano, si español periférico o español central. Aunque el comentador tenga la convicción de que lo más europeo, o, mejor dicho, lo más universal sea en España lo de la tan calumniada, por mal conocida, paramera.

Y a propósito del pesimismo español —hay quien cree una obra pesimista a La vida es sueño, y tal vez no vaya descaminado en semejante creencia—, habrá que recordar que una de las palabras que del castellano han pasado a otros idiomas, al inglés sobre todo, es, con pronunciamiento, guerrilla, torero, siesta y otras —entre ellas raza—, es desesperado, generalmente en la forma de desperado. Y es que por heroica, nos atreveríamos a decir, que a las veces por divina desesperación el genio, así como el ingenio español, han llevado a cabo sus más grandes hazañas, han quemado sus naves para cerrarse la retirada. Y esa quema de desesperado, de pesimista, no excluye el optimismo circunstancial que exige la acción. Aun hay más, y es que nadie obra con más optimismo temporall que el acuciado por pesimismo eterno. Y en más baja esfera nadie mucha con más ardor que el que no quiere pensar en el valor definitivo del triunfo. ¿Derrotistas? Los más nobles, los más fuertes, los más solidos luchadores son los que han ido serenos a una prevista derrota. Derrota que luego Dios cambia en triunfo. Fue un español antes de España, un precursor de la españolidad, fue el cordobés Lucano quien dijo que la causa vencedora plugo a los dioses; pero la causa vencida, a Catón. Y téngase en cuenta que desesperación no es lo mismo que desesperanza. La desesperanza sume en el abatimiento, en la resignación pasiva, mientras que la desesperación lleva al acto, a la resignación activa, a rogar a Dios mientras se da con el mazo.

¿Será acaso derrotismo, eso que los perezosos de mente —y la pereza no es más que cobardía, como ésta no suele ser más que pereza—, será acaso derrotismo abrir los ojos, mirar, y confesarluego que la sociedad civil española está hoy atacada de unas terribles ganas de disolvimiento, de una enfermedad de disolución? ¿Es que no estamos oyendo cómo cada lugareño representativo se nos viene con el viejo estribillo de los mezquinos resentimientos del lugar a que representa? ¿Es que no estamos viendo alzarse el fantasma de una leyenda de supuestos agravios y vejaciones con que la pereza mental, la cobardía, ha eludido el pensar la historia? La historia que siempre es tragedia. Y más trágica cuanto más heroica. ¿Es que no estamos asistiendo al pavoroso ensanchamiento de esa terrible enfermedad tan típicamente española que es la manía persecutoria? Y con ella la de que no haya comarca que no se crea cenicienta. Terrible enfermedad que se alía al resentimiento, así como éste a la envidia.

Sobre ellos se elevaron nuestros nobles desesperados, los que, fundando en pesimismo radical el optimismo que la acción exige, salvaron más de una vez el alma eterna de la patria.

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Gran discurso de don Miguel de Unamuno sobre el castellano como idioma oficial de la República

El Sol (Madrid), 19 de septiembre de 1931

El texto taquigráfico del discurso pronunciado ayer en la Cámara por el ilustre D. Miguel de Unamuno es el siguiente:

El Sr. UNAMUNO: Pido la palabra.

El PRESIDENTE: La tiene su señoría.

El Sr. UNAMUNO: Señores Diputados: El texto del proyecto de Constitución hecho por la Comisión dice: “El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias o regiones.”

Yo debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el castellano el idioma oficial de la República (acaso esto es traducción del alemán), e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después, al acomodarme al juicio de otros, he firmado. En mi primitiva enmienda decía: “El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni prohibir el uso de ningún otro.” Pero por una porción de razones vinimos a convenir en la redacción que últimamente se dio a la enmienda, y que es ésta: “El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar cooficial la lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna lengua regional.”

COOFICIALIDAD ES TAN COMPLEJO COMO COSOBERANÍA

Entre estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir. Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay “cos” de éstos que son muy peligrosos. Pero al decir “A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna lengua regional”, se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de su propia lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor DIPUTADO: ¿Y a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro que hay una cosa de convivencia —esto es natural— y de conveniencia; pero esto es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les acusa de no querer más que vender o mercar sus productos —yo digo que no es verdad—, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su espíritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España. Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu; pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar sentido, porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que otras y esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro sitio. (Muy bien.)

Aquí se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve. En el aspecto lingüístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio, esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La lengua, después de todo, es poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertas anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas, que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien.)

EL VASCUENCE COMO UNIDAD NO EXISTE

Y ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo, porque hoy el vascuence en el país vasconavarro no es la lengua de la mayoría, seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han aprendido de mayores, acaso una estadística demostrara que no es su lengua verdadera, su lengua materna; tan no es su verdadera lengua materna, que aquel ingenuo, aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: “Si un maqueto está ahogándose y te pide ayuda, contéstale: “Eztakit erderaz.” “no sé castellano.” Y él apenas sabía otra cosa, porque su lengua materna, lo que aprendió de su madre, era el castellano.

Yo vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello de “Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerria.” “En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al País Vasco.” Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonía; es cosa triste, pero el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una lengua culta y una lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede llegar a serlo.

El vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente, tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. “Eman ta zabalzazu / munduan frutua / adoratzen zaitugu, / arbola santua” “Da y extiende tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo.” Santo, sin duda; santo para todos los vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: “Lurtu, ichasoa.” “Conviértete en tierra, mar”; pero el mar sigue siendo mar.

Y ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una lengua artificial, como la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una lengua artificial, se ha hecho una especie de “volapuk” perfectamente incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas, y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos fueron los que nos civilizaron y los que nos cristianaron también. (Un señor DIPUTADO de la minoría vasconavarra: Y “gogua” ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es latino, que cuando han querido introducir la palabra “espíritu”, que se dice “izpiritué”, han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán “stimmung”, o como en castellano “talante”, es estado de ánimo, y al mismo tiempo igual que en catalán “talent”, apetito. “Eztankat gogorik” es “no tengo ganas de comer, no tengo apetito”. (Un señor DIPUTADO interrumpe, sin que se perciban sus palabras.— Varios señores DIPUTADOS: ¡Callen, callen!)

ANÉCDOTAS

Me alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra, donde un cura había sustituido —y esto es una cosa que no es cómica— el catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo: “Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian” (En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo), se les hacia decir: “Aitiaren eta semiaren eta gogo dontsuaren izenian”, que es: “En el nombre del Padre, del Hijo y del santo apetito.” (Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria, porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar al pueblo en la lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.

Esto me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden religiosa dio a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una herejía. (Risas.)

Y después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo hemos vertido?

El hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Íñigo de Loyola y sus Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los jesuitas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.

En una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un Montmorency, y que al decir el Montmorency: “Nosotros los Montmorency datamos del siglo.., tal”, el vasco contestó: “Pues nosotros, los vascos, no datamos.” (Risas.) Y os digo que nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal, datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan interesante para el estudio de las antigüedades ibéricas. Yo hube de contestarle: “Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar conservando la que creo que es una enfermedad.” (Risas.—El señor Leizaola pide la palabra.)

Y ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el vascuence.

Se habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: “No enviéis a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es el vehículo del liberalismo”? Eso lo he oído yo, como he oído decir: “¡Gora Euzkadi ascatuta!” (“Euzkadi” es una palabra bárbara; cuando yo era joven no existía; además conocí al que la inventó). “¡Gora Euzkadi ascatuta!” Es decir: ¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más bien: “¡Gora España ascatuta!” ¡Viva España libre! Y sabéis que España en vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan anillos de ninguna clase. (Un señor DIPUTADO: Muchas gracias, en nombre del pueblo vasco.)

EN GALICIA TAMPOCO HAY PROBLEMA

Pasemos a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el castellano (Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay problema. No creo que en una verdadera investigación resultara semejante mayoría. No me convencen de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y el que hablaba sin duda recuerda lo que en la introducción a los Aires da miña terra decía Curros Enríquez de la lengua universal:

“Cuando todas lenguas o fin topen
que marca a todo o providente dedo,
e c’os vellos idiomas estinguidos
un solo idioma universal formemos;

esa lengua pulida, idioma úneco,
mais qu’hoxe enriquecido e mais perfeuto,
resume d’as palabras mais sonoras
qu’aquela n’os deixaran como enherdo.

Ese idioma, compendio d’os idiomas,
com’unha serenata pracenteiro,
com’unha noite de luar docísimo
será —¿que outro sinon?— será o gallego

Fala de minha nai, fala armoñosa,
en qu’o rogo d’os tristes sub’o ceo
y en que decende a prácida esperanza,
os afogados e doloridos peitos.

Fala dos meus abós, fala en q’os párias,
de trevos e polvo e de sudor cubertos,
piden a terra o grau d’a cor’a sangue
qu’ha de cebar a besta d’o laudemio…

lengua enxebre, en q’as anemas d’os mortos
n’as negras noites de silencio e medo
encomendan os vivos as obrigas,
que, ¡mal pecados!, sin cuprir morreron.

Idioma en que garula nos paxaros,
en que falan os anxeles, os nenos,
en qu’as fontes solouzan e marmullan
Entr’os follosos albores os ventos”

 

Todo eso está bien; pero que me permita Curros y perntitidme vosotros; me da pena verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida…, amarrada contra una roca…, clavado un puñal en el seno…

¿De dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros, cuando habla de la emigración —lo sabe bien mi buen amigo Castelao—, dice, refiriéndose al gaitero:

“Tocaba…, e cando tocaba,
o vento que d’o roncón
pol—o canuto fungaba,
dixeran que se queixaba
d’a gallega emigración.

Dixeran que esmorecida
de door a Patria nosa,
azoutada, escarnecida,
chamaba, outra Nai chorosa,
os filliños d’a sus vida…

Y era verdá. ¡Mal pocada!
Contr’on peneda amarrada,
crabad’un puñas n’o seo,
n’aquella gaite lembrada
Galicia era un Prometeo.”

 

No; hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de aldeanos. Rosalía decía aquello de:

“Castellanos de Castilla,
tratade ben os gallegos;
cando van, van como rosas;
cando veñ, como negros.”

¿Es que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas.)

Vuestra misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer universal, que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas coplas gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar. (Denegaciones en algunos señores DIPUTADOS de la minoría gallega.) ¿Y quiénes han enriquecido últimamente a la lengua castellana, tendiendo a que sea española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una lengua hecha, y el español es una lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más que algunos escritores galleros —y no quiero nombrarlos nominativamente, estrictamente—, que han traído a la lengua española un acento y una nota nuevos?

EVOCACIÓN DE JUAN MARAGALL

Y ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre que fue Juan Maragall. Oíd:

“Escolta, Espanya
la veu d’un fill
que’t parla en llengua
no castellana,
parlo en la llengua que m’ha donat
la terra apra,
en questa llengua pocs t’han parlat;
en l’altra…, massa.

En esta lengua pocos te han hablado, en la otra… demasiados.

Hont ets Espanya? No’t veig enlloc,
no sents la meva veu atronadora?
No entens aquesta llengua
que’t parla entre perills?
Has desaprès d’entendre an els teus fils?
Adéu, Espanya!”

Es cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante lo demasiado que se le había hablado en la otra lengua, en castellano, a España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló siempre, digo, en un español, por cierto lleno de enjundia, de vigor, de fuerza, en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime Balmes o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía aquí, el otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de hablar en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía, es que desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo que vestirlo en una lengua. (Risas.) He llegado —permitidme— a creer que no habláis el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el “hecho”. Hay el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán, que tuvo una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció entonces como lengua de cultura, y mudo permameció los siglos del Renacimiento, de la Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo —ya diré lo que son estos aparentes renacimientos—; iba a quedar reducido a lo que se llamó el “parlá munisipal”. Les había dolido una comparanza —que yo hice, primero en mi tierra, y, después, en Cataluña— entre el máuser y la espingarda, diciendo: Yo la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la pondré en un sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es como se defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.

EL PUNTO GRAVE

Hoy, afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fabra. Pero aquí viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: “no se podrá imponer a nadie”.

Como no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan. Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.

INTERRUPCIONES DE LOS DIPUTADOS CATALANES

Lo demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de particularidad (Risas.), dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió. Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan diciendo: “No sabemos castellano”, y él responde: “Pues yo no sé catalán; busquen un intérprete.” No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la minoría de Izquierda catalana.—Un señor DIPUTADO pronuncia palabras que no se perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.—El señor SANTALÓ: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si miente o no un señor que se dirige a un cónsul.— Otro señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.— Rumores.) ¿Es usted un obrero? (Rumores.—Varios señores DIPUTADOS pronuncian algunas palabras que no se perciben con claridad.—Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)... que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una lengua es un acto impío e impatriota. (Un señor DIPUTADO: Y sobre todo cuando procede de un intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha puede suceder.

En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que cuando no se persiga su lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la otra. (Varios señores DIPUTADOS de la minoría de la Izquierda catalana pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.—Un señor DIPUTADO: Lo queremos ya.—Rumores.) Como sobre esto se ha de volver y veo que, en efecto, estoy hiriendo resentimientos… (Rumores.—Un señor DIPUTADO: Sentimientos; no resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una obcecación pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una región yo interrumpí diciendo: “No hay derecho al suicidio.” En efecto, cuando un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo tengo la obligación de impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi propia vida. (Muy bien, muy bien.)

“LO RAT PENAT”

Y tal vez haya quien sueñe también con la conquista lingüística de Valencia. Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. Porque hay que ver lo que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de donde salió Tirant lo Blanc.

El más grande poeta valenciano el siglo pasado, uno de los más grandes de España, fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:

“Fill so de la joyosa vila qu’al sol s’escampa
tot temps de fresques roses brodat son mantell d’or,
fill so de la que guaitan com dos giganta cativa
d’un cap Penyagolosa, del’altre cap Mongó,
de la que en l’aygua júga, de la que fou pur bella
dues voltes desposada, ab lo Cid de Castella
y ab Jaume d’Aragó.”

Pero él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la lengua de Jaime de Aragón, sino en la lengua castellana, en la del Cid de Castilla. Para convencerse no hay más que leer aquella poesía, Ausente, que ningún buen valenciano debe leer sin que se le empañen los ojos de lágrimas.

El valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo aquello de…

“… y en membransa dels avis, en penyora
de la gloria passada y venidora,
en fe de germandat,
com penó, com estrella que nos guía
entre llaus de victoria y alegría,
alsem lo Rat-Penat.”

“Lo rat penat”; alcemos “lo rat penat”, es decir, el ratón alado que, según la leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama muerciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, “saguzarra”, ratón viejo, y en Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que dominó el Cid.

Cuando yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.

…Y CADA UNO OYÓ EN SU LENGUA Y EN SU DIALECTO

Y ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y cada uno oyó en su lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios, árabes y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de todas estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a secar mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a enseñar castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante largos años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he estudiado, las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos mis discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del galaico—portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español recreándome en él. Y esto es lo que importa.

El español, lo mismo me da que se le llame castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor Ovejero, el español de América y no sólo el español de América, sino español del extremo de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir el imperio de la lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los tiempos de la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado a la milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de ser el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre noble a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al despedirse, se despidió en lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde la fe no mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos y barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios.

ESPAÑA NO ES NACIÓN, ES RENACIÓN

Pues bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que hacemos lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también, amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial.

Nadie con más tesón ha defendido la salvaje autonomía —toda autonomía, y no es reproche, es salvaje— de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo; yo, que he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas veces de jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni lengua renacen sino muriendo; es la única manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi tañan ecos de una sola lengua española que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello sí que será gloria. (Grandes aplausos.)

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El almendro de D. Nicolás Estébanez

El Sol (Madrid), 29 de septiembre de 1931

El viernes, día 25, armaron un… incidente ruidoso en las Cortes los diputados canarios, y poco después, sin esperar a la sesión permanente, me salí de la Cámara, me fui a dormir —sin soñar— sosegadamente para venirme a esta sosegada Salamanca. Y aquí he pensadp en toda la íntima y simbólica significación del incidente aquel, a la vez que recorría en mi ánimo los recuerdos de aquellas benditas Islas Afortunadas, en que me ha sido dicha vivir dos veces, en 1910 y en 1924.

Antes de proseguir me conviene hacer constar que aquí, en la Península, se les llama canarios a los de las siete islas; pero allí, en ellas, canarios son sólo los de la Gran Canaria, y los otros son tinerfeños, palmeros, gomeros, herreños, conejeros, y los de mi entrañada Fuerteventura, la mayor y más desventurada de las islas, majoreros. Y en todas ellas se desarrolla un cierto espíritu que alguien llama federal, pero que es todo lo contrario de esto. Un cierto espíritu isleño que en ciertos por fortuna escasísimos casos degenera en isloteño, y que es lo más desfederativo que cabe. Un cierto espíritu de máximo aislamiento —¡qué terrible palabra ésta!—, que, a base de cierto caso individual bien conocido en todas aquellas islas, podría llamarse “almendreño”. Me refiero al almendro patrio de aquel noble, ingenioso, simpático y españolismo lagunero, que fue D. Nicolás Estébanez, republicano ¿federal?, que fue ministro de la Guerra en la infortunada República federal española de 1873, a la que le hizo acabar su propio contradictorio y paradójico —aquello sí que fue paradoja y no otras que llaman así los mentecatos— federalismo. Y vengamos al almendro.

Es éste uno que hay —me lo mostraron allí— cerca ya de la Laguna de Tenerife, en la huerta de la casa natal de D. Nicolás. El cual, en una poesía —hacíalas muy exquisitas—, cantó así: “Mi patria no es el mundo, / mi patria no es Europa, / mi patria es de un almendro / la dulce y fresca sombra”… Y casi todos los isleños cultos —¡y son allí tantos!— de las Afortunadas se saben de memoria este pequeño evangelio del más radical individualismo… antifederal. Y obsérvese que D. Nicolás salta de Europa a su almendro, suprimiendo España y Tenerife y la Laguna, aunque esto no sea sino fuerza del asonante y necesidad de concentración poética. Mas, por otra parte, ¿no será acaso el más radical individualismo el universalismo más radical? No tuve la fortuna de conocer y tratar a Estébanez; pero estoy seguro que de haberle conocido y tratado —y ¡cuánto habría yo ganado con ello!—, le habría oído confesar que se abarca mejor el universo desde un almendro que desde una aldea o villa, desde una isla, desde un Estado, desde un Continente o desde el mundo todo. Pero este universalismo nada tiene que ver con el federalismo político. El Universo no es propiamente una Federación. Acaso para ciertos panteístas; pero para los monoteístas, no. Ni sé si los católicos —esto es, universales— güelfos concebirán al universo redimido como una federación; pero los católicos gibelinos, imperiales, dantescos, no lo conciben así. Y ahora otra vez al almendro.

D. Nicolás Estébanez soñó el universo, y con él soñó la patria al pie de un almendro, a la entrada de la Laguna de Tenerife, como otros españoles la soñaron al pie de un roble vasco, de un pino gallego, de una encina castellana o catalana, de un avellano o algarrobo levantinos, de un olivo andaluz,, de otro cualquiera doméstico, y estos soñadores se hicieron federales a la manera del almendreño Estébanez, y cuando éste era ministro de la Guerra de la República federal acudieron al ministerio en busca de… almendras. Y D. Nicolás tuvo que poner en el antedespacho de su oficina este cartel: “¡La República no tiene destinos que dar!” Y ésta fue la tragedia de la descentralización… federativa. Los almendros nativos no daban almendras para todos. Y quien dice almendras dice otro fruto cualquiera. ¡Y aquellas almendras mismas resultaban tan caras! Porque no hay régimen más caro, más burocrático y de menor equidad distributiva que el régimen que aquí se llama federal, a menos que se le considere como una especie de comunismo, de federación soviética, en que sean agentes de poderes y podercillos públicos todos los de otro modo trabajadores de todas las clases pero parados.

¡La dulce y fresca sombra del almendro! Mas otros árboles dan sombra —apenas en invierno— amarga y bochornosa. Y los hay naticos, cuña leña apenas sí sirve para reconfortar un poco los ateridos miembros en largas noches de helada, o acaso para tallar en ella seis tablas para el último lecho, el del sueño patriótico de la muerte. ¡Hermoso emblema de la patria el árbol! Pero el árbol tiene, sí, copa que recoge luz al sol del cielo, y tiene raigambre que recoge tinieblas de la tierra. Y el fruto que no muere en ésta, en la tierra, no da semilla para árbol nuevo.

Y dejo ahora de lado el más íntimo aspecto del incidente parlamentario isleño, que es el de la capitalidad federativa canaria. Porque muchas veces, cuando se habla de descentralizar, se piensa en otra centralización, ni hay nada más durante unitarista que el cantonalismo.

Al almendro de D. Nicolás le protegía Tenerife mejor que la Laguna, y le protegía España mejor que Tenerife. En el orden político, ¡claro!; que en el orden cósmico, o mejor religioso, al almendro de D. Nicolás Estébanez, allí, al pie del grandioso Teide, que lleva fuego en el corazón y en la cabeza nieve, le ampara el cielo universal, el de las estrellas todas, el que abroquela a nuestra pobre Tierra, isla perdida en la infinidad. Pero en política, no en cósmica, y más si es la sedicente federal, nada se gana y así se pierde mucho, mirando las cosas desde Sirio.

En nombre de Su Majestad España” abre el curso don Miguel de Unamuno

El Sol (Madrid), 1 de octubre de 1931

Y CANTA, EN SU DISCURSO, LA GLORIA DE LA UNIVERSIDAD SALMANTINA

SALAMANCA 1 (5 t.).Este año la inauguración del curso académico ha revestido extraordinaria brillantez y solemnidad. El paraninfo se hallaba abarrotado de estudiantes y gentes de todas las clases sociales, quedando fuera por falta material de sitio, a pesar de ser muy amplio el local, numerosas personas.

En el estrado tomaron asiento los catedráticos, que este año no llevan traje académico, y las autoridades.

El discurso inaugural estuvo a cargo del catedrático de la Facultad de Medicina D. Casimiro Población, que disertó acerca de “Algunas orientaciones para la reforma de la enseñanza de la Medicina”.

Seguidamente, el rector de la Universidad, D. Miguel de Unamuno, que presidió el acto, pronunció un bello discurso, que fue interrumpido varias veces con estruendosas ovaciones, y comenzó así:

Señoras, señores, compañeros, estudiantes estudiosos, ya profesores, ya alumnos: Hoy hace, día por día, cuarenta años que en idéntica fecha de 1891 llegaba por primera vez a Salamanca y establecía mi hogar espiritual en esta casa. Por cierto que aquel mismo día pronunció el discurso de apertura el entonces catedrático D. Enrique Gil Robles, y al día siguiente, en periódico republicano que se publicaba aquí, comencé una campaña comentando dicho discurso e incorporándome a la lucha política y cultural que entonces aquí existía; porque hay que tener presente que nunca hay cultura si no se basa en una lucha generosa.

