1933 – Revolución

1933

La ciudad de Henoc

Ahora (Madrid), 3 de enero de 1933

Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y parió a Henoc, y edificó una ciudad y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo Henoc.

(Génesis, cap. IX, v. 17.)

“La historia del género humano es la guerra”, escribía hace poco al comienzo de un escrito Winston S. Churchill. Lo que nos recordó aquello otro de Treitschke de que la guerra es la política por excelencia. Y lo de nuestro Romero Alpuente, el “comunero” de hace un siglo, de que la guerra civil —o la revolución, que es igual— es un don del cielo. La cual, según la leyenda judeo-cristiana, empezó con el asesinato fraternal de Abel por su hermano Caín, que abrió la lucha de clases. Abel era, según ese mito, pastor, y Caín labrador, pero acaso sea más acertado decir que la raza o clase abelita, aquella de que Abel es símbolo, era la campesina, y la cainita era la urbana, la ciudadana, la murada, pues fue Caín quien, según el relato bíblico, edificó la primera ciudad, la de Henoc. Y en ella, en la mítica y simbólica ciudad de Henoc, empezó a organizarse la masa, a amurallarse, a someterse al mando de un jefe, de un mandón, cacique o déspota. Y a someterse para organizar batidas, guerras, revoluciones. ¿Y qué es lo que le llevaba a plegarse a disciplina bélica? ¿Hambre?, ¿gana de gloria?, ¿de libertad?, ¿de justicia?, ¿o qué? En el fondo, envidia, el sentimiento de masa, macizo, democrático, que lleva al hombre a doblegarse a servidumbre, el resorte de la servilidad. Y da vivas a las cadenas, y si rompe unas es para forjar con sus eslabones otras.

“Homo homini lupus”: “el hombre, un lobo para el hombre”, corre el consabido refrán. Pero acaso sea más al caso decir que “homo homini agnus” el hombre, un cordero para el hombre. Que no debió de haber comenzado la servidumbre y la tiranía, porque uno, el que se sentía tirano, sujetó al otro haciéndole siervo, sino porque éste, el que se sentía siervo, débil, se ofreció como víctima al otro, haciéndole tirano. Es la masa, que teme la responsabilidad, la que hace al mandón, es el rebaño el que hace al pastor, son las ranas las que piden rey a Júpiter. El instinto más hondo del hombre es corderil y no el lobuno. El hombre de masa, de clase, de sociedad si se quiere, apetece ser sometido. La libertad le es una carga insoportable; no sabe qué hacer con ella. Y forja la que Nietzsche llamaba “moral de esclavos”. Su fondo, el resentimiento, la envidia. Esa envidia —el “phthonos” griego— en que vio, con su clara mirada, Негódoto el fundamento de la tragedia de la historia. Y en que tan hondo caló, en tierras de Don Quijote, nuestro Quevedo.

La historia llamada sagrada por antonomasia, la mitología bíblica, nos enseñó que Caín mató a su hermano Abel por envidia de su virtud, de ser preferido por Jehová. Ah, pero es que la envidia suele ser, en cierto modo, mutua o recíproca; es que el envidiado suele darse a provocar la envidia del envidioso, a darle envidia; es que el perseguido busca que se le persiga; es que el atacado de manía реrsеcutoria incita a la manía perseguidora del otro. Es que en las democracias las masas de instintos rebañegos no hacen sino azuzar a los solitarios de instintos lobunos. ¿De qué parte está la envidia?

¡El solitario! Imposible vivir en soledad, y menos en la ciudad de Ur, en la ciudad, en la fundación de los pobres cainitas. Zaratustra, el de Nietzsche, se retiró solitario al monte; el Cristo, el del Evangelio, antes de emprender su misión publica, se retiró al desierto, a ser tentado por Satanás; huyó luego de las turbas cuando quisieron proclamarle rey, y murió al cabo solo, solitario, y de pie, colgado de un leño en cuya cabecera le nombró, por irrisión, rey un pretor romano. Y desde entonces inri —I. N. R. I.— esto es: “¡viva Cristo rey”! quiere decir burla, v. gr., “le han puesto el inri”. ¡Solitario! El verdadero es el anacoreta, el ermitaño; si se reúnen varios —“monachi”, monjes— fraguan comunidad de solitarios, monasterio, y surge Henoc, la ciudad cainita. Ni hay mayor incubadora de envidias que un monasterio; la envidia, en forma de acedia, es la roña monástica. ¡Aquel terrible drama de Verhaeren, el poeta belga, en un monasterio y en que sólo figuran varones, solitarios, es decir, solteros, sacudidos por la pasión monástica, cainita y abelita a la vez! Cuando Robinson Сrusoе dio en la playa de su isla desierta con la huella de un pie desnudo de hombre, dedos, talón, paróse como herido por un rayo —“thundertruck”—, escuchó y miró en torno sin oír ni ver a nadie, recorrió la playa y volvióse a su madriguera aterrado, confundiendo árboles y matas, figurándose cada tronco un hombre, lleno de antojos y de agüeros.

Aquel hombre que gustó todas las hieles y las heces de la pasión básica social; aquel hombre que fue encarcelado y perseguido por el Santo Oficio de la Envidia democrática —don Marcelino habló de la democracia frailuna española; aquel Fray Luis de León que ansiaba huir del mundanal ruido a seguir la oscura senda de los pocos sabios que en el mundo han sido; aquel hombre de cristiana libertad íntima que tan entrañables acentos encontró para imprecar e increpar a la ley cabezuda que, según San Pablo, hace el pecado; aquel anarquista agustiniano que sólo descansaba en contemplar la noche serena tachonada de estrellas, encontró en una fórmula suprema—en octosílabo—el lema de la inalcanzable perfección del hombre: “ni envidiado ni envidioso”. Ni aquejado de la envidia pasiva, la de buscar ser envidiado, ni de la activa, la de envidiar.

¡El desprecio —a las veces odio— que los grandes mandones, los grandes déspotas, han sentido por sus mandados, por sus dominados! Así suelen vengarse los que se ven forzados a oprimir a los que, por envidia, piden opresión. Y la piden todas las masas rebañegas que reniegan de la libertad en rendición a la disciplina. Atacadas de manía persecutoria colectiva, de envidia demagógica pasiva, la de creerse y quererse enviados, reniegan de la libertad para poder perseguir—con achaque de defensa—, pues la envidia pasiva se hace activa. “Y muera el que no piense igual que pienso yo.” Que no piensa

Todas estas sombrías reflexiones sobre el lecho tenebroso de la sociabilidad civil humana, de nuestra Henoc, me las he hecho no sé bien desde cuándo, acaso desde que tenga uso de razón civil, que me apuntó en medio de una fratricida guerra civil —toda guerra es civil y arranque de civilización—; pero se me han enconado ahora en que se encona la lucha y sentimos a los campesinos, a los abelitas, con sus lobos y sus jabalíes, y de otro lado a los ciudadanos, a los cainitas, con sus perros y sus puercos, y que todos son unos, Y al ver que al Cristo, que murió por todos, por los unos y por los otros, solitario y de pie, se le vuelve a poner, por los unos y por los otros, el inri. Y al meditar que la descansada vida del que huye del mundanal ruido no es sino huir de la vida hacia la muerte, único descanso final y acabado.

“¡Ni envidiado ni envidioso!” Pero, Dios mío de mi alma, hay que vivir en sociedad y perpetuarla, y para ello hay que vivir —¡terrible sino!— envidiado y envidioso.

Profecías

La Voz Valenciana, 13 de enero de 1933

“No esfuerzo la pureza de mi verdad por mi reputación; sólo, porque, cuando más allá de mi sepultura y apartada de los sucesos hablare en vuestros desinios, mi pluma por creída pueda ser provechosa, y me debáis muerto y olvidado el desengaño y la advertencia.”

Así escribía “a los señores príncipes y reyes que sucederán a los que hoy son en los afanes deste mundo”, aquel profeta español que fue don Francisco de Quevedo Villegas, y lo escribía la frente de sus “grandes anales de quince días: historia de muchos siglos que pasaron en un mes”, y lo escribía preso en la Torre de Juan Abad, en mayo de 1621. Y preso… oigámosle: “Yo me hallé en estado que atreví a pedir mis causas y no me las dieron ni repararon en confesar que me castigaban de memoria.” Por razón de Estado, ¡claro es!, por otivos políticos, en virtud de una cierta ley de defensa del reino —Inquisición civil— y la razón de Estado…, pero volvamos a oír al profeta: “No hay cosa más diferente que Estado y conciencia, ni más profana que la razón de Estado.” Diríamos que más injusta.

¿Profeta Quevedo? ¡Profeta, sí! Que profeta no es propiamente el vaticinador, el adivino del porvenir, sino el que les descubre a los demás la razón —o la sinrazón— de lo que ha pasado, el historiador. El historiador y no el cronista, no el reportero. Porque los hombres no suelen enterarse de lo que pasa ante sus ojos, entre sus manos, sino cuando un vidente —un profeta— se lo revela. Y Quevedo, el que tan hondo caló en la envidia —”está flaca porque muerde y no come”, dijo— dejó para enseñanza de los que le siguieran “desengaño y advertencias”. Y esto es lo que suele llamarse filosofía de la historia, y que es propiamente historia y lo otro cuento.

“La filosofía de la historia es el arte de vaticinar lo pasado”, se ha dicho. Al primero a quien se lo oí decir fue a don Juan Valera. Lo decía en tono y tenor de zumba, pero él, Valera, vaticinó no pocas cosas pasadas en tu tiempo y después que pasaron. Les desentrañó el sentido. Lo demás, ¿esas profecías de pitonisas o de políticos que hacen de pitonisos? Eso ni es hacer profecía, ni es hacer historia.

¿Que cuando serán las elecciones municipales y cuándo las a Cortes? ¿Que si el sufragio se acostará a la derecha o a la izquierda? ¿Que quien presidirá el Gobierno de la República dentro de un año? ¡Bah!, todo eso, ni es profecía, ni es historia, ni tiene importancia. Podrá interesar a los acuciosos de su provecho, a los que se dediquen, como a profesión de logro, a la política, pero no debe interesar a los que sientan que un pueblo, como un individuo, debe estar haciendo de continuo examen de conciencia. En el caso de un pueblo, examen de conciencia colectiva.

A los ciudadanos de conciencia civil —de conciencia civil colectiva— de sentido de solidaridad civil conciente, no les debe importar husmear lo que vaya a pasar dentro de un mes o de un año, por dónde han de soplar los vientos de la fortuna, sino que debe importarles darse cuenta clara de lo que ha pasado por ellos. No es la cosa qué es lo que vamos a hacer, sino qué es lo que hemos hecho. Ni hay más terrible estribillo que el de “a lo hecho, pecho”.

¡”A lo hecho, pecho”! Hay otra versión de este aforismo popular y es aquella cuarteta de “Las mocedades del Cid”, de Guillén de Castro, a la que tanto curso dio hace unos años el que ahora, lector, te habla aquí de profecías. La cuarteta dice: “Procure siempre acertarla / el honrado y proncipal. / Pero si la acierta mal / defenderla y no enmendarla.” Y de hecho se obstinan honrados y principales en defender y no enmendar leyes de Defensa, aun convencidos de que acertaron mal al establecerlas bajo el peso de un pánico irreflexivo. Y se obstinan en aplicarlas castigando de memoria. Y a las veces de olvido.

¿Qué debe importarle a uno el que los menguados de ánimo le achaquen que con profecías de lo pasado, con desentrañamiento de intenciones, con obra de historiador, busca lograr tal o cual efecto de lo que llaman maniobra política, si lo que realmente busca es alumbrar la conciencia civil colectiva y mover a enmienda a los que la gobiernan? Moverles a enmendarla en vez de defenderla.

¿Que qué partidos formarán en el Gobierno de aquí a un año? Esto no importa a lo sumo sino a los partidarios, y acaso ni a estos. Los programas se reducen a nombres y luego los nombres a fórmulas casi algebraicas. P.R.R.; P.R.R.S.; F.A.I.; C.N.T.; F.I.R.O….; y así sucesivamente. ¡Qué simbólico es todo esto! Y todas esas fórmulas nos recuerdan unas veces el R.I.P. y otras el I.N.R.I. La I. y la D. por ejemplo, lo mismo pueden querer decir izquierda y derecha, que cualesquiera otras denominaciones que empiecen por I. y por D. Y aun queriendo decir Izquierda y Derecha, no quieren decir nada claro y concreto. Pues para monserga, eso de izquierdismo y derechismo. Denominaciones que carecen de sentido histórico.

¿Profecía? La profecía hoy consiste en desentrañar el sentido que tuvo el acto del día 14 de abril de 1931, y que puede querer decir república para los que se declaran republicanos. Aquel acto no tuvo más programa conciente que derribar la monarquía que se apoyó en la dictadura. Después se les ocurrió a los agentes lo de la revolución.

El “Colegio de Pablo Iglesias”

Ahora (Madrid), 19 de enero de 1933

¡Aquel nuestro Madrid de hace medio siglo, gran caracol urbano con sus callejas laberínticas! Hoy, como una gran concha, va tendiéndose, abriéndose hacia el campo, hacia la Sierra, a rusticarse. Se sale de la Puerta del Sol en busca del sol del campo libre, de las afueras, donde se adentra en naturaleza. El antiguo manolo, luego chulo, se ateza al aire serrano. Su urbanidad se hace naturalidad.

Fuímonos Fuencarral —el pueblo— arriba por la carretera que lleva a Miraflores de la Sierra, junto a la línea de Colmenar el Viejo. Y se nos iba ensanchando el cielo de Castilla. Hasta llegar al nuevo Hospicio provincial, hoy Colegio de Pablo Iglesias, que en hospicio urbano, madrileño, se crió y forjó sus nobles pasiones. Allí, junto a ese Colegio, casi ciñéndolo, un espléndido parque, un nobilísimo encinar castellano. De encinas la mayor parte jóvenes. Una sede de serenidad. Al pie de las encinas, en el monte bajo, jaras y algún otro matojo. El cielo parece apuñar a las encinas. En el fondo, la Sierra del Guadarrama, a la que creería uno poder tocar, ahora tocada de nieves, de pureza. Y piensa uno que mañana otro día —pronto— los no ya hospicianos, sino colegiales de Madrid, podrán cunar sus sueños infantiles entre encinas, soñar cara al cielo de día, bañando en azul las niñas de los ojos, o ver pasar las nubes y descansar las nieves de la cumbre por entre el follaje prieto de la encina, y así hojear a ésta, que es también un libro. Y luego siente uno su peso contra la tierra —que es sentir el peso de la tierra contra uno— y que el sueño se ha hecho tierra, esto es: sueño palpadero, asidero. ¡Qué lejos estará este colegial de la villa, qué lejos de aquel pobre hospiciano, del “hijo de la parroquia”! Entre su Colegio y la Sierra apenas se interpondrán viviendas, ni tejados, ni ese, en el fondo, triste paisaje urbano. Ni de noche matarán reverberos de luz eléctrica a la luz de las estrellas. ¿Hay quien entre calles —y menos un niño— se pare a contemplar el Carro, la Bocina, la Silla de la Reina, las Tres Marías o las Siete Cabrillas? ¿Es que desde la calle de Fuencarral, la del antiguo Hospicio, podía nadie, chico o grande, quedarse mirando a Sirio?

Recordaba allí, en aquel encinar que recuerda a los de Salamanca, un paseo que por las afueras de esta ciudad, hacia Zamora, en medio de la Armuña, di —¡hace ya tantos años!— con Pablo Iglesias. Hablábamos de lo que a él le llenaba el ánimo, de la llamada cuestión social, pero a partir de ello del sentido mismo de la civilización. Y trataba yo de descubrir lo que en aquel espíritu eminentemente —iba a decir que exclusivamente— político, poco o nada metafísico —no digo religioso—, podría haber de sentido de la naturaleza. No parecía tener ojos para el campo, para la verdegueante llanada henchida de cielo. Y recordando aquella y otras conversaciones con él me doy cuenta del fondo urbano, callejero y no campero, de sus ideales de redención obrera. Aquel hombre —todo un hombre— había sentido crecer su alma de niño apretada entre sombras de calles y entre muros de un hospicio. ¡Y luego su oficio, el de cajista, eminentemente urbano, y… en qué imprentas! ¡Y en el Madrid de entonces! Que al fin en otras ciudades, en otras villas con algo o mucho de rurales, de campesinas, el cajista, en sus días de fiesta, se va al campo, a pescar peces en el río o cangrejos en el regato. El regalo espiritual de Pablo Iglesias, la liberación que necesitaba del duro destino del trabajo la buscó no en la natturaleza, sino en el teatro. Su afición fue el arte dramático. Y aquella fachada churrigueresca del viejo Hospicio habla más de teatro que de naturaleza.

Ahora que el obrerismo —no le llamemos socialismo— se va extendiendo por el campo; ahora que las doctrinas que surgieron en fábricas se trata de acomodarlas a campos —y en países en que la agricultura apenas está industrializada—, ahora comprende uno que si hay que civilizar, urbanizar al trabajador de la tierra, esto se debe en parte a que no estaba ruralizado, rusticado, el trabajador de la fábrica. Ei socialismo obrero lo fraguaron entre nosotros trabajadores de fábrica o de taller urbano. Muchos de ellos, como Pablo Iglesias, tipógrafos. Que se pasaron buena parte de su vida componiendo hojas de libros —o de periódicos— más que leyendo en hojas de encinas, de robles, de olivos o de naranjos. Proletarios de ciudad.

Aquel hombre admirable esperaba una nueva civilización, la misma que esperan tantos compañeros, camaradas suyos, de ideal. Colaboré con él en algún modo. Pero en cuanto a civilización… Los que acatamos o aceptamos —que es igual— la vida civil y urbana de este gran Hospicio que es el Estado civil, pero la acatamos —¡qué remedio!— con reservas cordiales —más hondas que las mentales— y sin satisfacer nuestra Incontentabilidad, guardamos en el entrañado cogollo del ánimo el descontento de toda civilización. Y a poder ser nos volvemos al seno de la naturaleza lo mas desnuda posible de teatro humano.

Todo esto lo revolvía yo en aquel parque del Colegio de Pablo Iglesias de Madrid. Al regresar a la villa y capital de España, corte de su República, el sol se ponía, y en el horizonte opuesto al del ocaso de invierno, cielo y tierra al tocarse como que se tostaban. Las encinas, ennegreciéndose, se destacaban como sombras chinescas, decoración de un teatro, que teatro es también, después de todo, la naturaleza del campo. Y al atravesar Fuencarral para volver a entrar en el perno de esta gran concha que es hoy Madrid, no sabía ya dónde acaba la urbe, el teatro, y dónde empieza el campo, la naturaleza. Poco después, sobre las tocas de nieve de laa cumbres de Guadarrama —“columnas de la tierra castellana”, que dijo el poeta— nacían las estrellas. Constelaciones, inmensos jeroglíficos que han visto nacer y crecer, y agonizar y morir, tantas generaciones, sin que ellos, los inmensos jeroglíficos, hayan podido ser descifrados.

En aquel espléndido escenario del teatro de la naturaleza castellana no pude por menos que evocar la figura recia, sólida, noble, robliza —de roble galaico— sobre granito —de grano también galaico—, de uno de los más grandes actores y autores de nuestra tragicomedia nacional española. ¡Y aquel hombre, que no se afanó sino por emancipar a los proletarios, a los hospicianos del Estado, cuántas veces recordaría con recónditas soledades el Hospicio en que se crió! ¿Es que Cervantes no añoraría alguna vez la cárcel en que engendró al Quijote? Como el que esto os dice, al ver ahora instalada en claro descampado la Facultad en que hace más de medio siglo se matriculó, se apechuga con deleite el recuerdo de aquellas aulas del caserón, antiguo noviciado de jesuitas, en la calle Ancha de San Bernardo, un hospicio también, de cultura, donde le iniciaron en la filosofía perenne y en el culto tradicional a España.

1933 en Palenzuela

Ahora (Madrid), 25 de enero de 1933

Al abrirse este año de 1933 fuime desde la abierta ciudad de Palencia, la de los antiguos campos góticos, a la villa de Palenzuela. Que es, en nombre, a aquélla como Valenzuela, Sorihuela, Segoviela, Venezuela, etc., son a Valencia, Soria, Segovia y Venecia. Palenzuela trepa un teso escueto desde las riberas del Arlanza, vestidas de sobrio verdor. Se une el Arlanza con el Arlanzón, que baja de Burgos; luego, aunados en Magaz, con el Pisuerga; luego, en Dueñas, con el Carrión, que baja de Palencia; luego, cerca de Valladolid. con el Duero, y luego… la mar. A la mar a que van los ríos susurrando romances del Cid, coplas de Jorge Manrique, endechas de comuneros. Y en tanto Palenzuela sigue arruinándose. Sólo mil almas —las que lo sean— le quedan de las ocho o diez mil que la leyenda lugareña dice que tuvo. El ferrocarril primero, que cuando no une, aísla; la filoxera después la despoblaron de aquellos hidalgüelos hacendados, cuyos blasones quedan en sillerías de fachadas que se derrumban. Callejas combadas, con verdaderas cárcavas urbanas en sus muros, roídas por siglos. Boquean las ruinas en silencio, pues ni se oye el estertor de su agonía. Castilla, en escombros, que dijo Senador. Sobre raigones de la antigua muralla, la casona en que vivió el Sr. Orense, marqués de Albaida, republicano federal que presidió las Cortes de la otra República, la de 1873, que ni llegó a añoja.

¿Y por dentro? En unos soportales sostenidos por pies derechos muy torcidos —troncos sin descortezar—, unos lugareños nos miraban con descuido. Entramos en un hogar de posada: el del maestro. ¿Hogar? Allí no hay fogón como en tierras de Dehesas ganaderas, donde llamea y chisporrotea en el lar la encina o el roble; allí, la “gloria” —“trébede” y “estufa” en otras partes—, que calienta sin llama ni luz la estancia, y el humo se va bajo el suelo. Sobre estas glorias se echa un tute o un tresillo, haciendo tiempo para matarlo, o se comenta la eterna guerra civil de los pueblos. ¿Qué es eso de que las luchas políticas han envenenado la vida de las villas, las aldeas y las alquerías? No; las pasiones populares son las que han envenenado las luchas políticas. Las partidas, los bandos engendradores del caciquismo —no por éste engendrados— se reparten ahora entre los distintos partidos nominales del reciente régimen republicano. ¿Maniobras políticas? Palenzuela fue uno de los centros de las últimas maniobras militares, caricatura de batallas. ¿Y no es todo caricatura? Que a las veces sangra.

Al volver a Palencia columbramos la gigantesca figura del Cristo del Otero —obra de Victorio Macho—, que da cara a la ciudad, a su catedral; yergue a medias sus brazos, en ademán de esperar para acoger, y en tomo de él, el páramo, blanco entonces de escarcha. Allí, en aquellos campos, en aquella nava, que susurran con Manrique el “avive el seso y despierte”, se entierra el grano que, si no muere bajo tierra no resucita —dice el Evangelio— sobre ella. ¿Y las almas? Soñemos, alma, soñemos. Suerte que el sueño es vida, que si no…

En este año de 1933, la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, la que fue aquí popula del Reino, se propone celebrar el decimonono centenario de la muerte y resurrección del Cristo, según el cómputo tradicional legendario. Los que van descarriados y perdidos entre cábalas político-eclesiásticas habrán de recogerse a meditar en el terrible misterio de la fe en la resurrección de la carne, la vida perdurable y la comunión de los santos. ¿Y esos labriegos que por toda España sueñan la redención de la tierra? Pensemos en otras ruinas, en otras cárcavas y en otras boqueadas de silencio espiritual.

Hace unos años esta misma mano de uno trazó renglones medidos de un funeral al Cristo yacente de Santa Clara, en la iglesia de la Cruz, de Palencia, a aquel que: “No hay nada más eterno que la muerte; todo se acaba —dice a nuestras penas—: no es ni sueño la vida; todo no es más que tierra; todo nо es sino nada, nada, nada; ¡hedionda nada que el soñarla apesta!” Y luego que las pobres franciscas del convento “cunan la muerte del terrible Cristo, que no despertará sobre la tierra, porque él, el Cristo de mi tierra, es sólo tierra, tierra, tierra, tierra…, cuajarones de sangre que no fluye, tierra, tierra, tierra, tierra…” Y ahora, a la seguida de los años, al ver el erguido Cristo del Otero palentino por sobre el Cristo yacente y escondido de Santa Clara, pienso si no será la tierra que ha vuelto a hacerse Cristo y que es la tierra de los campos la que va a resucitar. Y a resucitar la fe en la redención de la tierra. Fe en la redención vale más que la redención misma, ya que ésta es sombra, y aquélla, la fe, su sustancia. ¿No se redimen acaso, gracias a la mar, el Arlanzón, el Arlanza, el Pisuerga, el Carrión y el Duero, ríos que son nuestras vidas?

Esta tierra les era a los labriegos, a los campesinos todos, una tierra de destierro —“los desterrados hijos de Eva”, rezaban en la Salve— y a su vez de entierro. Todos desterrados y todos enterrados en ella. Y ahora muchos de ellos empiezan a soñar en la redención —resurrección— de la tierra. Con otros sueños apocalípticos, milenarios, cabalísticos de una nueva sociedad.

Junto y frente al “¡viva Cristo rey!”, santo y seña de las beatas paradas, empieza a oírse un “¡viva la tierra pública!” o libre, la tierra res publica. Y si Jesús, cuando las turbas hambrientas quisieron proclamarle rey, se esquivó de ellas en huida al monte, y sólo al irse a morir muerte de cruz le proclamó rey el pretor romano que mandó le crucificaran, ¿quién sabe si la tierra, ella misma y por sí misma, no se esquivará de que la hagan pública? No por manejos de hombres, no por lucha de clases, no por leyes político-sociales, sino que por economía natural, anterior y superior a legislaciones civiles humanas, a albedríos de ciudadanos de la ciudad de Henoc, fundación de Caín el fratricida; por naturaleza.

A una religión parece venir a sustituir otra. O mejor, la antigua, la terrenal, la de siempre, la que recalzaba y mantenía la cristiana en el alma terrestre del pueblo pagano, el paganismo, la religión del pago, del terruño. Los campesinos, siempre paganos. La otra vida no la soñaron sobre el cielo que llueve, sino bajo la tierra, enterrados y desterrados. Por lo demás, eso de “la vida es sueño” es cosa de príncipes como Segismundo y de poetas de ciudad.

El pueblo de los campos, la paganería, azuzado por vendaval —“vent d’aval”, viento de abajo, de tierra—, espera redención soterraña. ¡Séale la tierra leve!

Ceros a la derecha o a la izquierda

Ahora (Madrid), 28 de enero de 1933

Este hombre de quien os voy a decir es un gran camelista, de la escuela de aquel don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón de quien di completa noticia en mi Amor y Pedagogía. Desempeñó —o mejor, empeñó— un carguillo en el llamado antiguo régimen y se cree muy ducho y machucho en técnica política, pues que se estima profesional de ella. Su preocupación actual es lanzar a su hijo a la carrera política y que pueda lograr en ella puesto que él no logró antaño. Pero oigámosle:

—Yo, ya lo sabe usted, mi querido don Miguel —me dijo—, soy en política perro viejo, y por eso trato de educar a mi hijo, que no es todavía más que un lobo mozo, un lobezno o lobato. Quiero lanzarle, pero dentro del actual régimen republicano, ¡pues no faltaba más! Ambición no le falta; pero hay que encarrilársela. La falta de ambición pierde. Vea usted, nosotros, los que nos sentíamos de segunda fila al entrar en el escalafón político, teníamos a la carrera por algo así como el juego de la treinta y una, y por no pasarnos nos plantábamos antes de que las treinta y una se cumplieran.

— Y usted se plantó en veintiuna —le dije.

—Me plantaron, mi querido don Miguel, me plantaron —me respondió—. Y no estoy dispuesto a que a mi hijo le planten así. Y ahora estudio en qué partido le conviene ingresar. O, mejor, qué partido le conviene formar. Qué, ¿se sorprende usted? Pues bien, si, yo aspiro a que mi hijo forme y acaudille un nuevo partido. De eso que llaman de derecha, por supuesto. Que ahí está el porvenir.

—¿El porvenir político a la derecha? —le interrumpí.

—Sí, verá usted —reanudó—. Hay que partir de que los componentes de un partido político, los partidarios o matriculados, los números, las cifras, son todos ceros, ceros a la derecha o de derecha, o ceros a la izquierda o de izquierda. Y verá usted lo que sucede. Si se le ponen a uno los ceros a la derecha, le agrandan, y cuantos más se le ponen así, más le agrandan; mientras que sí se le ponen a la izquierda, le achican, y más le achican cuanto más se le ponen así. Seis ceros a la izquierda de uno, 0,000001, le reducen a un millonésimo, y seis ceros a la derecha de uno, 1.000.000, le hacen millonario. Y observe que la unidad que acaudilla un montón de ceros de izquierda está a la derecha de ellos, y la que acaudilla un montón de ceros de derecha está a su izquierda. De modo que, en buena lógica de aritmética política, se deduce que a un partido de izquierda debe dirigir el más derechista del partido, y a uno de derecha, el más izquierdista de él. Esta es la derecha. O mejor, ésta es la fija. Porque los ceros, no lo olvide usted, siempre son ceros, estén a la derecha o a la izquierda. Si es que saben donde están…

— ¿Y con esos principios camelísticos —le dije— piensa usted encarrilar a su hijo por la República? Me parece que va usted descarrilado.

—Alguna vez—me contestó—lo he sospechado. Hay un agüero fatídico. Toda mi vida racional, de adulto, he acostumbrado dar cuerda al reló al ir a acostarme; pero últimamente he experimentado un síntoma fatal, y es que alguna mañana, al despertarme, me he encontrado con que el reló…

—Andaba parado—le interrumpí.

—Exacto; no andaba. Que se adelante o que se atrase, me importa poco; lo malo es que se me pare.

—Así es —volví a interrumpirle—. Adelantarse o atrasarse es andar. Tanto vale el progreso como el regreso. El que quiera volvemos al siglo XII nos empujará más hacia el XXII que el que sueñe utopías acrónicas o fuera de tiempo. Toda reacción es acción.

—Eso quiere decir —me contestó alborozado— que, según usted, debe dirigir un partido de izquierda, de acción, un espíritu de derecha, de reacción. Chóquela, don MigueL

—¡No —le repliqué—, no! Eso quiere decir que todos esos juegos verbales cabalísticos o algebraicos, con la derecha y la izquierda, no son, en usted y en otros, más que galimatías. ¿Cuando se convencerá usted, señor mío, que hay una derecha y una izquierda objetivas y otras subjetivas y relativas todas? Un tuerto del derecho se ve en el espejo tuerto del izquierdo. Y casi todos los izquierdistas y los derechistas se ven tales en el espejo.

—No lo entiendo bien —y luego más bajito, para el cuello de su camisa, añadió—: no lo quiero entender…

Pensé yo entonces que si no hay peor sordo que el que no quiere oír, tampoco hay peor tonto que el que no quiere entender; mas, a pesar de ello, continué diciéndole:

—Mire usted, señor mío; en este lío de derechas e izquierdas, que no es sino confusión de confusiones y todo confusión, o, si quiere usted, vaciedad de vaciedades y todo vaciedad, lo mejor es atenerse al origen histórico concreto de esas denominaciones que arrancan de la posición que ocupaban los partidos parlamentarios en la Cámara: los unos, a la derecha del presidente, que es la izquierda de ellos, y los otros, a su izquierda, derecha en el reflejo. Es decir, que derecha son los que ocupan y usufructúan el Poder, sean los que fueren, los ministeriales —que no es lo mismo que gubernamentales—, y son izquierda los que están en la oposición, sean los que fueren. Y cuando éstos, los de oposición, pasan de ella al disfrute del Poder, se pasan a la derecha, y los otros, los que ocupaban el Poder, se pasan a la izquierda. Y ésta si que es la fija, o, si usted quiere, la derecha. El que se adueña del Poder, por este mismo hecho, se hace de derecha, y el que le resiste, se rebela, se hace, por lo mismo, de izquierda, sean cuales fueren sus respectivos idearios de etiqueta.

—Pero —me replicó— con eso de derechas e Izquierdas, tal como lo venimos usando, nos entendemos todos…

—¡No, no y no! —le atajé—. Con eso lo que hacemos es desentendemos. Nadie ha sabido decirme, de los dos extremos, el del individualismo; el anarquismo contra el Estado, y el del socialismo o estatismo; el bolchevismo, cuál es el de izquierda y cuál el de derecha. Y si se me dice que los extremos se tocan, pregunto si por la derecha o por la izquierda. Como nadie ha sabido decirme cuál es de derecha y cuál de izquierda entre la absoluta libertad de conciencia y, por lo tanto, de enseñanza, y la religión de Estado —no del Estado—, de Estado docente, o sea lo que se llama laicismo, que no es ni puede ni debe ser neutralidad. Pretender entendernos con eso de derechismo e izquierdismo, no es sino buscar desentendemos del examen de los problemas. Y eso estará bien para los ceros, de derecha o de izquierda, lo mismo da; pero no está bien para las unidades. Y no sé si sabrá usted lo que decía nuestro Quevedo del cero, y es “que delante del número no vale nada, como la sombra, que es nada detrás del cuerpo”.

—Pero detrás del número, a su derecha —insistió mi sujeto—, vale mucho, pues sirve para acrecentarle.

Le tuve que dejar con su manía. A él, como a otros, desde que se les paró el reló, ya no saben ni si es de día o es de noche. Ni dónde tienen la mano derecha. No entienden sino el santo y seña. Cómoda almohada para la pereza mental.

Eso no es revolución

Heraldo de Aragón (Zaragoza), enero de 1933

El número del 23 de noviembre último del diario Heraldo de Aragón, de Zaragoza, publicó un artículo de nuestro José Ortega y Gasset —sin más— acerca de la celebración del centenario de la Universidad de Granada. Y en ese artículo señala nuestro maestro de una manera irreprochable la posición, la posición espiritual, de aquellos a quienes se ha dado en llamarnos intelectuales. Después de asentar que la Universidad a partir del siglo XII se fue haciendo consustancial con Europa, afirma que aquélla “significó un principio diferente y originario, aparte cuando no frente al Estado”. Exacto. Y hasta no faltó quien le acusara de foco de anarquismo o cuando menos de indómito individualismo. En la Universidad nació la reforma. Añade Ortega: “Frente al poder político, que es la fuerza, y la Iglesia, que es el poder trascendente, la magia, la Universidad se alzó como genuino y exclusivo y auténtico poder espiritual; era la inteligencia como tal, exenta, nuda y por sí, que por vez primera en el planeta tenía la audacia de ser directamente y por decirlo así, en persona, una energía histórica.” ¡La inteligencia como institución! ¡Muy bien! Luego nos dice cómo entre soldados, mercaderes y frailería fueron los escolares que hoy llamamos estudiantes los que ponían “la alegría, la insolencia, el ingenio, la gracia y —¿por qué no decirlo?— la pedantería. Y este tropel de escolares iba a ser el que ganase la partida a los otros”. Y luego: “Esa partida ganada por los escolares al poder político se llama revolución y es claro que me refiero a la auténtica, porque no estoy dispuesto a llamar revolución a cualquier cosa.” ¡Requetebién y aquí estamos con él, con Ortega, los más de aquellos a quienes Primo de Rivera motejó de autointelectuales. No, no estamos dispuestos a llamar revolución a lo que se les antoje a los auto-revolucionarios.

“Ganaron la partida a los demás poderes —prosigue el maestro—, ¿pero la ganaron para siempre? He aquí que la resaca del recuerdo, como siempre acontece, nos arranca de la playa muerta, inofensiva, sin peligros, que es el pasado y nos arroja de nuevo a la mar del porvenir. En contacto con ella volvemos a sentirnos vivir, porque volvemos a sentirnos en peligro, y queramos o no tenemos que bracear para mantenernos a flote. La vida es permanente conciencia de naufragio y menester de natación.” Y al final del artículo se pregunta Ortega: “¿Y mañana?, ¿qué será mañana? ¿Los mismos, más, menos?” Es lo que me pregunto a diario. ¿Qué será mañana de la inteligencia? No de la intelectualidad, sino de la inteligencia. ¿Qué será de la civilización humana?

Porque me temo que esos auto-revolucionarios que vienen, con su disciplina de dictadura de masa a matar el hambre de los hombres, entontezcan a la humanidad. Entre la indigencia y la tontería me quedo con la indigencia. Y en cuanto disciplina, ¿habrá que repetir una vez más y hasta la saciedad que “disciplina” —discipulina— deriva de “discipulus” y éste de “discere”, aprender, y que el aprendizaje se recibe de la maestría? Discípulo pide maestro y maestro no es caudillo de clase, de gremio, de clientela o de partido político, y menos hay maestría colectiva y de sufragio. ¿Qué es eso de una doctrina votada por sufragio? Y si se nos dice que por sufragio no se fijan doctrinas, sino tácticas, diremos que la táctica implica doctrina. Lo de acordar una táctica que invalide, siquiera temporal e interinamente, una doctrina, y a esto le llaman transigir, suele ser para beneficiarse de la posesión del poder público y no para otra cosa. Y la inteligencia, la verdadera inteligencia, la inteligencia conciente —conciente de sí misma, ¡claro!—, no entra en esas transigencias o transacciones. Y se deja excomulgar. Que es el sino de la inteligencia ser excomulgada.

¿De dónde han sacado algunos de esos auto-revolucionarios que les hemos defraudado algunos de los motejados de intelectuales? ¿Cuándo aceptamos la definición que de la revolución daban, o mejor, traducían, ellos? En algún caso, como en el del que esto escribe, ni siquiera debió su elección a esos auto-revolucionarios de dictadura, que el pueblo, el pueblo que le eligió representante, no lo hizo en obediencia a una disciplina espúrea. ¿Defraudarles? ¿Es que un hombre conciente de su inteligencia va a rendirse a eso que llaman disciplina de partido? ¿Es que un hombre conciente de su inteligencia va a resolverse a votar contra su conciencia como tantos partidarios lo hacen, y confesando luego que lo hacen? O peor acaso que votar contra conciencia, que es votar con inconciencia, sin saber lo que votan. Porque aquella fórmula de la fe implícita, la del carbonero, aquélla del Catecismo del P. Astete de: “eso no me lo preguntéis que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”, esto ha pasado de la religión católica a la política laica. También en ésta la fe implícita, la fe del carbonero, el método del entontecimiento. Y hasta el tercer grado de obediencia, la obediencia de juicio que establece Íñigo de Loyola y que lleva al cuarto voto. Cuarto voto que se establece en las disciplinas de partido. ¿Qué será mañana? —me pregunto con nuestro Ortega, con nuestro maestro—. ¿Qué será mañana?, ¿qué será mañana de la inteligencia? Y más concretamente: ¿Qué será mañana de la inteligencia española? De la inteligencia universal española, se entiende. O si se quiere de la inteligencia universitaria, dando a lo de universidad su más alto y espiritual sentido, no el de una institución oficial de Estado. ¿No se habla por ahí de Universidad popular? Como si no lo fueran todas las que lo sean de veras. ¿Y de dónde sino de las Universidades salieron los más de los mejores que guiaron al pueblo a su emancipación mental?

Cuando se habla de crisis, queriendo decir crisis económica, me pongo a pensar en la crisis mental. Cuando se habla de hambre pienso no en el hambre de saber, sino en el hambre de entenderse uno a sí mismo, en el hambre de conciencia. Y cuando oigo a algunos de esos pobres señoritos auto-revolucionarios a que se les dice extremistas no me inquieta el radicalismo extremado de sus… ¿doctrinas?, ¡pase!, sino que me apena la pavorosa confusión de sus llamémoslas ideas. ¡Cómo crepitan y estallan los terminachos! “¿Pero ha oído usted qué cosas han dicho?”, me decía un amigo al salir de una de esas conferencias de mitin. Y yo: “¿pero es que han dicho cosa alguna? Porque yo, por mi parte, no me he enterado”.

No, no, no estamos dispuestos a llamar revolución a cualquier cosa. Se llama en astronomía revolución a la marcha de los planetas en torno del sol y no se le llama revolución, que sepamos, a aquel reventar de aquel planeta que dejó entre los que viven asteroides y bólidos errantes. ¿Revolución de bólidos? No. Y menos desde que se va poniendo de moda, cuando uno señala una injusticia, manifiesta, innegable, un atropello injustificable y acaso peor: estúpido, que haya quien sin negarlo, sin atreverse a justificarlo conteste —conteste y no responda, que no es lo mismo— “¿qué quiere usted?, ¡es la revolución!” No, eso no es la revolución. Y lo peor de eso es que se está acostumbrando al pueblo a no juzgar, a no discurrir, a no pensar, que le está entonteciendo. Y el entontecimiento es la peor de las perversiones.

Engaitamientos

Ahora (Madrid), 1 de febrero de 1933

Hay tradicionalistas, enamorados más bien del anochecer que de la noche, que se están componiendo tonadillas para zarrabete. ¿Que qué es éste? Un instrumento músico popular casi desaparecido. Llamábasele también gaita zamorana y zanfonía —sobre todo en Galicia—; en francés, melle; en inglés, hurdygurdy; en italiano, ghironda ribeca, y en alemán, Bettlerleier y Bauerleier, que vale por lira de mendigos o lira de aldeanos. Hace poco leíamos en un escritor húngaro cómo encontró por primera vez el zarrabete en el corral de un sombrío edificio de los arrabales de Budapest, donde lo tocaba un viejo húngaro que lo llevó del campo perdido. Y es que es un instrumento ya casi fósil, o como diría uno de estos intelectuales sindicalistas que todo lo trabucan, feudal. Tiene lengüetas de teclado, como el acordeón; cuerdas, como el violín; manubrio, como el organillo, y no es ni acordeón, ni violín, ni organillo. Una especie de ornitorrinco. Recuerdo haberle visto, de mocete, en mi nativa tierra vasca; pero no cómo sonaba ni si sonaba. Lo vi más que lo oí, me parece, porque mi memoria auditiva cede a la visual. Quiero recordar que lo llevaba y tañía uno de aquellos aldeanos anteriores a la boina, de los de “chano” o de montera arratiana. ¡Dulces remembranzas de mocedad!

Pero esas tonadillas tradicionalistas de gaita zamorana, si se ejecutaran ahora en ésta, en zarrabete, habría de ser para tener que verterlas en seguida a gramófono o gramola o para tener que derramarlas por radio. Y de zanfonía restaurada, ¡claro! Vamos, una tradición futurizada. Como una bombilla eléctrica disfrazada de lámpara de aceite, lámpara del santuario, que ardía ante el Santísimo de la adoración nocturna. Una Liduvina de Schiedam, resucitada a su vida de martirio conventual, no podría pedir, como pidió en sus tiempos —¡feudales!—, derretirse para alimentar esa lumbrecilla; la humilde santita holandesa tenía una almita de luciérnaga, no de estrella, y menos de cine.

Y la letra de las tonadillas habría que traducirla al siglo XX. Porque hay que traducir la tradición. No ya sólo a Prudencio o a San Isidoro, sino que hasta se ha llegado a intentar traducir el Cantar del mío Cid. El lenguaje, vocal o instrumental, es un hábito, y por más que se diga que el hábito no hace al monje —¡vaya si le hace!—, lo seguro es que el monje se hace al hábito. Y el lenguaje, por tanto. “¡Este argumento, como prueba, es en latín!”, solía decir, en su clase de Deusto, el padre Ocaña, S. J., y tenía razón el buen jesuita. Hay argumentos escolásticos que traducidos al vulgar se descomponen. Como cualquier doctrina, pasada de la lengua en que nació, cambia. La mayor diablura de Lutero fue verter San Pablo en el dialecto —lengua conversacional— de los aldeanos de Sajonia, pues de ahí salió lo de la justificación por la fe y el siervo albedrío y el libre examen. Y luego aquí fray Luis de León anduvo a vueltas con la Inquisición, por empeñarse en romancear quejumbres de marranos.

¡Porque anda por estos mundos cada lírico del tradicionalismo, tratando de engaitar a las gentes a la buena de Dios, y con gaita zamorana! Gentes que acaso han oído, si es que no han tocado en la zanfonía, y aun en el rabel, la Marsellesa o el Himno de Riego al alzar de la misa. Y algún día tocarán la Internacional en la pipiritaña. ¿Líricos? Lo triste es que su lira no es ya lira, ni siquiera zarrabete, sino artilugio eléctrico-retórico que funciona por timbre e irradia con altavoz.

Pero, ¡ay!, ya no nos suenan, ya no nos suenan ni siquiera aquellas canturias que brizaron nuestros inocentes sueños infantiles. Aquello de “Pimpinito, pimpinito, / me fui por un caminito. / le encontré a una mujercita / toda vestida de blanco; / le dije: / Mujer cristiana, / ¿no ha visto a Jesús amado? / Sí, señora, ya le he visto; / por allí arriba ha pasado; / los perros de los judíos / por detrás leiban tirando…”. Y cuando ahora el lírico del altavoz nos habla de las cadenas y de los perros de los judíos, nuestra santísima niñez no responde. No responde a la zanfonia, a la gaita en disco con que se nos quiere engaitar.

¿Y del otro lado? ¡Ah, no; tampoco…, menos… Nos dice menos, mucho menos, la gramola revolucionaria. Ni nos consuela la flamante astronomía social, si es que no socialista. ¿Astronomía social? Qué estupendamente la cantó aquel desolado y desolador Leopardí en aquel su inmortal canto a la retama, la flor del desierto (La Ginestra), ¡Qué acentos le brotaron del corazón torturado cuando fijaba su vista en el estrellado firmamento, sintiendo que las nebulosas desconocen la de nuestro sol, que es nuestra Tierra grano de arena perdido en infinita playa! ¡Cómo se pronunciaba contra la naturaleza —“madre en el parto; en el querer, madrastra”— y pedía que en contra de ella se confederaran los hombres todos! ¡Cómo se burlaba de le magnifiche sorti e progressive! ¡Cómo contemplando que la “naturaleza, verde siempre, marcha por tan largo camino, que inmóvil nos parece”, aquel altísimo y hondísimo pensador y sentidor, no de izquierda, ni de derecha, ni de centro —que esto es vaciedades—, sino de entraña, aprendió frente al cielo estrellado a despreciar “el feo poder escondido que para común daño impera y la infinita vanidad del todo” —il brutto poter che, ascoso, a comun danno impera e l’infinita vanitá del tutto—. Lo que se decía “a sí mismo”: A se sfesso. “Que uno se diga eso a sí mismo, pase —se me dirá—; pero no debe decírselo a los demás.” Conozco el estribillo. Y sé que para las dos clases de líricos, los de la lira de pordioseros —que así, Bettlerleier, se le llamaba en Alemania a la zanfonia—, los tradicionalistas o reaccionarios, y la de los progresistas o revolucionarios; para las dos clases, la de la astronomía de Ptolomeo y la de la novísima astronomía, para los dos partidos, un Leopardi es el peor enemigo. Sobre todo, porque no saben en qué casilla del casillero ponerle. Y porque no trata de engaitar al pobre pueblo soberano ni con gaita zamorana ni con gramola futurista.

Porque sí, sí; mientras oímos al lírico de la tradición, sentimos pena por el pobre pueblo que le escucha boquiabierto; pero cuando luego nos ponemos a escuchar al lírico de la revolución, sentimos pena por el pobre pueblo que le oye pasmado, y que es el mismo pobre pueblo, el mismito. Mas, después de todo…

¿Qué va a hacer aquel a quien Dios le hizo gaitero, sino tocar una u otra gaita, y aquel a quien le hizo peliculero —fotogénico, ¿no es así?—, sino impresionar películas históricas?

Envés, revés y canto

Ahora (Madrid), 8 de febrero de 1933

A Gregorio Marañón.

Prosigamos, insistiendo, nuestra labor socrática. Y perdónesenos la petulancia, si es que la hay; pero os que hemos cargado a nuestra cuenta el gobernar la opinión pública desde fuera del Poder —ya que desde fuera de él se gobierna, y acaso mejor— hemos contraído responsabilidades. Y una de las mayores, la de hacer que la gente reflexione y no se entregue a supuestas revoluciones sin sondearlas con animo escudriñador.

En el capítulo XVI, epílogo a su obra Amiel, un estudio sobre la timidez, Marañón dice: “Porque como en otro lugar he dicho, una de las eficacias maravillosas del pensamiento está en que las gentes que no piensan nada por sí solas, pensando al revés de los que ya han pensado, se creen también en posesión de ideas originales. Y en ocasiones aciertan. Porque las ideas tienen una cara y un reverso, y es difícil averiguar —a veces hasta después de mucho tiempo— en cual de los dos está el cuño legítimo.” Detengámonos en esto un poco.

Primero: que nadie piensa nada por sí solo. El pensamiento, aun el del mayor solitario, es colectivo, es comunal. Hasta el cartujo encerrado en su celda se lleva a ella, para pensar, a su pueblo. Se lo lleva, ante todo, en el lenguaje con que piensa. Y así se llega a la verdad, que es aquello en que concordamos todos. ¿Todos, eh? Todos y no la mayoría. Y todos no en número, sino en calidad; la humanidad entera —“tota” y no “omnis”—. Entera, que por eso enterarse es llegar a la verdad humana.

Segundo: que pensando al revés de los que ya han pensado, se creen también en posesión de ideas originales. “Y en ocasiones aciertan”, añade Marañón. Y yo, que casi siempre. Porque, ¿qué es eso de originalidad? Las ideas más originales que he recibido es cuando alguien me ha devuelto, me ha rebotado, asimilada y transformada por él, alguna idea que le di yo. Por eso pudo decir Walt Whitman a los jóvenes que sus mejores cosas, las de él, de Whitman, las habían de decir ellos, los que le siguieran. Sólo que ni éstas ni las otras eran ni de Whitman ni de sus seguidores. Lo nuevo, lo original, es la expresión. Y ésta es, en el más hondo sentido espiritual, todo. El que acierta a expresar en expresión definitiva lo que muchos oscuramente piensan, ése es el que por primera vez lo ha pensado de veras. Y por eso los más grandes pensadores son los expresadores definitivos. ¿Vulgarizar? Vulgarizar es algo más definitivo que descubrir. Por algo a América se le llama así, América, y no Colombia; y es que fue Américo Vespucio y no Cristóbal Colón quien la dio a conocer, expresándola, al vulgo de Europa. Desgraciado el país donde los vulgarizadores —los buenos vulgarizadores— sean ahogados por los investigadores. No quiero decir, ¡claro!, los investigacionistas, que son otra cosa inferior. Los grandes investigadores investigacionistas han sido grandes vulgarizadores. Y los grandes vulgarizadores son grandes descubridores, descubridores de expresión. ¿Ideas nuevas? Apenas hay sino expresiones nuevas.

Tercero: que “las ideas tienen una cara y un reverso, y es difícil averiguar —a veces hasta después de mucho tiempo— en cuál de los dos está el cuño legítimo”. ¿El cuño legítimo? ¿Es que, en nuestros duros, la efigie de “Amadeo I, rey de España”; la de “Alfonso XII, por la G. de Dios rey constitucional de España», o la de Alfonso XIII, en una u otra fórmula rey, es cuño más legítimo que el escudo de España misma? ¿Y cuál es el revés y cuál el envés? ¿Cuál la cara y cuál el reverso? Porque hay envés y hay revés, hay cara y hay cruz; pero hay también canto, hay también filo. Y éste, el canto o filo, no suele tener cuño.

Recuerdo ahora aquello que decía un psicólogo, y es que materialistas y espiritualistas reñían por el color de un escudo de que cada uno no miraba más que un lado. Así, derechistas e izquierdistas, según ellos se llaman, por llamarse de algún modo. Su visión es de plano y no suelen desplazarse. Es como mirar a la luna, que siendo esférica, se nos aparece un disco, y cuyo misterio consiste en que nos da siempre la misma cara. ¿Anverso o reverso?

¡Visión de pleno! De donde ha venido lo de derecha e izquierda y centro. Porque en la penetración —no basta la vista sólo—, en la masa, en el volumen, en la profundización de una idea, hay que llegar a las entrañas, que no están ni a la derecha, ni a la izquierda, ni en el centro. ¡Largura, anchura y hondura! Y holgura —razón de tiempo—, como ya otras veces tengo expuesto. Pero como en esta miserable contienda de sectas, partidos, escuelas, gremios y clientelas no se puede hacer que los contendientes se detengan, tomando huelgo, a zahondar en la pieza, a escudriñarle los adentros, a probar si el oro o la plata, o siquiera el cobre, son de ley, sino que se atienen al cuño, ¿qué nos queda a los investigadores, a los vulgarizadores de su verdadero valor? Pues nos queda dar sobre los contendientes, para separarlos bien, de canto, de filo. Y el canto, el filo, al que no hay que confundir con la hoja, no está propiamente entre el envés y el revés, entre la cara y la cruz.

“No le entiendo” —suelen decir los que se atienen al cuño, que es su santo y seña. Así le decían a Sócrates el preguntón: “no te entendemos”. Y él, Sócrates, insistiendo socarronamente —su ironía era socarronería—, les iba socarrando las entendederas hasta llevarles a que se diesen cuenta de que ellos no se entendían a sí mismos. Hasta que logró irritarlos de tal modo, que ellos, los gobernantes desde el Poder, le condenaron a muerte. Y para esta condena se unirían todos, los unos y los otros.

Hay que dar de filo, de canto, amigo Marañón, sin dejarse blandear por los de un cuño ni por los del otro. Porque, además, los cuños, ¡ay!, se borran o se cambian. Y se borran más cuanto más corre la pieza. Y menos mal si no cambia también la ley del metal. ¿Que dicen no entenderle a uno? ¡Otra les queda! “Ya no volveremos a gozar la libertad del liberalismo” —me decía usted, buen amigo. Sí, ya sé que dicen que esa libertad pasó… de moda. Pero me moriré defendiéndola. Y riéndome de los que creen que vivir a la moda es el mejor modo de vivir. Tenemos, amigo, que conservar la enteridad del entendimiento, la integridad de la inteligencia. Y que cuando pase esto, cuando pase esta moda, se pueda decir que alguien, mientras se iban por la contienda, por el roce, borrando los cuños, guardó la ley del metal.

La enfermedad de Flaubert

Ahora (Madrid), 14 de febrero de 1933

Sí, tiene usted razón, amigo mío, tiene usted mucha razón; es una terrible enfermedad. Y de la que no sabe uno cómo defenderse. La padeció aquel intelectual —modelo de intelectuales— que fue Gustavo Flaubert, el gran solitario, el inmortal creador del no menos inmortal M. Homais. (Y, entre paréntesis, ¿en qué partido se matricularía hoy este formidable… librepensador?) Y en un pasaje de su inacabada obra Bouvard y Pecuchet aludió Flaubert a esa terrible enfermedad cuando escribió que esos sus dos monigotes —¡y tan suyos!— contrajeron la lamentable —“pitoyable”— facultad de descubrir la mentecatez humana y no poder tolerarla. De todos los dolores del entendimiento, pues éste suele dolernos —¡y qué dolores los suyos!—, éste es el más insoportable. Más que el de la duda, más que el de no lograr la comprensión de algo. ¿Aunque no será, en el fondo, que el que sufre de esa enfermedad flaubertiana es porque no comprende la mentecatez, su verdadera razón de ser? ¿No es acaso falta de caridad, de amor al prójimo, de humanidad en fin? ¿No es inhumano que le duela a uno más una mentecatada, una simpleza que se le diga —una pregunta inepta, por ejemplo, que se le dirija—, que no una mala pasada que se le juegue?

Las veces, amigo mío, que me he detenido ante aquellas palabras de Jesús en su sermón de la montaña cuando dice: “Cualquiera que dijere a su hermano raca (un nadie) será culpado en concejo, y el que dijere: ¡fatuo!, será culpado de infierno del fuego.” No el que le llame bandido, o ladrón, o mentiroso, o traidor, o…, sino el que le llame mentecato, memo, bobo. No el que ponga en duda la sanidad de su conciencia moral o su buena fe y su lealtad, sino el que ponga en duda la entereza de su entendimiento, la sanidad de su seso. Terrible pasaje evangélico, ¿no es así?

Y luego empieza uno a pensar si eso de no descubrir más que las mentecatadas, las necedades de los prójimos no provendrá de una enfermedad de nuestra visión. No ver apenas más que eso… no ver… No ver, es decir: “invidere”, envidiar. Porque envidiar es no ver. ¿Y cómo se va a envidiar al mentecato?, me dirá usted, mi buen amigo. En una ocasión le decía yo a Maurois, el autor de la penetrantísima biografía de lord Byron, que acaso éste, el autor del formidable misterio Caín, fue un singular envidioso. Envidió a los que no le envidiaban; les envidió el que vivieran libres de envidia, que es otra terrible enfermedad del entendimiento. Y luego de haberle dicho eso a Maurois, no hace aún mucho, releyendo a Quevedo en la excelente edición de Astrana Marín, me encontré con esto de aquel gran calador de nuestro morbo nacional: “El hombre o ha de ser invidioso o invidiado, y los más son invidiados e invidiosos, y al que no fuere invidioso cuando no tenga otra cosa que le invidien le invidiarán el no serlo.” ¡Qué hondo! “Mira, ese que va ahí es… Fulano, el célebre…”, le decía un hombre de la calle a otro, y éste le contestó: “¿Y a mí qué?” Y como el Fulano aquel lo oyera sintió envidia de aquel hombre de la calle a quien no se le daba nada de él ni acaso le conocía. Esta envidia sentía lord Byron, esta envidia sentía acaso Gustavo Flaubert —¿no envidiaría a su Homais, que todo lo tenía resuelto con ramplonerías jacobinas?—, esta envidia sintió acaso nuestro Quevedo. Y hay otro sentimiento monstruoso —esto va usted a tomármelo a colmo de paradoja—, y es el que podríamos llamar de la autoenvidia, la de aquellos al parecer orgullosos que se pasan la vida envidiándose a sí mismos, no pudiéndose ver a sí mismos. Y este es acaso el infierno del fuego con que Jesús amenazaba al que llame mentecato a su hermano. ¡El amor propio!, sí, ¡el amor propio! Pero, ¿y el aborrecimiento propio? ¿Cuántos hay que se sonríen de los e y venoso que guardan en sí?

