1934 – Juventud y juventudes

1934

Juventud y juventudes

Ahora (Madrid), 3 de enero de 1934

Es un zagal del páramo, castizo y no mestizo; pero como vive y reza al sol y al aire libres se templa el empuje de la sangre generosa con la bizma del dulce azul de la luz del cielo del campo. De día guarda las ovejas, acaricia al mastín y a las veces hace sonar un guijarro sobre los matujos. De noche suele, despierto, soñar las estrellas. Goza del campo con sosiego melancólico y resignado, no con el afán deportivo de cazadores y desocupados. Es de los que han aprendido a sorprender en el borrico la compasiva y lastimosa sonrisa cuando se le pega. Como no ha sido nunca mozo, nunca será viejo. Hecho desde niño a todas las estaciones del año, fúndense todas en una para él, que no tiene edad. Moldeada su cordura por el caudal de refranes y cuentos aldeanos y consolado de haber tenido que nacer por los rezos y ritos de la fe heredada de sus mayores. Aunque guía rebaño o, más bien, por el hecho de guiarlo, no es rebañego; no se junta con sus parejos para formar con ellos una “juventud” corporativa. Es un solitario cara al cielo y pies en tierra.

Pienso en él cuando dan que hablar esas juventudes corporativas, profesionales, que fermentan en las bodegas civiles del espíritu público y en las cavernas urbanas de la llamada revolución. Juventudes de todos santos y señas, de todos gritos, en que se destacan las más extremosas, las de los que tratan de sobrepujar a sus mayores y aleccionarlos en rebeldía vocinglera. Las hay “de toda clase” y de todas las clases. Entre ellas, la petardista. ¿Llegaremos a ver formarse la librecambista, la georgista, la hispano-americanista, la forestal, la vitivinícola…? ¿Es que no hemos visto la jonsista, y no llegó a matricularse, al calor de fomentos ministeriales, la juventud radical-socialista, que es ya el colmo? Formaciones que alguna vez empiezan aun antes de la edad propiamente juvenil y por mano de mayores. Ver a niños uniformados da siempre tufo de hospicio. O de noviciado, que es igual.

Los hombres que más hondamente han sentido la comunidad histórica, la comunión civil de su pueblo en la historia, han solido ser en su niñez y en su mocedad unos solitarios. Han solido hacerse fuera de esas juventudes de santo y seña, de color y grito y de fingido desdén a generaciones cuya obra, por desconocerla, no reconocen. Hay al lado de ciertos partidos su “juventud” correspondiente; junto al partido equisista, por ejemplo, la juventud equisista, que es otra equis. Y cuando le sale a una de esas supuestas juventudes un caudillo o jefe, suele ser el más viejo de espíritu en el grupo. Es que no pueden tener jefe. Y de aquí que no quepa saber quién dirige esas agrupaciones de asalto a las filas de las de los mayores para emprender carrera en derechura a los cargos retribuidos.

¿Estudiar la doctrina? No; esas “juventudes” no se fraguan para estudiar nada. La equisista, vaya por caso, no estudia la doctrina del partido equisista de los mayores, que hasta para éstos es una equis, es una incógnita. Que a un partido al uso corriente no le hace el credo, sino la que llaman disciplina. La fe —… ¡pase!— de los partidarios suele ser implícita, de carbonero, lo que les permite pasar de un partido a otro sin tener que sacrificar ni migaja de convicciones. Y así le cabe, por otra parte, decir a un equisista, zedista, enista o jotista —de X, de Z, de N o de J— que lo es de toda la vida, de nacimiento, de inconciencia e inocencia, desde que por el “volo” de su padrino adoptó el credo implícito hereditario. ¡Pobres chicos!

Y así es cómo no hemos podido ver descollar de esas sedicentes y supuestas juventudes ningún joven de veras, de espíritu juvenil. Cuando alguno surge o es fuera de ellas o separándose de ellas. Más fácil es que salga de un huevo abandonado en el campo que no de uno de incubadora de avicultura.

¡Y vuelta siempre al mismo tema: al de los solitarios de cada generación! Cuando veo a un joven de edad recatado, reconcentrado, tal vez hosco, que se pasea solo soñando vaguedades, acaso orilla del río, junto a los sauces, mirando correr el agua de un modo que sugiere fatídicas aprensiones, suelo decirme: “¿Será éste uno de los caudillos de mañana, un hombre mesiánico?” Y no se me ocurre decírmelo del que perora en contubernios de cualquiera “juventud”. Al ver a uno de esos solitarios me acuerdo del pasto de que os decía. Y de David en derechura al Dios de Israel.

No sé si será aprensión mía, pero creo notar que mi soplo de desaliento —¡ojo a la íntima contradicción de este ajuste!— sopla sobre nuestra juventud solitaria, la no afiliada a ninguna de esas mentidas juventudes. He oído, y casi en confesión, las confidencias de algunos de esos reconcentrados; les he oído abominar de la política por colmo de espíritu civil, de civilidad; les he sorprendido buscando religión o, si se quiere, religiosidad de patria. ¿Qué fe o que infidencia, qué creencia o qué incredulidad, qué esperanza o qué desesperanza —acaso desesperación— se está fraguando en el seno del espíritu común de nuestros jóvenes solitarios, los de los diez y seis a los veintitantos años sobre todo? Que no todo es pelotón, ni pantalla, ni peñas de café, ni cabaré. Y ahora que por edad oficial voy a tener que dejar de estar en tanto contacto con esa juventud, con la estudiosa, esa aprensión me tortura más que me haya nunca torturado. Es que se me llena el alma de la memoria con los recuerdos de aquella mi juventud, tan solitaria, de mis diez y seis a mis veintidós años, los 1880 a 1886 de mi España. En el ya mítico 1898 me había ya dado su primer fruto acerbo, el de primavera.

¿Que concreten? ¡Concretar! No es de mocedad. El mozo de veras nada concreta, y menos sus esperanzas, pues éstas son —y es uno de mis estribillos favoritos— proyecciones de recuerdos remotos, y el que no los tiene a duras penas consigue darse armazón de esperanzas. Además, esos recogidos mozos, ermitaños de nuestro páramo mental, suelen ser vivientes más que vividores; déjanse vivir sin hacer por su vida, y sin abrirse camino, quédanse en el ya abierto. ¡Y cómo… ! Pero ellos son la sal —por amarga que nos sepa— de nuestra tierra espiritual, esos mozos solitarios —¡no neutrales, no, sino que no van a hacerse carrera política!—; esos que no se apuntan en juventudes de partido y menos en partidos sin juventud; esos que mientras van —cada uno dentro de sí— en busca de una clara, honda y fuerte fe española, van tejiendo a la vez los pañales —no forros— con que abrigarla y arrollarla cuando llegue a abrírseles, naciéndoles, por sustancia y no por accidente, un nuevo credo desnudo. Aviéneles el común empeño, pero no se convienen entre sí por no tener acuerdo común; úneles, avenidos, la esperanza, pero la falta de fe les impide convenirse, ya que sus corazones no contemplan todavía una clara España venidera. Y no es hacedero vislumbrar qué o quién —qué cosa o qué hombres— saldrá de todo esto.

Al ir a dar a las cajas este Comentario leo, publicada impresa, la sexta de mis “Cartas al amigo” y me percato de que es, en el fondo, esto mismo. Pero la forma es el verdadero y duradero fondo. Variaciones —y fugas— sobre un eterno tema, y la música es el concepto que cala.

Andología

Ahora (Madrid), 13 de enero de 1934

A Marcelo Calderón.

Releyendo el “Orlando furioso” de Ludovico Ariosto, uno de los más puros poetas —de poesía pura quiero decir— que yo conozca, me encontré, en la octava 157 del canto XVIII, con este verso: “Con Stordilan, col Re d’Andología”. Y en la nota al pie de la página, el anotador Giacinto Casella, de acuerdo, seguro, con los demás eruditos, dice que está por “Andalusía”. Debe de ser así, pues sabido es qué juegos y variaciones solía hacer con los nombres aquel poeta que tantos creó y tanto se recreó y recreó a otros con ellos. ¿Por qué Andología y no Andalucía? ¿Le sonaba mejor? No, desde luego, por la rima, que en ésta son equivalentes. Por rima fue Lord Byron, en su Don Juan quien le convirtió a Sancho Panza, quitándole la cedilla a la ç, con que lo escriben por ahí fuera, en Sancho Panca, para que rimase con Salamanca, aunque éste cree que es otro que el escudero de Don Quijote. Y si Lord Byron vislumbró o columbró, merced a la rima que Carducci llamó “generatrice”, un Sancho Panca arrimado a Salamanca, ¿no será que el Ariosto, en recreo del oído, vislumbró una Andología que no es precisamente nuestra Andalucía?

¡Andología! Lo primero que nos sugiere es la fatídica serie de las logías, que tanto se han multiplicado desde el tiempo de Ariosto —han pasado ya cuatro siglos— hasta hoy. Las logías —entonces más conocidas y respetadas— eran la teología, la mitología, la astrología y otras así. Poéticas logías —con el acento en la i, ¿eh?, y no en la o, pues las logias nada tienen de poéticas—, que han producido otras que no lo son. ¿Por qué no habríamos de cambiarle el acento a sociología, por ejemplo, para que rimase con logia, ya que aquélla es lo más pesado, intrincado y huero que cabe? ¿No se lo hemos cambiado a la demagogia, no sé si para desarrimarla de esa pesada, intrincada y huera pedagogía que es, con la sociología, uno de los azotes de nuestro tiempo? Quedando, pues, en que no estaría de más trasacentuar a la pedagogía y a la sociología haciéndolas pedagogia y sociologia, arrimadas a las logias, con acento en la o, volvamos a Andología.

En el canto siguiente, el XIX, canta Ariosto cómo Angélica y Medoro se casan en casa de un pastor, y ese bellísimo pasaje, de la más pura poesía, me recordó a algún poeta andaluz, lector de Ariosto, que cantó también a Angélica. Y ello me sugirió la fantástica especie de que acaso ciertos literatos andaluces —de verdadero gran mérito algunos— que andan ahora a vueltas con cierto andalucismo filológico y sociológico y etnológico y antropológico y todo menos lógico, no sean acaso andólogos más que andaluces. Claro está que su andología no es política, sino cosa más pura y más poética y más sincera. Precisamente en el día en que releí el canto XVIII del “Orlando furioso” hube de leer en “Eco, revista de España”, un artículo sobre un poeta andaluz —y no sé si andólogo— en que se decía que “parece ser que la poesía española de este siglo se ha nutrido de los efluvios árabes de Andalucía”. ¿Parece ser…? Eso es cuestión de antología, que rima muy bien con andología, y que significa florilegio o guirnalda. Y luego de citar nombres se recuerda aquello de Barrés de que aún dura en España la guerra entre moros y cristianos, y se añade: “Aplaudamos estas batallas espirituales y auguremos que vendrán a parar en un temple del acero toledano por el fuego andaluz.” Y en seguida: “Nosotros tenemos que aprender mucho de Castilla, y los castellanos tienen, a ratos que olvidar que son los profesores de español del mundo hispano y dejarse bañar por la suavidad del enervante influjo poético andaluz.” Anda… luz.

¿Moros y cristianos? Pero en España hubo y hay más. Hubo y hay también judíos y… gitanos. ¡Y lo que estos últimos han influido! Toledo, por ejemplo, el del acero, era tan judaico como cristiano; acaso más. En todo caso judío converso, cristiano nuevo. Y en cuanto a lo del fuego andaluz… Fue un gran poeta español, hispánico y universal, un máximo poeta, sevillano él, quien decía del arte sevillano que es “fino” y “frío”. Y es curioso que los máximos poetas sevillanos, Bécquer y mi Antonio Machado, hayan madurado en Soria, en Soria “fría”, verdadero riñón de Castilla, donde el habla de ésta se filtró; en esas tierras donde se balbuceó el Cantar de mió Cid. (Mió y mío, no tengamos otra de trastrueques de acentos.) ¡Hay tanto engaño en eso del fuego! Luz, sí, puede ser; pero fuego… Hay volcanes que lo guardan bajo cumbre nevada.

No volvamos a Góngora, que de fogoso no tenía mucho. Hay mucho más fuego en San Juan de la Cruz, el de Fontiveros, fría tierra de Ávila. ¡Y aquel rescoldo de “gloria” de hogar de Tierra de Campos que nos reconforta el duelo de las inmortales coplas con que cantó la muerte de su padre aquel Jorge Manrique riberas del Carrión, palentino…! Y por otra parte, aparte de esto, hay calor oscuro y hay luz fría.

Por lo demás, no acierto a ver esa batalla espiritual. Pasaron los tiempos de aquel simpático Méndez Bejarano, profesor de literatura y erudito, como buen sevillano, que se pasaba el tiempo exaltando a la llamada escuela sevillana y rebajando a la llamada salmantina. Se entretenía —inocente entretenimiento— en contar los versos de Fray Luis de León que no le sonaban preceptivamente.

¡Y no entro a hablar de la forma sobre la que corre cada tópico, cada lugar común…! Forma no es figura. Forma, en lenguaje escolástico —castigadísimo lenguaje que no hay que olvidar— se contrapone a materia. El alma, según Aristóteles, es forma. Y lo hermoso —“formosus”— es lo formoso, lo que es lleno de forma. No hay poeta que desvirtúe “su fuerte potencialidad poética” volviendo a la forma. El poeta, si lo es, no puede volver a la forma, porque no sabe salir de ella. La palabra es la forma de la idea, su alma, y se hace poesía con palabras. “¿Sin ideas?” —dirá algún sociólogo o algún pedagogo—. La palabra, cuando de veras lo es, es de por sí idea. E idea quiere decir visión.

La visión, la idea, es cosa de luz, y la palabra, que es cosa de son, lo es también de fuego. Hay ideas que se queman en palabras. Las ideas pueden dar luminosidad a un canto, a un relato; fogosidad le dan las palabras, almas o formas de las ideas. ¡Y ay, amigos míos, qué fríos, qué lastimosamente fríos suelen surtir ciertos informes poemas luminosos!

¿Frío? Cuando se dice del castellano Escorial que es —en sentido artístico— frío, replico: “¿Frío? Frío, no, ¡seco!” Y la sequedad —tan castellana— no es frialdad. Hay huesos que al que les toca le queman. En literatura nuestro Quevedo es seco, ¿pero frío? ¿Frío El Escorial? Más fría —en el sentido susodicho— la Alhambra. aunque más luminosa.. ¿Frío El Escorial? ¡Ni Felipe II! Su jardín de los frailes podrá ser una ascética escuela de sequedad, y aun de sequía, ¿pero de frialdad? ¡Vamos…! A no confundir, pues, las especies, es decir, las ideas. No las mixtifiquemos, esto es: no las hagamos mixtas, mezcladas, pero tampoco las mistifiquemos, las hagamos místicas, secretas, inefables, indecibles, porque una idea que no cabe decir, ni idea es siquiera.

Y vean, amigos, a qué escudriños y enquisas nos llevan la Andologia ariostesca, las antologías poéticas, la sociología, la pedagogía, la filología y… hasta las logias. Estas en calidad de bambalinas y de tramoya para los papanatas.

Del año 1933 al 1934

El Sol (Madrid), 14 de enero de 1934, número extraordinario

Heme aquí hoy, 6 de diciembre de 1933, ante el blanco papel —blanco como el negro porvenir—, dispuesto a decir algo que no ha de ser leído hasta el primer día del año 1934, un domingo. ¿Profecías? Dios me libre. La vocación del historiador —la siento— no es de profeta. No me preguntes, pues, lector, qué es lo que creo que pasará —o mejor, quedará—, sino qué es lo que creo que ha pasado y que está pasando. Para esto provee la Naturaleza; para aquello hace falta la gracia. Y vamos al caso.

En 1933 se han condensado, se ha apretado, la guerra civil crónica entre las que se ha llamado las dos Españas, y que constituye la vida civil íntima de nuestra España común. Constituye, digo, porque ésa es la que Cánovas del Castillo llamó nuestra constitución interna, nuestra historia. No es una lucha entre República y Monarquía —dilema superficialísimo y sin consistencia—; es otra. Los liberales, los constitucionales de 1812, la plantearon ya. Riego no fue un republicano. Ni entonces quería decir republicano, así, sin más, algo claro y preciso. Como hoy tampoco.

En las últimas Constituyentes tampoco se trataba de eso que suele llamarse, para mayor confusión, régimen. Las elecciones del 12 de abril de 1931 no plantearon un problema de régimen al echar de España a su último Rey. Plantearon de nuevo el problema de la constitución interna. Y la mayoría de esas Cortes constituyentes, guiada por pedantes de la revolución —mucho más pedantes que revolucionarios— y de una revolución que no era tal, se puso a forjar una República democrática de trabajadores de toda clase, federable, jacobina y socializante. Lo que no fuera eso sería una República espuria, corrompida, monarquizante. Así lo declaraba el sumo definidor y sumo pedante de la supuesta revolución. Y la necesidad innata de crearse una conciencia de vencedores —como dijo muy bien el portugués Fidelino de Figueiredo—, conciencia que no tenían, les llevó a los gobernantes a toda clase de excesos por manía persecutoria, y a las turbas, a mayores excesos criminales, que el Gobierno dejó pasar si es que no sancionó. No valían todos los conventos la vida de un solo buen incendiario. Más cuando, según decreto verbal de la pedantería revolucionaria, España había dejado de ser católica de la noche a la mañana.

Aquella insensata mayoría, llevada por cabecillas aun más insensatos que ella, se empeñó en rematar la obra revolucionaria constitucional. Y vino la inevitable disolución de aquellas Cortes que se creyeron revolucionarias. La reacción era inevitable, en efecto. El pueblo no había querido aquello. Y se encrespó de nuevo la secular guerra civil, no entre monárquicos y republicanos —¡qué pobre y ridícula diferenciación es ésta!—, sino la misma de 1812, la misma de 1833, la misma de 1868. La lucha constitucional. Y por entonces, hace unos meses, escribí un artículo en que acababa diciendo: “O la República acaba con la Constitución, o la Constitución acaba con la República.” Era y es la revisión de esta Constitución de papel —de estraza, para envoltorios—, hoy todavía, al parecer al menos, vigente. Y por eso dije en nota consultiva al señor Presidente de la República que estas Cortes, las que acaban de elegirse, serían reconstituyentes. Y como tendrán que serlo, ya hay pedantes de revolución que están soñando en disolverlas. ¿Para qué?