En 1901, hace treinta años, vine a abrir el curso, ya como rector, y lo abrí, como se abría, en nombre de Su Majestad el Rey. Vestíamos otros trajes, y yo traía esta misma medalla.

Venía nombrado rector por Real decreto de doña María Cristina de Habsburgo y Lorena, Reina regente de España, y aquí debo hacer una declaración expresa: la de que ni para ser nombrado, ni luego, ni nunca, se me exigió hacer una declaración de fe monárquica.

Y estuve abriendo el curso trece años consecutivos, excepto en el de 1904, hace veintisiete, en que vino a abrirlo el entonces Rey D. Alfonso de Habsburgo y Lorena, D. Alfonso XIII, y por cierto que aquí, después de la fórmula tradicional del Rey de “sentaos y cubríos”, leyó unos pequeños comentarios y pronunció un breve discurso, y lo hizo sobre unas notas que, al igual que el discurso, fueron redactadas por mi mano, y por mi texto leyó el Rey. Pasó tiempo y vino el año 1914, en que fui destituido de aquel cargo de rector por ardides electorales y por no rendirme a hacer declaración de fe monárquica. Siguió el tiempo, y en el curso de 1924 a 1925, hará siete años, vino a presidir el curso el príncipe de Asturias, y entonces —tengo motivos sobrados para suponerlo— vino porque se esperaba que yo llegase aquí desde mi destierro para intentar una reconciliación, ya imposible. Pasó el tiempo, y en el curso 1926-27, hace cinco años, volvió el Rey de entonces. En aquella sesión de apertura pronunció mi nombre, mi nombre, que esta proscrito hasta en las listas oficiales, como si yo un hubiera existido, y vino acompañado de Primo de Rivera a investirle de un traje, de la toga de rector “honoris causa”, distinción que se le había otorgado a Santa Teresa, y entonces a Primo de Rivera, no por méritos de cultura ni por servicios a ésta, sino por un acto simoníaco, por la concesión de unas pesetas, sin gran derecho, a esta Universidad.

Corre el tiempo y llega este año 1931 a 1932, y vuelvo nombrado rector por mis compañeros y bajo un nuevo régimen, a cuyo establecimiento he contribuido más que cualquier español. Hemos hecho desaparecer aquellos trajes que alguien llamaría más que de máscara, y aquellas charangas que podían divertir cuando veníamos vestidos con aquellos trajes que divertían a los muchachos. Pero hoy, ya que España es una República de trabajadores de toda clase, se debe venir aquí en traje de faena, en traje de trabajo. En las épocas en que la toga era usada para venir a clase, hay que recordar que se dispensaba de ello a los profesores de clases prácticas, para la mejor realización de sus labores. Por lo demás, tan librea puede ser una blusa como una toga. No hace la librea el traje, sino el espíritu con que se lleva. Hay además que tener en cuenta que por mandato legal tienen que asistir a este acto los maestros de Primera Enseñanza, que no visten toga, esos maestros que ahora vamos a incorporar a la función universitaria, y yo deseo que todos seamos acreedores al título de maestro.

Recordad que el Divino Maestro fue perseguido por los doctores de la ley escrita, y os daréis cuenta de mi intención. (Aplausos.) Pero con traje o sin traje académico, nosotros debemos ser trabajadores de toda clase, y lo que hace falta es que haya trabajo. Venimos a continuar la historia de España, la historia dela cultura española, la historia de una Universidad española; no ha habido, no, solución de continuidad, como pretenden algunos. Si después de la superstición de los trajes mantenemos otra, no habremos hecho nada. Ni la ciencia, ni las letras, ni las artes son monárquicas o republicanas; la cultura está por encima y por debajo de las pequeñas diferencias, contingentes, accidentales y temporales, de la forma de gobierno. La cultura, las humanidades, la ciencia, están por encima y por debajo de esas diferencias formales y las superan en altura y en profundidad. A los que, al hablar, dicen, “esta nueva época”, debemos replicarles que no ha habido solución de continuidad en la historia de España. En todas las anteriores aperturas estuvo en efigie, en retrato, aquel en cuyo nombre se abría el curso, y que hace algunos meses destrozó la furia iconoclástica de la estudiantina, como protesta por los males de la Dictadura. De aquí desapareció aquel retrato, es cierto; pero recordad que en la fachada de la Universidad, en el blasón plateresco de su fachada, hay un medallón con los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, cuyas imágenes también presiden las sesiones de las Constituyentes de la República; la efigie de los Reyes Católicos, que fundaron la unidad nacional española, y ese medallón tiene una leyenda en griego que dice: “Los Reyes a la Universidad, y la Universidad a los Reyes.”

Recordad también que aquí, en Salamanca, murió el desventurado príncipe D. Juan, único retoño de los Reyes Católicos, frustrando el que se fraguara una dinastía genuinamente española, y al morir vino de allá lejos Carlos V de Alemania y I de España, contra el que se alzatron las Comunidades, y que aquí, en Salamanca, luchó contra él Mandonado, cuyo pendón rojo todavía puede verse en la capilla de Talavera de nuestra catedral. Pero aquellos Reyes Católicos formaron la unidad de España; fundaron la imperialidad española, y conviene hacer presente que las empresas que acometieron, y que ahora es moda censurar, fueron obra del imperialismo español, que fue siempre democrático. Fue el pueblo español, no sus Reyes, el que sentía aquellas grandes obras. Imperio abarca a la República y a la Monarquía; es, a la vez, monárquico y republicano. Recordad que en Roma los emperadores se llamaban emperadores de la República romana. Aquí ocurrió lo mismo, y se formó la unidad, la universalidad y la imperialidad de España, en la cual colaboraron como pocos las Universidades españolas, y dentro de las Universidades, como pocas, la Universidad salmantina. Unidad es igual a unidad y a universalidad. Una y universal es la cultura; unidad es imperialidad, y universalidad equivale etimológicamente a catolicidad.

No olvidéis que de aquí salió el padre maestro fray Francisco de Vitoria, que dio normas al Derecho de gentes, a los fines de la catolicidad, de la universalidad. Ciertas supersticiones de los que se preocupan de las formas de gobierno dicen que se ha roto la historia de España, que se está forjando una nueva España. No es así: es la misma que unificaron los Reyes Católicos; es aquella España ña que continuamos. Esta Universidad contribuyó como ninguna a esa obra de unidad, de imperialidad, universalidad o catolicidad. En el escudo de esta casa figuran leones y castillos, y es que esta región fue medio leonesa y medio castellana. A las puertas de esta ciudad se hablaba leonés y aquí se emplearon ambos dialectos. Pero esta Universidad nunca fue castellana, sino universal y española. La Universidad de Salamanca tuvo siempre un sentido de universalidad fecunda e imperial, sin mezquinas diferencialidades. Todavía hay en mi tierra vasca un canto popular en el que se asocia el nombre de Salamnca al de un estudiante que debió andar por aquí. El espíritu de universalidad supera todo resentimiento diferencial. En esta Universidad se fundieron las naciones, que así se llamaban las regiones de hoy, y desapareció toda xenofobia, y todos se consideraron como hermanos, sin distinción, y el espíritu de universalidad evitó los menguados resentimientos. Todavía, después de la Revolución francesa, que fue unificadora e imperial, y que culminó en Napoleón, venido éste a España para entregar a su hermano una sola nación, dejó aquí honda huella, y algo de lo bueno que ha quedado de entonces se debe a la influencia imperial revolucionaria, contra la que se fomentó aquí el brío para la lucha contra el imperialismo napoleónico, y de aquí salió para las Cortes de Cádiz Muñoz Torrero.

Más tarde, después de la revolución de 1868, vino a licenciarse a esta casa el entonces profesor de la Central D. Nicolás Salmerón; a esta casa, asiento y cuna de universalidad, donde hemos luchado sin perdernos el mutuo respeto y sin perder un sentimiento tolerante, pues nunca se pregunta a nadie de dónde viene. Yo conocí a un rector aragonés, y después lo fui yo, que soy vasco. Ahora se amparan en ciertas leyendas disgregatorias para dividir a España. Se quiere concluir con su imperio, con quienes fueron contra la Monarquía, no por ser liberales, sino por ser unificadores. Yo os digo que nuestra Universidad no puede empequeñecerse por la cuestión de formas de gobierno, tan contingente, que está a merced de cualquier turbión.

Y volviendo al significado del acto, hay que decir a los jóvenes que si otros cursos resultaron tan tristemente deseducadores, éste no puede seguir así. Y conviene que no confundan lo joven con lo moderno, ni lo viejo con lo antiguo. Hay antigüedades eternamente jóvenes, y modernidades que nacen decrépitas. (Aplausos.) Tenemos que ser trabajadores del espíritu, de la cultura, de la ciencia. Vienen días de dura prueba para todo nuestro pueblo, y los que se figuran otra cosa están en un error. No importa que le llamen a uno derrotista o pesimista; pero la verdad es ésa. La conciencia de la derrota nos hace ir serenos a la lucha, porque sabemos que ella es fundamento de victoria. Vienen días de prueba, os digo, y época en los que, día a día, dieron su vida por la patria, trabajando por ella muy gustosos en el trabajo, han de forzar su empeño, y en estos días, estudiantes, es necesario que pongáis en el crisol vuestra disciplina —disciplina, de discipulina— que es lo propio del discípulo, pero que supone maestría, magisterio y autoridad en el que enseña. El magisterio es autoridad, no puede existir sin ella.

Llegan días de renovación, de lucha, lucha por la libertad, por la igualdad, por la fraternidad, por la fe, la esperanza y la caridad: fe en la libertad, libertad en la fe, que la fe es libre obsequio —dice San Pablo—; esperanza de igualdad, e igualdad de esperanza, y fraternidad caritativa. Tendremos que luchar por la libertad de la cultura, por la libertad de cultos, y a nombre de ella se trata de proscribir algo determinado, Lucharemos por la libertad de la cultura, porque haya ideologías diversas, porque en ello reside la verdadera y democrática libertad. Lucharemos por la libertad de la cultura y por su universalidad, y tendremos fe en la libertad; lucharemos por la hermandad, por entendernos en un corazón y en una lengua. Estamos aquí los profesores de cuatro Facultades, que son las que integran el funcionamiento interno de la Universidad, los que abarcan Salud, Ciencias, Humanidades y Justicia. Seguiremos cultivando la historia de España sin hacer caso de motes y adminículos —y yo ahora llevo un mote de esos—, pues las diferencias políticas son contingentes, temporales y accidentales. La cultura está por encima y por debajo de las formas de gobierno, que no pueden alterar los valores permanentes. En nombre de Su Majestad España, una soberana y universal (termina el señor Unamuno con temblor emocionado en la voz), declaro abierto el curso 1931-32, en esta Universidad, universal y española, de Salamanca, y que Dios, Nuestro Señor, nos ilumine a todos para que con su gracia podamos en la República servirle, sirviendo a nuestra común madre patria.

(Al terminar el sr. Unamuno estalló una clamorosa ovación del público, emocionado por las últimas palabras que, casi llorando, pronunció D. Miguel.)

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El confesonario y las mujeres de España

El Sol (Madrid), 4 de octubre de 1931

¡Gracias a Dios! Aquí, en el relativo —y ¿qué no es relativo, inclusa la misma relatividad?— sosiego de este remanso espiritual de mi española Salamanca; aquí, a la vista de Gredos, espinazo —rosario— central de España, vuelvo a sentir el empuje de la savia que sube de las raíces de la renacionalidad. Aquí, lejos del recinto o coto del Congreso alborotado por forcejeos de partidos maniobreros. Pero aquí empiezo a dudar de si yo, que vivido mis años de mi vida en España, conozco a ésta. Y además, si no siendo, como no soy, soltero —es decir, un solitario—, sino un padre de familia, y habiendo convivido con mujeres españolas, tengo alguna experiencia de lo que éstas sean. Porque, a propósito de eso del voto a la mujer, ¡se ha oído cada cosa!

Primero ese antojo histérico masculino de que la mujer española está manejada desde el confesionario, por el clero regular o secular, antojo histérico de la masculinidad aquella a que se refirió un día el dictador Primo de Rivera. En algunos de estos casos es Don Juan que siente celos —y recelos— de los confesores de sus víctimas. O victimarias. Y sabido es que Don Juan, profundamente español, es tanto como un sensual un envidioso. Y que apenas sabe nada de confesionario.

¡La leyenda del confesionario! De ese confesionario, con sus casos de conciencia, de donde surgió, siglos antes de que apareciera el judío Freud, el psicoanálisis. En el confesionario, en el de Tirso de Molina, fue ya estudiado Don Juan, el de “¡si tan largo me lo fiáis!…”, y en ese mismo confesionario fue estudiado el condenado por desconfiado. Y en ese confesionario se ha estudiado, no la maldad, sino la estupidez humana. El estudio de los escrúpulos es algo para inspirar más triste pesimismo misantrópico que el que torturó al ánimo de Gustavo Flaubert, el inmortal autor de los inmortales Bouvard, Pecuchet y M. Homais. Y si M. Homais aborrece tanto el confesionario es porque desde él se descubre toda su vaciedad y su incapacidad radical de hacerse con su madre, con su hermana, con su mujer, con su hija, con su amiga. Y en cuanto a Madama Bovary, ¿va a confiarse a M. Homais?

¡El confesionario! ¿Quién puede afirmar en serio que las mujeres españolas de hoy, las que se confiesan, son manejadas desde el confesionario? ¿Manejadas? ¡Acaso son ellas las que desde allí se manejan! Hay además que distinguir el confesor que podríamos llamar litúrgico o de rutina, el que oye —si es que oye— lo que le confiesan como quien oye llover, y el director de conciencia. ¿Y cuántos hay de éstos? Al pobre M. Homais los dedos se le antojan huéspedes. Pero ¿qué mujer va a verter sus cuitas a sus pies?

Sostener, además, que desde el confesionario haga el clero, secular o regular, una campaña política derechista o antirrepublicana, es moverse en puro confusionismo, sin definición clara ni de confesionario, ni de clero, ni de campaña, ni de política, ni de derecha, ni de República. ¡Qué mal conocen a sus mujeres los que tales camelos profesan y confiesan! A las suyas propias, ¡claro!, que a las de los otros no las conocen ni bien ni mal. Y menos aún a las que alguna vez les dieron calabazas, y no ciertamente por sugestión del confesor. Similia similibus

Queda el punto central, íntimo, el de la satisfacción de las necesidades religiosas de la mujer española. Necesidades que, por su género de vida, puede llenar de otro modo el hombre, si es que las llena. La religión, cualquier verdadera religión —que no es igual que religión verdadera— ocurre a consolarle al hombre de haber nacido dándole una finalidad de vida que trascienda de la vida misma, y así, independientemente del temor de castigos o la esperanza de premios, refrenándole de las malas pasiones que no atienden a esa finalidad. Que no es la religión ni policía ni un salto de agua industrial. Pero si el pobre M. Homais, si el cándido librepensador —acaso porque se libra de pensar— se duele de la forma de religión en que se ha educado a la que ha de ser su mujer, ¿quién tiene la culpa de ello sino él y sus congéneres, que no han sabido, por incapacidad espiritual, cambiar esa forma, o sea reformarla? Porque en concreto, y con referencia a nuestra España viva y actual, es locura pensar que cabe concluir con el cristianismo español, nacional, popular, laico, el de los cultos seculares, el que es a la vez que una religión, un arte, el verdadero arte popular español. No se concluye con una religión que da da vida espiritual a un pueblo, que es popular, esto es: laica y nacional. Cabe reformarla. ¿Y qué entiende el pobre M. Homais de reforma?

Ved, en cambio, que los que han hecho de la reforma social una especie de religión —¿qué sino una religión es hoy el leninismo en Rusia?— no temen que otros confesores que ellos mismos se adueñen de sus mujeres. Ni han de abrigar este temor los creyentes en la fuerza íntima del cristianismo nacional, popular, laico, de España, reformado o sin reformar todavía. Que es muy fácil declarar que no hay religión del Estado, pero no es tan hacedero probar que no haya una religión de la nación por poco definidas que se supongan sus creencias radicales. Creencias radicales que han de influir siempre en el voto de aquellas mujeres que sientan necesidades religiosas que M. Homais no satisface.

Autoridad y Poder, o el Divino Maestro y el fariseo

El Sol (Madrid), 8 de octubre de 1931

Hay cosas —”cosas” mejor que “asuntos”— a que hay que volver siempre. O mejor, que no se puede dejar nunca. Y una de ellas es la que se llama religión del Estado, cosa distinta, como ya os he dicho, lectores, de la religión de Estado. Y ahora, a repetirme.

Como un día dijera en las Cortes actuales un diputado que la religión es un freno para las pasiones, fue recibida esta frase con fuertes murmullos y alguna interrupción por parte de la Cámara. Y es que, dicho así, escuetamente, fue entendido en su significación más trivial —de trivio o plazuela—, como si la religión fuese la católica apostólica romana de un pobre fraile que describe las calderas de Pedro Botero, una religión de policía de seguridad. Pero, tomada la religión, una cualquiera verdadera religión, en su hondo ser, el de un ideal trascendente que nos consuela de haber nacido dándonos una finalidad, una misión, para después de nuestra muerte, es claro que nos refrena de las malas pasiones. Y llevada a la política, hecha política la religión, nos refrena de la mala pasión política que es el apetito desordenado de poder. El mero político, el político irreligioso, el que no es más que un técnico de la política, el que todo lo endereza a apoderarse del Poder público, a mandar, éste ni es político en el noble, en el religioso sentido de la palabra. Y es en cambio político, el que no sacrifica la política al conseguimiento del Poder, y sabe que desde fuera de él se gobierna a un pueblo con autoridad. Que es más que poder.

¿Política? Política, ya lo sabemos, viene de “polis”, ciudad. Y dejando para otra vez el explicaros la diferencia que siento entre la política, de “polis”, ciudad, la cósmica, de “cosmos”, mundo, paso a decir que la ciudad a que la política sentida y concebida y ejercida religiosamente se contrae, es la que llamó San Agustín, el latino africano, la Ciudad de Dios, y la misma a que el Cristo llamaba el reino de Dios. La ciudad de Dios, esto es, la república de Dios, o el reino de Dios, que es lo mismo.

Y cuando Nicodemo, el fariseo, fue de noche y a hurtadillas a ver al Cristo buscando un maestro, éste, el divino Maestro, le dijo: “En verdad te digo que si algo no naciese de nuevo no puede ver el reino de Dios,” Y el fariseo le preguntó cómo se puede renacer sin volver al seno materno, y Jesús respondió: “En verdad te digo que si no naciese uno de agua y de espíritu no puede entrar en el reino de Dios.” Y le habló luego de la voz del espíritu, porque el espíritu es palabra. ¡Pobre fariseo! Fariseo quería decir hombre separado —separatista, si queréis—, hombre de secta, de partido. Los fariseos eran, ante todo, sectarios, partidarios, con su disciplina, sus santos y señas y su liturgia. Y el pobre fariseo tardó en comprender lo de renacer de agua y de espíritu.

¡De agua! Lo que se habla aquí ahora de política hidráulica, de esa política que consiste en encauzar y almacenar agua, ya para saltos de ella que muevan turbinas, ya para embalsar pantanos de riego. Y esto lo comprende el fariseo. Como comprende que se encauce espíritu, opinión pública, que mueva turbinas revolucionarias —lo que él, el fariseo, entiende por revolución—; pero no comprende tan bien que se embalse espíritu, que se remanse tradición, para regar con ésta a las almas sedientas de religiosidad. El fariseo, el hombre de partido, puso a Jesús, al maestro de autoridad, en manos de Pilatos, del pretor, del hombre de poder, para que lo crucificase y le titulase, en la cabecera de la cruz, rey. Rey del reino que no es de este mundo, rey de la Ciudad de Dios.

¡La ciudad de Dios! ¡El santo nombre de Dios! El 20 de abril de 1653, Oliverio Cromwell, el puritano, el político religioso, después de una violenta requisitoria contra el Parlamento, del que formaba parte, acabó diciéndole: “In the name of God…, go!” “¡En el nombre de Dios…, largo!” Y los largó de allí a los políticos irreligiosos, a los fariseos del poder, a los que no sabían refrenar el apetito de éste, de poder, a los que no querían o no podían saber lo que es un “gobernalle”. Que en aquellos tiempos que eran de navegación a vela, el gobernante, el piloto, tenía que saber contar con el viento, que es soplo, que es espíritu, y que, como le decía Jesús a Nicodemo, el Maestro al Fariseo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va.” Y ¿es que saben nuestros fariseos, nuestros hombres de partido, hacia donde sopla el viento que les llevó a sus puestos? ¿Se dan siempre clara cuenta de los virajes de ese viento? ¿Es que se fían de la ventolera de un momento de agitación?

Bien está aprovecharse del sato de espíritu revolucionario; pero hay el pantano —pantano, sí, pero pantano vivo— de donde sale el riego para las almas sedientas de finalidad política y religiosa, de religión política. Y ¡ay si el dique de ese espíritu remansado, embalsado, se rompe un día! Los fariseos, con su estrecha concepción sectaria y de partido, podrán no verlo; pero el cataclismo —cataclismo quiere decir inundación o diluvio— es inminente.

Ya sé que fariseo ha venido a tomar una significación distinta de la que aquí le damos; pero ésta es la auténtica, la aboriginaria. El fariseo se preocupa del poder, no de la autoridad; el fariseo quiere mandar —y explotar el mando—, no propiamente gobernar, y al fariseo suele llegar a estorbarle la religión en la política. Y es que la suya no es propiamente política, no siendo religiosa.

Iberia es España

Heraldo de Aragón (Zaragoza), 11 de octubre de 1931

Raza es una palabra lo más probablemente de origen español y que de nuestra lengua pasó a todas las demás europeas en que hoy se usa. Es hermana melliza de “raya” y significa, en rigor, lo mismo que esta. Aun hoy se llama aquí, en Castilla al menos, una “raza de sol” a la que se filtra por el resquicio de una puerta o ventana, y los tejedores llaman raza a la hebra continua de un tejido. Raza, pues, equivale a línea y en el sentido genealógico a linaje, que a su vez deriva de línea. Y en el fondo de estas denominaciones late el concepto de continuidad. Y la continuidad, en lo humano, es la historia, aunque en lo meramente animal pueda ser otra cosa.