Y en otro respecto recuerdo que yendo una vez con uno de los hombres más inteligentes y mejores que he conocido, como al pasar junto a un carnero le dijese “mírele la cabeza, la sesera, y mírele lo otro: el… sexo; aquélla no le sirve más que para topar, es el animal más estúpido que conozco, pero, en cambio, es capaz de cubrir en una noche no sé a cuántas ovejas…” Y mi amigo me respondió: “Quién fuera carnero… por lo uno y por lo otro.” Claro está que esto era un decir en aquel hombre, de altísima inteligencia y de ordenada conducta, pero… Y no quiero ahora repetirle aquella tan conocida anécdota de la conversación entre Emilio Castelar y José Luis Alvareda sobre que, según aquél, el donjuanear atrofia el seso, y según éste, el estudio atrofia lo otro. Sesera y sexera, si quiere usted.

Y después de todo esto vuelvo a lo de la terrible enfermedad que se le desarrolló a los pobres monigotes de Flaubert, o, mejor, a este mismo, pues ellos, Bouvard y Pecuchet, sí que eran mentecatos. Tanto, en su género, como Mr. Flomais en el suyo. ¡Qué tormento, amigo mío, qué tormento! ¡Este sí que es tormento. Si San Pablo exclamaba: “¡Miserable hombre de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Sí, de no entender más que mentecatez, ramplonería, vulgaridad, frivolidad, muerte en fin.

Como mirándole a usted, amigo mío, con mis ojos sanos, libres de enfermedad, le veo sano, sé que no me preguntará en qué casilla meto a Flaubert, si lo tengo por derecha, de izquierda o de centro, si por creyente o por incrédulo, si por progresista o reaccionario. Sé que conoce usted a nuestro Flaubert —¿y cómo no?—, sé que recuerda aquel final de sus Tentaciones de San Antonio cuando el pobre trágico anacoreta quiere comer tierra, hacerse tierra y dice hallarse harto de la estupidez del Sol, “la bêtise du Soleil”. ¡Estupidez del Sol! Porque si es un acto de estupidez llamarle estúpido a un siglo, como a un río o a una montaña, no lo es ya llamarle al Sol. Y acaso la estupidez del Sol que a través de su San Antonio sentía Flaubert consista en que alumbra cuanto mira, y así no le ve las sombras. ¡Y él las tiene! ¿Pero es eso estupidez o qué?

¡Pobre Flaubert! ¡Pobre Sol!

El pecado de liberalismo

Ahora (Madrid), 17 de febrero de 1933

“¿Pero cómo —le decía yo a un conocido—se apunta usted ahora para católico, cuando sé que no cree usted ni en la divinidad de Cristo, ni en su resurrección de entre los muertos, ni en la de la carne y la vida perdurable, ni apenas en Dios?” “Es que ahora —me contestó— no se trata de eso, que son cavilaciones escolásticas que a pocos, como a usted, les importan; de lo que ahora se trata es de defender la libertad, la de conciencia, la de enseñanza, la de cultos; la libertad y la justicia.” “Muy bien —le repliqué—; mas para eso basta confesarse liberal, nada menos y nada más que liberal.”

Si fue, en efecto, un gravísimo mal para la Iglesia católica española el que cuando estando unida —mejor, sometida— al Estado, cuando aquella alianza del Altar y el Trono —tan funesta para el uno como para el otro— hubiera habido espíritus menguados que se fingieran creyentes y hasta comulgasen no más que para asegurarse en ciertos cargos, empieza a serle hoy otro mal gravísimo el que haya quienes por oposición liberal al Estado, por individualismo, se proclamen católicos sin sentirse tales y teniendo conciencia de que no lo son. Cuando unidos Estado e Iglesia se declaraban creyentes católicos los que eran incrédulos, sumisos al Estado hoy, ya separados aquéllos, decláranse católicos los adversarios, por oposición política, del actual Estado constitucional, y estas adhesiones políticas, no religiosas, a la Iglesia le son a ésta tan mortales como, en otro orden, esas conversiones literarias a lo Huysmans o a lo Papini. “La mística no es un género literario”, le decía yo antaño al gran don Marcelino. Ni se debe sostener el Credo del Catecismo por casticismo.

“El liberalismo es pecado», proclamó hacia 1884 don Félix Sardá y Salvany, presbítero, ¡y la que se armó! Ese aforismo lo hizo bandera la Compañía de Jesús. Y luego… Si la ley hace, según San Pablo, el pecado, bien puede decirse, retrucando, en legítima dialéctica pauliniana, el argumento que el pecado hace la ley. El pecado de liberalismo hizo la ley de libertad, que es la ley de justicia. Pero ahora a eso que se llama masa —¡y tan masa!— quieren hacerle creer que con libertad no hay defensa. ¿Defensa de qué?

“Fuera de la Iglesia no hay salvación”, se proclamaba, y ante esta enormidad, las almas libres, las de los liberales, las de los individualistas, las de los auténticamente herejes, huían de la Iglesia, y los que de ellos creían en algún Dios iban a encararse con Él a solas. “Fuera del Estado no hay libertad”, se proclama hoy, y esos mismos liberales tienen que huir del Estado, tienen que sentirse menoscabados en él. “El Estado lo es todo”, se gritaba hace poco en nuestras Cortes, y ante ese grito, todos los buenos liberales, todos los buenos individualistas —y por esto los buenos socialistas, aunque cualquier atolondrado tome esto a paradoja— se sienten fuera de ese Estado. Y sienten que la dogmática de la Constitución del Estado es tan inhumana —así, inhumana— como la dogmática del Catecismo de la Iglesia. ¿Religión del Estado? ¡No; religión del Estado, no! ¿Pero religión de Estado? Tampoco. Religión de Estado son fajismo y comunismo. No, ni la infalibilidad del Papa ni la de la masa. Cuando se oía, en una u otra versión, “la Iglesia lo es todo”, los liberales acudían contra la Iglesia y trataban de erigir un Estado libre —liberal—, y cuando se oye que el Estado lo es todo, esos mismos liberales deben acudir contra ese Estado totalitario y ayudar a que se erijan Iglesias libres, confesiones liberales. Es deber de humanidad.

¿Va a ser aquí libre la Iglesia? Ojalá. Pero ella no parece acertar en la defensa de su libertad. Ha repetido tanto lo de: “el que no está conmigo, contra mí está”, que de sí mismo dijo el Cristo (Mateo, ХП, 30), que ha olvidado lo otro de: “el que no esté contra nosotros, por nosotros está” (Marcos, IX, 40), del mismo Cristo, y la enorme diferencia que va del “contra mí” al “por nosotros”. Si la Iglesia católica española se percatara de esta diferencia, si se diese cuenta de que su salud está en el liberalismo, sentiría hondos remordimientos de aquella desatentada campaña jesuítica —y como jesuítica, suicida— con el lema de: “el liberalismo es pecado”. Y vendría a caer en la cuenta de que en ese pecado, que es el pecado de laicismo, de genuino laicismo religioso, está el porvenir de la misión que mientras tenga que durar, le está por la historia encomendada.

¿Laicismo? ¿Qué es esto que tanto cimbelean los jacobinos confusionarlos? “Laos” es pueblo, y “laicos”, popular. Pero si la clerecía no es el pueblo, tampoco lo es, sin más, la burocracia del Estado. El Estado no es, en efecto, el pueblo, ni lo oficial es lo popular. La enseñanza oficial, burocrática, de Estado, no es sólo por ello, y por buena que sea, laica, popular. Y esto aunque se proclame neutral, inconfesional, agnóstica, lo cual, a la larga, es en práctica imposible. Más laica, más popular es la enseñanza de una confesión cualquiera —cualquiera, ¿eh?— de una parte del pueblo que una comunidad de éste quiere que se les dé a sus hijos. “No —me decía un energúmeno—; nada de imponer, fíjese, de imponer a los hijos una enseñanza que luego han de dársela otros padres… espirituales; la enseñanza ha de ser gratuita, obligatoria e impuesta por el Estado.” “Por el vuestro —hube de replicarle— y por otros padres… intelectuales; por clérigos de Estado, no de Iglesia; por funcionarios civiles, no eclesiásticos. Eso no es tampoco laicismo.” Y no lo es. “No está demostrado científicamente que haya Dios” —prosiguió; y cuando pronuncia “ciencia” y “científico” se enjuaga antes la boca con esas palabras para él huecas—. Y hube de contestarle: “En efecto, no está demostrado, a mi entender, que haya Dios, ni ello es cosa de ciencia; pero tampoco está demostrado que no le haya.” Y como caí en la inocentada de querer desarrollarle el criterio dialéctico, anti-dogmatico, escéptico, investigativo, el pobre hombre me volvió la espalda mormojeando: “¡Bah! ¡Acomodos!” Y añadió el muy majadero no sé qué sandez en moda.

¡Pobres liberales del pecado! Los aborregados de un dogma y del otro, del eclesiástico y del estatal, los que temen a la libertad, los que no aciertan a vivir en la sociedad íntima, en la comunidad consuetudinaria, ni canónica, ni constitucional, en el pueblo formado por individuos que no se matriculan en partidos, nos declaran que la libertad del liberalismo se acabó ya. De ese glorioso liberalismo, santo pecado de humanidad, de ese liberalismo que fue la religión del humanismo, de la humana cultura. Cultura que no tiene que ver con la del famoso “Kulturkampf” en que tropezó Blamarck. Y sigue siéndolo, a pesar de todo lo demás.

Y dejemos lo peor, lo de los padres… naturales que sólo buscan que se les apruebe a los hijos, como sea, por la Iglesia o por el Estado. Para luego… el destinillo.

Cuño al canto

Ahora (Madrid), 23 de febrero de 1933

Querido amigo Marañón: Leída su Réplica al filo o canto1 que desde aquí —el 15-II— dirigió usted a mi comentario Envés, revés y canto, a usted dirigido —el 8-II—, siento la necesidad de comentarla. Y un poco de sesgo, o sea de canto. Usted supone que el canto no tiene cuño, siguiéndome en esto, pues yo afirmé en mi comentario que “éste, el canto o filo, no suele tener cuño”. Pero un amigo me ha sacado de mi error mostrándome, con un caso concreto, que hay cantos con cuño. Ni sospechaba yo que pudiese ofrecer tantas sugestiones —ahora, sugerencias— la numismática con que solaza su ocio Víctor Manuel III, este pobre Saboya, rey holgazán rendido al Duce. Y precisamente de numismática y de Saboya se trata.

Ese buen amigo me ha hecho notar, en efecto, que en el canto de los duros de nuestro Amadeo I viene acuñado esto: “Justicia y Libertad”. En la cara de las piezas de plata —“ley, 900 milésimas; 40 piezas en kilog.”, como en ellas reza— de 1871 está la efigie, de perfil, de Amadeo I, rey de España, y en el escudo de ésta, la cruz. Y si aquélla es cara, la del rey de Prim y de los liberales que hicieron la revolución, la Gloriosa, de 1868, su revés sí que es cruz, pues cruz hay en él. En los duros borbónicos posteriores, los de Alfonso XII y Alfonso XIII, hay a la vuelta, al revés de las caras de estos Borbones, un escudo de España, pero sin cruz bien visible alguna; y en el centro de él figura una flor de lis. Mientras que en el escudo de España de las monedas de Amadeo, el Saboya, en el centro, entre los blasones de Castilla, León, Aragón-Cataluña, Navarra y Granada, figura una cruz, la cruz del blasón de Saboya.

Fue, pues, en las monedas de aquel a quien se le motejaba por entonces, en 1871, de hijo del carcelero del Papa, en las que aparecerá la cruz. Para que luego, corriendo los años, el sucesor de Pío IX —“prisionero de sí mismo”, que le dijo Carducci—, Pío XI, se conchabara con el nieto del carcelero, con Víctor Manuel III —tercero el Duce—, y se dejara dorar la cárcel —o jaula—, fajistizar —y a la vez fajar— a la Iglesia Romana sin catolizar, esto es, universalizar, al fajismo mediante el triste Concordato de Letrán de febrero de 1929. Concordato más suicida para la Iglesia Romana que pudo serlo el Concilio del Vaticano, el que se siguió al Syllabus, el de la infalibilidad papal. En este Concilio se rompió con el liberalismo, se le declaró la guerra santa, y en el Concordato de Letrán se ha sellado la alianza con el antiliberalismo, con el nacionalismo, con el fajismo, o sea con el anti-universalismo, con el anti-catolicismo. Los haces, los fajos lictorios —del italiano fascio viene nuestro “fajo”— han sustituido a las cruces. La Iglesia se ha rendido al Estado imperial romano. Y pagano.

¡Qué preñada de sentido está en el canto de los duros de aquel breve rey caballero y constitucional del liberalismo español de hace sesenta y dos años y qué bien hace con la cruz central del escudo de España aquella leyenda liberal de “Justicia y Libertad”! Nada de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, pues la Justicia abarca a estas dos últimas y aúna la Libertad, que es de justicia y no de gracia. Los otros decían: “Dios, Patria y Rey”. Pero la cruz del centro del escudo estaba por Dios, y la Justicia y la Libertad son Patria y son Ley, que es la que debe reinar. Por cierto que la Dictadura de 1923, de que usted, amigo Marañón, y yo fuimos víctimas —víctimas de sus leyes excepcionales, que no son leyes—, quiso, en inspiración fajista, menguadamente nacionalista —no nacional—, anti-universal, o sea anticatólica, adoptar un lema en que figurase ante todo la Patria, y no atreviéndose a anteponerla a Dios, cambió el lema tradicionalista, sustituyéndole por este otro: “Patria, Religión y Monarquía”. Puso la Patria por encima de la religión por no atreverse a sobreponerla a Dios, y en vez de Rey puso Monarquía, que es término abstracto y anfibológico, como el de República. Es que la Dictadura aquella maldito el fervor realista que sentía, aunque hubiese sido el instrumento de que tuvo que valerse la realeza para su merecido suicidio. Y tal vez creyera aquel Dictador que poner a Dios sobre la Patria es cosa de anarquismo, pues así lo creen otros.

¡“Justicia y Libertad”! Este fue el lema de la dinastía liberal, a la que trajo a España aquel romántico Prim con los suyos, con los liberales, y éste fue luego el lema de los republicanos liberales de la primera República española. Y ha pasado a ésta, pues en el artículo 1.° de su Constitución se dice “que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”. ¡Lástima que vaya precedido de algo que sigo estimando que es una vaciedad! Uno de los mayores prohombres de aquella primera República española, procedente del amadeísmo, llamó La Justicia al órgano periódico que fundó, y en que colaboré alguna vez. Y nos solía hablar no de eficacia, sino de justicia. Y de justicia así, sin adjetivo; no de justicia republicana ni de justicia revolucionaria, sino de justicia pura y simple, de justicia sustantiva, sin adjetivos y sin excepciones. Sin excepciones, amigo Marañón, sin leyes excepcionales. Cuya mayor injusticia suele estar, más que en otra cosa, en la tontería con que se aplican. Que al tonto rigor tiene que seguir la tonta clemencia. Pero ya sabe usted, mi buen amigo, aquello que tanto repetí yo antaño, lo de Guillen de Castro: “Procure siempre acertarla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defenderla y no enmendarla.” Enmendar algo es flaqueza de los que acatan consejos.

Usted, amigo mío, parece creer en una renovación de fondo, en que hemos entrado en una nueva era. Pues yo le diré lo que aquel sastre remendón a quien, viéndole zurcir viejos retazos, le preguntó un transeúnte: “Maestro, ¿qué hay de nuevo?” Y el remendón contestó: “¿De nuevo?, ¡ni el hilo!” ¡Ni el hilo, querido Marañón, ni el hilo! No crea usted en camelos.

“La libertad nuestra, de la cual, en efecto, no volveremos ni usted ni yo a gozar.” Así me dice usted, querido amigo. Pero, ¿está seguro de ello? Pues yo, el escéptico, el pesimista, el anarquista, si usted quiere —no me duelen motes—, yo, que creo en la Justicia, creo en la Libertad. Y en cuanto a la mía, tengo que creer en ella, pues que la gozo. Gocé de ella en el destierro aquel y sigo de ella gozando. Y sirviendo con ella a mi patria en el servicio que la debo, y es el de proclamar la verdad frente a todos los embelecos programáticos. Y… ¡Dios sobre todo!

Libertad y justicia

Ahora (Madrid), 28 de febrero de 1933

Otra vez. ¿El artículo 1.° de la actual Constitución… vigente? ¡No! si no yacente, dice con una noble candidez que “España es una República democrática de trabajadores de todas clases que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia.” Primero se redactó en seco “de trabajadores”, sin lo de las clases, mas eso pareció a algunos que se tomaría fuera de España como declaración de una especie de bolchevismo, aunque la verdad es que ello no declara nada ni pasa de ser una expresión de las que llaman platónicas los que maldita la idea que de Platón tienen. En rigor eso no es nada ni concreto ni claro. Pero luego se le agregó lo de “de todas clases”, con lo que se quedó más en el aire todavía. No se sabe si somos trabajadores de todas las llamadas clases sociales o de toda clase de trabajos. Y, por otra parte, ni nadie que sepamos ha definido, en política se entiende, lo que es trabajador ni lo que es trabajo. En física, sí. Pero en ese ingenuo artículo parece tener esa categoría algo de metafísico o, si se quiere, metapolítico. Como no sea de místico.

Un pragmatista norteamericano —no sé si fue el mismo William James— decía que si alguien afirmaba su fe en que hay habitantes en Saturno, le preguntaría qué es lo que hacía o qué es lo que dejaba de hacer en virtud de esa fe, que no haría o no dejaría de hacer de no tenerla, y que si contestaba que nada, le replicaría que eso no es creer cosa alguna. Y así podemos decir que de esa solemne declaración de que los que formamos la República Española somos trabajadores de todas clases nada pragmático se deduce, pues no se sabe que nadie haya pensado en negar la ciudadanía española a los que él estime que no son trabajadores ni a nadie se le ha ocurrido clasificarnos.

Pero es que cuando se entra en un régimen que nadie sabe a ciencia cierta lo que va a ser, cuando no hay, como no había aquí al reunirse las Constituyentes, una ideología republicana bien definida, concreta y clara, hay que acudir a esos tópicos sonoros y hasta se suele caer en lo que podríamos llamar la mística republicana, melliza de la monárquica. Y se cae en la logomaquia de la consustancialidad, de la accidentalidad, de la integralidad, de lo soberanía y otras así. Y con ese fervor místico se forjan una porción de fórmulas que llevan a credos dogmáticos sin verdadero contenido doctrinal. Fórmulas buenas acaso para campañas electorales en las que en general ni el que habla sabe bien lo que dice ni el que oye sabe bien lo que oye, sino que se trata de caldear los ánimos con fuego pero sin luz. Calefacción eléctrica —electrizar al auditorio—a oscuras.

Y luego no es el Credo el que hace la Iglesia como no es el programa el que hace el partido, sino que es la Iglesia la que hace el Credo —y lo deshace— y es el partido el que hace y deshace el programa. Y se pone la disciplina por encima de la fe. Y esto suele ser porque no es tal fe.

Sabemos que se nos dirá que este modo de hacer crítica, de dialectizar —que es dialogar— de jugar con las ideas —que es el más noble, el más fecundo y el más humano, más bien divino, de los juegos— procede de anarquía mental. Pero los que tenemos mentalidad herética —en el primitivo y originario sentido de este término— nos vemos, gracias a ello, libres de llegar a contraer la ideosclerosis que es una terrible enfermedad mental. Sin que las ideas del ideosclerótico —por otro nombre jacobino— sean por eso ni más fijas, ni más claras, ni más ricas que las ideas fluidas, movedizas y evolutivas del herético fundamental.

Los dogmas ideoscleróticos podrán servir para organizar o disciplinar —mejor, para aborregar— masas, pero no sirven para dirigir hombres. Los hombres que forman una masa, y hasta lo más macizos de esos hombres, se rebelan contra la dogmática cuando se sienten hombres y no cachos de muchedumbre. Y un pueblo, un verdadero pueblo, se hace de hombres y no de masas.

Y ahora unas palabras respecto a lo del régimen de Libertad y de Justicia.

Cuando se proclama que no hay libertad fuera del Estado se está muy cerca de ir a caer en un régimen de no libertad o de incesantes excepciones y restricciones a ella. Y en cuanto a la justicia, vamos oyendo repetir y cada vez con más frecuencia aquella sentencia —sentencia de muerte para la libertad— atribuida a Goethe de que es preferible la injusticia al desorden, reservándose —¡claro está!— el definir el orden los que adoptan esa sentencia. Y bien sabido es lo que se entiende por orden en esta nuestra época de Internacional policíaca —la más terrible de las Internacionales— y en que casi todos los pueblos van yendo a caer o en fajismo o en el sovietismo —que no es igual que comunismo— y que son en rigor una sola y misma cosa. Y por eso se dice que el viejo —el eterno— concepto de libertad, el rousseauniano, el del liberalismo, está en decadencia. Lo cual, por otra parte, equivale a decir que está en decadencia el sentido de la Justicia. Con eso de la eficacia… Es el triunfo de Maquiavelo. O, como diría Croce, el triunfo de la economía —en el sentido crociano— sobre la ética. “Salus populi suprema lex esto”. Y se arroga el definir lo que sea la salud —la salvación mejor— del pueblo una Convención de ideoscleróticos. Recordemos aquello de la gran Revolución, la francesa de fines del XVIII, que vivió dominada por el terror, soñando enemigos en todas partes, forjando fantasmas.

Y luego lo de la “revolución” y la “renovación” y “cosas mandadas ya recojer” y “viejo estilo”, y “procedimientos que pasaron” y otras candideces por el estilo —que no es estilo, ni viejo ni nuevo— de la de los “de todas clases”. Mas en fin, no es malo, para consuelo, empeñarse en creer que estamos inaugurando una nueva era. Hay que creer en algo.

Mientras tanto los herejes, los de la Libertad y la Justicia, los que preferimos la anarquía mental a la ideosclerosis y ponemos la ética sobre la economía esperamos… en la esperanza.

La Cibeles en Carnaval

Ahora (Madrid), 4 de marzo de 1933

“Todo el año es Carnaval”, decía Larra, el suicida, hace un siglo, en revolución —o guerra civil, que es igual— española. Todo el siglo ha sido carnaval y sigue siéndolo, podríamos añadir. ¿Y es que lo que se suele llamar revolución, sarta de motines y de pesadas bromas legislativas y ejecutivas, no es también algo carnavalesco? Dícese otras veces que el carnaval, sobre todo el callejero, el del consabido hombre de la calle, agoniza y es porque le devora el otro carnaval. En ambos un holgorio forzado, de disfraz, pirueta y tunantería, o sea pedigüeñería. Y ahora serpentinas de papel en uno y en otro. Y el imaginarse que por romper, siquiera en apariencia, la continuidad cotidiana de la costumbre con una pequeña y periódica revolucionzuela se intensifica la vida pública y se la renueva. En tanto los actores, los revolucionarios, con sus máscaras se aburren soberanamente de jugar a la soberanía popular. Y al cabo en uno y otro carnaval llega el miércoles de ceniza, se quedan por el suelo, entre polvo o fango, no hojarasca ni florea marchitas —nada de batallas de flores— sino papelitos más o menos constitucionales y escurriduras del paso de las comparsas, y acuérdase el hombre de su casa de que es polvo y a poco que llueva o se desangre, fango.

En todo lo cual íbamos pensando al dar a la salida —o entrada— del coso carnavalesco del Madrid de hoy. Recoletos y el paseo de la Castellana, con Su Serenidad Cibeles, Madre de los Dioses mayores, que se alza, sentada en su carro, sobre un pequeño estanque en que se refleja. La Cibeles, Eulogio Florentino Sanz en aquella su Epístola a Pedro que escribió en Berlín— era en el ocaso ya del romanticismo—decía lo de que: “Lejos de mi Madrid, la villa y corte, / ni de ella falto yo porque esté lejos, / ni hay piedra allí que no me importe; / pues sueña con la patria a los reflejos / de su distante sol, el desterrado / como en su niñez sueñan los viejos. / Ver quisiera un momento, y a tu lado / cual por ese aire azul nuestra Cibeles / en carroza triunfal rompe hacia el Prado…” ¡El aire azul de Madrid!

Mirábamos romper no hacia el Prado como antaño si no hacia el centro de Madrid, hacia la Puerta del Sol a esa serenísima matrona marmórea arrebozada en aire azul y soleado. De su carroza con sus ruedas solares, hacen como que tiran dos leones antropomórficos distraídos, que como si se vieran desdeñosamente y con una mueca carnavalesca ¿Estarían desdeñando al carnaval del año y al del siglo? De seguro que a aquellos otros leones, estos de bronce, que no uncidos a carro —ni al del Estado— hacen guardia, apoyándose en unas bombas, en la escalinata del Congreso de los Diputados de la nación. Más de carnaval los de bronce que los de mármol. La frente marmórea de Su Serenidad Cibeles, coronada, brilla al aire azul de Madrid. Y nos habla de sosiego y de cotidianidad. Yendo encarados a la Madre de los Dioses, por el palacio de Buenavista —hoy Ministerio del Ejército— le hace fondo a la mítica matrona la Puerta de Alcalá, siempre abierta al aire azul; allá, a la distancia, el Apolo y el Neptuno y villa adentro el Ministerio de Hacienda, cinco monumentos de sosiego, de ponderación, de ritmo sereno. Y luego, en torno, todas esas nuevas termiteras de traza babilónica o… neoyorquina, esos edificios carnavalescos que se retuercen en contorsiones barrocas o se estiran en tiesuras cúbicas. Son dos épocas. ¿Dos revoluciones? No; la Cibeles, el Neptuno, la Puerta de Alcalá, el Ministerio de Hacienda no nos hablan de revolución, como no sea la íntima, la entrañada, la silenciosa, sin ruido de comparsas ni de tunas, que simboliza Rousseau y no Robespierre. La revolución individual. Y el mármol de esas mitológicas estatuas es italiano y nos habla de Italia —de la Italia napolitana de Carlos III— en esta tierra de granito y de arenisca. (Arenisca es arisca.) Y de madera de imaginería que luego se pinta y se enmascara.

Como el poeta Eulogio Florentino Sanz, ei hombre de las calles de Madrid, poeta también, ve a cada paso y la ve aun sin mirarla, a Su Serenidad Cibeles rompiendo el aire azul y recojiéndolo, y cuajándolo en blancura marmórea y esa visión le va calando en el hondón del ánimo y serenándoselo. Va unida a sus oscuras sensaciones cotidianas; va entretejida con sus afectos de costumbre; es parte de la continuidad de su espíritu que no hay carnaval ni revolución que puedan quebrarla. ¿Literatura? Al hombre de la calle, al verdadero hombre de la verdadera calle, esas visiones mitológicas, mejor o peor traducidas, le llenan, sin que él de ello se dé cuenta, de literatura la mollera. Le dicen más que la retórica jacobina de los mítines. ¡Dice tanto al sol el mármol!

Recordamos haber oído hace unos años de un pobre hombre de la calle que se echó a ese estanque y trepó a la carroza de Su Serenidad, sin miedo a los leones, para ir a abrazarla. ¿Embriaguez? Quién sabe… ¿Y embriagado, de qué? Más embriagado —y de peor tósigo— el que últimamente, cuando lo de la quema revolucionaria de los conventos, le rompió una mano a esa misma Cibeles. El pobrete quería romper la mano que lleva las riendas de la historia cotidiana, de la cotidianidad, de la costumbre, la que enfrena a los leones del instinto salvaje, la que guía la serenidad. En aquel estallido carnavalesco que fue lo de las quemas aquellas, cuando unos aburridos chicos —que no hombres— de la calle se disfrazaron de pobres diablos revolucionarios, hubo quien sintió toda la tontería —peor que barbarie— del acto. Disfrazados de pobres diablos revolucionarios se decían: “Y bien, esto de la república, de la revolución, ¿qué viene a ser?” Y como los otros se estaban tan tranquilos, como no parecían temer nada, había que sacarlos de sí, provocarlos, amedrentarlos. Y poco después los que empezaron por querer hacerse temibles, a fuerza de pretender amedrentar acabaron amedrentándose a sí mismos y de aquí a ver en torno peligros y acechanzas y a atemorizar con su temor. Y entonces se dijo: “¡Hay que hacer de veras la revolución que pide el pueblo!” Y a ver si se enteraban de lo que pedía el pueblo callado. Y la tan sonada revolución callejera se estancó en el Parlamento, revolución parlamentaria y papelera, de papel de serpentinas, de debates de carnaval, mascarada y tunos. Y nada de batallas de flores ni de frutos.

Su Serenidad Cibeles, Madre de los Dioses, sabe que no hay que temer a las tempestades del estanque que se tiende a sus pies, bajo su carroza; sabe lo que es la costumbre cotidiana; sabe que sobre el alma del hombre de la calle resbala la retórica jacobina como sobre ella el agua de la lluvia cuando el cielo se nubla y el aire se pone pardo. Y sabe que este maravilloso aire azul de Madrid le llena a su pueblo el ánimo de airosidad y de azulez. Pueblo airoso y azul, color de cielo, no negro, ni rojo, ni blanco, ni gualdo, ni menos morado; pueblo que ni se enmascara ni carnavalea. Y que se conserva sereno, airoso y azul de cielo mientras pasa la comparsa.

Consumo y limosna

La Rioja (Logroño), 13 de marzo de 1933

He recibido una especie de circular en que se dice que hay en España “aproximadamente doscientas mil familias que viven de la industria de sombreros que a pasos agigantados van sumiéndose en la miseria.” Después de exponer la crisis de esa industria, la de las fábricas de cintería exclusiva para sombreros, las de badana, las de cajas de cartón para embalajes, las de cortadurías de pelo de conejo y liebres, etc., se acaba en la circular por recomendar el uso del sombrero. Del que yo, por mi parte, apenas uso. En la circular hay este párrafo: “Si es funcionario del Estado no ignora que éste nutre sus ingresos con las aportaciones de las actividades del país, y que si éstas mueren, el Estado empobrece y las consecuencias recaerán en sus servidores.

Así, como apenas uso sombrero, no uso corbata, no fumo ni he fumado nunca— y no bebo vino, estoy esperando circulares invitándome a usar corbata para que prospere la industria de corbatería, a fumar, para que la Tabacalera rinda ingresos al Estado y puedan vivir las cigarreras, y otra a que beba para ayudar a la industria vitivinícola. Aunque a este último respecto me comprometo a consumir en unva fresca o en pasa, la parte que me corresponda de la producción vitícola española.

Después he asistido a una reunión de escritores y editores para ver el modo de promover la lectura de libros de toda especie con el objeto de que puedan sostenerse mejor autores, editores, impresores y libreros.

Y aquí se nos presenta la permanente cuestión de la relación entre la producción y el consumo, y si la crisis es crisis de producción, debida al exceso de ésta, o es crisis de consumo, debida a la restricción de éste. Todo se reduce a si se ha de producir para responder al consumo o se ha de consumir para responder a la producción. A una producción presa de un terrible engranaje Ford. A una producción que se ve forzada a crear necesidades. Y que más de una vez ha llevado a buscarse mercados a cañonazos, obligando a pobres pueblos sencillos y sobrios a crearse necesidades para satisfacer a los que se dedican a satisfacerlas. A obligarle, por ejemplo, a que gaste reloj aquel a quien maldito lo que le importa la hora que es.

Relacionado con esto, y sobre todo después de la Gran Guerra, se está predicando contra el ahorro y propugnando la mayor extensión posible del consumo y sólo para que se ocupen los que hayan de subvenir con su producción o con su servicio a ese consumo. Que es otra forma de lo de dar trabajo a los parados, aunque no haya necesidad de ese trabajo. Y así cesa el ahorro de controlar la producción, controlando el consumo.

El paro de esos millones de parados que hay en todo el mundo se debe —esto lo saben todos— a que con el progreso técnico se subviene el consumo con el trabajo de muchos menos número de trabajadores, y así aumenta el que Carlos Marx llamó el ejército de reserva del proletariado.

Dar trabajo. ¿Y si no le hay? Sí, es consabido, que vayan unos obreros desencanchando unas calles para que luego las vuelvan a encanchar y queden así peor que estaban; mas, entre tanto, esos obreros, que no pedían limosna sino trabajo, hayan cobrado sus jornales por rendir un trabajo perfectamente inútil si es que no pernicioso. O que se me obligue a comprar dos o más sombreros cada año, con su cinta y su badana, de piel de conejo o de liebre, aunque no me lo ponga ni una sola vez. O que se me obligue a comprar un libro que no he de leer y a condición de que no lo preste a otro sino que lo almacene en mi librería o lo deshaga para hacer de sus hojas cualquier otro servicio que el de leerlos. Valdría más, francamente, que se nos impusiera a todos los que ganamos salario o tenemos alguna renta, un impuesto para con él sostener a los que hayan quedado parados porque se consumen menos sombreros, menos cigarros, menos vino y menos libros. Que el ejército activo de los productores que basta a satisfacer con sus productos o con sus servicios las necesidades del consumo libre y natural esté sometido a una contribución para sostener al consabido ejército de reserva. Que es, en rigor, lo que pasa. Mucho mejor tener que pagar esa contribución —por fuerte que sea— que es de estricta justicia, que tener que someterse a un consumo forzado que pronto degenera en vicio.

En el fondo, es la vieja cuestión de la limosna. “¡Yo no pido limosna, pido trabajo!”, dice un parado; pero, sabiendo que el trabajo que se le habría de dar no sería sino un pretexto para dar una limosna. Y ello procede del sentido que ha tomado la limosna, como algo de gracia y no de justicia. Por lo cual se explica uno —yo al menos me lo explico muy bien— que haya quien diga: “Prefiero hurtar a no pedir limosna.” Ya que el pedir limosna suele ser muchas veces un modo disfrazado de hurto, y, si se quiere, de estafa. El pordiosero suele ser un chantajista. Toma el nombre de Dios para hacer chantaje.

Esta terrible crisis no debe concluir sometiendo el consumo a la producción, destruyendo el ahorro, embruteciéndonos —así, embruteciéndonos— en una triste civilización en que el utensilio no es la proyección del hombre, sino éste del utensilio, en que la máquina se adueña del obrero y le hace su esclavo como en aquel agorero libro de Butler: Erewhon. Lo moral y lo económico —y desde luego lo político— es predicar hoy a las gentes sobriedad y parquedad y espíritu de ahorro, y si no sienten necesidad ni apetencia de usar sombrero, de fumar, de beber vino o de leer libros, que tengan que contribuir con su ahorro a que vivan vida decente los que se queden sin trabajo por merma de la producción de esos artículos. ¿Que esto sería una limosna? En el viejo sentido corriente no, no y no.

Y de hecho es lo que empieza a suceder. Cuando he dicho que esta sedicente república de trabajadores de todas clases está en camino de hacerse una república de funcionarios, no he querido decir otra cosa. Los sin trabajo acaban por hacer funcionarios de todas clases. Y esto es mejor que pretender que consumamos aquello cuyo consumo no nos apetece y acaso nos daña.

Prosa en román paladino

Ahora (Madrid), 14 de marzo de 1933

Alguna vez se me ha preguntado el porqué de que cuando cito versos en estos mis Comentarios lo hago poniéndolos en línea seguida, como la prosa, y sin más que un pequeño guión entre verso y verso. Y debería ponerlos sin esos guioncitos2, sobre todo si son versos libres —esto es, sin consonantes ni asonantes— que en poco o nada se distinguen de la prosa ritmoide. Y ello para que se aprenda a leerlos, es decir, a decirlos y no a recitarlos y menos a declamarlos acompasadamente. Es el modo de darse cuenta de la íntima armonía, del ritmo del lenguaje que lo es de pensamiento y por lo tanto de sentimiento.

Aprender a leer es aprender a hablar y aprender a hablarse. El que acierte a enseñar a hablar, a que el oyente se hable a sí mismo de manera que se oiga y entienda bien, acierta a enseñar a pensar, a que el lector aprenda a dialogar consigo mismo —que es aprendizaje de dialéctica— y enseña a sentir, a sentirse. Que se siente con el ritmo y tono y tenor del lenguaje y hay que educar así al sentimiento para que no recaiga en resentimiento.

“Quiero fer una prosa en román paladino” —empezaba Berceo uno de sus poemas, en verso, ¡claro está! O en prosa rítmica, y en su caso aconsonantada. Prosa con número, que se decía antaño. Lo que da duración e intensidad. Una cantidad que es calidad, una forma que es fondo, un continente que es contenido. Y así se libra de esclerosis a la idea. Pues que el fondo de ésta está en su forma; su verdadero hondón es su sobrehaz. Lo que lijeramente suele motejarse de superficialidad es no pocas veces fundamentalidad.

Y en cuanto al pensar al día, acaso al momento, es, cuando de veras se piensa, obra de duración. Lo que se hace de un respiro, de una respiración, es lo verdaderamente inspirado; lo cotidiano es lo secular, lo de momento es lo eterno, cuando se halla la forma y se la recibe. Hay que escribir no para salir del paso si no para entrar en la queda. Mas esto puede y suele ser muchas veces obra de improvisación. Y más en España, tierra de improvisadores. Cabe escribir periódicamente, en periodista —analista a diarista según el período— para siempre, como dijo Tucídides que escribía su Historia de la guerra del Peloponeso. ¡Para siempre!

Mas el escribir para siempre no supone que se remolonee y como que se encarnice uno en escribir. No es buen consejo aquel de Horacio de guardar mucho tiempo un borrador, y sacarlo de vez en vez para pulirlo y repulirlo y tener que borrar las trazas del pulimento. Es lo que hacía, entre otros, Flaubert y así resulta que lo más vivo, lo más inspirado, lo más duradero y en el más hondo sentido lo más acabado de su obra sea su correspondencia escrita a vuela pluma como suele decirse. ¡Y qué vuelo! Vuelo de alas sin lima. Y es que en ella Flaubert habla, corazón a corazón y seso a seso —y también mano a mano— habla con la pluma con un hombre —o mujer— de corazón y de seso, de carne, sangre y hueso, y no con un público, habla a un lector, a un hombre. Y viniendo a nuestra España ahí tenemos a Santa Teresa que propiamente hablaba con la pluma —y pluma de ave, no de acero— de corazón a corazón también. ¡Genial improvisadora! Y cuando durante la guerra de secesión de los Estados Unidos de la América del Norte se fue a celebrar aquel gran funeral de Gettysburg, se le indicó a Abraham Lincoln, presidente de la República entonces, que debía decir unas palabras y en el tren mismo, en un papel, improvisó con lápiz un breve discurso —no pasa de diez minutos su lectura— que durará cuanto dure la lengua inglesa, duro y trasparente como un diamante, y de una excelsa religiosidad civil. O civilidad religiosa. Un discurso que les canta en las entrañas a todos los americanos.

No he de volver, amigo lector, a comentar —lo hice en un libro— el discurso de Don Quijote a los cabreros con que les llenó de lumbre el corazón, y no por los conceptos si no por la música de estos, cabreros que habían oído cantar el Credo latino litúrgico. Y más arriba, mucho más arriba, la autoridad del Cristo no provino de dogmas que decretara —dogma quiere decir decreto— si no de verbo vivo encarnado en metáforas, parábolas y paradojas que tanto abundan en los Evangelios donde no se encuentra un sólo silogismo. Lo que no quiere decir que no quepa hondura de armonía y de duración en razonamientos conceptuales dialécticos como los de San Pablo en sus Epístolas. Epístolas, esto es cartas, escritas —mejor dictadas, pues él, flaco de vista, las dictaba— al volar de la caña.

Ve aquí porqué, lector, los que comentamos periódicamente los sucesos del día pero buscando en ellos los hechos, en lo que sucede y pasa lo que se hace y queda; los que debemos aspirar no a salir del paso si no a entrar en la queda y a dejar dicho algo para siempre hemos de cuidar ante todo y sobre todo lo que se llama forma y es el verdadero fondo. Acabar un discurso con un ritual —ahora se usa poco, afortunadamente— “he dicho” es acabarlo con una vaciedad, pero otra cosa sería acabarlo con un “queda dicho”. “He dicho”, yo, ¿qué importancia tiene? En cambio “queda dicho” él, el discurso, queda la obra y a poder ser para siempre, esto es todo. Y al escribir hay que hacerlo para que quede escrito. “¡Lo que he escrito escrito queda!” dijo Pilatos y así es y no sólo fue. Y ojalá, lector, te quede este comentario en la memoria.

Las ánimas en pena

Ahora (Madrid), 18 de marzo de 1933

Uno de esos extranjeros que acuden ahora, casi siempre sin la debida preparación, a nuestra actual España a investigar lo que llaman el caso español —puesto, ¡ay!, de moda— me preguntaba si es que se observa aquí alguna reacción espiritualista. No supe bien qué responderle. Primero, porque reacción supone acción, y no sé a qué acción anti-espiritualista o materialista podría referirse. Y segundo, porque no le entendí bien lo de espiritualismo. Aunque me pareció sobrentender que no quería decir precisamente reacción religiosa católica, ni siquiera cristiana, ni aun deísta, sino ese vago sentimiento a que por ahí fuera, sobre todo en Francia, se le ha solido dar el nombre de espiritualismo. Que no es exactamente lo mismo que idealismo. Idea y espíritu son dos cosas.

Pensé luego que lo que se suele llamar, mejor o peor, el realismo religioso español, en íntimo enlace con nuestro tan mentado individualismo, es algo que es muy difícil discernir si es materialismo o es espiritualismo, como no sea ambas cosas, la fe oscura—el anhelo más bien—de un espíritu material. El anhelo de la resurrección de la carne y la vida perdurable, sea lo que fuere de Dios. Anhelo que se refleja en España, sobre todo en ciertas regiones, en el culto a las ánimas, a las benditas ánimas, a los espíritus de nuestros muertos, que vagan a las veces por el aire de la noche en estantigua o en santa compaña. Y en lo que creen —o quieren creer, que es igual— hasta no pocos ateos profesionales.

Recordé luego, al oír a ese extranjero a la caza de nuestro caso, que muchas veces se le ha llamado espiritualismo al espiritismo, al de Alan Kardec y al de los médiums y veladores danzantes, espiritismo que ha tenido, y aun sigue teniendo, en nuestra España mucho más arraigo y extensión de lo que creen los distraídos, y al que ha seguido la teosofía. Y entonces caí en la cuenta de que las maravillas —y las maravillas (mirabilia) son milagros (miracula)— de la física moderna resucitan, sin que las gentes se den al pronto cabal cuenta de ello, una especie de fe en las ánimas, en las almas desencarnadas de nuestros muertos y aun de los ausentes.

¿Es que cuando uno oye por radio la voz, la misma voz, de un ausente que se halla a muchísimas leguas de distancia, no ha de sentir, subconcientemente, que el alma del que habla se halla allí fuera de su cuerpo? O al oír en un gramófono la voz querida de un querido difunto, ¿no ha de sentir, sépalo o no, queriéndolo o sin quererlo, la presencia espiritual, inmaterial, pero real, del alma desencarnada del ánima, que se reveló una vez en aquellas palabras conservadas por milagro físico? Y recuerdo haber oído contar a un amigo la impresión que le causó en casa de los huérfanos de un su amigo ya muerto ver a éstos, a los hijos, proyectar en un cine casero una película en que aparecía su difunto padre moviéndose, accionando, sonriendo como lo hizo en vida. ¿No es natural —y sobrenatural a la vez— que aquellos niños sintieran la presencia real del ánima de su padre? Por donde se viene a colegir que estos fenómenos artificiales —del arte de la física— producen efectos naturales en el espíritu análogos a los que se buscaba producir con la taumaturgia espiritista. La física moderna, al inmaterializar en cierto modo la materia dinamizándola, ha espiritualizado nuestros oscuros sentimientos. Y esto sin tener que acudir a las complicadas teorías, muy por sobre la comprensión del vulgo, de la física matemática moderna. Sólo aquello que en maravillas —milagros— de aplicación técnica llega al vulgo, basta para despertarle su fe, dormida, pero no muerta, en las ánimas, a que los antiguos llamaron manes.

Y a la vez, este nuevo espiritismo —espiritualismo si se quiere—, por lo común subconciente, suscita el sentimiento de la individualidad y del individualismo, de este eterno individualismo cuya decadencia pregonan pobres individuos que no saben verlo ni en sí mismos ni en los demás. Más de una vez he oído a algún carbonero del marxismo —quiero decir a alguno que profesa el credo marxista con fe implícita o de carbonero, disciplinaria, y sin conocerlo— repetir, por boca de carbonero, que el llamado materialismo histórico no es el materialismo filosófico, el que niega la existencia del alma que puede desencarnar y reencarnar, aunque se profese ambos o uno de ellos sólo. Y así es. Y a la par ese materialismo histórico ha conducido a una nueva religión, que podríamos llamar espirista, ¿Pues qué es, más que un médium —y un icono consagrado—, el cadáver maquillado de Lenin? Y a la vez se refugian en el comunismo los pobres individuos, espíritus individuales, las pobres ánimas encarnadas que tratan de salvar su individualidad en la masa, que tratan de perpetuarla en la comunidad. Y no es un disparate ideológico ni mucho menos, no lo es, el que se hable de comunismo libertario o anarquista, ya que en la comunidad buscan los individuos asegurar y perpetuar su personalidad individual.

“¡La resurrección de los muertos y la vida perdurable!”, que decía nuestro tradicional espiritualismo realista y a lo material, el del culto a las ánimas. A las de los antepasados ya muertos, pero también a las de los venideros, de los por nacer, pues hay un culto a la posteridad. Y en este culto que empieza a florecer en las masas, que, como las de los primeros cristianos, creen el próximo advenimiento, ya que no del Reino de Dios, de la República del Hombre, ¿no habrá, acaso, el oscuro presentimiento de resucitar en esos venideros, en esos por nacer, y resucitar en ellos con presencia conciente y real y perdurar luego? Ciego ha de ser el que, en lo más íntimo de las oscuras creencias, de la fe casi mística de los individuos personales que componen estas muchedumbres esperanzadas en un nuevo milenio, no vea la misma raigambre, exactamente la misma, que mantuvo y alimentó la rica floración del espiritualismo realista —y casi materialista— popular español de antaño, y ello aunque esos individuos se crean ateos. Y luego, la dogmática, la canónica, la liturgia y hasta la clerecía laicas. Y el mismo horror instintivo al escepticismo, a la dialéctica, al libre examen y, sobre todo, a lo que llaman pesimismo, especialísimamente anatematizado en la Rusia soviética.

¡Pobres y nobles ánimas de incrédulos creyentes! ¡Pobres ánimas en pena! ¡Pobres ánimas, que no logran apagar la revolución íntima, la de las conciencias individuales; que no logran acallarla con las asonadas de masa! ¡Pobres almas, que sufren, sin saberlo ni quererlo de ordinario, la terrible lucha entre la idea y el espíritu, entre el credo y el anhelo! Y… todo el que se proponga hacer la dicha —la emancipación— del pueblo, proletario o no, tiene el deber de engañarle, sin que importe que se lo confiese así, pues el pueblo —de ánimas en pena—creerá en el engaño y no en la confesión de éste. Mundus vult decipi, el mundo quiere ser engañado.

Periódicos andantes

Ahora (Madrid), 23 de marzo de 1933

Este comentador que os dice ahora esto no lee a diario desde hace tiempo más que un periódico extranjero, que es un diario griego, de Atenas, el órgano de Eleuterio Venizelos. El diario se llama Eleutheron Berna —pronunciado “Elefceron Vima”—, que quiere decir: “Tribuna libre”. Y esta tribuna libre —“eleutheron”— es la tribuna principal de los partidarios de Eleuterio Venizelos, caudillo de los liberales. Y escribe en ella a diario un cronista que se firma Fortunio. y que es quien más le suministra a este comentador lectura en romaico o griego moderno. Y no pocas sugestiones y hasta algún giro de frase le debo.

En el número del día 8 de este mes de marzo el cotidiano Fortunio de la “Tribuna libre” de Atenas publicaba un artículo titulado Diarios, que aunque no contenga sino observaciones muy obvias y al alcance de cualquiera, merecen registrarse por la forma en que están expresadas, en un neogriego sencillo y claro. Voy, pues, a traducirlo en parte y comentarlo brevemente.

“Al griego moderno puede faltarle todo: el pan, la comida, el agua, el cigarro, hasta la entrada de favor para el teatro; pero hay una cosa que no puede faltarte, y es el periódico. Y cómo ha de faltarle, si es todo su pensamiento, todo su saber, toda su literatura y su vida toda. Tiene todo esto más barato que en cualquier otro pueblo de la tierra, no más que por un dracma. El griego es un periódico andante. Con él piensa, con él se forma, con él satisface su curiosidad, con él colma su interés artístico y, por último, de él saca no sólo las más elevadas doctrinan morales, sino hasta sus babuchas y sus calzas. ¡Cómo va a faltarle! Su cabeza es un artículo de fondo; su corazón, un folletín; sus sensaciones, el cotidiano desnudo fotográfico de las estrellas cinematográficas. Va al café con ese bagaje. Y empieza la discusión a base de los periódicos; cada uno el suyo. Cada cual se irrita con todos los otros, los insulta, exceptuando siempre aquel que lee. Así los insultan a todos y a todos los exceptúan antes de irse a sus casas a comer la sopa. ¿Cómo vivirían, os pregunto, sin ellos? El ayuno más trágico que puede uno imponerle a un griego es que le falte el periódico. Conozco hombres que se pusieron como locos anteayer a la mañana, que no tuvieron periódicos…”

Leyendo esto me acordé de aquel famosísimo pasaje —que tantas veces he comentado— de los Hechos de los Apóstoles, en que al ir a narramos el discurso de Pablo ante el Areópago se nos dice (cap. XVII, v. 21) que “entonces todos los atenienses y los huéspedes extranjeros no entendían en otra cosa si no en oír o decir alguna cosa nueva”; lo que no impidió el que cuando el Apóstol les habló de la resurrección de los muertos se hurtaron y le decían: “Ya te oiremos de eso otra vez.” Porque ello no era novedad. Y no sólo no querrían oír de resurrección de muertos, mas ni de muertes. ¡Es tan peligroso resucitar el recuerdo de ciertas muertes! Y ese pasaje de los Hechos de los Apóstoles está en relación con otro, de muchos siglos antes, en que en la Odisea se dice que los dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los venideros puedan tener argumento de canto, que es la expresión del sentimiento estético de la vida. ¡El eterno griego! ¡Tener qué contar y qué comentar! Pero el griego de hoy —el romaico o romio— va al café, según Fortunio, a discutir, a irritarse y a insultar armado de su periódico. “Insulta —dice— a todos los otros, exceptuando a aquel que lee.” Y esto, la verdad, lo ponemos en duda. Suponemos más bien que muchos insultarán al que leen a diario, y aún más, que lo leerán para insultarlo. Pues no ha de ser el griego moderno muy diferente del español actual, y aquí conocemos muchos que leen el periódico que más les irrite con sus apreciaciones. Y es que necesitan irritarse.

“El griego quiere —dice más adelante Fortunio— los relatos escritos, impresos con grandes letras, debajo de títulos enormes, como trenes de carbón, dramáticos, emocionantes…” Y aquí da algunos ejemplos. Pero eso no le ocurre sólo al griego moderno. Y lo más de la perversión de la verdad en la Prensa no proviene de intereses bastardos, si no de sensacionalismos. “Asi impresos —prosigue el cronista helénico—, los relatos toman un aire de realidad. Es una curiosa psicología: reventamos de mentiras y las tragamos muy a menudo a sabiendas. Cuántas veces no he oído junto a mí esta frase: ¡Venga el diario y leamos sus mentiras!” Y agrega luego Fortunio que hay otros para quienes el relato impreso es la última palabra de la verdad; observación trilladísima, pero muy discutible. Y acaba diciendo que si se busca la realidad, a la media hora tiene uno la cabeza como una olla de grillos y busca aspirina.

Bien se le alcanza a este comentador que las observaciones del cronista de Atenas son de las más corrientes; pero le ha retenido la atención la manera de presentarlas, y aun cuando no sea ella demasiado original. Y ha visto en ellas el reflejo de la especial democracia ática, que no parece haber cambiado desde que Aristófanes la puso en solfa en sus inmortales comedias políticas y desde que, mucho después, el autor de los Hechos de los Apóstoles escribió su caracterización de ella. Sólo que aquella democracia ática, la que describió el gran comediógrafo en su obra Las Nubes, sátira contra Sócrates, el que andaba azuzando y hostigando la inquieta curiosidad de sus paisanos, acabó por condenar a muerte al heroico partero, que así, partero, se llamó él. Y es que a muchos les resultó abortador y no pocos temieron perder la razón con sus abortamientos. Y siglos después persiguieron a Saulo de Tarso, al Apóstol Pablo, que se dedicó también a azuzarlos, hostigarlos y hurgarlos en las entrañas. Y es que las disquisiciones socráticas del Fedón platónico y las disquisiciones paulinianas de la Epístola a los Romanos no son apropósito para cimentar en firme suelo la opinión publica de los periódicos andantes, de los ciudadanos políticos.

¿Opinión pública? ¿Y qué es ello? ¿Es que a los diarios se les puede llamar órganos de la opinión? Y, por otra parte, ¿qué necesita más el pueblo, que le informen o que le remezan y sacudan el espíritu? ¿Y qué diferencia va de opinión pública a espíritu público?

Y hétenos aquí que se nos atraviesa otro anfibológico concepto cual es el de la objetividad. “Voy a hacer un relato objetivo” —oímos— y otras frases por el estilo. Pero esto de la objetividad, como lo de la convicción y lo de la conciencia —la conciencia mental, no la moral, la que se opone a la inconciencia y no a la mala conciencia o mala fe— son algo que merece un examen algo más detenido. Como lo de la verdad oficial. Por hoy no quería, si no apuntando unas observaciones del Fortunio ático, indicar la suerte que corrieron Sócrates y San Pablo entre periódicos andantes que vivían de discutir y alterar en la plaza pública, como hoy en los cafés, pero que se detenían ante los problemas esenciales de la vida.

Y conste, antes de cerrar este comentario, que no menciono con desdén a los cafés, pues el café ha sido, y sigue siendo, la verdadera Universidad Popular española, y que en él ha vivido el eterno ingenio español, dejando, dígase lo que se diga, una tradición oral que es la base de nuestra cultura.

El hombre interior

Ahora (Madrid), 28 de marzo de 1933

Sumo y sigo, señores míos: “¿Pero por qué —vienen a decirme aunque con otras palabras— te complaces en hurgar en todos esos sentimientos oscuros, vagos e irracionales, trágicos de la vida que dirías, y hablarnos de engaitamientos, desesperanzas, engaños, ánimas en pena y todo su cortejo? ¿Por qué no animarnos a vivir alegres y confiados en el presente y a hacer de nuestra España una República contenta en que vivamos sin atormentamos?” Y por aquí siguen. Son los de la emoción republicana, la vibración republicana, el fervor republicano, la conciencia republicana y lo demás. Son los hombres de fuera, exteriores, tan exteriores como los de la lealtad monárquica, y cuidado si lo eran éstos. Uno de estos republicanos sin más, a secas —o en seco—, un republicano mero y orondo, me decía: “¿Qué quiere usted esperar de un Gobierno en que un ministro —¡y socialista!— confiese en público que estima una desgracia el no tener el fe religiosa, y otro se declara cristiano sin dogmas ni milagros? Así no se va a ninguna parte.” Le molesta el hombre interior.

El hombre interior. O acaso mejor el hombre de dentro: “eso anthropos”. Y pongo la expresión griega no por pedantería, sino para que los cuitados y los menguados puedan decir con más razón que no se me entiende. Es expresión del apóstol Pablo en su epístola a los Efesios (III, 16). Es decir, un “ad-efesio”. Y el hombre interior —mejor acaso: íntimo— que ando buscando, cual nuevo Diógenes, no es el de la calle —el consabido hombre de la calle— ni el de su casa, si no el de a sus solas. El hombre de la calle o de la ciudad, el ciudadano, propiamente el elector, el de partido, es el político, de “polis”, ciudad; pero el otro, el interior, el de a sus solas, es el individuo del mundo —“cosmos”—, es el cósmico. Es el universal. El universal y el individual a la vez, el entero y no de partido.

A las veces se logra llegar a este hombre sustancial y no con lo que se le dice ni con el tono y acento —si es por escrito, estilo— con que se le dice, si no con el timbre. Es el timbre de la voz con que se conmueve y se convence. Sin que falte timbre escrito. Es el timbre lo que atrae a unos y rechaza a otros. Es el timbre el que repudian los que no quieren verse a sí mismos a solas, los que se sienten perdidos fuera del rebaño, los que no se atreven a enfrentarse con su individualidad íntima, los cuitados y menguados hombres de masa.

Hay quienes parecen haberse creído que con eso de declarar que la República española no tiene religión del Estado —que no es lo mismo, hay que volver a repetirlo, que religión de Estado— va a desaparecer de la vida pública, comunal, no digo ya la religión, si no la religiosidad, la inquietud religiosa del pueblo español, de la nación española y que vamos a contentamos los españoles con esa superficialísima y archifrívola superchería de las formas de gobierno, de los regímenes políticos y lo que de ello se derive.

El liberalismo, el humanismo liberal hijo del Renacimiento y de la Reforma protestante, llegó a ser una especie de religión civil y nacional —lo ha sentido bien Croce— como llegó a serlo el tradicionalismo —lo de monárquico es accidental y baladí y profano— y el socialismo, y aun más el comunismo, y el anarquismo; ¿pero el republicanismo?, ¿el republicanismo mero y mondo?, ¿qué es eso? Abogacía a lo más. Y electorería. Hay, si no se quiere hablar de religión, una filosofía liberal, y tradicionalista, y socialista, y anarquista, ¿pero republicana? No la conozco. Democrática, se me dirá. Pero esto es otra cosa, pues democracia y república ni se igualan ni se excluyen.

Y viniendo a lo de ahora y de aquí, qué quieren ustedes señores míos, que me entretenga y les entretenga disertando de si este partido o el otro, de si nuestros sedicentes republicanos o si los que se confiesan socialistas, de si la crisis, de si va a salir éste o entrar el otro, de si a la derecha o a la izquierda, de si en las próximas elecciones… ¡Uf! Nada de eso toca al porvenir y a la continuidad íntimas de España.