El resultado de las elecciones demuestra que hay una fuerte, fortísima, parte de opinión, acaso la más fuerte y más numerosa, que quiere lo que yo he llamado alguna vez, frente a los pedantes del republicanismo ortodoxo, una República monárquica; esto es: en lo social, burguesa, o sea de cooperación, y no lucha de clases; en lo estrictamente civil, unitaria, y no de lucha de ciudadanías comarcales; en lo eclesiástico —no religioso—, liberal, es decir, de verdadera libertad de cultos, sin menoscabo ni privilegio para ninguno de ellos y sin sustituir a la religión del Estado —que aquí era la católica— por la religión de Estado. Religión de Estado que lleva al fajismo, sea de derecha, sea de izquierda. Y a lo que llaman laicismo, y que no es tal.

“¿Y qué vendrá?”, se preguntan los hombres de poca fe. De poca fe en la Historia. Y alguien —un pedante de revolucionarismo— me ha manifestado su temor de que haya que empezar de nuevo contra la reacción. Sin saber que la reacción no es nunca una vuelta al pasado, vuelta imposible. ¿Restauración? Cuando se oye hablar de ella hay que preguntarse: “¿Restauración de qué?”

Abolió Fernando VII la Constitución liberal de 1812, y vino el período absolutista, y murió el Rey absoluto, y a su muerte, hace un siglo, en 1833, estalló la guerra civil entre absolutistas y constitucionales, entre carlistas y liberales, o entonces cristinos. Y acabó en el Abrazo de Vergara con un convenio; pero el absolutismo fernandino no volvió ya. Fue corrompiéndose luego la Monarquía realista, y los excesos del final del reinado de Isabel II trajeron la revolución septembrina de 1868, que no fue republicana, la de Prim. Y vino la Monarquía liberal, casi republicana, de D. Amadeo, y luego, la no madura República de 1873. Y volvió a agudizarse la crónica guerra civil. Con aquella República acabaron el cantonalismo y el jacobinismo antiliberal, sectario. Y luego vino la llamada Restauración, la de Alfonso XII. ¿Se volvió a lo de Isabel II? Ni mucho menos. Las más, y sobre todo, las mejores conquistas de la revolución de septiembre y de la breve República de 1873 quedaron cimentadas. Gracias sobre todo a Cánovas y a Castelar. A Castelar, que fue el verdadero estadista de aquella República, el gran patriota. Su profundo dentido histórico le dictó lo del posibilismo. Y se dio la Constitución de 1876. Y siguió la historia. Y murió Alfonso XII. Y vino la Regencia con su Sagasta. Y luego, Alfonso XIII. Y la corrupción de este reinado, algo parecida a la del reinado de Isabel II, exacerbada por la guerra de Marruecos y por las salpicaduras de la Gran Guerra de 1914, trajo la dictadura de Primo de Rivera, que ha sido la verdadera revolución, aunque sin tanta pedantería de revolucionarismo como esta otra que acabamos de padecer. Y esa dictadura y la trasdictadura trajeron las elecciones de 1931, en que se votó contra aquellas dictaduras y contra el régimen que las amparó. Contra eso, y no en favor de ningún otro régimen. El pueblo no sabía, no podía saber, lo que habría de ser una República. Y las Cortes constituyentes se pusieron a fabricar una, la genuina, la correcta, la revolucionaria. Y ha salido esta Constitución de papel de la pedantería del revolucionarismo. Que no es revolución.

¿Y después? ¿En adelante? ¿Pero es que hay quien crea que hemos de volver a lo de 1922? ¿Es que hay quien crea, por ejemplo, que se ha de volver a lo de que la religión del Estado es la católica apostólica romana en el sentido de limitar, si no proscribir, otros cultos y hacer impositivo en ciertos casos el culto de ella e impositiva la enseñanza de su credo? ¿Es que hay quien cree que vamos a volver a aquellos tiempos en que los católicos luchaban contra la ley del Candado de Canalejas y los obispos protestaban contra el artículo 11 de la Constitución de 1876? No, a eso no se volverá. Semejante restauración es ya, queremos creerlo, imposible. Pero la revisión de esta triste Constitución de hoy es inexcusable. No puede subsistir su artículo 26, con esa disparatada disolución de la Compañía de Jesús y la criminal confiscación de sus bienes. Ni otras confiscaciones igualmente criminales. Ni puede subsistir todo lo que a nombre de la ley de Defensa no ha sido sino obra de injusticia.

El peligro es que se sobrepongan, no los restauradores, sino los “revanchistas”, los resentidos, los energúmenos, los pedantes de la restauración y los pedantes del tradicionalismo, tan perniciosos como los pedantes del revolucionarismo. Teniendo en cuenta que ni tradicionalismo es tradición, ni revolucionarismo es revolución.

Y basta. Pues no quiero meterme en el problema propiamente religioso, que no es el eclesiástico; en el de la religión popular —en su mayor parte adogmática y subconsciente—, en el del verdadero laicismo, que rechaza lo mismo la dictadura de la jerarquía clerical —que no es la Iglesia— que la dictadura del Estado. Este problema de la fe implícita de nuestro pueblo, de su ensueño de vida íntima eterna, es para mí el más congojoso. No lo sienten ni los políticos laicizantes ni los políticos católicos vaticanistas.

Cartas al amigo VII.

Ahora (Madrid), 18 de enero de 1934

Esta va al lector que me escribe que no me entiende —que no me comprende— y que me exprese más claro, que me ponga al alcance de todos, de él… De él, que se dice uno de tantos. Vamos, pues; mas ante todo y de antemano, unas palabras de Teresa de Jesús —con la venia de los laicistas, no laicos— en su Vida, en donde dice: “La voluntad suele estar ocupada en amar, mas no entiende cómo ama. El entendimiento sí entiende, mas no entiende cómo entiende; al menos, no puede comprender nada de lo que entiende. A mí no me parece se entiende, porque, como digo, no se entiende; yo no acabo de entender esto.” “¡Qué lío!”, se dirá alguno de esos de firmes convicciones, es decir, lugares comunes. Y ya se sabe cuál es en una casa el lugar común.

Palabras las de la Santa que no sé si tendría en cuenta el abate Bremond, de la Academia Francesa, tan versado en mística, cuando levantó en la república de las letras francesas aquella polvareda de la poesía pura. Mas si ésas no, hay otras que comenta en su Historia literaria del sentimiento religioso en Francia, y son las de aquella ursulina francesa de mediados del XVII, Catalina Ranquet, que decía “Aunque en sentido contrario, siento el deseo y la impaciencia de comunicar (sus experiencias), como explicándome bien. Tal es mi soberbia… esta complacencia de expresarme.” En francés: “m’exprimer”, y aquí sería mejor traducir: “exprimirme”, ya que espiritualmente el que se expresa es que se exprime y hasta se estruja. “En una palabra —añade el abate—, siente la tentación de amar su verbo, por pequeño que sea.” Y Catalina, por su parte: “No veo entrada de soberbia en esto, sino que a las veces me parece que hablo muy claro y que me explico muy bien sobre ello.” Sigue Bremond aduciendo ejemplos de la ursulina y agrega que ésta se da cuenta “de la novedad, la extrañeza, la osadía, en fin, del pleno sentido de las palabras que uno emplea.”

En otro pasaje de la misma obra, comentando Bremond a Juana de Matel, fundadora de la Orden del Verbo Encarnado —de nuevo con la venia de los de marras—, la que decía: “Señor, si yo entendiese el latín como Santa Catalina de Siena, os querría tanto como ella”, y que escribía con pluma rápida comentando lo del salmo: “Eructavit cor meum… lingua mea calamus scribae velociter scribentis”, o sea: “Regoldó (¡así!) mi corazón…, mi lengua, pluma de amanuense que escribe de prisa…”, dice el abate: “Corazón, lengua, pluma de amanuense vertiginoso, ¿habrá entrevisto ella, de una o de otra manera, el sentido de esas diversas palabras y el picante de su ensamblaje? Pues es una experiencia común entre aquellos que repiten palabras extrañas que en principio no entienden, pero a las que, quieras o no, les dan una suerte de sentido. ¡Qué bien habla!; ¿pero qué es lo que ha dicho? Estas palabras de la vieja al salir de un gran sermón que la ha arrebatado no son absurdas.” “De aquí también —agrega el abate— que en las numerosas visitas con que va a favorecer a Juana de Matel el Verbo no le hablará más que en latín.” Natural en aquel Verbo y del siglo XVII. Yo, por mi parte, le oigo en el romance que el cielo y el campo de Castilla me han enseñado a desentrañar.

Y ahora, amigo lector de flojas entendederas, ¡qué frecuente es que, por querer ser entendido de todos, trátese de lo que se tratare; por empeño de ponerse al alcance de todos se avulgare —no vulgarice—, se achabacane, se ramplonice el habla y se escriba en la fundamentalmente más oscura: ¡la de tópicos, lugares comunes y camelos colectivos! En ese gris e inexpresivo lenguaje gacetillesco o de entrevistas y de enquisas, en esta trillada jerga de las “declaraciones” que nada declaran y menos aclaran y que está a la par del lamentable parlamentario. Y aquí tengo que resistir a la tentación de aclarar el sentido verbal de “acatamiento” y el de “adhesión” y de otras palabras con que se forra la vaciedad de los conceptos políticos al uso.

¿No cree usted, lector amigo, que uno de los deberes de un escritor que se precie de tal, de hablista y no de hablador, es hacerlo de tal modo que le obligue al oyente o lector a que se adentre y ahonde en el habla común y la desentrañe? ¿A que no, por irse a lo que llaman al grano deje la flor; a que oiga y lea con atención y calma? Y si el autor no se entiende ni acaba de entender lo que dice, ¿no cree usted que debe escribir para convencerle al lector de que tampoco él se entiende; de que no nos entendemos por no querer cobrar conciencia de nuestro lenguaje común, que es nuestro común entendimiento? Y desentrañarlo es rehacerlo, renovarlo, recrearlo. Y no hay más conservación que la re-creación. Sólo se conserva la lengua que se re-crea.

Y en que uno, el que la habla, se re-crea. ¡Ah, la complacencia, la soberbia —que decía la ursulina— en expresarse, en exprimirse, en darse! “Se oye cuando habla”, suele decirse, como un reproche. Y no siempre justo. ¡Qué humano! “A las veces me parece que hablo muy claro y que me explico muy bien sobre ello”. Placer de darse, de dar lo más entrañado de uno mismo: el son del verbo íntimo.

Mire usted, señor mío —que también yo, como la mística ursulina francesa Catalina Ranquet, de mediados del XVII, tengo mi soberbia—, cuando empecé a tener público, hace ya cerca de cuarenta años, pasaba por un escritor oscuro y enrevesado, y hoy son legión los que me han confesado que hallan clarísimos —entendiendo la materia, ¡claro!— aquellos mismos escritos míos que reputaron oscurísimos antaño. “Es que han aprendido mi lengua”, me digo a las veces. Pero no, no es esto, sino es que han aprendido mejor, gracias a mí en gran parte, la lengua que yo de ellos y de los suyos había aprendido y sigo aprendiendo; es que les he enseñado a entenderse los unos con los otros y cada cual consigo mismo. Vea si es soberbia —acaso mística, si es posible en la soberbia— la mía. Por lo cual no he de esforzarme en que usted me entienda de otro modo que obligándole a usted a que se entienda a sí mismo, ni he de ponerme a lo que usted llama su alcance, sino hacer que usted alcance lo que está en el caudal de nuestra habla, de nuestro entendimiento comunes.

Y no es cosa de diccionario, ¡no!, sino que usted reflexione y medite —así, medite— en cómo habla y en si quiere decir algo siempre que dice. Y vendrá a parar en que nos debe importar más que lo que otro quiere decir lo que dice sin querer. Y a propósito de diccionario y para amenizar un poco este sermoncete, acabaré refiriéndole un caso ocurrido en mi Bilbao siendo yo muy niño. Y es que había un tabaquero gran trabucador de palabras, el cual, refiriéndose al reló de San Nicolás, en el Arenal, dijo una vez: “Desde que le han puesto amósfera nueva…”; y al interrumpirle otro: “Pero, Juanito, si no se dice amósfera, sino esfera…”, replicó: “Bueno, bueno; ¡p’hablar con vosotros hay que andar con el calendario en el bolsillo!” Nada, pues, de calendario, pero sí reló para oír y leer, hablar y escribir despacio. Lo más difícil, oír despacio, que no es paradoja. Sólo recuerda el que atiende. Y sólo el que atiende entiende. Y entender es recordar. Mas de esto, otra vez.

El ceño de Castilla

El Norte de Castilla (Valladolid), 19 de enero de 1934

“Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría / columnas de la tierra castellana, / que por los hielos y las nieves cana / la frente alzáis con altivez sombría; / campos desnudos como el alma mía, / que ni la flor ni el árbol engalana, / ceñudos al nacer de la mañana, / ceñudos al morir del breve día; / por fin os vuelvo a ver tras larga espera, / os vuelvo a ver con aquel afán tierno / del patrio amor que vivo persevera, / para mí y para vos llegó el invierno, / para vos volverá la primavera / pero mi invierno ¡ay! será ya eterno.”

Así cantaba al volver a España, su patria, después de larga ausencia en el extranjero, aquel poeta apocalíptico que fue el sevillano García Tassara, y en ese soneto —una maravilla en sus cuartetos— nos dejó su alma y la dejó en la memoria de Dios, que es la historia sobre-sustancial. Y ahora yo, recogido en esta Salamanca, donde rehuyo que se me pegue la inevitable chabacanería de las luchas de los partidos políticos —loque no es política verdadera— y en este último invierno de mi menester docente oficial —al ir a caerme la jubilación— contemplo el ceño de los desnudos campos castellanos.

“Que ni la flor ni el árbol engalana…” Empiezan a apuntar las mieses, revistiendo de tierno verdor a los campos, las mieses que esperan la hoz. Pero otra hoz pasó ya por aquí, la hoz moscovita segando corazones de hombres mientras el martillo les martillaba el seso. ¿Que la mies de esas entrañas humanas, que sus inacallables anhelos de justicia tiene raíces de dolor? Sin duda. Pero no suelen ver, no pueden ver acaso, dónde está la raíz del mal y les han traído nuevas leyendas —no mejores que las antiguas, y cuidado que estas son malas— sacadas de una pedantesca interpretación materialista de la historia. Con otro régimen económico, con otra distribución de la riqueza, con suprimir la clase explotadora, la tierra se volverá de madrastra en madre y desarrugará el ceño. La pobre tierra que se empobrece más si la cultivan por su cuenta y riesgo los pobres hombres pobres. ¿Asentarlos? Se repetirá el caso de la fábula de la gallina de los huevos de oro. Y eso que no son de oro.

¡El árbol! Aquí la encina recia y prieta, inmoble al viento, de hoja perenne que da fruto y da leña y da sombra y da frescura. Pero siguen talándola. Es la locura del grano.

Cuando hace años hacíamos por estas tierras una campaña agraria —no habían surgido aún los sedicentes agrarios— hubimos de referirnos muchas veces a los municipios desolados, desaparecidos. Entre ellos el de Campocerrado, de un solo dueño, un señor conde. El cual se lo vendió a un ganadero indígena y éste expulsó a todo el vecindario para meter en el término su ganado e irse él allá, con sus criados, a criarlo. Pocos años después se aró el Cementerio del lugar. Y cuando el que esto ahora cuenta aquí tomaba parte en la susodicha campaña, no dejaba de aludir al caso de Campocerrado, recordando lo que en Inglaterra se dijo cuando una duquesa hizo expulsar labradores para sustituirlos por ovejas, y era que las ovejas se comían a los hombres. Mas han pasado años, he vuelto a pasar por aquellas tierras y he podido ver que donde no podían vivir los míseros labriegos —ni los pegujareros— y eso que no regía ley de Términos municipales contra los braceros por fuerza trashumantes a temporadas, hoy viven los que cuidan el ganado. Y he comprendido que donde las ovejas —y las vacas y las cabras—no se comen a los hombres, se comen los unos a los otros. Porque la tierra de arar no puede mantenerlos. Y me he dado a meditar no sólo la ley de la renta de Ricardo sino la de la población de Malthus. Y las pedanterías de la industrialización de la agricultura dirigida por hombres educados en fábricas. O acaso en oficinas o en redacciones de periódicos de economía social que presume de científica. Y se sigue talando los árboles y los campos cada vez más desnudos y cada vez más ceñudos.

Pero váyaseles con estas consideraciones pesimistas —así las llaman y acaso tengan razón los que lo dicen— a los que a toda costa quieren que su trabajo les rinda lo que no puede rendirles su producto y para eso suprimir al empresario, y desde luego, al propietario, a quien sustituirá el Estado todopoderoso. Sólo que como el todopoderoso Estado no puede dirigir por sí vuelve el intermediario y, además, ni el Estado puede igualar el rendimiento al salario apetecido. ¿Que saque éste de toda la demás producción? Sí; empobreciendo a todos, incluso a los labriegos.

“¡Bah!, se ha dicho eso y se sigue diciendo tantas veces…!” Se dice. Y los pueblos pobres se hartan de repetir que a otros pueblos, a los pueblos ricos, les sobran frutos. Y obligarles a que nos los cambien. Pero por qué otro producto. Como no nos echemos a conquistarles sus tierras… O vayamos de siervos a ellas… No, si es que no está la tierra toda humana sobrepoblada, está, por lo menos, la población muy mal distribuida. Y en cuanto a estos campos desnudos y señudos… ¡Sí, sí, el granero de Roma…!