Una raza animal, de caballos, de toros, de carneros, de puercos, etc., puede determinarse por caracteres meramente corporales, somáticos, porque los animales no tienen historia propiamente dicha, que es cosa del espíritu. Pero una raza histórica se determina por la continuidad histórica. Claro está que, siendo el hombre un animal, hay en el género humano razas animales, las de blancos, negros, bronceados, pieles rojas, amarillos, etc., pero no les falta razón a los negros y mulatos de Haití que, por pensar y sentir en francés, se dicen de raza latina. Y de raza española era el indio mejicano, Benito Juárez, que en español pensó y sintió su Méjico, y de raza española era el mestizo de tagalo y chino José Rizal, que en español se despidió en un canto inmortal de su Filipinas “dolor de mis dolores”, “perla del mar de Oriente, nuestro perdido Edén” que dijo.

¿Raza española? Sí, producto de una continuidad histórica espiritual, raza que está siempre haciéndose como está siempre haciéndose su exponente supremo, el idioma, este idioma español que se está haciendo, se está integrando continuamente, como se hacen y se integran los ríos, por sus afluentes, hasta que van a perderse o a otro mayor río o a la mar, madre e hija de todos ellos. Así se está haciendo el Ebro, que desde cumbres cantábricas castellanas, atravesando navas navarras, va a renacen en la mar levantina, catalana y valenciana. El Ebro —Íber de los griegos, Iberus de los latinos—, de donde se hizo Iberia.

¿Y por qué hay quienes, con recelosa falta de sentido histórico, sustituyen a España por Iberia y se imaginan que naciones ibéricas es otra cosa que naciones españolas? ¿Es por halagar o atraer a los portugueses?Pero los portugueses cultos —y los incultos en ninguna parte cuentan— saben muy bien que Hispania incluía a Portugal tanto como Iberia. Y en rigor ríos españoles, el Miño, el Duero, el Tajo, el Guadiana, unen a Portugal con España —la que hoy llamamos así—, mientras el Ebro, el que dio nombre a Iberia, corre lejos de Portugal uniendo a Castilla, Navarra y Aragón con Cataluña. El Ebro es el río de la unidad que forjaron los Reyes Católicos. El Ebro es el río, además, alimentado por una parte por esos Pirineos de donde bajaron los almogávares, tanto aragoneses como catalanes, que se lanzaron a la conquista del Ducado de Atenas. Y la gran cuenca histórica, la concha histórica de aquel imperio, es la cuenca del Ebro.

Aun en los Altos Pirineos, en los Centrales, se conservan dialectos aragoneses, el cheso, el benasqués, el grausino, el estadillano… después que la esencia íntima, el jugo entrañado del romance aragonés fue a fundirse en el romance castellano, enriqueciéndolo. Con lo que, en vez de perder, ganó en personalidad Aragón, que la tiene tan fuerte y destacada como la región que más se jacte de ello. Personalidad integral y no diferencial. Y conviene recordar que aquellos Borjas —en Roma Borgias— de linaje aragonés trasplantado a Valencia —como el de Blasco Ibáñez— no hablaban propiamente valenciano, sino aragonés, que entonces ya se confundía casi con el castellano. Así Alejandro VI, así César, espíritus imperiales.

Lo mismo da, pues, España que Iberia siempre que se entienda una unidad que es la que ha hecho la nación, la que está rehaciendo la renación. Porque frente al hecho diferencial, siempre mezquino y pobre, está lo que se está haciendo, el quehacer, integral.

En el capítulo III del cuarto Evangelio, el llamado de San Juan, se nos cuenta la visita nocturna que el fariseo Nicodemo hizo a Jesús, y cómo éste le dijo que no podría ver el reino de los cielos si no nacía de nuevo, si no renacía. Y al decirle Nicodemo al divino Maestro cómo era que pudiese volver a nacer no entrando otra vez en el vientre materno, Jesús le respondio: “Si alguien no se engendra de agua y de espíritu no puede entrar en el reino de Dios”. Y así España o Iberia. Tiene que renacer de agua y de espíritu, de ríos materiales y de ríos espirituales. De ríos físicos, materiales, cuyas aguas se recogen ya en saltos de empuje dinámico, ya en remansos y pantanos para riegos, y de ríos espirituales que también se encauzan y se recogen en saltos de empuje, muchas veces revolucionario, o se remansan en pantanos vivos para riego de las almas sedientas de ideal. De agua y de espíritu tiene que renacer la que llamo la renación española. O ibérica, me es igual.

Y ahí, en Aragón, tiene el pueblo español dos ríos padres —mejor sería llamarles madres—, el Ebro, de cuya cuenca vive gran parte de la española Cataluña, la de tierra adentro, el Ebro que engarza Castilla, Navarra, Aragón y Cataluña, y ahí en Aragón tiene el pueblo español otro gran río, el romance español —castellano, leonés, aragonés, andaluz, etc.— en cuya cuenca hay que recoger embalses de espíritu para enriquecimiento integral de las almas sedeintas de universalidad española. Este nuestro romance que por nuestros grandes ríos ibéricos, españoles, se fue a la mar, y de la mar a América, que despertó a la historia humana universal al oír esta voz de imperio: “¡Tierra!”.

“¡Mi tierra!”, decimos con el corazón estremecido. Digamos también: “¡Mi agua!”, “¡mi espíritu!”. “¡Mi río español!”, “¡mi romance español!”. Y todo esto, aragoneses de España, españoles de Aragón, lo he sentido contemplando desde el Almanzor, vértebra cervical de Gredos, espinazo de Iberia, las cuencas del Duero y del Tajo, meollos de Iberia que es España.

Miguel o “¿quién como Dios?”

El Sol (Madrid), 14 de octubre de 1931

Desde la cama, lector. Postrado en ella por una de esas que llaman indisposiciones, a ratos pesadas. Es lo que se dice estar malucho. Y qué tierno diminutivo éste de malucho, casi vasco, diminutivo de malo, enfermo, no de malo moral. Se está, no se es malucho. Y estas indisposiciones suelen ser convalescencias, en que se ven las cosas a una nueva luz y como de alba. La mía, mi indisposición, lector, es una convalescencia de las últimas sesiones de la Cámara. ¡Cámara! ¡Qué nombre!

Y aquí en el lecho, no recibiendo del mundo exterior más que ruidos de la calle. El fragor de esta estrepitosa Gran Vía. Vocerío de pregoneros de periódicos, bocinas de “autos”, barullo de camiones. ¿Y eso es la calle? Y el hombre de ella, de la calle, ¿qué es? No ciertamente el del hogar. El otro día en la Cámara dijo un diputado que hablaba en nombre del hombre de la calle, queriendo acaso hacer de la Cámara una Cámara de la calle. Y Pérez de Ayala, que estaba a mi lado, me dijo: “No de la mía.” A lo que yo: “Toda calle tiene dos aceras.” Y además el hombre que vive en una cualquiera de las casas de la calle, en su hogar callejero, y se calla, ¿no opina? ¿O es que el hombre de la calle es el hombre del arroyo? Acaso sin hogar.

Pero hay también el hombre de los campos, el hombre del campo. Y en el campo, en las aldeas, no hay propiamente calles ni tienen éstas aceras. Los hogares campesinos se agrupan por lo regular en derredor a una humilde iglesia que alberga a un humilde Cristo, y en ellos habitan hombres rebeldes y resignados. Resignados, sí, pero a la vez rebeldes. Rebeldes cuando el viento de la rebeldía les sopla; rebeldes a la renta y al fisco y a las regulaciones puramente civiles o humanas; pero resignados a la mano del Señor, que hace llover lo mismo sobre los buenos que sobre los malos; resignados al destino, que es divino. Y a estos hombres de los campos, hambrientos de tierra y de justicia, no les llegan esas irresignaciones —irresignaciones más que rebeldías— que agitan a los hombres del arroyo. Si un día se alzan contra sus exprimidores esos hombres de los campos, no te choque, lector, que lleven enarbolado el Cristo de su iglesia. De su iglesia popular, esto es, laica.

En todas estas cosas meditaba, o más bien soñaba, mientras la indisposición, que es convalescencia, me iba purgando de ciertos dejos. E iba, en examen de conciencia, repasando mi vida histórica toda, la vida que he dedicado a meditar, a soñar, a mi España y a su Señor, que es mi Señor, que es, lector, Nuestro Señor. Y ¡qué bien se sueña aquí, en el lecho! Porque en la calle le rompen a uno el sueño. Los callejeros, aunque parezcan sonámbulos, no sueñan. Y meditaba, aquí, mientras mi nombre anda llevado y traído en lenguas, meditaba en la íntima unidad de mi vida en comunión con mi España y con su Señor. Mientras traen y llevan mi nombre.

¡El nombre! El nombre es la esencia humana de cada cosa. Un objeto cualquiera natural, una roca, un árbol, un río, un monte, un lago, un animal, se hace humano, se humaniza y hasta se domestica cuando un hombre en una lengua cualquiera humana le pone nombre. Adán se adueñó, según el Génesis, de los animales todos, poniéndoles nombres. Y es por esto por lo que los hombres luchamos más por nombres que por cosas, ya que cosa sin nombre no es humana. Por nombres y por motes.

¿Y mi nombre, mi esencia humana? Jacob luchó toda una noche desde la puesta del sol hasta el rayar del alba con un ángel, esto es, un mensajero del Señor, y no le pedía perdón ni paz, que bien los necesitaba, sino que le pedía su nombre. “¡Dime tu nombre!”, tal era la conjosa pregunta de Jacob. Y yo repasaba aquí, en el lecho, y en ensueños de insomnio de convalescencia, mi vida histórica, pública, y veía la unidad, la continuidad de ella. Y como durante toda ella no he hecho sino luchar con el ángel, con un arcángel del Señor, preguntándole: “¡Dime tu nombre!” Y soñaba ahora, en ensueños de indispuesto, de malucho convaleciente, que ese nombre, que el nombre del arcángel con quien he estado en lucha, era mi mismo nombre, era el nombre que por gracia divina llevo, era el nombre de Miguel, que, declarado, quiere decir: “¿Quién como Dios?”

Los ruidos de la calle han cesado en el momento en que escribo estas líneas; el hombre de la calle parece andar por otras calles. Y hay hombres de la calle que están peleando contra nombres. No le preguntan al que creen su enemigo cómo se llama; no le dicen: “¡Dime tu nombre!”, sino que creen saberlo. Y ellos, que se han puesto un mote, un apodo, vociferan para permanecer fieles al mote. Pero el mote no es sino caricatura del nombre, peor aún, simulación de nombre. El mote es al nombre lo que el mono es al hombre. Ni es nombre, designación de la esencia humana de una cosa, el que un lorito le da. El nombre que pronuncia un lorito no quiere decir nada, porque el lorito nada quiere decir.

Y aquí dejo, con la incoherencia de ensueños de malucho, estas divagaciones nominales sobre mi nombre, tan claro en España, de Miguel, “¿Quién como Dios?”

Sobre el español medio

El Sol (Madrid), 20 de octubre de 1931

Recogimiento de celda. Aquí se inquiere mejor a los prójimos que estando entre ellos. El techo de la alcoba —celda— llega a parecer un cielo —todo es ilusión—, y hasta se sueña en él nubes. Nubes fantásticas, quiméricas, humanas, en las que va uno hiñendo el futuro español medio, el que salga de todo esto.

Esto del español medio me lo sugiere una expresión felicísima de M. Herriot, el jefe de los radicales socialistas franceses, hombre de fina cultura literaria, y, por lo tanto, de atinados aciertos verbales. Esa expresión, que halló fortuna, fue la de “le français moyen”, el francés medio. Término éste de origen estadístico. “Durchschnittencensch”, hombre de corte medio, dicen los alemanes; “average man” los ingleses. Si metéis cien hombres en una especie de caldera psíquica y los fundís, de modo que desaparezcan sus individuales notas diferenciales —esa diferencialidad de que tanto se envanecen los pobres sujetos que no tienen otra cosa de que envanecerse—, y sacáis luego un cacho de la masa, ya bien fundida, para hacer el término medio, éste lo determinará. ¿Aceptable? Hay quien cree que un cacho así de muchedumbre puede ser útil para ser manejado —sobre todo como elector y votante—; pero que es poco apetecible para quien busca algo más íntimamente humano. A mí, por lo menos, este término medio me seduce muy poco. Tengo la impresión que en ese sujeto —mejor: objeto— medio, se acusa y exacerba el defecto, la nota diferencial, de la masa de que forma parte.

¡El francés medio! ¡El inglés medio! ¡El español medio! ¿No es de temer, amigo Salvador Madariaga, que en cada uno de éstos se acentúe el vicio diferencial de estos tres pueblos, que usted tan agudamente inquirió, más aún que en los casos extremos? El español de tipo medio ha de marcar el vicio característico y diferencial de la españolidad más aún que el español divergente excéntrico o extravagante. La divergencia, la excentricidad o la extravagancia libran algo del común pecado. ¡Y el nuestro es tan terrible!

Desde luego, el español medio tal como me lo figuro no es el español de la calle. Es más bien del hogar. Si bien por otra parte mi reciente experiencia me ha hecho legar a la conclusión de que no sé qué es eso del hombre de la calle. Los que he oído llamar así hombres de la calle no eran hombres, sino mozalbetes. Mozalbetes que se dedicaban al deporte de alborotar sin importarles la finalidad del alboroto.

Pero… ¡el español medio! Cuando Herriot, el caudillo radical socialista francés soltó lo del francés medio, exclamé yo con cierta petulancia patriótica: “Afortunadamente, no hay español medio; en España tenemos sólo extremos.” ¡Qué pronto y qué improvisadamente lo dije! Mas después he ido recapacitándolo mejor y he ido viendo formarse el hombre del periódico, el hombre del santo y seña, el hombre de partido, el ciudadano consciente, y me he puesto a pensar en el español medio. Que ha de ser, naturalmente, una medianía.

Sí, ya sé que Cervantes, que tan bien conoció al español medio de su tiempo —Sansón Carrasco, entre los extremos sanchopancesco y quijotesco—, hablaba de las medianías bien intencionadas; pero ¡ay mi Dios!, desconfío tanto de las intenciones medianas. Prefiero las extremas. Y llego en esto a tal punto, que hasta me inquietan las inteligencias moderadas. ¿Te has fijado, lector, en los terribles efectos de la acción de muchos de esos hombres de inteligencia moderada? Y aquella triste y trágica sonrisa, aquella sonrisa abismática, de tan amarga dulzura, en que anegó Cervantes a su España, ¿no nació acaso al choque con las medianías bien intencionadas?

Estamos pasando tiempos en que se va fraguando un nuevo español; en esta que he llamado renación española está renaciendo un nuevo español. ¿Qué guardará del viejo? Porque renacer es continuar la historia. Lo cogolludo, lo nuclear, lo más profundo del hombre del llamado Renacimiento era el hombre medieval. Y no digamos nada del hombre de la Reforma. Y yo aquí, en este recogimiento de celda, a solas con mis compatriotas, sin el obstáculo de su presencia, voy sintiendo qué de antiquísimo régimen son éstos del nuevo.

¡El español medio de mañana! ¿Cómo será, Dios mío, cómo será? ¿Lo voy a deducir de todos esos pretendientes en corte que no saben hablar sino de enchufes? ¿Lo voy a deducir de todos esos otros que, aspirando a hacer una que sea sonada, apenas se preocupan sino del son? Y siento formarse una singular especie de espíritu público, mejor será decir de desánimo público, la de un pueblo que de repente ha hecho casi sin saberlo, como en hipnosis, un cambio, y se da cuenta de que no sabe qué hacer con lo que ha hecho. Y cuando oye decir a los militantes que tienen que responder a los anhelos del pueblo, éste, el pueblo, se pregunta: “Pero ¿cuáles son mis anhelos?” Y que de este estado de conciencia, o si se quiere de inconciencia pública, ¿qué español medio va a salir? Porque los extremos, los unos o los otros extremos, ya no me inquietan. ¡Qué conflicto, Señor!

El espíritu público y el pobre papel de los liberales

El Sol (Madrid), 22 de octubre de 1931

En el folleto Los jesuitas de España: sus obras actuales, que ellos mismos, los jesuitas, han hecho publicar para defenderse —tan mal como suelen hacerlo—, citan entre los suyos —“los nuestros” es su expresión estereotipada— como a “impulsores de la cultura” al P. Mendive, “sutilísimo filósofo y teólogo e invencible controversista”. Tuve que conocer —tener que, ¡terrible cosa!— gran parte de la obra del “sutilísimo” P. Mendive, S. J., y hasta tuve que preparar a un alumno por alguno de sus tratados, entre otros el de Psicología. Y aprendí cosas bien peregrinas en él. Entre otras, que los nervios no pueden vibrar, porque para ello sería menester que estuviesen sujetos por los dos extremos y tirantes. Así como una cuerda de guitarra o de violín. Concepto —o seudoconcepto— de la vibración que no es de ciencia física, ¡claro!, sino más bien metafísico o acaso teológico. Teológico jesuítico, por supuesto. ¡Lo que me burlaba yo entonces —hace más de cuarenta años— de esas y otras ideas —¿ideas?— del “sutilísimo filósofo y teólogo e invencible controversista”! No menos que de las peregrinas teorías lingüísticas y filológicas del P. Fidel Fita, infatigable camelista y uno de los que más disparates han dicho del vascuence al tratar el gerundense de la España primitiva. Sin contar la ristra de despropósitos que metió en la parte etimológica de la edición decimotercia del Diccionario de la Academia Española de la Lengua. Pero ahora tenemos que volver a la imaginación —más bien que concepción— mendiviana de las vibraciones. Y más cuando esto de vibración y vibrar está de moda en el sector que se llama izquierdista. ¡Las veces que hemos oído hablar, con unción antijesuítica, de vibración ciudadana!

Sí, me era fácil reírme, allá en mis mocedades, de la imagen mendiviana de la vibración de los nervios; pero ahora voy volviendo a esa primaria interpretación. No ya los nervios, pero el espíritu público español, la opinión pública, está vibrando —no sabemos si longitudinal o transversalmente o de otro modo—, y si está vibrando es porque el espíritu público español está hoy sujeto por los dos extremos y tirante o tenso. Sujeto por los dos extremos, por los que llamamos “extremos”, y tirante. Porque la tirantez del actual espíritu público español es evidente. A la cuerda espiritual de nuestro pueblo no le dejan aflojarse y descansar. Y he llegado a pensar si es que no hay una mano invisible y soberana, la del Cristo Rey de los jesuitas —que apenas tiene que ver con el Jesús del Evangelio, que huyó para que las turbas no le hiciesen rey—, o la del Gran Arquitecto del Universo —que no pasa de contratista—; una mano que maneja un gran arco de violín o tañe con sus dedos en esa cuerda pública vibratoria. Y los extremos no la sueltan.

El folleto Los jesuitas en España es algo lamentable, lamentabilísimo. Todo lleno de argumentos, si es que así puede llamárseles, estadísticos, cuantitativos y no cualitativos, de argumentos catalógicos, o sea de catálogo. Diríase que el mérito de un publicista es la prolijidad. Y saben, sin embargo, los jesuitas, que un pequeño librito, ligero, suelto, ágil, como las Provinciales, del formidable Pascal, puede caer sobre un Instituto con más peso que una serie de ingentes mamotretas de historia exhaustiva. Como, por ejemplo, los ocho ponderosos volúmenes de la Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España —me los he leído los ocho—, del P. Antonio Astrain, que constituyen, ciertamente, un trabajo muy bueno. Porque de todo lo que de los actuales jesuitas españoles conozco, es lo único que se salva. No es una obra que vibra, pero sí que enseña, y, a pesar de su extensión, de muy amena y sustanciosa lectura. La “Vida de San Ignacio” que hay en ella es excelente, y sin las mentecatadas gonzaguescas de la hagiografía edificativa.

Aunque ¡claro!, para amenidad eutrapélica, está mejor el librito de Novelistas buenos y malos, del P. Pablo Ladrón de Guevara, también de los “nuestros” —quiero decir de los suyos—, que supera al Bertoldo. Y esto nos trae como de mano a aquel llamado antaño “áureo libro”, El liberalismo es pecado, del presbítero, no jesuita, Sardá y Salvany, hoy injustamente olvidado. ¡Contribuyó tanto al actual triunfo de Luzbel! Pero de este librito El liberalismo es pecado —¡qué hallazgo el del título!— hay ahora mucho que decir. ¡Y aquello de que ser liberal es peor que ser asesino o adúltero!… ¡Pobres liberales!

¡Pobres liberales! Y qué papel están haciendo en esa cuerda tirante del espíritu público español de hoy, cuerda sujeta por los dos extremos. In medio virtus, en el medio está la virtud, se dijo. Y ese pecado de liberalismo, entre los dos extremos que sujetan al espíritu vibratorio, resulta ya una virtud. ¡A qué tiempos hemos llegado, Señor!

La enseñanza oficial en la Constitución. Una enmienda de don Miguel de Unamuno determina un apasionado debate político

El Sol (Madrid), 23 de octubre de 1931

La discusión del art. 48 de la Constitución, relativo a la enseñanza oficial, dio origen a un apasionado debate político en la Cámara. Por su relieve, traemos aquí el texto taquigráfico de las intervenciones de los señores D. Miguel de Unamuno (…)

El Sr. UNAMUNO: La enmienda dice así: “A las Cortes constituyentes: Los diputados que suscriben tienen el honor de proponer la siguiente enmienda al dictamen de la Comisión de Constitución, en el artículo 48:

”Art. 48. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, que deberá emplearse como instrumento de enseñanza en todos los centros de España.

”Las regiones autónomas podrán, sin embargo, organizar enseñanzas en sus lenguas respectivas. Pero en este caso el Estado mantendrá también en dichas regiones las instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la República.

”Palacio de las Cortes, a 21 de octubre de 1931.—Miguel de Unamuno, Miguel Maura, Roberto Novoa Santos, Fernando Rey, Emilio González, Felipe Sánchez Román, Antonio Sacristán.”