Si vieran ustedes, señores míos, lo que me molesta cuando algún periodista extranjero viene a pedirme vaticinios sobre el porvenir político de España y preguntarme si creo o no posible una restauración monárquica o la implantación de una dictadura fajista o de una dictadura soviética. O le despacho con cajas destempladas o le coloco cuatro vaguedades baratas o algún camelo. Como hace pocos días en que le dije a uno de estos periodistas que en España empiezan a esbozarse dos grandes partidos políticos de tumo, el de los funcionarios y el de los parados. O sea el de los ocupantes y el de los aspirantes. Lo cual no es ningún camelo, me parece… Y no he encontrado más que uno de esos corresponsales que me preguntase por cosas de más sustancia y de más intimidad. Y se comprende, pues que era un calvinista preocupado con la labor que lleva desde Suiza Carlos Barth. En cambio los periodistas extranjeros católicos no parecen interesarse por el problema religioso, si no por el político. Para ellos, como para los ateos de la Acción Francesa, la Iglesia Católica Romana no es más que una potencia política cuyo reino es de este mundo. Y así es, en verdad. Como que en toda la propaganda católica actual en España no se oye si no a hombres exteriores, por lo general de timbre metálico de voz. Tan raro encontrar entre ellos hombres interiores y cósmicos, como aquellos “pioneers”, linaje de los padres peregrinos del Mayflower que en sus luchas políticas en Norte América mejían esquirlas de la Biblia con briznas de la selva virgen.

No hay que hacer de la religión política, se dice. Pero cabe y se debe hacer de la política religión. ¿Porqué se llama, si no, al copartidario correligionario? Y en todo caso hay que buscar al hombre de dentro, al hombre íntimo, preocupado de su destino individual, del sentido eterno de su vida y que no puede satisfacerse con esa actividad externa de funcionario o de parado, de ocupante o de aspirante.

No se concibe bien que llegue a ser buen conductor de pueblos o buen forjador de naciones quien no se haya nunca preocupado del principio primero —valga la aparente repetición— y del fin último de las cosas todas, de su primer porqué y de su último para qué, y aunque sea para llegar a negarlos. Un político podrá ser creyente o incrédulo, agnóstico, dogmático o escéptico; lo que no puede ser es indiferente. Puede decir todo menos esto: “eso no me importa”.

Y ahora sumaré y seguiré con mi tema, señores míos.

En la calle: sarta sin cuerda

Ahora (Madrid), 1 de abril de 1933

¡Cómo pesa!;Cómo pesa el tiempo según pasa, pisoteándonos a tierra! ¡Tiempo de bochorno espiritual, sobre todo en la calle! En la calle, sin verdura ni rocío. ¡Temperatura de temporal! ¡Temple de tempestad! ¡Temporal!, ¡tempestad! es lo que da el tiempo que pasa pisoteándonos. Lo eterno da calma. Pobre Nietzsche, el de la vuelta eterna, que no logró calma. Y menos mal que murió sin saber que se moría, libre de la razón.

Y esos niños que juegan en la calle al pelotón mientras el tiempo nos pesa, ¿se percatan de nuestras pesadumbres? ¿Se les quedan nuestras miradas en el alma? ¡Mejor que no! Porque siente uno aquí, en la calle, algo así como la sensación de una telaraña invisible e intangible, formada de un tejido de miradas de odio, de envidia, de desdén, de desprecio. Y también de lujuria. Y a lo peor le mira a uno uno de esos niños como quien recuerda haber visto su retrato en los papeles públicos. ¡Pobres niños! ¡Pobres moscas de esa fatídica telaraña espiritual!

¿Organizar las impresiones callejeras? ¡Imposible! No se eslabonan; se apelotonan las ideas —impresiones— y se apeguñan y se destrozan. No hay reposo ni sosiego para ordenarlas según se atropellan. Hay que verter el fichero de los apuntes. Y, además, ¿organizar ideas? ¿Para qué? Acaso las políticas —si es que son ideas—, para la propaganda. ¡Hacer declaraciones! ¡Dar programas! Pero las verdaderas ideas se asientan y se organizan como el grano en mano de los medidores: a golpecitos. O a golpes. A golpes secos se asientan y cuajan en sistema —o programa— las ideas. Y se quedan muertas.

¿Objetividad? ¿Qué es eso? Un tópico parlamentarlo, o sea, vacuidad. ¡Objetividad! Ni una cámara oscura de fotógrafo, y eso que no tiene alma. Para dar impresiones objetivas hay que tener alma de cántaro o de cañón: vacía. Espíritu objetivo es el de un anti-profeta. Profeta no es adivino, no es vaticinador, no es “calendariero” —esto es: el que hace en los almanaques el juicio del año venidero, de su tempero—, no es el que dice lo que pasará mañana o pasado mañana, o el año o el siglo que vendrá, sino el que declara lo que está pasando hoy por dentro —mejor, lo que está quedando— y lo que pasó —o mejor, quedó— ayer; todo lo que los demás, si lo saben, se lo callan. Y los profetas del pasado suelen ser los más profetas. ¿Y por qué los demás se callan lo que ellos proclaman o profetizan? De ordinario, por no pasar por pesimistas. Pero… el peor pesimista, el pésimo, es el que de nada ni de nadie habla mal porque de todos y de todo piensa mal.

Al fin esos niños del pelotón son verdaderos niños, aunque vayan, ¡lástima!, para mozalbetes. Pero, ¿y esas juventudes? Juventud del partido H, N o X… (Aquí una etiqueta programática cualquiera.) ¿Juventud? ¿Mocerío? ¿Pero de dónde sacarán tantos mozos de partido que vayan para hombres públicos? Si es que la indisciplina —divino tesoro de la Juventud— no se lo estorba. “Oy, Dios, qué cosas!” —murmura una viejecita al cruzarse con una de esas manifestaciones de mozalbetes que van matraqueando un grito cualquiera callejero, ¡qué más da cuál! Y no hay cosa ninguna; no son más que voces, sones de asonada. Ni de motín siquiera —menos de revolución—, si no de asonada.

Y luego… las últimas noticias del día: de Inglaterra, de los Estados Unidos, de Francia, de Alemania, de Austria, de Italia… Y el fajo… y el anti-fajo. La que está fajada es nuestra alma comunal. ¿Y el cáncer? “Pero usted no fuma ni bebe…” Pero vivo. Y, sobre todo, quería referirme al otro cáncer, al cáncer espiritual, a esa verruga, o taladro ideal, que crece hacia dentro y nos desgarra el alma.

En esto: “¡Por Dios, caballero, que no tengo pan para mis hijos!” ¿Y por qué se me viene a las mientes al oírlo eso de que en italiano y en griego actual se le llame al mazapán “pan de España”? ¡Se le amargó la almendra! La facha del pordiosero era congojosa. “Si sigue así —pensé— pronto producirá una vacante… ¿Pero vacante de qué? De pordiosero, de menesteroso, de parado…, ¡claro! Y no faltará quien la consuma o la ocupe. ¡Consumir una vacante!”

¿Y aquello del artículo 46 de la Constitución de esta República de “trabajadores de todas clases”? ¿Aquello de que “la República asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”? ¿Qué es “una existencia digna”? Otro truco o tópico constitucional. “Trabajadores de todas clases”…, “la guerra como instrumento de política nacional”…, “existencia digna”… Sí, como lo del “salario justo” de la tan asendereada Encíclica de León XIII, o “la Universidad es un centro de alta cultura”, o…, o…, o… Todo ello bueno para “bourrer le crâne”, que dirían en Francia, y aquí, “tupir la mollera”; o para “épater le bourgeois”; en nuestro caso, dejar turulato al obrero “con-s-ciente”. (Ojo, señor regente; aquí hace falta la s esa porque se trata de “consciencia” —con s—, que es más solemne que la vulgar conciencia.)

Y ahora, ¿por qué se me viene a las mientes la imagen de un rebaño —no manada— de lobos frente a una oveja que los contiene? Pero, ¡ay!, los mastines… Los mastines rabiosos son para con las ovejas peores que los lobos hambrientos. Y suele suceder que los rabadanes, en un ataque de irresponsabilidad, azuzan a los mastines contra las ovejas para acarrarlas y acorralarlas, en defensa del rebaño.

Mas… ¡basta!, ¡basta! Esto de cerner sueños por la calle en medio de torbellinos de temporal del espíritu… ¿Espíritu? A soñar a casa, a la cama…

¡Otra vez en саsа! “Abuelito, ¿por qué no cae el cielo a la calle?” Y recordé lo que escribí antaño: “Después que lento el sol tomó ya tierra / y sube al cielo el páramo…” El campo, al ponerse el sol, sube al cielo; ¿pero la calle? ¡A la cama, pues, a dormir sin soñar! ¡No sea que en el sueño se me abran las puertas de las tinieblas soterrañas —“portae inferim”— y me atrapen el alma y me la arrastren por la atarjea de la calle!… ¡A dormir! Mañana será el mismo día…

Tres españoles de trasantaño

Ahora (Madrid), 5 de abril de 1933

Entre las yemas de los dedos de sus manos toma el Señor las vidas de sus siervos y las retuerce que así las hila para tejerlas luego. Rueca la Tierra; telar —trama y urdimbre— la Historia. Y esas retorsiones son para los siervos retortijones de las entrañas espirituales —resentimientos y remordimientos— frutos de la divina hilatura. Y si luego ese paño así tejido le valiera al Señor para, vestido con él, hacérsenos visible pues que desnudo no se nos revela, ¿qué más? ¿Que es traje de luto?

Vivimos —sería vano negarlo— una de las épocas históricas más contorsionada, acrecida nuestra fatal capacidad de resentimiento, de remordimiento, de odio y de envidia. Por todas partes lo que los ascéticos llamaron acedía, o sea murria, mal humor. Y eso que llaman extremismo. O exageración. ¡Y que es tan nuestro!

¿Extremismo? Valgan, a modo de diversión, dos anécdotas. La una que en la Mancha después de una asoladora sequía de siete meses, sobrevino una temporada de aguaceros y un día llegó a una casa una mujer de campo manchego, manchega ella, toda calada de agua del cielo y al abrir la la puerta ella, zapatos en mano, exclamó: “¡Ay señorita, hasta el Señor es desagerao!” Y la otra anécdota la de aquel canónigo a quien como le recordaran lo de que “es más difícil que entre un rico en el reino de los cielos que el pasar un camello por el ojo de una aguja” objetó complaciente: “Bueno, pero es que nuestro Señor Jesucristo era un exagerado.” El Cristo y el Padre del Cristo de España han sido exagerados, extremistas. Y hasta la tierra española nos la han hecho extremada. A punto tal, que podría llamarse toda ella Extremadura aun que en otro sentido que el originario de esta denominación geográfica.

Se nos está remejiendo el poso turbio de nuestras entrañas espirituales colectivas, el légamo de nuestra historia, la herencia de nuestro Caín cavernario, de aquel que pasó de luchar con el bisonte como el de Altamira —y para comérselo— a luchar con sus hermanos, para en cierto modo comérselos también. Guerra civil, que es el estado normal. O guerra más que civil, que dijo un español, Lucano. Ni es otra cosa lo que llaman revolución. ¡Y qué español también aquel Romero Alpuente que afirmaba que la guerra civil es un don del cielo! Y luego ofrece la paz el que provoca la guerra —el que provoca las provocaciones de guerra— y dice a los adversarios que se pacifiquen el que de continuo les hostiga a guerra.

Ahora vemos que con achaque de atajar un fajismo que se les antoja en asomo, se dan unos a preparar otro fajismo. Siempre los aterrados se dieron a aterrorizar, siempre se dieron a perseguir los atacados de manía persecutoria, los soñadores de fantasmas. Y es triste embestir a sombras y meterse en revolución donde apenas si hay nada que revolucionar. Pero es el efecto del ambiente mundial.

Más de una vez se ha dicho recientemente en relación con eso del “hundimiento del Occidente” (Spengler) que vamos acaso a entrar en una nueva Edad Media y el que esto os dice lo dijo hace cerca de veinte años en una revista ginebrina. Y somos no pocos los que nos ponemos, a modo de desolado consuelo, a estudiar en los recuerdos de la historia pasada, siempre viva, el paso del Imperio Romano a las bárbaras comunidades populares de la Edad Media civilizadas por la otra Roma. Y si españoles, el caso de España, visigótica, románica y arábiga.

¡Tiempos de temporal aquellos del siglo V en que la mano del Señor pesaba —y con extrema exageración— sobre nuestra entonces naciente España española, como sobre toda Europa! El temporal de la romanización de los bárbaros. Luego, al acabar el VI, el ya mítico Recaredo. Porque hoy Recadero es en España tan mítico como lo son los Reyes Católicos, Felipe II o Íñigo de Loyola. Y como empiezan a serlo personajes de no hace más que una decena de años. Y la revolución misma, esta de que nos hablan, ¿no es un mito? Como la huelga general.

Y en ese siglo V, al entrar en él, nos encontramos con dos españoles, aragonés el uno y catalán el otro, que nos han trasmitido el eco de aquellos retortijones —resentimientos y remordimientos— de la conciencia popular cristiana abrumada por el destino. Los dos con el espíritu de Agustín, el africano. El uno, el aragonés, Aurelio Prudencio Clemente, cantor de la lucha del alma, de la psicomaquia —que algo tiene de tauromaquia— y poeta de truculentos himnos de martirios, que se rebela a obedecer órdenes criminales y que celebra cómo se quemaba, se cortaba y se dividía miembros cuajados en barro. Y preludió a La vida es sueño diciendo que hasta durmiendo meditaremos en Cristo. Y el otro, el catalán, Paulo Orosio, que escribió de las tristezas del mundo par a los cristianos desesperados de la Providencia, para los que ajenos a la ciudad de Dios gustaban lo terreno —“terrena sapiunt”— o mejor: sabían a tierra. Ese libro del español, catalán, del siglo V está entre La Ciudad de Dios de San Agustín y el Discurso sobre la historia universal de Bossuet. ¡Y qué españoles los dos, el aragonés y el catalán! Y éste, el catalán, polemizó contra otro español, gallego éste, de aquellos tiempos, Prisciliano. Prisciliano, el que cubre el mito de Santiago de Compostela. Y de los tres, el gallego es el hereje.

¡Prudencio, Prisciliano, Orosio! ¡Qué hondamente puede rastrearse estudiando sus sendas vidas, sus sendas obras, lo eterno de nuestro espíritu común que hoy, merced al actual temporal del mundo, resurge! ¿La actualidad? ¡Bah! ¿Es que cuando hayan pasado quince siglos más, allá, hacia 3433, si es que aun queda algo a que se llame España o cosa así, se acordará nadie de esta obra de renovación que creemos estar cumpliendo algunos ilusos, y se acordará de nosotros? ¿Renovación? ¡Buena renovación nos dé Dios!

Por dentro, por dentro de dentro de nosotros ¿se renueva algo? ¿Es que podemos decir, en serio, que en unos años, menos, en unos meses hemos cambiado, con una Constitución, la religión civil de España? ¿Una España nueva? ¿Revolución? Lo que sí, rebrotar de retorsiones, de resentimietos, de reconcomios, de rencillas, de remordimientos. Y si, lo que no es hacedero, volviese lo que, por hacer algo sonado, derribamos, añoraríamos lo de hoy, que hoy tanto nos pesa. Tanto nos pesa porque todavía está encima de España y no aun sobre ella.

¿Remedio? Éste.

Esa revolución…

Ahora (Madrid), 11 de abril de 1933

“¡Estamos haciendo la revolución!” o “¡Tenemos que acabar la obra revolucionaria!” O aquella tan socorrida, típica y tópica metáfora del cabalgar. Hay quien cree que hace galopar a su corcel —o lo que sea— entre ladridos; que lleva a su cabalgadura cuando es esta la que le lleva. Y va desbocada, que el pobre y torpe jinete no sabe manejar ni las riendas ni las espuelas.

Es como cuando se decía: “Nosotros, los que hemos traído la república…” Y la república —tengo que repetirlo una vez más— no la trajimos nosotros si no que ella nos trajo. O mejor nos la trajeron los otros, los no republicanos. Y así ahora esa revolución no la están haciendo los que dicen hacerla, si no que ella, la revolución, les hace a ellos y sobre todo les deshace. Porque ahora les está deshaciendo.

En el libro del portugués Fidelino de Figueiredo Las dos Españas que con buen acuerdo ha hecho publicar, traducido al castellano, el Instituto de Estudios Portugueses de la Universidad de Santiago de Compostela —libro del que he de dar aquí mismo más amplia noticia— se dice: “Y España, país de violencia, por segunda vez mudó su régimen político, incruentamente, por vía legal. Pero la innata necesidad de un sello de violencia, que crease una conciencia de vencedores y una situación de vencidos, satisficiéronla los conventos, las iglesias y sus tesoros artísticos vandálicamente destruidos por un formidable auto de fe.” ¡Muy bien! Pero, ¿es que con el artículo 26 de nuestra Constitución de papel se contiene o se encauza esa innata necesidad de violencia? ¿Es que el Parlamento es u n embalse? El agua de avenida le desbordará; y los irreflexivos legisladores, jinetes de caballos desbocados, irán a derrumbarse en cascada, legisladores convertidos en revolucionarios a la fuerza, a su pesar, y arrastrados po r la corriente. Y luego, con el agua al cuello, ahogándose en el torbellino, gritarán en las últimas boqueadas: “¡Estamos haciendo la revolución!” ¿Y después? La otra.

¡La necesidad de crearse una conciencia de vencedores! Necesidad que llevará a los incendiarios a quemar un día esa Constitución de papel y con ella los artículos 26 y 46. ¡Y cómo arderán! Para luego ponerse los ya concientes vencedores a defender el desorden establecido.

¿Habrá que recordar aquella doctrina marxista del determinismo histórico, de que son las cosas y no los hombres los que producen el movimiento histórico, de que el capitalismo terminaría en el colectivismo quiéranlo o no los hombres, sin ellos o contra ellos, como con ellos? ¿La concepción catastrófica de la lucha de clases, de la guerra civil económica? Concepción que empiezan a rechazar no pocos sedicentes socialistas que se han puesto a pensar mejor la historia. Ahora que los impenitentes liberales espiritualistas, los que creen que la historia es el reino —¡perdón! la república— de la libertad, estiman que el hombre es la primera y principal de las cosas, o sea causas; creen que los hombres hacen la historia y hacen las cosas. Y esta doctrina que unos llaman humanismo, otros la llaman individualismo, y otros personalismo. Y aun hay otra, y es la de los que sentimos que la historia es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres. A lo que los otros llaman delirios místicos si es que no frivolidades.

Realidad y personalidad. Realidad de “res”, cosa, y personalidad de persona, hombre. Hallándose el que esto escribe desterrado en Fuerteventura, recibió consejo de uno de los dirigentes —si es que algo dirigen— del marxismo ortodoxo español diciéndole que respecto a la dictadura primo-riberana, había que plegarse a la realidad. Y él, el dirigente, bien que se plegaba. Y hube de contestarle que pues yo creo en el poder del hombre sobre las cosas, de la personalidad sobre la realidad, me había llevado mi personalidad española al destierro dejándoles aquí la triste realidad. Y vi al fin el triunfo de la personalidad colectiva española sobre la realidad dictatorial. Y recuerdo esto ahora que otra realidad dictatorial —de eso que llaman derecha o de lo que llaman izquierda, qué más da?— se cierne sobre nosotros. Y es la revolución esa que no la hacen, sino la sufren los hombres. Y no digo las personas porque no se puede llamar personas, individuos concientes de su personalidad, a los que incendian, pistolean, atracan, vociferan y motinean. Masas en el sentido físico de una masa de agua.

Y luego el que cree cabalgar. Como aquel que arrebatado por un huracán en un balandro se ponía a soplar la vela creyendo que así contribuía al huracán. Y después, al ir apuntando el alba, encendía una cerilla para ver salir el sol. ¡Toda una persona! Y tomaba por ladridos los embates de las olas contra el quebradizo casco del pobre balandro.

“¡Estamos haciendo la revolución!” ¿Cuál? ¿La del artículo “h”, o “x”, o “n” de la Constitución? ¿La de la reforma agraria? ¿La de la ley de congregaciones? ¿La de otra ley cualquiera de papel? No, la revolución es la otra; la revolución es la de los agentes ciegos y sordos de un instinto colectivo, la de la “innata necesidad de un sello de violencia”, la de los que quieren crearse “una conciencia de vencedores” ya que carecen de conciencia alguna. La voluntad de poder que dijo Nietzsche, y que en las muchedumbres es voluntad de destrucción. Y luego esos mismos, fuerzas ciegas, se volverán contra lo que ahora se les antoja erigir. De la misma muchedumbre que grita: “¡abajo el fascio!” saldrán los fajistas. Vendrá la resaca, vendrá el golpe de retroceso. Es ley de mecánica social como lo es de mecánica física.

¿Y quién se salvará de esa mecánica, de ese determinismo de la realidad? El que tenga fe en el espíritu, en la personalidad, en la libertad. Como los revolucionarios a su pesar y a la fuerza, también él se verá arrastrado en el torbellino. Los revolucionarios a la fuerza, por que no supieron retirarse del poder —poder aparente— al ver que desde él no podían encauzar el torbellino y luego, ya en éste, ¿qué van a hacer? Pero el que tenga fe en el espíritu, es decir, en la libertad, aunque perezca también ahogándose en el torbellino, podrá sentir, en sus últimas boqueadas, que salva en la historia su alma, que salva su responsabilidad moral, que salva su conciencia. Su aparente derrota será su victoria.

Y luego. Dios dirá.

 

Con la plena libertad de opinión y de expresión que concedemos a nuestros colaboradores, don Miguel de Unamuno, en el artículo preinserto, expone un estado de conciencia que no comparte este periódico. Ni antes, ni ahora, ni mañana, estas diferencias de criterio entre los que estampan su firma al pie de los artículos que aparecen en nueatras columnas y el pensamiento de la Redacción nos privará de concederles —muy honrados con ello— el espacio que les tenemos reservado.

Juventud de violencia

El Norte de Castilla (Valladolid), 12 de abril de 1933

Ahora que cada vez más se habla en nuestra España del fajo —que es la forma a que pasó al castellano la palabra italiana “fascio”, haz— y por cierto que los más auténticos fajistas son los que salen a la calle a vociferar contra él, ahora se recuerda uno de aquella su canción callejera en que se repite el estribillo de “giovinezza, giovinezza”, esto es: juventud, juventud. Porque ese movimiento pasional e instintivo, sin un contenido conceptual bien definido y concreto, obedecía entre otros móviles a la impaciencia de la gente por colocarse cuanto antes, por echar afuera a los antiguos ocupantes de los cargos, por desviejar —para servirnos de este término de ganadería— la administración pública.

Estoy repitiendo en estos días de continuo que la división que hoy se marca en la permanente guerra civil intestina de nuestra patria es en funcionarios de una parte, y parados de la otra; en ocupantes de cargos y aspirantes a ellos. Y es lo que mueve a los que parecen más desinteresados. Casi todos los partidos políticos, sean los que llamamos de derecha, como los que decimos de izquierda, tienen su correspondiente juventud oficial. U oficiosa. Juventud en desacuerdo no pocas veces con la parte que podríamos llamar adulta del respectivo partido, cuando no en abierta rebeldía contra ella. No pocas veces esa parte adulta, y aún más que adulta —una especie de senado— se ha creído obligada a desautorizar manifestaciones que estimaba extremadas, de la parte juvenil. Y hay partido extremo que en rigor es arrastrado por el elemento más joven —joven en edad, claro— de él, y como este elemento se renueva constantemente, resulta que su acción ni tiene continuidad ni tiene capacidad. Ese elemento vive preso de una preocupación morbosa, y es la de superar, la de ir más allá. Es un extremismo meramente formal.

Dos características he observado en el sentido —o contrasentido— de esas juventudes. Es la una su profunda ignorancia de la Historia contemporánea de España. Los más de los mozos de esas juventudes con quienes he conversado no tienen la más ligera noticia de lo que hicieron sus padres y sus abuelos. Se les oye hablar de ideas mandadas retirar o que ya pasaron de moda —como si la moda rigiera en esto— y cuando se les pone a prueba, resulta que no tienen la menor idea de esas ideas, o que las desfiguran. Y si su ignorancia histórica es grande, su ignorancia geográfica no es menor. Pues es muy corriente que se nos presente muy enterado de lo que dice que pasa en Méjico o en Rusia, uno de esos jóvenes que no ha salido de España y que apenas tiene noción clara de lo que pasa en su propia tierra.

Es la otra característica, en no pocos de esos jóvenes profesionales —quiero decir que su profesión es la juventud— un cierto sentido deportivo de la violencia por la violencia misma. Y menos mal que las más de las veces la violencia no es más que verbal. Aunque empieza a pasar a vías de hecho.

Esto es ya una especie de epidemia contagiosa. Y no es la violencia puesta al servicio de un ideal o de una finalidad política, social, religiosa —o irreligiosa— o de otro sentido público, sino que esos ideales o finalidades no son sino pretextos para ejercitar la violencia. “¿Muera qué, hay que gritar?”, preguntaba una vez uno de esos mocitos. Y luego se dice que son excesos del entusiasmo. Nunca he podido comprender por qué para justificar ciertos crímenes se suele decir que son pasionales, como si en rigor no lo fueran todos ellos. No sé que la pasión de un novio o de un marido celoso que matan a su novia o a su mujer porque les engaña con otro, sea más pasión o pasión más pura que la de un haragán que mata para robarle a otro, antes de ponerse a trabajar. Y aún voy más allá, y es que una banda de atracadores que se ponen de acuerdo para asaltar un Banco y llevarse sus caudales me parece más justificada acaso que otra banda que va a quemar una iglesia sin llevarse de ella nada. No sé por qué las quemas de los conventos, pongamos por caso, fue acción de una calidad más pura o más noble que el saqueo de una joyería.

Voy más allá, y es que aquella acción me parece denotar una perversión mayor que esta otra, porque es una perversión del entendimiento. La locura podrá eximir de responsabilidad criminal, pero exige que se le encierre al loco, y si es menester se le tenga con camisa de fuerza. Y lo triste es que hagan falta más manicomios que cárceles. El delincuente con juicio se corrige antes que el demente. Y cuando uno lee las noticias de ciertos estallidos juveniles —¿juveniles?— no puede menos que pensar que sopla un viento de dementalidad. Las más de esas reyertas que surgen en ciertos mítines o al salir de ellos acusan un estado no de exaltación ni de apasionamiento, sino de dementalidad, de perturbación mental. No de ignorancia, no, sino. de tontería, cuando no de estupidez.

¿Es eso juventud? No, eso no es juventud. Ni ésta se mide por el número de años. Hay una enfermedad mental que se llama demencia precoz. Y hay precocidades que son dementales. Como es la de exaltarse por palabras cuyo valor y sentido se desconoce. Estoy seguro que los más de los que se encienden gritando “¡Viva el fascio!” o “¡Muera el fascio!” no saben, ni los unos ni los otros, lo que tal fascio sea. Ni les importa saberlo. La cosa es que el cuerpo —pues alma no suelen tenerla— les pide palo, o acaso sangre, y lo demás es un pretexto.

Pero, ¿cómo ha venido esta enfermedad? ¿A qué causas obedece? ¿Qué honda apetencia del espíritu público la produce? Esto es lo que hay que buscar.

El soñar de la esfinge

Ahora (Madrid), 16 de abril de 1933

El Instituto de Estudios Portugueses de la Universidad de Santiago de Compostela ha publicado, traducida del portugués al castellano, la obra Las dos Españas de Fidelino de Figueiredo, gran conocedor de la vida de la Península Ibérica toda y a quien su calidad de portugués le capacita para ver más claro y más hondo que nosotros en ciertos recovecos de nuestra historia común.

En general no me parece conveniente que se traduzca del portugués al castellano y del castellano al portugués, ya que debemos esforzarnos unos y otros en leer en las sendas lenguas, ya que el esfuerzo es pequeño y grandemente remunerador. Como no apruebo el que se traduzca del catalán al castellano y por la misma razón. Y en cuanto a traducir del castellano al catalán no pasa de ser una ridícula puerilidad. Pero en el caso de la obra de Fidelino de Figueiredo la meritoria empresa de la Universidad de Santiago de Compostela puede considerarse como una reedición de ella y un medio de que el público culto español —incluso, ¡claro está!, el gallego— se fije en la tal obra. Que lo merece.

Y no porque en su aspecto informativo, de erudición, nos ofrezca grandes novedades, ni el autor lo pretende. El valor de la obra de Fidelino de Figueiredo descansa en su penetración imaginativa y cordial en nuestra historia. Y por otra parte es más que un investigador, es un vulgarizador; su función es más honda y más alta que la de aportar nuevos datos o rectificar los ya adquiridos. Hay en su obra breves semblanzas de españoles, como por ejemplo las de Feijoo, Jovellanos, Menéndez y Pelayo, Giner, Costa, Ganivet —para no citar las de los que aún vivimos— que si no dan nuevas noticias nos permiten fijarnos mejor en el sentido de esos españoles.

Pero hay dos que se nos presentan como ideas directivas de esta obra. Es la una la de su profunda comprensión de que nuestra íntima historia espiritual estriba en nuestro carácter contradictorio, o si se quiere dialéctico y dilemático, en que somos un pueblo de contradicción. Yo diría, ensanchando la expresión del portugués, que la guerra civil es el estado normal de España. Normal, y si se quiere natural, si es que no sobrenatural o de gracia. Aun en las épocas en que pareció unificarse y uniformarse a España por obra de la Inquisición y de la expulsión de los judíos y de otras medidas coadyuvantes, la guerra civil, la de las dos Españas que dice Figueiredo, latía en el fondo. Y en el fondo de cada español, que vive en guerra civil consigo mismo.

“Los dos españoles más vivos, y, por tanto, más presentes en la conciencia española, son: Felipe II, que queriendo unificarla la dividió para siempre, y Don Quijote, que queriendo ridiculizar su gusto, la engrandeció y personificó las excelsitudes de su espíritu ante el mundo”. Así asienta este portugués. Y hay que notar primero el acierto de poner junto a lo que creemos un personaje histórico, un personaje de ficción, que no es menos histórico que aquél y que hoy existe y obra en la historia tanto como el otro. El Don Quijote vivo, claro está, el que sigue viviendo, haciéndose, deshaciéndose y rehaciéndose, y no el Ingenioso Hidalgo de los cervantistas. “El soberano espiritual de España”, “el mito colectivo de Don Quijote”, como dice el autor. Que se le ponga como el otro término a Felipe II, mito ya también, es más discutible. Acaso estaría mejor Íñigo de Loyola, a quien, no se adivina por qué, pasa por alto el portugués… Y es otro acierto no poner como los dos polos a Don Quijote y a Sancho, que en rigor son las dos caras de uno mismo. El fecundo mito completo es Quijote-Sancho.

No es cosa de seguir aquí el discurso dialéctico que de nuestra historia hace Figueiredo desde Felipe II hasta nuestra actual república y la lucha de los que llama filipizantes y de los desfilipizantes, de los que se llamaron en un tiempo serviles y liberales, carlistas y cristinos, progresistas y reaccionarios y con otros nombres… Lástima que mezcle alguna vez con ella esa ramplonísima anti-histórica y vacua denominación de derecha e izquierdas, comodín para la más lamentable pereza mental si es que no incapacidad de pensar la historia y de entenderla.

Lo que se podría llamar la permanente revolución española, nuestra guerra civil, está fielmente trazada en esta obra. En la que se lee una penetrante caracterización de su último acto y es cuando, refiriéndose a la quema de los conventos, se dice: “Y España, país de la violencia, por segunda vez mudó su régimen político, incruentamente, por vía legal. Pero la innata necesidad de un sello de violencia que crease una conciencia de vencedores y una situación de vencidos, satisficiéronla los conventos, las iglesias y sus tesoros artísticos, vandálicamente destruidos por un formidable auto de fe.” Y así ha sido, en efecto. La innata necesidad “de guerra civil intestina” —lo que llaman revolución—, la de convencerse de que habían superado algo, de que habían vencido algo, les llevó a aquellos inconcientes españoles a proclamar con un incendio la guerra santa civil y a provocar provocaciones. Después se proclamó que estamos en pie de guerra. Y se entró francamente en el período de las alucinaciones y de la manía persecutoria y a la vez perseguidora. Y aquella quema fue, en verdad, un auto de fe, un efecto de espíritu inquisitorial común a ambos bandos. Y es, como he dicho muchas veces, que esa dualidad —mejor: contrariedad— que es espíritu de lucha lo llevamos cada uno de los españoles dentro de nosotros mismos y cuanto más nos ensañamos con el adversario es que estamos peleando con el otro que llevamos por dentro, con uno de los dos.

El último capítulo de Las dos Españas de Fidelino de Figueiredo se titula: “El Despertar de la Esfinge”. Es la suposición de que en el cambio de régimen político, con la República, ha despertado la Esfinge española. ¿Será verdad? “Unir las dos Españas en una España nueva será la solución plena del problema, igual que en los viejos dramas, cuando los personajes, se reconocen y reconcilian”, dice el portugués. Pero luego reconoce que ese antagonismo de las dos Españas es la razón de vivir de España una.

Y el libro acaba con este párrafo: “¿Y qué objetivo ideal habría de servir una España así estructurada en forma nueva y original? Uno que es castizamente español y seguramente de mayor poder galvanizador que Marruecos, la policía del Mediterráneo y la oratoria ibero-americana: ayudar a restablecer la soberanía del espíritu en el mundo, saliendo toda ella, o mejor todas ellas, una vez restauradas internamente, a esa gran aventura nueva de quebrar lanzas por la inteligencia, por la dignidad y por la libertad individua], bajo el mando del Rey Don Quijote el Único…”

¡La soberanía del espíritu! Del espíritu, no de la razón. Del Espíritu, no del Verbo. Y la libertad individual. Espiritualismo e individualismo, pues. Mas para ello mejor será que la Esfinge no despierte sino que siga soñando. “Somnia Dei per hispanos”, que dije yo.

Y antes de cerrar esta larga noticia he de manifestar mi deseo y esperanza de que se traduzcan del alemán al español —castellano o portugués— dos libros fuertemente sugestivos y estimulantes de Reinhold Schneider que son La pasión de Camoens y Religión y Poder, siendo la figura central de este segundo libro el rey Felipe II. En ambos libros se contienen algunas de las páginas más hermosas que sobre el Portugal y la Castilla del siglo XVI y de siempre se hayan escrito. En ambos se alumbra —y se enciende— el fondo de esta santa guerra civil íntima que nos eterniza en la historia.

Primavera en la calle

Ahora (Madrid), 21 de abril de 1933

¡Primavera en la calle! En la calle callejera —no es perogrullada— y ciudadana. Porque hay calles de aldeas, de lugarejos. Ahora que en éstos suelen aislarse del campo. Y en las grandes ciudades, en cambio, o en sus arrabales —¡esos fatídicos arrabales de ciudad!— se siente la necesidad de meter en ellas el campo, pero enjaulado y domesticado. ¡Esos tristes arbolillos callejeros y esas pequeñas plazoletas de verdor alquilado! Y sentir en el otoño rodar las hojas secas sobre el asfalto del arroyo o las losas de las aceras. En ese suelo que parece hecho adrede para que el ciudadano no pise frescura.

Aquí, en esta calle de Zurbano en que escribo esto, se alinean al borde de las aceras unos pobres arbolillos prisioneros entre cemento y piedra. Viven una vida raquítica, miserable, merced a amputaciones, a podas. Su escasa copa responde a la escasez de su raigambre. Sólo en alguna plazoleta, sobre césped, se ve algún árbol que nos regala la vista con floración rosada. ¡Pero estos pobres arbolitos! ¡Estas mustias acacias! Y de noche ni les cabe soñar a la luz natural de la luna o de la estrellada, sino que los focos de luz eléctrica, artificial, les envenenan la respiración nocturna.

El cuerpo es cárcel del alma, se nos enseña en el Fedón platónico. Y se echa uno a soñar si estos arbolitos encarcelados en la calle son cárceles de almas. Y ya al hilo del sueño se remonta, o más bien se derrumba uno hasta aquella terrible soñación dantesca de ánimas condenadas que vegetan en el infierno en troncos de árboles. ¡Hombres árboles!

En el segundo Evangelio —el según Marcos— y en su capítulo VIII, versillos 22 a 26, se nos dice que llegado Jesús a Betsaida “le traen un ciego y le ruegan que le toque, y tomándole de la mano al ciego le sacó fuera de la aldea y escupiéndole en los ojos y sobreponiéndole las manos le preguntó: ¿Ves algo? Y levantando la vista, dijo: Veo a los hombres, que como árboles los veo paseándose. De nuevo le puso las manos sobre sus ojos y miró y se repuso y contempló todo a lo lejos y claro. Y le envió a su casa diciéndole: No entres en la aldea.”

¿De dónde esa impresión del ciego curado al cobrar vista? Y no decimos al recobrarla, pues no es de creer que a un ciego de nación, que jamás había visto antes, se le ocurriese comparar a los hombres vistos con árboles que se pasean. ¡Y qué hondo sentimiento, después de todo, en esto de ver en los hombres que se mueven de un lado a otro árboles que se pasean! Árboles desarraigados, árboles sin raíces. Así los hombres de la calle, los hombres alineados, enjaulados, domesticados, desarraigados de la tierra mullida y verde.

¡Y qué árboles! No de fruto y apenas si de flor… A lo sumo, de flor de acacia y de esmirriadas bayas, pámpanos que les llaman en ciudades callejeras. Ni un hombre-olivo, o un hombre-naranjo, o un hombre-ciruelo. Y menos un hombre-roble, o un hombre-encina, o un hombre-haya. El hombre roblizo, robusto, no medra ni se goza entre calles. Necesita raíces, y si cegó, luego que cobra vista y ve a lo lejos y claro, el Señor le dice: “No entres en la aldea.” Y menos en la ciudad. Que se quede en el campo, entre árboles arraigados que tienden al sol y a la luna y a las estrellas sus copas. Y éstos saben lo que es primavera del alma y primavera de la vida.

El hombre-encina da en primavera su flor, su candela, que se esconde en el follaje prieto y da en otoño bellotas como aquellas con que regalaron a Don Quijote los cabreros y que le soltaron la lengua en maravillosa oración. ¿Qué es eso de: “si le sacuden da bellotas”? No; esos de quienes se dice esto, si se les sacude no dan nada. Esas pobres criaturas, sobre todo las del sentido común callejero, no sueltan ni desatinos, si no algo peor, vaciedades. Sueltan lugares comunes —no propios—, sueltan tópicos, sueltan sentencias de santo y seña. Son los que dicen que tal o cual doctrina está mandada recoger o pasó de moda o es antigualla. ¡Soltar bellotas! ¡Pues ahí es nada! Y cuando el hombro-encina se rinde a tierra, aun con su leña se calientan muchos en el invierno. Y hay más. Y es que tiene su corazón melodioso, como la encina lo tiene. Pues del llamado corazón de la encina, de aquel duro y de color encendido cogollo, hacen los pastores dulzainas y chirimías. Que así da la encina sombra, bellotas, leña para calentarse y corazón de tañir tonadas, y la encina no es árbol callejero, no es árbol ciudadano. “¡No entres en la ciudad!”, se le ha dicho a la encina.

¡Primavera en el campo! ¡Ay, pero con otra sombra, con otra bellota, con otra leña que no las de la vieja encina! Y con otros corazones, no ya melodiosos. Árboles humanos campesinos, sacudidos por vendaval. ¿Qué dan?

¡Árboles que se pasean! ¿Serían tales aquellos cabreros que regalaron a Don Quijote y le oyeron profetizar de la edad de oro? Fue una oración comunista la del Caballero de la Fe. Y se la oyeron cabreros, no carboneros. Y a los nietos de aquellos cabreros quijotizados si hoy se les sacude, ¿qué darán? ¿Y qué tocan en la dulzaina? ¿Es que ha resucitado entre las encinas la oración de Don Quijote? ¿Es que sus corazones salmodian el apocalipsis de la edad de oro? Voz que viene de vuelta del silencio, cargada de un pasado preñado de porvenir.

¡Primavera en la calle!, ¡primavera callejera! ¡Qué cosas le corren a uno por el alma, por el lecho del alma, por su cauce, cuando contempla correr el agua por el arroyo de la calle y cuando ve a las mangas del riego municipal abrevando a esos tristes arbolitos inválidos de juventud avejentada!

¡Primavera en la calle! Y menos mal que le incita a uno a soñar en la primavera del campo, del monte, del bosque y a olvidarse del hombre de la calle y de todas sus callejerías. ¿Puede nadie imaginarse un mitin de encinas, de robles o de hayas o siquiera de pinos? A lo sumo, de acacias.

¡Lector, sal al campo! Y que se te abran los ojos como al ciego de Betsaida merced a la saliva del Cristo. Para ver lejos y claro.

Paz en la guerra

Ahora (Madrid), 25 de abril de 1933

“En el seno de la paz verdadera y honda es donde sólo se comprende y justifica la guerra; es donde se hace sagrados votos de guerrear por la verdad, único consuelo eterno; es donde se propone reducir a santo trabajo la guerra. No fuera de ésta, sino dentro de ella, en su seno mismo, hay que buscar la paz; paz en la guerra misma.”

Así acaba la novela histórica Paz en la guerra que publiqué por primera vez hace ya treinta y seis años, en 1897, teniendo yo treinta y tres. Había trabajado en ella más de doce años, desde mis veinte lo menos, recogiendo todas las impresiones de la guena civil, de la última carlistada, que viví en mi niñez y primera mocedad, toda la tradición viva de ella que alentaba en nuestros hogares bilbaínos. Pasó al principio casi inadvertido ese libro, mi primogénito, después ha tenido nuevas ediciones y se ha publicado en folletín en El Liberal de Bilbao, merced a mi buen amigo Indalecio Prieto. Galdós fue uno de los pocos que en 1897 me dijo haberse interesado grandemente por él, lo que se me confirmó al leer su episodio nacional Luchana publicado después. Altamira primero y “Andrenio” después, se fijaron en él, pero no ha sido de gran favor en la parroquia de mis antiguos lectores. Y es curioso que esa mi obra, que habría de parecer tan local, tan exclusivamente española, me haya sido traducida al alemán.

Y si ahora la traigo aquí a colación es para que se vea, por el final que he trascrito, cómo desde que empecé a escribir para mi pueblo he seguido, en esto como en lo demás, una línea misma. No derecha en el sentido de línea recta, sino, como la vida, llena de vueltas y revueltas; una línea dialéctica. El pensamiento vivo está tejido de intimas contradicciones. Cuando trabajaba en esa visión de la España de mi niñez, aprendía alemán leyendo a Hegel y su fecundo sistema de contradicciones. Cuando apareció la novela pudo decir Altamira que latía en ella una cierta simpatía por la causa carlista. Como que no se puede ser liberal de otro modo; como que no cabe participar en una guerra civil sin sentir la justificación de los dos bandos en lucha; como que quien no sienta la Justicia de su adversario —por llevarlo dentro de sí— no puede sentir su propia Justicia.

¿Contradicciones? ¿Paradojas? Con ellas están tejidos los Evangelios, y no digamos las Epístolas de San Pablo, el formidable dialéctico, el hombre, como Job, de contradicción íntima. En él resucitó Cristo —a quien no conoció en carne— el Cristo que diciendo haber traído paz y repitiendo paz dijo: “No penséis que he venido para meter paz en la tierra; no he venido para meter paz, sino espada; porque he venido para hacer disensión del hombre contra su padre y de la hija contra su madre y de la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre los de su casa” (Mat. X. 34-36) y otra vez: “Fuego vine a meter en la tierra y ¿qué quiero si ya está encendido?” (Lucas, XII, 49.) Esta es la derecha y esta es la izquierda, el trágico y dialéctico y polémico juego de las contradicciones.

Si alguna vez me he excedido en mis ataques a los adversarios, como me ocurría en mi lucha contra la dictadura primo-riverana, es porque sentía mejor que ellos, que no la sentían bien, su justificación. Y a la vez sentía ¡claro! la de mi posición en contra de ellos. Y es como, llevando la guerra civil española dentro de mí, he podido sentir la paz como fundamento de la guerra y la guerra como fundamento de la paz.

No he podido nunca olvidar las palabras que en el cementerio de Mallona, de Bilbao —donde fue enterrado mi padre— pronuncio el ex-fraile y profesor krausista don Fernando de Castro, en su último sermón como sacerdote, ante la matrona marmórea que corona —dijo— a vencedores y vencidos. Y luego, ya de mozo mayor, vi en el despacho de don Nicolás Salmerón la pluma que el Ayuntamiento de Bilbao regaló a aquel sacerdote hecho laico. Ni puedo olvidar que fue el 2 de mayo de 1874 cuando, en mi Bilbao libertado, sentí el primer albor de conciencia civil y liberal, en plena guerra civil. Y sentí la paz. Y después, al trascurrir los años, que todas las piezas de mi conciencia se removían en paz de guerra. O en guerra de paz.

¿No has oído, lector, querer elogiar a alguien diciendo de él que es un hombre de una sola pieza? Y creen los que así dicen que es lo mismo que decir de él que es un hombre entero y verdadero, “nada menos que todo un hombre” Pues bien, ¡no! un hombre de una sola pieza no puede ser un hombre entero y verdadero, porque un hombre entero y verdadero se compone de muchas, de infinitas piezas. Un hombre de una sola pieza no es un hombre entero, si no un hombre partido, o mejor un hombre de partido, un pedazo de hombre. Un perfecto partidario es lo que llamamos un fanático. Cuando no un energúmeno, o sea un poseído, un endemoniado.

Y en cuanto a la guerra… El profesor Einstein se dirigió hace poco al profesor Freud —judíos ambos— con esta pregunta: “¿Hay algún camino para libertar a los hombres de la fatalidad de la guerra?” Y a esta pregunta del matemático de la relatividad respondió el psicólogo del psicoanálisis así: “Entiendo que no ha suscitado usted la pregunta como investigador de la naturaleza y físico, sino como filántropo… Y me di también cuenta de que no se me requiere que haga proposiciones prácticas, sino que haya de indicar cómo se presenta el problema de la prevención de la guerra a una consideración psicológica.” ¿De la prevención de la guerra? No, si no de su mejor utilización, de su mejor aprovechamiento —añadiría yo— ya que la guerra, y sobre todo la guerra civil, es, gracias a Dios, inevitable.

Con hombres de una sola pieza, con hombres partidos o de partidos, la guerra civil, la fecunda guerra civil, no puede asentarse en paz. Mejor la guerra de todos contra cada uno, de cada uno contra todos. Ni son los fanáticos, los energúmenos, los dogmáticos los que con más ardor y más constancia pelean.

Lo profundamente trágico es que en el fondo del carácter de fanatismo y energumenismo que a las veces toma la lucha política civil se descubre un caso de degeneración mental. Aquí, en España, como en el resto del mundo, asistimos a una epidemia neurótica de las masas. Es algo así como aquellas epidemias psíquicas de la Edad Medía que producían fenómenos como los de los convulsionarios de San Medardo. ¿Es que volvemos a otra Edad Media? Hay quien lo cree. Y aquí somos no pocos los que nos afligimos al ver cómo crece el número de los retrasados mentales, de los infantilizados. Acongoja el ánimo el asistir a ciertas reuniones de masa moceril. Nadie se entiende a sí mismo. Y es porque nadie discrepa de sí mismo. Y así no es dable hallar paz en la guerra misma.

Hago estas reflexiones con el temor de que no las entiendan, o mejor de que no las quieran entender, los cuitados, pero resuelto a repetirlas una y cien y mil veces. Llevo así treinta y seis años…

Organeros y organistas

Ahora (Madrid), 28 de abril de 1933

—Tengo que irme —me dijo con temblor de lágrimas en la voz— tengo que irme. Pero ¿a dónde? Tengo que emigrar, que huir. ¿Huir? ¿De quién? En verdad, de mí mismo. Me aterro de mí. Me he descubierto una capacidad de odio… Estoy envenenado. Todas las noches me acuesto pesándome de lo que he dicho durante el día, y vuelvo el otro a repetirlo. Me propongo ni contestar a lo que se me pregunta, pero es peor porque traducen mi silencio. ¡Y cómo! Nos han tupido de rencores el lecho de la patria. Y algo peor que de rencores, de ramplonerías y de vaciedades. Que las adornan con insoportables tonterías litúrgicas de uno y de otro régimen, del clerical y del llamado laico. En aquellos ex-años de la pasada dictadura…

—¿Ex-años? —le interrumpí.

—¿Por qué no? Ese uso del ex-prefijado, exponente del andancio de mentecatez futurista amenaza dejar reducida nuestra patria a una Ex-España. ¿Pero es que no puedo soportar a los demás por no poder soportarme a mí mismo o es al revés? Esto no es vivir. Y es inútil que nos vengan con que el nuevo régimen ha traído un espíritu nuevo, un nuevo sentido de convivencia. Ni lo creen los que nos lo dicen. Ofrecen la paz provocando con su oferta a guerra. Sólo descubro un nuevo sentido de malquerencia. El miedo al miedo y la manía persecutoria hacen el gasto. Tengo que emigrar. Pero ¿a dónde? ¿A dónde escapar de mí mismo? ¿Dónde ahogar esta guerra civil intestina, de mí conmigo mismo, que es mi vida?

—¿Y porqué —le dije— no te apartas de toda vida pública de relación, te enclaustras, te acartujas…? ¿Porqué no te entregas a buscar un para qué de vida y de espiritualidad? Aunque ese para qué sea el de buscarlo; un vivir para buscar el sentido o el contrasentido de la vida misma. Hacerte no un político —de la ciudad— sino un cósmico —del mundo— una individualidad personal. Porque lo sabes mejor que yo, lo individual es lo universal.

—¡Imposible! —me contestó—. No podría vivir. ¿En claustro? ¿en cartuja? ¡Ahí sí que se envenena el odio! О la envidia, sl quieres. Pero… ¿es en el fondo odio? ¿No es más bien amor? ¡Ese sensacionalismo estético! ¡Ese instinto catastrófico! Se queda uno en casa o se aísla a ver si al salir a la calle le dicen: “¿Sabe?, han matado a…” Y contestar: “¡Era un buen hombre!” ¡Y descubrir cuanto se le quería! Necesito hacerme un mundo y en el claustro no podría hacérmelo; necesito soñarme. Necesito sobre todo probarme que no hay tal odio; el que así me parece.

—Sí —le contesté—, odios y amores literarios, estéticos, todo uno y lo mismo. Necesidad de crearse un mundo en que soñar y en que soñarse. Un verdadero poeta, un verdadero creador, ama a todas sus criaturas, aun a las más al parecer odiosas. Y además un soñador es un organista y no un organero…

—¿Y eso qué es? —me preguntó.

—Un organista —le respondí— es el que toca en un órgano y le arranca una sinfonía, y un organero es el que construye un órgano…

—Construye… construye… —mormojeó— ¡cosa mecánica construir!

—En efecto —añadí—, pero porque hay diferencia de organismos, que son de vida, a organizaciones, que son de artificio. ¡Qué diferencia de una organización a un organismo!

—Es que no veo —me dijo con tristeza— ni organeros que construyan y templen grandes organizaciones, obreras o patronales, laicas o eclesiásticas, ni organistas que toquen en un gran organismo nacional, o siquiera regional o local, que Dios hizo, y le saquen sinfonías eternas; ni organizaciones que se deshagan en luchas de clases ni organismos que se rehagan en luchas de pueblos. No encuentro sino organilleros que le dan al manubrio de algún organillo callejero. Y de aquí esta terrible sensación de vacío, de aburrimiento que es, como sabes, aborrecimiento, esta sensación que nos invade a tantos de que vivimos odiándonos y envidiándonos los unos a los otros. Y esto tan terrible de huir de aquellos con quienes, en el fondo, más querríamos convivir. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto que nos está destrozando mientras los otros, los hombres de fuera —de fuera de sí mismos— los de una u otra liturgia, los de uno u otro partido, danzan en el torbellino satisfechos de sí mismos? Esos, los… ¡ex-españoles! Esos los que apenas si piensan más que en la crisis. Si es que piensan. Esos, los de la derecha y los de la izquierda. Y los del centro. Esos, los anti-individuos. Anti-individuos y no anti-individualistas; cachos de muchedumbre. ¿Qué es este que nos destroza a los que deberíamos formar la conciencia de la patria? ¿Qué es esto que nos pulveriza frente a ese embate de inespiritualidad? ¿Qué es lo que así nos hace ahorrarnos? ¿Qué es esto?

—¿Que qué es eso? —le dije—. Eso es… ¡literatura!

—¡Alabado sea Dios! —exclamó—. ¡Ya salió aquello! Literatura, sí, literatura. O sea historia. La que arranca el organista del órgano que es organismo; no lo que el organero construya. Y ya sabes quién es el Gran Organista del Universo, organista y no organero, no Gran Arquitecto, ¡no! No armador de organizaciones.

—Jesús era —le hice notar— armador de casas rústicas, constructor de ellas —tecton—, no carpintero de taller…

—Su padre —me replicó—. Pero él dejó ese oficio para ir a tocar en el pueblo, en el corazón del pueblo. Y a pescar. A pescar almas. No organero sino organista. ¡Música! Es lo que queda, sobre todo si es celestial. ¡Literatura! Nada vale lo que se hace si no lo que se sueña que se ha hecho. Hasta la victoria. Sólo se gana la batalla que se cree haber ganado. Y no da la batalla el que la dirige, sino el que luego sabe contarla. Por eso empezamos a ganar batallas que perdimos los españoles en los siglos XVI y XVII. Vivimos más de Cervantes, organista, que del Conde Duque de Olivares, organero. Y más cerca, la España de Galdós vivirá más que la de Cánovas del Castillo. ¡Literatura! ¡Palabras! ¡Nombres! ¡Santificado sea el del Gran Organista del Universo!

Sed de reposo

Ahora (Madrid), 4 de mayo de 1933

Privado de sentido y de sentimiento quien por debajo y por encima de las miserables compadrerías —peor que comadrerías— de si este partido o el otro, de si la crisis, de si a derecha o a izquierda, de si falta o sobra el hombre, de si… ¡basta! no siente los escalofríos que recorren el espinazo espiritual de España. Y de de fuera de ésta vienen los más de ellos. Los más extrañados no se sacan de la lectura de tla Prensa diaria; no nos los da la desgarbada poltronería del reportaje de oficio y boca.

No es un mal-estar, un mal-hallarse, es ya un mal-ser. Este año ha coincidido, por sino, la celebración del segundo aniversario de la instauración de la segunda república española con la celebración del decimonono centenario —supuesto tradicional— de la muerte del Cristo. Por sino, no por si no; es decir, por signo, por conjunción de dos astros espirituales, o mejor de un sol de soles y de un asteroides acaso bólido. ¿Ganas de achicar las cosas? No, si no que república y monarquía, democracia y dictadura no pasan de ser exterioridades accidentes. Y cuando a una o a otra o a cualquier especie de la misma laya se empieza a idolatrar —con su liturgia y todo— hay para entristecerse. Superstición, mera y monda superstición. ¿Historia? Externa y no la íntima, la soñada para siempre, la que consuela de haber nacido. Consuelo que no consiste en vivir, si no en soñar sobrevivir, en creer en descanso.

Se lucha por el tenor de vida, resistiendo a la inevitable baja de él. En todos los órdenes, incluso el de la cultura. Hay que hacerse a vivir más pobremente, más sobriamente, más humildemente. A descender acaso a catacumbas económicas y culturales. Lo que corre por el mundo es fatiga, laxitud. No se apetece tanto paz cuanto reposo, ya que cabe paz sin reposo: tal la paz armada que se llama. Y en tanto así como Kierkegaard dejó dicho que la cristiandad está jugando al cristianismo, cabe decir que la sociedad está jugando al socialismo y la humanidad al humanismo. Y son legión aquallos a quienes les aburre ya el juego.

¡Aburrimiento! ¡Tedio! No recuerdo caso más trágico que el de aquel niño que lloraba porque decía aburrirse, a no ser el de aquel otro que porque le habían dicho que se haría grande. Y los casos son en el fondo uno y el mismo. “¿Aburrirse en una época tan henchida de historia, tan tupida de sucesos sensacionales como la nuestra?” —dirá algún progresista. Pero es que el aburrirse es sed de reposo y se puede morir uno de sed en medio del océano agitado por galerna —espectáculo para visto desde la costa— y en cambio se apaga la sed en el agua dulce de un arroyo sosegado y manso que fluye entre verdura Un niño sano se aburre en ciertas películas de cine. Y si no se aburre peor para él y para los suyos.

¡Aquel pasaje de Brand, el grandioso drama ibseniano, donde Brand habla de aquellos pobres niños que llevarán de por vida en el fondo del alma el espanto de la visión de la muerte de sus padres! ¡Y hoy tantos niños que crecen bajo la pesadumbre de la tragedia de la fatiga, del tedio!

Se dice que la crisis económica actual procede sobre todo de superproducción o más bien de desencaje entre la producción y el consumo, de que en vez de producir para el consumo se ha estado consumiendo para la producción y mecanizándose la vida. Pues la otra crisis, la crisis intelectual —y espiritual— se debe a superproducción intelectual, a pensar más de prisa que se pueda digerir lo pensado, a que los descubrimientos científicos, técnicos y filosóficos ahogan a la pobre razón. Fe dice el catecismo de nuestra infancia que es creer lo que no vimos; razón es creer lo que vemos. Pero hemos aprendido a dudar de lo que se ve y de la realidad del mundo exterior. O del interior, que es peor. Sólo se libra de ello el consecuente racionalista —suele ser irracional— el que siente de por fuera las cosas de fuera, el que no intima con sus intimidades. El que se queda —retrasado mental— en pedagogía y sociología sin elevarse al arte ni a la historia y ahondar en éstas.

“Bah —me decía uno de esos cuitados—, todos esos pesares de que usted tanto nos habla son pesares de lujo; no he tenido tiempo de pensar en tales cosas; la ociosidad es madre de todas las inquietudes; tengo que trabajar para vivir…” “Para morir” —pensé yo. Y ese pobre hombre que decía no haber tenido tiempo, tiempo para pensar en tales cosas —las esenciales— tampoco le había tenido para pensar en las otras. Porque no las pensaba, si no que se las tomaba pensadas, en pienso, y ¡qué de indigestiones!

“Ni por pienso”…, suele decirse. ¡Pienso, pensar, pensamiento! Pensar es la forma culta de pesar, que es lo popular. Y hay el pensar de pienso y el pesar de peso. Y el otro pesar, el hondo. Y hay esas flores llamadas “pensamientos” que piensa Dios y las viste con más gloria que a Salomón. Entre esos “pensamientos” restregándome la vista con su gloria campestre descansé el último domingo —“dies dominicus” (o “dominica”), día del Señor— del aburrimiento del cine parlamentario al que me tira la innata necesidad de abrevar y cebar ciertos remordimientos vitales, que ya dijo Nietzsche que la enfermedad apetece lo que la agrava y exacerba.