Estos campos, hoy desnudos y ceñudos, fueron, en un remoto antaño, campos de pastores trashumantes, de cañadas o cordeles de la mesta. El traje del charro, que desaparece, con sus botas y su cinto de media vaca, el traje de vaquero, era impropio para encorvarse a empuñar la mancera de un arado. Era de la raza de Abel. Y éstos, los abelistas, echaron afuera a los moriscos, a los cainistas. Y a los judíos. Es decir, quienes les echaron fueron los señores, los dueños de los pastores. Pero descendientes de Caín, el labrador, fundaron las ciudades y de la ciudad surgió la civilización, y con ella toda esta terrible lucha en que los hombres se comen los unos a los otros. ¿Y ahora?

Ahora los hombres tienen que aprender a refrenar sus apetitos —su hambre individual y su hambre específica— a rebajar —¡y en qué medida!— su tenor de vida y a poner en claro qué son esas imaginaciones del “justo salario” —imaginación pontificia— y de la “existencia digna” —imaginación constitucional republicana. A la vista de estos campos desnudos y ceñudos tenemos que desnudarnos las almas —desnuda nos decía García Tassara tener la suya— y meditar en que acaso llega, hasta para los más jóvenes, un largo, un muy largo invierno. ¿Volverá la primavera?

¿La primavera? “¡Primavera, juventud del año; juventud, primavera de la vida!” Así se ha cantado. Y ahora: “¡giovinezza!”, “¡giovinezza!” ¡Juventud! ¡Juventud! ¡Sí, sí, que canten, que canten! Cantando se distraen las penas. Y se las alimenta y amansa.

Mas, después de todo, este desnudo ceño de Castilla, ¡qué lección de resignación, de paz entrañable, de íntimo sosiego, de eterna esperanza, le da al que contempla la puesta del sol en sus campos! Se dijo en un tiempo que no se ponía el sol en los dominios del Imperio español. ¡Que se ponga… no importa! ¡No importa!

Lo que importa es otra cosa.

¡Cumbres del Guadarrama y de Fuenfría, columnas de la tierra castellana! ¡Columnas que sustenta a su cielo!

Cartas al amigo VIII.

Ahora (Madrid), 27 de enero de 1934

Quedábamos en que entender es recordar, acordarse. Recordamos para entendernos lo de nuestros padres y los suyos. Que el alma se nos hace en el regazo de la lengua común, en el seno de la comunidad de nación. Perpetuo recuerdo, remesa, transmisión, tradición. Sólo por ésta nos entendemos. La lengua es la tradición siempre renovada, en progreso siempre, y guarda en sí lógica, estética, ética, hasta religión íntimas. Que lo más íntimo de la llamada Reforma —y a la vez de su melliza, la Contra-Reforma—, fue el hacerse lengua vulgar, familiar, popular, laica. De los más hondos y ahincados reformadores, re-creadores, de sus sendas lenguas familiares fueron Lutero y Calvino. Antes Huss y Wiclef.

Toda tradición —transmisión— viva conlleva, pues, en empinada y escarpada cuesta, progreso. Toda historia es herencia, y lo de Cánovas de continuar la de España, una perogrullada, como el pretender comenzarla, una necedad. ¿Nuevas convicciones? ¿Nuevo rumbo? ¿Nuevo credo? Bien; ¿pero adquiridos o infundidos? (Mejor, embutidos). ¡Y cómo! Muchedumbres embaídas por palabrería y habladuría sin palabra ni habla de veras. ¿O es que va uno a comentar eso del fervor, y la emoción, y la vibración y otros embelecos así para embeleso de papamoscas? ¡O llamarle Divinidad —no menos— al consabido régimen! Y luego la diferencia que va de acatamiento —rendimiento— a adhesión. Se adhiere, se agarra, la hiedra al árbol para trepar o para ahogarlo, y el mamoncillo a la teta materna o de alquilada ama de cría de hospicio. Pero como a esos papamoscas las ideas sustanciales y estables les resbalan por fuera y no se les quedan dentro sino las accidentales y pasables, andan a tuertas y a tientas por los caminos imperiales de la vida civil durante la extensión de ésta. Y todo eso que dicen profesar, ¿es idolatría? ¿Superstición? ¿Fetichismo, o sea hechicería? Algo peor. Porque a todo ello la librepensaduría al abuso, como la ortodoxia católica romana —envés y revés cambiables—, proveen a sus respectivos feligreses de grillos y de muletas. ¿Si lo uno, para qué lo otro? Es que la librepensaduría —sobre todo la de compás y escuadra— no ha hecho más que remedar y remendar la Inquisición.

¿Qué? ¿Qué dice usted, amigo? ¿Que a qué partido, secta, escuela, hermandad o círculo pertenezco? Al de ir haciendo que cada uno de ellos vaya a entender su propio entendimiento, y no es poco. Es como otro —no usted, amigo mío, no—; otro que me soltó, desde un diario de mi tierra nativa, que ando mariposeando de ceca en meca. Majadero quien lo soltó, ¡más que majadero! Cuitado partidario entontecido que no puede entender las libres tomas de posición y de posesión mentales ajenas. La dementalidad o siquiera deficiencia mental es algo hoy, sobre todo en política, espantoso en España. ¡Mariposeo! El cuitado, oruga que está a roer su hoja marchita —tal vez de berza—, no llegará a mariposa, porque antes, cuando coco encapullado, le ahogarán para desovillar hebras de su capullo. ¡Que roa, pues! Ellos, a roer, y nosotros, a roerlos y restregarles la sesera hasta que aprendan —¡quiá!…— a mirarse desde fuera de sí mismos y se salven.

“Hablando se entienden las personas”, se suele decir. Las personas, puede ser, pero… Mas antes hay que hacerse oír, hablar, leer y escribir despacio, rumiando, que es educación. Y para ello nada peor que cegar la fuente de la palabra viva, de la que estamos haciendo arreo. El olvido de crearse la propia lengua —“Hazte el que eres”, dejó dicho Píndaro— es lo que ha hecho que hayan podido prender sandeces, como la de llamarle estúpido al glorioso siglo XIX, el del gloriosísimo liberalismo. Gentes que, por querer estar al día, no saben ir al siglo. Tanto valdría llamarles estúpidos al Maladeta, al Almanzor, al Veleta, al Duero, al Tajo o al Ebro. Y, por otra parte —ésta ya noble—, hay el placer de crear —¡claro!, ¡y tanto!…— como el de anonadar o siquiera el de construir y el de destruir. Pero hay la complacencia de entender lo que se crea —o siquiera construye— y lo que se anonada —o siquiera destruye—. Y de no entenderlo surgen remordimiento y resentimiento. Sobre todo cuando se derrumba torre construida con escombros de derribo. Mas ya dijo el Cristo: “Perdónalos, Padre, pues no saben lo que se hacen.”

“¿Y qué más?” ¡Ah, sí!; que los que para inciertos roedores de berza, pasamos por raros, desequilibrados, extravagantes —si es que no locos— o por mariposas, tenemos que decir muy alto, muy ancho y muy hondo que somos los que mejor sostenemos el pecho, que alberga el corazón, la cabeza, que alberga al seso. ¡Así! Ellos, a la que llaman acción; nosotros, al entendimiento de ella. Y al habla. ¡Y qué orgullo si para entender otros pueblos de Dios al nuestro tuvieran de nosotros que aprender su lengua! Salvar a España siquiera ante el sentido del mundo de los entendidos. Y si, lo que Dios no ha de permitir, hubiera de hundirse la patria, que se pueda llegar a decir que hubo quienes entendimos que se hundía y cómo, aunque sin poder remediarlo. De tener que morir, morirse con plena conciencia de muerte. Y glorificado sea el tu nombre, España, aun muerta, pues el nombre es la sustancia espiritual eterna. Y entrar con entera razón, con sentido lleno, en la inmortalidad de mano del Ángel de España. ¿Dejar nombre en la Historia? La Historia —el pensamiento de Dios— está tejida de nombres vivos y redivivos.

Mas cuando en una de estas galernas de nuestro viaje se vean en lo alto de las antenas de la nave luces de Sant Elmo —que son fuegos fatuos del pantano en cuyas orillas roen las orugas y croan las ranas—, se nos abrirán de par en par, al aire azul, las hojas del corazón y habrá de recobrar esperanza de que la conciencia comunal —que no es precisamente esa quisicosa a que se llama opinión pública— nos lleve a puerto de salud. Y de pasaje…

Y en tanto, dejándoles roer, nosotros, mariposeando —¡sea!— de flor en flor, a hacer entendimiento de habla, que es hacer conciencia familiar, popular, laica de veras.

Hila tus entrañas

Nueva Vida (Barcelona), núm. 2.º, 30 de enero de 1934

“Mi pena es como un castillo roquero, que, cual nido de águila, se eleva en la cumbre de una montaña, entre nubes, y que nadie puede asaltar. Desde él me lanzo a la realidad y cojo mi presa; pero no me quedo abajo, sino que me llevo mi presa a mi hogar, y esta presa es una imagen que entretejo en los tapices de mi castillo.”—S. Kierkegaard.

Este mismo trágico Kierkegaard nos dijo de una araña que, suspendida sobre el abismo, tantea el abismo de su alrededor. Y el enorme poeta yanqui Walt Whitman volvió sobre esta imagen tan preñada de sentido simbólico.

Decía Kierkegaard en 1843: “¿Qué va a venir? ¿Qué nos va a traer el porvenir? No lo sé; no presiento nada. Cuando una araña desde un punto fijo se precipita hacia abajo, a sus consecuencias, ve constantemente ante sí un espacio vacío en que no puede sentar pie firme por mucho que lo tantee…”

Decía Walt Whitman en 1870: “Observé una silenciosa y paciente araña que estaba aislada en un pequeño promontorio; observé cómo, para explorar el vasto vacío ámbito, lanzaba sacándolo de sí misma, filamento, filamento, filamento, devanándolo sin cesar, hilándolo con incansable presteza. Y tú, ¡oh Alma mía!, donde tú estás, rodeada de inmensos océanos de espacio, incesantemente meditando, aventurando, lanzando —buscando las esferas, para anudarlas; hasta que se forme el puente que has de necesitar— hasta que prenda la flexible ancla; hasta que el hilo que lanzas coja en alguna parte, ¡oh mi Alma!”

Y ahora, cuando los que asustan del Porvenir, que es peor que temblar ante la Muerte civil, que es la Historia, sea una comedia conforme al libro y al programa; cuando estos se preguntan despavoridos: “¿qué nos va a traer el día de mañana? ¿qué sucederá mañana, Dios mío?, ¿cuál va a ser nuestra suerte?, ¿qué nos espera?”; cuando dicen esto los que se estremecen ante el salto en las tinieblas, nos acordamos de la araña de Kierkegaard y de la de Walt Whitman. Que era una misma araña.

¿El salto en las tinieblas? Lo teme el que no lleva cuerda de salvación consigo. Cuando se va a descender a una sima inexplorada, se lleva una lámpara; pero antes que lámpara, una cuerda, una cuerda de salvamento. Cuando Don Quijote fue a descolgarse a la maravillosa Cueva de Montesinos, llevó “casi cien brazas de soga”, con la que “le ataron luego fortísimamente”, y a la que él habría querido juntar “algún esquilón pequeño”, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; mas aún sin esquilón, “dándole soga el primo de Sancho, le dejaron calar al fondo de la caverna espantosa.” (Parte II, capítulo XXII).

Pero para el descendimiento —¿por qué no ascensión?— a la cueva maravillosa del Porvenir tenebroso: para el salto en las tinieblas que se nos vienen espesando encima de la cabeza y debajo de los pies, no sirve soga alguna de fuera ni aunque sea de “casi cien brazas”. Como la araña, tiene nuestra alma que sacar la soga, el hilo de Ariadna, de sí misma, de sus propias entrañas. Hay que sacar, cada uno, de sí mismo, el hilo conductor y salvador de sus propias entrañas. Tiene cada cual, si quiere salvarse, que hilar y retorcer las propias entrañas, palpitantes de vida, de ansiedad, de desesperanza y de fe.

Lo más trágico de la araña de Kierkegaard y de la de Walt Whitman, no era que tuviesen en torno de sí el vacío, sin un punto en que sentar pie, sino que era que el hilo de que pendían se formaba en sus propias entrañas, y que era parte de sus entrañas y no una soga que hubiese cogido fuera de sí.

Pobres hombres que para descolgarse a la cueva maravillosa del Porvenir, del mundo nuevo, de lo desconocido del mañana, necesitan soga, ¡programa! “¿Y quién nos va a gobernar? —preguntan aterrados—, ¿y con qué leyes?, ¿y con qué clase de gobierno?; ¿cuál es el programa de esos revolucionarios?: ¿cómo van a organizar la sociedad futura?; ¿con qué substituirán a la propiedad privada?; ¿con qué a la herencia?; ¿qué van a hacer de mi empleo?” Y así sin cesar. Todo se les vuelve pedir soga y un esquilón para llamar cuando sientan ahogo o terror de muerte, y una lámpara para ver las tinieblas. Y no saben que la lámpara no sirve cuando uno no sabe ver en sí mismo. Y que, en todo caso, hay que ser como la luciérnaga, que saca de sus propias entrañas la lucecilla con que, más que alumbrar su camino, se alumbra para que su compañera la vea.

Pobre amigo mío, aterrado ante el salto en las tinieblas del mañana; ante el caos social que presientes; ante un porvenir sin programa político; ¡hazte luciérnaga y hazte araña!Golpea en tus entrañas y fuerte y sin duelo, hasta sacarles chispas de luz, e hílalas y retuércelas, también sin duelo. Sólo el que , habiendo sido duro e implacable consigo mismo, se hiló y retorció las entrañas en hilo de exploración en el vacío; sólo el que se laminó y se ahusó el alma en busca de su PARA QUÉ, en busca del Alma del Universo, sólo éste puede lanzarse en la sima del porvenir tenebroso. ¿Qué es lo peor que puede pasarle? Que las hiladas entrañas se le quiebren. ¡Y aún así!

Mira, amigo, venga lo que viniere. ¡Más vacío que el pasado no ha de ser!… “¿Qué nos traerá el porvenir?” —dices. Y ¿qué nos lleva el pasado? ¿Qué sentido tiene la historia toda que hasta hoy ha sido? ¿Le tiene alguno? ¡Vaciedad de vaciedades y todo vaciedad! Pero ya conocemos la vaciedad de ayer; ¡venga la de mañana! Pasado mañana será ya cosa vieja. Dentro de un siglo, mucho antes, esa sociedad que nos preparan los de la nueva era social se verá que resulta tan estúpida, tan vacía, tan absurda como la de ayer. ¿Para todos? ¡Para todos, no! Menos para el que desciende a ella cogido al hilo de sus entrañas. Porque para este no hay otro mundo que su hilo. La verdadera senda de la vida de la araña simbólica es el hilo de sus entrañas.

Hílate, pues, las entrañas, alma mía, ¡y venga lo que viniere! Más vacío…

Debates políticos

Ahora (Madrid), 31 de enero de 1934

Aunque este comentador —¡presente!— sienta alguna aversión al espectáculo —no al deporte— del fútbol, a las veces se detiene ante las informaciones gráficas, las instantáneas, de sus momentos. Y no logra darse cuenta del paso. Lo que no le ocurre tanto cuando contempla las de las corridas de toros, y eso que nada tiene de aficionado. El toreo se le presenta más escultórico que el futboleo, acaso por ser más estático, menos cinemático. Y es que repasando cada una de las instantáneas que componen la serie de una cinta cinematográfica ¿cabe darse cuenta del movimiento? Sabido es que la realidad sentida, la que podríamos llamar psíquica —o acaso histórica— no es la física. En una rueda en rápido moverse no vemos los radios, y un bólido nos da una línea. La objetividad para nosotros no es la de un registro estadístico. Y en cuanto al cambio o progreso hay que recordar lo de Leopardi de que “naturaleza marcha por tan largo camino que inmóvil nos parece”.

Y aquí cabe, a modo digresivo, recordar lo de aquel objetivista que huyendo de toda arbitraria convención humana y pareciéndole una de ellas la escritura, pretendió aprender a leer un relato en el trazado del disco de un fonógrafo, provisto de una fuerte lupa. ¡Esa sí que era escritura científica, objetiva, natural! Y este mismo objetivista proponía que al niño, al llegar a los cuatro años, se le hiciese estudiar historia crítica comparada —en películas— de las religiones todas positivas y negativas para que pudiese, libre de prejuicios, escoger entre ellas la que mejor se le acomodase, respetando así su conciencia. ¡Nada menos que todo un pedagogo el objetivista aquel!

Estas reflexiones o, si se quiere, fantasías se le ocurren al presente comentador cuando se para a considerar los juicios que acerca de la marcha de nuestra historia sacan los que se fijan en cada una de las instantáneas de su proceso. Repasando la serie de las actualidades, pretender deducir el proceso. Y de aquí una visión grandemente deformada del camino que vamos recorriendo, una visión cinematográfica.

Hay mucho, muchísimo de error en el sentimiento de que estamos experimentando enormes cambios en la constitución íntima de nuestra comunidad española. Todas estas aparatosas tempestades no pasan de la sobrehaz del oleaje. Como en la mar, la hondura permanece quieta. Y de aquí el que se tome por movimientos de reacción lo que no es más que la afloración de lo permanente. Toda esa tan pretendida cuanto cacareada revolución no ha sido, en su mayor parte, más que ventolera sobre el haz de las aguas, levantando no poca espuma. Ni siquiera lo de aquella vigorosa metáfora del gran poeta catalán —o valenciano, que entonces era igual— Ausias March cuando decía: “Bullirá el mar como pote al fuego” (com pot al foc). Porque aquí no ha bullido o hervido nada. Pues hasta las consabidas quemas lo fueron en frío y en deporte cinematográfico más que en pasión. Humo.