Y ahora, señores diputados, debo confesar que me levanto en muy especial estado de ánimo, no muy placentero ciertamente. Apenas convaleciente de un cierto arrechucho, no sólo físico, sino también psíquico, vengo con el ánimo profundamente entristecido y contristado y no sé si podré poner la debida sordina a mis palabras y contenerme en los límites también debidos, porque no tengo costumbre ninguna de ese forcejeo de partidos políticos ni de cambalaches ni de transacciones. Afortunadamente para mí, y acaso más afortunadamente para vosotros, no pertenezco o no formo parte de ninguno de esos partidos, mejor o peor cimentados, y en los que se resuelven las cosas bajo normas de disciplina; pero hay por debajo de esos partidos políticos una especie de —no le llamaremos partido— agrupaciones que podían denominarse profesionales. En esta Cámara hay médicos, en esta Cámara hay abogados, en esta Cámara hay ingenieros, hay también hombres de oficios manuales, y en esta Cámara, señores, hay demasiados catedráticos (Murmullos); probablemente somos demasiados entre maestros y catedráticos. Yo, que sé lo que he sufrido bajo el pliegue profesional, quisiera hoy, cuando se trata de la enseñanza, poder libertarme de él, poder libertarme de ese triste pliegue que no nos deja ver las cosas con bastante claridad. Dondequiera que el Ejército ha abusado, se ha formado un partido antimilitarista; donde el Clero ha abusado, se ha formado un partido anticlerical. Nuestros hijos, nuestros nietos, conocerán en España un partido antipedagogista, porque yo temo mucho a la pedantería de los que nos arrogamos el sacerdocio de la cultura. (Muy bien, muy bien.) Esto es algo muy peligroso; más ahora que oigo hablar continuamente de cultura (ya es una palabra que me duele en los oídos del corazón), y aquí, cuando parece que se trata de apoderarse, por la enseñanza, del niño, de formar su alma, hay veces que, tristemente, creo que de lo que se trata es de dejar tranquilos a los maestros y a los profesores; es un funcionarismo. No sé por qué en esta Constitución de papel que estamos haciendo no se ha puesto un artículo que diga: “Todo español será funcionario público”; y en muchos casos esto quiere decir que todo español será pordiosero. Esta es la verdad verdadera.

Digo esto, porque precisamente en estos días, cuando estaba apasionando aquí y fuera de aquí —en Cataluña, en Vasconia, en Galicia y en las demás partes de España— este problema de la enseñanza del idioma, he recibido cartas y telegramas de padres de familia, de muchachos algunas, de una amargura extrema, que me recordaban a aquellos pobres españoles que fueron a Cuba en un tiempo, casaron allí, formaron allí su familia y se vieron luego despreciados por sus hijos. He recibido cartas de una enorme amargura; pero la mayor parte de los telegramas han sido de funcionarios, de maestros, que lo que querían es que no se les quitara una colocación. Y es que en el fondo, más que de otra cosa, se trata de eso: de si ciertos funcionarios podrán seguir funcionando en unos sitios con libertad o no podrán seguir funcionando. No es mas que eso; muchas veces es una cuestión de competencia profesional.

Pero, viniendo al fondo de la cuestión, no es, acaso, lo de la lengua, con serlo tanto, lo más grave. La lengua, en muchos casos —y lo decía muy bien el Sr. De Francisco—, en mi tierra nativa se toma como un instrumento de nacionalismo regional y de algo peor, y es allí, además, una lengua que no existe, que se está inventando ahora y que rechaza todo el mundo, porque el genuino aldeano, si se le pregunta a solas, dice: “A mí no me importa eso; lo que yo quiero es aquello que me pueda elevar el espíritu y que me pueda hacer entender de la mayor parte de las gentes.” Pero lo que se trataba con la lengua es de establecer lo que la Biblia llama un “schibolet” para distinguir a unos de otros y que pasara el que pronunciara una cosa bien y no pasara el que pronunciara otra mal. Yo he visto cosas, como decir que para poder aspirar a ser secretario de un Ayuntamiento era menester conocer el vascuence en un pueblo donde el vascuence no se habla.

Quiero abreviar, porque ya digo que no estoy en ánimo muy propicio. Se ha venido aquí hablando continuamente de cultura (oímos esta palabra allá en los principios de la guerra mundial): cultura con c de la pequeña, latina, o con k alemana, con cuatro puntas como un caballo de Frisia; pero hay otra cosa que parece más modesta que la cultura y que, sin embargo, a mí me preocupa mucho más, que es la civilización: la cosa civil. Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, cuando se dirigía a sus paisanos, a los hebreos, les hablaba en hebreo —lo cuenta el libro de “Los hechos de los Apóstoles”—, pero dictaba su cristianismo en lengua griega, que era la lengua ecuménica del Imperio romano; cuando se presentaba ante el pretor, contestaba: “Soy ciudadano romano.” La civilización es de ciudadanía y es romana y lo de la civilización es siempre imperial.

Aquí se hablaba el otro día de minorías étnicas. ¿Qué es eso de minorías étnicas? ¿Dónde están las minorías étnicas? ¿Minorías en qué sentido? ¿Contada toda España o contada una sola región? Yo me acuerdo que, hace años, un alcalde de Barcelona se dirigió al entonces rey D. Alfonso XII, en nombre, decía, de los naturales de Barcelona. Yo me creí obligado a protestar. Un alcalde de Barcelona no puede dirigirse en nombre de los naturales sino de los vecinos, sean naturales o no, ni se puede establecer una diferencia entre vecinos y naturales. No hay, ni puede haber, dos ciudadanías.

Ese es el punto de la civilización. Yo no sé cuántos son los que constituyen esa llamada minoría étnica; por ejemplo, en Barcelona no sé si son el 10, el 20, el 30 o el 40 por 100. Lo que me parece bochornoso es que se les vaya a proteger como a una minoría. ¡A proteger…! El Estado no debe pasar por eso; a que le protejan otros y a que se les dé como una asignatura el castellano; como un instrumento, no; como una asignatura, no. Esto hace que se forme ese triste caso de lo que llaman el meteco, el hombre que esta continuamente sufriendo. ¿Que por qué no se asimila? ¡Ah! Eso habría que verlo muy despacio y con mucha calma.

Pero dejando estas consideraciones, porque si me dejase llevar de ellas llegaría a cosas muy amargas, vengo al texto concreto. “Es obligatorio el estudio de la lengua castellana; que deberá emplearse como instrumento de enseñanza en todos los Centros docentes de España.” Yo hubiera preferido que se dijera: “es obligatorio enseñar en castellano. Las regiones autónomas podrán, sin embargo, organizar enseñanzas en sus lenguas respectivas (naturalmente, los comunistas podrán organizarlas en esperanto o en ruso); pero, en este caso, el Estado mantendrá también en dichas regiones las instituciones de enseñanza de todos los grados en el idioma oficial de la Nación.” En este caso, y en cualquier caso, “mantendrá”. La cosa está bien clara; no tiene más que seguir manteniendo.

Hoy hay en Barcelona una Universidad de España, y este es el punto fuerte; Universidad de que no puede ni debe desprenderse el Estado español en absoluto; que no debe caer bajo el control de ningún otro Poder que el del Estado español, ni compartirlo. Porque aquí, de lo que se trata en el fondo es de apoderarse de esa Universidad. ¡Cuidado!, que yo temo mas aún que a la autonomía regional a la autonomía universitaria. Llevo cuarenta años de profesor, sé lo que serían la mayor parte de nuestras Universidades si se dejara una plena autonomía y cómo se convertirían en cotos cerrados para cerrar el paso a los forasteros. Alguien me decía: ¿Es que se va a sostener allí una Universidad con el dinero de Cataluña? No, con el dinero de toda España, naturalmente, incluso Cataluña; como se mantienen las Universidades del resto de España, y con el dinero de Cataluña.

Además, yo que no entiendo mucho, ni quiero entender, de ciertas distinciones jurídicas, veo que hay una cosa, que nunca comprendo bien, cuando se habla de catalanes y no catalanes. Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalán como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías.

Por lo demás, y quiero abreviar, por encima de esta Constitución de papel está la realidad tajante y sangrante. Se quiere evitar con esto cierta guerra civil (claro; no una guerra civil cruenta a tiros y palos, no); me parece que va a ser muy difícil, y además no lo deploro. Me he criado, desde muy niño, en medio de una guerra civil y no estoy muy lejano de aquello que decía el viejo Romero Alpuente de que la guerra civil es un don del Cielo. Hay ciertas guerras civiles que son las que hacen la verdadera unidad de los pueblos. Antes de ella, una unidad ficticia; después es cuando viene la unidad verdadera. Y ¿qué más da que hagamos la guerra civil? Cualquier cosa que hagamos estará siempre en revisión; la revisión es una cosa continua; los periodos constituyentes no acaban nunca; es una locura creer que porque pongamos una cosa en el papel, va a quedar ya hecha. Además, ¡hay tantas cosas que no quieren decir nada, que no tienen eficacia ninguna!

Y como alguien más podrá manifestar algo (puede ser que yo tenga ocasión de añadir algo también), digo que no veo peligro, como se me ha dicho, en tomar ciertas actitudes. Me han dicho que hay peligros para la República. No sé; no veo que los haya. Parece la República muy timorata; cree que es hasta un acto de agresión hacer la apología del régimen monárquico. A mí me parece esto una inocentada; pero, en fin, yo no veo esos peligros y, en ultimo caso, si los viera, creo que hay que atajarlos; mas, también, como he dicho muchas veces, creo que aquí hay algo por encima de la República. (Aplausos.)

En un perpetuo sábado

El Sol (Madrid), 24 de octubre de 1931

Al señor Don B. C. D.

Con que ya lo sabe usted, señor mío, es acto de agresión a la República —así, con letra mayúscula, me parece— la apología del régimen monárquico. No dice precisamente de la Monarquía. Lo cual podrá a usted parecerle no más que una tontería; pero guárdese de emplear expresiones así de menosprecio. Y la de llamarle a uno tonto es la más condenada en el Evangelio. Sea, pues, evangélico y guárdese del peligro de ser deportado o confinado. Y le vendrá a usted mejor el no poder hacer apología de su monarquía, de la monarquía que está usted soñándose.

Suéñela, sueñe su monarquía, su nueva monarquía, su monarquía restaurada. Ello le permitirá vivir mejor bajo este régimen republicano. Porque comprendo lo que le pesa el presente. Pero recapacite y dese cuenta de que “cualquier tiempo pasado es mejor”. Es, ¿eh?, es y no fue. Cualquier tiempo pasado es mejor y lo es porque pasó ya. Lo peor es lo que no pasa. Sí, sí; comprendo lo más de su pena y hasta me conduelo de ella. Sueñe su monarquía —una monarquía imposible, por supuesto— y cuando le acongoje o siquiera le moleste algo de lo que pasa —o mejor: que no pasa— dígase: “¡en ella sería otra cosa!” En ella quiere decir en esa monarquía por usted soñada tan íntimamente. Es un gran consuelo. Tan grande como el que se expresa en aquello de: “… ¿y qué es esto comparado con la eternidad?” Viva usted en el eterno sueño. Viva usted en la utopía y fuera del tiempo. Sueñe, sueñe esa su monarquía restaurada, pero que el Señor no le haga despertar en ella. Le sería horrible ese despertar. Le resultaría a usted esa su monarquía no ya soñada, sino vivida, es decir: sufrida, peor que esto que tan mal nos parece. Hágase agonizante de su ideal político; agonizante en ambos sentidos, el de quien agoniza y el de quien ayuda a agonizar: el despenador.

Siempre es así, señor mío, siempre es así para los que se proponen ser optimistas de profesión. También nosotros, los que aparecemos frente a usted, soñábamos otra cosa. Siempre se sueña otra cosa. También nosotros nos sentimos desencantados y más que por la realidad presente histórica, por las apologías que de ella se hacen. A mí, individualmente, me duelen menos los hechos que las explicaciones que de ellos dan sus apologistas. Lo peor de la República me parecen los republicanistas, que no son precisamente los republicanos. Sueñe usted, pues, sueñe.

Usted conoce sin duda al gran poeta pesimista y gran patriota italiano Leopardi. Usted conoce su Canto a Italia, y conoce La Retama, y Amor y Muerte, y A sí mismo, allí donde dijo lo de “la infinita vanidad del todo”. Del todo, que es algo más que la República y la Monarquía, y que las dos juntas, que la república monárquica y la monarquía republicana. Pues bien, en ese Leopardi, que decía despreciar el poder escondido que para común daño impera, encontrará usted una deliciosa poesía optimista —aceptemos la fórmula— dedicada al sábado en la aldea. En la aldea sabatina. Vuelva a leer ese encomio del sábado, de la víspera del día de fiesta. Es algo reconfortador. No he encontrado que se le parezca más que una estrofa de Mosén Cinto Verdaguer en que canta la soledad querida de su infancia, de su infancia que no tuvo un mañana —que no tingué demà—. Un mañana, no una mañana.

Viva, señor mío, en perpetuo sábado, en víspera inacabable, y que no le llegue el domingo —dominicus—, el día del Señor. El día en que dicen que descansó el Señor. ¡Descansar el Señor! ¿Se ha fijado usted en esto de descansar el Señor? Figúresele en huelga; acaso en huelga de brazos caídos. Y fíjese en aquello de que Dios no nos deje de su mano, que no descanse. No, señor mío, no; que su Dios no descanse. Descanse usted más bien en Él.

Ya sabe que al pueblo español se le llama por ahí fuera el pueblo del mañana. Del mañana —le demain—, no de la mañana —le matin—. O en catalán demà y matí. “Mañana será otro día” —decimos—. Y llega y es el mismo. Y eso del pueblo del mañana quiere decir del por venir. No de lo venidero, sino de lo por venir. De lo que está por venir y nunca viene. De lo que está para llegar. Viva, pues, señor mío, en el por pasar, viva en su ensueño.

Y ahora…, pero no, porque me voy acercando no a lo indecible ni a lo inefable, sino a lo nefando. Usted sabe qué es lo nefando, lo que no debe decirse. Basta, pues. ¿Basta? No, no basta. Pues usted sabe el verdadero fondo de mi actitud.

¿Que por qué le escribo estas cosas? Está en mi destino, acaso en mi misión. El Señor no me puso en esta España para dar facilidades a los cobardes.

Y ahora, sueñe su nueva patria por venir. Salud para encomendarla a Dios. Y le acompaña en su sentimiento

Miguel de Unamuno

Revolución y reacción

El Sol (Madrid), 29 de octubre de 1931

¡Qué zambullida aquella en muchedumbre ateneística! ¿Intelectual? La muchedumbre no lo es nunca. La inteligencia es el verdadero principio de individuación. A pesar de Averroes, el entendimiento es señero.

En el salón, donde duermen ecos de pasadas refriegas de debate, gritos, vociferaciones, increpaciones, aplausos, pateos, pero todo somero, sin que nada se encumbrase. Una sesión agitada, pero como puede ponerse, bajo un torbellino de aire, la sobrehaz de una laguna quieta, cerrada, sin desagüe, cuyo caudal no mana a ninguna parte ni nada riega ni mueve. De vez en cuando, burbujas del légamo del hondón. Y en tanto el raudal de un gran río abierto se va a la mar, reflejando, como quieto espejo, las nubes del cielo azul y los verdores de las orillas. Y allí, en el salón aquel, ni una voz que surtiera de las entrañas del pueblo que se creía representar aquel mocerío muchedumbroso. ¡Y yo, hundiendo mi cabeza bajo el encrespamiento y soñando en… mi mocedad! Sueño que me rompía el estallido de motes sin sentido, como “¡frigios!, ¡monárquicos!, ¡cavernícolas!” Y una voz fresca gritando; “¡Educación!, ¡educación!” Algún preopinante hablaba de serenidad. Y de revolución.

¿Revolución? ¡Qué mito! Unos dicen haberla hecho, una revolución, la suya; otros dicen que está por hacer. “¡Haremos nuestra revolución!”, sonó allí, en el salón del Ateneo, Y yo pensaba —o soñaba— si es que son los hombres, mozos o no, los que hacen las revoluciones, o si son las revoluciones las que hacen a los hombres, las que los hacen hombres. ¿Hacer la revolución? Pero ¿cabe decir nunca “hemos hecho una revolución”? Una revolución no es nunca un hecho; una revolución es siempre un inacabable quehacer. Porque una revolución se revoluciona a sí misma, se revuelve contra sí misma. Es la serpiente mítica que se devora a sí misma encentándose por la cola.

Pero ¿es que aquellos mozos quieren hacer su revolución? Más que lo dudo. Lo que quieren los más de ellos es que la revolución los haga. Los haga hombres. O, más claro, los coloque. Es una nueva generación que busca empleo. Y cuando le oigáis a uno hablar de enchufes, de diez veces las nueve es que busca enchufarse. Las revoluciones acaban en un trasiego de personas, Y de aquí estas pequeñas tragedias domésticas que se están ahora dando —o representando— de un padre ultraconservador, reaccionario, que se encuentra con un hijo comunista. Que es la manera que éste tiene de ser conservador. O de prepararse a serlo.

Se encontró una fórmula para expresar la llamada concepción materialista de la Historia, según Carlos Marx, y es la de decir que son las cosas las que llevan a los hombres y no los hombres los que llevan a las cosas. Claro está que en la Historia los hombres son cosas, esto es: causas, y las cosas, las instituciones, son humanas. Una crisis económica no es un terremoto. Si al ámbito de las cosas le llamamos la realidad —de res, cosa, objeto—, al ámbito de los hombres le llamaremos la personalidad, de persona, sujeto. Y ahondando aquí nos encontraríamos con el pavoroso problema de la libertad y la necesidad, de la espontaneidad y la fatalidad. El pavoroso problema teológico-político que torturó a Spinoza.

La verdad es que la Historia la hacen las cosas y los hombres, los objetos y los sujetos, en terrible juego dialéctico; las cosas hacen a los hombres y los hombres hacen a las cosas. Y se deshacen unos y otras. La realidad realiza a la personalidad, y ésta, la personalidad, personaliza a la realidad. Pero en este divino juego la realidad hace revoluciones, y la personalidad, reacciones. Las cosas les arrastran a esos mozos que se creen —o al menos se dicen— revolucionarios; pero un día, cuando se hayan hecho dueños de sí mismos, hombres, sentirán que se rebela —y se revela— en ellos la personalidad, y se harán, en el hondo sentido humano, reaccionarios. Reaccionarán agarrándose a lo que queda, a lo que no pasa. Porque la reacción es lo propio del hombre luchando contra el Destino que le arrastra a su fin, a su propio fin —que es su finalidad—, luchando por conservar el progreso, por hacerlo tradición. Y entonces surge el conservador de la revolución. Que tal es la dialéctica, la polémica mejor, de la Historia.

Y de ésta, nuestra revolucioncita —o revuelta— española de 1931, ¿qué va a salir? ¿Qué obras de arte, de ciencia, de industria, de derecho, de religión? ¿Qué obra de civilización? En esto pensaba yo mientras somorgujaba mi seso bajo aquel barullo del mocerío sedicente revolucionario.

¡Pobres náufragos aquéllos! La tormenta, a que se confiaron, los echó, desgarradas las velas y astillado el gobernalle, a una isla desierta, muy hermosa de naturaleza, pero desierta de humanidad, y tuvieron que quemar la nave. ¿Para no volver, como en la leyenda de Hernán Cortés? ¿Para cortarse la retirada? ¿Para cerrarse la reacción? No, sino que, como se arrecían de frío, tuvieron que encender el leño de la nave, tuvieron que quemar sus cuadernas, y su quilla, y sus mastes, para calentarse a su llama. Y tuvieron que abrigarse con las desgarradas velas, tiritando empapados en salina de tempestad. Hay quemas que parecen revolucionarias y en el fondo son reaccionarias. ¡Terrible agonía de polémica revolucionaria!

Un español de cemento

El Adelanto (Salamanca), 29 de octubre de 1931

Es ya antiguo amigo mío Corpus Barga. Ha recordado hace poco que yo le di lo que él llama espaldarazo literario, cuando llamé la atención hacia algo que escribió con motivo de la muerte del gran pobre Tolstoi. Después, en París, durante mi destierro, tuve ocasión de conocerle, es decir, de quererle mejor. Por lo cual he podido agradecer todo lo que hay en el tono de un artículo que, en el Crisol, me dedica y en el que me llama “el tío espiritual de tantos españoles, el tío de Salamanca”. Acepto lo de tío, que muchas veces es más cariñoso que “padre” o que “abuelo”. Y ahora ese tío debe comentar brevemente algo de lo que, por mi intermediación, tomándome de mingo, dice a sus lectores Corpus Barga en su articulo Lo inesperado: Se está formando un español de cemento.

Esta español de cemento —no sé si armado o por armar— parece ser que sea el que este tío ha llamado “el español medio de mañana”, y que la verdad, sigue inquietándome y hasta dándome miedo. Me da miedo ese español, de santo y seña, de disciplina, de partido, que me dicen que está fraguando la República, esta quisicosa ya casi mística. “Lo que hace falta —dice Corpus Barga— es que el cemento en que se está vaciando el español medio de mañana no sea de fraude, como el que ponen los contratistas en las casas nuevas”. ¡Cabal! Y luego “que desaparecerá la originalidad media del señor de café que tiene opiniones propias sobre todo”. Bien, con tal de que no tenga opiniones ajenas sobre todo, y aquello de “eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante, etcétera”. Que si la fe implícita jesuítica es fatal, más fatal es la fe implícita anti-jesuítica o radical o marxista. Y acaba: “El español de cemento sustituirá al español de trapo”. ¿De veras? Sospecho, por otra parte, que una muralla de trapo puede ser más resistente que una de cemento.

¡El español de cemento! Permita el lector que este tío, llevado de su oficio, arrastrado por las asociaciones verbales, piense que el cemento ha de ser muy bueno para edificar cementerios. No es que el vocablo cementerio tenga que ver con el vocablo cemento, aunque este modificó, por lo que los lingüistas llaman contaminación, analogía, la forma primitiva de aquel, latinizado “coementerium”, que quiere decir acostadero o dormitorio. No sé qué tal se dormirá en una cama de cemento, pero presumo que se ha de dormir mejor en una cama de trapo. Ahora, si se usa la cama como potro… Porque al hombre de un santo y seña no conviene dejarle dormir. Ni que consulte su futuro voto con la almohada. Hay que hacerle que vote al romper el alba, después de diez o doce horas de envenenamiento y cuando no sabe ni lo que va a votar. Esta es la disciplina. Disciplina que no se puede imponer a los verdaderos discípulos. Es la disciplina del tercer grado de obediencia, la obediencia de juicio, que estableció Íñigo de Loyola, forjador de una Compañía de cemento armado.

¡El cemento! ¡Y cómo me entristece! La madera, el ladrillo, la piedra, pueden soñar y sueñan. Sueña el Escorial, sueña el acueducto de Segovia, sueñan las murallas de Ávila, sueña la Giralda de Sevilla… ¡pero esos rascacielos de cemento!, esos no sueñan, duermen. Sueña el acueducto de Segovia, a la luz de la luna.

Nos dice también Corpus Barga, que una de las manías de este tío ha sido echarle la culpa de todo lo que pasaba en el pueblo al pobre Sansón Carrasco, “el cual —añade— jóvenes comentaristas literarios, está pidiendo una justa rehabilitación”. ¿Pero es que Sansón Carrasco era, acaso, también de cemento? Puede ser, pero con su grieta, con la terrible grieta del cemento, por la grieta por la que el cemento se quiebra.