Y así, como dice Berdiaef el actual gran sentidor ruso y lo dije yo, en una revista suiza, hace ya bastantes años, vamos a una nueva edad media, a un período de descanso, de reposo, de sosegada digestión de ensueños. ¿En oscuridad? Es como mejor se duerme. ¿Soñando? Tal vez como un sol eterno e infinito. La humanidad medieval no fue gusano, sino crisálida ¿Sueña la crisálida? Acaso sueña en un capullo eterno y oscuro. ¿Será mejor dormir sin soñar? ¡Santo sueño prenatal!

¿Inquietudes, agüeros y ensueños de lujo? ¿De lujo? No, sino de primera necesidad espiritual. Los que son de lujo y peor que de lujo, de lujoso deporte, son los de las compadrerías —peor que comadrerías— de si este partido o el otro, de si la crisis —en el sentido ínfimo ¡claro!— de si a derecha o a izquierda, de si falta o sobra el hombre, de si… ¡basta!

Mirad, com-padres que lo seáis, que seáis padres, mirad a vuestros hijos y miradles a los ojos a ver qué leéis en ellos. Esas pobres criaturas que no pueden ya con el peso de esta historia, abocadas a un aburrimiento, del que ¿cómo se defenderán?

Y si cupiera decir: “¡niños, a defenderse!”

Superficialidad e intimidad

Ahora (Madrid), 10 de mayo de 1933

Habría querido, señor mío, obediente a su requerimiento, decirle algo —muy elemental desde luego— atañadero al sovietismo, al fajismo y al capitalismo, al papel del empresario —de que tanto se ocupó antaño el economista Walker— de ese medianero entre el capitalista y el obrero; de cómo cuando es el Estado el capitalista —саsо del comunismo— el empresario se convierte en funcionario de aquél, y de cómo el obrero, siervo de este Estado, obtiene poco, pero más que obtendría siendo trabajador por su propia cuenta. Y de cómo se llega a una organización jerarquizada en que apenas si hay norma para fijar lo que a cada uno le corresponde ni que sea eso del salario justo de que dijo León XIII, el Papa. Pero me he dado cuenta de que para resumir sobrе eso lo que han dicho otros tendría que partir de ciertas nociones elementalísimas, pero que la experiencia de publicista me ha enseñado que carecen de ellas los más del promedio de nuestros lectores. Y no quiero escribir para usted y los como usted tan sólo.

¡Si viera usted, señor mío, las preguntas que se me dirigen y las aclaraciones que se me piden! Cosas que pueden encontrarse en cualquier Enciclopedia barata y hasta en un diccionario. Culpa en gran parte de los libros de texto en que se nos ha formado la mente, encenegados abrevaderos de ciencias en extracto y extractadas ¡cómo! Sin que sean lo peor de ellos los disparates. Casi todos olvidan aquí que lo elemental es lo fundamental, y a tal punto ha llegado esto, que tiemblo cuando se habla de cultura, y si es de alta cultura me siento arrecido.

Mas dejando por ahora aparte estas consideraciones pedagógicas —y por lo tanto demagógicas— voy a exponerle algo, por vía de introducción, a la respuesta de lo que me pregunta, que si es cosa que usted lo sabe, habrá otros muchos que la hayan olvidado o que no se fijarán al aprenderla, lo debido en ella. Respecto a los como usted hasta me da vergüenza recordársela.

Es ello la noción corriente de que conforme crece un volumen disminuye la relación de su superficie. Un niño tiene más superficie respecto a su volumen que un adulto; lo sabemos todos aunque muchos en la práctica lo olviden. Un metro cúbico tiene seis metros cuadrados de superficie, y ocho metros cúbicos tienen veinticuatro, es decir, no ocho, sino cuatro veces más, o sea la mitad. Cuando se divide una masa en pequeñas porciones se aumenta la superficie de su materia, su campo de contacto con el exterior. Esto es de clavo pasado, pero vea usted cómo se olvida cuando se trata de masas humanas en el sentido espiritual. Y para ir desde luego al fondo del argumento le diré que una masa humana —una organización cualquiera, secta, partido, agrupación…— cuanto más crece en masa disminuye en conciencia, pues ésta, la conciencia, es función de superficie. Y cuanto más compacta sea la masa, más apretada —más de cemento— menos conciencia la penetra. Porque pierde porosidad.

La conciencia, en efecto, es superficialidad; por la superficie, por la periferia, se comunica uno con el exterior. Y si hay un conocimiento entrañable y entrañado es porque hay lo que podríamos llamar superficies interiores. Las superficies interiores de las entrañas son tan superficiales como las “extrañas” de la piel ¡Ay de la masa humana que no se deje airear por dentro! ¡Ay de ella si eso que llaman disciplina le impide airearse! Perderá conciencia. Porque la conciencia no es nada democrático; la conciencia es siempre individual. Y si se unen varios individuos la conciencia disminuye para cada uno.

Me figuro que el individuo animal se originó de la escisión de una masa porque al crecer ésta su superficie disminuía relativamente y se hacía mal su cambio con el exterior. Por otra parte el cerebro humano ha aumentado, merced a sus circunvoluciones, su superficie de relación. Y muchas veces se ha dicho que la civilización helénica se debe en gran parte a que Grecia tiene, con sus islas y sus costas, un enorme contorno respecto a su área. Pues aplique usted esto a lo espiritual y anímico y verá que los pueblos de muchas y fuertes individualidades, de individuos bien acusados, son los que pueden mejor llegar a poseer fuertes personalidades. La personalidad es el contenido de la individualidad.

Y ahora, en disgresión, venga otro caso. Pone un pez su hueva y queda ésta expuesta a los embates de fuera, entre ellos a los de la voracidad de otros peces. Los huevecillos periféricos son los más expuestos y perecen protegiendo a los de dentro. ¿Sobrevivencia del más apto? ¡Ah, no, si no que desgraciado del que nace periférico! Pero por otra parte ya le diré algún día cómo es un error creer que cierta selección artificial, de Estado, de los niños a quienes se trata de educar, sirva para obtener mejor producto. Es sistema que acaso dé un mejor promedio —y aun lo dudo—, pero sacrificando genialidades. La democracia educacional no enriquece la conciencia nacional de un pueblo. Hace más por ésta un pequeño grupo, una minoría de gente selecta, de gente de mayor superficialidad en el sentido en que se lo he explicado. Un gran sentido común macizo, de masa, no vale tanto como unos pocos sentidos propios.

Ya sé yo que las relaciones entre el individuo y la comunidad no son tan sencillas como de estas elementales nociones podrían parecer; ya sé que cabe un individualismo comunista o un comunismo individualista —anarquista o libertarlo; ya sé que la superficialidad y la intimidad pueden conjugarse; ya sé que hay una conciencia de fuera a dentro y otra de dentro a fuera; ya sé que… pero sé sobre todo que hoy aquí en España lo que hay que defender y predicar es la individualidad personal, es la conciencia individual. Y que sin ésta eso que se llama disciplina social es peor que nada.

Y ahora, antes de entrar a decirle algo de comunismo, individualismo, fajismo y capitalismo me permitirá que insista en cómo de la superficialidad —del individuo rico en superficie— se va a la intimidad, a la riqueza entrañada. O sea que sólo el que es rico en contradicciones es rico en consistencias. La gramática habla de conjunciones disyuntivas, que lo mismo podría llamarlas disyunciones conjuntivas. Y perdónenmelo los lectores que me piden que me haga Enciclopedia o Diccionario.

Funcionarismo

Ahora (Madrid), 13 de mayo de 1933

Os hablaba aquí el otro día de superficialidad. Pero en otro sentido que el que le daba yo entonces a este término, en el sentido vulgar y corriente de superficialidad, pocas cosas hay más superficiales que cuanto se suele decir a propósito de marxismo y de marxistas. Se acostumbra, sin más, llamar a los sedicentes socialistas marxistas, cuando muchos de ellos nada tienen de tales, y los más carecen de conciencia de marxismo y ni maldita la falta que les hace para ser socialistas y sobre todo de partido, que no siempre es serlo de doctrina. Y además, ¿qué es eso de marxismo?

Carlos Marx fue un hombre de acción política de partido, el principal autor del famoso Manifiesto, aquel de “proletarios de todos los países, ¡uníos!” y uno de los fundadores de la primera Internacional, la fundada el día mismo —día de San Miguel en 1864— en que nació el que esto escribe. Pero Carlos Marx fue también lo que se dice un sociólogo, un filósofo —hegeliano— de la historia, el formulador de la llamada interpretación económica de la historia, el autor de El Capital. Que no es un programa de partido. Marx pretendió trazar el proceso no sólo que seguía sino que habría de seguir siguiendo la evolución histórica del mundo; pretendió ser —judío al cabo— un profeta. Y profeta científico, que es más grave. Y nunca olvidaré con qué aire de unción allá, en mis mocedades, los obreros que se apuntaban en el socialismo de aquella Internacional hablaban del socialismo “científico” para distinguirlo del utópico. Y luego, al examinarlos, se encontraba uno con que eran más proudhonianos que marxistas, sin conocer ni a Marx ni a Proudhon; que estaban más cerca de los puntos de vista del autor de la Filosofía de la miseria que del autor de la Miseria de la filosofía con que el de ésta respondió al de aquélla. Hegelianos, filósofos, utopistas los dos. Y que por sus utopías viven en la memoria de las gentes.

Marx no provocó más con su obra sociológica el proceso económico histórico socialista que Copérnico, no echó a rodar los mundos. Esto es de clavo pasado. ¿La concentración de capitales? ¿La ley férrea del salario, “principio más bien”, de Lasalle? ¿La lucha de clases? ¿Todos los demás tópicos de la doctrina sociológica, no ya política, de Marx? Son ya muchos los socialistas que. como observadores e investigadores del proceso económico-social, no están conformes con tales explicaciones. Y aquí, en España, hemos oído a dirigentes de la Unión General de Trabajadores y a la vez jefes socialistas —que no es lo mismo— negar que profesen la lucha de clases. Lo cual tanto puede querer decir que no crean que la lucha de clases es la que ha traído el estado actual económico-social cuanto que estimen que no es con esa lucha, sino con la cooperación de las clases como se puede resolver el problema. Si es que éste, como los otros problemas análogos, tiene solución. Porque la historia es un problema permanente —una revolución permanente—, y en cuanto se resolviera es que había acabado.

Y a propósito de esto de la lucha de clases y cuando se habla de formar el frente proletario contra el fajismo, ocurre pensar que hay un fajismo proletario y que lo que se llama fajismo no es ni más ni menos burgués que el comunismo. Hay el capitalista, hay el empresario —colono o rentero en agricultura— y hay el bracero o jornalero. A las veces, el empresario, el cultivador, es el capitalista mismo. Suele suceder que los obreros, los labriegos, v. gr., renuncien al cultivo colectivo, persuadidos de que no saben llevarlo y de que sacarán menos provecho que el salario; prefieren jornal. Y de tal manera tratan, como es natural, de acrecentárselo, que el empresario no puede con la empresa y tiene que abandonarla. Y tras su ruina sigue la del capitalista. Y entonces es el Estado el que se hace capitalista y resurge el empresario, el intermediario, el burgués, en forma de funcionario. Funcionario de fajo o funcionario de soviet. Y los llamados asentamientos de agricultores empiezan por ser asentamientos de funcionarios, de empleados públicos, y así resurge otra burguesía, bien triste, por cierto. La lucha de clases se ha resuelto en una cooperación de clases, de trabajadores de todas clases. Porque el jornalero es trabajador de una clase y el funcionario lo es de otra. Esto empieza en el listero, en d trabajador cuyo oficio es vigilar cómo trabajan los otros.

¿Aristocracia, burguesía y proletariado? ¡Qué cómoda clasificación! Hay no pocos grados intermedios, y siempre habrá que inventar un cuarto estado y un quinto y así sucesivamente. Nada más difícil que clasificar. Y por eso aquella adición: “de todas clases” que se añadió a lo de que la república española lo es de trabajadores, dejó el concepto en el aire, permitiendo que alguien dijera que llegará a ser una república de funcionarios de todas clases, funcionarios de Estado, de fajo o de soviet.

¿Que ello es inevitable? Esto es otra cosa. Pero que no se hable de lucha de clases en el sentido de la sociología marxista. О más bien que se hable de esto, pero entendiendo que según la dialéctica determinista de la sociología de Marx la lucha de clases se resuelve en una disolución de ellas, de las clases, para que… vuelvan a resurgir en otra forma. Vuelvan a resurgir merced al funcionarismo.

Queda la lucha apolítica, la de acción directa, la que va contra el Estado, pero esta misma ¿no habría de acabar lo mismo? ¿No es que acaso el llamado progreso va en noria?

r. R. R. R. r.

Ahora (Madrid), 17 de mayo de 1933

“Reina en la masa un descontento general”, me dijo. Y yo: “¿Reina? Más bien se ha apoderado de ella, y no de la masa, sino del pueblo, que es peor, y tanto como general es genérico.” Y ya lanzado, una vez más, a buscar el alma de las cosas, de los hechos, en sus nombres, me añadí que ese descontento es un descontenido, que procede de falta de contenido espiritual interior, de sentimiento de finalidad, y que todo la demás, crisis política, crisis económica, crisis social, no son sino revestimientos de esa más honda crisis, la de un sentimiento de finalidad nacional y universal a la vez. Es una crisis de lo que alguien llamaria la cultura y yo la religiosidad, o si se quiere, la religión, pero descartando dogmas teológicos. Sin que esto quiera decir que no surjan luego de ella y se formen y deformen y reformen.

Se sufre, indudablemente, de una indisciplina social y moral y de que el poder carece de autoridad. El actual poder, de hecho, y acaso otro cualquiera. El descontento seguirá con cualquier otro gobierno mientras el espíritu popular no se unifique en una orientación espiritual. Los que se quejan, quéjanse de cosas muy concretas, muy materiales, muy que alguien llamaría objetivas; pero son otras, sin que ellos se den de ello cuenta, las que de veras les duelen. En otras épocas —como en otros países— se ha sufrido de esos mismos males temporales; pero los pueblos han encontrado consuelo para ellos, y, sin dejar de buscarles alivio, han sabido resignarse y contentarse con la resignación.

“Reina en la masa un descontento general”, me decía mi amigo. Y al oír lo de “reina”, a lo que yo opuse lo de “se ha apoderado”, pensé en que la liturgia actual proscribe todo eso de reinar, reino, rey, realeza…, sustituyéndolo con otros poderes. Y no digo autoridades. Y llevando esto del rey y el reino y la realeza del orden político temporal al orden religioso eterno, me acordé de cómo el Cristo que rehusó el que las turbas le proclamaran rey, decía que su reino no es de este mundo. Y si hoy volviera al mundo y a nuestra España y le quisieran proclamar el señor de una república cristiana, es seguro que diría: “No, mi república no es de este mundo.” Son reino y república —r. r.— dos cosas minúsculas, consideradas cultural o religiosamente, son dos supersticiones. Y dos supersticiones insustanciales, sin contenido espiritual por sí mismas. Y estas dos cosas minúsculas me trajeron a las mientes las tres grandes categorías históricas que nos han hecho esta civilización moderna, que parece que está disolviéndose para retomar a su recatado nido de antaño y tal vez regenerarse en él. Me refiero al Renacimiento, la Reforma y la Revolución: R. R. R. Por Revolución se entiende, claro está, la Revolución francesa —y americana antes y europea después—, la de 1789, la que preparó en el orden ideal Rousseau. Y con la que nada tienen que ver otras revoluciones minúsculas, de reinos o de repúblicas.

Mucho se discutió hace unos años —palabras, palabras, palabras— sobre si en nuestra España hubo o no Renacimiento; pero hoy lo que se estudie es en qué consistió el nuestro. El Renacimiento fue el redescubrimiento de la individualidad humana, lo que contribuyó a reforzar las nacionalidades, a descubrir la individualidad de éstas, a erigir los Estados frente a la Iglesia. Puso al Imperio frente al Pontificado. Y si se discutió eso, en cambio nadie apenas ha discutido si en España hubo o no Reforma, como no sea que se la considere así a la llamada Contra-Reforma o al movimiento místico.

La Reforma, la protestante, quiso ser una vuelta al cristianismo primitivo, al evangelismo. y en realidad se alzó frente al Renacimiento, pero dialécticamente ligada con él. Renacimiento y Reforma fueron dos mellizos enemigos peleándose entre sí, pero coligados contra un enemigo común. Y la Reforma, al querer volver al evangelismo —que cada siglo lo entiende y lo siente a su manera—, volvió al individualismo con su doctrina de la salvación por la mera fe y del libre examen. A la vez corroboró a los Estados frente a la Iglesia y dio vida a las lenguas vulgares, haciéndolas litúrgicas, frente al latín eclesiástico.

No es preciso detenerse en mostrar cómo la Revolución mayúscula —no sólo la de Francia—, hija del Renacimiento y de la Reforma, con sus Derechos del Hombre, conspiró a erigir la libre Individualidad. ¡Tantas veces se ha repetido esto!

Ahora los individuos humanos de carne y hueso que no tienen idea de lo que es la individualidad, ni siquiera la suya propia —aunque la sienten con más fuerza acaso que los otros—, se ponen a decirnos que ha pasado la época del individualismo, a la vez que se apodera de las masas el más extremado individualismo inconciente. Digo extremado y no extremista, que no es lo mismo, pues los más de los que se les llama extremistas, como si se tratara de cosa de ideales, no son sino extremados. Extreman su individualidad rebelde. Masas sin verdadera conciencia colectiva.

¿Qué doctrina, qué credo, qué fe creadora de credos surge de este innegable descontento general y genérico? ¿Qué quiere el pueblo descontentado y descontenido? ¿Sabe lo que quiere? ¿Quiere lo que sabe? De lo que no me cabe duda es de que busca un contento, un contenido, una fe.

Ya sé que algún cuitado, al leer esto de fe, como si le hubiese picado un tábano, recordando lo del Catecismo de que fe es creer lo que no vimos, mormojeará que lo que nos hace falta es razón. Pero razón es creer lo que vemos, y hoy los hombree y los pueblos dudamos de lo que se ve. La realidad no ofrece bastante asidero al espíritu. Y hay que crear para éste en la historia la idealidad. Podrá servir la razón para vivir en la naturaleza; pero para vivir en la historia, en el espíritu, hace falta fe; pero fe creadora de mitos y de leyendas y de consuelos, fe creadora de personalidad histórica eterna. Fe en lo que vemos, sí; pero sobre todo en lo que soñamos; la fe de nuestro Redentor nacional, Don Quijote, y la fe, más noble, de Sancho en lo que soñaba el amo que le dio vida.

El pueblo —el pueblo, no la masa— español está buscando, sin que los más de sus hijos siquiera lo vislumbren, la reforma de su religión popular, esto es, laica. Pero no por el laicismo seduzaico de los racionalistas. No sé a quién le haya consolado de haber tenido que nacer la astronomía de Copérnico, verdad científica —y no más que científica— que destruyó el error científico de que la Tierra sea el centro del Universo y el Hombre el centro de la Tierra; verdad científica que le arrancó a Leopardi aquel su último canto inmortal —inmortal, como la Muerte— a “La Retama”, a él, que cantó “la infinita vanidad del todo”. ¿Y la de la nada?

Y para ese descontento de los fatalmente descontentadizos, de los sin fe, lo mismo da un régimen que otro. Esto es, r = r.

Recursos

Ahora (Madrid), 20 de mayo de 1933

En días en que se oye repetir con ansia: “¿y qué vendrá después? porque a esto no se le ve salida”, y se oye hablar de salto en las tinieblas como si fuera mejor un desliz en el vacío, en tales días no es raro que se dirijan a uno que, con la ayuda de Dios, haga a las veces de su profeta, en el primitivo y originario sentido de la palabra, pretendiendo que responda como profeta en el otro sentido, en el pervertido y vulgar, como uno que predice el porvenir. Porque “profeta” en su sentido originario no quiso decir el que prevé lo venidero sino el que pone a la vista de todos lo que en todos ellos está oculto, lo que no se atreven a sacar a la luz o no lo conocen bien aun llevándolo dentro de sí. Y por esto cuando en días de ansiedad e incertidumbre respecto al porvenir se le pregunta a uno: “¿qué es lo que va a pasar?” la respuesta debe ser sonsacarle lo que dentro del preguntante pasa.

Sentado lo cual pasamos a comentar una frase corriente en España que representa el horror a la historia, el horror al porvenir. Esta frase es: “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. “Más vale… vale…” Es decir, un juicio de valor. El miedo a lo por conocer, el miedo a lo desconocido. Y no pocas veces el miedo a lo inconocible, el miedo al destino. ¿Qué es lo que vendrá? ¿Qué es lo que sustituirá a esto? ¿O quienes sustituirán a estos? ¿Dónde están los hombres del porvenir?

Remontémonos, lector, al llamado pecado original, a la legendaria caída de nuestros míticos primeros padres, Adán y Eva, en el Paraíso, a la tentación de la serpiente que les hízo probar del fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal. Del mal, de lo malo que les fue luego conocido. Caída de que en el orden simbólico arranca el progreso. Antes de ella y viviendo del árbol de la vida vivían vida de inocencia, es decir, de inconciencia, vivían en un presente eterno. Y claro que todo esto es símbolo. No se avinieron a lo bueno conocido y quisieron probar de lo malo por conocer. No temieron lanzarse al porvenir oscuro, a valerse por sí mismos, a ser como dioses que se dice que les dijo la serpiente tentadora.

Y ahora, esbozado así el símbolo del progreso, del proceso histórico, de la historia en cuanto movimiento, vengamos a los que se figuran que no interrumpir, sino desviar un proceso revolucionario —lo que así a las veces con sobrada lijereza se llama—, sacarlo de su curso es ir a lo terrible desconocido. ¿Sacarlo de su curso? No hay progreso posible sin regresos eventuales; no hay proceso sin retrocesos; no hay curso sin recursos. Recursos, lo que Juan Bautista Vico, el gran filósofo de la historia, llamó “ricorsi”, los inevitables, los fecundos retrocesos. ¿Pues qué, es posible acaso hacer una revolución —o lo que a los arrastrados por la corriente del destino se les antoja tal—, sin contar con la voluntad inconciente —tal vez “noluntad”— de los hombres revueltos y aun de las cosas que también tienen su voluntad? ¿Quién es el loco que pretende conocer la voluntad de un pueblo por un acto, una votación, v. gr., ejercido en ambiente de inconciencia colectiva? ¿Es que se puede forzar ni a la naturaleza ni al espíritu, ni a la tierra ni a la fe? Los que votaron lo por conocer, no contentos con lo malo conocido, volverán a votar contra el presente, malo o bueno, y en favor del porvenir desconocido. Y puede en algún caso suceder que lo por conocer sea lo por reconocer, un recurso, siquiera parcial, al pasado, un volver, un retornar si no a lo malo conocido del pasado, siquiera al pasado mal conocido. Que lo mal conocido no es precisamente lo malo conocido. ¿En lo malo conocido del pasado no habría algo mal conocido? “Sin duda —se nos dirá— como en lo malo conocido del presente.” Cabal. Tampoco al presente lo reconocemos bien. ¿Pero qué revolucionarios son esos, los de “esto no tiene salida”, que no sienten que cualquier curso revolucionario no se salva sino por recursos y que el conocimiento de un acto no viene sino después de éste? “No era lo que esperábamos” —se oye decir—. Y la verdad es que no se esperaba ninguna cosa, que se quería cambiar de postura, pero sin idea de la venidera. No había programa.

Después del acto se fue haciendo conciencia, después de él se dijo el pueblo: “¿y esto que se nos ha venido a las manos qué es? ¿qué se hace con ello?” Todo eso de las promesas que se le hicieron al pueblo es pura habladuría. El pueblo estaba descontento, sin contenido y no prestó oídos más que a su descontento. Carecía de conciencia civil. ¿Y ahora? ¿La tiene ahora? La quiere tener después del experimento. La quiere tener y la dialéctica histórica exige que el pueblo vuelva a hablar, en silencio de sufragio, ya que demasiado ha parlado el Parlamento que se atiene a un acto que pasó.

Y vuelven los cuitados a preguntar: “¿y qué saldrá de ello?” Hay que ser profeta en el verdadero y originario sentido, no en el vulgar, y decir: “salga lo que saliere”. Con actos así se va haciendo la conciencia. ¡Y qué más da!

Y está visto que sólo los pesimistas sabemos entregarnos sin reservas al torrente de la historia, que sólo los pesimistas —los tenidos por tales— sabemos no desesperar del porvenir, acaso porque no esperamos de él más que la prolongación del presente eterno, el curso, con sus recursos, de la historia.

¿Juegos de palabras? ¡Gracias a Dios! Es el lenguaje el que piensa en nosotros; es la palabra. Pensar como español es pensar en español, es hacer que el romance español, sacando sus entrañas, piense en nosotros. Y esta gimnasia verbal, esta ascética de lengua, nos ayuda a comprender cosas, de puro sabidas, olvidadas, cosas que se deja pasar cuando uno no las fija en fórmulas entrañadas. Eso que se llama revolución, por llamarla de algún modo, se ha hecho siempre tanto o más que con hechos con palabras y no hay revolución honda que haya podido llevarse a cabo sin una revolución del lenguaje. ¿Nuevo estilo? Mejor sería decir “nuevo lenguaje”. ¿Y qué nuevo lenguaje nos ha traído esto que se nos vino a las manos? ¿Qué renovación del lenguaje del otro régimen? ¿Es que las palabras ahora en curso de moda política quieren decir algo claro y preciso para los que las usan? Cuando en el curso de los años llegue la ocasión de que un futuro historiador que sea a la vez un filólogo estudie nuestra actual Constitución de la República Española se asombrará de su carácter babélico, de la fatídica imprecisión de muchos de sus términos, de sus monstruosas ambigüedades y vaguedades, y sobre todo de sus contrasentidos, y, lo que es peor, de sus numerosas faltas de sentido. Como brotada de un acto en grande parte inconciente. Ahora que para este mal caben “recursos”. Y esto lo siente el pueblo.

Enseñanza religiosa laica

Ahora (Madrid), 27 de mayo de 1933

Una vez aprobada ya la ley llamada de Confesiones y Congregaciones religiosas, hay unos que esperan y otros que temen que para 1934 sean sustituidos los frailes y monjas que actuaban en enseñanza pública por maestros y maestras, o sea el clero pedagógico de la Iglesia por el clero pedagógico del Estado. El que esto escribe ha sido y sigue siendo contrario al ya famoso artículo 26 de la Constitución, que no votó, y cuya revisión espera, así como es contrario a la última ley, que tampoco ha votado. Mas ahora no va a tratar de esto ni de exponer contrariedades, sino de discurrir un poco sobre las consecuencias que la medida antiliberal y anticultural puede traer consigo.

Habría sido, sin duda, no ya justo, sino más eficaz, que el Estado, declarado laico, organizara sus enseñanzas de tal modo, que hiciera difícil la vida de las Congregaciones religiosas dedicadas a enseñar. Lo que, claro que con tiempo, habría sido muy fácil. Porque si la enseñanza pública, la del Estado, no era buena, no era mejor la de los religiosos. En una y en otra de lo que se trataba solía ser no pocas veces de tener acorralados a los niños —para que no dieran guerra en casa, se decía— y la diferencia estaba en los corrales. Los de las Órdenes solían ser —no siempre— mejores materialmente. Pero en cuanto al espíritu no se enseñaba en estos últimos mejor ni la religión. Que apenas si se enseñaba. Como no se llame instrucción a ciertos ejercicios rutinarios y maquinales de piedad.

Durante siglos la Iglesia Católica de España ha vegetado sometida al Estado y durmiendo bajo su protección. O mejor dominio. Últimamente el maestro de escuela tenía la obligación de enseñar, mejor o peor, el Catecismo, lo que le permitía al cura descuidarlo y dedicarse a vigilar si el maestro hacía lo que él abandonaba hacer. De lo que podría yo contar no poco. El cura se preocupaba de ver si el maestro llevaba o no los niños a misa —que no le era obligatorio—, pero no de suplir sus deficiencias.

Ahora, con el nuevo régimen, parece que loa padres católicos se aprestan a crear escuelas no regidas por Congregación alguna, administradas y controladas por los padres mismos —padres seglares— y en que maestros titulados —religiosos o no— den enseñanza religiosa bajo la ley civil. Y estas escuelas se podrán llamar religiosas laicas.

¿Laicas? Desde luego. Porque laico, en cierta oposición, relativa a eclesiástico, quiere decir popular, nacional. Y en esas escuelas religiosas —católicas si se quiera— laicas podrá llegar a enseñarse, y por la enseñanza a reformarse —quiéranlo o no sus fundadores— la religión popular, nacional, española. ¿Cristiana? ¿Católica? No entremos ahora en esto. La religión popular española tiene mucho de cristiana, tiene algo de católica, pero junto a ello un arraigado y acaso desarraigable fondo pagano con su arte, su liturgia, su magia, su milagrería y su superstición. Y quien sabe si con una enseñanza inteligente, en competencia con la del Estado no ya laico —porque el Estado aún no lo es— no logrará la escuela religiosa laica depurar todo eso y sacar la limpia ganga espiritual.

La enseñanza tradicional religiosa en España, de una rutina, de un maquinismo y de una inespiritualidad fatales, culminaba en aquella famosísima expresión del Catecismo del P. Astete: “eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante: doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Era la enseñanza principalmente de la fe implícita, de la fe del carbonero. No sé de escuela en que se leyera y menos se comentara el Evangelio. Había que ir curando al niño de la posible tentación del libre examen y de la herejía. Y de toda inquietud religiosa. Que por su parte los maestros —unos y otros— no sentían. De donde resultaba una fe que no era tal. ¿Cambiará esto ahora? ¿La enseñanza religiosa de la Iglesia frente a la de un Estado que se declara sin religión logrará dar a los que en España sigan confesándose cristianos católicos una conciencia clara de su fe y hacer ésta explícita?

Por otra parte la escuela nacional, popular, laica no podrá menos que ser religiosa. Eso de la neutralidad es un disparate mayúsculo. Y otro disparate mayor pretender que el niño escoja por sí su religión o su irreligión. No se puede enseñar a hablar, a leer, a escribir, a pensar —y por lo tanto a sentir— en castellano, en lengua popular y nacional de España, sin enseñar religión popular y nacional española. La religión popular, nacional, laica de España ha informado nuestro lenguaje. Es consustancial con él. Si nuestra religión es un lenguaje para hablar con nuestro Dios, nuestro lenguaje es una religión para hablarnos. Frases, locuciones, giros, hasta irreverencias, blasfemias y herejías, sin contar los inevitables textos clásicos, están henchidos no ya de religiosidad, si no de religión. Y si se les toma a la cabeza del espíritu y no al pie de la letra nos llevan al alma del alma de esa religión. Y hay ¡claro está! un libre examen del lenguaje. ¿Que este libre examen llevaría a confusión y dispersión? El que se empeñe en hablar de un modo absolutamente individual y rebelde lleva el castigo de que no le entiendan, y el que no puede conversar no puede convivir. Pero hay un grado de individualidad, de herejía si se quiere, lingüistica que contribuye más que nada al enriquecimiento, a la re-creación del lenguaje común. Por algo Lutero y Calvino, los dos grandes heresiarcas de la Reforma, fueron dos grandes re-creadores, avivadores, de sus respectivas lenguas nacionales, el alemán y el francés. Las herejías religiosas nacionales han renovado siempre los lenguajes nacionales y con ellos la nacionalidad. Recuérdese a Juan Hus de Bohemia. Sólo que esas herejías no se traducen.

No, la reforma religiosa, así como la lingüística, no se traducen. Cada pueblo la hace en su propia religión y en su propia lengua. Y por eso cuando decimos que la enseñanza pública de la Iglesia Católica de España y la del Estado que se confiesa inconcientemente sin religión, tendrán forzosamente, a sabiendas y a queriendas o sin saberlo ni quererlo, que contribuir no ya a la re-forma sino hasta a la re-fundición —y re-fundación— de la religión popular, laica, nacional, española, no queremos decir que se haya de traducir al español tal o cual reforma extranjera y lo que es peor arcaica ya y gastada. Esa religión, ¿cómo será? No nos demos de profetas. Pero bueno será recordar lo que el gran profeta ruso Dostoyesqui decía hace sesenta años, en 1873, de que el pueblo ruso si no conocía el Evangelio ni las bases de la fe ortodoxa conocía al Cristo y le llevaba en su corazón para la eternidad. Hasta los rusos incrédulos o agnósticos, agrego yo, hasta los desesperados que no creían o creían no creer, hasta los que vivían presos de la terrible realidad científica y objetiva.

En resolución que ahora, separados Estado e Iglesia, y teniendo ambos que hacerse laicos, populares —repito que este Estado actual republicano todavía no es laico, no es popular, aunque llegará a serlo— se verán obligados a refundir, más aún que a reformar, la religión popular, laica, que llegará a ser nacional y a la vez universal, o sea católica, en el primitivo, genuino y propio sentido de este término tan desgastado y tan abusado. Y se acabará, es de esperar, el tipo de los ateos que van a misa como protesta contra el Estado sin religión.

Producir consumo

Heraldo de Aragón (Zaragoza), 28 de mayo de 1933

Conté en una de las reuniones del Comité de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones un caso ocurrido hace unos años —y en un café de aquí, de Madrid— con un hombre cultísimo, extraordinario lector, y que había viajado mucho instruyéndose. Y es que al preguntarle si escribía o hablaba en público —no era profesor— o hacía algo más que animar su tertulia de café, y al negarlo, como alguno le dijese: “¿entonces usted no produce nada?”, replicó vivamente: “produzco consumo”. Al enterarse de esta tan significativa anécdota no faltaron algunos del número de los tontos —que según la Sagrada Escritura es infinito— que exclamaran, creyendo que yo lo había inventado: “¡Bah, otra paradoja!” y alguno la llamó “humorada”, pero las más de las personas enteradas se dieron perfecta cuenta de su valor. Porque el que consume, eso que llamamos cultura por ejemplo, lo produce tanto como el que llamamos productor de ella. Y es más difícil aprender a escuchar y a leer que a hablar y a escribir. A tal punto que de los más de los escritores no saben leer lo que se nota cuando escriben sobre lo que se ha leído. Todo lo cual es de clavo pasado y que por esto se olvida de puro sabido.

La superioridad de un individuo y de un pueblo consiste más en lo que consume y en cómo lo consume que en lo que produce y en cómo lo produce. Y aún más, cómo se divierte más que en cómo trabaja. La honda cultura de un pueblo se conoce sobre todo en sus diversiones, en sus juegos.

Ha habido últimamente en el mundo civilizado —y aunque esto es noción corriente hay que repetirlo de continuo— una desproporción, un desencaje, entre la producción y el consumo. Se ha estado consumiendo para mantener una producción tiránica —el hombre esclavo de la máquina y del mecanismo industrial— en vez de producir para el consumo natural y sano. Y lo mismo en el orden intelectual. Y hasta en el de las diversiones, ¿pues no se observa ello en el cine? ¿Y en la industria literaria? ¿Es que hay tiempo ni sosiego de espíritu para leer sanamente, digiriendo lo que se lee, y paladeándolo, cuanto se escribe? Cuando mis compañeros de letras, repitiendo la famosa pregunta de Larra, de hace un siglo, si no se lee porque no se escribe o no se escribe por no se lee, se me quejan del escaso o ningún resultado que obtienen de sus producciones literarias, les digo siempre que es que no dan tiempo a los lectores a que puedan leer y que no saben enseñarles a leer. No cada lector está en disposición de dedicar cierto tiempo a aprender el dialecto individual de cada escritor, cuando éste lo tiene. Y es locura aspirar a lograr en breve tiempo popularidad.

Pero hay para el productor literario directo u original —en el sentido de originario— un daño mayor y es el del intermediario, el del que podríamos llamar vulgarizador, intérprete o traductor. Que, como en toda otra industria hay en la literatura, y en lo artístico, y en general en la de la cultura, en cuanto industria, que lo es también, además del productor y el consumidor que se aúnan y hasta confunden, pues el que produce consumo y el que consume produce —y produce consumiendo— hay además de esos dos, otro agente y es el distribuidor, el administrador, el repartidor, o sea el intermediario. Y así como los altos precios a que tiene que pagar el consumidor de géneros materiales que consume se deben a la multitud de intermediarios, de detallistas, de revendedores, que se interponen entre él y el productor, a punto de que no baja el precio de compra aunque baje el coste de producción, una cosa parecida ocurre en procesos de producción intelectual.

Es indudable, por ejemplo, que hoy en España hay un exceso de producción de periódicos, lo que hace súmamente difícil su diferenciación. Los que padecen de la enfermedad —que lo es— de tener que leer cinco o seis o más periódicos al día, se quejan de que todos vienen a decir poco más o menos lo mismo. Ni puede ser de otro modo. Para enterarse de los sucesos bastará con uno bien hecho, y en cuanto a los comentarlos y juicios ¿en qué se diferencian? Y llega esa cosa terrible a que le obliga al intermediario, al revendedor, la naturaleza misma del oficio que no vocación, sino fatalidad económica le forzó a adoptar y es la de tener que —así “tener que”— acosar al productor más o menos originario para sonsacarle algo. De cada diez juicios, sentencias, comentarios o dichos que el lector lea por ahí que se atribuyen, le puedo asegurar que la mitad son pura invención del revendedor y de los otros cinco, tres por lo menos están desfigurados. Sólo que no caigo en la tentación de rectificarlos. Dejo correr lo que se me atribuye, por contrario que sea a mi sentir, y sólo respondo de lo que firmo. Y tampoco de las traducciones o interpretaciones que se hacen de ello.

¿Y cómo defenderse cuando le llegan a uno a querer sonsacarle algo y sin pecar de grosero? Pues si uno se calla le interpretan el silencio. Y si habla ciernen lo que dice. Queda un recurso acaso y es dejar sin respuesta las preguntas y responder a lo que no se le pregunta a uno, según el socorrido método llamado Olendorf. Pero ni este sirve.

La causa principal de este lamentable hecho que está perturbando la sana correspondencia entre la producción y el consumo cultural es la triste tendencia de la masa semi-culta, del vulgo instruido, atacado de pereza mental, a clasificar a los escritores, a los publicistas, a los pensadores y a los sentidores. La terrible tendencia a querer ponerles etiquetas, a lo que llaman saber a que atenerse respecto a ellos. Ese pobre vulgo no quiere que le hagan sentir si no que le den sentido. ¡La de preguntas y consultas que recibo como si yo fuese una Enciclopedia y hasta un Diccionario!

Claro está que hay otra masa de lectores, más verdaderamente pueblo, otra masa que aunque acaso menos instruida no es vulgo, que se entrega ingenuamente a la lectura, que sabe leer aunque no siempre comprenda bien lo que lee, que sabe producir consumo. Es el público que ha comparado tantas veces a aquellos cabreros —cultísimos cabreros analfabetos— que oyeron a Don Quijote su discurso de la edad de oro y le regalaron por él, a aquellos cultísimos cabreros analfabetos que no estaban alistados en ningún partido político o social, que no se preocuparon de si el Caballero de la Triste Figura era de derecha o de izquierda, de si era burgués o proletario, individualista o colectivista, y que no acudieron luego a Sancho a que les explicara lo que había querido decir su amo. Y el que quiera saber más que lea en mi Vida de Don Quijote y Sancho lo que al respecto dije.

Quedemos, pues, en que hay que aprender a producir consumo, a escuchar, a leer, a divertirse y, por doloroso que ello en cierto sentido resulte, a prescindir todo lo posible de intermediarios, revendedores, detallistas, intérpretes y traductores.

Prestigio

Ahora (Madrid), 31 de mayo de 1933

En el Diccionario manual e ilustrado de la Lengua Española que en el año 1927 publicó la Real Academia Española —perdón, en el ex-año y la ex-Real— se define así el prestigio: “Prestigio, m. Fascinación que se atribuye a la magia o es causada por medio de un sortilegio. || Engaño, ilusión o apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan al pueblo || Ascendiente, influencia, autoridad.” Las dos primeras acepciones son las originarias, las hereditarias, las latinas; “praestigiae” en latín eran ilusiones, figuras fantásticas como las que fingen las nubes; “praestigium” era chartatanismo, impostura. ¿Cómo es que ha prevalecido, sobre todo en la jerga política, la última acepción, la bastarda? ¿Es acaso porque la autoridad no es en los más de los casos más que engaño, ilusión y apariencia y sus apoderados prestigiadores si es que no prestidigitadores?

¡Política de prestigio! Cuando oímos esto viénesenos a las mientes una frase muy en boga cuando era un mozo el que esto os dice, y era: “¿Qué dirán a esto las naciones extranjeras?” Unas veces como reproche y otras como gallardía, pues aún se recordaba la autoridad —¿engaño?— que en Europa adquirió nuestra Constitución de 1812 —que hasta fue copiada— cuando corrió a toda ella nuestra palabra “liberalismo”. Que aquí, en España, tuvo origen. Autoridad que no creemos llegue a alcanzar la actual Constitución y eso que se elaboraba y amasaba bajo el prestigio del: “¿qué dirán las naciones extranjeras?”

Claro está que el fervor renovador o revolucionario cuando trata de prestigiar una medida de gobierno y presentarla en todo su valor al examen de las naciones extranjeras se encuentra a menudo con las malas artes del sabio Frestón. Del que dijo Don Quijote después que le miraron el aposento de sus libros, previo escrutinio de ellos: “… es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, por que sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece y le tengo de vencer, sin que él no pueda estorbar y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede…” Y en nuestro caso —aunque poco quijotesco— no se trata de un solo Frestón, si no de toda una legión de Frestones. Que son los consabidos elementos extraños, esas aves negras que anidan en la noche del gobierno y que no cesan de urdir y tramar confabulaciones e intrigas. Que suelen ser otros tantos prestigios, no pocas veces nebulosos. Es decir, figuras de nubes que dependen del viento que corra.

Y por otra parte un estadista que se respete no puede adoptar una actitud que merezca el aplauso de su Frestón, de su enemigo, porque se desprestigiaría. Don Quijote lo haría, pero Don Quijote no es político. Don Quijote cree en aquello que dice: “Del enemigo el consejo”, pero un gobernante de prestigio, genial, no puede admitir consejos de nadie, y menos que de nadie, del enemigo. Y Frestón que lo sabe se conduce diabólicamente. ¿Cómo? Ya lo explicaremos otra vez.

Ahora que acude a nuestra España legión de corresponsales extranjeros, visitantes, turistas y curiosos, entre los cuales no suele faltar algún Frestón con su ojeriza, con frecuencia se encuentra uno de parte de ellos con preguntaa a las que no se sabe cómo responder adecuadamente. ¿Es tan difícil traducírselas? Y no nos referimos a la traducción literal, lingüística, si no a la otra, a la más honda. El caso de que venga a enterarse de nuestras cosas un publicista extranjero que no sepa español —y no es raro el caso— es ciertamente lamentable, pero aun cuando lo sepa suele ocurrir que hay que traducirle a categorías políticas, sociales, culturales de su pais y esto no es fácil. ¿Es que son traducibles, por ejemplo, las etiquetas de los partidos políticos? Y aun sonando casi igual.

Y esto me trae como de la mano en esta divagación sobre el prestigio al caso de quien para prestigiar a su patria, o mejor, para prestigiarse a sí mismo —para engañarse— escribe en su propia lengua para ser traducido, en vista de la traducción. ¡Qué tristes efectos produce ello! ¡Qué triste cosa la que podríamos llamar literatura internacional! Pues lo internacional no es precisamente lo universal. No ya lo nacional, si no lo regional, y aun lo local se eleva a universal sin pasar por internacionalidad. Y en rigor nada hay más universal que lo más profundamente individual. Tal, por ejemplo, en su orden, el Kempis. Y cabe decir, en otro respecto, que mal se extiende a universalidad un autor o una obra cuando no ha llenado antes su propia patria, la de su lengua, desbordando de ella. Sin que valgan los casos en que un autor y su obra vuelvan a su patria prestigiados en el extranjero. Y cuenta que caben traducciones hasta en música y en pintura.

Producir para ser traducido, sacrificando a ello, a la anhelada traducción, lo más íntimo, lo intraductible acaso, he aquí algo que da prestigio, sí, pero en el sentido originario y primitivo de este vocablo. Da prestigio, pero no autoridad, sino engaño de autoridad. Y esto tanto más que en el arte y en la literatura, en la política. En la política de prestigio.

¡La de movimientos políticos y sociales que se trata de traducir ahora al español, acaso para que luego los retraduzcan, los viertan a sus orígenes! Y se queden en un lenguaje internacional —no universal— llámesele de derecha o de izquierda o de centro. Cuestión de prestigiar y de prestigiarse, de engañar y de engañarse.

Mas después de todo ¿ no será la obra de la historia —de la cultura si queréis— crear un prestigio, un engaño, que nos permita alimentarnos de ilusiones y de apariencias y embobar y embaucar con ellas al pueblo según la definición de la en 1927 Real Academia Española? Seis años han pasado desde entonces y el prefijo ex- ha borrado a los ojos de los cuitados no pocas cosas. ¿Y si desde entonces, desde 1927, el prestigio no se habrá convertido en ex-prestigio? ¿En ex-engaño, en desengaño? Y puestos a hurgar en estos agoreros juegos de palabras, ¿no será el desengaño un desprestigio?

¿Desprestigio de qué? ¿Del régimen? Y cuenta que esta denominación de régimen (r.) es común a república (r.) y a reino (r.) que el régimen puede ser republicano o monárquico y aun mixto o mestizo. Y que a los llamados gubernamentales se les podría llamar regimentales. Pequeñeces, en fin, para enfervorizar a los sencillos. Mientras llega lo inevitable, en todos los tiempos, países y regímenes, revisión, el inevitable “recurso”. El llamado progreso va en espiral.

¡Cuántas veces lo he dicho ya y lo vengo repitiendo, que el mundo, que el pueblo quiere ser engañado, quiere ser prestigiado, quiere ser embobado y embaucado! Y que hay que aprender a mirar a la verdad cara a cara.

Mas ¡basta otra vez!

La clase y el fajo. Matizaciones

Ahora (Madrid), 6 de junio de 1933

—Sabe usted —me dijo uno que se empeña, no sé por qué, en decirse mi discípulo— todo el mal presente de España en el orden político viene de la falta de matización. No se matiza; todo es claroscuro violento, contrastes, como dijo usted estudiando el casticismo. Apenas hay más que extremistas…

—Extremosos, que no es lo mismo —le interrumpí.

—Bueno, extremosos o extremados. Y hay que aumentar los grupos, los matices…

—¿Y no traerá eso mayor confusión? —le dije.

—Confusión, efusión, infusión, difusión… —mormojeó, y luego en voz alta—: Hay que confundir, como dice aquel personaje de su novela de usted Niebla.

—Y usted, personaje mío —le repliqué—, confunde, y otros muchos con usted, lo que me oye. Pero vengamos al caso de la matización política; ¿qué es ello?

—Pues es —dijo— que entre un amigo mío y yo nos hemos repartido el trabajo de formar dos nuevos partidos legitimistas dinásticos…

—¿Monárquicos? —le pregunté.

—O monarquizantes o como usted quiera —me contestó—, pues no entiendo de eso.

—Ni los otros —le dije.

—Mi amigo se pronunciará por los herederos de los Infantes de la Cerda, si los hay y sean quienes fueren, y yo por los de don Amadeo de Saboya. Dos tradiciones, sabe usted, la una de hace siete siglos, me parece, y la otra de hace sesenta años. Hay que matizar la oposición al régimen. Espero que cerdistas y amadeístas consigamos suavizar asperezas extremosas. Y ante todo cerrar el paso a la demagogia.

—Novísimo estilo —le dije—. Pero ya verá usted cómo se echan a buscar, los unos y los otros, lo que hay detrás de ustedes. O dentro más bien.

—¿Dentro? ¡Nada! —mormojeó, y luego en voz alta—: Pero usted, maestro, qué es lo que cree que va a venir?

—¿Qué? Pues que al fin el instinto colectivo de conservación, la necesidad vital de dar una tregua a esta guerra civil agotadora, aunque para volver luego a ella ¡claro!, hará que el pueblo, rendido, se someta a eso que llaman por ahí nacionalismo, a un régimen en que una exigua minoría se haga casi totalidad, o un régimen totalitario, de Estado antiliberal, que acabe con lo que se llama clasismo, que uniforme a todos y a todos imponga una vida de privaciones materiales, intelectuales y hasta morales. O de otro modo, a un caciquismo, que es acaso todavía el régimen genuinamente español.

—Pero ¿y quién? —me preguntó fingiendo alarma.

—¿Quién? —le contesté—. Cualquiera, un nadie, un desconocido e inconocible. ¿Quién? Cualquier zascandil, cualquier badulaque, cualquier botarate fotogénico y con facultades histriónicas. Ya se encargará luego el pueblo rendido y encantado de reconocerle genio para que una generación futura se lo regatee y aun niegue y luego otra se lo vuelva a reconocer y así de seguida. ¿Quién? ¿Qué importa eso? “El mundo quiere ser engañado”, me ha oído usted repetir esta vieja sentencia latina. Pues bien; el pueblo quiere ser sometido y renuncia a la libertad para ganar seguridad y sosiego.

—Pero es el fascismo, o fajismo, como usted acostumbra decir…

—¿Y qué mas da el mote? ¿Es que hay hoy aquí mayores fajistas que esos denunciadores del fajo? ¿Esos a quienes otros llaman clasistas? Clasismo y fajismo son la misma cosa.

—¿Pero le parece a usted bien eso? —me preguntó.

—¡Ya salió aquello! —estrumpí malhumorado—. Cada vez que emito un juicio o siquiera un supuesto histórico se empeñan en que hago un juicio valorativo. A mí, liberal ante todo, puede parecerme eso mejor o peor; mas mi parecer no tiene que ver con mis pronósticos. No será usted de los que creen que se evita el estallido de una caldera rompiendo el manómetro, o de una tormenta rompiendo los barómetros. Y si me pareciese mal eso que preveo, ¿qué?

—Sí —acotó—, usted se atendrá a lo de que no hay mal que por bien no venga…

—Como no hay —le repliqué— bien que por mal no venga…

—¡Siempre la dialéctica! —mormojeó.

Y yo, en voz alta:

—Y lo que ustedes, los cuitados, llaman el pesimismo, y que es apechugar con la verdad por terrible que sea. “La verdad os hará libres”, dice la Escritura cristiana, y la verdad nos hace libres de esta vida.

—¿Hay otra? —me preguntó al oído.

—Dejemos eso —le contesté dándole un codazo—. Esta guerra civil para renovarse necesita de una tregua; a esta sístole, a esta contracción, tiene que suceder una diástole, una distracción.

—¿Distracción llama usted —me dijo— a ese régimen caciquil o fajista?

—Distracción en un respecto, contracción en otro. Pero créame que lo más probable es que vayamos a ello. A que conspiran los que más dicen oponerse a su venida. La lucha de clases acaba ahí. Y ahora puede usted dedicarse a formular el programa, bien matizado, del partido amadeísta y su amigo el del partido cerdista. ¡Y la de apuntados que tendrá el cerdismo! Y prepárense a que los otros, los clasistas, les llamen fascistas…

—¡Pero si esos majaderos no saben lo que es el fascio! —exclamó.

—No, ni ustedes tampoco —le repliqué—. Pero como ellos y ustedes, y clasistas y cerdistas y todos sienten la necesidad de unidad, de sosiego, de reposo y de sumisión, así, de sumisión, acabarán por someterse al grupo que represente cualquier zascandil, badulaque, botarate fotogénico con facultades histriónicas. Y si no aparece, lo inventarán entre todos.

—¿Y usted? —me preguntó.

—¿Yo? —le dije—. Yo me quedaré contemplando la historia y esperando… a la esperanza. Y con el temor de tener que morirme de risa, que es la peor muerte.

—Pero ¿cómo evitarlo? —murmuró.

—¿Cómo? —le dije encogiéndome de hombros—. Eso a ustedes, los actores y accionistas (republicanos, populares y ciudadanos) desde los cavernícolas a los tabernícolas pasando por el medio, accionarios o accionistas y reaccionarios o reaccionistas, a ustedes…

—Pero en principio… —insistió.

—En principio (en el principio era el verbo) todo está bien hasta el cerdismo, pero a la postre… A la postre me temo que acabaréis postrándoos todos a los pies del desconocido botarate fotogénico, todos, tradicionalistas y revolucioneros, los de la L. E. F. y los de la D. P. R. y los de la P. S. T. (¡pst!) y los de la R. I. P. y los de la Q. Q. y los de todas las demás monsergas iniciales…

—¡Es la vida! —sentenció bajando la cabeza.

Le di de espalda. Y allí sigue acechándome y enturbiándome con su mirada el porvenir, para hundirme aún más en zozobra malencónica.

Los hombres de cada día

Ahora (Madrid), 9 de junio de 1933

Poquito a poco y callandito va haciéndose su vida —su vidita— de cada día este hombrecito de cada día, cotidiano, diario. No el llamado hombre del día —¡soberano engaño!— sino el verdadero hombre del verdadero día, del día eterno. Pues toda su vida es un sólo día y acaba por vivir la eternidad toda en ese sólo día que es su vida. El suceso del día, de cada día, es para él el hecho de siempre. Pero el suceso cotidiano, el que se repite, el de ayer y el de mañana. Su ayer es un mañana; su mañana es un ayer. “Es” y no “fue” en un caso; “es” y no “será” en el otro. ¿Es que hace tiempo para matarlo? Y para resucitarlo. El hombre de cada día está naciendo diariamente. Y cada mañana, al despertarse, y cada noche, al ir a dormirse, reza: “¡La vida nuestra de cada día dánosla hoy, Señor!”. Para él todos los días son domingos. No conoce el profundo amargo sentimiento que le reveló a Leopardi aquel su hermosísimo canto “El sábado en la aldea”. El hombre de cada día en la aldea, en el campo, o en la ciudad, en la calle, mira a las estrellas sin desesperación ni esperanza. Vive mirándolas. Y le ven las estrellas de cada noche.

Este hombre de cada día, cotidiano, no va a mítines —o “metingnes”— de ninguna clase y menos a oír a energúmenos, o poseídos, a extremosos de extremos o de medios. Ni a los otros. Quiere, por instinto, conservar la sanidad de su juicio cotidiano. ¿Es que es neutral? ¿Es que pertenece a la masa neutral? ¿Neutral, es decir, ni de uno ni de otro? No; más bien, en el fondo, y sin saberlo él mismo, “alterutral”, de uno y de otro. Está conforme con todos mientras no le rompan su día, y mientras de noche le dejen mirar a las estrellas. O a la luna.

¿Y para qué va a oír a esos mítines o metingnes? ¿Por curiosidad? Columbra, más bien husmea, que esa curiosidad puede pagarse muy cara, acaso con la vida. Y si luchan en él la curiosidad y el miedo vence éste. ¿Quién le mete a uno en apreturas y en líos? Hay que huir de aglomeraciones.

¿Que este hombre de cada día es un pobre hombre, es un tonto, dicho en redondo? No, no es un tonto. Será un pobre hombre, un pobre en espíritu, como aquellos a quienes en el arranque de su Sermón de la Montaña prometió el Cristo el reino de los cielos, o sea el día eterno, pero no es un tonto. Porque el tonto, si pobre en espíritu es rico en malicia. Еl tonto es receloso y por recelo se mete en todos los fregados. Va a ver si le conocen, si le descubren.

¿Hay una tontería inconciente? Acaso, pero entonces es algo patológico que merece otro nombre. Pero hay la tontería conciente, suspicaz, recelosa. Y ésta, tontería nativa, cuando se encona llega a ser una enfermedad peligrosa para los prójimos. ¿Es que el tonto se convence por sí de que lo es? Ah, no, pues entonces deja en cierto modo de serlo.

Cuenta Oliver Wendell Holmes en El autócrata de la mesa redonda —¿pero cuándo se traducirá esto al español?— de un pobre hombre a quien todo le salía mal y se desesperaba por ello hasta que un buen día cayó en la cuenta de que era porque andaba muy escaso de entendimiento y aquel día sintió un soberano alivio, un gran gozo de liberación al comprender que no era la culpa de él sino de Dios que no le dotó de más inteligencia. Descargó su responsabilidad y pudo, aunque en otro sentido —y esto añado yo a lo de Holmes—, lo de Don Juan Tenorio: “de mis pasos en la tierra responda el cielo y no yo!”

Pero este tonto resignado, que se descubre tal, no es propiamente un tonto aunque acaso algo más trágico. Suele ser a las veces el “desesperado”, esta denominación tan española y que ha pasado a otras lenguas. Mas hay otro desesperado, más enconoso y más peligroso y es no el que se descubre a sí mismo que carece de entendimiento y aún de sentido, sino el que descubre que los demás no le descubren entendimiento ni sentido algunos, que los demás le tienen por deficiente mental. Lo que produce eso que los psicoanalistas llaman ahora un complejo de inferioridad.

¡Y qué papel está jugando hoy este complejo en nuestra España! No sé si será verdad o no lo que un eminente psiquiatra español, hace años fallecido, me decía y es que en España se dan entre los anormales en mayor proporción que en otras parte el onanismo, la envidia y la manía persecutoria. Tres formas de una misma enfermedad. Que en tiempos medievales se llamaba también acedía.

No, el hombre de cada día, el sencillo hombre de cada día, no suele ser ni onanista ni envidioso ni se cree perseguido. Y no espero, ¡claro está!, que él me lo confirme. Porque ni el hombre de cada día me va a leer —¿para qué?— ni yo escribo para que él me lea. El hombre de cada día no lee nuestras cosas y hace bien. ¿Qué le vamos a decir que le importe y que no lo sepa? Y no es que no le importe nada, no. Si acaso alguna vez se detiene a oírnos es a oírnos hablar y no a oírnos decir algo. Le atrae el ritmo del lenguaje, acaso el timbre de la voz. El hombre de cada día, sobre todo en el campo, es el cabrero de Don Quijote. Y estos cabreros que oyen al Caballero al azar de los caminos, al aire libre, sin reclamo previo, sin licencia del alcalde, no se congregan en mitin como no estén tocados de esas terribles enfermedades. Que se encumbran en resentimiento.

Los hombres del día empiezan a sacar de su quicio eterno —eterno más bien que tradicional— a los hombres de cada día. Les están enfusando el terrible y fatídico morbo —un verdadero muermo— en que tanto y tan amargamente hurgó Quevedo.

Y ahora voy a releer el Diario de un escritor del profeta Dostoyeusqui.