Cuando se oye decir que estamos experimentando un cambio radical en la constitución íntima de nuestro espíritu público, de nuestra civilización, lo ponemos muy en duda. Cuando haya pasado tiempo para mejor perspectiva —de aquí a un siglo, por lo menos— es muy probable que se vea que este giro —este recurso— de la llamada postguerra ha sido menos profundo que el de la Gran Revolución, la francesa o napoleónica, y menos que el del Renacimiento. Y desde luego, muchísimo menos que el de la Reforma en sus dos caras, pues que la llamada Contra-Reforma era su otra cara, ya que se dio lo que el cardenal de Cusa —antes que Hegel— llamó la coincidencia de los opuestos. Lutero —o mejor, Calvino— e Iñigo de Loyola son como el lado cóncavo y el convexo de una superficie esférica. Según se mire desde dentro o desde fuera. ¡Aquél sí que fue —el giro o recurso de la Reforma-Contra-Reforma— profundo y sustancial! Entonces fue cuando la fe religiosa se hundió en las honduras de una civilidad puramente humana. Y la Humanidad se encontró sola. Junto a aquella catástrofe —de un lado y de otro— ¿qué significan todas las cuitadeces del ridículo laicismo y del no menos ridículo eclesiasticismo y la hinchada vanidad de los que repiten la insondable tontería de que la religión —¿cuál?— es el opio del pueblo?

“¡Estamos viviendo una época inmemorial!”, se oye decir. ¡Qué gana de darnos importancia! Siquiera de espectadores, ya que no de actores. En este rincón —en mucha parte, remanso— de la gran corriente central que está erosionando el suelo de esta Europa hecha por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, no es de creer que vayamos a darle inmemorialidad a nuestra época con nuestras mezquindades y rastrerías; entre éstas, las de esas funciones de variedades a que se llama debates políticos, que ponen al consabido régimen en posición incidental. Siguiendo en los diarios el curso de esos debates deportivos y cinematográficos, se da uno cuenta de que no hay cambio alguno sustancial en nuestra política desde hace cincuenta años, desde los tiempos del típico Romero Robledo. Y este comentador —¡presente!—, leyendo las reseñas de las sesiones de Cortes—que son instantáneas y como gacetillas o croniquillas—, cree contemplar no momento de escultórico y asentado toreo, sino de contorsionado futboleo. No cuadrillas castizas, sino equipos traducidos; no estocadas, ni quiebros, ni pases de muleta, sino pelotonazos, y coces, y empellones, y hasta cabezadas. Y a la cuenta de esta diferencia ayuda la actitud de la concurrencia, sus interrupciones, rumores, chillerías, denuestos y algún que otro estallido de litúrgico fervor regimental. Más estadio que plaza de toros. Y así no nos aviamos a seguridad de estado, sino que nos desviamos —si es que no desaviamos— de ella en plena guerrilla civil. De tales debates nada puede aprovecharse para el vuelo de la nación, que no hay ave que lo alce con un ala de vencejo y otra de murciélago.

“¡Cómo han cambiado las cosas en lo que va de medio siglo!”, repiten los que viven desviviéndose por olvidar el pasado. Las cosas, tal vez; pero… ¿los hombres? Cuando a la hora de irse a coger el sueño, en el retiro provinciano, se acuesta uno desceñido, encinto, el cuerpo y también la imaginación encinta por las informaciones de la actualidad política, reaparécenle los mismos, cabalmente los mismos sujetos de cuando acabó, en plena representación romero-roblediana, sus estudios facultativos. Y así vamos no al avío, sino al desvío —o al desavío, que es peor— de nuestro íntimo derrotero histórico.

Glorioso desprecio

Ahora (Madrid), 7 de febrero de 1934

“Brama, gime, rechina, ladra, ahulla, y en estallidos su congoja arrulla.”

Quevedo.

El ansia de sacudirnos de la mente, siquiera por un rato, el obsesionante fantasma público del hombre-masa, del hombre macizo como la mano o majadero del almirez, nos ha vuelto a llevar a recostarnos en Quevedo el manchego, una de las rocas de que mana la tradición fluida del sentimiento ascético español.

¡Qué hombre! ¡Qué persona! Nada de masa. Oigámosle: “La multitud… es carga y no caudal.” “Vulgo y loco todo es uno.” “Felipe II… era más formidable cuando trataba consigo las razones de Estado que acompañado de fuerzas y gente…” Y esto que Quevedo, que tuvo que sufrir de la razón de Estado, dejó dicho que “no hay cosa más diferente que Estado y conciencia, ni más profana que la razón de Estado”. Fue cesarista por personalista. Y pesimista, por de contado. Quién otro ha dicho en España lo de: “Vuelve los ojos, si piensas que eres algo, a lo que eras antes de nacer, y hallarás que no eras, que es la última miseria.” La última miseria el no ser y no la pena, aunque sea eterna. “¡Qué insolente que es la felicidad!”, dijo otra vez, arrullando su congoja.

O aquello de que “la curiosidad nace más veces del odio que del amor”, y que le llevó a ahondar en el terrible pecado específico de su pueblo y de su tiempo: la envidia. Y así penetró en lo que podríamos llamar la esencia metafísica del Imperio español de su siglo, de aquel imperio que crecía —él lo dijo— como crecen los agujeros, por sustracción. ¡Y cómo quería al Imperio y cómo quería a su España! Amaba la aspereza, la sordidez, la agrura, la decadencia de su patria; aspiraba con deleite el vaho acre de su descomposición; se complacía en la desdicha. Y él, que consideraba la nada, el no ser, la mayor miseria, y se refugiaba de ella huyendo de la insolencia de la felicidad, en la desdicha, cuán cerca, sin embargo, anduvo del quietismo, del nadismo, de Miguel de Molinos, otro de los espirituales grandes de España.

Miguel de Molinos reputaba miserable a la mayor parte de los hombres de su tiempo, porque sólo se empeñaban en satisfacer la insaciable curiosidad de la naturaleza, y se recogía en no pensar ni querer. Y Quevedo, en su espléndido arrebato de altivez manchega, después de afirmar que en ningún género de letras ha excedido al español ningún otro pueblo del mundo, agregaba que “son pocos los que en copia y fama y elegancia de autores, en el propio idioma y en el extranjero, nos han igualado, y si en alguna parte han sido más fértiles sus ingenios, ha sido en la que, por indigna de plumas doctas, capaces de mayores estudios, hemos despreciado gloriosamente.” Glorioso desprecio quijotesco. Y causa de desdichas.

Hace unos años, el que esto ahora os cuenta, a quejas de nuestro atraso en invenciones técnicas respecto a los extranjeros, exclamó: “Que inventen ellos, pues luce aquí la eléctrica tan bien como donde la inventaron, y tenemos otras cosas en que pensar.” Y ahora, sin tratar de rectificarlo ni de ratificarlo, quiere traer a cuento los tercetos de aquel soneto de Quevedo que dicen: “No cuentas por los cónsules los años, / hacen tu calendario tus cosechas, / pisas todo tu mundo sin engaños, / de todo lo que ignoras te aprovechas; / ni anhelas premios, ni padeces daños / y te dilatas cuanto más te estrechas.” Y ahora cotéjese el aprovecharse de lo que se ignora con el glorioso desprecio, y el dilatarse estrechándose con el crecer como un agujero, crece del imperio español en cuyos dominios no se ponía el sol. Y sépase que en el griego moderno, en el romaico, a la puesta del sol se le llama reinado, que el sol reina al ponerse. Como el Cristo al morir.

Sí, ya sabemos ingeniosidades, conceptismos, agudezas. Y, sin embargo, el ingenio de Quevedo, el glorioso despreciador, no era agudo, sino afilado. Agudo el de Gracián. Quevedo no aguzaba su ingenio para pinchar con él, sino que lo afilaba para cortar. Y qué cortantes sus burlas, sus sarcasmos, que sacaban no sangre, sino sangraza y materia. De Santa Teresa de Jesús, a la que como ascético anti-místico guardó ojeriza, dijo que “todas las cosas de esta vida tenía por burla”. ¡Y él si que las tuvo! ¡Y como Séneca, su maestro principal, sintió que todas eran de reír o de llorar! Y lloró riéndose —¡qué muecas, sin gozo ni alegría!— y arrulló, como su Orlando, en estallidos su congoja.

¿Hubo o no en su España, en nuestra España, Renacimiento? Mero pleito de nombre. Lo mismo podemos decir que hubo Remuerte. “Porque también, para el sepulcro hay muerte”, que dijo él. Y en cosa de nombres, ¿quién como él ahondó y escudriñó y socavó en nuestra lengua, en su lengua? Este fue su consuelo. “Del ocio, no del estudio, / es aquesta diligencia, / distraimiento del seso, / travesura de la lengua”, dijo en un romance. Y aquellas travesuras de su lengua fueron arrullos de congoja.

Y ahora oíd lo que aquel varón manchego, ingenioso —como su paisano Don Quijote— y glorioso despreciador de curiosidades, que no nos sacan del no ser y acaso nacen de odio, decía de los políticos, y es que: “Siempre hay en las repúblicas hombres que con sólo un reposo dormido adquieren nombre de políticos, y de una melancolía desapacible se fabrican estimación y respeto: hablan como experimentados y discurren como inocentes.” Ahora que estos hombres pueden ser de la dura y seca casta ascética del ingenioso hidalgo manchego Don Quijote, que reinó al morir reconociéndose, y del ingenioso burlador y despreciador glorioso don Francisco de Quevedo y Villegas, señor de la Torre de Juan Abad. Reinan, como el sol, al ponerse.

Hombres macizos y masas humanas

Ahora (Madrid), 13 de febrero de 1934

Vamos a hilvanar unas notas, para irlas luego desarrollando por separado, sobre eso que nuestro José Ortega y Gasset ha llamado la rebelión de las masas. De las masas del hombre-masa, como él dice. Larra (Fígaro) le llamó, en un célebre articulo, hombre-tierra. Otros le llaman de cemento. Nosotros le llamaremos macizo —en italiano “massiccio”—, de masa y no de maza. Aunque también de ésta. Pues sirve contra los adversarios de mazo, o de mano o majadero de almirez. Sobre todo de majadero. Hombre sin personalidad, pero con terrible individualidad indiferenciada; atómico. El hombre-máquina de Lamettrie, el materialista. Como buen majadero, maja al adversario, pero a su vez si le golpea suena a leño, a macidez. Carece de contradicciones y de polarizaciones íntimas. El hombre del Renacimiento, en cambio, el del humanismo, cuando se estaba descubriendo la personalidad humana era contradictorio y no de una pieza. Y así el del liberalismo, el del verdadero y hondo individualismo, o mejor personalismo.

Y hay el hombre fluido, el de la verdadera clase media —sobre todo en el sentido cultural—, la clase mediana y medianera. Su medianería salva a la civilización. El hombre macizo se estrella en la fluidez del otro. No sirve golpear, batir al agua. El agua no se maja. ¿Que pesa más? ¡Quiá! El hielo, macizo, pesa menos que el agua liquida, pues que flota en ésta. El agua es, a la vez que más pesada, más corriente que el témpano. Y cuando se intenta cuajar, fajar al agua, el resultado es fatal. No cabe hacer falange de la guerrilla. Envencíjese un haz de trigo con vencejo de centeno y pronto el haz, el fajo, se desvencijará. Es como cuando con otra metáfora —¡qué perturbadoras son!— se dice de una masa humana, de hombres macizos, que fermenta, y es que fragua. Sólo fermenta lo orgánico, no lo mecánico.

¿Temor a la rebelión de las masas de hombres macizos? No hay por qué temerlas mucho. El hombre sin personalidad no es lobo, sino borrego, para los demás hombres. Al rebelarle es tan rebañego, tan borreguil, como al someterse; más acaso. Su rebelión es una sumisión. Los mismos que se rebelaron el 2 de mayo de 1808 eran los que gritaban: “¡Vivan las cadenas!”; los borregos paraguayos de Rodríguez Francia fueron luego los borregos heroicos que bajo Solano López defendieron su patria como leones.

Hace poco hacía notar un diario nuestro cómo “lo que menos podía esperarse” era “que las primeras dificultades le vinieran al hitlerismo del lado de los fieles de las iglesias que viven en Alemania y no de los socialdemócratas o los comunistas”. Y añadía: “¿Serán los hombres religiosos los que al luchar por la libertad de conciencia luchen también en pro de la libertad política y resquebrajen y dividan la unidad del Estado totalitario?” ¡Pues claro, hombre, pues claro! “He aquí una paradoja”, agregaba. ¿Paradoja? Así suele llamarse a las hondas y más certeras sentencias. Lleno de ellas está el Evangelio, y más San Pablo. Y por esto con tanta frecuencia cuando se oye decir: “Eso es el Evangelio”, se trata de una paradoja y no de un tópico o lugar común.

La rebelión de la conciencia, que no es maciza, que no es de masa —la masa, como tal, carece de conciencia; no hay conciencia de masa—, es la rebelión duradera y fecunda, la rebelión orgánica y no mecánica. La masa humana a la que se le hacen creer que por acción maciza —frente único o como se le llame—, a golpes de ariete, es decir, a topes de carnero, ha de imponerse, elevarse, mejorar, diferenciarse, o sea dejar de ser masa, resulta que empeora. Si acabaran las llamadas clases sociales, esas míticas clases, para hacerse una sola, ésta viviría peor. Y se produciría un fenómeno parecido al que en física se llama entropía, la cesación de la energía por su nivelación. Todos los átomos, los individuos humanos, de esa única clase social maciza, se agotarían. Los que se quejan de vivir mal, por creer que otros viven mejor, al igualarse con éstos se encontrarían con que todos, incluso ellos, vivirían peor que antes.

El modo de mejorar, de elevarse, de diferenciarse —y luego de integrarse— esas masas humanas, de dejar de ser masas, de que cada uno de sus sujetos —individuos— llegue a personalidad, es muy otro. Y un error más grande es el de creer que la agricultura se presta hoy en España al colectivismo más que la industria. Si se entregara la tierra, no la de los llamados latifundios —que fueron ya—, a los campesinos, éstos, que no saben —y muchos ni quieren—trabajarla, la devastarían, convirtiéndola en un yermo. No se distribuiría mejor la riqueza, sino que se acabaría con ella. Porque cuando se habla de jornales de hambre se calla que ella, la tierra, no da más; ni las rocas pan. Y lo poco, no por la masa. Y lo demás son mitos y fantasías agrario-transformistas de sociólogos urbanos.

Pero si en algo es fatídica esa tendencia a la acción —mecánica y no orgánica, de choque sólido y no de infiltración liquida— de masa, es en el aspecto intelectual o cultural. Lo que más nos aterra de las predicaciones de los conductores de masas es su tremenda vaciedad. No discutimos sus doctrinas ni los fundamentos de realidad que puedan tener, pero ¡qué ramplona, qué estúpidamente las exponen! ¡Que sean lo istas que quieran, pero con inteligencia, con inteligencia! Prediquen socialismo, o comunismo, o anarquismo, o fajismo, o absolutismo, o tradicionalismo, o capitalismo, pero con sentido y con entendimiento. Predíquese, por caso, la pura violencia, el voluntarismo puro, pero con inteligencia, con sentido de violencia y de voluntad. Para predicar la brutalidad, por ejemplo, no sólo no basta ser bruto, sino que estorba. Hay que ser brutalmente inteligente, o si se quiere, inteligentemente bruto y no tonto. Los himnos a la violencia que lee uno por aquí de vez en cuando suenan a mentecatez. El mazo o porra verbal con que dan, su majadero, no ya no es macizo, no es sólido, si no que ni es líquido, como el de un chorro, si no que es y… no, tampoco gaseoso… es como una columna de humo. A las veces, como el arco iris que no sostiene nada.

No, no, amigos liberales —de veras liberales—, no hay que temer demasiado a la acción de choque de una masa de hombres macizos, al rebaño de carneros, pues serán los primeros en rendirse. Ved lo que ha pasado en Alemania y antes en Italia. El carnero, al dar contra el muro, se rompe la testuz. Y es peor cuando, mirándose en la corriente del río o en una charca, se le ocurre embestir contra su imagen, tomándola por su adversario.

Algo más sobre la clase media

El Norte de Castilla (Valladolid), 23 de febrero de 1934

¡Pobre clase llamada media —o pequeña burguesía—, que se la toma en boca y se la trae y se la lleva y se le asenderea, y aun no sabemos a ciencia cierta qué sea ella! Verdad que no sabemos más lo que sea eso de clase, un mero mito pseudomarxista. Que nació de aquello del manifiesto famoso de “¡proletarios de todos los países, uníos!” Y nadie ha definido al proletario, ni es fácil definirlo. Y esa simplicísima distinción, ¡de proletarios a un lado y capitalistas —o burgueses— al otro! Categorías antihistóricas que nacen de lo llamado interpretación materialista de la historia, que es la interpretación menos histórica.

Por lo que hace a nuestra España, no hay criterio más antihistórico que aplicar a su historia tales denominaciones. Es como cuando se habla de feudalismo, que aquí no le hubo. Y en cuanto a la nobleza —o grandeza— española, ¡qué de mitos y de fantasías! En esta nuestra España, que nunca tuvo un régimen industrial bien desarrollado, que fue siempre en su mayor extensión una tierra de modestos labradores —o mejor ganaderos—, de pequeñas ciudades más industriosas que industriales, de artesanía, en esta nuestra España, lo que había era eso que se llama clase media, burguesía. Y hoy todavía es lo que hay, en la que figuraban, y siguen figurando,, los servidores del Estado, los empleados. Eso fue España. Eso fue merced a la Reconquista, y eso fue después merced al descubrimiento de América. Ni siervos ni grandes potentados.