Pues Sansón Carrasco, que empezó compadeciendo cariñosamente a su convecino Alonso Quijano el Bueno, y a la vez de compadeciéndole, también envidiándole la locura y el renombre que ésta le daba, y que un poco por compasión y otro poco por envidia, trató de curarle reduciéndole a su hogar, Sansón Carrasco, cuando después de vencido, fue otra vez a Barcelona a curar —¡a curar!— a Don Quijote, era ya un resentido y un resentimental. El bachiller manchego de cemento llevaba ya su grieta, su terrible grieta, su grieta radical.

Nos dice Corpus Barga que las sociedades de las viejas naciones más individualistas, al parecer, Inglaterra, Francia, están hechas a base de santo y seña y de disciplina. Sí, y de grietas. He vivido, lo sabe bien Barga, en París, y algo sé de los tristes agrietamientos de su cemento parlamentario. Y los griegos sabían muy bien cuál es el terrible morbo de las democracias. El pensar en las grietas del cemento aumenta mi radical pesimismo. ¿Qué le va a hacer este tío?

Don Juan Tenorio

El Sol (Madrid), 1 de noviembre de 1931

En estos días, en derredor del de Difuntos, se viene desde hace años celebrando un acto de culto del catolicismo popular, laico, de España. Acto religioso y artístico. Es la celebración del “misterio” de Don Juan Tenorio. En que lo erótico, lo sexual si se quiere, no es más que una somera envoltura de lo íntimo de él. Porque en el Tenorio de Zorrilla, como en el primitivo del teólogo Tirso de Molina, en el del “si tan largo me lo fiáis…”, lo religioso, lo “misterioso”, sigue siendo lo entrañado, lo que atrae al público. ¿O es que no dice nada que sea precisamente al conmemorar los Difuntos, y junto a ellos a Todos los Santos, cuando se evoque a Don Juan? Don Juan comulga con los difuntos.

La fiesta de Difuntos, de las bénditas ánimas del Purgatorio, es el núcleo de la religión popular, laica, española. Tanto o más que la Navidad o la Pascua. No hay mentecatada mayor que sostener que lo del Purgatorio lo inventó la clerecía para lucrarse con ello. Lo inventó, esto es, lo creó el pueblo; el pueblo que quiere comulgar con sus antepasados, que quiere poder hacer algo en su sufragio. Y si los cree irrevocablemente condenados o salvados, ¿qué puede valerles? ¿Y es que hay nada más popular, más laico, que ese culto a los muertos inmortales, sobre todo en las regiones más célticas de Iberia? Un gallego, un portugués, un asturiano podrán dejar de creer en Dios —o creer que dejan de creerlo—, pero no en las benditas ánimas. Y ven, sobre todo en ciertas noches, pasar la estantigua, la “huestia”, la santa compaña, la fantasmática procesión de sus difuntos. Y este culto, probablemente anterior al cristianismo, persiste en éste y persistirá cuando este cristianismo popular, laico, español, se cuele en la religión comunista que le suceda, como en nuestro cristianismo se coló el paganismo. Paganismo de pagano, hombre del pago, campesino, aldeano. Y el hombre del pago, que no es el de la supuesta calle, seguirá creyendo en las almas errantes de los que hicieron la tierra que le hace, la tierra que labra. Las raíces de sus antepasados se hunden en su alma terrenal y terrosa.

Pero dejemos ahora esto para volver a ello y detengámonos en otra revelación misteriosa, religiosa, del “misterio” de Don Juan Tenorio. Es cuando éste dice, conmoviendo al pueblo, a su feligresía, más que con sus arrullos de seductor, aquello de: “Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo y no yo.” Misteriosa arrogancia de desesperado a la antigua española, que plantea las responsabilidades del cielo, esto es, de Dios. Porque el cielo es aquí Dios.

Corre por ahí un dicho latino que dice: “Quos Deus vult perdere dementat prius”, “aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes”, en que otros ponen en vez de “Deus”, Dios, Júpiter. Pero el texto primitivo, griego, que lo es de un fragmento de Eurípides, no dice ni Dios ni Júpiter —o sea Zeus—, sino que dice “el cielo”. Aquellos a quienes el cielo quiere perder entontece o enloquece primero. ¿Y no ha de recordarnos esto aquel relato del libro bíblico del Éxodo (del cap. VII en adelante) de cómo Jehová endureció primero el corazón del Faraón para que no accediera a las súplicas de Moisés y de Aarón en favor de los israelitas, y castigarle luego enviando sobre Egipto las siete plagas? ¡Divina diablura ésta de Jehová! Que me trae a la memoria aquella exclamación del hijo de un amigo mío que, al explicarle su madre lo que quería decir una estampa del Purgatorio, exclamó: “¡Pero qué cosas que tie Dios!…” En este muchachito, casi un niño, alentaba ya la misteriosa religiosidad popular española, la de Don Juan Tenorio.

Siente el pueblo toda la agorera misteriosidad del cielo, del que dijo el poeta culto que ni es cielo ni es azul. Pero es que el poeta, Argensola, se refería al cielo azul que todos “vemos”, y el cielo de Don Juan Tenorio, el de la piadosa impiedad paganocristiana de nuestro pueblo no es el cielo que se ve, sino el que se siente, el que ha de responder de nuestros pasos en la tierra. ¿Ver? ¡Bah! Cuando los racionalistas combaten la fe, que es, según el Catecismo, “creer lo que no vimos”, no se dan cuenta de que razón es creer lo que vemos. Argensola fingía —¡literato al cabo!— no creer en el cielo azul que todos vemos; pero el pueblo —poeta, verdadero poeta ante todo— cree en el cielo, no siempre azul, que siente, en ese cielo por el que desfila en procesión misteriosa la santa compaña; en ese cielo en que es una realidad la estatua del comendador.

¿Quién ha dicho que es irreligioso, que es incrédulo, el pueblo que acude, ritualmente, cada año a la representación del misterio de Don Juan Tenorio? Y ahora va a decirse misteriosamente, íntimamente, subconcientemente, que del último paso que ha dado el pueblo español, de este paso de un régimen a otro, de esto que llaman revolución, ha de responder el cielo. Todas las otras responsabilidades —o irresponsabilidades— le tienen sin cuidado ni cuita. El pueblo de Don Juan Tenorio, el de Segismundo, el de Don Álvaro, el pueblo pagano y cristiano —es decir, católico—, el del eterno Purgatorio, cree en el cielo, en ese cielo que unas veces le estraga con la sequía sus cosechas y otras se las arrasa con pedriscos o se las inunda con avenidas. Y cree en ese cielo para descargarse de responsabilidad. Y esta creencia no se la arrancaréis con pedantescas racionalidades pedagógicas. Declarad en el papel que no hay religión del Estado; pero la hay nacional, y es la del pueblo que vive de misteriosidades, y por ellas. “De mis pasos en la tierra responda el cielo, no yo.”

La vocación y el destino

El Sol (Madrid), 3 de noviembre de 1931

De este comentario sobre la vocación y el destino podría decirse que es un comentario perpetuo, por encima de actualidad, aunque sugerido por ella. ¡La vocación y el destino! Los dos goznes de la tragedia religiosa y a la vez económica —de religiosidad a lo humano y de economía a lo divino— de nuestro pueblo, sobre todo en su clase media.

La vocación. De “vocare”, llamar, es aquella profesión —más bien misión— a que el Señor nos llama en esta vida del mundo. Pero hay quien no oye la llamada y hay quien oyéndola no le hace caso. Y hay que forzarle de ordinario con móviles económicos. ¿Qué son esas Asociaciones, generalmente de señoras, para el fomento de las vocaciones religiosas? ¿Cómo se ha solido atraer al seminario o al claustro a los jovencitos, casi niños, que no sentían por dentro llamados a ellos? ¿Quién ignora que las más de las órdenes llamadas religiosas se han nutrido por una especie de recluta malthusiana?

Un pobre padre, generalmente aldeano, cargado de hijos, no sabe cómo colocarlos, y cuando llega el otro padre, el padre monástico, sin hijos de la carne, que recorre los pueblos echando el lazo de la recluta, le entrega uno de sus hijos como podría haberle echado al torno de la Inclusa. Una boca menos que llenar. Y el pobre niño se ve sometido a una educación reclusiva, se le sugiere una vocación, y luego, cuando al llegar a edad de propia conciencia, despierta el hombre natural en él, se encuentra con que ya no le cabe revocación. Su destino es ya de hecho irrevocable. ¡Y qué de tragedias de esta irrevocabilidad!

Esa vocación, que debe serlo de sacrificio, se encuentra enredada en el otro gozne: el destino. Esa vocación no determina el destino, sino que es determinada por éste. ¡Y terrible término este de destino! En su significación general, el Destino es el Hado, es la Fatalidad, es el Sino, es aquel sino que arrastró al Don Álvaro de nuestra casticísima tragedia romántica. Pero luego, en el uso corriente y vulgar de nuestro lenguaje callejero, el destino ha tomado otra significación no menos trágica: es el dechado de la triste tragedilla cotidiana de nuestra clase media. Tener que vivir y que mantener una prole con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas en Hacienda, en Gobernación o en Trabajo. ¡Un destinillo en el trabajo! Y esta es la tragedia cotidiana del funcionario, del cagatintas, del empleadillo, como la de la vocación es la del fraile o la del pobre cura de misa y olla.

Si la vocación se ve rebajada por el destino, éste, en cambio, el destino, rara vez se ve realzado por la vocación. ¿Es que pueden sentir vocación por su destino los más de los pobres funcionarios predestinados? ¡Y tan pre-destinados! Basta observar en las oposiciones o concursos a plazas o destinillos de mal pasar lo que es la pre-destinación de nuestra proletaria clase media. De donde resulta que a los de la vocación, a los irrevocables, y a los del destino, a los pre-destinados, les abarca una común pordiosería. Tan mendicantes, tan pordioseras, como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios.

En el fondo, un problema religioso-económico, un problema de cómo ha de propagarse mejor este agónico linaje humano que quiere salvarse en este mundo y para el otro. “Criar hijos para el cielo”, que dice el Catecismo. Las órdenes monásticas han obedecido a un resorte económico. Había que limitar el crecimiento de la población; había que dar empleo a aquella parte de ella que no podría formar familia; había que hacer algo con las solteras y los solteros forzosos. Y hoy en los países en que no hay vocaciones monásticas —y aun en éstos— esa parte de la sociedad irrevocablemente predestinada a la infecundidad va a caer en un trágico abismo de prostitución de ambos sexos, cuya difusión aterra.

En mi obra sobre La agonía del cristianismo he tratado de inquirir algo que se toca con este conflicto trágico entre la vocación y el destino; la vocación, por ejemplo, de padre espiritual y el destino de padre carnal.

Y, después de todo, ¿qué ha sido aquí, en nuestra República española de hoy, el último episodio de lo que se ha llamado la cuestión religiosa? Religiosa apenas, ni del un lado ni del otro. Ha sido una lucha de los pre-destinados, de los funcionarios laicos, de los proletarios del destinillo, de los padres carnales de muchos hijos, contra los de la vocación forzosa —pre-destinados también—, contra los irrevocables hermanos y padres “espirituales” (!!); una lucha de la burocracia contra la clerecía. Una burocracia sin vocación y una clerecía sin destino. Ya Carlos Marx decía, creo que a propósito del “Kulturkampf”, que el anti-clericalismo representa una lucha entre abogados y clérigos en que apenas se interesaba. Y es que es una lucha entre la irrevocable predestinación civil y la predestinada irrevocabilidad eclesiástica. Los dos negocios.

Y ahora deberíamos volver la atención a nuestra castiza literatura picaresca con sus lazarillos, sus pordioseros, sus juglares, sus bulderos, sus clérigos andariegos, sus cazurros, sus frailes, sus españoles de antaño redivivos ogaño. Y es que la historia se continúa.

El “por Dios” y el “a Dios”

El Sol (Madrid), 7 de noviembre de 1931

¡Qué descanso —me decía a mí mismo— el de desentrañar palabras! Imaginábamelo como un juego de niño que destripa un muñeco para ver lo que tiene dentro y a las veces llora cuando no saca más que serrín. Per… ¿descanso? No, sino nuevo cansancio. Y nueva cuita. Así en un diario poético que llevaba allá, en Hendaya, durante mi destierro fronterizo, encuentro anotado, con fecha de 6 de enero de 1930, esto: “Niño viejo, a mi juguete / al romance castellano / me di a sacarle las tripas / por mejor matar mis años. / Mas de pronto estremecióse / y se me arredró la mano, / pues temblorosas entrañas / vertían sonoro llanto. / Con el hueso de la lengua, / de la tradición, badajo, / miserere, ave María / tañían en bronce sacro. / Martirio del pensamiento, / tirar palabras a garfio, / juguete de niño viejo, / ¡Lenguaje de hueso trágico!” Y después, vuelto ya del destierro, y a las veces enterrado y aterrado en mi patria restituida —y aun no constituida—, ¡cuántas he vuelto por vía de descanso a ese juego del desentrañamiento de palabras, buscando extrañarme de los hombres! En vano pues encontraba a estos, y lo más íntimo y más hondo, lo más entrañado de ellos, en esas palabras que más que hechas por hombres, fueron ellas, las palabras, las que les hicieron. Que en el principio fue el Verbo, la Palabra, que después encarnó en Hombre, y es el nombre el que le hace al hombre.

Se nos ha dicho a los españoles, y yo lo he repetido muchas veces, que somos el pueblo que más abusa del santo nombre de Dios. Cosa que crispa los nervios a esos puritanos ingleses —que aun quedan— que evitan pronunciarlo. Y, sin embargo, se dice que la palabra “bigot”, francesa e inglesa, que vale por gazmoño, beato, santurrón, y también fanático, es de origen inglés y deriva de la frase: “by God”, por Dios. Como nuestro pardiez de la expresión francesa “par Dieu”. Mientras entre nosotros el “por Dios” ha dado lugar a esas casticísimas y tan reveladoras palabras de pordiosear, pordioseo, pordiosero y pordiosería, palabras que destilan amargura de siglos, palabras que vierten quejumbroso llanto. Junto a pordiosero, mendigo apenas si quiere decir cosa que valga.

Y de si “por Dios” hemos hecho estos derivados, en cambio de “a Dios” —que solemos escribir, quitándole su fuerza, adiós— no hemos hecho ni adiosear, ni adioseo, ni adiosero, ni adiosería. El “por Dios” del pordioseo es una demanda, es una súplica, y el “a Dios” suele ser un despido, las más de las veces un rechazo. Cuando a otro se le dice adiós es que se le manda a paseo. La contestación, sin embargo, a la demanda de “una limosna por el amor de Dios” no suele ser “a Dios, hermano”, o sea “a Dios os encomiendo”, sino “¡perdone, hermano!” Otra manera de quitárselo uno de encima. Y esa palabra “limosna” que desde el griego vino rodando a nuestros romances, y que es de la misma raíz de la que usamos en la jaculatoria litúrgica de: “¡Kyrie, eleison!” y “¡Christe, eleison!” ¡Ten compasión de nosotros, señor! “Adiosear” podría ser el modo de despedirle, remitiéndole a Dios, al que nos pordiosea. “Pordiosero, pordiosero, / Dios nos tenga de su mano; / Satán inventó el dinero, / ¡a Dios, y perdone, hermano!” ¿Por qué se me ha ocurrido esta despiadada cuarteta? ¿Por qué me acongoja tanto este pordioseo español?

¡Dios, Dios! Esta es una de las contadísimas palabras que en nuestro romance derivan del nominativo y no del acusativo latino, como es lo corriente. Y ¿por qué? Lo más verosímil es que se deba a que la palabra “Deus”, Dios en nominativo, entraba como sujeto en muchedumbre de frases consagradas, como “Dios nos valga”, “Dios nos asista”, “Dios le ampare”, etc., etc. Y, sobre todo, en todas aquellas en que tratamos de descargarnos en Dios. Y Dios, teológicamente, no es objeto, sino sujeto, es el Sujeto por excelencia, no el término de la acción, sino el principio de ella, o mejor, la acción misma. O el acto puro.

Y pensando, por camino lingüístico, en este Acto Puro y en nuestra impura actualidad, venía a oír el llanto que brotaba de las temblorosas entrañas de ese “por Dios” que rueda a través de nuestros siglos de mendiguez. “¡Por Dios, por Dios, hermano!” Y otras veces el “a Dios” que dirigían a su patria, al desterrarse de ella, los pobres que iban a buscarse la vida en extrañas tierras. Pobres, sí; pero no pobres de solemnidad. Porque los pobres de solemnidad se quedaban aquí, en su patria, pordioseando solemnemente.

¿Conoce el lector expresión más terrible que esa de “pobre de solemnidad”? Sí, esos pobres que sirven en las solemnidades para que los personajes solemnes hagan ostentación de su caridad litúrgica.

¡Ah, y cómo me acuerdo de aquel solemne pobre de oficio que se nos arrimaba embozado en un fantasmático silencio y retirando las manos para mejor pordiosearnos con la húmeda mirada de su menester!

Quería consolarme del triste espectáculo que ofrecen nuestras calles, de la visión de la lacería pordiosera, refugiándome en la tarea de mi oficio; pero los hombres se me venían con las palabras y lloraban en éstas. Lloraba nuestro lenguaje; gemía mi romance castellano. Por ti, Dios mío, ¿cuándo nos dejarás dar el último “a Dios”, el último a Ti, a nuestras miserias?

El cuño del César

El Sol (Madrid), 10 de noviembre de 1931

Pero ¿es que puede usted creer, señorito mío, que encuentre yo un regodeo enfermizo, casi sádico, en zambullirme al hondón de la realidad, donde su idealidad descansa, en vez de chapotear en su sobrehaz? La sobrehaz de la realidad es lo que suelen ustedes, los señoritos, llamar la actualidad. La actualidad de lo real, a lo que yo opongo la potencialidad de lo ideal.

Usted, señorito mío, debe saber, aunque no lo sepa, la diferencia, muchas veces oposición, que hay entre lo en acto —in actu— y lo en potencia —in potentia—. Entre la actualidad y la potencialidad. Y no debería chocarle, por lo tanto, que me interese tan poco la actualidad española política y religiosa, como me interesa tanto la potencialidad. Me esfuerzo por descubrir lo quue pueda salir de las afirmaciones, hoy veladas, que laten en el fondo de nuestra vida espiritual común, de nuestra conciencia pública, porque en la sobrehaz, en la actualidad política y religiosa, no descubro más que negaciones. Negación fue ayer el movimiento anti-monárquico y negación es hoy el movimiento anti-republicano. Negaciones que llevan al desencanto del que cree llegar a la tierra de promisión, sin percatarse de que no es tierra, sino que es, como el Paraíso, sueño. Y lo mismo el Paraíso antes de la historia, o sea el cristiano, que el Paraíso después de la historia, o sea el comunista. Porque fuera de la historia es fuera de la realidad. Realidad que descansa, se lo repito, en idealidad, que es lo potencial.

Y ustedes, ¿qué potencialidad representan? ¿O qué idealidad?, que es lo mismo. ¿Cree usted que voy a tomar en serio ese santo y seña de “¡viva Cristo rey!”? ¿Qué quiere decir esto? ¿Es en este grito Cristo lo adjetivo y rey lo sustantivo, o al revés, Cristo lo sustantivo y rey lo adjetivo? ¿Quieren dar vida a un rey cristiano o a un Cristo monárquico? ¿Y no resultará todo ello, bien desmenuzado, un galimatías? ¿O no será como un “¡viva la Virgen!” o un “¡viva la Pepa!”? La Pepa era, ya lo sabrá usted, aquella Constitución liberal que se promulgó un día de San José.

No quiero volver a recordarle lo de que Jesús, el Cristo, huyó al monte cuando las turbas quisieron proclamarle rey, y cómo quien le proclamó tal fue Pilatos con el I. N. R. I. Quiero sólo recordarle lo del César y Dios. Cuando para tentarle a Jesús los escribas le preguntaron si era debido pagar tributo al César, y él tomando la moneda les preguntó a su vez, callándoles: “¿Cuyo es el cuño?”, y al responderle: “Del César”, dijo el Maestro: “Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.” Osea: al César el tributo, el dinero, la hacienda, y a Dios; ¿qué a Dios? Y nuestro poeta católico español, el de La vida es sueño y El alcalde de Zalamea, dejó dicho: “Al rey la vida y la hacienda / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma / y el alma es sólo de Dios.” Al rey o al César. Porque ya los judíos, cuando Pilatos les preguntaba si habría de crucificar a su rey, respondían: “No tenemos rey, sino César.” Al rey, al rey del alcalde de Zalamea la vida y la hacienda, y a Dios… ¿el honor? El honor, el honor caballeresco, calderoniano, no es un puro sentimiento cristiano, sino mestizo de cristiano y pagano. A Dios, pues, ¿qué? A Dios, el sueño de la vida, la fe de esperanza. Y he aquí por qué no me doy cuenta de lo que quieren decir con lo de “¡viva Cristo rey!”, sobre todo cuando de lo que tratan es de regatear, o acaso de escamotear al César, al Estado, a la República, el tributo que se le debe; de defraudar a la Hacienda.

No, no sé que buscan con clavar al Cristo a la realeza, como no sea volver a crucificarle; no sé qué potencialidad cela su campaña. Y menos sé lo que pueda llegar a ser un partido católico entre nosotros. Y cosa terrible, señorito mío, si debajo de ese santo y seña de Cristo rey se ocultara un designio de sisar el tributo debido al César. Porque usted sabe que hay casuistas que sostienen que el matute y el contrabando no son pecados. Que podrán no serlo contra el séptimo mandamiento, el de no hurtar; pero lo son contra el cuarto, honrar padre y madre, en que entra, según se nos enseñó en la escuela, obedecer a lo que mandan las autoridades legalmente constituidas, sea la del César, sea la del alcalde de Zalamea. Y las autoridades civiles mandan pagar tributos.

¡Ay, si debajo de ese “Cristo rey” se ocultan propósitos de orden económico! ¡Ay, si debajo de ese santo y seña está la raís de todos los males, que es, como dijo el apóstol, el amor al dinero! (I Timoteo VI, 10). ¡Ay, si no advierten el cuño de la moneda que buscan defraudar! Y aun me queda qué decirle de esa realeza de similor.