Dostoyeusqui, sobre la lengua

Ahora (Madrid), 16 de junio de 1933

¡Hoy viernes, día 9, gracias a Dios! Gracias a Dios que con esto de la crisis de Gobierno y acaso de Parlamento, se limpia uno de ciertos malsanos escozores y rompiendo cuartillas ya escritas en que aparecen efectos del sarpullido, se cuida de volver, sin esperar a que la crisis se resuelva —abriendo otra— a regiones más serenas. Terminaba mi anterior Comentario, el de “Los hombres de cada día”, diciéndoos, lectores, que iba a releer el Diario de un escritor, del profeta Dostoyeusqui. Y así lo hice. Y ahora en vez de comentar pasajes de ese Diario que me llevarían a derrames de malhumorada amargura, quiero detenerme en uno en que hablaba de la lengua, de la lengua rusa descuidada y estropeada por los rusos —sobre todo aristócratas—, turistas en el extranjero, empeñados en hablar una jerga afrancesada, que no francés. Lo que dice en ese pasaje Dostoyeusqui no es muy original en cuanto a concepto, pero lo es en cuanto a expresión, y la ver-dadera originalidad no estriba en el concepto, sino en la expresión. No se crean ideas, sino expresiones. Y vengamos al pasaje que, desgraciadamente, he de traducirlo de una traducción francesa, pues no sé ruso.

“La lengua es, sin duda, la forma, el cuerpo, la envoltura del pensamiento —inútil explicar por el momento lo que es el pensamiento.” Así escribía el profeta ruso, y yo digo que la lengua no es la forma, el cuerpo o la envoltura del pensamiento, sino que es el pensamiento mismo. No es que se piense con palabras —u otros signos, como los pictóricos y los plásticos—, sino que se piensa palabras. Cuando Descartes se dijo aquello de: “Je pense donc je suis” —y como se lo dijo a sí mismo en francés, antes de traducirlo al latín, en francés lo cito—, debió añadir, o… “je suis je” o mejor “moi”, o “je suis pensée”. Pienso luego soy yo o luego soy pensamiento. Es decir, lenguaje, palabra.

“La lengua —prosigue Dostoyeusqui— es dicho de otro modo, la palabra última y definitiva del desarrollo orgánico. De donde resulta claro que cuanto más rica sea esa materia, lo mismo que las formas de pensamientos escogidas para expresarla, seré más dichoso en la vida, responsable para conmigo mismo y para con los otros, comprensible para mí mismo y para los demás y seré más dueño y más vencedor, diré también más pronto lo que tenga que decir y comprenderé más hondamente lo que he querido decir; seré más fuerte y más tranquilo de espíritu, y, naturalmente, seré más inteligente.”

Esto no tiene desperdicio. Y se siente que era la lengua misma rusa —que es, como toda lengua viva, una religión—, la que en Dostoyeusqui decía, esto es, pensaba así.

Y prosigue: “El hombre, aunque pueda pensar con la rapidez del relámpago, no piensa, sin embargo, jamás, con tanta rapidez como habla. ¿Por qué? Porque se ve obligado a pensar en una cierta lengua. Y de hecho podemos no tener conciencia de pensar en una lengua cualquiera, pero no dejar de ser así, y si no pensamos con palabras, es decir, pronunciándolas mentalmente, pensamos, en todo caso, por la fuerza elemental de esa lengua en que hemos escogido pensar, si cabe expresarse así.”

¡Cuánta doctrina en este sencillo pasaje! Los más hablan más de prisa que piensan, sin ir cobrando conciencia de las palabras. Cuando hace unos días un orador en las Cortes distinguía entre su intención y su expresión al hablar, recordé una cosa que acostumbro a repetir cuando alguien me dice: “verá usted lo que quiero decir” y es: “no me importa tanto lo que usted quiere decir como lo que uno dice sin querer”. Y no pocas veces lo que uno dice sin querer es lo que la lengua, arca de la tradición nacional, quiere que diga.

¡Arca de la tradición nacional! Aquí está la base. La lengua encierra toda la tradición de un pueblo, incluso las contradicciones de esa tradición, toda su religión y toda su mitología. Y no es posible enseñarle a un niño a que cobre conciencia de la lengua en que piensan sus padres y piensan sus compañeros sin que cobre conciencia de esa tradición, de esa religión, de esa mitología. No se puede enseñar a la juventud a que piense en su lengua nacional, en su lengua patria, en la lengua que le hace el pensamiento, sin guiarla a que haga juicios de valor sobre la tradición en esa lengua expresada.

En la escuela primaria lo que hay que enseñar es ante todo a leer, a escribir y a contar, y lo demás de añadidura. O mejor lo demás se aprende leyendo y oyendo leer. Un buen maestro es ante todo un buen lector. Leer es esforzarse en adquirir conciencia de lo que se dice.

La lengua nacional, la lengua patria, la lengua popular, esto es: laica —hay que repetir a cada paso que laico no quiere decir sino popular—, es la sustancia de la tradición popular, de la religión popular.

Hay, sin embargo, una expresión de Dostoyeusqui a la que hay que oponer reparo y es cuando habla de “esa lengua en que hemos escogido pensar, si cabe expresarse así”. No, el niño —ni el grande— no ha escogido pensar en la lengua en que piense, como no ha escogido patria. Ni es más que un desatino pretender que hasta que el niño no puede escoger la lengua en que ha de pensar, no se deba darle juicios valorativos sobre la lengua en que, por herencia y ámbito, piensa. Si el niño, por ejemplo, oye el nombre de Dios, el de Cristo, el de su Madre, aunque sea en blasfemias, es locura pretender escamotear el valor de esos nombres. La llamada neutralidad en estos casos no es más que un caso de estupidez. Y de la peor estupidez, que es la estupidez laicista, teniendo en cuenta que laicista no es laica, sino todo lo contrario.

Más adelante el niño aprende una cierta jerga científica —a las veces pseudo-científica—, la de los libros de texto, y aquí entra para el maestro otra tarea. ¿Se piensa en esa jerga? Indudablemente, pero muy de otro modo que en la lengua popular, tradicional, vital. En la lengua tradicional, con su tesoro religioso y mitológico, se piensa con las entrañas, entrañadamente, se piensa y se siente, pero… ¿en la otra? ¿Hay acaso quien crea que esas teorías de economía política en fórmulas que se dice científicas —¡y cómo redondean la boca al pronunciar este epíteto los políticos económicos y sociológicos!— cabe pensarlas como se piensa las ingenuas relaciones mitológicas que se recibieron, después de la leche de los pechos, de las palabras de la boca de nuestra madre?

La lengua es la tradición viva, popular, laica, y hay que santificar sus nombres, sus palabras. Y lo otro es estupidez “populista” acaso —pase el vocablo—, pero antipopular.

La lengua de fuego se pone en la tierra

Ahora (Madrid), 20 de junio de 1933

Huir de la Capital del Estado, de la gran Ciudad urbana, de la ex Corte de España y, sobre todo, de su Cámara —con sus camarillas—, reñidero de partidos y facciones; huir de sus pasillos tragicómicos. Partidos que se agitan fuera de los cuidados de los pueblos de la nación. Uno se llama agrario; agrario y no campesino. Alguna vez hemos oído allí hablar del agro. Culteranismo puro. ¡El campo! ¡La tierra! ¡La tierra de pan llevar! Y huir de la ex Corte y, sobre todo, de su Cámara, para refugiarse en la vieja ciudad campesina, aldeana, noblemente aldeana, con sus torres del color dorado del trigo, trigueña, ceñida de eras donde huele a tamo en época del cernimiento —crisis— de las parvas.

En el camino de la huida, rodeado de verdura, bastidores del campo, cerrando el horizonte montañas sosegadas que dicen paz. Llegó el atardecer; iba a ponerse el sol. De una nube negra bajaba, y al verlo mi nietecito exclamó: “Mira: esa nube saca la lengua.” Una lengua que parecía ensangrentada. ¿Habría, acaso, lamido sangre? ¿Iba, acaso, a lamerla? Era lengua de sangre y de fuego, de sangre de fuego y de fuego de sangre. Quema la sangre y sangra el fuego.

Y huyendo de luchas —de luchas inciviles—, ir tal vez a caer en campo de otras luchas más inciviles aún. ¿Lucha de clases? De clases no, sino de profesiones, de cábilas, de cantones, de clientelas. ¿Clasismo? Clasismo no, sino cantonalismo. Otro cantonalismo que aquel de 1873, pero tan destructor. Por una parte, la vieja lucha entre Caín, el labrador, y Abel, el ganadero; pero por otra parte, la lucha entre labradores y labriegos, colonos y jornaleros, entre pequeños de España. ¿Qué es eso de la grandeza? ¿Qué es eso del señorío de los grandes? La lucha no está ya ahí, sino entre sembradores y segadores. El que ara, el que siembra, ama la tierra; el que sólo siega la mies, y por jornal, la aborrece. No quiere tierra; ¿para qué?; quiere jornal. Y por muy dentro de su ánimo, quiere arruinar al labrador. Es el resentimiento del siervo.

Cuando alguna vez se les ha dicho: “¡Entrad en la finca, segad la mies y lleváosla!”, no lo han querido. Saben muy bien que no podrían sacarle el valor del jornal que no les puede dar el labrador. ¿Qué saben ellos de vender y de comprar? Los pobres labriegos saben llevar a cabo las operaciones mecánicas, arar como los bueyes o las mulas; pero qué es lo que conviene cultivar, cuándo, dónde y cómo se adquieren las primeras materias, y cuándo, dónde y cómo se vende el producto, de esto apenas saben nada. Y viven bajo una tradición engañosa de una engañosa riqueza de la tierra. Imagínanse que son injusticias de economía política lo que son fatalidades de economía natural. A las veces protestan contra el hecho de que se deje inculto lo que en rigor es incultivable. Y que si se empeña alguien en cultivarlo sólo logrará depreciar el valor medio de todo lo demás.

Y luego se habla —se habla— de reparto. Se les habla de él. Pero, ¿es que saben lo que quieren repartirse? ¿Es la tierra? ¿Es su producto, sin tener que producirlo ellos mismos? El bueno de Joaquín Costa, espíritu hondamente tradicionalista, estudió el colectivismo agrario de la antigua España. Pero, ¿es que ellos se sienten colectivistas? ¿Cómo y por qué acabaron las tierras comunales ? ¿No fueron acaso los pueblos mismos, reacios a formarse en comunidades, los que acabaron con ellas? ¿No se las repartieron entre los vecinos y luego cada uno vendió en cuanto pudo su porción? Muchos de esos ya hoy míticos latifundios, ¿se constituyeron por donaciones regias o por abandono de las comunidades populares? Se repite lo de Plinio de que los latifundios perdieron a Italia; pero habría que ver si le perdieron los latifundios o si éstos no fueron una consecuencia de una perdición que obedeció a otras causas. Porque las nociones de causa y de efecto, en el sentido mecánico, en la concepción materialista de la historia, son extremadamente falaces. Y Dios sabe si hoy no vamos acercándonos en esto de la economía rural, como en otras cosas, a una nueva Edad Media. Y luego lo que llamó Marx el ejército de reserva del proletariado, que le hay en el campesino, y tantas rosas más.

¿Revolución? Sin duda; pero no la que creen estar haciendo los políticos, sino la que se hace ella sola y sufren los pueblos. No la que creen dirigir desde la Cámara de la ex Corte los técnicos de la revolución, pedantes de socialismo —o lo que sea— agrario los más de ellos, que sin estadísticas, sin informaciones, persiguen quimeras. ¿Hay, por ejemplo, nada más disparatado que confiscar tierras de la llamada grandeza sin tener un concepto justo y claro de lo que la grandeza sea? “¡Es la revolución!”, dicen. Sí; también fue —dicen— la revolución aquello de la quema de las iglesias y los conventos. Y así se está quemando a España, como si las cenizas pudiesen servir luego de abono. Es una economía, sin duda.

Y recordaba al ver ponerse el sol, lengua de fuego, sobre esta tierra sufrida de Castilla los años en que recorríamos estos campos predicando la revolución agraria y creyendo despertar el sentimiento de colectividad, de comunidad. Y ahora sentimos que lo que se despierta es el sentimiento de cantonalismo, de anarquismo. Y recordaba aquella campaña cuando desapareció un municipio entero, cuando las vacas y las ovejas se comieron a los hombres —según la ya típica expresión—, para venir ahora a comprender que cuando no son las reses las que echan, las que obligan a emigrar a los hombres —Abel, el pastor, arroja a Caín el labrador—, son los hombres los que se devoran los unos a los otros. Y a esto, a que los hombres se devoren los unos a los otros, es a lo que llamamos revolución.

La lengua de fuego se puso en la tierra castellana.

Séneca en Mérida

Ahora (Madrid), 22 de junio de 1933

“¡Ay, ay, huideros, Póstumo, Póstumo, se escurren los años!”, cantó Horacio, y Lucano3 cantó: “¡Hasta las ruinas perecerán!” Pero es al contemplar las ruinas, en que muerden los siglos, cuando se nos antoja que los años, lejos de huir escurriéndose, quédanse y se fijan, pues nada como una ruina robusta da la sensación de permanencia. En ella suele abrigarse vida al seguro. En las pingorotas de los grandes raigones que del antiguo acueducto de Mérida —Emérita Augusta— quedan anidan cigüeñas, que vuelven cada año. Las mismas de hace siglos. Que si el pueblo campesino cree inmortales a los vencejos, ¿por qué no las cigüeñas? Sus cuerpos perecerán acaso, pero sus ánimas son las mismas, benditas, de las cigüeñas del Imperio Romano y del Visigótico y del Arábigo. Y las ánimas de las ruinas tampoco perecen, sobre todo cuando lo son de construcciones construidas, como las romanas, a durar para siempre mientras dure historia. Para las cigüeñas de Mérida que avizoran en redondo el campo, ¿qué es lo que ha cambiado en España? Hay en torno a Mérida, en campos ibéricos, luchas como las que arrastraron la ruina de la civilización cesárea pagana, la de Séneca el cordobés. ¿Ruina? En ella siguen anidando nuestros espíritus civiles; de ella, de esa ruina, se hizo nuestro derecho.

Más triste que las ruinas en sus asientos nativos, en sus solares, es el museo en que se hacinan sus cachos ornamentales. En el Museo —cementerio arqueológico— de Mérida nos cabe soñar lo que hubo de haber sido Emérita Augusta. Hay ánima en las estatuas truncas. Al mirar aquella testuz de robusto toro romano soñaban en el escueto y enjuto bisonte ibérico de Altamira. Que no hay para soñar como las ruinas. ¡Qué de ruinas, de ensueños, no se fragua uno al mirar, cara al cielo, ruinas de nubes! Museo viene de musa y dice poesía, creación. Poesía de las ruinas que crean y re-crean, que se crean y se re-crean, se rehacen.

El teatro de Mérida, a cielo abierto de España. Ha sido desenterrado —¡tanta tradición hispano-romana por desenterrar!— gracias, sobre todo, al benemérito Mélida, y hoy, al sol, nos habla de un secular pasado de grandeza. Todo lo que se hizo a durar para siempre vuelve a ser restaurado, de una o de otra manera; sólo perecen las ruinas que se construyeron como tales, a queriendas o sin quererlo. Decíame una vez un campesino señalando a una vieja pequeña ciudad que columbrábamos a lo lejos —sus torres cortaban el horizonte—: “¿qué quiere usted esperar de una ciudad así, perdida en medio del campo?”, y como yo le acotara: “¡y tan llena de ruinas!”, agregó: “desde que las construyen.” Y éstas son las que perecen en seguida, mordidas por recursos y revisiones de breves años, si es que no, a lo mejor, de breves meses. Sobre lo que se hace a la romana, para durar en la historia, sin prisas, resbalan huideros los años. Mas en las ruinas de nacimiento ni anidan cigüeñas ni respiran ánimas.

En ese teatro romano de Mérida desenterrado al sol, se ha representado la tragedia Medea del cordobés Lucio Aneo Séneca. La desenterré de su latín barroco para ponerla, sin cortes ni glosas, en prosa de paladino romance castellano, lo que ha sido también restaurar ruinas. De las del latín imperial cesáreo surgieron los romances, las lenguas neo-latinas, en que anidaron espíritus cristianizados, mas sin perder su paganía, su aldeanería. El alma popular, laica, dio nueva vida, revivió al paganismo al cristianizarlo y arrancarlo de augures, pontífices y vestales. Los bárbaros restauraron el paganismo al cristianizarlo. Y así es como las ruinas del latín, del latín cesáreo virgiliano, no han perecido. Pretendí con mi versión hacer resonar bajo el cielo hispánico de Mérida el cielo mismo de Córdoba, los arranques conceptistas y culteranos de Séneca, pero en la lengua brotada de las ruinas de la suya. El suceso mayor se ha debido a la maravillosa y apasionada interpretación escénica de Margarita Xirgu que en ese atardecer ha llegado al colmo de su arte. Sobre el escenario de piedras seculares, bajo el cielo de ocaso, se cernía pausadamente una cigüeña, la misma de hace veinte siglos. Y me sonreí —por dentro ¡claro!— de los aviones mecánicos, que acabarán en ruinas e irán a parar a museos arqueológicos del porvenir.

¿Y el público popular —laico— iletrado —no inculto—, el público del campo y de la calle? Todo debía de sonarle a música. Debía de sentir ruinas de tradiciones seculares enterradas bajo el solar de su alma comunal. La función era algo de solemnidad litúrgica, algo así como una misa civil y pagana. ¿Que no entendían aquellas arrebatadas truculencias de la pasión de Medea? ¿Que no entendían aquellas relaciones mitológicas de Séneca, a quien algunos soñadores le han querido dar como profeta que vaticinó el descubrimiento de América en un pasaje de su Medea? Tampoco entiende bien ese público la mitología cristiana de la misa y cantada en latín, pero le repercute en las ruinas de creencias que lleva en el fondo del alma y que con el canto litúrgico se le restauran. Y además el atavío y el porte de los coros de la comparsa de los actores, los soldados que al final salen, le deben de recordar los de las procesiones castizas de antiquísimo abolengo pagano. Que el catolicismo español popular, laico, ha recibido la verdura cristiana sobre roca pagana. Luego rocío del cielo y aguas soterrañas.

En cuanto a la tragedia de Medea nada debo decir hoy aquí de la pasión de la terrible maga —bruja— desterrada que antes de desprenderse de sus hijos, los sacrifica, vengadora, a un rencor infernal. Hay en esa pasión, tremenda, que tan bien comprendió el cordobés Séneca, maestro de Nerón, mucho de la tremenda pasión que agita las más típicas tragedias de la historia de nuestra España. ¿Inhumanidad? ¿Hay algo más humano que ella?

Al salir de Mérida las cigüeñas del acueducto seguían desde sobre las pingorotas de sus ruinas avizorando el campo. Luego, cuando vaya a entrar el invierno, se volverán al África. Y allí oirán acentos no romanos que también saludaron al sol en estas mismas tierras.

La invasión de los bárbaros

Ahora (Madrid), 28 de junio de 1933

No bien acababa de dictarme mi último Comentario aquí, en torno a las ruinas romanas de Mérida, cuando vino a caer en mis manos la traducción inglesa que de un soneto de Quevedo hizo la poetisa Felicia D. Hernans. Fui enseguida a buscar el original castellano de Quevedo, y me encontré con que era a su vez traducción de un soneto francés de Joaquín Du Bellay, el de la Pléyade. Ha ido el soneto fluyendo de lengua en lengua y restaurándose. El texto castellano, el nuestro, el quevediano, dice así: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas; / cadáver son las que ostentó murallas / y tumba de sí propio el Aventino. / Yace, donde reinaba, el Palatino; / y limadas del tiempo las medallas, / más se muestran destrozo a las batallas / de las edades que blasón latino. / Sólo el Tíber quedó, cuya corriente, / si, ciudad, la regó, ya sepoltura / la llora con funesto son doliente. / ¡Oh Roma!; en tu grandeza, en tu hermosura, / huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura.”

Permanece y dura lo fugitivo, lo huidero; se queda lo que pasa. Lo que fluye, como un río y un soneto vivo, se asienta. El Tíber parece durar más que las minas de Roma. ¿N o será que sólo parece? Hay, sí, ruinas de riachuelos, esos carcavuezos —por qui los llaman “cahorzos”— en que se rompe su vena en el estiaje, pero se recomponen. Los ríos, con altos y bajos, siguen espejando en su cauce ruinas. El agua pasa, la imagen queda.

Fuimos a Mérida desde esta Salamanca en que sueño la pesadilla de esta historia actual de guerra civil. Civil y rural. Al salir de la ciudad contemplé el puente romano sobre el Tormes, afluente éste al Duero, rio celtibérico. Al Duero va a dar, mediante el Pisuerga, el Carrión, en cuyas riberas soñó Jorge Manrique lo de que “nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y el Duero mismo acaso sueña y, desde luego, canta. La canción del Duero llamó Julio Senador a uno de sus libros proféticos, el más inspirado acaso, como a otro le llamó Castilla en escombros. Dos títulos, dos hallazgos. El Duero canta y briza a los escombros de Castilla, que empiezan a hacerse polvo.

Pasamos la divisoria entre las dos cuencas, la del Duero y la del Tajo, cruzando en Béjar el Cuerpo de Hombre, que canta, en caída, la ruina de una industria. Entramos en Extremadura, teatro hoy de extremosidades y de lucha, no de clases —hay que repetirlo—, si no de cábilas, de lugares, hasta de barrios; de cotarros en todo caso. Cantonalismo y guerra al meteco, al forastero. En redondo tierras de pastos; desoladas las más. El sol las azotaba. Y luego, a cruzar el Tajo en Cañaveral. Riberas escuetas y desnudas por donde fluye, llevando recuerdos de minas, el río antaño imperial. Si es que puede ser imperial un río no navegable. Y, sin embargo, de su cuenca salieron los grandes conquistadores imperiales de Ultramar. Divisábamos unos machones perdidos en el cauce del río, raigones de las minas de algún puente que fue yugo de ese cauce.

Luego, a remontar otra vertiente y a entrar en la cuenca del Guadiana, el primer “guad” o “wad”, río en árabe. Guadi-ana es el río Ana, nombre que los romanos, tomándolo de los celtíberos sin duda, daban al que pasa en Mérida bajo un puente romano. Que no es ruina porque la utilidad imprescindible de su función le libra de llegar a serlo. Como el acueducto viviría de haber tenido que llevar agua. Los ríos, como las cigüeñas, viven trasmitiéndose con la vida el ánima.

Ahora que en esta trasmisión —tradición— de vidas, de almas, de ensueños, de pasiones, suele haber también minas. Se arruinan creencias, instituciones, leyes, costumbres, civilizaciones. ¿No estamos acaso asistiendo al derrumbe de una civilización? ¿No será una verdad lo del derrumbe del Occidente, de Spengler? La otra ruina, la de la civilización pagana greco-romana llevó a Europa al recojimiento y la reconstrucción —restauración— de la Edad Media. Esta de ahora, ¿a qué nos llevará?

Contemplando esos campos, teatro de una nueva e incipiente invasión de los bárbaros, recordaba cómo en aquellos remotos siglos los bárbaros renovaron la vida del espíritu. Los de ahora, hambrientos de pan y de justicia, pero más aún de venganza, cumplen una obra providencial cuya finalidad desconocen y que les llevará tal vez a lo contrario de lo que se figuran. Si bien, ¿qué se figuran? ¡Cualquiera se pone a escudriñar en los recovecos del alma de nuestros castizos celtíberos amoriscados, erizados de reconcomios y de suspicacias! ¡Cualquiera traduce las oscuras intuiciones del anarquista conservador que es nuestro campesino, ansioso de rematar al señorito para suplantarle como tal! Y lo de: “Cuándo querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan / y los ricos coman yerba.” Y lo que les dijeron de las hoces los cabecillas de la revolución oral que no saben segar.

Por donde quiera un aliento de invasión bárbara. Y sin dar a este apelativo de bárbaro ningún sentido, ni despectivo ni denigrativo. Barbarie es la acción directa: barbarie es la revolución. Pero la verdadera, la de abajo, la que no se pierde en programas ideológicos o sociológicos, ni radicales ni socialistas; la limpia de pedanterías marxistas —¡clasistas, pase!—, la que no son capaces de controlar los supuestos directores que nada dirigen. Se han éstos empachado tanto de revolución oral —verbal, nominal—, que no les va a ser hacedero despacharse de ella en hechos, que se quedan para los genuinos bárbaros, sin ideología. Pues, ¿qué es eso de socialistas, comunistas, sindicalistas, anarquistas? Y no digamos republicanos, porque esto si que no les dice nada a los puros y meros bárbaros. El apuntarse en una u otra cosa, alistarse en tal o cual partido, no quiere decir si no formar clientela, fajo. Como de nada sirve que la superioridad —¡vaya superioridad!— dicte tal o cual fallo, porque los bárbaros no lo cumplen cuando les contraría. Los bárbaros comprenden que una revolución constitucional no es tal revolución —que revolver no es constituir; que no es ni barbarie, si no ruinosa oquedad—.

Aquella providencial invasión de los bárbaros que arruinaron al Imperio Romano acabó, en el campo, en feudalismo; en las ciudades y villas, en gremialismo. ¿ Y ésta? Los agüeros a la vista están.

Escúrrese el Guadiana al pie de las ruinas romanas de Mérida, y queda lo que se escurre, lo que pasa; queda la historia.

Notas a Lucano

Ahora (Madrid), 4 de julio de 1933

Mi trato último con Lucio Anneo Séneca me ha llevado, como de la mano, a su pariente Marco Anneo Lucano, de la misma familia —gens— Annea, de Córdoba. Y apenas vuelto de Mérida y recogido en esta mi librería de Salamanca, eché mano de un viejo ejemplar de la Farsalia, entre cuyas hojas dejé, hace ya años, no pocas notas y acotaciones manuscritas. El ejemplar es de Padua y de 1721. Y he aquí que lo primero con que topo en él es con una frase que, en mi Comentario “Séneca en Mérida”, confundí tomándola como de Virgilio. Es la que dice: “etiam periere ruinae” (IX, 969), “¡perecerán hasta las ruinas!” ¿Qué demonio me trastornó la memoria induciéndome a esa confusión? El mismo que me ha inducido varias otras veces a confusiones parecidas —y aun más graves—: un demonio que se me antoja actúa en España, tierra de improvisadores, más que en otras partes. Pero una vez rectificado ese desliz y puesto en claro que fue otro español —uno es Séneca— quien dijo que “hasta las ruinas perecerán”, me puse a repasar mi antiguo repaso de la Farsalia de Lucano, y, ¡cómo, al repasarlo, resucitó la historia actual de nuestra España, cómo revivió lo que estamos viviendo!

Ya en el primer verso de su celtibérica epopeya nos habla Lucano de guerras más que civiles —“bella… plus quam civilia”— y es expresión felicísima que se ha repetido mucho. “Los primeros muros (de Roma) se regaron con sangre de hermanos”, se dice poco más adelante. Y aquí está este cordobés cantando al vencido, a Pompeyo, y execrando, pero admirando, al vencedor, a César, al instaurador del cesarismo, que no es ni más ni menos que el fajismo: “La causa vencedora —nos dirá Lucano— plugo a los dioses, pero la vencida a Catón.” A Catón, una especie de Don Quijote romano y pagano. Y Lucano, el celtíbero, se prosterna ante el que supo desafiar al Hado, ante el esforzado Catón de Utica, que se suicidó por no rendirse al cesarismo, al estatismo. Dechado noble, sobre todo en esta gloriosa agonía del liberalismo a que asistimos.

¿También se tiñeron de sangre en guerra más que civil, hermanal, aquellas tierras de la Bética —“ultima mundi” (IV, 147), que no sería forzado traducir por “Extremadura”— hacia Córdoba, y las causas de aquella guerra? La primera el Hado, la Fatalidad, la Suerte, “la envidiosa seguida de los hados y el estar negado a los dioses el mantenerse mucho tiempo”, se entiende que en paz y en reposo. Y basta con esta primera causa; ¿para qué más? Es la causa primera de todas las revoluciones, empezando por las de los astros. Es la historia misma.

¿Y en cuánto a los hombres? Tienen que seguir al Hado que les arrastra. No les fue posible la neutralidad: “unos siguen al Grande (Pompeyo) o a las armas de César; sólo Catón será jefe de Bruto”, el tiranicida. “A cada cual le arrebatan sus causas a los malvados combates” (II, 252), cada cual toma partido y con el partido armas por motivos que él se fragua, por antojos, mas en rigor arrastrado por la fatalidad, y esto aun cuando crea que lo hace por abrirse camino en la carrera civil, o sea política. No se suele tomar partido ni por fe, ni por razón, ni por conciencia; el partidario no suele ser ni un creyente —aunque sea fanático—, ni un razonador, ni un concienzudo. Cuando hay que defender una suprema injusticia suele decir: “¡es la política!” —broquel, no de bárbaros, sino de salvajes—, o aquello otro de que “la política no tiene entrañas”. Y quien no las tiene es el que lo dice. ¡O “es la revolución”! Y esto sin comentario.

¿Y César? ¿O sea el Estado, el Estado todopoderoso y absorbente? César necesita enemigos para ejercer su actividad guerrera, le daña el que le falten enemigos —“sic hostes mihi desse nocet” (III, 364)—, y así, cuando no los encuentra los inventa, u hostiga a los resignados a que se le rebelen. Duro trance cuando se nos rinde a primeras aquel contra quien vamos. Hay que provocarle a que nos provoque. Y acudir luego a una ley de supuesta defensa. Aquella guerra, más que civil, azotó también campos hispánicos, campos celtibéricos. “Aprenderás que no huyen a la guerra los que saben sufrir la paz”, hace decir a Pompeyo, Lucano. Y a la guerra fueron los “fieros iberos”, los “duros iberos”, los conterráneos de Lucano, “creyendo que no habían hecho nada mientras quedase algo por hacer”. Pobres. ¡Terrible “fecunda pobreza”! ¿Y su religión, entonces? “Añade terror no conocer a los dioses a que se teme” (III, 416). Y allá fueron, prontos a no morir sin matar, a no perder la muerte (“non perdere letum”). ¡Pobres, pobres! “El vencer era peor”. ¡Pobres! “Hesperia —o sea España— está erizada de cambroneras, sin arar por muchos años, y les faltan manos a los campos que las piden”(I, 28 y 29). Entonces. ¿Y ahora? ¿Les faltan manos a los campos que las piden? A estaciones sobran manos y todo el año sobran bocas para el pan que pueden dar esos campos esquilmados. ¿Y el arado? El daño que ha hecho, y seguirá haciendo, si Dios no lo remedia, ese arado —aún queda, en rincones retirados, el romano— que araña en el pellejo de la roca o en el páramo. Y sin poder sufrir la paz, huyen los pobres a la guerra.

En los tiempos que cantó Lucano, los soldados, los cesarianos, se revolvieron contra la civilidad degenerada —“degenerem… togam”— y contra el reinado del Senado —“regnumque Senatus”—. Y el reinado del Senado era la República. Y en cuanto triunfó la revolución cesariana, se le siguió llamando República al Imperio y siguió el Senado. O, como si dijéramos, las Cortes. Todas estas ambiguas y equívocas distinciones entre Monarquía y República no existían entonces. ¿Y en cuanto al cesarismo, imperialismo —o napoleonismo—, qué más da de dónde surge? La suprema encarnación de la Revolución Francesa fue Napoleón. Por otra parte, la dictadura de una facción es tan cesarista como la de un hombre. Y no importa que los cesarianos anden disfrazados de civiles; Que en estas guerras más que civiles, los que parecen civiles no lo son. Y menos mal si llegan a bárbaros sin quedarse en salvajes. Que hay medidas gubernativas, como esa de los cantones o términos municipales, que no son sino salvajería de facción de tribu cabileña. La comunidad bárbara es más universal. Y no se preocupa miserablemente de clientelas electorales. Alberga más humanidad.

¡Es la suerte! ¡Es la fatalidad! ¡Es la política! Dios sobre todo, digamos. O bien: ¡es la Historia! Es la Historia que florece en Farsalias como la de Lucano, uno de los creadores del mito de César y de su mitología. Mito que vale tanto como relato, como nombre. “¡Nullum est sine nomine saxum!”, “no hay una piedra sin nombre” en la Troade, dice Lucano (IX, 969). Y aquí, en su España, dijo no sé quién, “que no hay un palmo de tierra sin una tumba española.” Sobre todo en España. Y si hasta las ruinas perecerán, ¿no han de arruinarse las tumbas? Antes las cunas.

He ido a buscar en esas dos cuartillas de letra apretada —como patitas de moscas, que se dice—, que guarda mi vieja Pharsalia patavina, un relativo consuelo para las congojas que constriñen mi espíritu a la visión de esta guerra, más que civil, que desvela los campos erizados de jarales y cambroneras y he sentido que soplaba sobre mí el aliento del Hado. He recordado a Pompeyo, a César, a Catón. Luego a Don Quijote. Y luego me he repetido: ¡Sueños españoles de Dios!

Segadores

Ahora (Madrid), 12 de julio de 1933

Contemplando hace unos días en Madrid el celebrado cuadro de Gonzalo Bilbao La siega, sol providente sobre revuelto oro de espigas, recordaba aquel terrible relato —cuadro también éste, pero literario— del torturante y torturado escritor portugués Fialho d’Almeida de la siega en el Alemtejo, que me hizo leer por primera vez Guerra Junqueiro. No conozco en literatura alguna un relato más alucinante y más asfixiante. Al terminarlo siéntese el lector tan anonadado como los “ceifeiros” —así se titula el relato: Ceifeiros, esto es: segadores— mismos del Alemtejo y comprende aquello de que: “Comienza entonces el pavoroso espectáculo de la naturaleza y el hombre torturados a fuego para expiar el crimen de haber la una dado fruto y el otro insistir en vivir de él.” Y esta sentencia del formidable relato de Fialho d’Almeida me llevó a recordar el pasaje de La retama, el inmortal canto de Leopardi, en que éste lamenta cómo los hombres, en vez de unirse en social cadena contra la Naturaleza, “madre en el parto, en el querer madrasta”, se entretienen en luchar entre sí, unos contra otros. Y de aquí vine a parar a cómo a los horrores naturales de la siega a mano en tierras calcinadas como las del Alemtejo, han venido a sumarse otros horrores sociales, los de una salvaje —no ya bárbara— lucha de unos siervos contra otros, de unos menesterosos contra otros. Y he pensado qué cuadro podría pintarse, qué relato podría escribirse, de unas parejas de la guardia civil —o guardias de asalto— arrojando de un campo de siega a los pobres segadores que allí trabajaban a cuenta de unos pobres —así, pobres— amos, pequeños labradores, colonos menesterosos, para satisfacer a una clientela de parados, inscritos en bolsas de holganza, que jamás cogieron una hoz en la mano.

Solían venir a segar a estas tierras de Castilla segadores gallegos, portugueses, serranos, que se llevaban a sus pobres hogares sendos montoncitos de duros con que hacer menos duro el invierno. Volvían extenuados del terrible trabajo. Y es conocida aquella exclamación de Rosalía, la poetisa, cuando exclamó: “Castellanos de Castella / trata de ben os gallegos / cando van van como rosas / cando venen como negros.” Y no eran, no, los castellanos de Castilla los que trataban mal a los gallegos, era el sol implacable —no en todas partes como el del Alemtejo— que los torturaba y les chupaba la sangre, ennegreciéndoles las rosadas caras. Luego han venido las máquinas segadoras, pero a éstas se les ha puesto en parte el veto, porque ahorran no ya brazos, sino jornales, y lo que se quiere es jornales para brazos caídos, y tanto más subidos los jornales cuanto más caídos los brazos. Este año han tenido que volverse a su Galicia cuadrillas de segadores gallegos, considerados como siervos de famoso ejército de reserva del proletariado de la mitología marxista, porque el otro ejército de reserva, el de la bolsa de la holganza de los parados, exigía jornales para los que ni saben ni quieren ni pueden segar. Y luego a esta hueste cantonalista de electores les hablan sus caudillos de servidumbre de la gleba, de feudalismo —¡feudalismo en España!— y de otros tópicos mitológicos adquiridos en cualquier oficina del trabajo de Madrid. Y se entercan, con la tozudez de un fanatismo ciego, en esa salvaje ley, de inspiración electorera, de términos municipales.

“¡Bon cop de fals!”, buen golpe de hoz, canta la famosa canción catalana de los segadores —Els segadors—, la canción del odio de la guerra civil cantonalista, la canción del odio al forastero, al meteco, al inmigrante, al peregrino. ¡Ay cuando el colaborador al trabajo se convierte en concurrente al consumo! ¡Qué profundo sentido en eso de que los segadores hubieran llegado a ser símbolo de una encarnizada guerra civil, de origen económico en gran parte!

Gonzalo Bilbao pintó un cuadro más bien gozoso, una fiesta de trabajo a sol andaluz—¡aquel segador que se enjuga el sudor de la frente, serenamente, con el dorso de la mano!—; Rosalía pidió que se tratara bien a los segadores gallegos que venían a hacer su temporada de trabajo veraniego; Fialho d’Almeida trazó en una de las más grandiosas visiones que se hayan escrito en lengua alguna la lucha del hombre contra la terrible madrasta Naturaleza; la canción de guerra catalana llevó la siega a la comunidad humana civil de los “ceifeiros”, hizo “segadors”.

¿Qué es eso ahora, en las condiciones actuales de Castilla, de esta pobre Castilla empobrecida, en escombros, qué es eso de servidumbre de la gleba y de explotación del obrero por parte del señorío? Lo que hay que averiguar es lo que puede dar la avara Naturaleza. Lo que hay que averiguar es si podrán reformar a la naturaleza, al campo, esos funcionarios de Estado asentados por esta república de funcionarios de toda clase, de funcionarios de trabajo que no de trabajadores. ¡El ejército de reserva del proletariado! ¿Y el ejército de reserva del funcionarismo de Estado?

¡El Estado! El Estado es el origen de toda libertad —“fuera del Estado no hay libertad” se dice— y es el origen de toda servidumbre. ¿Y qué es el Estado? ¿es la sociedad? ¿es la comunidad? ¿es el pueblo? El Estado, dejándonos de camelos jurídicos, ha venido a significar la facción, el fajo, de los que usufructúan, o usurpan el poder público. El Estado ni siembra ni siega; entroja lo que recaudan sus listeros de segadores. Lo entroja y devora luego lo que le dejan las mermas y los gorgojos.

¡Pobre España nuestra! ¡Pobre España entregada a una presunta y sedicente revolución que lo revuelve todo sin constituir ni asentar nada; pobre España lanzada a una lucha no de clases —¡de clases, no!— si no de clientelas electorales de parados; pobre España, donde en la agonía del liberalismo democrático agoniza la vieja noble artesanía, la de aquellos obreros que del menester de su oficio hacían rendimiento religioso al bien común y no mera miserable ganapanería; pobre España donde se están segando odios sembrados a voleo; pobre España nuestra!

Por el alto Duero

Ahora (Madrid), 18 de julio de 1933

Huir, huir de la lóbrega caverna legislativa y a correr, al sol, tierras castellanas, trasespañolas, ante Palencia, Burgos y Soria. A remontarse uno. Primera parada en Lerma, en la espaciosa plaza del palacio ducal que con uno de sus brazos ciñe al pueblo. Abajo, en el valle, entre verdor, fluye el Arlanza, rojo de siena. Y otra parada luego en Covarrubias, a ver su iglesia —un celebrado tríptico en ella— y el museo parroquial. En aquella sepulcros de supuestos condes soberanos de “Castiella la gentil” —Doña Sancha, el rey Fernán Núñez— y en el museo, entre más remotas antiguallas, un sable curvo, especie de alfange, que dicen fue del cura Jerónimo Merino, el famoso guerrillero, otro salido de la casta del Cid, como el Empecinado. Mas para el magín hambriento de ensueño sosegado aquel claustro —al cura le recordaba el de San Juan de los Reyes— claustro humilde, pobre, pequeño, laya de corral gótico, donde sobre yerba yacen siglos vacíos e iguales. De allí a otro claustro, éste ya espléndido, el de Santo Domingo de Silos.

Hacía más de diecinueve años, en la semana santa de 1914, que había visitado Silos en busca de reposo. El mismo claustro, con el mismo ciprés que busca, por sobre las arcadas, luz del cielo; la misma cigüeña, los mismos monjes. En el álbum del monasterio dejé entonces la primera redacción de donde salió para mi poema “El Cristo de Velázquez” —que fraguaba entonces— el pasaje que dice: “¡Conchas marinas de los siglos muertos / repercuten los claustros las salmodias / que olas murientes en la eterna playa, / desde el descielo de la tierra alzaron / al más del mundo trémulas, pidiéndole / por el amor de Dios descanso en paz!” Y desde aquel verano de 1914, en que empezó mi mayor batalla, ni un sólo día de verdadera paz. ¿Y descanso? Peor sería cansarse de descansar, que es devorador aburrimiento claustral.

Siguiendo riberas del Arlanza, tras una parada en las ruinas del monasterio —otro— de San Pedro de Arlanza, a dormir en Quintanar de la Sierra, donde el río nace. Y tras implácido sueño, sin ensueños, a la tierra de los pinares, a Salas de los Infantes y luego al nacimiento del Duero.

El Duero, el padre Duero, padre de Castilla y de León. Hay un breve trecho en él en que se le abocan por la derecha, unidas, aguas que de Burgos tomó el Arlanzón, de Palencia el Carrión, de Valladolid el Pisuerga, y, por la izquierda, de Segovia el Eresma, de Ávila el Adaja. Ya más crecido, “essa agua cabdal” —que dijo Berceo— espeja a Zamora, y van luego a ella caudales de León por la derecha y de Salamanca por la izquierda. Y entra en Portugal. Esta vez fui a verle, a soñarle visto, en su cuna, en Duruelo.

Duruelo, esto es “Duriolu”, Duerillo, el Duero niño recién nacido. Una humilde aldea donde el río del Cid, el de los guerrilleros, el del romancero, balbuce vagidos entre peñascos y se le unen dos riachuelos. Encima de Duruelo, de su pobre caserío, asomaba, tras unas cumbres peladas, el pico pelado del Urbión como repujado en el cielo desnudo, pelado de nubes. Levanta allí el río —que es el cauce— su raicilla más larga, su rendal (cordón umbilical en técnica), caucecillo de agua que baja de las cumbres del Urbión. Y al poco trecho empieza a trabajar, en los pinares. Mas antes quise coger en ensueño, contemplando al Urbión desnudo, no el estado, el estar, de Castilla, si no su esencia, su ser. ¡El estado y la esencia, el estar y el ser! Si Castilla, si España es buena, nada se da que esté mala, pues ya se sacudirá el estado para rehacerse en comunidad. ¿Y… los que fueron y duermen el sueño de los idos nos recuerdan a nosotros, sus sucesores y herederos, sus venideros? ¿Y nosotros recordaremos, cuando ya pasados, a los que nos sobrevengan y sucedan? ¡Eterna vanidad del mañana! Mejor acaso el olvido en el hoy. Que la lanzadera del tiempo va del pasado al porvenir y vuelve del porvenir al pasado, a redrocurso, en flujo y reflujo. La historia nos hace abuelos de nuestros abuelos, nietos de nuestros nietos.

En Covaleda, en pleno pinar, una Sierra Nueva —así se rotula— que nos ofrece fábrica casi paleontológica, uno de esos artefactos que el vapor y ahora la electricidad arruinan. En un pequeño salto del Duero niño una aserradora mecánica, a la que hay que ayudar con el pie, por pedales. Y allí pensamos en esos Saltos del Duero —más bien hasta ahora del Esla— con su formidable poderío eléctrico, que acabará con estas venerables reliquias de la industria pasada castellana. En estas sierras primitivas se producía demasiado serrín y lo más de él iba a perderse al río. Por lo cual solían decir los de Quintanar de la Sierra, donde el Arlanza es rico en ricas truchas serranas, que las truchas pinariegas del Duero sabían a serrín, truchas aserrinadas. ¡Quién sabe…! El seso de los ciudadanos —concientes. ¡claro!— de las ciudades fabriles en que se asierran programas políticos, ese seso suele saber a serrín sociológico. Se… so… su… sa… El Duero niño susurra, en siseo de sierra, vagidos infantiles, ciñe a Soria y cruza luego la desolación de la escombrera castellana. ¡Santo padre Duero! Sobrio y austero Duero, de cuya cuenca se salió el salido Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, llamando, por pregón en tierras de Castilla a los que quisieran salir de pobres —“quien quiere perder cueta e venir a vitad”—y enriquecerse a costa de moros en Valencia. Y dejaron sus humildes hogares serranos, aquellos cruzados de la indigencia.

Un hogar serrano, pinariego. Una cocina rematada en chimenea cónica que corona al tejado. Sobre armazón de madera, con sus cuadrales, se monta una especie de gran cesto entretejido de barda de pino verde recubierto de barro y encalado y que se abre al cielo por agujero que recibe luz y agua de lluvia y por donde sale el humo que antes cura los jamones. Allí, bajo la chimenea, el hogar, y junto a él los escaños en que, en mesillas de sube y baja, hacen por la pobre vida y la sueñan los sorianos pinariegos. Un pequeño claustro doméstico también. En invierno por el respiradero entra nieve. Y pensé lo que cuando el Cid Campeador llamó a riqueza a sus convecinos, “salidos» como él, serían las barracas de los moros de la huerta de Valencia, de “Valencia la casa”, “Valencia la clara”, “Valencia la mayor”, “Valencia la grand”. ¡Pobre Soria!

Los de páramos numantinos bajaron a costas saguntinas. Desde los siglos les recordaban ánimas de romanos y de cartagineses.

De Soria, de sus pinares, salieron en nuestros tiempos hombres roblizos y animosos, trabajadores de verdad —de madera de esencia y no de papel de estado— a hacer fortuna, y no contra moros, en las Américas y remigrados han renovado su solar nativo. Basta visitar Vinuesa, donde terminé esta mi correría por las tierras del Cid, a las que fui huyendo de la caverna legislativa y para sacudirme el serrín de sus aserramientos político-programáticos.

El estilo nuevo

Ahora (Madrid), 21 de julio de 1933

Al deslizarse uno, zigzagueando y soslayándolas, por entre pequeñas tragedias diarias; al rozar con la pena nuestra de cada día, lo que más desconsuela es no hallar campo para las ideas eternas de justicia y de humanidad. Y vase uno a la campiña. En torno el espacioso campo colorido, el divino espacio real, pardo en el hondo, azul en el colmo y lleno de aire vivo su claustro natural. Respírase allí la España divina y eterna. La espaciosa voz del reposo campesino, con su estilo milenario, nos sosiega. ¿Estilo? De pronto, como una puñalada trapera, le hiere a uno el recuerdo dolorido de una expresión de la caverna parlamentaria: ¡el nuevo estilo! ¡El nuevo estilo!

¿Qué saben de estilo esos convencionales de las interrupciones, de las votaciones nominales, del quórum y de la guillotina? ¿Qué saben de estilo los que con sus estiletes están disecando a España? Ellos, a busca de electores futuros, tienen que defender y no enmendar aquello en que tienen conciencia de haber acertado mal; pero uno, a busca de lectores a quienes dar la verdad, debe, en conciencia, servir a la íntima disciplina de la entereza moral, que está sobre todos los partidos y sus miserables intereses.

En la sesión parlamentaria del día 14 de este mes de julio hubo una declaración del ministro de Trabajo que arroja un haz de luz sobre el nuevo estilo. Y fue que, al dolerse un señor diputado de las irregularidades y la parcialidad del Poder público en contra de los patronos, el ministro replicó: “Hay veces que es preciso obrar así, para evitar desórdenes públicos.” O sea que, para evitar desórdenes públicos, para satisfacer a los desordenadores y revoltosos, hay que faltar a la justicia y, a las veces, a la humanidad.

¿Quién no recuerda aquella terrible sentencia de uno de los presuntos dirigentes de la revolución cuando, acusado de no haber impedido la quema de los conventos, dijo que todos éstos no valían la vida de un buen republicano? Con lo cual canonizó de buenos republicanos a los petroleros. ¿Y qué, si, con achaque de evitar desórdenes, se los provoca para poder faltar a la justicia y a la humanidad, en contra de los supuestos enemigos del régimen, o sea del Gobierno? ¿Es acaso moral azuzar a una mozalbetería envenenada y entontecida en contra de una tonta manifestación callejera de trapos para proceder contra unos ilusos protestantes? ¿No sería medida de mejor gobiemo meter en cintura a esa chiquillería vocinglera que grita contra el fajo —el fascio— sin saber lo que el fajo es?

El que esto os dice argüía no hace mucho a un gobernante en contra de la procedencia de una medida que se le había encomendado y él aceptó, y por toda respuesta obtuvo la siguiente: “Es verdad, tiene usted razón; pero, ¿qué le vamos a hacer?; ¡es la política!” Pues bien; no, amigo mío, no; eso no es política. No es política rendir la conciencia a disciplina de partido cuando se sabe que la supuesta política del partido no obedece más que al puntillo de defenderla y no enmendarla.

Como tampoco es política ni es disciplina supeditar la verdad y la justicia a intereses de partido. Y lo digo porque cuando decidí con unas palabras de verdad y de justicia en el Parlamento un pleito electoral —el de la aprobación de un acta—, se me dijo que había herido intereses de partidos. En ninguno de ellos me había matriculado; mas aun cuando lo hubiese hecho, jamás habría faltado a mi deber de ser veraz y justo por dar aumento a una mayoría. Y el curso posterior de los acontecimientos ha venido a darme la razón. Y a demostrar cómo la dictadura de la mayoría parlamentaria no ha hecho sino alejar del régimen y desaficionarles de él a los que lo habían recibido y acatado con esperanza y confianza.

Otra vez más: “Procure siempre acertarla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defenderla y no enmendarla.” Y a esto se dice: “¡es la política!” o “¡es la revolución!” Y menos mal cuando con honradez se procuró acertarla; pero ¿y si no? ¿Hay quien de buena fe pueda creer que procura, con honradez, acertar el que asegura que no adoptaría medida alguna que mereciese el aplauso de sus adversarios y que no admite consejos? No, esto no es procurar acertar, sino empeño de vengarse o de satisfacer no se sabe qué tenebrosos sentimientos. ¡Y a eso se le llama defender el régimen!

Y déjense de todos esos tan socorridos estribillos de “batalla a la República”, “contra-revolución”, “monarquizantes” y demás monsergas en que nada se estriba. Cúrense de las alucinaciones de la manía persecutoria y del menoscabo mental de antojárseles que jamás se ganará al régimen a los españoles todos. Que si la República haya de ser renación de España lo será como comunidad una y entera, sin división ni de clases, ni de confesiones, ni de profesiones, ni de castas, ni de orígenes, ni de ciudadanías. División en derechos y en deberes, entiéndase bien.

¿Política?, ¿revolución?, ¿renovación de España?, ¿estilo nuevo? No; todo eso no es sino desconcierto. Y luego el miedo a que las mismas garantías que se han visto, por bien parecer —hipocresía—, obligados a fijar, esas pobres garantías constitucionales, se pretenda hacer efectivas y a dificultarlo. Como si los ineludibles recursos y revisiones dependieran de un Tribunal que nace mancillado y moribundo, y no de unas elecciones populares que acaben con Código de papel. Código que no es da la República. Pues si Cánovas del Castillo, autor de la Constitución monárquica de 1876, habló de constitución interna española, hay una forma republicana de ésta que no es la que a trompicones se fraguó en la Cámara para encauzar la presunta revolución que la ha hecho trizas. Ni su régimen es el íntimo del pueblo español. Constitución esa tricolor —morado de cardenales— hecha ya pelota de papel. Y gracias que la tan cacareada soberanía de las Cortes ni es la del pueblo ni la representa.

Pronto habrá que raspar, en bien de España una y entera, y de su régimen, las trazas del estilo nuevo, y no reformar, sino refundir su código fundamental.

En defensa del régimen

El Norte de Castilla (Valladolid), 25 de julio de 1933

“¡Proletarios de todos los países, uníos!” Les dijeron a los obreros, a los jornaleros, hace sesenta años los fundadores de la primera Internacional Obrera y quedó con ello proclamada la lucha de clases.

Primero, proletarios. ¿Qué es eso de proletarios y en qué se distingue del llamado burgués? Hoy apenas hay quien lo sepa a ciencia cierta. Lo del proletariado es uno de tantos tópicos para cubrir el vacío ideal y mental: Es como lo de las clases. ¿Quién las define y, sobre todo quiénlas clasifica? ¡Y llaman pensar realidades a eso, a rumiar palabras sin sacarles el jugo!

¿ Y los proletarios de todos los países, contra quién hablan de unirse? Porque los hombres no se unen sino los unos contra los otros. Pues contra los burgueses de todos los países, contra los capitalistas. Y luego todo aquello de la ley férrea del salario, y lo del ejército de reserva del proletariado, y la concentración de la propiedad cada vez en menos manos y… el resto de la mitología marxista. Mitología a la que, como a todas las mitologías —religiosas, políticas, científicas, estéticas…— le ha llegado su crisis merced a la crítica.

En toda esa mitología no entraba por nada el sentimiento, y con el sentimiento el concepto de patria y de patriotismo. Para los proletarios míticos de la Internacional, no había de haber patria. Aunque una Internacional supone naciones, éstas no habían de ser sino expresiones geográficas. La nación, la patria, era una categoría burguesa, capitalística. El proletario de una nación cualquiera había de sentirse más solidario con el de otra nación que no con el burgués, su convecino, su pariente acaso, de su nación misma. La convivencia en espacio, en tierra, en solar, no había de significar gran cosa.

Y llegaron las guerras entre naciones, a las veces disputándose mercados, y, sobre todo, llegó la gran guerra de 1914 ¿y qué ocurrió? Pues ocurrió que los proletarios de Alemania se sintieron más solidarizados con los burgueses alemanes que con los proletarios franceses, y éstos más solidarizados con los burgueses de Francia que con los proletarios alemanes. ¿Por razón económica? ¿Por intereses económicos? Sin duda, pero no sólo por ello. Por eso, sí, pero no sólo por eso. Sintieron que una gran nación es una gran empresa industrlal, agrícola, financiera, y que a patronos y obreros de ella les une un lazo mucho más fuerte que el que pueda unir a los patronos de las diversas naciones o a los obreros de ellas entre sí. Sintieron que la nacionalidad, que la ciudadanía es históricamente más esencial que la clase, que entre dos alemanes, por ejemplo, patrono y obrero, hay más comunidad esencial que entre dos obreros, alemán el uno y el otro francés, o entre dos patronos, alemán y francés. El proteccionismo lo pedían unos y otros., patronos y obreros, éstos para su trabajo y aquellos para su capital.

Esto en el aspecto estrictamente económico, que en el otro, en el político, en el social, en el sentimental, el mito internacionalista no ha podido sostenerse. De donde ha nacido el nacionalsocialismo, el socialismo nacionalista, tan socialismo como el internacionalista. Han llegado a sentir que la lucha de clases dentro de una misma nación debilita a ésta en su lucha económica con otras naciones. Si aquí, en España, por caso, llegase a establecerse un comunismo agrario, las comunidades agrícolas no podrían competir con la producción extranjera. Y es, hay que referirlo, que una comunidad nacional, de convecinos, de ciudadanos, es más esencial y más natural que un sindicato de clases.

Y aun dentro de una misma nación, cuando ésta no está bien unificada, bien nacionalizada, bien solidarizada, ¿no vemos caso algo análogo? ¿Quién no ha podido observar en regiones, en comarcas, en lugares, hasta en aldeas, la hostilidad del supuesto proletario indígena contra el proletario forastero? ¿Qué quiere decir en la mayoría de los casos, eso de esquirol? Y así es como se han formado dentro de la clase obrera —de la llamada clase obrera, que ni siempre es clase ni siempre obrera— diferentes subclases o categorías. En rigor clientelas. Y a los obreros cualificados, artesanos, hombres de oficio determinado, han venido a oponerse —así, a oponerse— los simples braceros, los sin oficio, muchas veces sin domicilio fijo, los condenados al paro.

Y llega un momento en que todos tienen que sentir —que es más aún que comprender— que lo que hay que organizar no es una de esas llamadas organizaciones de clase, sino la Nación misma, y que el proclamar que el proletariado ha de servir a la burguesía para destruirla es la mayor insensatez de la ignorancia política. Por esas doctrinas —si es que merecen tal nombre— de la pedantería marxista se va a parar a otra burguesía, la del funcionarismo socialista de estado.

Una nación es un verdadero sindicato natural de producción y de consumo, y tiene que cuidar de que las luchas de distribución, de reparto de producto no empeoren la producción misma. ¿Cabe locura mayor, pongamos por caso, de que los obreros den en restringir su rendimiento? Todo lo expuesto, que es de clavo pasado, que carece de originalidad, nos aclara un curioso fenómeno de mentalidad colectiva, y es el de que estén despotricando contra los fajos y el fajismo precisamente los que los están trayendo.

Y además de todo, ¿qué importa el mote que le pongan a uno todos esos sedicentes defensores de un régimen que no saben ni lo que es régimen ni lo que es defensa?

Unión Nacional de Españoles, U. N. E.

Ahora (Madrid), 28 de julio de 1933

Vendaval —“vent d’aval”, viento de abajo o de tierra—, vendaval de saña viene aterrando por campos y plazas los ánimos de los compuestos ciudadanos de la clase media, de los legítimos republicanos. De toda esa locura, lo más razonado son los atracos. Hasta el que se le mate a uno para mejor poder robarle o para asegurar el robo tiene sentido, y no lo tiene el que se mate por eso que llaman ideas. El crimen de Jódar, degollar a un niño para que bebiendo su sangre se cure un salvaje, es caso de superstición inhumana, sanguinaria, pero no es de otra especie el intentar pegar fuego a una iglesia. Matar para matar el hambre se comprende; ¿pero dañar por supersticiones religiosas o anti-religiosas? Y ello no es cosa de fieras, pues las fieras no odian. El lobo que devora a un cordero no le odia. Y no es fácil vigilar estos estallidos de locura contra-natural. No son los que cometen esos delitos veteranos de la delincuencia, avezados a ésta, sino que son novicios, principiantes. Es un vendaval de locura. Toda inducción racional marra al querer juzgar a unos chiquillos que apedrean un escaparate de librería porque se les dijo que en él hay libros fajistas. Eso del santo y seña de “fascio” es un deporte de salvajería demental.

Todo ello está haciendo reaccionar —¡gracias a Dios!— a los hombres de juicio sano, de sentido social y racional, a los que componen la tan asendereada y calumniada clase media, nervio y tuétano de la patria. Esa pobre clase media, la de los modestos patronos, los tenderos, los artesanos, los obreros libres y no a jornal, los maestros de taller y sus compañeros, todos los pequeños burgueses a quienes no se les clasifica entre los proletarios asalariados.