Hace pocos días leíamos por enésima vez uno de esos tópicos redondos que ruedan por ahí y que se repiten a cada momento, y es que la clase media no es ni pinta nada en España, porque sus hijos, los unos o se elevan a no sabemos qué clase más alta o descienden al que se llama proletariado. Y es todo lo contrario, o sea, que los obreros y menestrales mejor acomodados, los que llegan a gozar de un jornal fijo —no eventual—, y llegan a hacer algunos ahorros o seguros, pasan a engrosar la negada y desconocida clase media, y pasan también a ellas —descendiendo si se quiere decirlo así— los propietarios desposeídos o arruinados, los ricos chicos y los ricos achicados. Porque cuando por seguir la moda, se habla aquí de nuevos ricos, se olvida que lo que tenemos es nuevos pobres. Y en esta clase media así formada, por los que se elevan —¡vaya una elevación!— a ella desde un mítico proletariado y por los que a ella se bajan desde un mítico capitalismo, en esta clase media figuran casi todos los guiones y muñidores del proletariado. Porque casi todos los representantes del socialismo y del comunismo que conozco, son pequeños burgueses, hombres de clase media. Y a entrar en ésta les ayuda precisamente su representación política.

Sucede a las veces que uno de esos militantes sociólogos se pregunte: “Bueno, ¿y a qué clase pertenezco yo?”, y meditando desinteresadamente llegue a cierta oscura conciencia —o clara subconciencia—, de que pertenece precisamente a aquella contra la que despotrica. Los más de los militantes de la llamada lucha de clases se encuentran, cuando se examinan a sí mismos, “desclasados” —fuera de clase— o desclasificados. Que es casi encontrarse descalificados. Como hemos podido observar en estos días, que los que más se revuelven contra el fajo, los que más agitan su fantasma, son precisamente los que se sienten fajistas. Y claro es que no nos referimos a esos pobres menores de mentalidad más que de edad, a esos deficientes o retrasados mentales que andan por ahí vociferando o llenando las paredes de estúpidos letreros, cuando no se dan a dar gusto al dedo en pistola. Al observar a los cuales chicos de acción —de acción directa, es decir, sin conciencia medianera— se nos viene a las mientes aquello de FedericoAmiel, cuando decía que “la acción hace casi siempre lo contrario de lo que quiere.”

Lo que hay hoy en España con alguna conciencia, por apagada y acobardada que esté, es precisamente la no reconocida clase media, en la que entra ¡claro está!, lo que se llamaba en un tiempo proletariado de levita; de cuello planchado… Y esa clase se caracteriza por no tener sentido de clase. Que es precisamente su fuerza. Queremos decir que no tiene el sentido de los lucha de clases, o mejor, que tiene el sentido de que la vida económica y social de la nación no se regula por la lucha de clases. Tiene sentimiento y sentido —si es que no clara comprensión completa— de la unidad económica y social de la nación, de la economía nacional, de que los ciudadanos de toda clase —según la enigmática fórmula constitucional—, de que los ciudadanos de todas las supuestas clases forman una sola y unitaria comunidad nacional, más natural que los de una clase de todas las naciones. Frente al internacionalismo doctrinario proletarista y frente al internacionalismo doctrinario capitalista; frente a los dos internacionales de esas dos supuestas únicas clases activas, la llamada clase media, propiamente la ciudadanía nacional, siente que el porvenir de la civilización está en las comunidades nacionales. Siente que a un español, o a un francés, o inglés, o italiano, o alemán, o lo que sea, le une más hondo interés con sus compatriotas de la clase que se les suponga, que no con los camaradas extranjeros de la clase a que a él se le adscriba. Y esto pasa hasta en Rusia, cuyo sovietismo o bolchevismo es un movimiento nacionalista. Tan nacionalista como el fajismo italiano o el nacionalsocialismo germánico. Y cuando llega el caso, los más, al parecer, internacionalistas del socialismo doctrinario, defienden la ley —llamémosla así— de Términos nacionales, y los más exaltados marxistas se pronuncian contra la inmigración de obreros extranjeros, que se les antoja han de actuar de esquiroles o amarillos. (Que alguna vez son física o racialmente amarillos). Como aquí, en España, nuestros sedicentes marxistas se pronunciaron por la famosa ley de Términos municipales, que no es de inspiración internacional, ni siquiera nacional, sino cantonal. O mejor incivilmente aldeana y para protección de los incapacitados. No lucha de clases, sino de lugarones y hasta de barrios.

La llamada clase media es la que ha hecho la patria: es la que puede y debe desamortizarla. Y que no sea una mera hipoteca de los tenedores de la deuda. Y que tampoco llegue a ser un gran hospicio. La religión civil de la clase media es el liberalismo. Es la que puede librarnos del estatismo de las dos internacionales.

Revida de España

Ahora (Madrid), 23 de febrero de 1934

Respírase un ambiente espiritual emponzoñado en que se cierne un vaho de desesperanza. La violencia pura de moda. Suicidios de niños, síntomas de suicidio colectivo. En el fondo, acaso, un proceso malthusiano. Pero en Italia se incita a las mujeres a hacer hijos, no para que vivan, sino para que maten, peor que para morirse. Y muchos se preguntan: “¿vivir, para qué?” Se predicó la acción directa, sin idea medianera. Y con ello va el odio a la inteligencia. Inútil a esos cuitados cachearles el seso; no se les encontraría en él si no entre telarañas alguna bombilla sin filamento a la que ni galvanizados podrían dar lumbre. A lo sumo arrojarla al suelo para que, como petardo, metiese más estrépito que un ¡muera! Y en resolución apetito de servidumbre.

Ambiente de eso que llaman revolución, en el que se borra el sentimiento de justicia y el de libertad con él. Aquella máxima, atribuida a los jesuitas, de que el fin justifica los medios, tiene otra cara, y es que los medios justifican el fin. Ante un medio injustificable se dice: “¡Es la revolución!” Y no suele llevar a inhumanidad, sino a deshumanización, que es peor. A las veces se acude a expedientes mentirosos. Y con ello, un vacío espiritual que espanta. No hay doctrina, que lo que como tal se finge es delirio de enfermedad mental, colectiva, de epilepsia comunal. Pobres muchachos que, embaídos y deslumbrados, obran sin intención ni retención, disparándose al disparar. Luego de cometer un asesinato, que en estado sano sería un crimen, se asusta el actor de lo que ha deshecho. Alguna vez se suicida luego, pero es que asesinó para suicidarse, que es de lo que da ganas. ¡Cuántos asesinatos no son sino suicidios frustrados, y al revés!

Y ante este estado, más terrible en lo mental que en lo moral, al borde de un desenlace caótico, de una locura juvenil colectiva, contagiosa y endémica, la necedad, también colectiva, de andar pensando en poner dique —¿quién pone barreras al campo?— a la avalancha de constituir la revolución. Tengo que repetirlo: o el régimen acaba con esta Constitución, o ella acaba con él. Una noción pedantesca de la legalidad y otra disparatada de la soberanía de la representación popular. ¡Soberanía! “¡El Estado somos nosotros, los representantes populares!” “¡El mundo es mi representación!”, que dijo el soberano filósofo pesimista alemán. Nadie toque a su obra. La Cámara soberana, haciendo Estado con soberanas vaciedades “de toda clase”. ¡Ojo con tocar a su obra, que si no la revolución! A la locura de las masas que se dice representadas, responde la tontería de la masa representativa.

Y luego se habla a tontas y a locas de desencadenar la revolución. Como si no se les hubieran ido de las manos las cadenas, si es que en ellas las tuvieron, y no más bien ciñéndoles los cuellos. Las verdaderas revoluciones se desencadenan ellas solas, y los pueblos no las hacen, las padecen. Son una epidemia de epilepsia, mal comicial, morbo sagrado. ¿Democracia? ¿Pero dónde el “demo” y dónde la “cracia”? Y el que se lamente de no poder contener algo es que él no supo, no quiso o no pudo contenerse antes. La revolución verdadera es sobrehumana —o subhumana, lo mismo da—, sea con hoz y martillo o con haz y porra. Es la trágica. La otra, la de escuadra y compás jurídicos, la constituyente, pura comedia. ¿Forjar con leyes constitucionales una España nueva, cortando la historia? No sirve confundir la dirección del oleaje, que la lleva el viento, con la dirección del curso del río, que sigue la pendiente y que puede ser contraria a la otra.

¿Salida? Acaso la de que la conciencia nacional española recobre la conciencia —conciencia de conciencia, refleja— de su propio destino, soterrada en el hondón de la historia, de la tradición, y enturbiada por todos y no en menor parte por los sedicentes y presuntos —a menudo presuntuosos— tradicionalistas. Salida que sería una entrada, ocaso para un orto en otro mundo. Y ello sería nuestro Renacimiento, marrado, cortado, entre el siglo XVI y el XVII, o mejor nuestra Revida.

El verdadero Renacimiento germánico, marrado, interrumpido en el siglo XVI por la guerra de los treinta años y la paz de Westfalia, lo llevaron a cabo, en el tránsito del XVIII al XIX, no Federico el Grande, sino Kant y Goethe; no la política, sino la filosofía y la poesía. Y la religión. Y aquí las aguas ideales del Guadiana espiritual —¡lagunas manchegas de Ruidera, visión quijotesca!— volverían a aflorar, páramo adelante, derrotero al océano universal humano. Y quién sabe si, como Vasco de Gama, Colón, Balboa, Magallanes, ibéricos que descubrieron, ciñéndola, la redondez del mundo físico, geográfico, otros ibéricos, navegantes del alma universal, habrán de descubrir la redondez y formación de un nuevo mundo espiritual, psicográfico. Aquéllos, navegantes del océano terrestre, dieron la mano a Copérnico, navegante del océano celeste.

¡Ay, pobre España nuestra! ¡Cuándo podrá decir un día ante el anuncio del ángel de la Historia: “He aquí una sierva del Señor; sea en mí según tu palabra”!

Acción y contemplación. A don Manuel Azaña

Ahora (Madrid), 28 de febrero de 1934

Luis Feuerbach, el hegeliano materialista —que en muchos respectos fue un mellizo intelectual de Carlos Marx—, decía en la introducción a sus obras completas: “Mi filosofía es que no tengo filosofía.” Lo que es ya una filosofía, y acaso la más honda. Windelband, el historiador de la filosofía moderna, dice de Feuerbach que fue el hijo perdido del idealismo alemán y que tuvo que acabar donde acabó: en el materialismo más sensualista. Sí, acabó en cierto materialismo histórico—algo parecido al de Marx— y, sobre todo, en la contemplación histórica. Él, con su “Esencia del cristianismo”, y su colega David F. Strauss, con su “Vida de Jesús” —dos de las obras más resonantes y hasta estrepitosas de su época—, ensancharon y allanaron el camino de la inquisición critico-histórica de las religiones cristianas. Camino más seguro que el de las especulaciones dogmáticas de los epígonos de Kant. La obra de Feuerbach, como la de Strauss, fue contemplativa, filosófica, pero de contemplación histórica. Y últimamente Benedetto Croce, el último gran hegeliano, ha terminado sus especulaciones filosóficas por contemplaciones históricas. Qué es en la historia donde hay que buscar el universal concreto, y véase cómo es una filosofía el no tenerla.

Como es una política el no tener política, eso que los técnicos, y aun los “dilettanti”, del politicismo, de la acción política, llaman política. Como el apoliticismo es también política. Lo es la acción directa del apoliticismo sindicalista. ¿Acción directa?; ¿qué quiere decir esto? ¿Acaso acción sin contemplación? ¡Quiá! Acción sin contemplación —previa, conjunta o subsiguiente— no es acción conciente. ¿Qué es eso, amigo Azaña, de que “las contemplaciones ascéticas… no conducen a ninguna parte”? Conducen, por de pronto, a la contemplación misma, que es fin de acción y a la vez principio de ella. Aunque sean contemplaciones nihilistas o quietistas. ¿Crear un pueblo nuevo? ¡Desvarío! Lo que se crea —y es no ya mucho, sino, a las veces, todo— es una visión nueva del pueblo. Ahí es nada cobrar conciencia de la historia que se está viviendo, que se está sufriendo. Y haciéndola con conocerla. Quiénes hicieron la guerra del Peloponeso: los beligerantes o Tucídides, que la narró, la creó espiritualmente, con su “Historia” “para siempre”, como él arrogantemente dijo: Y hay quien cree que el “Memorial de Santa Helena”, de Napoleón, vale más que sus batallas, que, además, no las dio él. De grandes agentes de la Historia, lo que “para siempre” nos queda es lo que creyeron haber hecho, lo que soñaron hacer, cuando han sabido contárnoslo. Hay quien vive una vida activo-contemplativa para escribir su autobiografía. La acción sin contemplación sí que a nada permanente y duradero conduce. El placer mismo de crear, de que usted hablaba —y muy bien—, es placer de contemplar lo creado y acaso de contemplarse en la obra. Decía Goethe que el hombre de acción —al que por antonomasia se le llama así— está desprovisto de conciencia y que es el contemplativo el hombre de veras conciente. ¡Y qué activo fue en sus contemplaciones Goethe! Él, el supremo contemplativo, pudo decir: “En el principio fue la Acción.” Amiel, otro gran contemplativo, decía que “la acción hace siempre lo contrario de lo que quiere.” Y Oliveira Martins —y con esto acabo las citas— dijo de Antero de Quental que “vivía de más para poder ser activo”. ¡Y qué fuerzas de íntima acción —y de íntima resignación activa— se sacan de los contemplativos sonetos ascéticos de Antero!

Y no es lo peor no saber lo que se va a hacer ni no saber lo que se está haciendo, sino ignorar—o peor, desconocer— lo que se ha hecho, no acertar a contemplarlo, no cobrar conciencia clara de la propia obra. En política aquí, hoy, en España, más que meterse a definir la república o el izquierdismo y otros camelos por el estilo, convendría saber contemplar la realidad concreta histórica presente y enterarse bien de cómo funciona esta república democrática y constitucional de trabajadores “de toda clase” y de todo trabajo, incluso el de pensar. No hay modo de hacer repúblicas —ni monarquías ni dictaduras— sin saber contemplarlas, ascética o epicúreamente, una vez hechas y mientras se rehacen o se deshacen. “La obligación de las personas inteligentes —que no están, por principio, excluidas de la política, aunque a veces lo parezca— es (decía Azaña en su discurso del 11 de febrero) saber qué motor se lleva entre las manos, sobre qué fuerza está uno sustentado, qué es lo que nos guía, adónde queremos ir, pero no marchar dando bordadas de cuneta en cuneta, esperando el día del vaquetazo final.” Después de esto, la reseña de donde lo tomo añade: “(Aplausos.)” Uno el mío, mi aplauso, y sincerísimo. Bien, muy bien, requetebién, amigo mío. La obligación, en efecto, de las personas inteligentes, aun de las incluidas en la política activa, es saber qué pueblo se lleva entre manos, sobre qué fuerza está uno sustentado. Acaso sobre berruecos de Ávila. La obligación de los políticos inteligentes, aun de los incluidos en la acción, es saber contemplar, es saber cobrar conciencia histórica de la realidad concreta presente; es saber lo que se ha hecho, saber por qué lo que se hizo se deshace; es darse cuenta de que no puede haber reconquista donde no hubo conquista; es conocer al pueblo, que está sobre la república, como ésta está sobre la Constitución, que amaga deshacerla. Su obligación es enterarse de lo que real y verdaderamente quiso el pueblo —si es que quiso algo concreto y conciente—, si quiso esta o aquella república, la de esta o aquella Constitución, para no exponerse luego al desencanto y a que aparezca viraje a este o al otro lado lo que no es sino el curso natural del río, el de la pendiente, no el del oleaje, que obedece al viento cambiable. Esto sería Contemplación Republicana.

¿Y qué es eso del “nihilismo desolado español”? Muchas veces saber mirar cara a cara a la verdad, aunque ello nos lleve a desolación. Aun de tener que morirse —lo he dicho antes de ahora—, morirse con plena conciencia de que se muere. Una muerte conciente vale más que una vida inconciente, que es peor que muerte.

Ganas me dan de entrar, por vía de ejemplificación, acaso anecdótica, a aplicar este criterio contemplativo al problema ése de los llamados jornales de hambre, para ver si esto es cosa de economía política y no de economía natural, o sea si se trata de jornales de hambre o de rendimiento o productividad de hambre de la tierra, y si eso de los jornales de hambre se puede arreglar acabando de arruinar a los que tienen que pagarlos, para que luego se arruine, a su vez, la nación. Pero esta visión, esta contemplación ascética del problema resultaría desoladora. Lo que no cuadra a un político activo. La obligación de éste es engañar al pueblo, aunque le dé a entender que le engaña, pues el pueblo quiere ser engañado. Por lo cual actúa y no contempla. Y, acaso la mayor obligación para un político activo es saber engañarse a sí mismo. A lo hecho, pecho y no seso.

Sobre la catolicidad

Ahora (Madrid), 7 de marzo de 1934

Hora es ya de cortar el paso a una confusión verbal que desde hace algún tiempo están metiendo ciertos señoritos intelectuales neo-católicos que sin creer ni en Dios ni en el Diablo andan a vueltas con la catolicidad mejiéndola con el catolicismo. Y cuando gemimos bajo el peso de tantas boberías inapelables bueno es hacer el legrado de la matriz mental raspando conceptos.

Católico quiere decir, como de puro sabido se olvida, universal y catolicidad universalidad. Y no es lo mismo que catolicismo, que hoy significa una determinada y exclusiva confesión cristiana, que puede, y suele excluir universalidad dejando de ser, en rigor de palabra, católica.

La más genuina universalidad —catolicidad— civil y religiosa fue la del agonizante paganismo romano, el de la época imperial o cesárea. Roma —la “Roma aeterna”— arrebató a Constantinopla la capitalidad universal, católica, cuando extendió la ciudadanía a todo el Imperio y recibió, a la vez, en su Panteón por una “teocrasia” (con s, no teocracia, con c, que es otra cosa) o mezcla de dioses a los de los pueblos vencidos apropiándoselos como “sacra peregrina”. Lleváronle los soldados de sus campañas la Ma o Belona capadocia, la Isis egipcia, el Adonis sirio, el Mitra persa y otros más. Algunos de ellos eran deificaciones, apoteosis, del Sol, cuyo jeroglífico es la svástica cruz gamada o ganchuda a que ahora han hecho en Alemania racista o nacionalista, es decir, anti-universal, anti-católica. A la desnuda cruz cristiana, la del crucifijo, sin más que sus cuatro escuadras centrales, le han añadido otras cuatro —los ganchos o gamas— y se ha convertido en escuadrón. E inflexible, malo para reglar a un pueblo, que, como a piedra de cantera, se le regla mejor con flexible cercha.