Contemplando el diplodoco

El Sol (Madrid), 20 de noviembre de 1931

He ido a refugiarme al Museo de Historia Natural, a refugiarme de la actualidad política en la contemplación de esa que llamamos historia natural —¿artificial la otra?— y que siempre me he resistido, a pesar del transformismo, a considerarla como tal historia. Prefiero la biografía y la geografía a la biología y la geología, y doy en pensar si no ha de suceder a esa huera sociología una sociografía, aunque no habrá de ser sino la historia humana.

Y allí, en ese Museo… Y, a propósito, me han contado que una vez que entró allí un picador cordobés exclamó ante el toro de Veragua: “¡Esto sí que es Museo, y no aquel del Prado!” Pues bien: allí me puse a contemplar el esqueleto del Diplodoco, anterior al hombre, aun al que pintó en las cuevas de Altamira aquel bisonte al que se tragó el león de España. En el antiguo museo, hace años, reinaba como antediluviano el megaterio, hoy desmontado. ¡Pero este diplodoco, este colosal reptil fósil, carbonizado! Sus enormes patazas y su costillaje parecer no servir más que para sostener el espinazo, rosario, de sus vértebras, cuentas, que rematan en el “gloria-patri” de su calavera de microcéfalo. Diríase un enorme rosario tendido, abatido, arrastrado: da el aire de una monstruosa debilidad, de una colosalidad inerme y como si rezase… ¿qué? Y pensando en los aeroplanos gigantes, en los tanques, en los submarinos, en todos los artilugios de la moderna maquinaria, me decía: “¿Novedades? Lo más nuevo sería que uno de estos gigantescos monstruos paleontológicos resucitase y se viniera sobre nosotros, acaso aquel pterodáctilo que volaría sobre el lago que fue la actual cuenca del Duero.” Y luego: “Dios —¡siempre Dios!— nos enseñaron que creó el mundo para el hombre. Entonces, ¿para qué hizo y deshizo estos monstruos antes de heñir del barro al hombre? ¿Acaso para que ahora, contemplando sus osamentas, nos alcemos a más altas y nos zahondemos a más hondas consideraciones? Y estos desenterrados esqueletos de monstruos, ¿no se ponen también a contemplarnos? ¡Contemplar! Con-templar es juntarse en el mismo templo, en el Universo como templo de la conciencia universal y eterna. Este esqueleto, este recuerdo del Diplodoco, es ya una leyenda, es un poema, es una criatura espiritual. ¿Y no son acaso lo mismo otras formas, otras instituciones que han pasado por nuestra historia, no ya la natural, sino la humana? Napoleón, al pie de las Pirámides, otro Diplodoco, dijo a su ejército: “¡Desde esa altura cuarenta siglos os contemplan!” Y desde este “gloria-patri” del enorme rosario de cuentas carbonizadas de Diplodoco —otra Pirámide—, ¿cuántas decenas, tal vez centenas de milenios nos contemplan? Sólo a Napoleón, ahijado de Rousseau y de la Revolución Francesa, podía habérsele ocurrido aquello. Se lo inspiraron los siglos que posaban en su corazón.

¿Cuál fue la finalidad divina de la Revolución Francesa, por ejemplo? (Y ejemplo rima con templo.) ¿Es que la gran Revolución mejoró la suerte de los hombres, nos dejó más libertad, más igualdad, más fraternidad, más seguridad, más civilización? ¿Vivimos mejor que vivieron los que la provocaron? No; lo eterno que esa Revolución nos ha dejado es su leyenda, su osamenta espiritual. Ya lo dijo Homero: “Los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que haya cantar para los venideros.” Y qué se yo… acaso aquella guerra civil de que fui, de niño, testigo, no me ha dejado sino su leyenda, su visión, su esqueleto espiritual, que traté de fijar en una novela histórica, mi primicia en las letras patrias. Porque la leyenda no es una envoltura, un pellejo, sino un cogollo, un esqueleto; la leyenda nos da descarnada —y desencarnada—, no ya desnuda, la realidad histórica perenne, no ya la la mentirosa y documental de la actualidad pasajera. La leyenda es una revelación; la leyenda es la potencialidad. ¿Qué nos importa la pobre carne palpitante del que fue actual Diplodoco cuando, antes del hombre, se alimentaba acaso de algas marinas?

Y he aquí por qué mientras otros se afanan por remachar esta llamada revolución republicana española actual, yo me afano por ir preparando su leyenda, su osamenta espiritual futura; he aquí por qué me esfuerzo en descarnarla —y desencarnarla— más que desnudarla, en quitarle toda la carnaza y la grasa y la pringue y la cotena de su pobre actualidad política pasajera. Quitarle su actualidad política pasajera a ver si descubrimos su potencialidad cósmica permanente.

Salí del Museo de Historia Natural con la visión del esqueleto del Diplodoco clavada en el hondón, en el poso de mi ánimo, y preguntándome por qué y para qué hizo Dios, el Dios de nuestro Catecismo escolar, el mundo para el hombre. ¿Y para qué el hombre y su historia toda? Salí imaginándome que el esqueleto del Diplodoco enjaulado —o mejor: “enmuseado”— pregunta con el “gloria-patri” de su calavera también: “¿Para qué?” Que es lo mismo que preguntar: “¿Por qué?” Y una voz íntima —¿mía?, ¿suya?— me decía que en el principio fue, en el Templo de la Conciencia que es el Universo, el Verbo, y que en el fin no será más que el Verbo, y que cuando creemos con-templar a Dios, es que Dios nos está con-templando, en el mismo templo, en la misma conciencia que nosotros. Y todo esto me consolaba de la mezquindad de mi pobre menester político pasajero.

Y ahora vayamos a leer lo que sobre la Política de Dios y gobierno de Cristo Nuestro Señor nos dejó escrito aquel nuestro gran satírico y ascético —dos términos mutuamente convertibles, pues la sátira es ascética, y la ascética y hasta la ascesis son satíricas— Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, señor de la Torre de Juan Abad, desentrañador y descarnador de nuestro romance y de nuestra picardía —romance picaresco y picardía romancesca, si no romántica—, el de las despiadadas burlas, el desollador de la España de los validos, la que crecía como los agujeros crecen, el montador de esqueletos que todavía con sus muecas nos contemplan cuando los contemplamos.

De la religión y la política

El Sol (Madrid), 22 de noviembre de 1931

“No hay que andarse con contemplaciones —me escribe el consabido lector de mis monodiálogos, después de haber leído mi contemplación del diplodoco—; hay que obrar. Y para obrar, salirse del templo de las con-templaciones.” Y luego: “¡Hay que vivir!” Y yo, al leerlo, me he dicho que lo que hay que hacer es digerir lo vivido, asimilárselo, es pensar la vida, posar la vida en la tras-vida, es pervivir. Hay que vivir, sin duda; pero no creamos que con vivezas políticas se labra una vivienda para siempre, que el vivo político no siempre suele ser un verdadero viviente.

Y me añade el consabido lector: “Menos religión y más política.” Que es como sidijese: “menos cósmica y más política; menos Universo y más ciudad; menos templo y más oficina.” Y me habla en el sentido más callejero y trivial —esto es, de plazuela o trivio— del misticismo. ¿Misticismo? La contemplación del Diplodoco, lejos de incapacitar para la acción, capacita aún más para ella. Pues nunca se obra con más eficacia política que cuando se va a forjar la leyenda, cuando se busca el poder para la gloria. Ejemplo: el cardenal Jiménez de Cisneros, que buscó la España de Dios para el Dios de España y del Universo todo.

Sí, ya sabemos que hay que vivir y para vivir hay que enterrar a los muertos —que no nos estorben nuestra vida con su podredumbre—; pero sabemos que este político y utilísimo oficio lo es de muertos que se creen vivos. Pues escrito está: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos.” Y que éstos pasen a la historia que pasa y no a la leyenda que queda. Sí, ya sabemos que hay que vivir en la ciudad; pero cada cual tiene su vocación y destino, y si la de otros es dictar decretos, organizar elecciones o tramar Constituciones, la de este comentador que monodialoga con su lector consabido es la de hurgar en la religiosidad latente española, que no piedad, hasta que se desperece y así se desemperece y despierte la que no esté despierta ya, y ésta se dé mejor cuenta de sí misma y se reforme. Que estampen en el papel constitucional que no hay religión de Estado en España; pero el comentador sabe que hay religión nacional, y lo sabe porque siente el eco que entre sus compatriotas —no sin sorpresa suya en un principio— han encontrado sus pesquisas —y hasta inquisiciones— del sentimiento trágico de la vida, de la agonía del cristianismo, del misterio del Cristo de Velázquez.

Y como esta piedad, esta religiosidad, este sentimiento universal y eterno lo ha posado y reposado nuestro pueblo, un pueblo de Dios, en su lenguaje, he aquí por qué el comentador se entrega a escudriñar ese lenguaje y a desentrañarlo. Porque la política es espuma y la religión es poso, y en el poso está el reposo, y en la espuma la racha y el alboroto del día o del siglo que pasan. La espumadera de los siglos, tituló Roberto Robert —hoy ya olvidado— a un libro de gacetillas históricas, y el título es ya de por sí, lo que suele suceder a menudo, un hallazgo. Espumen, pues, otros, despabilando para mejor hacerlo, las luces de la crítica —aunque ya con las bombillas eléctricas las despabiladeras “han pasado a la historia”—; espumen otras la actualidad secular —y seglar— que pasa, que el comentador se va a reposar el poso de la eternidad y de potencialidad que nos queda; se va a buscar el sello de nuestra fe en nuestro lenguaje.

En nuestro lenguaje, sí. Filología, o mejor onomatología —logología sería otra cosa— es teología. “Santificado sea tu nombre.” ¿Y hay mejor manera de santificar un nombre que estudiarlo, que contemplarlo hasta que se haga nuestro? Véase por qué buscamos en los nombres el esqueleto espiritual, la leyenda de las cosas nombradas. ¿La cosa en sí, que dijo Kant? No, sino el nombre en sí. “¡Dime tu nombre!”, le mendigaba Jacob al ángel, al divino mensajero, con quien estuvo luchando desde la puesta del sol hasta el rayar del alba.

Queremos en estos Comentarios, que aspiran —¡habráse visto atrevimiento!— a hacerse permanentes en cierto modo en el ánimo de sus lectores, mentar y comentar aquellos hechos —no menos sucesos— que estén haciendo nuestra España de Dios, que estén haciendo de Dios a nuestra España. Lo demás son gacetillas, aunque en forma de leyes vayan a parar a la Gaceta, saliendo de una Cámara que, como es inevitable y acaso útil en el sistema parlamentario, se compone de camarillas. Camarillas políticas, inevitables y acaso útiles, que no son, por supuesto, peores que los conventículos pseudo-religiosos, que no son peores que esas congregaciones que tratan de usufructuar la piedad popular y laica. Pero esta piedad, que tiene que vivir en el siglo que pasa, que tiene que ser seglar, esto es, política, se nutre de lo que no pasa, se nutre de la contemplación de lo que se queda.

Y he aquí por qué, consabido lector de nuestro monodiálogo, la contemplación de todo diplodoco, pirámide o leyenda revolucionaria, nos hace volver a la vida de la irrevocable actualidad, a la política, al deber civil, con nuevas fuerzas; nos hace volver a la espuma, corroborados con sales del poso; nos hace volver a la milicia, que es la vida del hombre sobre la tierra, con renovación de reposo.

Cuenca ibérica

El Sol (Madrid), 26 de noviembre de 1931

Aquí, en esta Salamanca, acostada vera del Tormes, que la breza bajando de Gredos, espinazo de España, aquí, a digerir, a cocer sensaciones de Cuenca encrespada entre las hoces del Júcar y el Huécar, que bajan de la cordillera ibérica, costillar de la Península. ¡Dos tipos hermanos, pero tan diferentes estas dos tierras castellanas! Cuelgan las viviendas de Cuenca sobre las hondonadas de ambos ríos, y es como sí la ciudad fuese borbotón de los entresijos de la sierra ibérica; casas desentrañadas y entrañables que se asoman a la sima. Y todo, el caserío y el terreno, paisaje natural. Y espiritual. Rocas barroqueñas —y barrocas— que semejan murallas, como almenadas, tal vez embozadas en yedra; un castillo interior, de las entrañas de la tierra madre, aun más que en Ávila de Santa Teresa. Huesos, piel y vello de arbolillos desmedrados, no; como en Salamanca, jugosa tierra mollar.

Y toda esta convulsión en que se apelotona Cuenca no fue plutónica, de terremoto, sino obra del agua lenta y tozuda, la que cala y corroe y descarna la tierra y la hiñe y conforma. Así la tradición, liquida también, surca y corroe, y labra y talla, y tortura hondas hoces en el lecho rocoso de un pueblo. Y hasta inquisitorialmente, como lo probó y comprobó Cuenca en su historia.

Se abrazan y conyugan Júcar y Huécar al pie de la iglesia mayor que ha bendecido tantos desemboques mutuos de vidas de almas oscuras. “Nuestras vidas son los ríos, / que van a dar en la mar, / que es el moirir…”, cantó el del Carrión, y a morir se han ido, mejidos sus caudales, vidas aparejadas en costumbre. Se conocieron acaso en aquel parque provinciano, enjaulado, y formaron un hogar. Mezclada a la neblina de las hoces contemplé la humareda de los hogares ciudadanos. En las márgenes de los dos ríos, chopos y álamos encendidos, como cirios, en rojor otoñal. ¡Y qué vidas! Aguardando todos los días, desde la mañana, al mañana eterno; aguardándolo, que no esperándolo. Vida no de esperanza, mas ni aun de espera, sino de aguarde. Y de aguante. “Posada del rincón” todo, y no tan sólo la que así se llama y empapelada su estancia con números de semanarios gráficos de actualidades pasajeras. En un rincón de una hondonada, los cipreses de las Angustias, arrimados al respaldar de la roca, junto al abandonado convento donde no hace mucho buscaba refugio y sosiego el cardenal Segura, primado de España.

¡Qué vidas! Alguna vez, a siglos, una sacudida histórica; ya es Alfonso VIII, que en 1177 arranca la ciudad a la morisma; ya es otro Alfonso, de Borbón y Este, aún vivo, hermano del pretendiente al trono D. Carlos, que con su María de las Nieves, la doña Blanca de la blanca boina, cuya leyenda oí, de niño, nacer, y los que en 1874, pareja moza, entran, con su hueste de facciosos carlistas, a saco en la misma Cuenca. Dos aniversarios: el 21 de septiembre y el 15 de julio, que se agregan al aro de las festividades litúrgicas, con el día de Difuntos, el de Navidad, los de Pasión —procesiones callejeras en que entre encucuruchados penitentes de mascarada chispea la cara lacrimosa de la Virgen Madre—, los de Resurrección; la historia de siempre y que siempre, como el caudal de los ríos, vuelve por las mismas hoces de siempre.

En la catedral, el esplendor recatado de la rejería repujada. Pero mayor intimidad en aquellas rejas caseras que cierran los ventanales de la alta calle de San Pedro, que sube hacia el Castillo, a más de mil metros de altura. En aquellas encumbradas entrañas de la meseta castellana se forjaron aquellos barrotes de cierre como hila la oruga en las suyas las hebras del capullo en que se encierra a dormir sueño de coco antes de ser mariposa. Que así durmieron sus ensueños los hidalgos conquenses, entre rejas, en esa cuenca bivalva y roquera de encantada ciudad.

Flores de este paisaje espiritual aquellos hermanos Valdés, de los primeros y próceres renacentistas reformados españoles. Como agua de los ríos natales habíales labrado el alma el caudal de dos tradiciones: la de la fe y la de la lengua. Para Juan, el del imperecedero Diálogo, lengua la religión en que hablaba a su Dios y de España, y religión su lengua vulgar, a las que dio nuevo aliento y usó la Reforma. Teólogo y filólogo en uno, Valdés —teofilólogo como su maestro Erasmo—, estremecido de entrañada querencia a su nativo romance castellano, y estremecido de piadoso cariño a la fe que les hizo soñar la vida a sus antepasados, de castizo abolengo. Sabía Valdés que creer es hablar con Dios en la lengua viva de la cuna, sin truchimanes medianeros, y en conformidad de incertidumbre.

Así, mientras las viviendas colgadas del caserío de Cuenca, empinándose las unas sobre las otras, miraban con sus ojos huecos, sus luces, a las aguas que van a dar a la mar, de donde brotaron, por el lecho de las hoces, volvía yo mi vista histórica al pasado sendero de los siglos de nuestra inacabable doble reconquista, la de nuestra lengua de hablar con nuestro Señor, el Padre de la España eterna, nuestra fe vulgar y popular, y la de nuestra otra lengua, religión también, nuestro ibérico romance castellano. Y recordaba que cerca de Cuenca, en las márgenes manchegas de la vertiente de su serranía, en llano ya, en Belmonte, vio la luz otro teofilólogo renacentista y escriturario, fray Luis de León, el del legendario “decíamos ayer” —siempre decimos lo que ayer dijimos—, que, libre ya de la Inquisición, que le husmeó hebraizante y acaso marrano, cantó la descansada vida del que huye el mundanal ruido aquí, en esta Salamanca, donde se cansó al cansar a los otros.

Larra, Molinos y los agrarios

El Sol (Madrid), 29 de noviembre de 1931

Ahora en que por ciertos políticos se pretende aunar la llamada acción agraria con la llamada católica —lo económico con lo religioso— conviene volver a leer lo que hace ya cerca de un siglo, en mayo de 1835, escribía Mariano José de Larra (Fígaro) en su artículo El hombre globo. En que trató de hombres sólidos, líquidos y gaseosos. Llamaba hombre sólido a “ese hombre compacto, recogido, obtuso que se mantiene en la capa inferior de la atmósfera humana”, y tras motejarle de “hombre-raíz” y “hombre-patata”, hacía de él una descripción que parece remedo de la que La Bruyère hizo del campesino francés, apegado al terruño. “En religión, en política, en todo —escribía Larra— no ve más que un laberinto, cuyo hilo jamás encontrará…; es la costra del mundo…, es la base de la humanidad, del edificio social”, y luego que “de esta especie sale el esclavo, el criado, el ser abyecto, en una palabra, el que nunca ha de leer y saber esto mismo que se dice de él.” “No raciocina, no obra, sino sirve…; es la muchedumbre inmensa que llaman pueblo.” No prevía Fígaro que este pueblo de los campos llegase a leer y a saber lo que de él se dice, y menos que se soliviantase. “Alguna vez —decía— se levanta y es terrible, como se levanta la tierra en un terremoto.” Y a evitar un terremoto de estos acuden los sedicentes agrarios —”agarrarlos” les llaman en Méjico— acuden a calmar al pagano, al hombre del pago, con bizma católica.

Veía Larra junto al hombre-sólido el hombre líquido, la clase media que “serpentea de continuo encima del hombre-sólido, y le moja, le gasta, le corroe, le arrastra, le vuelve, le ahoga.” Y si el hombre-sólido provoca terremotos, el líquido avenidas. “En momentos de revolución… se amontona, sale de su cauce, y como el torrente que arrastra árboles y piedras, lo trastorna todo, aumentando su propia fuerza con las masas de hombre-sólido que lleva consigo.” Y luego Fígaro se desahogaba contra la clase media —la suya—, que va “siempre murmurando” y que “si se alza momentáneamente, vuelve a caer.” Y acaba, con un mesianismo muy a la española, pidiendo el hombre providencial, el caudillo; “si hay un hombre-globo, que salga, y le daremos las gracias”, y “si no le hay, lastimoso es decirlo, pero aparejemos el paracaídas.” ¿Presentía a Mendizábal, terror de los “agrarios” de entonces? Pero Mendizábal, el hombre-globo de la desamortización, se les desinfló, y el mismo Larra hubo de apoyar el opúsculo que contra aquel escribió José de Espronceda, el poeta, y en que, refiriéndose a la venta de los bienes nacionales, decía que el Gobierno “pensó… que con dividir las posesiones en pequeñas partes evitaría el monopolio de los ricos, proporcionando esta ventaja a los pobres, sin ocurrírsele que los ricos podrían comprar tantas partes que compusiesen una posesión cuantiosa.” Prosa muy cabal ésta del poeta romántico.

“En religión, en política”, el hombre sólido de Larra, el labriego, “no ve más que un laberinto, cuyo hilo jamás encontrará.” Así hace un siglo. ¿Y hoy? En religión, el hombre del pago, el pagano, sigue viviendo debajo de la historia, debajo del tiempo humano, sin más relojes que el sol y la estrellada, haciendo del almanaque el juicio del año, teniendo en vez de recuerdos memorias, y en vez de esperanzas aguardes. Los hombres líquidos —más como la tinta que como el agua— se preguntan si los hombres de la tierra creen. ¿Creen? ¿No creen? ¿Y qué es creer? ¿Abrigan dudas? (¡Y que frase esta de “abrigar dudas”!) ¿Creen en otra vida? La otra vida para ellos es esta misma. Y los hay que se dicen aquello de: “Cada vez que considero / que me tengo que morir / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.” De dormir sin soñar.

¿Terremoto? ¿Revolución campesina? Pronto volverá la tierra a su asiento. Nada más conservador que su espíritu. Pero no, ¡claro está!, con el conservadurismo de los sedicentes agrarios, de los terratenientes, de los señores. ¿Y cuál es la religión honda, arraigada, de ese hombre sólido, de ese hombre tierra, y cuál es el hilo del laberinto religioso de que no sabe salir? Es que ni piensa en salir de él. ¿Laberinto? Sima en que duerme sin soñar apenas. Sin darse cuenta de ello profesa el quietismo, mejor sería llamarlo “nadismo”, de aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, y que en el último tercio del siglo XVII conquistó con él a la burguesía de Roma. “La muchedumbre inmensa que llaman pueblo”, la de nuestros campos, vive “la vida negada” que decía Molinos, la que “ni conoce si es vida o muerte, si perdida o ganada, si consiente o resiste, porque a nada puede hacer reflexión” que “ésta es la vida resignada y la verdadera.” Y así es como “llega al sumo bien, a nuestro primer origen y suma paz, que es la nada”, y se sepulta “en esta miseria”. “Yo te aseguro —aseguraba el aragonés— que siendo tú de esta manera la nada, sea el Señor el todo en tu alma.” ¡Soberano consuelo para “los que viven por sus manos” —así cantó el coplero— sobre la tierra!

¿Asisteremos a un terremoto de los “nadistas”? De todos modos, la religión de los sedicentes agrarios no es la más adecuada para hacer que el hombre sólido se resigne. Y si se eleva el hombre globo…

En la Universidad de Salamanca, una interesante conferencia de D. Miguel de Unamuno

El Sol (Madrid), 1 de diciembre de 1931

DICE QUE, MÁS QUE EN UNA REPÚBLICA DE TRABAJADORES,
VIVIMOS EN UNA REPÚBLICA DE FUNCIONARIOS,
Y ACONSEJA LA UNIÓN DE TODOS LOS ESTUDIANTES

 

SALAMANCA, 30 (9 m.).Ayer tarde dio en la Universidad su anunciada conferencia D. Miguel de Unamuno, primera de las organizadas por la Asociación de Estudiantes de Derecho.