¡Qué mito ése de las clases y de su lucha! ¿Dónde acaba el burgués y empieza el proletario? Todo eso vino a nosotros de países fuertemente industrializados, de una economía que está muy lejos de haber alcanzado España. Pudo traducirse, en cuanto a lengua, del alemán —o acaso de la traducción francesa— al español Das Kapital —“El capital”—, de Karl Marx; pero no ha logrado traducirse su contenido ideológico o científico, y no ha logrado traducirse porque los fenómenos económico-sociales que estudió Marx en su obra capital no guardan paridad con el proceso de la economía de nuestra España. La lucha entre un capitalismo poderoso y una masa proletaria apenas si se ha dado en nuestra patria. Nuestra economía continuó durante mucho tiempo siendo casi medieval ¿Y qué ha ocurrido? Pues que al querer traducir al español el contenido ideal del marxismo sólo se obtuvo un verdadero fantasma.

No sin un hondo sentido, cuando ocurrió la escisión entre Marx y Bakunin, entre los socialistas ortodoxos y los anarquistas, los más de los representantes españoles de la masa obrera se fueron con Bakunin, con el anarquista ruso, porque las condiciones económicas de España se parecían más a las de la Rusia de entonces que a las de Alemania, y aún más Inglaterra, sobre cuyo estado económico basó Marx sus estudios y sus profecías. Se fundó la primera Internacional de trabajadores por Marx y Engels —el día mismo en que nació quien esto os cuenta— frente a otra verdadera Internacional: la del capitalismo industrial y financiero. Ambas Internacionales, sin sentido ni sentimiento de patria —y ambas dominadas por elementos judaicos—, no podían tener adecuada representación en nuestra España, donde las dos supuestas clases, la de los burgueses y la de los proletarios, eran profundamente nacionales. El patrono español y el obrero español eran españoles, nacionales, y sentían más la solidaridad nacional entre ellos que sus sendas solidaridades con capitalistas y con proletarios extranjeros. Y es que España era en su casi totalidad lo que llamamos clase media, pequeña clase media, pequeña burguesía, del campo o de la ciudad. El intercionalismo aquí no fuemás que una pedantería. Harto le costaba a España defender su pobre industria a fuerza de derechos de aduanas, y ello tanto en bien de los fabricantes como de sus obreros.

Ahora, al empezar los funcionarios de trabajo —que no trabajadores— a querer implantar en España, con una pedantería burocrática que pone espanto, procedimientos de la doctrina internacionalista, se encuentran frente al sentimiento nacional del verdadero pueblo trabajador español, que abarca patronos y obreros, burgueses y proletarios. No cabe traducir al español los acuerdos de esos Congresos internacionales, de una enrevesada escolástica sociológica. Mayormente cuando los traductores apenas si conocen la realidad concreta española.

Empieza —¡gracias a Dios!, lo repito— a cuajar un sentimiento colectivo nacional de los verdaderos trabajadores de toda clase, que comprenden que nada tienen que hacer aquí ni el capitalismo ni el proletarismo, traducidos —y mal traducidos— del socialismo internacionalista. Empieza a sentirse que si ha de salvarse la economía nacional y con ella la sana convivencia, tiene que ser por métodos de cooperación. Empieza a sentirse que sólo una Unión Nacional de Españoles —industriales, comerciantes, empleados, obreros— puede sacarnos del atasco en que nos están metiendo los fanáticos del mito de la lucha de clases.

Mas lo que nos va a dar más quehacer es cortar ese vendaval de saña demente que viene arrasando todo contento de vivir por campos y por plazas; es curar esa locura de atracadores, incendiarios y furiosos de toda clase que están jugando a una revolución de cine sonoro, pero con víctimas. ¿Unión General de Trabajadores? No, sino Unión Nacional de Españoles.

La revolución de dentro

Ahora (Madrid), 1 de agosto de 1933

Aun sin tener que acatar la concepción materialista —o más bien determinista— de la historia, la de que son las cosas las que llevan a los hombres y no éstos a ellas, hay que rendirse al sentido histórico que nos enseña cómo la libertad política se abre campo a pesar de los hombres. Y hoy que España, el alma colectiva española, busca su verdadera libertad, bueno es detenerse a considerar en qué paso estamos.

La monarquía se hundió en España por sí sola, sirviéndose de la dictadura. Pero fue, por otra parte, un ramalazo del huracán que arrasó otros tronos, los de Portugal, Grecia, Alemania, Austria, Turquía… La monarquía se hundió en España dejando vacíos de autoridad, de legalidad, de tradición… Había que llenarlos. La república empezó siendo un vacío, apenas nada más que un nombre. El pueblo ingenuo que votó en aquellas inolvidables elecciones municipales del 12 de abril, que votó contra el régimen monárquico de la dictadura, no sabía que habría de ser un régimen republicano. No había en general en España conciencia republicana. Mucho menos esa quisicosa que llaman fervor republicano o emoción republicana. El republicanismo español era algo puramente negativo. Y al erigirse el nuevo régimen el pueblo o no dijo nada o sólo dijo: “Y esto, ¿qué es?”

Tres doctrinas, sin embargo, se presentaron a dar aliento de vida al nuevo régimen: el regionalismo o mejor federalismo, principalmente catalán; el socialismo, y el jacobinismo laicista. Las tres caben, doctrinalmente, en una monarquía. Ha habido en la historia —y aún hay— monarquías federales, monarquías socialistas y monarquías laicistas. Ninguna de esas doctrinas va ligada, por necesidad dialéctica, al republicanismo. Éste se queda siendo una forma histórica vacía de contenido propio, sin nada que no quepa también en rigor, en una monarquía democrática. Todo lo cual, siendo de clavo pasado, hay que pedir perdón al lector de tener que recordárselo. Pero es que hay tantas cosas que de puro sabidas se olvidan…

Procedióse a forjar una Constitución republicana, la de una república semi-federal —federable—, semi-socialista y semi-jacobina. Y entre tanto se hablaba de revolución, de una revolución que apenas hay quien sepa en qué consiste y los que menos lo saben, son los sedicentes revolucionarios. Mas la verdadera revolución, la honda, la de la conciencia pública, se iba y se va abriendo camino por más dentro de las capas que podríamos llamar políticas de la población española. La verdadera revolución, el ascenso a la conciencia pública ciudadana de los íntimos anhelos del pueblo, esta revolución se hace fuera de los partidos políticos. Los programas de éstos, de los partidos políticos organizados, con sus comités y sus congresos, no le dicen nada al pueblo. La llamada masa neutra empieza a hacerse, bajo el acicate revolucionario, una conciencia histórica. Que es política, aunque no de partido alguna Una conciencia española. Y reviven viejas tradiciones.

¿Revolución? La hay, indudablemente, pero en forma de lo que suele llamarse reacción. ¿Contra el nuevo régimen? Más bien para hacerlo de veras nuevo. La reacción —y ciego ha de ser el que no la vea— va contra el semi-socialismo, contra el semi-federalismo y contra el semi-jacobinismo. España, la conciencia histórica española, al despertar, trata de recobrarse y unirse haciendo cesar la lucha llamada de clases, la lucha de intereses y sentimientos particulares —regionales, comarcales, locales— y la lucha de confesiones. Y se presenta un caso que por designarlo con un término extranjero, y aun sin traducirlo, parece algo traducido también. Nos referimos al llamado fascismo. ¡Tabú, tabú! Ya está nombrado el Coco. El Coco y el comodín.

Eso que los revolucionarios de mentirijillas, los semi-revolucionarios, llaman al fascismo, el fascio español, ni ellos saben lo que es ni lo saben los que a sí mismos, aquí en España, se llaman fascistas. Ese fascismo que un Gobierno que parece entontecido persigue como si se tratara de una terrible organización clandestina y anti-republicana es algo tan pueril, tan inocente, tan ridículamente deportivo que da pena. Sus manifiestos, sus manifestaciones, las hojas que raparte, sus ejercicios litúrgicos, darían que reír si no diesen pena por el rebajamiento mental que delatan. No sabe uno de qué sorprenderse más, si de la tontería de esos chiquillos deportistas que juegan al fajo, o de la tontería gubernamental y policíaca que anda a su caza. Porque, señor ministro, lo más desconsolador de este triste periodo de desconcierto es la estupidez —tal es la palabra— con que procede el cuerpo de seguridad. No estamos seguros de la sanidad mental de ese cuerpo. Cuerpo sin alma.

Pero, ah, es que bajo ese fascismo de tramoya, de opereta bufa, bajo esos desahogos de una mozalbetería de cine sonoro, hay algo que está cobrando conciencia seria. Los presuntos fajistas —los que se creen serlo y aquellos a quienes la tontería gubernamental supone tales— no saben lo que el fajo llegue a ser, más que los republicanos del 12 de abril sabían lo que habría de ser la república de los “semis”. Tan inconcientes los unos como los otros.

“¿A dónde vamos?” —suelen preguntarse los españoles que se inquietan de serlo. A donde nos lleve la historia. Que no es la política de los partidos, si no la del pueblo. A donde nos lleve el Hado —otros le llaman Providencia— que en la historia es ley de libertad. Para rehacerse España, para re-nacionalizarse, tiene que libertarse de una lucha de clases que no es de tales clases, de una lucha de comarcas que no sienten sino sus intereses particulares, de una lucha de confesiones que apenas si tienen conciencia de lo que confiesan. Y sobre todo para rehacerse España tiene que comprender que el pueblo se hace su historia por encima y por debajo de la política de los partidos, de los concejales, diputados provinciales o a Cortes, gobernadores, directores generales, ministros y… toda la caterva.

Hemos creído deber exponer todo esto por la alarma que nos produce ver que a la tontería de los deportistas del semi-fascismo responde la tontería gubernamental y policíaca dedicada a inventar ridículas conjuraciones. Y al exponerlo no hacemos obra de político —y menos de político de partido ¡Dios nos libre de ello!— sino de contemplador de la historia. Hemos querido, lector, presentarte lo que descubrimos detrás de esa semi-revolución de semi-socialistas, semi-federalistas y semi-jacobinos. ¿Que a qué nos sumamos? A sentir la historia y a comprenderla y acatarla. Y por lo que al que esto te cuenta, lector, hace a esperar si en el hundimiento de tantas creencias consoladoras, de tantos santos engaños avivadores, le queda la esperanza de que el alma de su alma perdure, aun sin conciencia, en el alma renacida de la España eterna.

Deficiencia mental

Ahora (Madrid), 8 de agosto de 1933

Estos días nos viene interesando la alarma que produce en la Europa civilizada el desarrollo que está cobrando lo que llaman ya deficiencia, ya degeneración mental. Es una gravísima crisis del espíritu público. Del espíritu decimos aunque la opinión general —sobre todo la de los técnicos especialistas— sea que las causas de tal crisis son de orden corporal o somático, causas patológicas de fácil diagnóstico. Sin que se excluya, aunque acaso no se le dé toda la importancia que merece, al efecto del choque en la conciencia pública y popular de la tragedia de la gran guerra que estalló en 1914 y de todas sus revoluciones concomitantes y consiguientes. La deficiencia mental, el rebajamiento de comprensión, que hoy en todo el mundo civilizado se observa, ha de ser debido en gran parte —en su mayor parte, creemos— a la fatiga del espíritu colectivo que no ha podido ir al paso de los acontecimientos. El linaje humano no ha podido digerir la historia trágica, la tragedia histórica, de estos últimos veinte años. Se han producido hechos que la conciencia pública no ha podido consumir y de aquí un déficit mental que es tal vez la causa principal de esa mentada deficiencia mental que se observa sobre todo en la juventud. La cual no acierta a darse cuenta de la realidad histórica que tiene que vivir. Y así que los mozos que cuentan hoy esa edad, los criados unos y los más mozos de ellos engendrados en este trágico período de pesadilla universal parecen tener una mentalidad de niños de cinco años. Los más brillantes, los más imaginativos, los más inspirados, se nos aparecen como casos de precocidad infantil, de esa monstruosidad de los niños precoces de cinco a siete años, que suelen ser casos de anormalidad.

Algo parecido produjo el tremendo ramalazo que sacudió a Europa con las guerras napoleónicas, que no fueron si no el cumplimiento de la gran Revolución francesa, la de la burguesía del siglo ХVШ. Los criados y engendrados durante aquella épica tragedia de la historia universal humana fueron luego los románticos. Románticos en todos los órdenes, literario, artístico, científico, religioso, político, social… De allí salió el socialismo, el marxista y el otro. De allí brotaron todas las utopías sociales que dieron su floración máxima en 1848. De allí brotó el más genuino y más generoso revolucionarismo, el de Mazzini, y de allí brotó también la romántica pedantería cientificista —que no quiere decir lo mismo que científica— de la llamada interpretación materialista de la historia que culminó en la primera Internacional, de Marx y Engels, dos románticos y dos utopistas. Tanto, por lo menos, como Proudhon o como Saint Simon. En el orden literario el producto acaso más genuino de aquella sacudida fue Stendhal y entre las ficciones de éste aquel Julián Sorel de su novela El rojo y el negro. Julián Sorel es el símbolo del romanticismo social napoleónico. ¿Y era un degenerado? ¿Era acaso un deficiente mental?

Después de haber anotado estos puntos preñados de significación y de alcance históricos vengamos a nuestra España de hoy. La otra, la de 1808, no escapó al gran ramalazo de la Revolución y del Imperio franceses. Nuestra guerra de la Independencia, seguida de nuestras guerras civiles, fueron su consecuencia. Así se hizo la España moderna. Y de esta otra última sacudida, ¿hemos escapado? Ciertamente que no. España se ha visto cojida y arrastrada en el huracán que podríamos llamar socialista de la Gran Guerra de 1914 como se sintió cojida y arrastrada en el huracán romántico napoleónico de 1808. Y esto aun antes, mucho antes, de 1914. Lo que simboliza nuestro 1898, el desastre colonial, el acto de Santiago de Cuba, es un prodroma de lo que estamos pasando.

Aquella sacudida de 1898 produjo, entre otras cosas, lo que se ha llamado la generación de entonces, pero ¿dónde está, con caracteres destacados, la generación de 1914, o la de 1921? ¿Qué característica, qué estilo, qué tono da a esta nuestra España de hoy, supuesta republicano-socialista, la mocedad actual, la de los que ahora cuentan al rededor de los veinte años? Al que esto escribe le hace esa mocedad la impresión de, lo mejor niños precoces, pero los más retrasados mentales, mozalbetes que no saben digerir la realidad histórica en que viven. La ignorancia histórica de esos chicos, de los chicos de las juventudes de partido, es abrumadora. No saben nada de lo que han hecho sus padres e hicieron sus abuelos. ¿Y los tópicos revolucionarios de que se tupen? Vaciedad de vaciedades y todo vaciedad. Y dejando de lado, por supuesto, los que se alistan en tal o cual partido, para hacerse carrera política, los aspirantes siquiera a concejales, los mozos de partido. De esto no hablamos.

No nos referimos, claro está, a esas otras violencias materiales, agresiones a pistola, incendios, motines, atracos, y todo lo demás porque mucho, acaso lo más, de esto procede de otra deficiencia mental, de verdadera degeneración mental originada de causas morbosas fácilmente diagnosticables. Y para cuya cura no estaría de más la esterilización que por ahí fuera se preconiza ahora. ¿Pero cómo se va a esterilizar a imaginaciones infantiles que toman palabras hueras por ideas llenas? ¿Cómo se va a curar a los que se embriagan con los términos de revolución, dictadura, fajo, tradición, sin tener concepto alguno maduro y asentado de lo que esos términos puedan valer en realidad histórica?

Y después de estas reflexiones, más bien programáticas e indicativas, sobre la enfermedad que aqueja a nuestra mocedad, su dificultad —en ciertos casos incapacidad— de darse cuenta de lo que está pasando, de cobrar conciencia del momento eterno que vivimos, después de esto dejemos lugar para aclaraciones puntuales y casuales.

Canto de arada

Ahora (Madrid), 11 de agosto de 1933

Jamás podré olvidarlo. Era a la caida de una de estas tardes de sazón castellana. Un gañán, mano a la mancera del arado, iba por entre los surcos, detrás de la pareja de bueyes, hacia la linde en que el cielo y la tierra se juntan. Una ráfaga de luz solar poniente, no de incendio terrestre, iluminaba a los tres. El gañán, al hacer ensanchar el surco binándolo, cantaba. Cantaba una “arada”, con voz libre, voz de campo, sin más resonador ni altavoz que el cielo. Una “arada” charruna, de aire lento y arrastrado, que surcaba hacia la puesta del sol. Araba cantando el gañán, cantaba arando, y canto y labranza se confundían en la obra. Era el gañán un obrero, no un simple y mero trabajador. Porque trabajo condice a la causa, a la causalidad y es noción de servidumbre mientras que obra condice al fin, a la finalidad, y es noción de libertad. (Aunque de esto, que aquí queda acotado, más otra vez.) Y era la obra del gañán aquel, a su modo, una obra maestra. Preparaba al trigo su sepultura, su enterramiento, para resurrección.

Ahora, recordando a favor de cierta lectura aquéllo, escudriño una vez más en esa ya famosa doctrina de la llamada interpretación materialista —mejor determinista, causalista, no finalista, no espiritualista— de la historia y en si se vive para sacar jornal o se saca jornal para vivir. Para vivir y cantar y hacer obra; para crear. Y en el campo para hacernos tierra, tierra de resurrección comunal. ¿Oirían la arada los finados y enterrados abuelos del gañán cantor, sus muertos seculares, la arada que era un requiebro a la madre tierra? Y aquel obrero, aquel labriego se re-creaba en su obra, en su labranza. No le empujaba a él, que empujaba aguijándoles, a sus bueyes, resorte económico, sino artístico, poético, religioso. Era un artesano de la tierra, un artista, no un siervo de la gleba. Y pensando en ello, soñándolo, pienso y sueño en el artesano, en su arte y su artesanía, y en el obrero que ante todo se paga de su obra. Y por eso canta porque con el canto se cobra y se re-cobra del trabajo. Y si se me dijera que también se entonan —sólo que estos en coro y a grito pelado— himnos internacionales a la luz de incendios a mano airada, diré que en esos himnos la letra mata al espíritu. Y allí no suele haber bueyes sino máquinas.

La lectura que me ha traído estos recuerdos de campo y de obra, es la de las doctrinas nacionales de Walter Darré, ingeniero agrónomo, actual ministro de agricultura del Imperio alemán, ensalzador de la aldeanería como fuerza vital de la raza nórdica de la nueva nobleza de la sangre y del suelo, profeta de la primacía del campo y de la debelación de las grandes ciudades industriales, la del capitalismo y las amasadas masas proletarias. Predica la aversión a todo lo comercial y el desprecio al enriquecimiento monetario. La técnica del lucro —dice— ha cegado a los aldeanos; han vendido sus fincas y sus casas para enriquecerse más pronto y luego han perdido el dinero y se han hecho mendigos. “Es aldeano —dice Darré— quien hereditariamente arraigado al suelo por su linaje, cultiva su tierra y considera su trabajo como un debr para con su linaje y su pueblo. Es explotador agrícola quien cultiva sn tierra sin estar hereditariamente arraigado al suelo y considera su trabajo como una tarea puramente económica y remuneradora.” Y pide una ley que permita a los que son verdaderamente aldeanos sobre su tierra o quieren llegar a serlo instituir su finca como bien aldeano hereditario, protegiéndolo en adelante contra la división, contra el adeudamiento y contra los apetitos de logro de un propietario puramente explotador.

Leyendo las doctrinas, más filosóficas que económcas, de Darré, el ministro de Agricultura del Imperio nacional-socialista alemán de hoy, y aun contando con todo lo que hay en ellas de generosa utopía basada en increíbles creencias seculares, he pensado en la diferencia que pueda haber entre asentar y arraigar labradores, entre asentamientos y arraigamientos. Y he pensado que el funcionario de trabajo, ingeniero de Estado —es decir, de estadística— puede llegar a ser un temible intermediario, sobre todo si tiene la cabeza llena de sociología determinista, de economía causalista. Porque ¿es el Estado el que ha de marcar finalidad al pueblo o éste al Estado? Y he vuelto a pensar en el retorno a la Edad Media a despecho de los que hablan de feudalismo sin saber lo que éste fue.

Uno de los secuaces de Darré, Walter zur Ungnad, dice: “¿Qué se harán las ciudades? Sólo las aldeas y las villas subsistirán. Se organizarán en torno del mercado, colonizando los alrededores y distribuyendo las tierras a sus habitantes. Les harán volver a ser burgueses agrícolas, que saquen su mantenimiento tanto de su trabajo en la villa como de su tierra.” Ensueños de arios de svástica aplanados por el industrialismo maquinal.

Y de otro lado, en la anhelante Rusia, la industrialización del campo, el amasamiento del mujic. Y aun quedan los que sueñan con una alimentación química, por píldoras sintéticas. El otro día me decía uno que la humanidad, que va a termitera, se alimentará, como los térmites, de madera. “Mejor de papel” —pensé—. “Nos comeremos las bibliotecas y los archivos.” Y entre tanto nos tupen el seso, nos le empapizan, con píldoras sintéticas ideales, con tópicos sociológicos, puro serrín. Y no sabemos ya cantar. ¿Quién ha oído cantar a alondra enjaulada en ciudad?

¡Ay, aquella arada de gañán castellano, en tarde sazonada, que surcaba el aire como el arado surcaba la tierra y aquella ráfaga de luz solar poniente que iluminó al obrero! Cayendo en meditar la lucha de hoy en el campo pensé que lo que va a hacer más falta es, invirtiendo un antiguo consejo, resignación en los ricos, en los señores, y caridad en los pobres, en los criados. ¿Aunque pobres? ¡Pobres todos!

Es para volverse loco

El Norte de Castilla (Valladolid), 12 de agosto de 1933

Es para volverse loco el darse a cavilar si es que los más de nuestros prójimos no se están volviendo tales. ¡La cantidad de alucinados, la legión creciente de los que no comprenden la realidad histórica en que viven, sino como cosa de función de magia, de tramoya! Por donde quierea ven, según sean unos u otros, jesuitas, masones, judíos, comunistas, fascistas… y por su parte los que deberían tener la cabeza fresca y sana, andan con eso de los sospechosos y los peligrosos. Y como si ello fue cosa de doctrinas y de predicaciones de las llamadas sociales. Y como el Gobierno debe repartir sus persecuciones, le es menester proceder contra los de un extremo para que los del otro no le acusen de parcialidad. Aunque para esto ha inventado el cómodo truco de que ambos extremos se entienden.

¿Conspiraciones? Nunca hemos creído en la peligrosidad de ellas. Los que en conspiraciones se meten suelen ser unos pobres ilusos a los que explotan unos cuantos vivos —no demasiados vivos— que van a sacarse unos cuartejos y a los que se arriman unos cuantos jovenzuelos, deportistas de la revolución, aficionados a la tramoya. ¿Quién ignora el ridículo proceso de todas las conspiraciones revolucionarias para derribar a la Monarquía borbónica, incluso las que acabaron en sangre? La Monarquía no acabó por ellas.

La Monarquía borbónica, la de Alfonso XIII, la de la Dictadura de Primo de Rivera y sus sucesores, como, por la conciencia de sus culpas, se sentía impotente, huyó. Huyó de miedo. Huyó ante unas elecciones municipales que ni prepararon ni organizaron los conspiradores de la tan cacareada revolución; huyó ante unas elecciones en que el pueblo, harto de aquel desasosiego, buscó un cambio. Acogió con cierto entusiasmo la huida de los que huyeron y con expectativa la entrada de los que los sustituyeron. “¡Veamos lo que venga!”, se dijo. Pero los que salieron de la cárcel para ocupar el Poder público no habían tenido en la organización de aquellas elecciones del 12 de abril de 1931 más parte que cualesquiera otros ciudadanos adversarios de la Dictadura monárquica. Y esos mismos que ocuparon el Poder y que habían andado en conjuras y conspiraciones saben mejor que nadie la futilidad e ineficacia de ellas; saben bien que no vienen por ese camino los cambios de regímenes y de Gobiernos. ¿O es que los conspiradores contra la Monarquía toman en serio los complots que descubren o que inventan? O que provocan. ¿Es que toman en serio esos juegos infantiles de unos deportistas formados en el cine? No, eso no puede ser.

¿Que se está formando una tormenta pública encima de eso que llaman el régimen y no es tal régimen? Sin duda. La tormenta se forma encima y en contra de lo que llaman la revolución. Y con ello apenas tiene nada que ver ni monarquismo, que escasamente hay, ni republicanismo, que tampoco le hay. Y si la Monarquía; conciente de sus culpas, huyó ante unas elecciones populares, no tendría nada de extraño que la flamante revolución de izquierdas —que no es República— huyera también ante otras elecciones, conciente de las tonterías que acumula. Por lo menos las teme. Y el miedo, que es lo que más enloquece y entontece, le hace cometer nuevas locuras y nuevas tonterías. Y ver por donde quiera fantasmas, trasgos, endriagos, encantadores y brujos.

¿No habéis oído, lectores, cómo muchos de esos alucinados por el miedo, atribuyen al dinero de un potentado de los negocios esas conspiraciones que se fingen? Cuando en pleno Parlamento se dijo por gobernantes que o la República acababa con un millonario o éste acababa con la República, comprendimos el peligro que corría un régimen entregado a perturbados mentales, de semejante calaña. Perturbación que aunque se dé en hombres de cierto talento, acusa una cierta deficiencia mental. Y luego hemos podido ver que esos gobernantes alucinados por el miedo, los que de unas Cortes, también en su mayoría alucinadas, arrancaron aquella disparatada ley llamada de Defensa de la República, que esos gobernantes han ido acumulando torpezas sobre torpezas. Persiguiendo fantasmas y sin ver los peligros reales.

Y que no invoquen a la República, porque ésta, la República, no es todavía nada en España. La Monarquía, espiritualmente, dejó de ser; la República todavía no ha sido. No tiene tradición aún. Y hay que hacerla. Y los oficiantes de este régimen todavía no nos han dicho lo que entienden por República. Cada vez que oímos decir: “¡Hay que gobernar en republicano!”, nos decimos: “¿Y qué es eso?” Verdad es que tan socorrida frase —tópico huero— se suele esgrimir contra los sedicentes socialistas y como si éstos no se declararan también republicanos. Aunque a las veces digan éstos, los sedicentes socialistas, que si la República no les da lo que quieren se lo tomarán de otro modo y aun estableciendo la dictadura del proletariado. Lo que no pasa, claro, de otro tópico de muchachos deportistas del revolucionarismo y no pocos de ellos tan deficientes mentalmente como los que declaraban que si no se acaba con un hombre, este hombre acaba con el régimen de los declarantes.

Es para volverse loco el pensar si lo estarán todos esos que se creen llamados a hacer lo que llaman revolución. ¿Locos? Pero hay dos clases de locuras, una por deficiencia y otras por excedencia mental.”El sueño de la razón engendra monstruos”, dijo Goya.

Procesionalismo

Ahora (Madrid), 15 de agosto de 1933

Para purgarme el ánimo, echando fuera de él durante el tiempo de la dieta el recuerdo de los hechos humanos, estuve hace poco releyendo a Enrique Fabre, el Homero de los insectos. Mas, ¡ay!, que con frecuencia el buen maestro provenzal se nos vuelve un Esopo o un Lafontaine, un fabulista. No hay remedio, el animal nos sirve de espejo, y la llamada historia natural se hace historia, fábula.

Volví a leer en Fabre las sugestivas páginas que dedica a las costumbres de la oruga procesionaria de los pinos, esas larvas que en procesión de larga fila, no más que de una en fondo, van siguiendo el rastro que en el suelo del árbol y del bosque deja la procesión. Ese rastro debe de ser un programa. Y es curioso ver cómo el paciente Fabre pudo comprobar que si a la oruga guión se le llega a colocar, en marcha circular, sobre el rastro de la última de la procesión, ésta, la procesión, se hace circular, y allá se está la tropa toda, la colectividad procesionaria, dando vueltas y más vueltas sin ir a parte alguna. Y es que en esas pobres orugas la procesión va por fuera. Nos resulta un animalito verdaderamente estúpido. Y es que una oruga no tiene sexo, y la finalidad económica de su vida es comer y no otra cosa. ¡Cuán otra la de la mariposa que de ella surge! Y la mariposa no es procesionaria, sino que revolotea de un lado a otro, se acopla, se baña en luz y pasea la vida. La pasea, no la pasa.

Y ahora, interrumpiendo un rato estos fantaseos sobre la oruga procesionaria, quiero recoger un juicio de Maeterlinck sobre la abeja, bicho colectivista —y en cierto sentido, procesionario también—, en comparación con la individualista y hasta anarquista mosca. Sobre la abeja que se llama obrera, claro está, la que hace miel y cera, la que fabrica los panales de la colmena. Y que tampoco tiene sexo. Éste se queda para los zánganos y para la pobre reina. Decía, pues, Maeterlinck que si se le mete a una abeja obrera, insexuada, en una botella en lugar oscuro y con su fondo —cido, sin perdón— hacia la luz de una abertura en el lugar, la abeja, discurriendo con lógica, se dice: “donde está la luz está la salida”, y sin convencerse de que el cristal del fondo es impenetrable, allí perece, mientras que una aturdida mosca se saldría por la boca de la botella. Lo que, en contra de Maeterlinck, prueba la superioridad espiritual de la mosca, estética, individualista y sexuada, sobre la abeja lógica, colectivista e insexuada. Paseando la vida se encuentra la salida, la libertad, y no aplicando la lógica de construir panales. Que es una especie de sociología y de sociología procesionaria.

Y volviendo al procesionarismo, conviene observar la conducta del “homo sapiens” —bípedo implume o mamífero vertical— cuando quiere hacerse camino —progreso le llaman— en procesión. Mas antes hay que explicar lo de levógiros y dextrógiros. Porque es el caso que si a un hombre se le pone, vendado de ojos, en vasta llanada y se le manda que avance en línea recta, uno se va inconscientemente hacia la izquierda y otro hacia la derecha, describiendo una amplia curva. De tal modo que si el espacio fuese suficiente, el dextrógiro o derechista describiría un círculo acaso, en el sentido de la aguja del reloj, y el levógiro o izquierdista, otro círculo en el otro sentido. Total, ¡pata! Porque uno y otro, con la lógica de la abeja embotellada y la de la oruga procesionaria, cumplirían verdaderas revoluciones orbitales y no saldrían de ellas. Su revolución iba por fuera. Y es claro, no encontrarían la salida. ¿O es que creen los levógiros y los dextrógiros, los izquierdistas y los derechistas, que el oscuro instinto que les lleva en uno u otro sentido —total, ¡pata!— es lógica, es sociologia? La de la abeja y la oruga insexuadas. Y en tanto la mosca, la que se pasea la vida —se la pasa paseándola—, se come la miel que la abeja obrera fabrica, aunque a las veces perezca presa de patas en esa miel. Pero es una muerte dulce.

¿Y el zángano, el holgazán? Andaba hace unos años por tierras de Salamanca y de Palencia un pobre maestro de escuela, que, tras de triste desastre familiar, acabó en mendigo alcohólico. Murió abrazado a una bota de vino. Era simpático y muy cortés y hasta ceremonioso el pobre Venturita. Solía pedir prestada una perra grande. Tuvo pequeñas herencias y las derrochó en pocos días volviendo a pasear su miserable vida como mendigo vagabundo, andariego.

En cierta ocasión íbase Venturita hacia Salamanca, carretera de Ledesma, y al acercarse a la ciudad entró en una tasca a darse combustible líquido. Bebió, se echó su saco al hombro, despidióse, salió a la carretera, venteó el ámbito y en vez de tomar rumbo a Salamanca, lo tomó hacia de donde había venido. “Pero, Venturita —le dijo uno—, has perdido el tino; ya ni conoces el camino; ¿no decías que ibas a Salamanca?” Y el miserable paseante de la vida le contestó: “¿Pero no ves que en este tiempo ha cambiado el viento y que si fuese ahora hacia Salamanca me daría de cara?” Y el pobre Venturita, el mendigo del camino, se fue, viento en popa, por donde había venido. No sé si, de vivir hoy, le cogería en sus mallas la ley de Vagos; pero sé que él gozaba de la triste libertad de los que pasan no, como los poderosos, por encima de la ley, sino, como los menesterosos, por debajo de ella. ¿Levógiro o dextrógiro, izquierdista o derechista, aquel pobre vagabundo de Dios? Su verdadera patria era el camino, por el que no iba a procesión. Venturita no tuvo programa. Su memoria descansa en paz en los que le conocimos y le socorrimos. No se empeñó en atravesar el fondo infranqueable de la botella. Vivió, bebió, durmió, soñó y se murió al día y al viento.

¡A cuántos les marca el viento su camino! Sobre todo a los que llevan la procesión por dentro. Y como esto resulta fábula, el lector esperará la moraleja. Pero la moraleja no suele ser más que sociología. Sáquela, pues, cada cual a su gusto.

La Universidad hace veinte años

Ahora (Madrid), 17 de agosto de 1933

La vida universitaria hace veinte años en España era fundamental y esencialmente la misma que hace cincuenta y tres años, cuando el que esto escribe ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, una vida cotidiana, sosegada, rutinaria si se quiere. La Universidad era una oficina de Estado, la de la administración de la enseñanza llamada superior. Esas monsergas de la alta cultura han venido después. La Universidad era una continuación de la segunda enseñanza, del bachillerato, así como éste una continuación, para uso de la burguesía pequeña y grande, de la primera. La Universidad era —y sigue siendo— una fábrica de licenciados y doctores en las cinco Facultades universitarias con sus litúrgicos colores.

¿La Universidad como corporación, como colegio, como colectividad ? Apenas sí existía. Cada catedrático acudía a su oficina, a su cátedra, y despachaba su lección sin preocuparse mucho de lo que sus compañeros de claustro hicieran. Reuníanse sólo para examinar y el día de la apertura de curso, disfrazados con pompa, para oír trozos de un discurso que se repartía y del que, por lo general, no quedaba luego recuerdo alguno. O nos reuníamos en claustro para chinchorrerías internas y cuando había que votar senador universitario, triste función electoral que, en general, rebajaba a los claustros.

¿Pero la labor íntima docente no ya de la Universidad como corporación, si no de los profesores, de los catedráticos mismos? Esto dependía, claro está, del personal, y creo poder asegurar que no era inferior a la de cualquier otro cuerpo oficial del Estado. Los más cumplían, según su leal saber y entender, su misión. Y la cumplían sin más responsabilidad que la moral y de conciencia. No había inspección alguna y dentro de su clase S. M. el Catedrático —como le llamé yo más de una vez— era dueño absoluto de explicar lo que le pluguiera o de no explicar nada. A algunos les eximía de tener que explicar el haber publicado algún libro de texto, que solía ser costoso, o algunos apuntes. Y cuenta que no me parece de por sí censurable el que un profesor recite o acaso lea un libro si el libro es bueno y lo sabe leer. La mayor parte de nuestros jóvenes españoles no se enteran de algo si no lo oyen, no basta que lo lean. Un buen lector puede ser, sin más, un apreciable profesor. Claro está que hay además aquellas disciplinas de lo que se llama carácter práctico, las de clínica y laboratorio, las de ejercicios de traducción, etc., que exigen otra aplicación docente.

Como me propongo abstenerme, en lo posible, de dar nombres y de traer anécdotas, no he de citar a profesores universitarios de entonces que hayan dejado nombre en la historia de la ciencia, de la filosofía, de la literatura o de la investigación. Los más de los que lo han dejado no ha sido por su labor docente de cátedra, sino por sus publicaciones, y hasta en más de un caso se ha formado el prejuicio de que como tales catedráticos eran adocenados. Otra cosa es que acabaran por cansarse de la cátedra, como le ocurrió a don Marcelino Menéndez y Pelayo, de quien seguí dos cursos completos y saqué valiosos apuntes. Pero hay que ver lo que una cátedra, con la monotonía de su regularidad, cansa, y cómo la labor docente, envejeciendo el profesor mientras los discípulos se renuevan en juventud —“los toros siempre seis años!” decía Lagartijo— mella la mente y el carácter. Un maestro, de cualquier grado, se infantiliza con los años. Y los alumnos no siempre respetan la infantilización.

Quiero hacer constar lo que yo debo a maestros de la cátedra que como no ejercieron otra actividad pública, como no fueron escritores ni publicistas, no han dejado nombre alguno, pero supieron despertar vocaciones. He dicho alguna vez que la verdadera Universidad popular ha sido en España el café y que entre nosotros abundan los autodidactos. Pero es que no pocas cátedras eran, y en el más generoso sentido, como una tertulia de café donde no pocos alumnos se descubrieron a sí mismos. Y me acuerdo de un hombre nobilísimo, de enorme inteligencia —verdad, amigo Flores de Lemus—, tertuliano de casino y de café, que apenas si había leído un libro, lo sabía todo de oído, —estupendo conversador, no orador —no pronunció un solo discurso y fue senador— de quien se dijo que enseñaba en cátedra lo que no sabía y que aficionó a no pocos al estudio. Fue un ejemplar magnífico de catedrático oscuro, como tal casi anónimo, y lo recordarán cuantos se acercaron a aquel corazón de maestro, que reposa en su Granada, y hombres así los ha habido, gracias a Dios.

Por entonces, todavía hace veinte años, la concepción general era la de que la Universidad servía para dar a los futuros licenciados aquel mínimo de la enciclopedia facultativa que les permitiese abrirse una carrera. Empezaba a apuntar eso de que es, “además”, un órgano de alta cultura, o de Cultura con mayúscula y un centro de investigación. Luego han venido los investigacionistas, que no siempre son investigadores y con ellos la plaga del especialismo sin universalidad. Aun no se exigía que el profesor tuviese que ser, como por fuerza, publicista.

Lo cual ha traído, entre otros inconvenientes, el de que haya quienes se pongan a improvisar publicaciones no más que para que les sirvan de mérito oficial en concursos y oposiciones.

El nudo de aquella vida universitaria eran los exámenes; en tomo a los exámenes giraba la mala vida universitaria. Se denigraba a ciertas Universidades como coladeras, pero las ciudades universitarias se conmovían si algunos catedráticos ponían en peligro los intereses de las casas de huéspedes, y luego había los padres de los alumnos y las academias particulares. Entre ellas la de los jesuitas de Deusto, y la de los agustinos de El Escorial. En torno a la llamada Universidad de Deusto, la de los jesuitas, empezó a cuajar la campaña en favor de la libertad de enseñanza, de que ésta no debe ser función del Estado, campaña que en tiempo, después, de la Dictadura de Primo de Rivera provocó la agitación estudiantil —de que nació la Federación Universitaria Escolar— en contra del propósito de conceder a esas Universidades libres la facultad de examinar y conferir grados. Aquella agitación estudiantil fue una de las causas —acaso la mayor— del derrumbe de la dictadura primo-riverana. Y la campaña jesuítica en pro de la enseñanza libre ha sido la causa principal del suicidio en España de la Compañía de Jesús. El que esto escribe, que tuvo experiencia larga de cómo enseñaban y de cómo no enseñaban los de Deusto, que tiene formado concepto de la pedagogía jesuítica, no ha de exponerlo ahora aquí. Eso sí, ha de repetir, pues lo ha dicho más de una vez, que estima injusta la disolución de la Compañía e injusta la prohibición de enseñar a las Órdenes religiosas si sus miembros poseen los títulos que el Estado exige, y se someten a la inspección y vigilancia de éste. Y ahora sólo me compete afirmar que la enseñanza universitaria, con todos sus defectos, era en aquellos tiempos muy superior a la de esas otras instituciones libres. La industria pedagógica particular, la de aquellas academias, no se preocupaba de eso que se llama cultura. Mas de esto no creo deber decir más en unas notas sobre la vida universitaria de hace veinte años para atrás.

Un año me falta para jubilarme como catedrático universitario; hay por toda España desparramados alumnos que asistieron a mis clases en aquellos tiempos de obra docente y discente cotidiana, regular, oscura y todo lo que deseo es que esa mocedad que educamos nosotros, los de aquel tiempo, guarde de nuestra labor el recuerdo que yo guardo de los maestros que hace cincuenta años me enseñaron a estudiar, me despertaron curiosidades y aficiones en la Universidad española de Madrid de entonces. No es lo que ellos me enseñaron, sino lo que yo aprendí, excitado por sus enseñanzas y no pocas veces en contra de ellas, por mí mismo. Me enseñaron a leer, en el más noble y alto sentido de la lectura. Y enseñándome a leer me enseñaron a escribir. Lectores se llamó en un tiempo a los catedráticos universitarios —“lentes”, leyentes, se les llama en Portugal—, y sin maestros de esa lección, de lectura, todo laboratorio de investigación, en que se enseñe a leer en el llamado libro de la Naturaleza o de la Historia, será baldío.

No quiero entrar en lo que la política, sobre todo en su más alto y noble sentido, debió a la intelectualidad universitaria. Profesores de Universidad habían sido dos de los cuatro presidentes de la primera República española. Ni tampoco quiero callar que después de la llamada Restauración hubo en general gran respeto a lo que se llama la libertad de la cátedra. Y como sobre esto corren no pocas leyendas, espero en otra ocasión analizarlas.

En resolución, no creo que cuando se haga el proceso de instituciones y categorías sociales públicas que han contribuido a la formación de la actual civilización española, quede la obra de aquella modesta Universidad que tiraba a formar facultativos de profesiones liberales por debajo de la de las otras. Espero que así lo reconozcan las mocedades de las generaciones futuras.

País, paisaje, paisanaje

Ahora (Madrid), 22 de agosto de 1933

Esta parrilla… mejor, ¡esta mano tendida al mar poniente que es la tierra de España! Sus cinco dedos líquidos, ¿Miño-pulgar? ¿Duero-índice? ¿Tajo-el del corazón? Guadiana y Guadalquivir. Y la otra vuelta, la de Levante, Ebro, Júcar, Segura y el puño pirenaico y las costas cántabras. Y sobre ella, sobre esa mano, la palma azul de la mano de Dios, el cielo natural. Y la mano ¿pide u ofrece?

¡Y lo que es recorrerla! Cada vez que me traspongo de Ávila a Madrid, del Adaja, cuenca del Duero, al Manzanares, cuenca del Tajo, al dar vista desde el alto del León, mojón de dos Castillas, a ésta, a la Nueva, y aparecérseme como en niebla de tierra el paisaje súbeseme éste al alma y se me hace alma, no estado de conciencia conforme a la conocida sentencia literaria. Alma y no espíritu, psique y no pneuma; alma animal, ánima. Como esas ánimas que según la mitología popular católica, vagan, separadas de sus cuerpos, esperando en purgatorio la resurrección de la carne. Siento que ese paisaje, que es a su vez alma, psique, ánima —no espíritu— me coje el ánima como un día esta tierra española, cuna y tumba, me recojerá —así lo espero— con el último abrazo maternal de la muerte.

No me ha sido dado otearla, en panorama cinematográfico, desde un avión pero sí columbrarla a partes, a regiones, desde sus cumbres. E imaginarla viéndola así, con el ánima y con el ánimo. ¡Imaginar lo que se ve! Si el catecismo nos enseñó qué es creer lo que no vimos, cabe decir que re-conocimiento, ciencia, es creer lo que vemos. E imaginar lo que vemos es arte, poesía. Tener fe en España y conocerla, pero también imaginarla. E imaginarla corporalmente, terrestremente. He procurado, sin ser quiromántico, a la gitana, leer en las rayas de esta tierra que un día se cerrará sobre uno, apuñándolo, rastrear en la geografía la historia.

Y aquí, aunque se me acuse de jugar con las palabras, y de discurrir imaginativamente con el lenguaje —¿y qué mejor?— he de decir que si la biografía, la historia, se ilumina y aclara con la biología, con la naturaleza, así también la geografía se ilumina y aclara con la geología. Hay las líneas —las rayas de la mano— y hay los colores. Hay nuestras tierras rojas, blancas y negras. El verdor es otra cosa y no de entraña. Y hubo quienes al modo de lo que biología y geología son a biografía y geografía, inventaron junto a la cosmografía, una cosmología. Mas dejemos esto.

En esta mano, entre sus dedos, entre las rayas de su palma, vive una humanidad; a este paisaje le llena y le da sentido y sentimiento humanos, un paisanaje. Sueñan aquí, sueñan la tierra en que viven y mueren, de que viven y de que mueren unos pobres hombres. Y lo que es más íntimo, unos hombres pobres. Unos pobres hombres pobres. Y algunos de estos pobres hombres pobres no son capaces de imaginar la geografía y la geología, la biografía y la biología de la mano española. Y se les ha atiborrado el magín, que no la imaginación, con una sociología sin alma ni espíritu, sin fe, sin razón y sin arte. ¡Hay que ver la antropología, la etnografía, la filología que se les empapiza a esas frívolas juventudes de los nacionalismos regionales! ¡Cómo las están poniendo con los deportes folklóricos, los bailes dialectales y las liturgias orfeónicas! ¡Qué paisanaje están haciéndole al paisaje!

Aunque… ¿paisanaje? No, esos no serán nunca paisanos, hombres del país, del pago, de la patria que en el paisaje se revela y simboliza; no serán paisanos o si se quieren aldeanos. Y sin ser aldeano, paisano, no cabe llegar a ciudadano. El espíritu, el pneuma, el alma histórica no se hace sino sobre el ánima, la psique, el alma natural, geográfica y geológica si se quiere. Esos, los de la diferenciación, suelen ser señoritos de aldea, que no aldeanos, cuando no algo peor y es señoritos rabaleros de gran urbe, rabaleros aunque vivan en el centro de la populosa aldea. Son los que han inventado lo del meteco, el maqueto, el forastero o sea el marrano. Ellos se creen, a su manera, arios. No verdaderos aldeanos, paisanos, hombres del país —y del paisaje— no cabreros o Sanchos si no bachilleres Carrascos. En el fondo resentidos; resentidos por fracaso nativo.

Les conozco a esos pobres diablos; les tuve que sufrir antaño. Querían convencerse de que eran una especie de arios, de una raza superior y aristocrática. Conocí más de uno que en su falta de conocimiento de la lengua diferencial del país nativo estropeaban adrede la lengua integral del país histórico, de la patria común, de esta mano que nos sustenta, entre Mediterráneo, Atlántico y Cantábrico a todos los españoles. Su modo de querer afirmarse, más aun, de querer distinguirse era chapurrar la lengua que les había hecho el espíritu.

Y luego decir que se les oprime, que se les desprecia, que se les veja y falsificar la historia, y calumniar. Y dar gritos los que no pueden dar palabras.

“¿Pero es que usted les toma en serio?” se me ha preguntado más de una vez. Ah, es que hay que tomar en serio a la farsa. Y a las cabriolas infantiles de los incapaces de sentir históricamente el país. Todo lo que en el fondo termina en la guerra al meteco, al maqueto, al forastero, al inmigrante, al peregrino, termina en una especie no de ley, pero sí de costumbre de términos comarcales o regionales. Cuestión de clientelas. Y como si fuera poco la supuesta lucha de unas supuestas clases, viene la de las flamantes naciones.

¡A donde he venido a parar desde la contemplación, desde la imaginación del paisaje y del país de esta mano de tierra que es España! Mano y lengua. Lengua de tierra en el extremo occidente de Eurasia, en vecindad del África. Mano que cojió a América y lengua que le habló en su lengua. Y desde arriba otra mano le señaló su misión, su historia. Por encima de regímenes.

Devaneo de seso en vacaciones

Ahora (Madrid), 27 de agosto de 1933

El comentador —¡presente!— se ha tomado vacaciones de testigo interno —pero no íntimo— de las Cortes. Y se ha puesto a devanarse los sesos para refrescarlos. Recuerda cuando allí, en la Cámara, se hablaba de la teoría y la práctica. Sí, aquel incurable profesor que se proponía escribir un libro —claro que de texto— que se titulase: “Metodología de la teoría de la práctica o sea Ante-introducción al estudio de la pedagogía”. Que podría ser demagogía —y acentúese en la i. La teoría es la legislación y la práctica es la gobernación… digo, me parece… Y hay que ver esos ejercicios teóricos legislativos con comisiones, subcomisiones, ponencias, votos particulares, enmiendas… Y sale… ¡la fórmula! Es decir, se vota. Con quorum o sin él. Que, aunque lo parezca, no tiene que ver con el coro, amigo mío. Y por cierto que eso le ha hecho a usted, aprendiendo parte de la declinación del relativo latino, fijarse en que el “quid” del “quorum” está en el “cum quibus” —el qué de los que en el con qué. Y todo es relativo. Hasta la relatividad.

Y volviendo en devaneo a la teoría, veamos aquello de: “Si n número de hombres abren un túnel de dos kilómetros en m tiempo, ¿cuántos hombres lo abrirán en medio segundo?” ¡Un problema matemático! Y las matemáticas, como son puras, no fallan, pero los hombres ¡ay! Viene aquí lo de los imponderables y las impurezas de la realidad. La verdadera incógnita es el hombre. Sobre todo en esos polinomios que son los partidos políticos. Por lo cual no anduvo tan torpe aquel atolondrado alumno que al proponerle el profesor en un examen: “Veamos, supóngase que un sastre compra siete varas de paño a…” le interrumpió lanzándose, tiza en mano, al tablero y diciendo: “¡Sea x el sastre!” Sí, los hombres, sastres o no, son la x, la incógnita.

En esa Cámara los hombres entramos, salimos, nos movemos como las abejas en una colmena. Para no hacer más que cera. Pero, la verdad, es que no hace todavía cinco años los más de los actuales diputados a Cortes ¿soñaban siquiera en serlo? ¿Sobre todo los que no lo habíamos sido, ni pretendido serlo antes? Diputados sin verdadera vocación de carrera, dígase lo que se quiera. ¿Que estos diputados de ida y vuelta, de va-y-ven le hayan tomado gusto a la cosa? Lo dudo. Me acuerdo de lo que acabo de leer en Paul Valery, mi buen amigo, y es que la política es el arte de impedirle a uno meterse en lo que le toca. Los diputados, pues, entran y salen y algunos se van a ver a las misses populares —más o menos proletarias— tostadas al sol de la playa madrileña y vestidas con trajecitos de cuatro pesetas. Y esos diputados, ¿piensan en la reelección? Algunas veces se oye hablar con espanto izquierdista de las futuras elecciones. “¡Un salto en las tinieblas!”, se dice y se repite el huero tópico. ¿Pero es que los pasos en el vacío son mejores que el salto en las tinieblas? ¿Y toda esa labor teórica legislativa, llena de equises, de incógnitas, no es pasos en el vacío? Sobre todo la de urgencia, la de plazo fijo; todo eso que dicen complementarlo. ¡Porque hay que cumplir los compromisos! Que por cierto, no han existido. Los ingenuos electores de aquellas elecciones no conocían programa alguno. Y todos los sastres de la Constitución éramos equises. Y algunos haches. Haches mudas.

“Pero bueno, ¿qué hacemos aquí?”, le decía una vez uno de los compañeros, en los pasillos, a otro de su polinomio. Y éste le contestó solemne: “¡Estamos haciendo la República!” Y este comentador —¡presente!— que asistía al diálogo como testigo interno —y en calidad de monomio— no pudo menos que entrometerse y preguntar: “¿La república? ¿y qué es eso? ¿con qué se respira?” Mirada de asombro en los del polinomio. Porque es el problema que no se habían planteado qué sea la república. Eso sí “hay que gobernar en republicano” y “eso no es república” pero ésta, ¿la república? Una x, una incógnita. A la derecha o la izquierda es igual.

No conozco un republicano español que se haya planteado en serio el problema de en qué se diferencia sustantiva y no objetivamente, de una monarquía una república. Como tampoco en qué se diferencia del socialismo. Y no digamos nada de la puerilidad esa de derechas e izquierdas. Pura logomaquia. О algo peor: filosofía inconciente.

Este comentador, por su parte, se está devanando los sesos desde que vino éste que llaman nuevo régimen —y con él el nuevo estilo— para dar en qué es lo que entienden por república los que más la cimbelean y victorean, sobre todo los jóvenes. Y no da con ello. Hace poco creyó vislumbrarlo en una frase de un revolucionario de la gran Revolución, la burguesa si se quiere, la de Francia en 1789; de un gran revolucionario, de Mirabeau. Cuando dijo: “Cuando hablo de República entiendo la cosa pública que abarca todos los intereses” —“qui embrasse tous les intérêts”. ¡Qué claro me pareció! Nada de lucha ni de clases, ni de comarcas, ni de confesiones. ¡Todos los intereses! ¿Pero… no habrá aquí la ponzoña del fajismo? ¿No se ocultará en esa fórmula el veneno de un nacionalismo no internacional? Y luego, leyendo el “New York” de Paul Morand me encontré con este dicho de un hombre de Estado norte-americano: “Nuestro gobierno es y ha sido siempre una República; el peligro sería que se hiciese una democracia.” Y volví a caer en confusiones. Y pensé que en una asamblea democrática no hay modo de eliminar las incógnitas.

Y ahora heme aquí, en este devaneo de mi seso en vacaciones —que no vacará mucho, pues le conozco— pensando que bien podía el incurable profesor de marras escribir su “Metodología de la teoría de la práctica o sea Ante-introducción al estudio de la…” No de la pedagogía, sino de la demagogía (acento en la í). Le pondría un prólogo este comentador.

Sobre un cura pistolero

Ahora (Madrid), 30 de agosto de 1933

Entre el montón de sucesos y ocurrencias —más o menos significativos y más o menos sangrientos— con que cada día que pasa nos brinda la prensa diaria, logró detener la atención de este comentador una noticia llegada de Cuenca el día 24 de este agosto. Decíase en ella que en una aldea, cuyo nombre no hace ahora y aquí al caso, se hallaban en la era unos trilladores cantando el himno nacional y se presentó el cura del pueblo, armado de pistola, maltrató a los cantores y le arrancó las orejas a un muchacho de catorce años. “Desprendimiento de los pabellones auriculares”, decía la noticia periodística. Que se instruía sumario y que el cura no era la primera vez que se pronunciaba públicamente contra el régimen.

Primero: que estaban cantando el himno nacional. Pero, ¿cuál es el himno nacional? Porque himno nacional, nacional —así—, no sabemos que le haya ni le haya habido en España. Oficial, puede ser… La Marcha Real no fue, ni pudo ser nunca, himno nacional del reino de España. Y no pudo serlo porque carecía de letra. Tanto que durante la Dictadura primo-riverana quisieron ponérsela. Y no se le pegó. Un himno sin letra no puede llegar a ser nacional y menos popular. Otra cosa es una bandera que no necesita de empresa o leyenda. Y así se hizo nacional la bandera roja y gualda, que no es —hay que repetirlo— monárquica ni lo fue nunca. La tuvieron por nacional todos los españoles, monárquicos y republicanos. La bandera de la Casa de Borbón era otra: la actual de la República Argentina. Y si no hubo entonces himno nacional tampoco hoy le hay, pese a la “Gaceta”, si es que ésta ha declarado serlo alguno.

¿El himno de Riego acaso? Pero el pueblo español ha olvidado la letra del himno de Riego, que ya nada nos dice. De seguro que los mozos trilliques de esa aldea conquense nos estarían entonando el “¡Soldados, la patria / nos llama a la lid! / ¡juremos por ella / vencer o morir!” Y de seguro también que estarían cantando algún “Trágala” al cura belicoso o acaso la Internacional comunista, y no ese supuesto himno nacional que ha perdido la letra. Por lo demás, es indudable que la música por sí, el aire o tonada, tiene un valor emotivo y hasta conceptual. ¿Y qué si se cantara letra del “Tantum ergo”, del “Miserere” o del “Dies irae” con música revolucionaria? O en sentido inverso.

¡El poder de la música! Tengo de tradición familiar un caso del poder de la música. Pronto hará un siglo que se publicó la “Vida de Jesús”, de David Federico Strauss, que tanto alarmó y conmovió a las conciencias de los católicos. Era proverbial el “Impío Strauss”. Y años después, yendo a confesarse una de mis tías, en Vergara, su pueblo natal, con un fraile exclaustrado, preguntóle éste si había alguna vez bailado —baile de salón, se entiende—, y al contestarle que sí, añadió: “¿Valses?” “También valses”. Y el buen fraile entonces: “¿De Strauss?” Porque entonces bailar un vals de Strauss era como ahora llevar los brazos al aire. (No creo deber añadir que llamarse Strauss en Alemania es como aquí llamarse Gómez.)

Y pasando al cura ese que dice se ha pronunciado más de una vez públicamente “contra el régimen” —otra expresión indefinida y hasta ambigua— no se nos ha informado cómo le desprendió “los pabellones auriculares” al pobre trillique cantor del supuesto himno nacional. No sería con la pistola. Y ello nos hace recordar que cuando el tropel de Judas fue a prender a Jesús, uno de los de la compañía de éste sacó una espada y le cortó una oreja a un siervo del Sumo Sacerdote. Y el Señor le dijo lo de: “Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada perecerán a espada.” Y esto debía saberlo el cura de la pistola.

Apropósito de la cual pistola voy a relatar otro caso tan sucedido como el del vals del impío Strauss. Y es que a raíz de una famosa peregrinación a Begoña, en mi villa natal de Bilbao, peregrinación que se convirtió en una verdadera refriega entre unos y otros fanáticos de ambos bandos, comentaban el caso unos curas en el gran pórtico —lo que se llama la Novena— de la basílica begoñesa, y uno de ellos, el más evangélico, se mostraba escandalizado de que algún compañero de sacerdocio hubiese acudido a la procesión armado de revólver. “Nuestro Señor Jesucristo —dijo— no usó nunca revólver.” Y el cura pistolero, alzando las manos como cuando se va a bendecir, exclamó: “Pero hombre, ¡qué ignorante eres!, ¿pues no sabes que en tiempo de nuestro Señor Jesucristo no se había inventado todavía el revólver?”

Por lo demás, el celo del cura pistolero conquense, del desorejador, discípulo del de aquella compañía de Jesús cuando éste fue prendido por el beso de Judas, corre parejas con el celo revolucionario de todos esos degenerados mentales y cordiales que se dan a quemar altares de iglesias o a derribar cruces e imágenes de santos y santas. No es cosa, ¡claro está!, de que a estos energúmenos se les vaya a desorejar, pero no estaría de más que se les encerrase de por vida en un manicomio de incurables. Y también estos dementes —pues no son otra cosa— se ponen fuera de sí cuando oyen ciertos himnos o ciertas jaculatorias puramente litúrgicas. Suelen ser de los que se enfurecen cuando creen ver la que se les antoja bandera monárquica.