La cruz cristiana, y a la vez católica, fue la del Sacro Romano Imperio Germánico, la de la monarquía universal que propugnó el gibelino Dante; la cesárea, la que tuvo que luchar con la del Pontificado, Que ésta, la pontificia, la del Vaticano, es la del catolicismo, pero no por eso consecuente y necesariamente de la catolicidad. Pues llamamos catolicismo a una doctrina teológica, a un credo. ¿Y cómo es posible abarcar a todos los creyentes cristianos, por no decir nada de los demás ciudadanos del mundo, con el símbolo de Nicea, con el Credo litúrgico y más acompañado de la sentencia anti-universalista de que fuera de la Iglesia de Roma no hay salvación? Catolicidad que se hizo imposible después del Syllabus de Pío IX y del Concilio del Vaticano. ¿Cómo se va a unir a todos los ciudadanos del mundo cuando se les pide creer dogmas increíbles y hasta se lanza el anatema al que confesando creer en Dios añade que no cree que sea demostrable racionalmente ni su esencia ni su existencia?

Y posteriormente hemos visto que ciertos intentos de concordancia entre las dos supuestas catolicidades modernas, la cesárea o imperial, y la pontificia, han tenido que terminar en su discordia y rompimiento. La catolicidad cesárea italiana se ha hecho nacionalista, fajista, esto es, anti-universal, anti-católica, aunque el pagano e incrédulo Mussolini firmara el Pacto de Letrán. Y la vieja catolicidad cesárea germánica ha caído en el anti-católico, a la vez que anti-cristiano, racismo del jeroglífico solar asiático. Lo que nos recuerda que también aquí, en España, hubo y aún hay un cierto catolicismo nacionalista o casticista, aunque sin casticidad. También aquí hemos oído la nefanda blasfemia de que no puede ser buen español el que no profese el credo de la Iglesia Romana, de que la ortodoxia es como sí consustancial a la españolidad. Como si algunos de los más grandes heterodoxos españoles no hubieran sido, en el rigor originario del calificativo, tan católicos—y desde luego tan cristianos— como sus adversarios. Pese a las fogosas sentencias retóricas de nuestro querido y admirado maestro don Marcelino, de cuya “tendenciosa superficialidad” dice algo el profesor danés Broenstedt en su denso y hondo estudio sobre San Juan de la Cruz y a propósito de las concomitancias de éste con nuestro gran quietista —y nadista— Miguel de Molinos. Y si en España no ha habido más heterodoxos, o herejes, o agnósticos, es porque no ha habido más fe.

La proclamada como la mayor —casi única— herejía española moderna ha sido el liberalismo, denominación —conviene volver a recordarlo— que nació aquí, en España; el liberalismo condenado en el Syllabus, el que declaró pecado el antaño famoso y hoy casi olvidado Sardá y Salvany, el protervo liberalismo del artículo 11 de la Constitución de 1876, que escandalizó tanto como el 26 de la actual. Y este liberalismo, del que ha dicho Benedetto Croce en su “Historia de Europa en el siglo XIX”, que es la religión civil de ese siglo glorioso, y del que dijo el católico romano don Antonio Maura que es el derecho de gentes moderno; éste sí que profesó catolicidad, universalidad. Como que en el fondo, en lo político, en lo económico, en lo religioso, era individualista, y nada hay más católico, más universal, que la individualidad; no hay dos cosas que conjuguen mejor que catolicidad e individualidad. Hasta en la Lógica se enseña que los juicios individuales se asimilan a los universales frente a los particulares. La universalidad tiene que temer más de las particularidades que de las individualidades. Por eso el liberalismo cuidó, ante todo, de los derechos llamados individuales, de los Derechos del Hombre, del ciudadano, y de que no fueran anulados por el Estado, por el Estado nacional, que le aparta de la catolicidad ecuménica.

Ese hoy tan calumniado como mal conocido liberalismo; ése al que encausan con “tendenciosa superficialidad” algunos de los susodichos señoritos intelectuales neo-católicos —traductores, en parte, de los camelos de los camelotes de la Acción Francesa, dirigida por un pagano y ateo—, ése sí que fue, en el vigor etimológico de la expresión, católico. Entre nuestros católicos liberales —y liberales católicos— es donde hay que buscar la catolicidad española. O, si se quiere, la españolidad católica. Y ello aunque no fueran ni cristianos ni siquiera deístas.

Déjensenos, pues, esos que enarbolan —y hasta esgrimen— ahora el pendón de la catolicidad sin comulgar con el credo de la misa romana; déjensenos de venir con embrollos y arterias verbales. Lo primero, en política —pues de ésta y no de religión se trata—, es hablar claro. Y en hablar claro entra, por otra parte —¡claro está!—, no empeñarse en definir lo indefinible, ni jugar con sentimientos que no se encinchan en dogmas teológicos.

Cartas al amigo IX

Ahora (Madrid), 17 de marzo de 1934

¿Con que está usted, amigo mío, con-tristado? ¿De veras? Pues por aquí, también casi todos con-tristados, que es peor que tristes. Con-tristeza, que es un consentimiento de la derrota. ¿Y qué va a venir? —dicen—. ¿Pero no cree usted que para cerner contristezas —o contristamientos— no hay como divagar a hilo suelto? O extravagar, que es mejor. Y es así como cuando uno, al romper del alba, yace traspuesto entre sueño y vela, sin darse cuenta de sí. Mas luego llega el despertarse.

De veras despierto está el que tiene conciencia de estar soñando, porque el sueño del dormido es sueño inconciente, que no se sabe tal. En cuanto el soñador se dice: “¡Pero si es que estoy soñando!”, es que despertó. Y cuando cala en toda la hondura de aquello de que “la vida es sueño”, el sueño se le hace vida y sueña para vivir. Y sobrevivir… Lo mismo que está de veras cuerdo el que tiene conciencia de su locura. Cuando se llega a “¡Pero es que estoy loco!; ¡esto es una locura!”, se ha cobrado, o recobrado, cordura.

Sí, ya sé: paradojista, o chiflado, o… esquizofrénico acaso. ¡Bah! Tonterías de psiquiatras sin psique ni iatría, sin alma ni cura. Y sin cura de almas. Que no saben no ya ponerse en el alma del paciente, sino, lo que es más importante, meter en ellos el alma de él. ¿No se le llama a esto introyección o cosa así? No sé…, no sé… Sólo sé que hay que huir de quien nos dice: “¡En mi vida se me ha ocurrido semejante cosa!” Y luego viene el humorismo. Y la disolvente sonrisa cervantina.

“Ergo”…, démonos a escarceos verbales, a lo que —¿se acuerda usted?-— llamábamos “romanceos”. ¡Disipa tantos contristamientos el retorcer los vocablos! El otro día, aquel que usted sabe, me preguntaba muy serio —toma en serio esos camelos— por lo de las derechas y las izquierdas. Y le expliqué cómo el hombre para andar bien necesita tener de igual longitud las dos piernas, la derecha y la izquierda; necesita ser isoscélico —ya sabe usted lo que es el triángulo isósceles, de dos lados iguales—, como el compás. Y le indiqué que esos del compás —¡esos!— tienen que ser isoscélicos. O estarse, como las cigüeñas, cambiando de patas. Y por aquí le fui metiendo cada infundio que a poco le esquizofrenizo. ¡Pero quia! Es impermeable a lo que él —el muy tonto— llama paradojas.

Luego me puse a desarrollarle la diferencia que hay entre la derecha, el derecho y lo derecho. En cuanto al derecho —ya lo sabe usted—, no ando muy fuerte. Lo de la juridicidad se me ha atragantado. Porque como no he cursado ni una asignatura siquiera de esa Facultad, me he quedado en la justicia, que es una antigualla. Y cosa poco técnica. ¡Pero el lío padre fue cuando me metí con lo derecho, con la línea recta! Que, como usted sabe, es indefinible. En todas las definiciones que he oído de ella entra lo que hay que definir: la dirección. Como que es una noción intuitiva. Y aquello de “la que tiene todos sus puntos, etc.” Lo de los puntos es inefable. Y luego hay en una sección de línea recta —sea el diámetro de una circunferencia o de un hemiciclo— un punto central, el centro, equidistante del extremo punto izquierdo y del extremo punto derecho. Aunque esto de derecha e izquierda no es geometría, no es matemática, sino fisiología y, en rigor…, digestión. Turno de digestión. Y le hablé luego no del centro de una sección lineal, sino de una sección superficial; del centro como centro de la circunferencia equidistante de sus puntos todos, los de la circunferencia. ¡El lío, ¡santo Dios!, que armamos —digo, que armé— con eso del centro y de los extremos! El pobre hombre me miraba inquieto, dudando acaso si era que le estaba tomando el pelo o me lo estaba sacudiendo yo. Y él, en tanto, temía por su pelo, por el suyo, por el de su dehesa. O de su partido, si usted quiere. Hasta que se me cuadró, preguntándome que por quién le tomaba. Y comprendí lo peligroso que es someter a tales masajes mentales a sujetos así, que no son sujetos, sino objetos. ¡Figúrese así! ¡Un fanático así!

Fanático, sí, porque usted, que es bastante latinista —y ladino, además—, sabe que fanático vino de “fanum”, el templo, y que lo que está fuera de él, del templo o “fanum”, es profano. Y nuestro sujeto-objeto, miembro disciplinado y creo que hasta fervoroso de su partido, es… —¡vaya de paradoja!— un fanático profano. Y con tales sujetos es peligrosísimo jugar. Porque se dicen: “¿Adonde va éste?; ¿es que quiere quedarse conmigo?” ¿Quedarme con él? ¿Y para qué? Lo que yo hacía era ejercitarme.

En el fondo, lo que él quería es que yo le definiese. Y es indefinible. Porque se define por género próximo y última diferencia —¿no es así?—, y él ni tiene género ni tiene diferencia y es absolutamente simple. Presume de individualidad, pero… ¿Se acuerda usted de aquel ciudadano español que en el censo primero de población que se hizo después de la revolución septembrina de 1868 —la Gloriosa—, y en que se incluyó una casilla de religión, acertó a definirse como único en España? Porque de los que no se declararon católicos, sino de otra confesión cualquiera, sólo él dio con una en que estaba solo. Muchos dijeron no profesar religión alguna; algunos, que todas; éstos, ateos, o protestantes, o agnósticos; hubo budistas, mahometanos, etc., etc., y él, sólo él, se definió… ¡iconoclasta! Solo un iconoclasta oficial hubo en la España aquella revolucionaria. ¡Y qué orondo se quedaría al conocer el resultado del censo! ¡Pero ahora, amigo mío, hay una de iconoclastas del género aquel! Iconoclastas, naturalmente, idólatras.

Qué, ¿se le va a usted pasando la cancamurria, el contristamiento? Porque no pretenderá usted, que me conoce, hallar ilación en todo esto. Ni ilación, sin h, pues aquí no se infiere nada, ni hilación, con ella, pues nada se hila. ¡Y perdón!, ¡es el pícaro oficio! Y esto tampoco es mariposeo. Acaso, y a lo más, “cinifeo”, revuelos de cínife. ¿Se acuerda usted, a propósito, de aquella maravillosa página del gran individualista solitario del bosque norteamericano, que fue Thoreau; aquella página de su “Walden” en que nos cuenta la odisea de un mosquito, de un cínife, por el recinto de la cabaña de madera que con sus manos se construye el robinsoniano? ¡Admirable pasaje! Y qué encanto sería adormilarse al alba, bien protegido por un mosquitero, al arrullo brizador de la sonatina del violero —tal aquí su nombre— y que se mejan y remejan el sueño y la vela y se nos hunda la conciencia de estar soñando y escape uno a derechas y a izquierdas y a centros programáticos.

Y para suspender ya, por hoy, esto aquí, traiga usted, amigo, a su memoria cuando, en un palique parecido, uno que nos oía se nos vino con: “Y eso, ¿con qué se come?”; y usted, clavándole en la vista la vista, le respondió de pronto: “¿Qué con qué se come esto?; usted, ¡con paja!” Y no se dio por ofendido porque era un materialista histórico, avezado a la paja sociológica. Otro dirá acaso: “Todo esto es pura broma.” Y yo: “No, sino broma pura, como la ahora tan celebrada poesía pura, y programática; una lustración contra la ilustración, ya que otros la lustrean.”

Clases y profesiones

Ahora (Madrid), 21 de marzo de 1934

Siempre que se habla de ese socorrido tópico de la lucha de clases pensamos —y piensan muchos, pues así lo han expresado repetidas veces— en qué será eso de las clases. Pues no hay escolástico marxista —y cuidado que el marxismo es una terrible escolástica y con frecuencia de una erizada pedantería— que se haya tomado la molestia de pensar una definición de la clase en el sentido económico. Y tampoco sabemos qué quiere decir, en técnica marxista, lo de proletario ni lo de burgués.

¡Es tan cómodo eso de proletario! Muy sugestivo y hasta sonoro para encabezar un manifiesto: “¡Proletarios de todos los países, uníos!” Y hemos oído después hablar de arte proletario —música proletaria, pintura proletaria, etc.—, como hemos oído hablar de astronomía social. Y cualquier día oiremos de matemáticas católicas o de sastrería racionalista o laica. (Las de los que no cosan sotanas ni hábitos frailunos.) Proletario es hoy en España una denominación tan huera como la de fascista o la de monarquizante. Hemos oído hablar de escritores proletarios —poetas o novelistas proletarios—, pero nos hemos enterado de que no son proletarios que escriban —poemas, novelas, ensayos o artículos periodísticos—, sino que escriben… proletariamente. Un amigo nuestro que se dedica a lo que él llama psicología sociológica nos ha dicho que esos tales son proletarios “de ojo”. Vamos al decir, listeros del proletariado. O mejor del proletarismo, que es otra cosa. Pues así como aquí mismo decíamos que catolicismo no es, sin más, catolicidad, así tampoco proletarismo es proletariado. Y ello nos ha traído a la conclusión de que el definirse —“hay que definirse”— proletario es adoptar una doctrina más o menos clara. En general, menos clara. Lo que nos ha hecho desconfiar de ese proletarismo no menos que de la astronomía social, de las matemáticas católicas, de la economía cristiana, de la sastrería laica o… O de la justicia republicana o monárquica. Ganas de confundirlo todo. Y hemos podido observar, por otra parte, que los proletarios de ojo, que los listeros del proletarismo, están en lo que hemos dado todos en llamar clase media. Y como esos listeros son profesionales del proletarismo, se nos ha planteado el problema de la relación que haya entre las profesiones —entre éstas la profesión de pensador de la lucha de clases— y las clases.

¿Hay, en efecto, profesiones y profesionales que por su índole misma entran en una u otra clase? ¿Hay oficios, menesteres, ocupaciones y funciones que pertenecen a una clase y no a otra? Sabida es la distinción que en inglés se establece entre obreros “skilled” y “unskilled”, o sea calificados, con oficio determinado —canteros, albañiles, carpinteros, sastres, cajistas, etc.—, y no calificados, a que llamamos con varios nombres y en ciertos casos braceros, peones, dependientes, etc., etc Ahora, que ni a los obreros calificados ni a los incalificados —que no quiere decir, ¡claro está! Descalificados— sabemos clasificarlos. Que si es difícil calificar, señalar la calidad, más difícil es clasificar, señalar la clase.

Y así, “de deducción en dedución”, que decía cierto personaje cómico, hemos venido a dar en que el concepto —o mejor pseudo-concepto— sociológico —¡ya salió aquello!— de clase es una categoría política. Y una doctrina política —no económica— de la lucha de clases. Que se reduce a lucha de partidos, a lucha de ideologías. Y no de intereses. Algo, por lo tanto, tan fuera de la íntima realidad vital de la historia como esa grandísima vaciedad de lo de las derechas y las izquierdas, comodín y trampolín a la vez de la inapelable pereza de pensar.

¿Lucha de clases? Lucha de naciones, y de regiones, y de ciudades, y hasta de barrios; lucha de profesiones y oficios, esto sí que conocemos. Se nos habla, por ejemplo, de obreros y campesinos, de martillo y hoz; pero cuando nos hemos puesto a escudriñar luchas sociales que podíamos observar de cerca y en vivo, hemos visto cómo en el fondo hay muchas veces la lucha entre el obrero de la ciudad o de industria y el campesino, entre el martillo y la hoz. Por algo la leyenda bíblica hace comenzar la lucha, la lucha fratricida, no por el choque entre dos míticas clases, ni entre amo y criado, sino entre dos profesiones, la del pastor y la del agricultor. Y sigue. Como sigue el conflicto entre la industria y la agricultura. Lucha de profesiones. En que entra una cierta lucha entre lo que se llama profesiones liberales y profesiones serviles. Y no decimos intelectuales y manuales porque todo oficio manual es también intelectual, pues sin inteligencia ni buen peón cabe ser. Y si bien se mira hay también lucha entre los proletarios de prole y los de ojo.

Asociación profesional apolítica y autónoma. Por supuesto. Esto equivale a decir que no figura en clase alguna, que no es “clasista”, como se decía no hace mucho empleando un neologismo que le molestaba el castizo oído a Azaña, no menos que me molestaba a mí, pues decir apolítico quiere decir que no se clasifica, que no se apunta o matricula en clase alguna, y decir autónoma que se da a si misma la ley sin acatarla de otra asociación cualquiera dirigida por listeros o clasificadores de ojo y a ojo. A ojo de mal cubero.