El paraninfo se hallaba totalmente lleno de público. En los escaños tomaron asiento catedráticos de las distintas Facultades, asistiendo también la directora general de Prisiones, señorita Victoria Kent, y el subsecretario de Fomento Sr. Gordón Ordás. Ocuparon la presidencia los estudiantes de Derecho D. José Duel y D. Máximo Sánchez Gómez.

El Sr. Duel dirigió la palabra al numeroso público, diciendo que no necesitaba hacer la presentación del Sr. Unamuno, y únicamente se limitaba a darle las gracias por haber aceptado el inaugurar este ciclo de conferencias.

 

COMIENZA LA CONFERENCIA

Sentiría mucho dijo el señor Unamuno que por circunstancias fortuitas —casi todas las circunstancias son fortuitas— llegara a defraudar; no vengo en el estado de espíritu propicio para dirigiros la palabra. Únicamente lo hago por un sentimiento de deber y una obligación contraída, porque yo no sé negarme a los requerimientos de la juventud. En esta temporada he venido hablando más de lo debido, y puede que me llegue a ocurrir lo del dicho vulgar de “disparar primero y apuntar después”. Aun llegan a mí los ecos que provocaron las últimas palabras que desde este mismo sitio pronuncié al inaugurar el curso 1931-1932.

Llegaron ha poco a mí estos jóvenes a decirme que habían constituido la Asociación profesional de Estudiantes de Derecho; por entonces se celebraba en Madrid el Congreso de la F. U. E. Yo creía que en Salamanca subsistía aun esta Asociación; pero veo que se ha deshecho, pues no tuvo representantes en el citado Congreso, y es que con ésta sucedió lo que sucede con todas las Asociaciones de estudiantes: que son follaje de la primavera, que al llegar al otoño cae, y menos mal si al caer sirve de mantillo al árbol para que pueda dar fruto en la próxima primavera.

Corren en nuestra patria todas el mismo riesgo: que duran muy poco: se reducen a dos o tres muchachos de acción, de entusiasmos, que mueven a los demás; pero que cuando aquellos desaparecen porque terminaron sus estudios, desaparecen ellas.

Una de las mayores dificultades para la vida de las Asociaciones es que no son dirigidas por elementos de fuera. Ahora, que más lamentables son las Asociaciones de padres de familia, que no tratan precisamente de que sus hijos estudien, sino de que aprueben.

 

LA CUESTIÓN DE LOS PROGRAMAS Y EL PREPARATORIO

Es la época clásica de la protesta. Y hay algunas que no están desprovistas de razón. Ahora mismo se está pidiendo la supresión del preparatorio, que no sé si prepara o no prepara para algo. La cuestión de los programas es cosa verdaderamente horrible, y si yo no he ingresado en ningún partido político es porque siempre estuve a matar con los programas.

Cuando yo era estudiante, en el preparatorio de la carrera de Derecho se exigía la Literatura latina, que yo no sé por qué había de ser precisamente latina. Luego, la Lógica fundamental, que yo creo que lo más fundamental es lo elemental, y una serie de introducciones, como si las introducciones a una cosa no fueran la cosa misma. Si la introducción a la Historia no es historia, no es nada. Sin embargo, ahí está la cuestión de las lenguas. Es una vergüenza que en un país se llegue a obtener un título sin saber traducir ni francés. Eso debéis vosotros los estudiantes pedirlo; no que os lo exijan, sino que os lo enseñen.

La mayor parte de la desventaja universitaria está en la falta de la graduación en las enseñanzas primaria y secundaria, pues se sale de los Institutos sin saber siquiera escribir una carta, y es más, la mayoría de los jóvenes españoles no ha aprendido a escribir ni en castellano, y por tanto, no es raro encontrar por ahí doctores de “escopeta y perro”, analfabetos por desuso. (Aplausos.)

 

LA POLÍTICA Y LA UNIVERSIDAD

Aquí es muy raro encontrar una persona que escriba con soltura y con precisión, porque todo aquel que lo hace así se dice que escribe oscuramente, y por el contrario, al que habla por hablar y escribe en una sucesión de palabras que no dicen nada, a ése se le llama claro en su estilo, que yo, apropiándome de un término médico, lo motejaré con el calificativo de cirrótico. Muchas veces se dice que se sabe, pero que no se puede expresar, y yo os digo que el que no puede expresar una cosa es que no la sabe.

Y volviendo a lo dicho: todas las Asociaciones de este género que he visto nacer llegaron a morir, y muchas de ellas sin dejar rastro. La última, la F. U. E., que duró un poco más porque fue un movimiento civil, no académico, de orden político. Muchos dijeron que a la Universidad no se viene a hacer política; se viene a estudiar. ¡Como si el estudiar no fuera hacer política, o como si el hacer política no fuera el mayor de los estudios conocidos! De la Universidad siempre existirá una labor de educación ciudadana. Yo desde fuera, a raíz de arrancarme de mi casa y de mi cátedra, estuve alimentando aquel movimiento de la estudiantina española.

Hace referencia el ilustre rector a ciertas anécdotas de otros profesores de las naciones vecinas comparándolos con los nuestros, y saca de ello graciosas consecuencias. Dice que es peligrosísimo para la fe el calificar a las Asociaciones de estudiantes con ciertas palabras de carácter confesional, que quiere decir que los restantes no son lo que ellos pregonan.

Hace muchos años dice que circulaba un librito que causó una repercusión enorme. Se titulaba El liberalismo es pecado, y en él se sostenía que su gravedad era mayor que la del adulterio, la blasfemia y el robo. Y con ocasión de un banquete dado en ésta al conde de Romanones, un individuo que le acompañaba, al dirigir la palabra a los asistentes al acto, dijo que él era liberal, pero no de ese liberalismo corriente, sino del otro, del que es pecado. (Risas y aplausos.)

Yo conocí aquí a un señor que estaba algo chalado, y un día le dijo a la criada, que no había ido a misa, que eso constituía un pecado mucho mayor que el robo de 5.000 duros, y la criada sacó la consecuencia, no de la gravedad de no ir a misa, sino de la insignificancia de robas esos miles de duros.

 

LA MISIÓN DE TODOS

Hace alusión a la cuestión de la libertad de enseñanza, y dice que esta libertad no podrá ser precisamente libertad de no enseñar.

Yo os ruego que os unáis todos: los que tenéis fe, los que no la tienen, los que la buscan y no la encuentran, los que la perdieron y no les duele el haberla perdido. Os pido que os unáis en hermandad para la pelea, pues no hay abrazo más grato que aquel que al terminar un combate se dan los combatientes por encima de los que en la lucha han caído. (Ovación cerrada.)

No envenenar vuestras luchas; son cosas de primavera. Yo a los años juveniles casi prefiero la madurez otoñal. Me placen más a la vera del río las hojas caídas que el verde agrio de una primavera. Y después, ¿qué quedará? Algunos recuerdos para que pueda haber alguna esperanza, que las esperanzas no existen si no tienen base en un pasado. Hace alusión a sus tiempos de niño en una escuela cuyo maestro no enseñaba nada, pero que era un mundo en pequeño. Allí estaban el cacique, el industrial, el financiero y él, que en aquellos tiempos se sentía ultrajabalí.

Se dice que estamos en una República de trabajadores, y por los últimos acontecimientos más bien creo que es una República de funcionarios, en que todos quieren vivir a costa del Estado. Después de detenerse brevemente a analizar, con admirable ironía, el problema de los maestros de escuela, D. Miguel de Unamuno termina diciendo: Feliz aquel que conserva siempre en el fondo de su espíritu la niñez, que no olvida el niño que llevamos dentro, que es el que nos justifica y nos salva. Creamos siempre en nuestra fe de niño para poder combatir el veneno y ver en aquel que se nos acerca un padre y no el caudillo que nos lleva a la matanza.

Una enorme ovación acoge las últimas palabras del rector de la Universidad.

“¡Qué sé yo!”

El Sol (Madrid), 4 de diciembre de 1931

En La Biblia en España —obra ya clásica—, de Jorge Borrow, tan acabadamente traducida del inglés por Manuel Azaña, se lee un delicioso relato de una conversación que en Córdoba tuvo el autor, don Jorgito, con un viejo sacerdote que había sido inquisidor, relato en que ha debito meditar más de una vez el presidente del actual Gobierno de la República española, o sea del Gobierno de la actual República española. En la conversación aquella se cambiaron estos términos: “—Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos descarríos carnales.—¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese delito?—¡Qué sé yo!—dijo el viejo encogiéndose de hombros—. La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o rreal, don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlos, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito?”

Ahora bien —otro diría que ahora mal—, lo mismo que la Iglesia en tiempos del Santo Oficio de la Inquisición tenía el poder de castigar por brujería, tiene hoy la República española, en virtud de la ley llamada de Defensa de ella, el poder de castigar por ciertos delitos u ofensas al régimen vigente, entre ellos el de hacer la apología del régimen monárquico, lo que constituye, sin duda, un aojamiento al que le ha sustituido. Pues ¿quién duda de que la reciente República, tan tiernecita aún, no podría resistir sin serio quebranto una apología de aquel otro régimen? Por lo cual es debido castigar ese y otros delitos análogos. Así se da una sensación de firmeza y de que con la República no se juega, pues no es cosa de chiquillos.

Y sobre todo, ¿es que se ha olvidado nadie lo que se hacía en tiempo de la odiosa Dictadura primorrivereña, y cómo se le deportaba a cualquiera por la menor brujería? ¿Es que no se le mandaba a uno a Fuerteventura, por ejemplo, sin decirle siquiera por qué? Verdad es que él se tenía la culpa por no preguntarlo y dar las explicaciones convenientes. Sí; hay que defender el régimen naciente y hay que continuar la revolución, digámoslo así. Que con esto no se juega, y camelos no, ¿eh?

Estamos en guerra civil, aunque este concepto haya podido escandalizar a algunos, ya cuando yo lo proclamé a propósito del llamado problema catalán —que acaso ni es catalán, ni es problema—, ya cuando diertos revisionistas lo proclamaron, ya cuando un ministro socialista amenazó con ella en el caso de que no se diera satisfacción al anhelo revolucionario. Pero bien claro dimos a entender todos lo que por guerra civil entendemos. Aunque por mi parte no sé más lo que que quiere decir complot que no sé lo que quería decir brujería.

No, no; no se puede permitir que cada cual se exprese como mejor le venga en gana y usando acaso de insidiosos ambages. Para algo se ha votado esa ley de defensa. Ley que debe ser de defensa previa, o sea de ofensa. Vale más prevenir que curar. Y además, si no damos la impresión de que el régimen está rodeado de peligro, ¿cómo van a acudir a sostenerlo los buenos revolucionarios?

Hay que cuidar de todo, hasta de menudos detalles de expresión y aun de estilo; hay que sustituir una liturgia por otra, una etiqueta por otra, unas fórmulas por otras. Y así, por ejemplo, no había por qué sonreírse al leer en cierto documento oficial burocrático publicado en la Gaceta, que se le eximía a un ciudadano del pago de “derechos de la República”, llamándoles así a los que antes, en el régimen monárquico, se les llamaba “derechos reales”. Porque si siguiéramos confundiendo las cosas, llegaríamos a llamar realidad a la realeza, y ¿adónde se iría a parar? Es menester irse con tiento en esto de la selección de vocablos, frases, giros, motes y muletillas porque los frigios aun son muy ladinos y ponen brujería y aojamiento no más que en un tonillo o un retintín.

Hay que recoger toda clase de armas, de fuego o de palabra, aunque sean espingardas de tiempos de la Nanita, o piezas de museo doméstico. En las delicadas circunstancias en que se halla el régimen naciente son peligrosas hasta las hachas de piedra —piedras de rayo— de los trogloditas o cavernícolas de la época del bisonte de Altamira. De aquel bisonte al que se tragó el león de España, y que por cierto se lo tiene todavía en el estómago, sin que haya logrado digerirlo. Acaso por los cuernos.

Y si ahora me preguntara si creo o no en la brujería contestaría con el inquisidor de Córdoba: ¡Qué sé yo! Sólo sé que deportarle a uno a Fuerteventura suele servir para todo lo contrario de lo que el deportador se propone.

Releyendo a Larra

El Norte de Castilla (Valladolid), 5 de diciembre de 1931

Como a alguien se le haya ocurrido ahijarnos a Larra a los que han dado en llamarnos la generación del 98 —¡del mítico 98!—, me he puesto a releerle, ya que le tenía casi olvidado. Nunca le cultivé mucho al “Pobrecito Hablador”, al suicida de los veintiocho años. Y el suicidio fue, con el surtidor poético de Zorrilla, al borde de la tumba de aquel, lo que más le hizo. Fue el suicidio el que proyectó su trágica amargura sobre la moderada sátira del pobrecito hablador. “Metafísicas indagaciones” llamaba “Fígaro” a las someras divagaciones del “mundo todo es carnaval”, y otras veces les llamaba “filosofía”, cuando nunca pasaron de literatura en un sentido más estrechamente profesional.

“Ser leídos: este es nuestro objeto; decir la verdad: este es nuestro medio.” Sentencia ésta de Mariano José de Larra, que procede derechamente de un literato, de uno que se pregunta, como él se preguntaba: “¿no se lee porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?” ¡Siempre el oficio de escritor! Pero el que, aunque viva en parte de escribir, obedece al hacerlo a otra necesidad íntima, o digámoslo con su nombre, a otra vocación, se dirá, al revés de Larra: “decir la verdad: este es nuestro objeto; ser leídos: este muestro medio.” No dirá la verdad para que se le lea, sino que buscará que se le lea para decir la verdad, y si diciéndola se le lee menos que callándola o disimulándola, dejará que se le lea menos y aun que no se le lea. Predicará en desierto, seguro de que las piedras de él oyen, o escribirá para un solo lector. O para sí mismo.

“Yo mismo habré de confesar —escribe otra vez— que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí.” Y ¿porqué no? Y si no para sí, para un lector, para un solo lector, para el consabido lector. O para cada uno de los lectores, que no es lo mismo que escribir para el público. No, no es lo mismo. El público que lee artículos o ensayos como los de Larra, o como estos míos, se compone ¡es claro! De lectores aislados unos de otros. Su lectura no es una lectura pública. El autor puede —y debe— coger a cada uno de ellos a solas y decirle a solas lo que no cabría decirles en agrupación. Cuando nuestro objeto, nuestro fin y no nuestro medio es decir la verdad, debemos decírsela a cada uno a solas.

Y aun lo que dicen que no debe decirse por evitar que los que suponen ser nuestros adversarios se prevalgan de ello y aprovechen para fines de polémica nuestras confesiones, deformándolas y tergiversándolas acaso. ¿Y qué?

“No hay que dar pábulo… etcétera.” ¡No hay qué!, ¡hay qué!, y luego lo de pesimismo y derrotismo. Pase para el que tiene por fin ser leído y por medio decir la verdad, que cuando diciéndola no consigue su fin o lo amengua, se la calla o la disfraza, pase para el literato, aunque acabe en suicida, pero hay algo sobre la literatura aunque de ella se valga.

Además, a Larra no le mató la tragedia de España, el dolor de España, como no le mató esa tragedia, ese dolor, a mi amigo Ganivet. Más sufrió de ella Costa, aunque sufriera de otros dolores privativos.

“Que el poeta en su misión / sobre la tierra que habita / es una planta maldita, / con frutos de bendición”, dijo, junto a la reciente tumba de Larra, José Zorrilla, que sí que era un poeta, el poeta de Don Juan Tenorio, el que sintió su misión como poeta, no como literato, y no se le ocurrió suicidarse sino que vivió largos años. Vivió encantando a su España con el hechizo de sus cantos, embalsamándola con leyendas. E hizo así el trovador errante más honda política que el pobrecito hablador.

Pongamos las cosas en su lugar, y sobre todo los llamados del 98 no reconozcamos que nuestra sublevación intelectual tuviera que ver con las “metafísicas indagaciones” de “El mundo todo es carnaval”. Asmodeo no es Segismundo. Hay clases. No, ni Asmodeo, el Diablo Cojuelo de que se prevalía Larra para su “el mundo todo es carnaval” es Segismundo el de La vida es sueño, ni las críticas literarias de Larra tuvieron gran influencia en la mentalidad de lo que llaman el 98. Las cosas en su punto.

El pecado liberalismo

El Sol (Madrid), 10 de diciembre de 1931

Con qué arrobo, redondeando la boca, hay quienes pregonan: “¡Está por hacer todavía la revolución…; a ello!” Pero es que toda revolución —he de repetirlo— lleva su propia reacción en el seno. Y esto es lo que la hace permanente, lo que Trotski llama la revolución permanente. Porque la otra, la que no lleva entrañada su propia reacción, la que no se está revisando arreo, la de una vez fijada, constituida, ésta es muerta y propiamente no es revolución. Y sería gran necedad general cerrar el sufragio a los que a su constitución, a su estabilización se opusieran. Resucitando, en cierto modo, para ello los que se llamaron en España antaño, en la Restauración, partidos ilegales. O anti-constitucionales.

Lo que importa es que la revolución lleva consigo la guerra civil. O, mejor aún, que es la guerra civil misma, y la revolución permanente, la única fecunda, la guerra civil permanente. La guerra civil que es un don del cielo, como dijo aquel Romero Alpuente, que fue alma de la sociedad secreta de los “Comuneros”. Y ¿a qué asustarse de ese don del cielo? Cabe decir que desde la muerte de Fernando VII, y aun antes de ella, ha estado el cielo regalando a España con ese don. Que, latente y sorda, o aparente y estridente, en guerra civil hemos vivido. Primero, apostólicos y constitucionales; luego, servilones y liberalitos, carlistas y cristinos, y, al fin, católicos y liberales.

¡Católicos y liberales! Qué lejanos nos parecen ya aquellos tiempos de 1884, hace ya más de 47, en que en el mes del Santísimo Rosario empezaba, en Sabadell, sus luego famosísimas conferencias familiares sobre el liberalismo el presbítero D. Félix Sardá y Salvany, director de la Revista Popular. Aquellas conferencias que, reunidas bajo el título de El liberalismo es pecado, corrieron toda España encendiendo disputas. ¡La tinta que ha corrido desde entonces! Y alguna sangre también.

El liberalismo es pecado. ¡Qué hallazgo de título y de empresa! Tuvo tanto éxito, si es que no más, que el “Reinaré en España y con más devoción que en otras partes”. El áureo libro —era la designación consagrada— así titulado, recorrió toda España entre bendiciones de obispos y recomendaciones de curas de almas y de directores espirituales. Y como a un canónigo de la diócesis de Vich se le ocurriese refutarlo en un opúsculo que tituló El proceso del integrismo, y denunciarlo a la Sagrada Congregación del Índice, este instituto mandó que se amonestase al canónigo, y declaró que merecía alabanza la obrita del señor Sardá y Salvany. ¡Y lo que esto dio que decir y que contradecir entonces y lo pasado que está ya!

¿Quién no se sonríe hoy al leer aquello de que “de consiguiente (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de indeliberación), ser liberal es más pecado que ser blasfemos, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita”? Pero toda aquella campaña de verdadera guerra civil es la que ha traído a la ajesuitada Iglesia oficial española a su estado actual. Aquella campaña, y la que poco antes del golpe de Estado de 1923, con el nombre de Gran Campaña Social, inició el episcopado —y en un documento en que se llamaba “cruzada” a la guerra de Marruecos— y apoyó en un principio el Rey para tener que cortarla luego. Y aun pedir que no se volviese a hablar de ella.

Pero aquella guerra civil sigue y tiene que seguir si ha de mantenerse la revolución espiritual religiosa, sin la cual no puede vivir la fe de un pueblo. Que vive de una continua revisión de ella. Que si una Constitución política no es intangible, no es irrevisable, tampoco un Credo eclesiástico lo es. Y con la separación de la Iglesia y del Estado ella, la Iglesia, se volverá a sí misma a examinar sus discordias intestinas, lo de integristas, mestizos, católicos liberales, los de la tesis y los de la hipótesis y todo lo demás, y a darse cuenta de que su presente estado, la persecución que hoy experimenta —porque ello es evidente— se debe a que no midió bien sus fuerzas y llevó muy mal su campaña. Hoy ha de comprender que tiene que apoyarse en aquel pecado del liberalismo para mejor poder cumplir sus fines, y que el enemigo, el verdadero enemigo de su fe y de su misión, está en otra parte. Pero ¿guerra civil? Guerra civil siempre.

Y esta guerra civil se debe al pecado del liberalismo, del que se puede decir aquello de “felix culpa!”, ¡dichoso pecado! Que sin pecado no hay redención, ni sin guerra hay paz. Que el Cristo que vino a traer la paz, vino —y él lo dijo— a traer la guerra y dividir las familias, padres contra hijos e hijos contra padres, hermanos contra hermanos. Y esa guerra es el empuje de subida a su reino que no es de este mundo.

La revolución, la permanente, es guerra civil permanente. Y aunque se diga y se repita hoy mucho que el pueblo español es indiferente en religión, o más bien, que es irreligioso, somos algunos los que creemos que con la revolución que llaman política se está cumpliendo, en los hondones del alma popular, una revolución religiosa. Que hay una fe que forcejea por alumbrarse. Forcejeo que es una herencia y una adherencia históricas, que es el meollo de la historia.

Castillos y palacios

El Sol (Madrid), 13 de diciembre de 1931

En el Canto del Pico, en Torrelodones, en la morada del conde de las Almenas, entre Madrid y las serranías castellanas. Y desde allí, contemplándola fundirse en el campo, se cobra sentido de que Madrid, que está a 600 metros sobre el nivel del Mediterráneo, es también cima; que toda Castilla es cumbre, y algunas de sus ciudades, tal Ávila, dechado del castillo interior de Santa Teresa de Jesús, bien encumbradas; que Castilla y con ella Madrid, pujan al cielo. Que de noche baja a acostarse en ella. Cuando, ya anochecido, volvíamos acá, sobre los reverberos madrileños brillaban las constelaciones, el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina, el Carro Triunfante —o sea Orión—, llevando a las Tres Marías, y a ras de tierra, junto al farol de un auto lejano, Sirio silencioso y como si eterno.