Y ahora vamos a recordar algunas de las “Máximas para revolucionarios” de Bernard Shaw. “No hagas a otros lo que quisieras que te hiciesen a ti, pues sus gustos pueden no ser los mismos.” “El arte del gobierno es la organización de la idolatría.” “El populacho no puede entender la burocracia: sólo puede adorar los ídolos nacionales.” “El que mata a un rey y el que muere por él son igualmente idólatras.”

El acto del cura pistolero de la aldea de Cuenca es un acto mellizo del que se lanza a descalabrar a quien anda pregonando una de esas hojas que llaman fascistas. Que por supuesto el joven anti-fascista, ordinariamente de una dementalidad análoga al del incendiario de iglesias y derribador de imágenes religiosas, maldito si sabe lo que es el fascio y lo que es el fascismo.

Una vez más y no será la última —¡que ha de serlo!— me creo obligado a decir que lo que más me apena, por nuestra España, es el giro que toman estas luchas que se dicen políticas y sociales, es que de una parte y de otra, de la de unos fetichistas y de la de los otros, sus contrarios, acusa una pavorosa degeneración mental en las llamadas juventudes. Podrán desgañitar cualquier himno nacional o internacional, con letra o sin ella, ¿pero ideas? ¡Ni una! Ni clara ni oscura. Y no digamos nada de los curas pistoleros o de los que se escandalizan de que se bailen valses de Strauss o de que en un verano bochornoso como éste entre una dama piadosa en un santuario, a visitarlo en veraneo, con los brazos al aire.

Ensueños de hastío

Ahora (Madrid), 6 de septiembre de 1933

Ha sido en una de esas viejas ciudades castellanas, varadas en la alta historia, en la que él ha vivido y a la que ha vivido largos y preñados años de vida. ¡Y qué se bienestaba en ella en sentir y dejar que se pasasen y se posasen las horas con recuerdos de siglos! Al volver allá, después de una ausencia corporal, se fue vagando a respirar sus ensueños intactos y se metió por una calleja antigua. Una de esas callejas sembradas de olvido y de silencio, en que asoma una rala y humilde yerba por entre las coyunturas de los chinarros, como para recordar el campo. Jamás había entrado un auto, ni coche, ni carro por la calleja; algún borrico con carga. En una rinconada, junto a un poyo, tomaba el sol un gato, y daba un aire doméstico, casero, a la calleja. ¿Quién ha visto, y menos acostado, un gato en una avenida de ciudad? Elevando la vista pudo ver, ceñido por los aleros alabeados de las viejas casucas recogidas, un cacho de cielo enjuto y sano; rincón de cielo para colgar de él ensueños. Todo cerrado al mundo actual, ruidoso y pasajero. Al fondo de la calleja, un trozo de la vieja muralla. Sólo cruzó un momento aquella soledad una gitana, de andares ondulantes e indolentes, que se le antojó algo así como un vencejo peregrino, a los que el pueblo cree inmortales. No se sentía respirar; le sosegaba un recatado contento. Y era como si se abrazase al que fue en su mocedad madura, como si arrollase su conciencia de largos años. Aquella calleja era un cerrojo, un pasillo, de la casa ciudad, de lo que fue para él casa.

Y empezó a sondar dentro del sueño universal otro sueño. Empezó a respirar la historia. Pero la historia entera y verdadera, no la de las crónicas, sino la que abarca y funde tradiciones y documentos, leyendas y realidades, milagros y rutinas, recuerdos y esperanzas, fantasías e increíbles creencias fecundas, evangelios, mitologías, supersticiones, ficciones y materialidades; tan reales Don Quijote y Hamlet, como Cervantes, Shakespeare, Cristo y Apolo, Adán y el antropopiteco. La historia entera y verdadera, sin criba, sin crítica, la que se está rehaciendo de continuo. Se puso a soñar, por caso, todos los Felipes Segundos que han venido viviendo desde que se fundió en el pudridero del Escorial, la sombra de sueño que fue el primer Felipe Segundo.

Se estuvo contemplando y considerando aquel poema —que poema es—, y parecía como si el tiempo se lo ordenase. Que es como en el otro sueño, que en cortísimo espacio de tiempo se aprietan dilatados sucesos. Parecía el tiempo discurrir de espacito. Casi como parado. Y todas las figuras, todos los personajes eran contemporáneos entre sí. Y en aquel ensueño sentíase el hombre libre del más terrible enemigo de la humanidad, que es el aburrimiento. El aburrimiento —aborrecimiento de la vida—, el tedio, el hastío, la “noia”, que se dice en italiano, pues dos italianos, Hugo Fóscolo y Leopardi, filosofaron poetizando —la más honda manera de filosofar— sobre ella. “Que si la religión no fuese ni terror ni consuelo, sino sólo ocupación de nuestro corazón, sería no menos necesaria, pues que el más fatal estado del hombre es el hastío (la noia).” “El supremo motor de todos los pensamientos del hombre, de todos sus miembros es el hastío…, el que le hace buscar ocupaciones y deseos nuevos cuando le son satisfechos los que le rodean.” Así Fóscolo, que luego dice que en su tiempo —paso del siglo XVIII al XIX— quisieron muchos hombres arrancar de raíz la religión, creyéndola elemento de la tiranía y no de la naturaleza humana, y “se les antojó que allí hubiese república donde no hubiese religión”. Y después de Fóscolo, Leopardi, en aquel su hermoso “Diálogo de Cristóbal Colón y de Pedro Gutiérrez”, que le hacía decir a Colón, camino de descubrir el Nuevo Mundo, esto: “Si al presente tú y yo y todos nuestros compañeros no estuviéramos sobre estas naves, en medio de esta mar, en esta soledad incógnita, en estado cuanto incierto y arriesgado se quiera, ¿en qué otra condición de vida nos encontraríamos? ¿En qué estaríamos ocupados? ¿De qué modo pasaríamos estos días? ¿Más alegremente, acaso? ¿O no estaríamos más bien en algún mayor trabajo o solicitud, o llenos de hastío (pieni di noia)?” Y añade el Colón de Leopardi: “Aunque no nos venga otro fruto de esta navegación, me parece que sea provechosísima en cuanto por algún tiempo nos tiene libres del hastío, nos hace cara la vida y de aprecio muchas cosas que otramente no tendríamos en consideración.” Y recordando estos dichos italianos que nuestro hombre bien conocía, se libraba y purgaba del hastío, del tedio que le había invadido antes de haberse, refugiado en la calleja a contemplar desde ella la historia entera y verdadera.

Sacudióse de su ensueño, se acordó de la actualidad urgente —que no es, no, el presente eterno—, de su menester, de su obligación o compromiso, y deslizóse despacito a la avenida en que la calleja desemboca. Y allí autobuses, autos, camiones, yentes y vinientes, hasta guardias de asalto y alguaciles. Y por extraña manera volvió a arremeterle cierto hastío. Aquel cinematógrafo callejero, más o menos sonoro, entre casas vistosas y mozas, pero maquilladas y llenas de afeites arquitectónicos, aquello sí que era ilusión en el fondo vacío. No historia, sino una pesadilla espiritual que le quitaba el respiro, dándole la ansiosa expectativa de cada momento, el acceso soñoliento de eso que llaman revolución, y haciéndole de toda su contemplación histórica una plasta. Era el paso en el vacío, peor que el salto en las tinieblas. El suelo de la Historia se le hundía bajo los sentidos.

Sintió el agobio hasta la congoja, que es tener que vivir de gacetillas, y cuán fuera de la historia entera y verdadera yace la crónica de los diarios, comadrería lo más de ella. “¿Qué leyendas dejará esto? ¿Qué mitos? ¿Qué evangelios? ¿Qué tradiciones?”, se preguntó. Y volvió la vista a la calleja, a ver si entre sus sombras —anochecía ya— adivinaba, a lo lejos y alejándose, la sombra de su alma, perdida en la eternidad del pasado.

Poncios y Panzas

Ahora (Madrid), 9 de septiembre de 1933

En estos últimos días en que por parte de diversos comentadores de la cosa pública se ha tratado del surtido de gobemadores de que puede disponer el gobierno del nuevo régimen y de su nuevo estilo, me he encontrado releyendo nuestro Libro. Quiero decir el “Quijote”. Y cuando se discutía a algunos del surtido —o equipo si se quiere— repasaba el relato cervantino de la carrera de Sancho Panza como gobernador de la ínsula Barataria. Y aunque sea harto conocido de los más de nuestros lectores —digo, me parece…— no estará de más refrescarles la memoria española.

Recordemos cuando Teresa Panza, “fuerte, tiesa, nervuda y avellanada”, al saber por carta de la Duquesa, como si dijéramos la Ministra, que a su marido se le había hecho gobernador, se puso a bailar ante el cura y Sansón Carrasco, diciendo: “¡A fee que agora no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, si no tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!” Y como la Duquesa —perdón, la ex-Duquesa— decía a la señora Teresa “que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo,” salió Sancho con tan buena fama del gobierno de su ínsula que “hasta hoy se guardan en aquel lugar y se nombran las Constituciones del gran gobernador Sancho Panza”, dice el Libro. De seguro que no se guardará tanto nuestra moza Constitución, que en cuanto a observarse… Y si aquellas Constituciones quedaron firmes aun salidas de la mollera sosa de un aldeano de quien su mujer —la del “¡Gobiernito tenemos!”— decía que en el pueblo le tenían todos “por un porro, y que sacado de gobernar un hato de cabras no pueden imaginar para qué gobierno pueda ser bueno”, debióse ello a las instrucciones que le dio su señor Don Quijote, entre las que sobresale aquella de: “No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen…” Que es lo de San Felipe de Neri de: “si quieres que te obedezcan, manda poco.” En lo que no anduvo acertado Don Quijote fue en soltarle un latín añadiendo: “Dígote este latín porque me doy a entender que después que eres gobernador lo habrás aprendido.” Si algunos gobernadores de nuestras ínsulas hubiesen aprendido bien, no digo latín, sino castellano, se habrían ahorrado algunas multas, de esas de defensa. Porque las ha habido que son una vergüenza para la mentalidad de los que las han impuesto. Y esto llega más arriba que a los gobernadores.

Y ahora se nos ocurre aquí una cosa y es cómo siendo, o por lo menos debiendo ser tan conocida en España la gobernación famosa de Sancho Panza, nunca se les ha llamado —o motejado según los maliciosos— Panzas a los gobernadores y sí, en cambio, Poncios. Y la verdad, entre ser motejado de Poncio o de Panza, el escogimiento no es dudoso. Y no es que Poncio Pilatos, aunque letrado y buen latino —y no menos ladino— no tuviese bastante de Sanchopancesco, que era socarrón y suspicaz. Buena prueba es de ello cuando después de haber preguntado al Cristo: “¿qué es la verdad?” le volvió la espalda sin esperar respuesta y se lavó las manos. Que Sancho se resistió a que le lavasen las barbas y Pilatos se lavó las manos. Pilatos servia al César, a quien hay que dar lo suyo, y cuando el populacho pedía sangre, tragedia, no contento con la farsa del “Ecce Homo”, cedía al populacho encogiéndose de hombros y después de declarar que no encontraba culpa en aquel Hombre. Pero gobernar, dicen, es transigir y hay que echar carne a las fieras. Triste cosa sería que por no saber transigir a tiempo con el populacho enfurecido, como hizo Poncio, se encontraran un día los Panzas con que tenían que darse de zurriagazos para desencantar a la República, como tuvo que dárselos Sancho para desencantar a Dulcinea del Toboso.

Y dejándonos de estas comparaciones, que todas dicen que son odiosas, y de si este o aquel gobernador merece que le llamen Poncio o Panza —o acaso Poncio Panza—, el caso es que la dificultad que hallaba la ex-Duquesa seguirá mientras se haya de acudir para nombrarlos a ciudadanos que vivan de su profesión y oficio y no quieran hacerlo de la política, mientras haya que acudir a matriculados en partidos políticos. El político de carrera —electorero ante todo— es la inevitable plaga de toda democracia y es muy preferible el burócrata para ciertos cargos. Entre ellos el de gobernador.

En aquellos tiempos del que algunos cándidos llaman ya antiguo régimen —¡vaya una idea de la antigüedad!— había dos equipos o surtidos de gobernadores —algunos Poncios, pero muchos más Panzas— que por lo general sólo se preocupaban de hacer el número de años de servicio que les valiese para mejora de jubilación, los dos equipos turnantes. Y los había avezados al oficio y al tanto de todas las maturrangas de él.

Se decía que iban consignados al cacique, pero esto es menos grave que ir consignados a un cacicato colectivo, a un grupo de intrigantes y mandantes. Porque eso de que se haya acabado el caciquismo es una candidez tan grande como la de la antigüedad de que os decía. El régimen aquel es viejo, pero ¿antiguo? ¡qué va…! Como tampoco joven es lo mismo que moderno. No hay que confundir las especies.

El que esto os dice tuvo algo que ver con un Panza francés, con un prefecto —y luego con un sub-prefecto— y pudo apreciar las ventajas de que un gobernador lo sea de carrera, un burócrata al que no se le pide credo político, y menos de partido, si no que se atenga a la ley. El cual tiene siempre presente que puede cambiar el Gobierno. Pero lo peor de todo es que en un Gobierno de mescolanza —esto es, mestizo— haya partido que rehúse dar gobernadores, lo cual es una forma de colaboración desleal. Ni más ni menos.

Constitución y República

El Adelanto (Salamanca), 12 de septiembre de 1933

El próximo pasado domingo día 3 de septiembre, se celebró aquí, en Salamanca, como en el resto de España, la elección del vocal del Tribunal de Garantías Constitucionales. Tomé parte, como concejal de hecho que soy del Concejo de la ciudad, en la elección y voté la candidatura llamada de los agrarios. ¿Que por qué? Pues bien sencillo. Eran tres las candidaturas, una de ellas la ministerial, y me decidí por aquella de las otras dos que creí derrotaría más fácilmente al Gobierno. O mejor, a la FIRPE, o aún mejor a la de la conjunción republicano socialista. Sabía lo qu significaba el voto, y que no se trataba de republicanismo ni antirrepublicanismo. La candidatura llamada agraria no tenía carácter antirrepublicano o monarquizante, como han dado en decir los mentecatos.

No se trataba, en efecto, de pronunciarse ni en favor ni en contra del régimen republicano, aunque sí en favor o en contra de lo que se da en llamar la revolución. Por lo que a mí hace, trataba de pronunciarme con mi voto no contra la República —¡claro está que no!—, pero sí, si es que no contra la Constitución, actualmente yacente —qne no vigente—, en favor de su revisión. Porque creo que si el Tribunal de Garantías Constitucionales cumple con su deber de justicia preparará la inevitable revisión de una Constitución y unas leves adyacentes en que vulneran los preceptos mismos que ella establece. Y no sólo creo que puede y debe haber República con otra Constitución —o con ésta, más bien que reformada, refundida—, sino que si se persiste en mantener la Constitución tal y como salió de las Cortes, la República corre peligro.

¿Que es Tribunal de Garantías no debía de tener carácter político? ¿Que no, eh? Así tiene que ser. Para nadie es un secreto que el Gobierno sedicente revolucionario ha venido a esto del Tribunal de Garantías a regañadientes y tratando de escatimarle atribuciones. Le tenía y le tiene miedo. Sabe que ante un Tribunal así, si tiene un sentido de justicia, no pueden prevalecer no ya sólo acuerdos ministeriales evidentemente anticonstitucionales, y lo que es peor, arbitrarios, despóticos y conscientemente injustos, sino acuerdos parlamentarios, leyes votadas en Cortes también arbitrarias, despóticas y conscientemente injustas. ¿O es que hay argucia de despotismo que cuando la Constitución veda las confiscaciones pueda cohonestar las de los bienes de la Compañía de Jesús o de las fincas do la llamada grandeza? “Es la revolución”, se me ha dicho cuando he argüido esto. Muy bien, es la revolución, pero no es la justicia ni es siquiera la legalidad constitucional.

El error está —y esto aunque se ha dicho y repetido conviene volver a decirlo y repetirlo una y otra y otra vez más— en haber querido hacer a un tiempo una revolución y una Constitución que la encauce y la enfrene; el error ha estado en haber querido hacer una revolución constitucional o una Constitución revolucionaria como si revolver sea construir. Y otro error, aun mayor, el de figurarse que el pueblo de las elecciones del 12 de abril y el que nos votó a los actuales diputados constituyentes nos pedía y esperaba de nosotros semejante revolución. No, no, no y no. Y bien claro se está viendo.

No, el pueblo español que votó la República —o mejor que votó contra la Monarquía y la Dictadura— no pedía semejante revolución, aunque la pidiese una parte de él. Y la menor, según se está viendo y se verá aun mejor en adelante. Y hay que dejarse de oquedades como esas de derechismo e izquierdismo, comodines para uso de molleras sosas. El pueblo, ni quería esas confiscaciones ni pedía persecuciones ignominiosas y vengativas. Y aunque las hubiese pedido, que no las pidió. Es algo que abruma a la conciencia de un miembro de Asamblea legislativa el oír cómo se habla de la soberanía de las Cortes y como si un soberano tradicional o colectivo estuviese por encima no ya de la ley sino de la justicia. Nada me ha agobiado el ánimo y me lo ha entristecido tanto como el haber oído una vez a un diputado constituyente decir, para justificar un voto que tenía conciencia de haber sido injusto, que lo dio porque le dio la gana. “¡He votado esta ley porque me ha dado la gana!” Entreví la sima revolucionaria. La gana, la santísima gana, la terrible y castiza gana española. La republicana gana, que es exactamente lo mismo que la real gana. En el fondo, la Dictadura.

Y no sólo una Asamblea por delegación soberana, sino el pueblo mismo que elige y nombra no debe sentir la gana por encima de la justicia. Podrá haber, y sin duda ha habido, revoluciones justicieras; pero por lo común, cuando para tratar de cohonestar algo se dice: “es la revolución”, puede asegurarse que quien lo dice tiene conciencia de que aquello que busca cohonestar es algo injusto.

No quiero distraerme en el examen de casos particulares —y aun singulares—; pero hemos estado viendo atropellos —algunos que repugnan a toda conciencia honrada— para cohonestar los cuales se ha acudido a la necesidad de una defensa revolucionaria. Era el miedo a la verdad y el miedo a la verdadera justicia.

El Tribunal ese de Garantías, no muy bien nacido, si ha de cumplir su cometido, que es el de preparar la revisión de la Constitución revolucionaria —en lo que tenga de tal—, tiene que borrar todo lo que ha hecho la gana republicana. Que al pueblo le ha ganado ya la desgana. Y no es ya cosa de conjunciones, sino de sentido de defensa nacional de la justicia para todos. Para todos.

Y que no se venga con mandangas de fascismo, de dictadura o de lo que sea. España está entregada a la más lamentable anarquía, a luchas de supuestas clases, a luchas de comarca, a luchas de confesiones. Y si ha de constituirse algo ha de ser sobre el sentimiento de justicia, que no es venganza ni represalia, y si ha de garantizarse lo constituido ha de ser sin hurtar nada al examen de la constitucionalidad.

He aquí por qué voté contra la candidatura ministerial, por entender que el Gobierno actual de la República trata de poner a salvo el necesario recurso de revisión de una Constitución que acaba con ella la República, o ella acaba con la República.

Las Comunidades redivivas

Ahora (Madrid), 15 de septiembre de 1933

¿Partidos políticos? ¿Partidos? Qué bien dice el nombre, que suena a facción y suena a clientela. Y tan es así que se buscan otras denominaciones con que disfrazarlos. Entre ellas la de unión, y luego cada una de estas uniones desune más a los pueblos; es lo que suele. La Unión Patriótica, por caso, acabó en partido y partido personal o fulanista, aunque empezó diciéndose “matriz de partidos”. Y suelen acabar en fulanistas todos, aun los presumidos de democráticos. Y así es que no duran ni pueden durar. Y los que duran, peor, porque se endurecen; su duración es dureza, y al cabo se ponen empedernidos y pilongos.

De aquí que se evite esa denominación. Comunión llamaban a su partido los tradicionalistas —carlistas mientras vivió don Carlos de Borbón y Este—. Comunión sonaba, a la vez, a cosa religiosa. Y es que los partidos responden, por lo común, a intereses accidentales y pasajeros y no a grandes intereses sustanciales y permanentes, económicos, sociales, regionales o espirituales. Y se da el caso de que se llamen apolíticos los más políticos.

Pero hay otro nombre que sonó y resonó mucho hace unos siglos en Castilla, y es el de comunidad. Muy parecido al de comunión. Las Comunidades de Castilla. Y por otro lado las Germanías de Valencia. Que no fueron partidos.

Las Comunidades de Castilla, movimiento popular y nacional, se alzaron contra el estatismo Imperial, internacional, de Carlos Primero de España, pero Quinto de Alemania; un Habsburgo que había de unir la suerte de nuestra nación a la del imperio germánico, llevando a nuestros abuelos a guerras por la hegemonía de la Casa de Austria en Europa. Y vino con un cortejo de flamencos, contra lo que se levantaron, sobre todo, las Comunidades. Que el destino futuro de España estuviese en la visión del emperador, en su imperialismo y en la Contra-Reforma es una cosa; pero el caso fue que no lo vieron ni entendieron así los comuneros, que creían que los intereses nacionales iban a ser sacrificados a intereses internacionales, la vida de la nación a la razón de Estado. Podrá decirse que la política del emperador era más ecuménica, más universal, y la de los comuneros más aldeana; pero siempre queda el recurso de pensar que la de éstos, la de los comuneros, podría haber llevado a otro universalismo.

¿Y es que con el internacionalismo estatal de Carlos Quinto no tienen semejanza otros internacionalismos que han venido después y que tratan de poner la nación a merced del Estado, y éste, el Estado, al servicio de una clase social —lo que se da en llamar así: clase— y no de la nación toda? La política de las Internacionales —primera, segunda, tercera y las que haya y las que vayan saliendo seguida— suele ser una política de Estado contra las naciones, contra los intereses genuinamente nacionales.

Y por curioso caso del juego de las íntimas contradicciones políticas, por la dialéctica de las antinomias, ocurre que la concepción política internacionalista de clase, la que pone al supuesto proletariado sobre la patria, y aun contra ella, acaba en cantonalismo. Y la anarquía. Los presuntos —y presumidos— proletarios de un lugar, de una aldea, contra, los de otro lugar u otra aldea. La guerra al forastero, al meteco, al intruso, aunque sea de la misma clase.

¿Pero es que esto de clases, en el sentido que adquiere en la erizada escolástica marxista, cabe aplicarlo al campo, a la economía agraria, sobre todo cuando ésta no se halla industrializada? Si no es ya fácil determinar en el régimen de las grandes industrias dónde acaba una clase y empieza otra y quién es burgués y quién proletario —dos comodines de palabra—, es no ya dificilísimo, sino casi imposible, determinarlo en el régimen agrario campesino.

Por donde ha venido a suceder que al querer aplicar al régimen agronómico nacional —y de un campo pobre— las teorías —por cierto muy mal aprendidas— de la erizada escolástica marxista, y querer aplicarlas a medias y contradictoriamente, ha tenido que surgir como defensa el sentimiento nacional que surgió en Castilla contra el estatismo de Carlos Quinto, el de las Comunidades.

Terratenientes —grandes y chicos; la inmensa mayoría chicos o achicados—, arrendatarios, colonos, aparceros, todos los que tienen algo propio, alguna propiedad privada que defender, se están uniendo contra los que, por colectivismo, llegarían a arruinar a la colectividad. Y a ellas se van uniendo —bueno es que se sepa— labriegos, jornaleros sin propiedad privada alguna que sienten cómo su interés, el de la seguridad de su jornal —que es su propiedad—, está más seguro con el régimen que combate esa escolástica. Habiendo de tenerse en cuenta que ese movimiento es independiente de otras doctrinas de carácter político que busquen apoyarse en él. Ni monarquismo o republicanismo, ni confesionalismo o lo que llaman laicismo tienen que ver, en rigor, con él. Ni es de eso que dicen de derecha ni de izquierda.

Grandísima locura querer asentar con préstamos del Estado a pobres labriegos sin capacidad técnica, desasentando a labradores, grandes y pequeños, que con sus propios recursos mantendrían a esos labriegos mucho mejor que se mantendrán como siervos del Estado.

He aqui el sentido de ese poderoso movimiento agrario nacional que está surgiendo en ambas Castillas y aun fuera de ella. Había un fondo de triste realidad en todo aquello de los latifundios, de los señoríos y de lo que llaman feudalismo los que no saben lo que éste fue, pues no le había de haber. ¡Pero cuánta leyenda sobre ese fondo! Se cargaba a codicia de los señores mucho que era avaricia natural de la tierra. Si se les dejara a los campesinos colectivistas, pronto el campo nacional quedaría convertido en un vasto páramo yermo.

Y todo esto ha venido por querer aplicar el concepto escolástico internacionalista de clase a una economía agraria que en rigor no lo tolera. Los siervos de la gleba de Estado serían los peores siervos.

Baste por hoy con estas consideraciones acerca del movimiento de defensa de la riqueza nacional —¡bien menguada!— que las redivivas Comunidades representan.

Política y literatura

Ahora (Madrid), 20 de septiembre de 1933

Surge a las veces (de cuando en cuando) en la prensa diaria —política y literaria a veces (alternativamente) y aun a la vez (simultáneamente)— el tema de la literatura y la política en sus relaciones mutuas. O más bien, el de si el hombre de letras haya de meterse a político o el político a literato. Pero ¿quién define y deslinda los campos? Hay política literaria y hay literatura política. Y suelen confundirse. Que pensar la acción —y pensar es expresar— y actuar el pensamiento son dos caras de una misma obra. “El Príncipe” de Maquiavelo, ¿es política o literatura? Lo malo es que no suele haber un concepto mejor: una expresión clara ni de lo que sea política ni de lo que sea literatura.

Uno de estos días se ha recordado en nuestra prensa, a este motivo, a Disraeli político y literato en uno y a la vez y no sólo a veces. Cabe recordar a Chateaubriand, a Lamartine y hasta a nuestro Cánovas del Castillo. ¿Y quién nos dice que tal a cual político o estadista autor de Memorias con que pasar a la historia no cumplió su obra política como obra literaria, no representó —autor y actor a la vez— su drama para contarlo? Caso terrible el de aquel pobre Amiel, el hombre del diario, que vivió, sintió, soñó, sufrió y se deshizo para alimentar su Diario íntimo y fue esclavo de él. Cada día, “¿qué haré o pensaré hoy que pueda pasar al Diario?” Pero ¿quién nos dice que tal político o estadista autor de Memorias no las estuvo preparando de antemano mediante su obra pública?… ¿Que tal medida legislativa que impuso no se debió a colocar tal discurso literario que como tal discurso pasara a una antología? Hay un género que en literatura se llama de ensayo, y no pocos procedimientos gubernativos no suelen pasar de ensayos en el mismo sentido que los literarios. Ni puede ser de otra manera.

¿Acción? Las más de las veces lo que se suele llamar así, acción, no es más que palabras. Recuérdese del Evangelio lo de aquel centurión, hombre de obediencia y de mando, que no le pidió al Cristo más que una palabra. Las leyes no son más que palabras escritas. Y para interpretarlas, lo primero gramática.

La propaganda política, ¿qué es sino oratoria, o sea literatura hablada? Parlamento viene de parlar. Nuestra actual Constitución —a la que tantas veces la he motejado de Constitución de papel— a menudo se rebaja a literatura en el peor sentido que se da a este tan de ordinario mal comprendido término.

Con la literatura se hace política, pero, a la vez, con la política se hace literatura, se hace leyenda, se hace cultura, se hace ensueño, se hace historia. Historia en el sentido no de lo que pasa, sino de lo que los hombres sueñan que ha pasado y es lo mismo. Y es indudable que en política la eficacia estriba, más que en la mentalidad de lo que se dice o declara, en la espiritualidad del modo de decirlo, en el estilo. Y por esto ha podido hablarse de nuevo estilo, que es concepción literaria.

¡Nuevo estilo! No el “dolce stil nuovo” del Dante, que este reciente no ha sido dulce, sino tan amargo que ha malenconiado a no pocos. Y el estilo no dice propiamente a los conceptos, sino a su expresión; no a las ideas, sino a las expresiones; no a la materia, sino al espíritu; no a la lógica, sino a la retórica.

¿Retórica? ¡Y cuánto se la ha calumniado! Retórica deriva de retor, que equivale a orador. Y la oratoria ha hecho la política. Un discurso vale por muchos motines. Y la más honda labor política suele ser precisar expresiones. Y de aquí que los oradores, al hacer política, hagan y rehagan lengua más qué los hombres no más que de letras, que los meros literatos. Habida cuenta de que hay muchos escritores —en España los más castizos— que no son sino oradores por escrito.

Leyendo hace poco el “Discurso sobre el texto de la Divina Comedia del Dante”, de Ugo Fóscolo, me encontré con un pasaje que me retuvo la atención y es aquel en que dice: “Las lenguas, donde hay nación, son patrimonio público administrado por los elocuentes, y donde no la hay se quedan en patrimonio de literatos; y los autores de libros escriben sólo para autores de libros.” Esto lo decía Fóscolo para la Italia de hace más de un siglo, pero ¡cuánta aplicación no tiene a nuestra España de hoy, donde los meros literatos cambian sus libros y quedan los elocuentes, los oradores —de palabra o por escrito—, para administrar el mayor y más puro y más espiritual patrimonio público de la nación! Y luego el mero hombre de letras, o mejor: el hombre de meras letras, se queja de que la política daña a su oficio.

Los políticos, cuando a la par son literatos, en el más alto sentido de este apelativo, y los literatos cuando a la vez se sienten políticos, son los que hacen la historia viva, esto es: soñada. ¿Y qué son sino sueños todo eso de las luchas de clases, de comarcas, de confesiones o de lo que sea? Y al decir “de lo que sea” me refiero a otra lucha que va a hacerse política y es la lucha de sexos. Ya Cánovas del Castillo, literato político que habría dado toda su fama de gobernante por la fama de literato de su tío don Serafín Estébanez Calderón (El Solitario) —y así lo declaró en un libro—, en un artículo, a ratos humorístico, que sobre el mes de abril publicó en un almanaque de “La Ilustración Española y Americana” se refirió a “los contrapuestos sexos que mancomunadamente detentamos el planeta”. ¡Y que no hay hoy en España pocos políticos que temen para las próximas elecciones generales a Cortes la lucha de los contrapuestos sexos que mancomunadamente detentamos la nación! ¡Contrapuestos!

Y de todo este descosido —aunque no deshilvanado— ensayo, político y literario a la vez, quiero que se deduzca que hacer política, cuando ésta es algo más noble, más espiritual y más hondo que administración y manejo de partidos, es hacer literatura y que hacer literatura cuando es algo más noble, más espiritual y más hondo que hacer libros para entretener no más a los lectores y vivir de este entretenimiento, es hacer política. Aunque no sea de otra manera que haciendo —esto es, creando— lengua viva, el más íntimo y radical patrimonio público de una patria cualquiera.

Mitos y justicia

Ahora (Madrid), 26 de septiembre de 1933

No cabe, querido amigo y compañero “Azorín”, empleo más noble de la pluma de un escritor público, de un conductor de la conciencia pública, que el de despertar el sentimiento de la justicia. Justamente se refería usted, al emprender una campaña justiciera, al famoso proceso Dreyfuss en que se perseguía a un hombre por razón de Estado, es decir, por sinrazón de política. Casos en que se saca a cuento aquello de “salus populi suprema lex esto”, sea la salud del pueblo la ley suprema.

Adrede he dejado apenas traducido lo de “salus” por salud. ¿Se trata, en efecto, de salvación o de sanidad? ¿ Y qué es el pueblo? ¿Se trata de salvar al pueblo de un grave peligro? ¿y al pueblo? Porque hemos oído sin casi asombro a un ministro lanzar en plenas Cortes la increíble insensatez de que o la República —que no es precisamente el pueblo— acababa con un hombre o este hombre acababa con la república. Lo cual es hacer desaforada mitología, crear otro mito. Y con esto sí que corre riesgo la sanidad mental del pueblo, pues se le entontece y envenena. Y a la vez los que semejantes insensateces propalan crean un estado de conciencia popular contrario al que trataban de crear. El mito les sale adverso. Es lo que se suele llamar “hacer mártires”.

Por lo cual me ha parecido nobilísimo el empeño de usted de pedir que se lleve el enjuiciamiento de un hombre cualquiera por vías de justicia y no de secretos inquisitoriales. ¿Pues qué más que secreto Inquisitorial es cuando se objeta que las pruebas alegadas contra el sujeto no prueban lo que se quiere que prueben, replicar que hay otras? Con asombro se lo hemos oído a los que tratan de justificar el proceso. Es más, asegurar que esas pruebas están a buen recaudo y en poder de algún poderoso perseguidor. Y cuando hemos preguntado: “¿usted las ha visto?” el informante se llamaba andana. Lo que nos permite dudar, sobre todo cuando los revolucionarios de la ley de defensa de la república, los de los documentos bajo sobre o sin él, no se han distinguido por su veracidad. Y esto no es reproche, pues no se hace una revolución de ese tipo sin engaños. Por lo cual, usted y yo, querido amigo y compañero “Azorín”, que creemos que la suprema injusticia es no ya falsear sino callar la verdad, no podremos nunca hacer esa política sedicente revolucionaria.

Todo esto viene a cuento de un inciso reciente de ese proceso. Y es que dos diputados de la Esquerra Republicana de Cataluña que forman parte de la Comisión de Responsabilidades que está enjuiciando —al parecer inquisitorialmente— a ese hombre, también diputado, votaron que se le concediera la libertad provisional, porque las pruebas contra él aducidas no cohonestan su prisión, y si hay otras que se saquen. Esos dos diputados adujeron haber votado en conciencia y que, el hacerlo en contrario, habría sido prevaricación. ¡Ya salió —gracias a Dios— la conciencia! Pero…

Pero la conciencia y el sentimiento de justicia son una cosa y la disciplina política… —aunque política ¡no!, si no de partido— es otra. Y lo digo porque el Comité ejecutivo central de Esquerra Republicana, después de reconocer que esos, sus dos diputados, procedieron en conciencia de justicia y honorablemente, añade esta enormidad: “Sin embargo, ante la falta que representa, en el aspecto político, haber votado en favor de la libertad provisional del señor March, contrariamente a la opinión general del partido y a los daños que de esto pueden derivarse…” Y sigue una sanción a esos dos diputados cuyo sentido de la justicia no concuerda con la opinión general del partido.

¡Falta en el aspecto político! He aquí lo triste de todo este caso. El que eso que llaman el aspecto político, la opinión general del partido —al que se le estropea la sanidad mental de juicio con mitos— se sobreponga al sentido de Justicia. Ya en otra ocasión se me echó en cara el que hubiese yo decidido con unas palabras de verdad y de justicia un acuerdo que dañaba a los intereses de partidos. Y hubieran de haber sido intereses del régimen. Y no habría por eso torcido la verdad ni la habría callado. Tengo para mí que la libertad de la verdad es la suprema justicia.

Pero hay, querido amigo y compañero “Azorín”, algo más triste aún y que impide que se haga la luz en ese tan típico proceso revolucionario, y es que he oído a varios que piensan como usted y como yo que no se atreven a expresarlo públicamente porque no se les tome por mercenarios o por solapados enemigos del régimen. ¡Hasta esto hemos llegado! Porque no se les crea atosigados con el oro de la plutocracia. Como si no fuese peor el envenenamiento con el cardenillo del cobre espiritual.

En esa insensata labor defensiva de esos pobres hombres atacados de manía persecutoria que ven por donde quiera enemigos del régimen, en esa labor de forjar mitos, fantasmas, duendes y toda clase de potencias tenebrosas, han llegado a la insensatez —rayana en… me callo la palabra— de propalar que el rumbo que han tomado ciertos órganos de la opinión pública se debe ¿a qué? ¡a ese oro mitológico! Sí, amigo “Azorín”; es ese hombre ya mítico el que con sus artes de soborno ha ganado a los que tratamos de aclarar y depurar la opinión pública.

Sí, la ley suprema debe ser la salud pública, pero entendida en el sentido de sanidad mental, de sanidad de juicio. Mas ya antes de ahora, cuando me he pronunciado contra alguna medida que me parecía injusta, se me ha replicado: “¡es la revolución!”. Y no, eso no es revolución. No es revolución crear mitos, no lo es buscar lo que se llamaba el macho cabrío emisario, no lo es echar carne a las fieras, no lo son los procedimientos inquisitoriales de un Comité de Salud Pública.

Y sobre todo la libertad de la verdad —cuya servidumbre es el secreto—, que es justicia.

Solitarios de lugar

Ahora (Madrid), 4 de octubre de 1933

¡Esos espíritus originales —y originarios— que viven vida recatada y oscura por esos campos de Dios! Del Dios de España y de la España de Dios. Originales y acuñados por el mismo cuño. Pero copias los unos de los otros. Esos espíritus no laminados, no planchados por esta civilización eléctrica, pedagógica y sociológica. Es el tipo del solitario de lugar. No solitario del lugar ni no de lugar: lugareño. Así era Alonso Quijano, “el Bueno”. Y forman, sin ellos saberlo, una cofradía en todo España, un monasterio.

El solitario de lugar suele ser médico, boticario, notario, rentero, pequeño labrador, maestro, cura…, cualquier cosa. Su profesión es accidental. A las veces, uno que emigró de joven, que ha corrido y visto mundo, y la querencia del terruño natal le vuelve a su casa. Y tal vez se encierra en ella, en una casita que se abre —y se cierra—a unos soportales, y allí se aquieta y rumia sus recuerdos contemplando la sosegada postura de los cotidianos enseres caseros. Y piensa en el pueblo de su lugar, que es todo el pueblo de todos los lugares y de todas las naciones de la historia. Porque si el solitario de lugar escribiese en vez de soñar en su camilla o su “gloria” en invierno o en el campo en verano, este visionario vidente —ve la realidad en visiones— podría escribir la historia universal de su lugar, de Villavieja de la Ribera o de Aldealuerga del Encinar. Porque él siente en universal lo local. Pero no es ni un archivo ni un archivero de las universales tradiciones lugareñas, sino la silenciosa tradición misma encarnada.

Recoge y consuma la difusa y rala vida espiritual del lugar; lee en las miradas de sus convecinos, y así para él es comunión la convecindad. Recoge murmuraciones que se susurran a su paso y adivina dramas familiares y hasta individuales. Y así viene a ser el callado y desconocido sacerdote de la subconsciente religión lugareña popular; representa a todos los demás del lugar ante Dios. Y sueña por todos ellos.

¿Cacique? No; el solitario de lugar no suele llegar a cacique, ni siquiera a alcalde. Cuando quieren hacerle tal lo rehúsa. Pero no suelen quererlo porque le respetan y adivinan su honda función espiritual. El solitario de lugar —el tío Fulano muchas veces— es varón de consejo. Y no espolea al pueblo, sino que lo enfrena. Sé de alguno cuya silenciosa sonrisa es una crítica de siega. Y que en cierta ocasión me dijo: “Estoy aburrido de ser siempre yo mismo.” Y qué mirada; no sé si de compasión o de tristeza, me dirigió cuando le dije por qué no se metía en política. ¿En política él, él?

El solitario de lugar, por lo común, todo él interioridad —mejor aún, intimidad: él, que no tiene amigo íntimo alguno, porque todos sus convecinos viven en él—, el solitario de lugar es todo lo contrario del hombre de partido político, todo él exterioridad, superficialidad. Porque el político de partido lugareño, el del bando éste o el del bando aquél, será honrado, abnegado, desinteresado, pero suele carecer de espiritualidad. Jamás llega a sentir pesares de lujo, sentimientos suntuarios —y suntuosos—, de que es capaz el solitario de lugar por poco ilustrado que sea. Porque este solitario siente la terrible calma de la eternidad por debajo de los temporales, es decir, de las temporales tormentas de la vida pública civil, de la política. Cuando el temporal arrecia, él se alberga en el eternal. Y la vida de este solitario, que es una silenciosa oración al misterioso poder oculto que teje la historia universal de la aldea, del villorrio, de la villa en que vive y de que vive, esa vida rescata las vidas de sus convecinos.

¿A qué debió Monso Quijano, solitario de lugar en un lugar de la Mancha, el ser apodado “el Bueno”? ¡Ah, si supiéramos a acción que sobre sus convecinos ejercía aquel soñador que salía de caza y se apacentaba de visiones de libros le caballerías! En casi todo solitario de lugar late un don Quijote.

Pero, ¿y por qué de lugar? ¿No también de gran villa, de ciudad, de capital? Primero que una villa, una ciudad, una capital, son lugares. O, cuando menos, mazorcas de lugares. ¿Qué es este Madrid, por caso, sino una mazorca, una piña de barrios, unos suntuosos y otros sórdidos? Pero aquí el solitario de lugar se ahoga, o mejor, le ahoga la muchedumbre de la calle y de la plaza; le ahoga y le vacía. Los solitarios de esta laya que nos ha sido dado conocer son como galápagos, que se recogen en su concha a ciertos toques. O son, tal vez, como cangrejos. Tienen el armazón espiritual, esqueleto del alma —lo que sobrevive, pues todos dejamos por lo menos, ya muertos, un esqueleto como lo más duradero—; le tienen por de fuera y la carne sufriente por dentro. Y es cosa corriente que cuando uno de esos solitarios o nace o viene a vivir a una de estas grandes ciudades, a una capital política sobre todo, se le derrite la carne espiritual y no le queda sino el caparazón, y es un esqueleto que se pasea. El barullo callejero —sobre todo el de las llamadas manifestaciones, que no manifiestan nada— le mata la interioridad, la intimidad. Le llena de tristeza la bullanguera algazara de las turbas domingueras. Don Quijote no podía haberse formado —haberse creado— en una de estas grandes ciudades. “El Caballero de la Triste Figura” tenía que ser un hidalgo aldeano. ¿Cómo soñar en Amadís en la Puerta del Sol?

Y bien, ¿que dónde hemos descubierto todo esto? ¿O donde lo hemos adivinado? Recorriendo, y hasta no más que atravesando, lugares, en breves entrevistas con hombres a quienes no les han vaciado el alma íntima los temporales de la dicha vida pública. Esos solitarios son la continuidad de la nación. Ellos, universalmente nacionales; ellos, que viven y sueñan la cotidiana historia universal aldeana; ellos, no ya la flor, sino la raigambre de la casta, son lo contrario, aún más, lo contradictorio de esos otros a quienes se llama castizos. Hombres estos, loa apodados castizos de partido, de temporales y de temporalidad, y los otros, los solitarios, de entereza y de eternidad. Y luego los castizos, muñidores o apioladores de clientelas políticas, fingen desdeñar a loe solitarios o les diputan por neutros, con los que no se puede contar para obra eficaz y definitiva. ¡Que Dios les mejore a esos castizos el husmeo para que lo puedan ganar!

Puerilidades nacionalistas

Ahora (Madrid), 11 de octubre de 1933

Un paisano mío, vasco como yo —aunque no sé si, como yo, ciento por ciento— me pide que le dé mi opinión acerca de la Acción Nacionalista Vasca para el órgano que ésta tiene en San Sebastián —que mi paisano la llama, como otros, Donostia—. Me dice que esa fracción del nacionalismo vasco es liberal y tolerante, que para ella no existe el maqueto —maketo escribe, como si está palabra fuese de origen vasco—, que no “sueña en necias superioridades raciales, sino que subordina su acción al hecho evidente de una nacionalidad lingüística y costumbrista (¡así!), además de histórica”. Parece repugnar “el nacionalismo absolutista de la otra rama”. Y como es éste un asunto de que pensaba yo tratar de nuevo hace tiempo, aprovecho la ocasión de la consulta y lo hago desde aquí para que llegue a más gente, y no sólo a la de mi país nativo.

Entre las buenas cualidades que revisten al espíritu colectivo de mi pueblo vasco es una de ellas, sin duda, la de cierta, no ya juventud, sino infancia. El vasco genuino tiene mucho de infantil. Pero con todo lo bueno y a la vez todo lo malo de esta cualidad. Que si es excelente para un pueblo primitivo, sin verdadera historia, ofrece no pocos riesgos cuando ese pueblo tiene que entrar en la vida de la civilización, en la vida política de un pueblo adulto.

Cuando he hablado más de una vez de la puerilidad que distingue al actual movimiento nacionalista vasco —de una o de otra rama—, alguien ha creído entender en ello un cierto dejo de desdén. Y no hay nada de esto. “Maxima debetur pueris reverentia”: “A los niños se les debe la mayor reverencia”, o si se quiere, respeto —dice una sentencia latina—. Y yo a los niños —y sobre todo si son de mi propio pueblo, hermanos, los más prójimos míos— les rindo no ya respeto o reverencia, sino hondo cariño. Y hasta me hacen gracia sus travesuras. ¿Es que me voy a incomodar de que unos niños traviesos, para hombrear ante los veraneantes maquetos, vayan pregonando: “¡Semanario separatista!”, con alborozo? Como me parece una inocentada que un gobernador haga multar un escrito en vascuence perfectamente inofensivo, por la sencilla razón de que no lo entienden ni los que lo leen —cuyo vascuence hablado no es un esperanto de laboratorio— ni acaso los que lo han escrito. Rindo, sí, respeto y hondo cariño a los niños de mi solar nativo; ¡ah!, cuando tratan de regir la vida adulta, entonces la cosa varía. Los menores de edad mental pueden hacer grandes cosas, pero no gobernar a un pueblo. Para la cual función, los menos aptos son los niños precoces. La minoridad de edad mental es desastrosa en esa función. Y no digamos nada del retraso mental. Sin contar con que los menores de edad mental suelen padecer ciertas pasiones. En todo nacionalismo comarcal su característica puerilidad suele llevar consigo, cuando degenera, el desarrollo de ciertas menudas y mezquinas pasioncillas que la educación trata de corregir en los niños.

Lo característico del actual movimiento nacionalista es que sea, sobre todo, litúrgico, folklórico, deportivo y heterográfico. A las veces, orfeónico o futbolístico. Aspectos muy amenos e interesantes, pero de escaso valor en la honda vida de madurez civil. Bien está el costumbrismo, pero no para hacer costumbres de pueblo civil maduro. Quédese para en Carnaval o en festivales jocoso-florales vestirse con trajes de guardarropía regional.

He escrito “heterográfico” y voy a explicarlo. Lo que heterodoxia a ortodoxia es heterografía a ortografía. Cuando no hace cuatro siglos empezó a escribirse —sobre todo por protestantes— en vascuence se adoptó la ortografía latina —mejor, castellana—, mejor o peor adaptada. Recientemente se ideó una ortografía fonética vasca sin tradición. Hemos visto escribir Baskonia con b, como si al v fuera representativa en castellano de un sonido que no hay en vascuence. Pues ni lo ha habido en castellano, donde no existió la V catalana y francesa. Y si hoy vuelven mis paisanos a escribir vasco con v se debe —y yo se lo enseñé a Sabino Arana— a que se han enterado de que proviene de wascon (vascón), como se escribió en tiempos y de que deriva gascón. Y en cuanto a la k, ¿a qué esa puerilidad de firmarse Goikoetxea o Lekuona? ¿Para darse una diferenciación heterográfica? “¡Yo no soy Jiménez, sino Ximénez!” O la x de México de los mejicanos de hoy para escribirlo como lo escriben y pronuncian los yanquis, y no como lo pronunciamos mejicanos y españoles. Y otra puerilidad, la de evitar los nombres oficiales de lugares, ya que en castellano no decimos ni escribimos Firenze, Torino, Marseille, Bordeaux, London, ni Koeln.

Sí, es una fuente de frescor de vida la puerilidad de un pueblo, su feliz niñez, pero es cuando se queda en fuente, en manadero, al entrar el pueblo en el rudo y raudo caudal de la corriente que le lleva a desembocar en otro pueblo y en el mar, en fin. Un pueblo primitivo y pueril era el guaraní, sobre el que se ejerció el dominio de las Misiones jesuíticas, preparándole a la tiranía de Rodríguez Francia. Y ya que nos salen los jesuitas, hay que decir cuán equivocado es creer que mi pueblo vasco se distinguió siempre por su rígida ortodoxia católica. Del pueblo de Íñigo de Loyola salió también el abate de Saint-Cyran, el jansenista, y de él salieron los hugonotes vasco-franceses, que fueron de los primeros en escribir en vascuece, al que tradujo el Nuevo Testamento el calvinista Lizárraga. Y remontándonos aún más, ¿qué fue aquella secta de los llamados herejes de Durango, iniciada por el franciscano fray Alonso de Mella? ¡Extraña herejía de ascetismo erótico! Y, por cierto, entre los que de ella procesó y entregó al brazo secular —a la quema— la Inquisición, antes de mediar el siglo XV, se contaba un Juan de Unamuno, cuchillero, “apóstata relaxado”. ¡Pobre Unamuno durangués y apóstata relajado del siglo XV!

Por mi parte, aunque hereje y al final del primer tercio del siglo XX, no he apostatado del espíritu del pueblo al que debo, sin duda, lo mejor que tengo; no he apostatado de mi vasconidad, del alma de mi Euscalerría, que es como la llamábamos antes de que un menor de edad mental inventara ese pueril término de Euzkadi, que viene a ser algo así como si, a la manera de que a un bosque de pinos, de robles, de álamos, de perales…, le llamábamos en castellano pineda, robleda, alameda, pereda…, le llamásemos a la comunidad de los españoles españoleda, a pretexto de que España es término geográfico. No, no he apostatado de ese espíritu ni de su niñez. Menos aún: conservo con religioso culto la niñez vasca de mi espíritu, la niñez de mi espíritu vasco. Pero cuando tengo por hondo deber histórico, civil y religioso que actuar sobre el pueblo español (de que mi pueblo vasco forma parte) y sobre mi pueblo vasco, sé mantenerme en la mayoridad civil mental de espíritu, en madurez de civilidad.

Y por ahora, adiós —a Dios—, que volveremos a ello. Y no digo “agur”, aunque sea palabra latina, porque es del saludo romano “bonu auguriu”: “buena suerte”, y por tanto, pagana. Como son latinas casi todas las palabras eusquéricas que denotan actos o cualidades religiosas, espirituales y aun las de términos genéricos. Que fue el latín el que le dio mayoridad conceptual al vascuence; fue la civilización latina la que le sacó de la infancia sin historia a mi pueblo, llevándole a la madurez espiritual de la historia española.

De nuevo la Raza

Heraldo de Aragón (Zaragoza), 12 de octubre de 1933

El año próximo pasado, por este mismo tiempo y en ocasión del día de la llamada Fiesta de la Raza, coincidente con el de la Virgen del Pilar de Zaragoza, publiqué un artículo titulado “La raza es la lengua”, en que procuraba denunciar el aspecto materialista que suele darse al concepto antropológico de raza. El que le dan los llamados racistas. Y hoy me siento obligado a insistir en ello, en vista de la exasperada barbarie —mejor salvajería— que el tal racismo alcanza, especialmente en Alemania. ¿Pues qué si no salvajería es todo eso de los arios y de la svástica o cruz gamada, que es todo lo contrario de la cruz universal cristiana? ¿Qué si no salvajería es la persecución a los judíos? Y como este racismo y ese salvaje antisemitismo empiezan a echar raíces en nuestro suelo español, aunque sea sólo por obra de “snobs” y pedantes, conviene remachar en lo de raza.

La fiesta de la raza hispánica, de las naciones de lengua española, no puede basarse en el concepto fisiológico, somático o material de raza. Las naciones de lengua española —la lengua es la sangre del espíritu— abarcan razas materiales muy distintas, indios americanos, negros, judíos de secular lengua española —o “lengua español”, que dicen ellos— a los descendientes de hebreos expulsados de España. Sin contar los que de ellos se quedaron aquí y se fundieron en la común nación española. Y conviene añadir que si el mestizaje y el mulataje trajo a pensar y sentir en español a muchos indígenas americanos, y si son muchos los indios puros americanos que piensan y sienten en lengua española, son acaso más los que todavía piensan y sienten, aman y odian, gozan y sufren, ven y sueñan en sus viejas lenguas precolombinas.

¡Y hay que ver las luchas de razas materiales que se entablan en no pocas naciones hispanoamericanas! Para que se le vaya a dar a esa categoría de raza el bárbaro sentido que le dan los racistas, los presuntos arios esos de la cruz gamada y anticristiana. Muchos españoles de lengua —quiero decir hombres cuya lengua de cuna, maternal, era el español, o si se quiere el castellano— que se han distinguido en el cultivo de esta nuestra lengua y suya, han llevado en sus venas mayor proporción acaso de sangre material no española que de ésta, y hasta se ha dado el caso de indio puro o de negro puro que no ha pensado ni sentido sino en español. Y en cuanto a judíos, ¡habría tanto que decir!

Todos esos bárbaros racistas teutónicos y sus pedantes discípulos de aquí —hay quien cree en las fantasmagorías de aquel iluso Drumont— suelen decir y repetir que cuando se pronuncian contra los judíos no es por motivos religiosos, sino de raza. Y mucho más cuanto que no pocos de los supuestos judíos de raza —¡porque cualquiera sabe lo que es antropológicamente la raza judía!— no son judíos de religión, sino cristianos de una u otra rama, y por otra parte los sedicentes arios que los persiguen tampoco son de religión cristiana, sino más bien anticristiana. A tal punto que reniegan de Jesús y de sus apóstoles por haber sido éstos de nacionalidad judaica.

Y sería lamentable que en el incipiente racismo de España entrase la consideración que podríamos llamar, aunque abusando de la propiedad del término, religiosa. Sería, por ejemplo, lamentable que a la dichosa Fiesta de la Raza del día 12 de octubre, conmemorativo del descubrimiento de América, se le quisiera dar un sentido más aún que religioso, escolástico. A lo que se presta el que ese día coincida con el de la conmemoración por la Iglesia Católica de España de la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza.

El principal santuario español durante la Edad Media fue el de Santiago de Compostela, donde por muchos se cree que quien está enterrado es el hereje Prisciliano —desde luego no el apóstol Santiago en su mayor parte mítico—; durante los Austrias, fue el de Nuestra Señora de Guadalupe, y durante los primeros Borbones, el del Pilar de Zaragoza, cuya imagen es de origen francés. Y el descubrimiento de América se hizo el día del Pilar; no sabemos que entre los descubridores figurasen mucho los aragoneses. En cambio, como los principales conquistadores fueron o castellanos o extremeños, y fue extremeño Hernán Cortés, que llevó a Méjico el culto de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, esta imagen fue la que arraigó en tierras mejicanas y se hizo un ídolo de los indígenas mejicanos. Nuestra Señora de Guadalupe se indianizó, se mejicanizó y entró a formar parte del panteón mitológico de aquellos pueblos. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que los más de sus pobres indios mejicanos que rinden culto idolátrico a la Virgen de Guadalupe tengan conciencia católica, ni menos cristiana. “Ídolos detrás de los altares” es como ha titulado Anita Brenner a un libro sobre la… llamémosla religiosidad de los mejicanos. Sin que sea sólo en Méjico y entre los indios donde detrás de los altares o sobre ellos se erigen ídolos. Y a las veces, ídolos de raza material, cuando no de ídolos políticos.

La Fiesta de la Raza espiritual española no debe, no puede tener un sentido racista material —de materialismo de raza—, ni tampoco un sentido eclesiástico —de una o de otra Iglesia—, y mucho menos un sentido político. Hay que alejar de esa fiesta todo imperialismo que no sea el de la raza espiritual encarnada en el lenguaje. Lenguaje de blancos, y de indios, y de negros, y de mestizos, y de mulatos; lenguaje de cristianos católicos y no católicos, y de no cristianos, y de ateos; lenguaje de hombres que viven bajo los más diversos regímenes políticos.

Almas sencillas

Ahora (Madrid), 21 de octubre de 1933

O cerveaux enfantins!

Boudelaire. Le voyage

Con motívo de la publicación de mi reciente obra San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más, y a propósito de la primera de estas tres historias, la de San Manuel Bueno, he podido darme cuenta otra vez más de la casi insuperable dificultad para las gentes de separar el juicio estético del juicio ético, la idealidad de la moralidad, y por otra parte, separar la ficción artística de la realidad natural Y es que en rigor son cosas inseparables, si es que la ética es otra cosa que estética —o viceversa—y la realidad natural es otra cosa que ficción, el objeto otra cosa que ensueño del sujeto.

Por lo que hace a esto segundo, he de decir que cuando se publicó mi otra historia, la de “Nada menos que todo un hombre”—en mis Tres novelas ejemplares y un prólogo— recibí, entre otras, una carta de una clase holandesa de español —la mayor parte alumnas mujeres—preguntándome si Julia, la mujer de Alejandro Gómez, se entregó o no al Conde de Bordaviella. Cosa análoga me preguntó un grupo de obreros españoles. Y yo, encantado de haber podido dar tal aire de realidad natural a una íntima ficción espiritual, tal intimidad a un ensueño y con ello provocar una curiosidad psicológica, contesté que no había podido descubrir más de lo que narré. Yo, que he sostenido —y sigo sosteniendo— que no es el autor de una novela —así sea Cervantes— quien mejor conoce las intimidades de ella y que son nuestras criaturas las que se nos imponen y nos crean. Y en otra ocasión, al interpelarme un ingenuo, con ánimo pueril, por que le había hecho decir a uno de mis personajes algo de lo que dijo, hube de replicarle: “eso pregúnteselo usted a él”. Porque es triste achaque de ineducación estética al de suponer que es el autor mismo quien habla por boca de sus criaturas y no la inversa, que sus criaturas —mejor: sus creadores— hablan por boca de él. Error de que tenemos la culpa algunos autores por nuestros prólogos desconcertadores. Que nada desconcierta más al lector medio, sobre todo si es de alma sencilla —o sea, menor de edad mental, ¡y feliz él con esto!— que el hundirle en la intuición de la identidad entre la realidad y la ficción, entre la vela y el sueño. Intuición que a muchos les lleva a una especie de desesperación más o menos resignada. Y ya estamos en el problema ético.

Uno de los críticos de mi San Manuel Bueno, mártir, en una crítica muy ponderada y simpática, decía que yo admiro a mi criatura “porque él, don Miguel —añade—, no ha tenido la abnegación de su San Manuel Bueno, evitando, con el recato de su íntima tragedia, el estrago que pueda producir en las almas sencillas su exposición despiadada”. Lo que me recuerda que hallándome pasando una Semana Santa en un célebre monasterio castellano y estando reunido con unos monjes entró el prior—un francés granítico—y con tono agrio me vino a reconvenir por mi obra Del sentimiento trágico de la vida diciéndome que lo que allí dije es cosa que debe callarse aunque se piense, y si es posible callárselo uno a sí mismo. A lo que le repliqué que ello quería decir que él, el monje prior, se lo había dicho muchas veces a sí mismo. Y así calé secreto de su silencio y acaso su íntimo sentimiento trágico, su íntima tragedia.