Pero…, ¡basta!, que es triste cosa tener que recordar cosas tales. Aunque más triste sería que insistiéramos en lo que llaman pesimismo, en nuestra concepción desolada de la historia actual, en nuestra convicción de que por ahora el remedio a la honda corrosión de los cimientos de nuestra civilización es —si ello sea remedio— hacerse a la idea de que todos, incluso los proletarios “de toda clase”, tienen que rebajar su tenor de vida y rebajarse, que hay que trabajar más —los que puedan— para ganar menos y mantener a los naturalmente parados y a los incapaces y que el verdadero profeta fue Malthus y no Marx. Que podrá ser inhumano el régimen actual económico del Japón, pero que no es anti-económico, sino fatal. A menos de que provocando una guerra provoquen una sangría del pueblo que les sobra, ya que las más de las guerras son en el fondo procesos inconscientemente malthusianos del genio de la especie. Ni es explotación del capitalismo, sino fatídica necesidad del capital nacional. Ahora que allí, para ese terrible proceso, tienen, entre otros remedios, la esperanza budista en el nirvana y el “harakiri”. Y en tanto aquí sigan los “clasistas” imaginándose que se distribuye mejor la riqueza secando sus fuentes con reformas que saquen pan de los canchales y tremedales, y se alarga la vida agotando el caudal de que se vive. Es la fábula de la gallina de los huevos no de oro, sino de calderilla. O peor aún, de papel de inflación. Y otro día contaremos al menudo la fábula de la gallina de los huevos de papel de inflación. O huevos de papel inflado. ¡Pobre Estado!

Reflexiones de psicología de la muchedumbre

El Norte de Castilla (Valladolid), 23 de marzo de 1934

El ámbito —recinto— político-moral de la nación española va espesándose, al parecer al menos, por momentos. Y se produce a la vez ese curioso fenómeno de lipemanía, de complacencia en el mal, que caracteriza a ciertas enfermedades, tanto colectivas como individuales. Una melancolía común. Diríase que las gentes se regodean en repetir: “esto va mal, muy mal; no sabe uno a dónde vamos a parar.” ¿Es que nos preparamos todos a representar una tragedia?

Y es más curioso aún —y más digno de estudio— el estado de ánimo de muchos de los que se cree que están trabajando —y lo creen ellos mismos— por la revolución social. Revolucionarios a la fuerza. Por poco que se sepa de psicología de las muchedumbres se puede ver que cuando al fin se lanzan a un motín —pues en motines y no en más se disuelve la tan cacareada revolución— hacen lo que suelen hacer las tropas en las batallas, y es huir hacia adelante, cara al enemigo. Los mueve un doble miedo; miedo al adversario o al poder que tratan de derrocar, y miedo a los de su propio seno que les empujan a la acción. Porque es sabido que, como en las guerras, los de retaguardia obligan, amedrentándoles, a avanzar a los de vanguardia, a los del frente. Que los pobres del frente no suelen ser los que arrastran a los demás; sino todo lo contrario.

¡Y qué de extraños sentimientos puede estudiar el observador atento, desapasionado y sereno! Hay combatientes de esos en que lo último de su conciencia, sin darse acaso clara cuenta de ello, desean ser derrotados. Van a la derrota huyendo hacia adelante. La derrota es el descanso. “De perdidos al agua”, se dicen. Conocemos más de un caso en que una agrupación o asociación obrera ha salido destrozada de una huelga porque llevaba en sí su último destrozo cuando entró en ella. Es una especie de suicidio. Deseaba disolverse. Deseaban los más de sus miembros recobrar su independencia. Y más en un pueblo tan anárquico —no digo anarquista— como el nuestro. Sin que lo de anárquico implique falta de espíritu de sumisión. ¡Fatiga tanto el tener que rebelarse! ¡Es tan descansado el someterse!

En estos días puede notar el que sepa interpretar manifestaciones públicas populares cómo los que desgañitan a gritar: “¡muera el fascio!” sin saber lo que el fascio sea, se sienten atraídos a él, siquiera para conocerlo de una vez. Son los que lo están haciendo. Ellos, que predican la violencia y la dictadura, avanzan, huyendo hacia adelante, a echarse en los brazos de otra violencia, de otra dictadura. ¿Es que no se ha visto un fenómeno parecido en otros países de Europa, y al día siguiente de la derrota ver a los vencidos entrar en el campo de los vencedores y concordar con éstos? Es que habían entrado en campaña ya vencidos.

Otras particularidades son de mucho más fácil explicación. Así en una buena porción de lugares rurales las casas llamadas del pueblo van despoblándose, pero es sólo por competencia de clientela. Había dos equipos de jornaleros donde no había jornales para todos ellos y se matriculaban en esas casas los que creían que protegidos como estaban por el Poder público encontrarían así más pronto y más fácil acomodo. Y no pocas veces las famosas bolsas de trabajo se nutrían de los braceros que por su incompetencia o por su holgazanería difícilmente encontrarían ocupación en régimen de libre concurrencia entre ellos. Porque cuando se habla de esquiroles o amarillos —ahora dan en suponerles fascistas— se olvida que en los contratos colectivos suelen imponerles condiciones los que se saben de peor calidad.

En todo este estado de agitación hay otra cosa y es la del apachismo, la de los maleantes y atracadores, el aumento de la delincuencia vulgar que se disfraza a las veces de lucha social. Acas ande del todo descaminado un amigo nuestro que sostiene que el número de atracos disminuiría si se volviese a permitir el juego de azar prohibido, si se volviese a dejar funcionar las timbas: pues asegura que muchos de esos atracadores son croupiers, tahúres —y hasta rufianes— parados, o sea sin ocupación en su vacación profesional. Ya en otros tiempos se vio que el número de los atentados —bombas, petardos, etc.— estaban en relación con el mayor o menor rigor en lo del juego.

Y queda todavía otro aspecto que es el que, por nuestra parte, más nos da que pensar y que temer, cual es el del estado mental, de veras patológico, de nuestras muchedumbres, sobre todo de las llamadas juventudes de ellas.

Espanta ver con qué tremendas vaciedades se las exalta, con qué locos desatinos se las enloquece y desatina. El descenso de mentalidad es pavoroso. El número de deficientes y de retrasados mentales es abrumador. Y en todos los campos. Sobre todo los extremos. Y empiezan ya en uno y en otro campo extremos al pedir a sus adeptos discipilina, a pedirles aquella férrea disciplina jesuítica que formuló San Ignacio de Loyola en su tesis de los tres grados de obediencia: la obediencia de acción, la de voluntad y la de juicio. O sea que no basta obedecer de hecho a lo que el superior manda ni aún obedecerle de buena gana, sino creer que lo que manda es lo mejor, sujetar el propio criterio al criterio del superior. Que en ciertos casos pueden ser la mayoría del partido o secta.

Cuando vemos por ahí reproducida, en muros de edificios, de tosca mano y con letras de brea o de almagre, la sentencia leniniana de que “la religión es el opio del pueblo”, pensamos que los retrasados mentales —acaso también menores de edad en el sentido corriente— que embadurnaron eso, no saben ni lo que es religión ni lo que es opio. Y que ellos se están administrando otra droga más ponzoñosa y menos calmante que el opio y se están fanatizando con otra religión, tal vez fetichista, más desoladora que esa a que vagamente aluden.

Todo esto y algo más por el estilo es lo que hace que vaya espesándose el ámbito —recinto—político moral de la nación española, que vaya creciendo una desesperanza resignada que puede llegar a desesperación y que por otra parte suspiren por una dictadura los que, de un bando como del otro, huyen hacia el enemigo, van a echarse en brazos del adversario. Suspiran por la paz, sea la que fuere, los beligerantes de nuestra secular guerra, civil. Y entre las más grandes mentiras en curso, está la de la revolución. Sobre todo la de la revolución que se proclamaba en las Cortes Constituyentes.

Gorros rojos y gorros gualdos

Ahora (Madrid), 25 de marzo de 1934

¡Pobre chico, cómo te han puesto la cabeza! Monarquizantes, filofascistas, fascistoides, comunistoides, catolicoides, republicanoides, socialistoides —cuantos “oides”, todos de similor y de semi-H—, y luego cavernícolas de ambas contrapuestas cavernas y martillo y hoz, porra y haz, compás y escuadra, crucifijo y Corazón de Jesús. Y, además, F. U. E., y F. E., y C. E. D. A., y T. Y. R. E., y U. G. Т., y C. N. Т., y F. A. I., y… X. Y. Z. ¡Y a la pobre España, después de I. N. R. I., le llegará R. I. P.! ¡Cómo te han puesto, pobre chico, la cabeza! Para despejártela, divirtiéndote un poco, oye una historia reciente del misterioso Tíbet, el Techo del Mundo, allá en el centro del Asia.

Sabrás que allá, cerca de las alturas del Himalaya, está el Tibet, apartado de Siberia y de Mongolia por el desierto de Gobi, a las puertas de China y sobre la India de Gandhi. La santa ciudad de Lasa, su capital teocrática, está a 4.000 metros sobre el nivel del mar. El lago Titicaca, en los Andes bolivianos, centro del imperio incaico, se halla a cerca de 4.000. ¡Y qué semejanzas entre esas dos comunidades —¿las llamaremos civilizaciones?— de las arrecidas altiplanicies! En el Tíbet, en enormes monasterios, mormojeando oraciones, calentándose con boñiga de yak por combustible, unos monjes embrutecidos envuelven en las más groseras supersticiones mágicas y fetichistas a la religión más idealista, a la del pasado eterno —de la eternidad del pasado—, a la del Buda —o, más bien, Budho, que parece ser lo correcto—, a la que aduerme al pobre mortal preparándole para esa eterna dormida sin ensueños que es el nirvana. Que tan bien comprendemos los españoles. Y menos mal que los tibetanos, en vez de hacer lo del madrileño San Isidro Labrador, que se iba a rezar mientras labraba por él un ángel, se van a trabajar —¡mísero trabajo!— dejando en un arroyuelo un molinillo que haga girar una cinta con oraciones y rece así por ellos. ¡Ingenioso artilugio litúrgico!

Los tibetanos, monjes, o sea lamas, y no monjes, están gobernados por el gran monje, el Dalai-Lama. ¿Teocráticamente? No lo sé, pues el budismo es una religión a-teológica o, tal vez, ateo-lógica. El budismo genuino, que el tibetano… Parece ser diabólico. El Dalai-Lama es metempsicosis o reencarnación de dos poderes demoníacos —en el sentido primitivo, espirituales o, si se quiere, espiritistas—, el de un famoso monje budista del siglo VII, soberano que fue del Tíbet. Tsenrezig, y el de un humilde santo milagrero del siglo XV, Yedrin Dub. En cuanto muere un Dalai-Lama, esos dos espíritus reencarnan en el nuevo, que es un niño a quien, por misteriosas señales, reconocen los solapados y santos lamas. Que resultan ser unos consumados políticos maquiavélicos. Sobre todo al descubrir al providencial pequeño mesías.

Hubo en un tiempo una gravísima disensión, un cisma —en griego, “schisma”, de que también deriva chisme— entre los lamas tibetanos. De una parte, los de gorro —birrete o bonete—rojo, que eran los fieles a los viejos dogmas ateológicos budistas, y de otra parte los de gorro amarillo o gualdo. Como si dijéramos los descalzos y los calzados, los de la vieja y los de la nueva observancia. Y se encismaron tanto los muy chismosos, que llegaron a una sangrienta guerra civil, enrojeciendo con sangre y engualdeciendo con bilis la blanca nieve perpetua tibetana. Lo que no sabemos es si, entre los gorros rojos y los gorros gualdos, hayan surgido los morados. Algo así como radicales entre comunistas y fascistas, entre rojos y amarillos. Acaba de morir el último Dalai-Lama —del que hemos visto fotografía, invención europea— Ngavag Lobzag Tubden Guiatso —o como se transcriba este enrevesado (para nosotros) nombre— a sus cincuenta y ocho años. ¡Extraña longevidad la de esa reencarnación de los dos viejos monjes! ¡Y corren tales rumores respecto a su muerte!… Pues la sapientísima tradición gubernativa tibetana era que el ateocrático soberano no llegase nunca a la mayor edad. Siempre en minoridad soberana, ¡qué profundo sistema! Y luego se hablará de camarillas…

Ahora qué se ha roto el secular aislamiento de aquella altísima y hasta hace poco inaccesible ciudadela de la perenne siesta invernal, dispútanse la influencia allí los ingleses de la India, los rusos de los Soviets y los chinos de Nanquín. Que por cierto a un embajador extraordinario que enviaron estos últimos al Dalai-Lama, éste, implacable enemigo de los chinos, como aquél se hiciera jefe de los chinófilos, le arrojó por la inmensa escalera de piedra del palacio abajo, y llegó al último escalón hecho una plasta. Después, fingiendo desconocer esta historieta, ha llegado enviado de Nanquín en aeroplano, y su comitiva, cargada de regalos, atravesando la India. ¿No es divertida toda esta historia actual del ex-misterioso Tíbet? Con sus gorros rojos y gualdos, y sus cismas, y sus chismes, y sus soberanos infantiles, y sus molinillos —o molinetes— rezadores. Y sus terribles temperaturas. El Tíbet es el Techo del Mundo. Para los tibetanos, se entiende.

Lo que no sabemos es si en todo el Tíbet se habla el mismo tibetano o si habrá dialectos diversos, con sus respectivos nacionalismos o racismos diferenciales, para que ciertos individuos directivos, encismadores y chismosos puedan diferenciarse y distinguirse —acaso por la borla del gorro—, y otros ahorrarse el tener que pensar por cuenta propia, que es harto trabajo. Lo que parece ser es que casi todos los tibetanos fieles, leales a su soberano, son menores de edad mental. Y esto se lo brindo a otro pobre chico, un “mutil” —motilón— folklórico, futbolístico, litúrgico y heterográfico, que me amonesta cariñosamente en cartas llenas de kas, tzes, txes y otros caracolitos con que le han atiborrado la mollera y no seso.

Si yo tuviese tu edad, me dejaría de todos nuestros chismes de por acá y emprendería un viaje al Tíbet, a la santa ciudad de Lasa, a aprender allí el tibetano para chapuzarme hasta la coronilla en los arcanos del budismo fetichista de aquellas encumbradas serranías de nieves perpetuas. Y si volvía por acá, por este nuestro solar del mañana, de la siesta, de la desgana, de la nada y de los gorros de colores, habría de ser para enseñar a mis convecinos el verdadero sentido del nirvana búdico y la política de la perpetua minoridad soberana sin comunistoides, fascistoides, monarquizantes y republicanizantes. “Camelo” en caló, quiere decir enamoramiento, cortejo, requiebro… ¡aunque ha cambiado tanto de querer decir! Ahora, lo que no sabemos es si cuadrarían las medidas tibetanas a todas nuestras regiones españolas. Pues hay aquí de éstas a ras del mar, y otras, como las de Ávila y Soria, miniaturas de las altísimas mesetas tibetana y boliviana, a más de mil metros. Y es sabido que cuando se descubrió el argón, que se decía ser un elemento químico cerniéntese en el aire y que no sube a ciertas alturas, el gran Peyo —Pompeyo Gener, regocijo de Barcelona y autor de “La muerte y el diablo”—, encontró en ello la clave de las diferenciaciones entre celtíberos de la meseta y levantinos de la marina. Que si otros las atribuyen a diferencias entre el garbanzo y el arroz, por nuestra parte no nos atrevemos a decidir de por nosotros.

Puntualizando

Ahora (Madrid), 29 de marzo de 1934

Puntualicemos. Mas antes no estará de más que, a imitación de prólogo cervantino, contemos la historia de aquel loco que dio en el tema de puntualizar las oes —u os—. El cual, pues había sacado, de nacencia, un hipo a poner los puntos sobre las íes —o is—, se encontró, en cuanto hubo aprendido a leer y escribir, con que casi todas las is, sobre todo las impresas y minúsculas, llevan sus puntos, están en punto y sólo se salen de él las mayúsculas, a las que no se les puntúa. Pero cayó en la cuenta de que las os se cierran a todo punto. Y de aquí vino a dar en la manía —al parecer, inocente— de puntuar, y en su centro, a las os. Servíanle a diario la “Gaceta” oficial y se pasaba el día poniéndoles a las os un puntito en el centro. No había llegado aún a ponérselo, en sus espacios cerrados, a las as, bes, des, es, ges, pes y qus. Como era natural, no se enteraba de lo que la “Gaceta” decía ni le importaba, y en rigor olvidó a leer, lo que se llama leer. No le interesaban más que las os. “¡Hay que puntualizar!”, decía, pues no había olvidado a hablar.

Y ahora, ¿qué se puede hacer de un hombre así? Tratar de curarle de su tema sería peor que trabajo perdido. Mejor encauzar su chifladura por cauce de verdadera utilidad publica. Pública, ¿eh?, o sea republicana. Hacerle, por ejemplo, que se dedique a la educación cívica —laica, por supuesto— y que escriba un catecismo republicano. En el que podrían figurar cosas como éstas: P.—Decidme, ¿sois republicano? R.—Sí, por la gracia de la Constitución. P.—Y ese nombre de republicano ¿de quién lo hubisteis? R.—De la República, nuestro régimen. P. ¿Y qué es la República? R.—Eso no me lo preguntéis a mí, que no soy más que elector; diputados tiene en la Cámara soberana el partido que os sabrán responder.

Y qué falta está haciendo un catecismo así que puntualice los conceptos —o lo que sean— políticos en curso. Por una parte, lo de la sustancialidad o accidentalidad de las formas de gobiemo y el misterio inefable de la transustanciación mística de la soberanía. Y lo de la juridicidad. Y, sobre todo, lo de la esencialidad. O sea las esencias republicanas. O monárquicas, es igual. Y luego las quintaesencias; como quien dice triple agua de Colonia. O alcohol puro. Todo lo cual es más o menos traducible de un dialecto político a otro. Cuando un tonto catecúmeno aprende dos o más lenguas, además de la suya de nación, aprende a decir sus tonterías en otras tantas maneras. Así, tonterías católico-monárquicas, o cristiano-democráticas, o laico-republicanas, o ateo-comunistas, o pagano-fajistas… O las casi infinitas combinaciones que caben entre las llamadas ideologías políticas. En las que no hay ni ideas ni lógica.