Allí, en el Canto del Pico, las encinas casadas a los berruecos, tan de las entrañas rocosas de la tierra las unas como los otros, y envueltos en la misma luz que reviste los follajes y los peñascos. Y paisaje, celaje y paisanaje, todo en uno, castellanos. Que allí se remansa y eterniza la Historia, no la que pasa, sino la que se queda y enraiza en peña humana.

Y en torno, ciñendo al campo roquero, las sierras. Gredos; allende, Castilla la Vieja, leonesa, la del Duero y el Cid, y aquende, la Nueva, manchega, la del Tajo y Don Quijote. Y Guadarrama y la sombra del marqués de Santillana. Levántanse las sierras como bastiones contra el cielo. ¿Contra? Sí, contra, porque el cielo —así lo dice la Sagrada Escritura— padece fuerza, y a la fuerza se entra en él por la poterna de la fe reconquistadora. Creeríase que detrás de aquellos bastiones turquinos no hay nada más, ya puesto el sol, que el velo dorado del infinito antes de que empiecen a nacer las estrellas.

A lo lejos, Madrid… “Madrid, castillo famoso / que al rey moro alivia el miedo…” Al rey moro puede ser; pero, ¿a los reyes de España, no ya reyes castellanos? ¿A los reyes que, acabada la reconquista contra la morisma, empiezan la Contra-Reforma? Madrid dejó de ser castillo, y talado el madroño en que se apoyaba el oso —¿el de D. Favila?—, se hizo palacio. Castilla fue la de los castillos, la de los castillos roqueros hechos con las entrañas de ella; Castilla castellana, de castillos y no de palacios, no palaciega ni palaciana. El Palacio Real, borbónico ya, no es un castillo; castillos eran los de D. Álvaro de Luna; castillo era el de la Mola de Medina la del Campo. Castillo es —hasta etimológicamente— un pequeño castro, un campamento chico. No le cabe a uno figurarse al pie de un castillo al conde-duque de Olivares, y si Velázquez le pintó sobre fonde de campo castellano, madrileño, esto no es más que decoración —espléndida decoración velazqueña—, cono no eran más que decorativas las cruces pegadizas que brillaban sobre las pecheras de palaciegos y cortesanos. Y el Palacio Real de Madrid, ¿alivió el miedo a los Borbones palaciegos? ¿Poner puertas al campo? Sí, como la monumental Puerta de Alcalá, la de Carlos III, escénica y académicamente decorativa —tal un fondo de Velázquez, el aposentador regio—, pero que no ha cerrado nada.

Con Carlos V se acaban los reyes castellanos, que ni aún él, debelador de los comuneros de Castilla, lo fue en rigor. Su hijo, covachuelista, se encierra a morir en el Escorial, que no es ni castillo ni todavía palacio, sino monasterio; no torre de templarios belicosos, sino convento de Comunidad de jerónimos pacíficos para el esplendor del culto plitúrgico. Siguen los reyes sedentarios, Austrias y Borbones, más cortesanos que sus cortesanos mismos, más palaciegos que sus propios palaciegos. Su único roce y toque con el campo, la caza, de costumbre, pero caza cortesana, de etiqueta y casi de liturgia. Y así llegó a agonizar la realeza, ya no castellana, aunque acaso chulesca, entre las encinas del Pardo. Entre esas encinas graves del Pardo rindió su alma Alfonso XII, gimiendo: “¡Qué conflicto, qué conflicto!” De escolta de su última agonía, Cánovas del Castillo y Mateo Sagasta.

Desde el Canto del Pico se columbran ruinas de algún castillo, y se puede soñar a ojos abiertos y bajo el cielo la ruina de la Castilla castellana, la de los castillos medievales. Pero quedan los berruecos, quedan las encinas, como con raíces jugosas aquellos, berroqueñas ellas. Y quedan las sierras, tronos y altares.; tronos y altares de un pueblo que siempre, a sabiendas o no, puja al cielo. Que si apoyándose en un credo religioso, cuajado y remachado ya, se puede tratar de domeñar a un pueblo necropolíticamente, cabe con una biopolítica —que es cosmopolítica— esforzarse en dar vida a un credo religioso nacional que haga que el consuelo de haber nacido sea para los españoles haber nacido en España, de España y para España y su Dios. Las encinas, al pie de los berruecos, cantera antaño para sillares de castillos, me parecían cruces, cruces de leño arraigado en roca, cruces vivas y hojosas de un cristianismo ibérico y aboriginal. Y volví a soñar en seguir soñando una España eterna e infinita, y en fuerza de soñarla hacerla, que es milagro de fe.

Y allí, en la morada del Canto del Pico, de Torrelodones, sin agonía, en tránsito indoloroso y raudo, al pie de una escalera de sillares, al ir a pasar de la casa al campo abierto y peñascoso, del recinto hogareño al aire suelto, salió de esta vida a la de siempre D. Antonio Maura. Cerca de siete años después, el último Borbón, tirador de pichones, cortesano y palaciego, chulo, mas no castellano, tenía que dejar, a regañadientes, su Palacio Real y salirse de nuestra Castilla española, de nuestra España de nuevo reconquistada.

New Constitution criticized in Spain; Haste in Drafting It Ascribed to Regime’s Fear of Dangers Called Largely Illusory.

The New York Times, 13 de diciembre de 1931

DRASTIC REVISION FORECAST

Reaction to the Right in the Next Elections Is Seen as Likely by the Parties in Power.

By MIGUEL DE UNAMUNO. Wireless to THE NEW YORK TIMES.

MADRID, Dec. 10.—The Spanish Constitution has been made too quickly under pressure of the desire to end the government’s provisional nature in order to defend the regime from dangers believed by many to be close but which in reality are largely illusory.

The new code also is over-prolific and in great part purely theoretic. It is theory and nothing more, for instance, to declare that Spain is a republic of workers of all classes. The guarantee of work for all Spaniards is not a legislative precept but a campaign promise. It is stated that Spain renounces war, as if this depended on Spain alone. Excessive powers have been granted to Parlamient, due doubtless to fears of another dictatorship with the Senate coincidentally suppressed because it was an attribute of the monarchy —as if it could not be one also of any other régime.

No one believes this Constitution can long endure withouth radical modifications, and the parties now dominant foreseeing a probable Right reaction at the next elections, perhaps in the coming year, wish to prolong the life of the Cortes called solely to make the Constitution.

The Constitution began under the shadow of the Catalan statute influenced by the so-called compact the members of the government had concluded with the Catalan sutonomists. Then it was attempted to make it a federative Constitution, but with general lines that resulted in leaving the door open to constant dissension. A kind of double citizenship was granted for certain reasons where Spaniards not natives are in conflict with native Spaniards. Bilingualism in institutions of learning will give rise to a sort of civil war with Catalonia, but not with Galicia nor the Basque country, where the question of the language to be taught is unimportant.

The most outstanding constitutional problem involves the separation of church and State and the position created for religious orders. The orders have been deprived of the right to teach, but this cannot be effective for a long time, perhaps years, because the State will be unable to take over the teaching of the population. Moreover resistance of a great proportion of the people who are opposed to lay instruction will have to be overcome. Action against religious orders, depriving them of certain liberties that other associations enjoy, it has not been attempted to justify.

However, in the end, when inevitable drastic revision has been achieved, the Constitution may be expected to accord well with Spanish tradition.

Políticos, criadores, poetas, padres

El Sol (Madrid), 20 de diciembre de 1931

Que no se cansen de dispara tales preguntas de actualidad huidera entrevisteros y encuesteros, porque no, eso no es política, sino politiquería. Importa poco lo de Pérez o López, Cuadrado o Redondo. Se puede ser muy personaje sin ser apenas persona, lo que no quiere decir, ¡claro!, que no sean personas, y muy personas, nuestros personajes de aquí y de hoy. El personaje es cosa de teatro, y ahora peor, de cine sonoro. Terrible esto de que se pueda verle a uno moverse y visajear y accionar —¡a qué cosas se llama acción!—, y se le pueda oír hasta después de muerto y enterrado. Que ya no se le sepulta a uno en estatua y en libro, sino en película y disco.

¿Política eso? ¡Vaya! Tal vez necropolítica o geopolítica —de campo santo de muertos—; pero no biopolítica o cosmopolítica de mundo de vivos. Porque, a ver, ¿es que debajo de eso se está acaso formando una conciencia nacional, un consaber y consentir nacionales y a la vez mundial, cosmopolita, popular? ¿Se están acaso fraguando una fe y una esperanza en un destino, en una misión de España en el mundo? Se están, es cierto, repatriando españoles; pero es porque allá, en ultramar, les falta materialmente sostén. Falta material de vida; falta de vida material. Pero ¿es que hay quien aquí mismo, viviendo en ella, la echa de menos? ¿Quién la sueña otra?

Y, ante todo, ¿es que esos del “reinaré en España” y sus colaboradores le han enseñado al pueblo español a soñar en una España del reino trasmundano del Cristo, de la Ciudad de Dios? ¿Es que en vez de servirse de un credo momia para domeñar a un pueblo y hacer necropolítica —pueblo así es necrópolis, cementerio— no debieron de haber hecho, con biopolítica, un credo religioso vivo —la vida se la da el juego de las herejías— nacional? Dejemos, pues, que los muertos entierren a sus muertos, y que, a mayor abundamiento, los desentierren.

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, anunció (Rom. XV, 28) que iba a venir a España; pero no vino. Menos, por supuesto, Santiago el Mayor, Matamoros. ¡Y si hubiera venido…! El que escribió (I Cor. IV, 15): “Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres.” Pedagogos, ayos; pero no padres. Ya el Cristo dejó dicho (Mat. XXIII, 9): “No llaméis vuestro padre en la tierra, pues uno sólo es vuestro padre, el celestial.” ¿Y esos titulados padres, el pa’ Redondo o el pa’ Cuadrado? ¿Esos ayos, pedagogos, o más bien industriales de la pedagogía, del oficio de la enseñanza? ¿Esos padres postizos pedagogos en Cristo Rey que no es el del Evangelio? ¿Esos que enseñan no a soñar, sino a dormir? A dormir apoyada la cabeza en la almohada de la fe implícita del consabido carbonero.

¡Padre! En mi nativa Vizcaya había antaño, siendo yo niño, un título nobilísimo y de invención muy atinada, que se otorgaba al que había servido a su espíritu, al de Vizcaya, que era el de la libertad foral, y el título era: padre de la provincia. ¡Y por qué no ahora padre de la patria! Y padre de la patria es el que a los hijos de ella les enseña a soñarla en altura. ¿Redactar, enmendar y votar leyes constitutivas? ¡Bah! La cosa es hacer costumbres, y, sobre todo, la de pensar en alto y en hondo para que el ser español sea un consuelo de tener que serlo. ¡Y acostumbrarse a soñar! Que la costumbre es el resorte de la querencia patria, y a su empuje ceja toda otra gana. Y hacer costumbres —la mejor la de soñar— es educar, es criar, es hacer criaturas de España, criados de ella.

Hay una muy linda palabra en nuestro castellano aboriginal, palabra hace siglos en desuso y que se lee en el verso 2919 del Poema de myo Cid. Es criazón, que hoy decimos crianza. Que criar es crear y crianza o criazón es creación. El que cría, crea. Y al hombres sin crianza, o de mala crianza, mal criados. Y una política paternal más que pedagógica es poética, o sea criadora, creativa. Y todo lo demás, aunque útil, muy útil y desgraciadamente necesario, es geopolítica, es cosa de clientelas electorales o de reparto de destinillos. Lo que no quiere decir —¡claro está!, lo repito— que entre tantos políticos y pedagogos o ayos —que no llegan a los diez mil del Apóstol— no pueda haber algún poeta, algún criador o creador y algún padre, que es lo mismo.

¿Es que a la formación espiritual de España, a su fragua, a su constitución civil —y tómese este término en su acepción más propia—, contribuyeron los ministros de los reyes y los reyes mismos, los legisladores, más que Cervantes y Calderón y Lope y Quevedo y los dos fray Luises y todos los demás que enseñaron, que acostumbraron a nuestro pueblo a soñarse a sí mismo? Es decir, que le dieron patria. Patria, o sea cuna de ensueños para siempre, y sobre todo del ensueño de una patria, eterna e infinita, sin un último mañana ni un último lindero.

No se cansen, pues, en dispararnos preguntas sobre la actualidad politiquera los entrevisteros y encuesteros; la honda política, que es civilización, está en otra parte. Y tal político que esté de gobierno deja para ella, a su patria, más que sus actos de gobierno, tal obra de espíritu que haga soñar sueños de inquietud y desasosiego acaso, a los que la conozcan. Lo otro, lo que suele llamarse por antonomasia y excepción política, es otra cosa. Y así se da el caso de que se diga de algún criador, poeta, padre del pueblo, que es todo menos político cuando el verdadero político sea él.

Comentario

El Sol (Madrid), 23 de diciembre de 1931

Desde que asistimos a la ceremonia de la promesa del Presidente de la República española, del Presidente de España, y luego al desfile de tropas nacionales ante el Palacio Real de Madrid, venimos rememorando aquella pompa simbólica y su profundo y para los más de los que en ella tomaron parte oculto sentido. Fue una con-memoración, un memorar o recordar algo de consuno todos. Un festejo, los malévolos decían que para diversión de papanatas y no más que para viso, pero que puede resultar para cosa. El público amontonado frente al Palacio de Oriente era el mismo, añadían, de donde salían antes los espectadores del relevo de la guardia real. Y así como a aquel espectáculo no les solía llevar fervor monárquico, tampoco a éste fervor republicano.

Fue a mostrarse al pueblo desde la antigua mansión de los reyes borbónicos un hombre que ha sido ministro de uno de esos reyes, del que nos ha traído, bien que a su pesar, la República, y fue llevando al cuello el collar de Isabel I de España, la reina unificadora y llamada por excelencia la Católica. Y el que lo llevaba es, en esta España ya no oficialmente católica, católico y católico practicante, y que hace hasta ostentación de sus prácticas de tal. Y este mismo Presidente, que prometió fidelidad a la nueva Constitución española, al pie de las estatuas de los Reyes Católicos, Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla, que en efigie presiden las sesiones de Cortes, él mismo los invocó antaño, allí mismo, como forjadores de España, de la España unificada. Y los republicanos de toda la vida le rendían el debido acatamiento.

Desfilaban ante el Palacio de Oriente, ante una presencia y también ante una ausencia, tropas nacionales —entre ellas miqueletes, miñones o forales vascos y mozos de escuadra catalanes—; pero la simpatía popular, irrazonada, era para los Tercios y los Regulares de Marruecos. ¿Era por simple sentimiento artístico? ¿Es que se ha borrado la impopularidad última de la guerra de África? ¿Es que ya no se piensa en el abandono del dichoso Protectorado como cuando el episcopado español, en documento dirigido al último rey de España, le llamaba a la campaña marroquí “cruzada”? ¿O es que aquella masa sentía oscuramente, sin conciencia de ello, que ese protectorado, en una u otra forma, siendo carga de internacionalidad lo es de nacionalidad, de unidad española? Porque, aquella masa allí congregada, ante aquella pompa histórica, estaba viviendo historia. Y la historia es continuidad, es continuidad entre presencias y ausencias, entre vivos y muertos. Ausencias siempre presentes, muertos o trasmuertos siempre vivos, trasvivos; tradición que va progresando, que se hace progreso, progreso que se trasmite, que se hace trasmisión o séase tradición. En aquel simbólico acto la muchedumbre se sentía, se consentía histórica, a sabiendas o no. Sentía la continuidad entre la República y la Monarquía. Con tanta o más razón que Cánovas del Castillo al inaugurar la llamada Restauración, podemos decir los españoles republicanos de hoy, que venimos a continuar la historia de España, de la España de Fernando e Isabel los reconquistadores, y a seguir fraguando conciencia española.

¡Con-ciencia! ¡Lo que nos dice esta palabra, como todas, cuando se le llega a lo vivo de sus entrañas! La conciencia viva de memoria, entendimiento y voluntad, y para mantenerla, sobre todo conciencia colectiva, nacional, hay que con-memorar, hay que con-saber —y con-sentir ¡claro!— y hay que con-querer. La conciencia colectiva o nacional, la conciencia popular española, se mantiene de con-memoraciones, de con-sentimientos y de con-querencias.

Y ved que dejándome llevar del empuje de esta dialéctica lingüística —que se me ha hecho profesional— he venido a dar por este neologismo analógico de con-querer en el viejo vocablo con-querir, que vale tanto como conquistar. A Jaime de Aragón —y de Cataluña— se le llamó el “Conqueridor”, o sea el “Conquistador”. Y un conqueridor, un conquistador fue el Cid de Castilla, porque supo juntar quereres, porque supo despertar en su pueblo un con-querer. Que no se conquista, no se conquiere, sino con-queriendo. Como no se reconquista sino reconqueriendo, volviendo a querer todos lo mismo.

¿Es que en aquella masa popular que contemplaba el desfile histórico, esto es, simbólico, de tropas nacionales ante una presencia y una ausencia unidas en la inquebrantable continuidad de la historia, latía, en sus oscuras entrañas, en su subconciencia, un con-sentimiento de una reconquista espiritual de España? ¿Es que con-sentían que no ya por encima, sino acaso por debajo del problema llamado social late y palpita, y no sólo yace, el problema nacional? ¿Es que con-sentían que los problemas llamados internacionales tienen su raigambre y no su follaje en los problemas nacionales? Lo que sí podemos asegurar es que aquella muchedumbre española, ante aquel magistrado condecorado con el collar regio de la reina Isabel de Castilla, con-sentíase, aunque oscura y subconcientemente, por encima y a la vez por debajo de las diferencias de formas de gobierno. ¡Formas! ¿Formas? Confórmase ahora con la República, como antes se conformaba con la Monarquía, en una conformidad que es forma de resignación. Lo que con-quiere es que le dejen vivir espiritualmente en la historia, en comunión con los muertos inmortales que han hecho la patria española.

La seguida de los siglos

El Sol (Madrid), 27 de diciembre de 1931

Cuando se está uno recogido a acurrucado en el viejo hogar, que va apagándose, de los recuerdos olvidados, tiritando en siesta de imaginación, oye que de pronto se la cortan con un “¡Pero qué joven está usted, D. Miguel!”, y piensa que estar joven no es serlo. “Pero ese que así me la cortó, ¿quién es? ¿Cómo se llama? Ah, sí; su apellido empieza con pe; a ver: pa, pe, pi, po, pu, pla, para, pri…¿Pardo? ¿Prado?… No sale… ¿Dónde y cómo le conocí? ¿Me conoce él? ¿Quién es? Ah, sí; uno de esos mozos que van por ahí diciendo y rediciendo —¡son tan redichos!— que hemos dado un salto archisecular, que ésta es una España nueva, otra generación, otro siglo.”

Siglo, séculum, quería decir en su origen propiamente generación. Los siglos, sécula, que se seguían eran las generaciones. Y ellas formaban una seguida, una cuerda continua, aunque formada de varias hebras que se cortaban. Mas como no todas en un punto, de aquí la continuidad secular y seglar. ¿O es que se rompía alguna vez la seguida? ¿Es que hay solución de continuidad histórica? ¿O es que los hombres representativos, los que dan nombre a una generación, a un siglo, se dan, como dicen por aquí en tierra salmantina los charros que se dan las desgracias, por ventregadas? Así lo proclaman esos que se entregan a la sociología. Pero la historia, que se ríe de tales casilleros, se calla a tal propósito.

El presente comentador, uno de esos a quienes nos encasillan en la generación del 98, tenía entonces, en 1898, cuando el desastre de Santiago de Cuba, en las postrimerías de la Regencia, treinta y cuatro años. ¿Qué edad tienen los de este siglo, los de esta generación que llamarán la de 1931 o la de la República? ¿Qué edad tienen estos que niegan la edad que fue?

“Empieza otra generación, otro siglo —nos dicen—, un siglo redondamente seglar y un siglo en que ya no cabe dormir.” ¡Con que nos quepa soñar! Porque nos dicen los sabihondos que durmiendo, en el sueño, reposa el corazón, aunque sueñe el seso. Pero hay pesadillas… Y hay reposos de muerte, descansos en paz última, en terrible paz civil, cuando se rompe la seguida. Aunque si el grano no muere, no echa raíces, ni prende en tierra, ni se reproduce.

Ahora viene —¡vaya por Dios!— un siglo estrechamente seglar, secularizado, en el que se van a arrancar los últimos rastrojos de la que D. Marcelino llamó la democracia frailuna española, en el que vamos a entrar por el camino laico, esto es, lego, y pedagógico. Ahora vamos, o mejor, van ellos, a vulgarizar el arte y la ciencia seglares. Y sólo a algunos melancólicos soñadores al amor del fogón, que va apagándose, de los viejos recuerdos olvidados, se les puede ocurrir que vulgarizar resulte avulgarar, achabacanar. ¡Es tan duro tener que resignarse a tener que salirse del siglo para volver al claustro materno de la tierra!

¡Pedagogía y demagogía! (Acentúese así, en la i, como en pedagogía, porque demagogia ha venido a querer decir muy otra cosa.) ¡Pedagogía y demagogía! O como dijo aquel Joaquín Costa —¿también del 98?—: escuela y despensa. O también política escolar y política hidráulica. O como decían los otros: “¡Pan y catecismo!” A lo que algún seglar contestó con lo de “¡Carne y ciencia!” Política escolar y política hidráulica, o dicho de otro modo: saltos de saber y saltos de agua.

¡Ah! Pero es que en la política hidráulica entran los saltos de agua, las cascadas; pero entran también los pantanos, los remansos de agua. Y junto a los saltos de saber, ¿es que no hay también remansos de saber? ¿Y, sobre todo, amparos de consuelo? Y esa pedagogía demagógica y seglar, ¿no va acaso a dejar que se quede en seco el gran remanso de nuestro tradicional consuelo?

Así, junto a los rescoldos de los viejos recuerdos olvidados, se abriga uno con nombres, con nombres que son almas de las cosas. Y el comentador se refugia en esta lengua maravillosa en que por profesión se recrea, en esta lengua que remansó Cervantes, y que batieron con sus arabescos Góngora y con sus grecas Quevedo. Y en ella repite en arcaísmo: “Santificado sea el tu nombre.” Porque esto de el tu nombre es un arcaísmo, como lo es lo de: “venga a nos el tu reino”, que hoy diríamos “que nos venga tu reino”… Pues todavía rezamos el padrenuestro en un romance de siglos, de generaciones atrás, en un romance no seglar, sino claustral.

Pero temo atollarme en una meditación que amaga hacérseme abismática. Acaso en nosotros los del 98 resucitaron los de 1836, como en estos de ahora los de 1868. ¿Resucitaremos en los de 1970? Que así se siguen las generaciones, se revezan los siglos y reviven en los nietos los abuelos.

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