Por ahora, lo que más urge es puntualizar eso de las esencias. A los que hemos ejercitado nuestras entendederas en estudios filosóficos y, lo que es más grave, filológicos, eso de la esencia nos trae aparejada la existencia, y hasta la subsistencia. Y nos da que presumir si eso de la esencialidad no será existencialidad. En esto de definición o puntualización de la república, lo más claro y concreto que hemos oído es aquello de “nuestra república”, la que hemos hecho por nosotros y para nosotros. Ese posesivo “nuestra” sí que es preciso. Sólo que ésa no sería ya república, “res publica”, sino “res privata”, reprivada o cosa privada. La esencia de la república para uno de esos sería su privatividad. O lo que dijo aquel otro de que la república de esta Constitución no será “la” república; pero es república, una república, añadiendo que la otra, la de los otros, era cada vez menos república, esto es, cada vez menos de ellos. Esto sí que es hablar claro, existencial y no esencialmente.

Y al que crea que me burlo no tengo sino remitirle a un ensayo titulado “Fulanismo”, que publiqué hace ya años, y figura en uno de los tomos de mis “Ensayos”, en el que sostenía que un hombre, un caudillo, un jefe político, es una idea mucho más clara y mejor definida —o acaso mejor indefinida—, mucho más fecunda que un programa ideal. Don Antonio Maura dio una acabada definición de su maurismo cuando dijo: “Nosotros somos nosotros.” Más hondo fue lo de Don Quijote: “¡Yo sé quién soy!”; pero la desgracia fue —¡pobre de él!— que los demás no sabían quién era. En la Argentina le preguntaban hace unos años a un sedicente y apellidado radical qué era el radicalismo y respondió: “Los de don Hipólito Irigoyen.” Como si aquí, preguntándole a algún gallego qué era eso de la Orga, hubiese respondido: “Pues es un partido de organistas regionales que en escuadra siguen a compás a un organero.” Y en el griego clásico, en Tucídides, por ejemplo, cuando se habla de un jefe de opinión —a las opiniones o partidos políticos les llama Tucídides “haireseis”, o sea herejías —se le designa con este circunloquio: “los en torno a Cleón”. “Los en torno a Cleón” quiere decir Cleón mismo en cuanto hombre de acción política. Como si aquí dijéramos: “los en tomo a Lerroux” o “los en torno a Gil Robles”.

Porque ¿qué es, después de todo, una revolución y qué una restauración? Pues la sustitución de unas personas por otras. Pues nadie que viva en serio y sepa observar lo que en su alrededor pasa va a hacer caso de esa grandísima vaciedad de “vieja política”. La política no envejece en la historia. Como no envejece la digestión en la especie humana. Y si se puede hablar de vieja fisiología, no se puede hablar de vieja digestión. Y en todo caso ha de haber más dispépticos entre los fisiólogos que entre los aldeanos analfabetos, que no saben qué es eso del ácido clorhídrico. Tucídides y Maquiavelo sabían de política tanto como sepan los sociólogos de hoy. No, nada de eso de “procedimientos de vieja política” o “habilidades de antiguo régimen”.

No envejece la política. Los que envejecemos somos los hombres; los que envejecen son los políticos. Y además, se mueren tarde o temprano, porque se gastan. Y a esto, y no a otra cosa, se deben las llamadas revoluciones. Que no suelen serlo. Porque las verdaderas revoluciones, las hondas, las que no se cifran en ese embuste de que de la noche a la mañana, merced a una votación en Cortes, un Estado deje de ser de esta confesión para hacerse de tal otra —pues todas ésas son confesiones— esas verdaderas revoluciones no las hacen los hombres, y menos los de acción, sino que las sufren los hombres, y más los de pasión. Y la misión histórica de estos últimos, de los hombres de conocimiento de pasión y pasión de conocimiento, es reconocer esas revoluciones y proclamarlas. Y denunciar a los orates que se dedican a puntualizar las os. ¡Ah!, y a poner motes a los de enfrente.

Cartas al amigo X

Ahora (Madrid), 7 de abril de 1934

Como sé, amigo mío, lo que le entretienen los escarceos y extravagaciones lingüísticos, voy a comunicarle unos en derredor del burro, que se me han ocurrido leyendo un libro sobre España de un poeta griego moderno.

El poeta es Costa Urani, y el libro se titula Sol y Sombra, así, en español —y en abecedario español y no en alfabeto griego—, y como subtítulo: “Figuras y paisajes de España”, esto ya en griego. Es el relato de un viaje de su autor por nuestras tierras, sobre todo las castellanas y andaluzas. Y como el autor, Costa Urani, es un poeta pesimista, ve nuestro país un poco demasiado trágico. En otro libro suyo —éste de poesías— titulado Spleen —también así, en inglés—, al decir que “la congoja, vagabunda de los mundos humanos”, plantó su tienda en su alma, añadía: “Y se queda soñadora e inmóvil como una esfinge, mirando la extensión de las arenas y de la pena, sembrada con los huesos de mis podridos ensueños, de las caravanas que se perdieron en busca de un oasis.” Puede ver por esta muestra de su humor y de sus humores las impresiones que habrá sacado de las estepas —así, con esta misma palabra las llama— de nuestras Castillas.

Mas como —y usted lo sabe muy bien— tengo por método de lecturas leer alternándolos —a veces— libros de distintas materias —de filosofía, de historia, de literatura, de ciencias, de filología, etc.— y en los distintos idiomas en que puedo leer, a la vez que éste de Costa Urani, en griego moderno, estoy leyendo, entre otros, las Contribuciones a una crítica del lenguaje, de Fritz Mauthner, en alemán. Y esta obra, aguzando aún más mi sentido por las intimidades de las lenguas, me ha hecho irme fijando, al recorrer el romaico o neo-helénico de Urani, en sus relaciones con nuestro castellano, mediatas la mayor parte de ellas. ¡Y lo que se saca de estas traducciones para propio individual uso!

Entra Urani en Ávila y se encuentra con que entra en una “muy noble, muy leal y muy heroica ciudad”. Y añade: “Un bando del alcalde os hace saber que en aquella ciudad está prohibida la blasfemia.” Y aquí un tropiezo, una parada lingüística, en mi lectura, y es que el vocablo neo-helénico que traduce nuestra blasfemia suena así: “blastimia”. Es nuestra “lástima”. Que así como el latino “blasphemare”, de origen griego, se hizo en italiano “biasimare”, y en francés “blâmer”, vituperar, maldecir a uno, entre nosotros llegó a ser “lastimar”. Que es primero maldecir de uno, echarle algo en cara, injuriarle y luego lastimarle de otra cualquier manera, acaso con navaja. Y así se le puede dejar, ya a puñaladas, ya a golpes, ya a insultos e improperios, hecho una lástima. Tal que dé lástima, que dé pena verle en lastimoso estado. Por donde se ve cómo una maldición a otro puede volverse en pena compasiva para uno.

Sigue Urani entrando en Ávila y sigo yo leyéndole: “Los raros transeúntes se deslizan como sombras por entre las sombras de las cerradas casas. Los solos medios de transporte que encontramos son los rucios borriquillos.” Y aquí nuevo tropiezo, nueva parada lingüística. ¿En qué? En los medios de transporte: “metaforica mesa”. Porque “metaforá” es transporte. Y aquí cómo —¡picara imaginación metafórica!— se me ocurre imaginar al borrico metafórico —o de transporte— de Ávila, pasando hecho una lástima, hecho una maldición, al pie del bando en que el alcalde prohíbe la blasfemia, la lástima, en la muy noble, muy leal y muy heroica ciudad.

Y doy en pensar en el pobre burro, el amigo de los pobres, que son burreros y no caballeros hasta en Ávila de los Caballeros; en el pobre rucio metafórico. El cual tiene en su blasón de cristiana nobleza el haber transportado, el haber llevado al Cristo al entrar éste el Domingo de Ramos en Jerusalén, burrero en una borrica. Por lo cual el verdadero San Cristóbal, Cristóforo, el que lleva a cuestas al Cristo, fue el burro, el paciente burro cargado de lástimas. Pues ¿a quién se ha insultado, se ha injuriado, se ha denostado más que al pobre burro? ¿Hay animal más blasfemado? Y, sin embargo, el maldecido, el maldito burro es un bendito animal.

¿Voy a recordarle, amigo mío, las bendiciones que Sancho echaba a su rucio? Sí, el burro es un bendito animal. Hasta en el otro sentido que ha tomado entre nosotros lo de bendito y equivale a tonto. Y más aún en catalán: “benet”. Aunque no se le supone tonto al burro. Decir de uno que es un burro no es llamarle tonto, sino otra cosa. Y en Homero es un elogio. Peor que burro es mulo. Porque el mulo es un mestizo infecundo. Y vea usted que al venir, por un encadenamiento de términos, a esto del mestizo, me acordé del árbol que por acá llaman mesto, que es un mestizo o híbrido de alcornoque y encina, que suele darse en las dehesas en que abundan estas dos especies y que supongo, aunque no he podido comprobarlo, que su bellota sea peor que la de la encina, y su corteza, menos útil que la del alcornoque.

Y seguí leyendo a Costa Urani. Y me encontré, de pronto, en su Castilla, ¿con qué creerá usted, amigo mío? Pues con un… “silencio medieval”. ¡Silencio medieval! “¿Qué será esto?”, me dije. ¿Y qué le diré a usted de lo que nos dice de Felipe II en El Escorial y de Torquemada en Santo Tomás de Ávila? Y en el fondo, contemplando todo ello con la profunda simpatía —com-pasión en el sentido primitivo y etimológico— de un poeta helénico pesimista. Lo que sale peor librado de la contemplación de Costa Urani es Madrid, al que le deja hecho una… lástima. El libro de este griego es un libro de buena fe, de un observador agudo y poético —esto como elogio—, pero que, como les pasa a los más de los que nos visitan para contar luego sus impresiones, mezclan con lo que han visto por sí mismos lo que han oído a guías españoles, no siempre seguros. Y así dan por corriente lo que es excepcional, por castizo lo que es pegadizo e importado, y traducen comentarios de españoles que no siempre se ajustan a la justicia. Algunos juicios de Urani sobre Castilla —a la que trata, en general, muy bien, aunque sobrado trágicamente— y, sobre todo, las lástimas que deja caer sobre Madrid parecen basadas en informes y apreciaciones de algún español no castellano y menos madrileño. No hay que olvidar que se trata de un viajero griego.

Y vea usted, amigo mío, adonde me han traído estas extravagaciones surtidas de un burro metafórico de Ávila hecho una lástima. Otro día le contaré otras cosas que he encontrado en el Sol y Sombra, de Urani, con sus páginas sobre Santa Teresa, sobre la Macarena de Sevilla, sobre el Greco, sobre Don Juan, sobre Goya, páginas excelentes. ¡Nos hace tanta falta enterarnos de cómo intentan por ahí fuera de España enterarse de ésta!

Una entrevista con el cura de Aldeapodrida

Ahora (Madrid), 13 de abril de 1934

Usted sabe —me dijo— cuánto anhelaba conocer, oír y ver al cura de…—llamémosle Aldeapodrida, por darle algún nombre—, de quien tanto habíamos oído hablar. Y fuime allá, a Aldeapodrida, valiéndome de un pretexto cualquiera. Y tuve una sabrosa entrevista con el buen cura, una especie de filósofo aldeano melancólicamente socarrón y un tantico escéptico.

—Este pueblo —empezó diciéndome— está desconocido, le digo a usted que desconocido, y, sin embargo, el mismo que era y supongo que el mismo que, con el permiso de Dios, seguirá siendo. Parece que es ayer y parece que es mañana; no que fue ni que será. Vea usted los niños. Los niños son los antiguos siempre, no viejos. Y ahora los metemos en una época no nueva, sino moderna. “Padre nuestro, que estás en los cielos…” les enseño a rezar, y me contestan: “¿En los cielos? ¿pues no está en todas partes?” Entonces yo les digo que todas partes son cielos, y aunque el maestro, por su lado, les enseña que la tierra es redonda y rueda por los cielos, ellos, como antiguos que son, se atienen a lo que ven y a que no hay más cielo que el azul —de día— de sobre nuestras cabezas. Visión infantil. Y luego crecen y ¡qué cosas! Y así se explica la rabia que le cogen a la religión. Se hacen desesperados. Porque se les quiere hacer pensar cosas impensables.

—Pero usted, señor cura —le dije—, les hablará de los misterios.

—¿Yo? —me respondió encogiéndose de hombros—; ¿para qué? ¿Hablarles yo de misterios cuando los están viendo a diario, como el de que la vaca pare terneros y no potros, y la yegua, potros y no terneros? ¿Quiere usted más misterio? Y luego los milagros del radio y del teléfono y del avión y… demonios colorados… Pero eso para el maestro, para el maestro, que ha estudiado pedagogía…

—¿Y lo de la rabia a la religión? —acoté.

—Por allí anda —me respondió— un mocosuelo a quien su padre no se atreve a darle de soplamocos, que prendió fuego a una capilla. Le conozco bien; es un creyente sin saberlo.

—O un descreído sin saberlo —acoté.

—¿Qué más da? —replicó—. Un semi-despierto es un semi-dormido. Ha oído lo de que la religión es el opio del pueblo y va a comprobarlo pegando fuego a un altar, por si el humo del incendio le narcotiza. Es, como tantos otros que se dicen rebeldes, un sometido, un sumiso. Ahora llevan los hijos recién nacidos a que los bautice —así dicen— el juez municipal, y cuando muere uno le lleva el alcalde, y no yo, al cementerio y le reza allí un padrenuestro, a que responden los demás.

—Por el eterno descanso del alma —acoté.

—¿Del alma? —replicó—; sí de cántaro.

—Pero, ¿y la rebelión de las masas? —le dije por decirle algo, y pues le sabía leído en lo del día.

—¿Rebelión? —contestó—. ¡Sumisión, sumisión! Buscan someterse. Y hay quien comete un crimen para que se le encarcele y comer sin tener que trabajar; hay quien pide la limosna de un castigo. ¿Adonde irá el buey que no are?

—¿Y cómo se cura eso? —le pregunté.

—Todo lo cura el tiempo —me respondió—. ¡Más que este cura! —y se dio con la mano en el pecho, en gesto adrede cómico.

—Pero, bueno, en concreto —le dije—, ¿son aquí de derecha o de izquierda?

No bien lo había dicho, al oírme desde fuera, me avergoncé de haberle disparado tamaña vaciedad, y más cuando lanzándome una mirada de lástima me contestó sonriéndose:

—Pues en concreto, aquí somos casi todos maniegos —ambidextros, que dicen ustedes—, hacemos a las dos manos.

—Lo cual es muy cómodo… —acoté.

—¡Pues claro, hombre, pues claro! —él—. Comodidad ante todo. ¿ O es que vamos a incomodamos porque nos den la derecha o la izquierda? Y vera usted; las mujeres hacen aquí unos guantes de punto, de lana, de tosca labor casera —algunos son maniquetes o mitones—, que lo mismo sirven para una que para otra mano. A lo peor con el uso toman pliegues de una o de otra. No son como esos guantes de cabritilla, de fábrica, para señoritos, que tienen su cara y su cruz, su lado de la palma y su lado del dorso de la mano. Y en cuanto al calzado, aquí se usan alpargatas, que lo mismo sirve cada una para uno que para otro pie. En la villa vecina hay una fábrica de calzado en que hacen los pares para esas diferencias y evitarles así callos a los señoritos. Callos en los pies.

—Es verdad —le dije avergonzado—; pero como me habían dicho que aquí, en Aldeapodrida, dominaban las derechas…

—Tonterías de tontos de alquiler —me replicó—. También le dirán que domino yo. Ni yo ni el presidente de la Casa del Pueblo, ni el pedagogo, ni nadie. Esta es una aldea podrida, y aquí el que domina es el camposanto, que está allí, en aquel altozano.

—Pero —insistí— quería preguntarle…, vamos, ¿cómo lo diré?…; si…, si tienden…

—Use de sus términos —me atajó— que los comprendo.

—Pues —yo— si tienden al fascismo o al comunismo…, al servilismo o a la rebeldía…

—¡Otra! —exclamó—. ¿No le he dicho que si se rebelan es para someterse? ¡Porque no va usted a tomar en serio eso del reparto!… Repartirse, ¿qué? ¿Tierras? ¿Y el que no vive de ellas? Porque hay labradores, y pastores, y arrieros… Y el médico, y el maestro, y un tendero, y yo… ¿Repartirse el trabajo y el jornal? Aquí se repartía en un tiempo lo del campo comunal, y a todos, hasta a mí, nos tocaba algo. Pero desde que se nos han venido con ese disparate de la jornada de trabajo… ¡Y medir el valor del trabajo por horas! ¡Qué necedad! Esos pobres pedantes —los he leído, señor mío, los he leído— se empeñan en medir lo inmedible, como nosotros nos empeñábamos en hacer pensar lo impensable. ¿Medir, y por tiempo, el valor del trabajo? ¡Un descomedimiento! Esa sí que es materialidad, sea o no materialismo. Ese es, sin duda, el tiempo material, expresión que me hace mucha, y a la vez muy poca, gracia. Con todo lo cual, este pobre pueblo, esta pobre aldea podrida, está volviendo a lo que siempre ha sido. Y por eso le dije que está desconocida, porque lo ha estado siempre, porque es siempre desconocida, acaso inconocible.

—¿Y entonces usted, señor cura?

—Yo ya no sé nada. Nunca he sabido nada. Ni sé lo que es vivir, pero vivo. Ni sé lo que será morir, pero me moriré. Ni pretendo medir la inmensidad.

—¿Y después? —me atreví a preguntarle.

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