¿El estrago que pueda producir en las almas sencillas la exposición despiadada de nuestra intima tragedia? Ah, no; hay que despertar al durmiente que sueña el sueño que es la vida. Y no hay temor, si es alma sencilla, crédula, en la feliz minoría de edad mental, de que pierda el consuelo del engaño vital. Al final de mi susodicha historia digo que si Don Manuel Bueno y su discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblo su estado de creencia —o mejor de no creencia—, el pueblo no les habría entendido ni creído, que no hay para un pueblo como el de Valverde de Lucarna más confesión que la conducta, “ni sabe el pueblo qué cosa es fe ni acaso le importa mucho”. Y he de agregar algo más, que ya antes de ahora he dicho, y es que cuando por obra de caridad se le engaña a un pueblo, no importa que se le declare que se le está engañando, pues creerá en el engaño y no en la declaración. “Mundus vult decipi”; el mundo quiere ser engañado. Sin el engaño no viviría. ¿La vida misma, no es acaso un engaño?

¿Pesimismo? Bien; ¿y qué? Sí, ya sabemos que el pesimismo es lo nefando. Como en más baja esfera eso que los retrasados mentales llaman derrotismo. ¡Se paga tan cara una conciencia clara! ¡Es tan doloroso mirar a la verdad!. Terrible, sí, la angustia metafísica o religiosa, la congoja sobrenatural, pero preferible al limbo. Y hay algo más hondo aún y es lo que Baudelaire llamó “un oasis de horror en un desierto de hastío”.

Baudelaire en Francia, Leopardi en Italia, Quental en Portugal…, otros en otras tierras que han estado despertando a los durmientes y madurando a los espíritus infantiles. ¡Si fuera posible una comunidad de sólo niños, de almas sencillas, infantiles! ¿Felicidad? No, sino inconciencia. Pero aquí, en España, la inconciencia infantil del pueblo acaba por producirte mayor estrago que le produciría la íntima inquietud trágica. Quítesele su religión, su ensueño de limbo, esa religión que Lenin declaró que era el opio del pueblo, y se entregará a otro opio, al opio revolucionario de Lenin. Quítesele su fe —o lo que sea— en otra vida ultraterrena, en un paraíso celestial, y creerá en esta vida sueño, en un paraíso terrenal revolucionario, en el comunismo o en cualquier otra ilusión vital. Porque el pobre tiene que vivir. ¿Para qué? No le obligues a que se pregunte en serio para qué, porque entonces dejaría de vivir vida que merezca ser vivida. ¿Pesares de lujo? ¿Suntuarios?

Sí, será tal vez mejor que crea en esa grandísima vaciedad racionalista del Progreso. O en esa otra más grande aún vaciedad de la Vida, con letra mayúscula. O en otras tantas en que se abrevan y apacientan esos seres aparenciales que mariposean o escarabajean en la cosa pública, revolucionarios o reaccionarios. Algunos de pobre estofa, pero ricamente estofados. ¡Ay, santa soledad del querubín desengañado!

Muchas veces me he preguntado por qué nuestra palabra “desesperado” —en la forma “desperado”— pasó al inglés y a otros idiomas, y en parte también la palabra “desdichado”. Por desesperación se han llevado a cabo las más heroicas creaciones históricas; la desesperación ha creado las más increíbles creencias, los consuelos imposibles. Y en cuanto a recatar la íntima tragedia por el estrago que pueda producir en las almas sencillas… “la verdad os hará libres”, dice la Sagrada Escritura.

Acerca del voto de las mujeres

Ahora (Madrid), 24 de octubre de 1933

No le cabe a uno zafarse por muy al borde que se quiera poner; la tiránica actualidad exterior es la de las próximas elecciones a Cortes. Y digo exterior, porque hay otras realidades actuales mucho más hondas, mucho más íntimas. Hay profundas corrientes espirituales populares, religiosas y económicas que fluyen por debajo —y por encima a la vez— de la política electorera y de partidos, fuera de esas oquedades de derechas y de izquierdas. Mas de esto otra vez. Ahora a distraernos un poco —hay, a las veces, que aflojar la ballesta— con las cábalas y los cálculos a que se dan los calendarieros y herbolarios de la llamada política. Y uno de los tópicos que entran en sus calendarios y adivinanzas es el del influjo del voto de la mujer, de la entrada de ésta en la política electorera y de partidos.

La mujer y la política. Aristóteles dejó dicho que el hombre es un animal político, es decir: civil. Y lo dijo del hombre —anthropos, homo— que incluye a ambos sexos —los “contrapuestos sexos que mancomunadamente detentamos el planeta” que dijo don Antonio Cánovas del Castillo— y no lo dijo exclusivamente del varón. Pero podríamos precisar más la sentencia aristotélica diciendo que el varón es un animal político y la mujer un animal doméstico. Comentémoslo.

Política viene de “polis”, ciudad, y lo político es lo ciudadano, lo civil y… lo callejero. El hombre —en el sentido de varón— suele ser, cuando se mete en la llamada vida pública, hombre de la calle, hombre de calle. Mientras que la mujer, la genuina mujer, es mujer de su casa, mujer de casa. El hombre es callejero; la mujer es casera. Y como quiera que economía deriva de un vocablo —y concepto— que significa casa y equivale a ley de la casa, es la mujer y no el hombre el animal humano económico. Claro es que no de economía política o de casa pública. No, la mujer genuina, original, no es económica de casa pública. Esta otra economía se queda para los hombres públicos.

La buena mujer es la mujer de casa, casera, no la de calle, callejera. Lo que no quiere decir, claro está, es que no deba intervenir en la vida pública, en la de la ciudad, en la política. Y aun votando y ejerciendo cargos públicos. Que lo hará, si es verdadera mujer, con sentido doméstico, casero, económico. La otra política, la diferencialmente masculina, no le puede interesar a la mujer más que como un espectáculo, un deporte, a modo del cine, o el fútbol o el tenis o el boxeo. Eso les interesa a las señoras y señoritas que acuden a la tribuna pública del Parlamento a matar el aburrimiento, y porque, de seguro, no tienen mucho que hacer en sus casas.

La mujer es un animal político doméstico pero no domesticado ni fácilmente domesticable. Algo así como el gato, en contraposición al perro, que el gato es animal doméstico, casero, pero no domesticado como es el perro. Es famosa la noble independencia felina, gatuna, frente a la servilidad canina, perruna, cínica. Es el perro el que pretendiendo remediar el habla humana aprendió en la domesticidad a ladrar. Y ladra por no aullar. ¿Pero el gato? Al gato —o a la gata, que es igual— no se le han podido enseñar monerías, gracias de mono remedador del hombre. Al gato doméstico, de la casa, del hogar, pero no del amo —que es el político— no se le ha podido adiestrar, como al perro, a andar en dos patas y otras tristes habilidades que no son más que debilidades.

Tampoco a la mujer, a la verdadera mujer, doméstica, casera, económica, hogareña, privada, felina, se le diseñarán habilidades políticas, callejeras, públicas, caninas. Y menos de partidos. Con los gatos no se hace traíllas ni jaurías, ni de izquierda, ni de derecha.

¿Qué es eso de que las mujeres son, en general, de derecha, reaccionarias, cavernícolas? Serán domésticas, caseras, económicas o si se quiere conservadoras. Lo que es diferente. La mujer, guardiana del hogar, guarda más que el hombre el sentido —y el talante— de la continuidad, de la conservación, de la tradición, de la economía. Y no en la pervertida significación que en el abuso del lenguaje político de la calle han tomado la conservación y la tradición. No en el sentido que les dan los partidos. Nuestras mujeres de casa no son —¡alabado sea Dios!— mujeres del partido. Ni del de un extremo ni del de otro.

¿Y esos calzonazos que andan por ahí diciendo que las mujeres votarán lo que sus confesores les manden? Esos infelices no conocen a sus propias mujeres —si las tienen— porque no han sido capaces de confesarlas. Toda mujer doméstica, casera, hogareña, conservadora, económica, tradicional española tiene mucho de aquella Teresa de Jesús que obedecía a su confesor cuando éste le mandaba lo que ella le insinuaba que le mandase y cambiaba de confesor al caso. Dirigía a su director de conciencia. Y esta característica de las mujeres la conocen sus confesores y sus médicos también. Que no domestican, ni unos ni otros, al animal humano doméstico. Las mujeres votarán lo que sus sentidos y sus sentimientos domésticos, caseros, conservadores, económicos y tradicionales les dicten y no lo que les muñan sus hombres, confesores, maridos, novios, amantes, padres o hermanos.

¿Еn qué sentido puede influir el voto de la mujer hoy en España ? Si nuestro examen psicológico de la mujer no marra por completo influirá en refrenar el sentido canino, perruno, de la política masculina, de la política callejera, la de traíllas y jaurías —llámeseles partidos— públicas, de esa política que no acierta a ver la tradición espiritual y económica de la casa española.

La I. O. N. S.

Ahora (Madrid), 1 de noviembre de 1933

La verdad es que digan lo que quieran las crónicas electoreras somos bastantes los que, hasta ahora, no percibimos —o presentimos— el temblor previo al alzamiento del vuelo de la conciencia común popular. ¿Expectativa de público? Tal vez. Pero público no es pueblo. El público espera emociones de espectáculo. A ver qué pasa. Y si hay hule. ¿Pero emoción de pueblo a espera del destino? Esto no lo vemos todavía. A pesar de los técnicos de la electorería. No hay que fraguar leyendas.

Lo que ha de ver bien claro quien sepa, pueda y quiera ver es la vanidad de los partidos todos, en cuanto partidos. Esos de los comités. Lo que cuenta algo son los sindicatos, corporaciones, comunidades de clase o de profesión. Los llamados agrarios, por ejemplo, no forman partido y se distribuyen entre varios de ellos. Así como los que sienten una especie de conciencia de clase media y otros de clase patronal. En estas tierras en que vivo y trabajo en la enseñanza se da el caso de que en el campo se unen en contra de la clientela de las casas llamadas del pueblo los propietarios, grandes y chicos —son muchísimos más los chicos y los achicados—, los colonos y arrendatarios, y con ellos los obreros calificados, es decir, los que por su competencia contaban con trabajo y jornal seguros. Jornaleros tan proletarios como los otros, como los que formaban en las asociaciones de ineptos, de los sin oficio ni menester, de los que establecían el turno forzoso. Porque eso de los términos municipales y otras medidas análogas, con achaque de acabar con los esquiroles o amarillos, lo que ha hecho ha sido evitar la selección de los eficientes. Y a esta agrupación de luchadores contra la clientela de esas casas se le llama, y ellos mismos, los que la constituyen, la llaman anti-marxista, aunque el marxismo no entre aquí para nada. Que nunca ha sido marxismo esto de organizar al ejército de reserva de los inválidos, los holgazanes y los ineptos para establecer una nueva ley férrea del salario, de un salario antieconómico cuando no corresponde al rendimiento, cuando hace que el coste de producción sobrepuje al valor de la demanda. Las veces que se ha dicho y repetido que si a esos peones del turno de las bolsas de trabajo se les da las tierras a que las cultiven por sí mismos no sacan el jornal que los obreros calificados.

Más dejemos esto, que no es ahora más que una digresión, para recalcar en que la lucha electoral no se presenta, donde aparece con algún empeño, entre partidos. Contando entre ellos al socialista, claro está. Porque en la lucha entre las llamadas clases sociales —contando entre las clases, o si se quiere subclases, la de los obreros calificados, de oficio, y los simples braceros— el socialismo, como doctrina política, no cuenta apenas en España. Lo mismo da que se llamen socialistas, comunistas, sindicalistas o anarquistas. O fajistas —fascistas— como empiezan a llamarse algunos de ellos. Son nombres que no responden a realidad íntima de conciencia. Pasan de un título a otro, de la U. G. T. a la C. N. T. o a la F. A. I., o a otra cualquiera, según intereses de clientela, de asociación de seguros mutuos. De seguro contra el paro, por enfermedad o accidente algunas veces, por incapacidad otras veces.

Y ya que hablamos de fajismo —o fascismo— conviene fijarse en una fatídica característica que este movimiento, tan mal traducido entre nosotros, va tomando en España. Lo que de él se destaca es el aspecto de la violencia, de aquella violencia que predicó Sorel. Pero aquí empieza a predicarse una violencia no juvenil, sino pueril; una violencia de rabieta vocinglera de chiquillos sin acabado uso de razón ni de conciencia.

Cuando llegaron a nuestras manos algunos escritos de la J. O. N. S., de una infantilidad aterradora, de una vaciedad que podríamos llamar maciza si no implicara esto contradicción; de una palabrería huera, nos dio pena ello. Y nos dio pena porque adivinamos los pródromos de eso que quiere pasar por juvenilidad —por “giovinezza”, digámoslo en italiano— y no es sino infantilidad —“fanciullezza”. Creímos que J. O. N. S. quería decir Juventud Ofensiva Nacional Sindicalista, y lo cambiamos en I. O. N. S., o sea Infancia, etc. Después supimos que la J. quería decir Junta. O Jonta, como las de los moros. Y temimos que esa ofensiva de retrasados mentales, de hombres —algunos de ellos adultos— en la menor edad mental. Temimos por las travesuras de esos “balillas”, estanislaos o “boy-scouts”—léase “bueyes cautos”. Deportismo de chiquillos que juegan a la violencia. Con camisas negras o azules, o rojas, o gualdas, o moradas —más bien lilas—, o pardas. Mejor los descamisados. Temimos por las chiquilladas —a las veces trágicas sin quererlo— de los mozalbetes que al entrar en el retozo preguntan: “¿Qué es lo que hay que gritar?” Porque con tal de gritar, lo mismo les da un grito que otro. La cosa es la violencia verbal pura, sin más contenido que la violencia misma.

Y ahora me creo en el deber de advertir a unos de esos mozos violentos de mentirijillas que al llamarles retrasados mentales no he querido llamarles retrógrados en el sentido que tiene este calificativo en nuestra fraseología política, porque el retraso mental, la puerilidad intelectual, está no ya tan acusada, si no acaso más, entre los supuestos progresistas, o revolucionarios o de extrema izquierda. Lo mismo un extremo que el otro de violencia suponen un retraso mental, una puerilidad de concepción. De modo que al llamarles retrasados no les quise llamar retrógrados en susodicho sentido, ni reaccionarios ni cavernícolas, sino lisa y llanamente… inocentes. O si se quiere, mentecatos. Porque lo de inocentes no les cuadra bien. Puesto que inocente —“innocens, qui non nocet”, el que no daña, el innocuo— es el inofensivo, y los de la junta o la juventud —lo mismo da— ofensiva no son, desgraciadamente, inofensivos. Que no es inocente o inofensivo el parvulillo mental a quien se le deja jugar con armas ofensivas.

¡Esas fatídicas juventudes de partidos desde un extremo al otro! Esas más bien chiquillerías mentales, en que el desarrollo intelectual va en retraso del desarrollo corporal, eso es lo que nos inquieta. Nos inquieta el irreparable daño que puedan hacer los que no saben lo que se hacen. Nos inquieta el estrago que puedan producir los aquejados de la comezón de sobrepujar a los mayores, los enfermos de esa enfermedad infantil de la superación, los obsesionados por hombrear. ¡A cuántos padres les hemos oído lamentarse de esto mismo! Y hasta acongojarse por ello.

Y ahora, dejando de lado el sentido que a eso de la J. O. N. S., con jota, quisieran haberle dado los deportivos, cinemáticos y literatescos “dilettanti” —así, en italiano— no diletantes ni menos dilettantis —que han mal traducido el “fascio” —o fajo— nos hemos tropezado con una I. O. N. S. con i, es decir, con una infancia —mental se entiende— ofensiva. Por lo cual tienen mis lectores, los míos, el perdonarme el que tan a menudo vuelva en este tiempo a este tema —y esta tema— que me está atosigando y hasta torturando, cual es el de los fatídicos síntomas de retraso mental, de puerilización progresiva —o mejor: regresiva— que vengo observando en la conciencia pública política española. Que si por algo se distinguió el español genuino fue por la madurez de entendimiento. Más o menos agudo, más o menos hondo, más o menos brillante, pero maduro. Tan maduros en su juicio Don Quijote, el loco, y Sancho, el simple. Locura sublime y simpleza también sublime, que jamás cayeron en mentecatez.

Y en resolución, que retrasado mental no quiere decir retrógrado, sino mentecato, pero no inocente, no inofensivo.

Cartas al amigo I.

Ahora (Madrid), 7 de noviembre de 1933

Oiga, mi buen amigo; acción —y a la vez pasión— acaso de las más heroicas de que tengo oído es la de aquel médico, maestro de patología, no curandero, que a la hora de irse a morir reunió en torno suyo a sus discípulos queridos para irles explicando su agonía, de qué se moría y cómo se moría. Seguía el ejemplo de la divina inmortal muerte del Sócrates que soñó Platón. Y no les aleccionó nuestro heroico médico para que aprendiesen a curar, no, sino para enseñarles a saber morir y a saber cómo se muere. Y, por tanto, a vivir, a saber cómo se vive, y no cómo no se debe vivir.

Se dice y repite que la Historia es maestra de la vida, mas ello no quiere decir que nos enseñe a vivir vida pública civil, sino a saber cómo la han vivido los hombres. Y a contemplar la verdad, sea como fuere. No tiene moraleja, pues nadie escarmienta en cabeza ajena, ni conviene. La Historia es la vida misma pública espiritual. Goza —así, goza— de la catástrofe quien la conoce y la estudia.

En todo esto vengo pensando, mi buen amigo, en estos días preñados de historia nacional, en que se me viene pidiendo —sobre todo por parte de diarios extranjeros— que diga cuál creo que haya de ser el porvenir de España, que haga pronósticos. Y hasta que indique recetas. ¡Harto será que pueda hacer diagnóstico! Y nada de recetas. ¿Qué pasará? Antes, qué es lo que está pasando y cómo. Es más hondo y más serio el menester de informador, de reportero si se quiere, que el de profeta. Ver la realidad concreta de cada día, todo lo que hay y nada más que lo que hay…, ¡pues ahí es nada! Parézcanos bien o mal. Bastante es saber cómo se vive, cómo se goza, cómo se sufre, cómo se sueña, cómo se hastía, cómo se muere. Y sin recetas ni moralejas.

Vea un caso el económico. El empeño de una supuesta más justa distribución de la riqueza está estorbando y amenguando su producción. Sube el salario y baja el rendimiento. Es el alza de los salarios lo que hace los parados. La tierra, sobre todo, no puede con la carga. Al empobrecerse los amos se empobrecen aún más los más pobres, los desvalidos, los verdaderos proletarios, no los de la matrícula de tales. Y todo ello le hace ver al clínico que el tenor de vida —standard of life, que dicen los ingleses— está bajando. Y aun derogando a mi propósito de no hacer pronósticos, creo poder afirmar que tendrá que bajar aún más, que todos tenemos que hacernos a la cuenta de haber de rebajar considerablemente nuestras satisfacciones de toda clase, de resignarnos a una vida más implacable.

Ya sé lo que me dirá usted, mi buen amigo, pues ya otra vez me lo dijo, y es que esto vale a predicar no la Buena Nueva, no el Evangelio, sino la Mala Nueva, el Disangelio. Mas esto no es predicar, es prever. Y sin preocupación de proveer. “¡Luchemos hasta contra lo inevitable!”, me dijo usted entonces, y me recordó aquel sublime pasaje del Oberffann que dice: “perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea una justicia”, pasaje que tomó usted de mí. Y aquel otro del final del último canto de Leopardi a la retama, la flor del desierto, donde el altísimo poeta le dice que plegará, sin resistir, bajo el peso mortal su cabeza inocente. Traduje yo, en verso, hace años ese canto y puse “mortal peso” donde el original italiano dice fascio mortal, fajo o carga mortal. Y ya estamos en el fajo y el fajismo.

Donde cunden tanto los curanderos, saludadores, animadores, consoladores, arbitristas de toda laya, ¿no ha de haber quien se esfuerce en hacer ver lo que hay, lo que es y cómo es? Ni buena ni mala nueva ni evangelio ni disangelio, sino conocimiento, que es libertad. Porque libertad es la conciencia de la ley por que uno se rige. Planeta que conociese la fórmula de la curva de su órbita sería libre.

Y ahora vengamos a lo de ahora, a lo del día, a las próximas elecciones. O es un acto de examen de conciencia pública civil —¡y religiosa, claro!— o no es nada duradero. Que se den cuenta los electores de lo que piensan, si es que piensan algo. Un acto como el que se prepara no ha de servir sino para que el pueblo se pregunte: “¿y para qué España?” Aquí está la clave, en el para qué. Toda la trágica labor del espíritu humano ha sido y es darle a la Historia un para qué, una finalidad. Se nos pide sacrificios, y los más se preguntan: “¿para qué?” Para hacer España, para que España cumpla su misión en el mundo. Pero, ¿y qué es España? ¿Cuál es su misión? ¿Quién nos la revela? El caso es crearla. ¿Y cómo?

Hay una doctrina determinista, que es la de la interpretación llamada materialista de la Historia, la de Marx. Y esa doctrina acabó creando una ilusión, un engaño, una finalidad, la del opio revolucionario del bolcheviquismo de Lenin, una religión. Y los pobres fieles se figuraron saber para qué habían nacido. Y se resignaron a toda clase de sacrificios, y hasta a vivir peor que sus antepasados los siervos de la gleba. Y contra esa doctrina, aunque íntimamente ligada a ella, por la ley dialéctica de la identidad de los contrarios, de los mellizos enemigos entre sí, contra esa doctrina se yergue y endereza la del fajismo o nacional-socialismo, que crea otra ilusión, otro engaño, otra finalidad, la del opio del nacionalismo. Y sus fieles se figuran que saben para qué han nacido naturales de tal nación y no de otra cualquiera, y hay luego los que se preguntan, acongojados: “¿Y ese para qué a su vez para qué?” Y ya estamos en el nudo de la cuestión.

Insisto, mi buen amigo, en que en el fondo de toda esta agitación revolucionaria y contra-revolucionaria, de todas estas acciones y reacciones, late el eterno anhelo de la conciencia popular por cobrarse a sí misma, por darse cuenta de sí, por saber cuál es su razón de ser, y más que su razón su valor de ser, su finalidad. Dio e il popolo, “Dios y el pueblo”, decía el altísimo profeta italiano José Mazzini, dechado de revolucionarios místicos y prácticos, el que predicó que la vida es misión. Pero esos que dicen: “Dios, Patria…” y lo que la hagan seguir, ¿qué quieren decir con eso de Dios? ¿Recuerdan lo de nuestro místico fray Juan de los Angeles, prototipo de individualistas? Porque aquí está el toque, en la individualidad, en el individuo, para nosotros en el hombre español. ¿El español para España o España para el español?

Mas como esto se enreda y se hunde, dejémoslo para otra vez. Hay que zahondar más adentro en esta remoción del alma nacional que busca conciencia. Y hay que tocar, en relación con ello, en eso del placer de crear, que dice el político poeta.

Cartas al amigo II.

Ahora (Madrid), 11 de noviembre de 1933

Quedaba en mi carta anterior, mi buen amigo y lector, en que… Mas antes, ¡qué ventaja esto de poder dirigirme a uno y no a una masa! Pero uno que aun no siendo masa es legión, es muchedumbre, es pueblo. Poder dirigirme a cada uno y no a todos. Y menos formando partido. ¿Ha observado usted, lector amigo, qué es lo que en esas arengas electorales, en que tanto se niega y apenas si se afirma algo, más suele aplaudirse de un extremo al otro? Da pena. Y ahora con la radio se ha ensanchado el radio de acción de esas propagandas, pero habría que saber la impresión del solitario radio-escucha que las oye libre de la presión de la masa. Por mi parte, le cuento a usted, lector amigo, libre de esa fatídica presión y prisión. Y me hago la ilusión —todo lo es— de que estamos hablándonos a solas y en voz baja, fuera del engaño.

Digo, pues, que en mi anterior carta decía que el toque está en la individualidad, en el individuo, para nosotros en el hombre español, y si éste, el español, es para España o España es para el español. El terrible para… Y acababa en que hay que tocar en relación con ello en eso del placer de crear, que dice el político poeta. Que dijo Azaña en las Cortes en el discurso que de más adentro le brotó. De más adentro del corazón.

Cuando oigo decir que hay que estar al servicio del Estado, de este leviatán, como le llamó Hobbes, de este monstruo —benéfico o maléfico— a quien nadie aún, que yo sepa, ha sabido definir bien; cuando oigo hablar de ese ídolo tanto de comunistas como de fajistas, me acuerdo de aquellos días en que nosotros, los hijos del siglo XIX, los amamantados con leche liberal, leíamos aquel librito del hoy casi olvidado Spencer —el ingeniero desocupado que dijo mi amigo Papini— que se titulaba: El individuo contra el Estado. En él nos inculcaba lo malo que es el exceso de legislación. Eramos, más o menos, anarquistas. Queríamos creer que las heridas que la libertad hace es la libertad misma la que las cura. No nos cabía en la cabeza —y menos en el corazón— que se preguntara: “¿Libertad, para qué?” La libertad era para nosotros un para qué, una finalidad. Libertad para ser yo yo mismo. O mejor para hacerme yo mismo. Que ya Píndaro dijo lo de: “Hazte lo que eres.” Libertad del español, por caso, para hacerse español, para forjarse una conciencia de españolidad, sin que se la impusiera el Estado. Que no es la comunidad.

En el fondo, como ve usted, es, traducido al orden civil y político, el principio protestante del libre examen, la raíz de la herejía. Y el principio también de la justificación por la fe. Después nos han traído eso del Estado, del servicio al Estado, y hasta que no hay libertad fuera del Estado y que es el Estado el que la da, el que le liberta a uno. Supongo que de sí mismo.

¡El Estado! ¿Y quién es? Se rezaba hace unos años el rosario en un lugarejo de esta provincia de Salamanca, y como al final el párroco dijera: “Un padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado”, el alcalde, que asistía al rezo, hubo de interrumpirle diciendo: “No, del Estado no. que el Estado son ellos…” Y así se siente. El Estado son ellos, son los otros. Son los que amenazan con una u otra dictadura. Son los anti-liberales de derecha o de izquierda. O de dentro. Y hay que estar al servicio de ellos, al servicio del Estado. Para lo cual partidos numerosos y rígidamente disciplinados, o sea ortodoxias. El hereje puro, el que llaman independiente, es el enemigo. Su labor es la nefanda.

Y cuando el individualista, aun a su pesar, cuando el hereje, cuando el que no reconoce dogmas políticos, se siente obligado a actuar en lo que se llama servicio del Estado, ¿qué se le ocurre a este siervo al servicio, sea el que fuere —aunque fuere de portero—, para justificarse ante sí mismo? ¡El placer de crear! ¡Y qué bien le conocemos este placer! ¡El placer de crear, de sentirse poeta, sobre una u otra materia, con unos u otros medios! Y la materia pueden ser hombres. ¡Hacer hombres! ¡O ya corporalmente, como un padre, o ya espiritualmente, como un maestro! ¡Hacer un pueblo! ¿Y para qué? Para dejar en la Historia un nombre, o acaso más que eso, un alma tal vez anónima y sin conciencia de sí, una obra. Para sobrevivir en la Historia aunque los venideros no conozcan quién es el que así sobrevive y él tampoco goce de conciencia de sí sobreviviéndose. ¡Aspiración ascética y hasta mística! ¿Pero… el que así vive vida alta y honda por el placer de crear, no es acaso que por debajo está el placer de crearse, de hacerse a sí mismo? El escultor de su alma, que dijo mi amigo Ganivet, el anarquista, no muy grato a alguno de esos poetas civiles. ¿No hay por debajo de ese placer de crear, de hacer un pueblo nuevo —de renovarlo—, el placer de crearse el creador, de hacer que el Estado a cuyo servicio uno se pone, se ponga al servicio de quien le sirve?

¿Es que el que se siente déspota constructivo no se siente así para servir al Estado que le sirva a hacerse?

Si así fuese, ¿qué? ¿Que si un español sintiese que España es para él, ese español se hiciese un alma propia? Terminé uno de mis empecatados sonetos con este verso: “que es el fin de la vida hacerse un alma.” Y no me recuerde usted, lector amigo que lo sepa, que terminé otro de esos empecatados sonetos con este otro verso: “toda vida a la postre es un fracaso”. Lo que parecía querer decir que fracasamos en el fatídico empeño de hacernos un alma. El alma es la obra de uno. Y usted, amigo mío, o yo o el político poeta, no de profesión o carrera, no por triste apetito de poder, no por mandar o por figurar, si usted, él o yo nos dejamos en una obra, tal vez anónima, ¿es que habremos fracasado? Y no se nos hable de arribismo. ¡Necedad mayor! Arribar, llegar, ¿a dónde? Si dejamos una obra en que se exalte y engrandezca la conciencia, en nuestro caso, de españolidad, y con ella de humanidad universal, de universalidad humana, ¿para qué más?

Pero aquí se me viene del fondo de mi liberalismo del glorioso siglo XIX un sentido hondamente individualista de esa conciencia comunal. Y siento que puedo dejar a mi España acrecentada, mejorada, exaltada en las conciencias de los españoles venideros —y de los que sin serlo la conozcan— sirviéndola no ya fuera, sino contra la disciplina de partidos, contra dogmas políticos.

Y contra distinciones de regímenes. Siento que puedo renovar, mejorar, acrecentar a mi España sin darme a definir regímenes —y menos consustancialidades de ellos—, sin inventar, por ejemplo, una república y decir que ella es la genuina, sin dictar ortodoxias.

¿Que esto política no es? Es lo que hay que ver.

Cartas al amigo III.A Manuel Abril

Ahora (Madrid), 24 de noviembre de 1933

Andaba yo, mi hondo lector amigo, sin saber a dónde me llevaría la senda que emprendí a la buena de Dios y en busca de excitaciones al comenzar estas cartas, cuando heme aquí que me llega su interview —que así la llama usted— imaginaria conmigo.

Sus palabras, amigo mío, me traen el tono, mejor: el resón —el eco— de las mías propias. ¡Dios se lo pague! Estos son —me he dicho— mis lectores, los míos, los que me hacen; aquellos “de quienes soy”. Estos que nada tienen que ver con la mal llamada literatura: una mujer inteligente, pero indocta; un profesional, empleado, que lee desde chico más o menos, pero que no sabe historia literaria y menos preceptiva; otros dos en las mismas condiciones, y usted, mi buen amigo callado, mi buen Abril, que es literato —sin interrogante—, pero que se olvida entre ellos de que lo es. Y se reúnen ustedes a leer, a leerme muchas veces, después de cenar, caseramente, recogidamente. Dios se lo pague a ustedes, ya que ustedes me pagan mi afán. Y he aquí por qué me enderezan en mi labor de publicista periódico. ¿Publicista? Acaso “privatista”, pues que en privado les hablo y me oyen.

Eso no es el rumoroso aplauso de una turba a la que se le azuza y enardece con latiguillos de cajón. Aquí nos hablamos de fondo a fondo. Porque ustedes me hablan, aunque en silencio. Y les oigo. Son ustedes de los que llamo amigos, de los que me sostienen. El resón, la resonancia de mi voz, que me devuelven, es más que un aplauso. Una sala tupida de muchedumbroso público de mitin no suele resonar íntimamente. Y menos cuando estalla en bullangueras ovaciones. Si alguna vez en alguna iglesia el auditorio rompiera en palmadas al predicador, sería porque éste había perdido toda unción religiosa, todo íntimo fervor de verdad.

Acababa mi última carta al amigo, a los amigos, a ustedes y sus semejantes —y mis semejantes, mis más prójimos o próximos al corazón— diciéndoles que me siento con poder para renovar, mejorar, acrecentar a mi España sin darme a definir regímenes —y menos consustancialidades de ellos—, sin inventar, por ejemplo, una República y decir de ella que es la genuina, sin dictar ortodoxias políticas. Y añadía que hay que ver si esto es o no política. Porque para los suficientes definidores políticos —políticos definidores de partido—, la verdadera República, por ejemplo, es la que ellos definen y cualquier otra es corrompida o pervertida. A lo peor la llaman monarquizante, vocablo de una evidente vaciedad. Más claro sería hablar de una República monárquica, sin rey, como la actual República francesa, burguesa, unitaria y liberal. Burguesa, es decir, para todas las clases económicas; unitaria, sin ciudadanías contrapuestas, y liberal, sin privilegios y sin excepciones para confesiones.

Pero héteme aquí que cuando me proponía —lo que es el mal ejemplo— meterme yo a definidor, se me atraviesa, amigo Abril, su interview imaginaria que me devuelve a mí mismo. Y… ¡al cuerno las definiciones! Me recobro indefinido. Que quiere decir, en cierto modo, infinito. Y por lo mismo, en el mismo cierto sentido —y, por desgracia, incierto— eterno.

Ustedes, mis amigos, mis más semejantes, mis más prójimos, los más cercanos a mi corazón, me entienden. Y hacen con su entendimiento que yo me entienda. Los otros, los que no son más que público, dirán que estas son monsergas que saben a religiosidad. Y acaso desde su punto de vista ciega acierten. Es el sentimiento religioso civil, laico, el que trato de despertar y suscitar entre mis prójimos españoles. Y siento que a ustedes, a los que me leen con entendimiento de querer, les anima sentimiento religioso —no siempre trágico— de la vida histórica civil. Y que no hacen maldito el caso de ortodoxias políticas —esto es: civiles— de partido. Que no hacen caso de que se les quiera definir un régimen. Ni le hacen a los agitadores —revolvedores mitingueros. Y menos a los tratadistas.

¡Definir! ¡Definirse! ¡Ah, si yo hubiese elaborado un programa, un sistema de gobierno, y acaso un tratado! Como aquel de Las Nacionalidades, v. gr, del ingenuo Pi y Margall, que sirve hoy de Corán a una secta política española. ¡Pero este no recogerme para articular o estructurar ese sistema; este no saber hacerlo, sino desparramarme en artículos volanderos; este ir con ellos dejando —y sembrando mi sentir del momento cotidiano, con sus íntimas y fecundas contradicciones…!

En cierta ocasión, uno de esos adoradores de la definición sistemática me decía: “¿Pero por qué no se pone usted, don Miguel, a redactar su obra definitiva, en la que ordene y concentre su pensamiento integral?” “¿Definitiva? —le contesté—. ¡Ah. sí!; que escriba un volumen siquiera de cuatrocientas páginas, con notas, y apéndices, y aparato bibliográfico, y a poder ser con gráficos; un libro así como de texto, o mejor, de consulta… ¿es lo que quiere? Y de investigación, por supuesto, y no estas ligeras fruslerías periodísticas…”

¡Ay, amigo Abril; si usted y esos otros cuatro mis prójimos, mis semejantes, que a las veces se reúnen después de cenar para leer en voz alta estas palabras que al azar de mi paso por los senderos de España me brotan mientras ella se descoyunta y desvencija; si ustedes supieran lo que me las arranca…! ¡Esos chasquidos que me llegan del subsuelo espiritual que se agrieta y resquebraja; de los cimientos de la Patria que se estremecen…! ¡Y a todo esto definiciones ortodoxas de republicanismo o de monarquismo, de marxismo o de fajismo, de internacionalismo o de nacionalismo! ¡Cuánta suficiencia! Suficiencia… insuficiente.

“¿Pero este hombre, qué quiere?” —se me dicen—. Lo que usted, amigo Abril, dice —y Dios, repito, se lo pague— en su interview imaginaria; entonar más que enseñar, adentrar más que dirigir, concentrar. Y que mis semejantes se entonen, se adentren y se concentren. Y por eso más música que letra, más melodía que literatura. Que todas esas oquedades de derecha e izquierda, de Monarquía y República, de marxismo y fajismo, todo eso y lo como ello nos está rompiendo la cordialidad religiosa íntima. Y ustedes, mis semejantes, entienden lo que quiero dar a entender con esto. ¿Es que voy, en servicio de mi patria, a inventar otra República cualquiera para decir luego, con petulante suficiencia, que es la de buena ley, la legítima, y la de enfrente contrahecha y sospechosa? Dios me libre de tal desvarío.

“Pero bueno, y en concreto…, ¿qué?”, se me preguntará por uno de esos que son los otros, los desemejantes, los lejanos. ¿En concreto? Que estas cartas al amigo, a los amigos, a los semejantes, a los prójimos o cercanos, no son programa político —¡qué va…!— ni menos electoral; que con ellas no busco sufragios —suelen darlos los fieles creyentes católicos a las ánimas de sus difuntos— y que me doy por pagado si me llega de los míos el resón —el eco— de mis palabras. Y si suscita en mí, a mi vez, otro, que así comulgamos los unos con los otros. Y en cuanto a definiciones, usted, amigo Abril, que leyó en ese pequeño cenáculo casero mi Niebla, recordará aquello de que hay que confundir. Pues bien, ahora les digo que hay que indefinir. Tenemos que librarnos —y libertarnos— de facciosos de derecha, de izquierda y de centro, de inventores de dogmas, de falsificadores de la Historia, de inquisidores y de definidores. Pero esto de la indefinición pide carta aparte.

Cartas al amigo IV.

Ahora (Madrid), 29 de noviembre de 1933

¿Indefinición, amigo mío, decíamos? Vamos a otra cosa. ¿Otra? No hay más que una. ¡Pues a ella!

Íbase mi hombre carretera de Zamora arriba, señero y escotero, cara a la Armuña, a despejarse el seso con el brizo de aires del Pirineo pasados sobre el Duero. Empezaban a apuntar, verdes, las mieses. Dejaba tras de sí el vendaval electorero agramantino y oía por debajo de su barullera bambolla resonancias de lejano campaneo secular. ¡Qué bien en aquel recogido rinconcito conventual aquel pobre frailecico especulando sobre la contemplación adquirida y la infusa! Días éstos en que nos —nos, a los nuestros— molesta cada qué y hasta llegamos a temer que al llegar de noche a casa hayamos, no de acostarnos, sino de caer en cama.

Sintióse como en cumbre de sima, al aire, sin piso firme. Todo lo exterior se le interiorizaba; todo lo extraño —historia civil, actual, del día y el lugar, comunes— se le entrañaba. Empezó a examinar primero, a meditar después y a contemplar al cabo esa historia con un interés desinteresado; esa historia, pensamiento y voluntad de Dios en el momento eterno del mundo pasajero.

Descubrió una callejuela enchinarrada que llevaba a una plaza anónima, al parecer, desierta, bajo una humareda espesa que la privaba de la bóveda azul, del aire soleado. Y así quedaba hecha caverna. Y en ésta acabó por sentir chiquillos de todas edades —verdes, maduros y pasados— que, en puro tontear y loquear, se entontecían y enloquecían. Y entre ellos, unas damas —dueñas— de Estropajosa empuñando el estropajo, dispuestas a la friega sin lejía. A afeitar en seco. Algunos se daban a la masturbación mental de buscar nueva especie —o mejor, especia— de república o de monarquía. ¡Renovación!… Quiénes soñaban con fajarse en el fajo, mientras otros —y era curioso— que voceaban “¡muera el fajo!”, eran los más fajados y los más fajistas. Otros, a definirlo. Mero deporte de gente aburrida de su vacío íntimo. “¡Ande el movimiento!”, decía uno. Otros daban vivas o mueras a términos por los que no entendían pizca. Algunos preguntaban qué era lo que había que gritar. El suelo lleno de hojas y papeles de otoño; las paredes y hasta el piso, de estúpidos letreros en almazarrón y en brea. En uno de éstos se motejaba a los sedicentes agrarios de… “antípodas”.

Y él, nuestro hombre, perdía allí el recogimiento. Aquella patulea —aunque corporalmente ausente— le pateaba y pisoteaba el asiento de su conciencia histórica. Ni podía sacar de allí sin daño el seso. Y huyó. Volvióse a casa, campo atrás, a descansar el ánimo abrumado. Diose primero un rato —rapto— al supremo de los solitarios de la baraja; después a leer la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia desde las guerras de religión a nuestros días, del abate Bremond, de la Academia, y luego, por desengrase, las descripciones que en el Orlando furioso hace del campo de Agramante Ludovico Ariosto. ¡Qué fiesta verbal y sensitiva! ¡Qué nombres de vividos fantasmas —casi se les toca—, qué palabras! Manilardo, Baliverzo, Malabuferso, Isoliero, Serpentino… Calamor di Barcellona, Corebo di Bilbao, Odorico di Biscaglia (Vizcaya). Y los que vienen agrupados en endecasílabos: “Grandonio, Falsirone e Balugante”, “Trusión, Soridano e Bambirago”, “Avino, Avolio, Ottone e Berlingiero”, “Anselmo, Odrado, Spireloccio e Brando”… Y dominándolos con su sonoridad…, ¡Rodomonte! Nombre que tomó Ariosto del Rodamonte que inventó su precursor Boiardo. Y cuéntase que cuando a este poeta le brotó en el magín, por obra de la musa, el resonante nombre fue tal su gozo, que hizo sonar a fiesta las campanas de su castillo de Scandiano. Lo merecía. ¡Engendrar un nombre! ¡Rodamonte! ¿Y qué cuando nuestro Cervantes dio con Quijote y con Rocinante? ¡Cómo paladeaban los nombres! ¡Rodomonte! ¡Rodomonte!

Dio luego mi hombre en recorrer los de nuestros partidos y sus cabecillas. Con todo eso de Ugete, Cenete, Firpe, Orga, Ceda y demás logogrifos. Y creyó ver en un bosque de toda laya de árboles, con sus hiedras, sus muérdagos y sus abogallas, vagar, al pasto, tropillas y rebaños “de toda clase”, y entre ellos, tal cual rara, mustia res orejisana y suelta. ¡Pero qué nombres, qué apodos, qué motes!

Y se dijo: “¡Si de todo esto quedara siquiera mi dicho decidero, duradero, una de esas expresiones estadizas con que un verdadero creador —¿poeta, político?— acierta a expresar lo que los demás creen pensar sin pensarlo de veras, y así les enseña a esto y a definirse, o una palabra, un nombre! Un nombre: “Santificado sea el tu Nombre…” Y luego: “Venga a nos el tu reino…” Y después: “Hágase tu voluntad…” Toda la historia. Cantados sean los nuestros nombres! “Aquí fue Troya…”; “allí la de San Quintín…” “Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa…” ¡Itálica! ¡Y cómo suena! ¡Rodomónticamente!

Los niños aquellos, en tanto, verdes, maduros y pasados —críos, mozos y decrépitos—, creían, ¡pobrecillos!, haber hecho o dicho algo.

Pues qué, amigo mío, ¿esperaba usted acaso de mí cábalas, profecías, vaticinios, agüeros, calendarios? Eso no es conciencia de historia, de leyenda. Lo que fuere sonará. Y esté de Dios que suenen nombres —de rebaños y de rabadanes— que resuenen por siglos. Y que nos hagan echar a vuelo, en fiesta, las campanas seculares.

En tanto, puesto que usted también, amigo mío, se ha dado a esta tarea de escribir para los demás, para comulgar con ellos, lo que no le pidan, eso les dé; lo que no le demanden, eso les ofrezca; a lo que no le pregunten, a eso les responda; lo que no les importe aprender, eso les enseñe. Cuando hayan pasado las estrepitosas ventoleras y enmudecido su gritería, habrán de flotar y sobrepujar las voces recogidas —ahora ahogadas— que guían la permanente revolución silenciosa e íntima del pensamiento. Y como éste, el pensamiento, es lenguaje íntimo, la más íntima, entrañada, de las revoluciones es la de hacerse uno a hablarse, a ponerse en claro a sí mismo, con la lengua común, tradicional, de los seculares rezos caseros y familiares. Y populares, laicos.

Ya sabe usted, amigo mío, que quiere ser un filólogo —en su sentido originario, un logófilo, un amante o enamorado de la palabra; es lo que resta— su amigo.

Cartas al amigo V.A José Ortega y Gasset

Ahora (Madrid), 6 de diciembre de 1933

No hace muchos días que nuestro buen amigo y maestro don José Ortega y Gasset protestaba contra lo que le hacía decir, en lengua extraña, un corresponsal especial de un periódico extranjero, y manifestaba que no recibiría a ningún otro que no probase antes tener bien cursado y conocido nuestro idioma. Muy bien, y de acuerdo, pues que hemos padecido análogo percance. Pero no basta eso, y nuestro buen amigo y maestro lo sabe bien. Pues hay otra extranjería o extrañeza, que no es la del idioma. Y somos algunos, querido Ortega, los que producimos extrañeza en esos truchimanes de la opinión que pretenden ponernos al alcance de la masa vulgarizando nuestro pensamiento, y lo que hacen es avulgararlo. Y deformarlo. El público sencillo y desprevenido nos entiende mejor cuando no se entrometen truchimanes de ésos. Los cabreros entendieron muy bien a Don Quijote, aunque Cervantes dé a suponer otra cosa. Y si algún truchimán toma esto a jactancia, con su pan se lo coma.

Y quiero decirle, mi querido amigo, que los que tenemos pluma y sabemos manejarla deberíamos negarnos a toda entrevista y enquisa, pues cuando creamos deber decir algo al pueblo se lo diremos derechamente y sin medianero, y lo afirmaremos con nuestra firma. Otra cosa es querer traducirnos y casi siempre traicionarnos. “Traduttore, traditore”, dicen los italianos. Y más traidores los que traducen al vulgar. Que no conviene ceder a los perezosos mentales, que por ahorrarse el tener que pensar por su cuenta lo que se les dice a cuenta ajena, quieren que se les dé hecho papilla de frivolidad volandera. Que así no les cause extrañeza. Pero el que esto le dice, amigo mío y maestro, sabe que más de una vez hablando, sin pretender ponerse a alcance extraño, ha producido en gentes sencillas y desprevenidas “entrañeza” y logrado así que se entrañen, que se apropien lo que les decía. Que el público suele saber más que el publicista, y el vulgo más que el vulgarizador.

Y viniendo ahora al truchimán extranjero, ¡qué terrible, amigo mío, es eso de que a lo peor nos manden acá, a nuestra España, a un enviado especial que no conoce nuestro idioma! ¿Cómo es posible que se entere bien de nada uno que llega acá sin entender miaja de castellano? Eso supone, en el fondo, tomarnos por un pueblo de salvajes. Es como aquel que sin saber tibetano se fue al Tíbet a traducir al francés cartesiano la religión lamaísta. Y no es lo malo que no sepan castellano, sino que aun sabiéndolo son incapaces de traducir lo íntimo. No aciertan a traducir a sus categorías políticas —o literarias, o religiosas o filosóficas— las nuestras. El casticismo se les resiste. Se vienen, por ejemplo, creyendo que nuestros partidos políticos son traducción de los suyos; que somos unos discípulos, más o menos aventajados, de sus maestros, y así les sale la traducción. A lo que parece autorizarles ciertas pésimas traducciones que aquí se han hecho, como esa del partido radical-socialista, y en otro sentido la de la Acción Francesa, que aquí, en castizo romance, no quiere decir nada. ¡Y esto aquí, en España, donde nació el término “liberal”, y de donde se tradujo no poco de la Constitución del año 1812! ¡Venirnos con que si estamos preparados para esto o el otro régimen! Tiene usted razón, mi querido amigo, en protestar contra esa petulante impertinencia. ¡Venir a quererle dar lecciones de sentido político a nuestro pueblo!

No se trataba de política, sino de literatura; pero recuerdo que escribiendo una vez de la nuestra, de nuestra literatura española, un crítico francés muy inteligente, muy agudo y muy comprensivo, dentro de sus límites nacionales por lo menos, Edmond Jaloux, confesaba que para ellos —los franceses medios y ciento por ciento como él— nuestro genio español les era tan extraño como el ruso o el escandinavo, y que todo eso de la hermandad espiritual latina tiene mucho de mito. Cierto es que hay hoy en el extranjero —y muy especialmente en Francia— cada vez más espíritus que se esfuerzan por penetrar en nuestro fondo diferencial, y que lo consiguen muchas veces. Que hay cada vez más estudiosos de nuestro genio nacional que se sacuden de los contrapuestos tópicos que a nuestro cargo corrían y que consiguen llegar a las raíces de la civilización y de la cultura españolas. Pero el promedio, la medianía de los informadores, sobre todo cuando lo son de información mercenaria, no llegan no ya a las raíces, más ni a las hojas. Lo nuestro les está cerrado. Y no tienen la sinceridad del señor Jaloux, que con su confesión mostraba la aguda penetración de su ingenio. Y no nos tomaba, como otros, por unos aventajados discípulos de sus maestros.

Y si venimos a lo político, ¿cree usted, buen amigo, que a aquellos que yo llamaba en París místicos del republicanismo —jacobinos y girondinos, si usted quiere— se les puede hacer entender que no se puede juzgar del sentido político del pueblo español ni por la pedantería izquierdista de Acción Republicana ni por la pedantería derechista de Acción Popular? ¿Por los que aquí se están sacando de la cabeza —cuando no del bolsillo— una república republicana, ortodoxa, no monarquizante, o una monarquía tradicional? ¿Y que lo que aquí llaman marxismo y lo que llaman fascismo apenas tienen que ver con lo que en el resto de Europa significan esas denominaciones? No, aquí no estamos preparados para esas traducciones. Bástenos con poder sentir nuestra propia historia.

Nuestra propia historia, que es nuestra vida común civil y nuestra educación. Una educación permanente. Que a vivir sólo se aprende viviendo. Y no asistiendo a lecciones de biología, y menos de laboratorio. Harto lo hemos visto en el laboratorio de biología política de las Constituyentes, de que usted, amigo mío, y yo formamos parte. ¡Así han salido los ensayos! De que es ejemplo típico, entre otros, la ley Electoral contraproducente de los que con ella se han pasado de listos. Por no decir nada de otras leyes, socializantes y laicizantes, mal traducidas.

Mucho más tendría que decirle a cuenta de estas cosas. Por ahora he de limitarme a felicitarle por su resolución de ahuyentar de su lado truchimanes e informadores que no le lleguen en forma —y menos a fondo—, y más ahora, en que España se está poniendo en moda como “caso”. “¡Cosas de España!”, se decía antes, y ahora se empieza a decir: “El caso de España.” ¡Y que se nos vengan a que les dictemos un resumen de apuntes sobre la españolidad a los que nos llevamos años rompiéndonos la cabeza y el corazón para cobrar la conciencia más plena posible de ella! ¡Cuando no se nos vienen a pedirnos profecías, a que les digamos lo que creemos que va a pasar aquí!

Siga usted, amigo mío, sin dejarse traducir por el primero que se le arrime y sin esforzarse en eso que se llama ponerse al alcance de todo el mundo y que se suele reducir a no decir nada, a perderse en tópicos. Nos llegan tiempos de prueba y de confusión. Los cabecillas políticos no aciertan a desentrañar —desentrañar, ¿eh?— de los actos del pueblo —unas elecciones, por ejemplo— su estado de ánimo. ¡Es tan difícil desentrañar de actos estados! ¡Llegar al hondón de la conciencia comunal!

Y nada más, por ahora al menos. De usted, el amigo en esta carta, es amigo entrañado.

Regüeldos

El Sol (Madrid), 12 de diciembre de 1933

Don Quijote, aquel hidalgo manchego que presumía, de seguro, de leer al Ariosto en su italiano —dicho sea no ya con respeto, sino hasta con adoración—, solía molerle a Sancho a enmendarle los vocablos, molienda de enmienda que al buen aldeano le escocía, y con razón. Y en una de ellas le dijo que no se debe decir “regüeldo”, sino “eructo”. Sin duda porque olería menos mal llegándonos el eructo por conducto del latín. Pero hete aquí que antes de que saliera al campo Don Quijote, un fraile francisco, fray Juan de los Ángeles, en sus Consideraciones sobre el Cantar de los Cantares, había dicho que “el alma que ha bebido del vino adobado del espíritu regüelda como repleta y llena de espíritu, y huele a gloria de Dios”. A gloria de Dios le olía el regüeldo místico, al que dijo en su Lucha espiritual y amorosa entre Dios y el alma aquello de: “Yo para Dios y Dios para mí y no más mundo.” ¡Estos místicos…!

Lo que sé es que cuando éste se echaba a echar afuera sus sentimientos —o los de otros— le salían, al escribirlos, con tal unto de entrañas las palabras, que al que las oye, al leerlas, se le pega el unto. Y hasta siente lástima grande de tanta belleza. Por aquello de Argensola… Pero basta, pues ¿quién nos va a quitar lo comido y lo bebido bajo el cielo azul?

Mi maestro y amigo Don Juan Valera, que a pesar de otros pesares guardaba no poco de señorito andaluz, acostumbraba decir que Santa Teresa había escrito como una cocinera castellana. Puede ser, pero antes quiero oler a guiso de olla podrida castellana, que no a efluvios químicos de laboratorio de investigación. Verdad es que me gusta no sólo el cocido de garbanzos y chorizo, sino hasta el ajo crudo, y mucho. Y quede que Don Juan no era investigador químico de desinfectantes y que hasta majaba ajos en sus escritos, sobre todo en los epistolares.

¡Oler mal! ¡Sonar mal! Mi primer maestro de griego, Don Lázaro Sardón, un recio maragato —que por cierto formó parte, con Don Juan Valera y otros, bajo la presidencia de Don Marcelino, del Tribunal que me dio la cátedra de lengua griega—, dio en el Ateneo de Madrid unas conferencias al volver de la inauguración del Canal de Suez. Y hablando de las Pirámides, contó cómo había forzado a un felah a que le guiase por una galería. El público —no pueblo, ¡claro!— del Ateneo de entonces soltó el trapo al oírlo, Don Lázaro repitió la palabra y vuelta a la risa y a la tercera: “No es mi lengua; son vuestros oídos los que están sucios.” Don Quijote le creyó a Sancho romadizado porque había olido los ajos de Dulcinea. ¡Anda por ahí cada señoritingo con suciedad culterana en los oídos!…

Y no es que se vaya, como solía el pobre Don Julio Cejador a tiro hecho a echarse a buscar palabrotas de esas que pasan por groseras —séanlo o no— y sin venir a cuento. La grosería estriba en otro estribo. Hay que saber sufrir las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos.

A propósito de culteranismo, recuerdo cuando un mocito clásico me trajo un escrito en que decía de un poeta que, al sentir el estro, tomó el plectro, y entonó en la cítara una oda. Y le dije: “¿No estaría mejor traducirlo al romance y decir que al picarle el tábano (estro), cogió la púa (plectro) y se puso a rascar en la bandurria una canción? Bandurria y no guitarra (cítara), porque ésta se toca sin púa.”

¡Traducir! ¡Romancear! Sí, ya sé que no todo es traductible, que hay cosas intraductibles a cualquier lenguaje humano. Y aquí me viene al caso, por un cierto íntimo y delgado encadenamiento de ideas y de sentimientos —quiero decir: de palabras—, un verso maravillosísimo del maravilloso soneto francés —un milagro— de Gerardo de Nerval, que este poeta suicida intituló “El desdichado”, así, en castellano. El desdichado era el príncipe de Aquitania, el tenebroso, el viudo, el inconsolado, “el de la torre abolida”, Y el aludido verso sigue diciendo: “J’ai revé dans la grotte où nage la sirène…” En castellano: “He soñado en la gruta donde nada la sirena…” Verso que no se me despega del oído del corazón.

¡La sirena de la gruta! Cuando se sabe, por estudio, que las sirenas que tentaron a Ulises a perdición no fue con tentación de carne, sinocomo la serpiente del Paraíso terrenal a Adán y Eva, con tentación de saber, del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, aquellas a Ulises con contarle leyendas, hacerle soñar historias y esto a la luz abierta del Mediterráneo, se comprende lo que pudo haber sido el sueño del príncipe desdichado en la gruta en que nada la sirena, en “las profundas cavernas del sentido”, que dice San Juan de la Cruz, el místico, el de los misterios o secretos cavernarios, uno de los más entrañables secretarios —místicos— del Verbo. Y en esas grutas, en que nadan sirenas, en esas profundas cavernas del sentido, se oye palabras puras, nada menos que palabras —más no puede ser— y se huele a regüeldos de gloria de Dios.

¡El misterio de la palabra! El misterio de la palabra es que por la palabra, por el verbo, es todo lo que es. “En el principio fue la palabra…, todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de lo hecho, y en ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”, que así empieza el cuarto Evangelio. Y si Fausto quiso corregirlo, ¿qué fue Fausto sino palabra? Cuando se hace algo no queda el hecho sino la hacedora, la palabra. Que la palabra fue al principio y la palabra será al fin. ¡Dejar un nombre! Es todo lo vivo que hay que dejar, un nombre que viva eternamente. Lo demás, son huesos. Y un nombre no es aire que suena, es soplo, espíritu, con vida y con luz. Y vive en Dios.

¡A dónde nos ha venido a traer el regüeldo, soplo de comida y bebida! ¿Y que a qué viene todo esto, amigo mío? Pues viene a que andan por ahí señoritos repulgados y remilgados que, por no poder aguantar olor de regüeldos que huelen a gloria de Dios y a pueble aldeano, a chotuno, se nos vienen con mandangas, o, como se dice por aquí, con canguingos en mojo de gato, más o menos renacentistas. Y andan queriendo enmendarle la plana a Sancho, aunque éste, Sancho, no sabe escribir ni siquiera palotes, pues no entiende de letra el pobre analfabeto. Y en cuanto a dictar…, ¡ojo con la dictadura! Porque es lo más triste que seamos los letrados los que tengamos que servirle de secretarios. Y al decir letrados, no quiero decir concretamente abogados o procuradores, que esto es peor. Porque cuando los abogados y procuradores en Cortes se ponen a redactarle, y no a su dictado, por ejemplo, una Constitución…

Pero, ¡alto!, no sea que nos despeñemos.

Recuerdos vivos. A Don José María Gil Robles

Ahora (Madrid), 16 de diciembre de 1933

No para huir del presente histórico y distraerme de él, sino para ahondar más en éste, buscando sus raíces en el subsuelo permanente de la historia, he acudido a mis recuerdos vivos del pasado político de España. Y digo vivos porque son recuerdos de lo que personalmente vi, oí y viví, como testigo y hasta como actor —aunque fuera de comparsa y última fila—, y no de lo que leí en papeles o mamotretos. A un pasado, sobre todo, de mis veintidós a mis treinta y seis años, desde la muerte de Alfonso ХII al principio de este siglo, pasando por el ya legendario y casi mítico 1898. Y he sentido en este recogimiento en mis recuerdos civiles vivos lo que Cánovas del Castillo llamó la constitución interna española, el sentido de su historia.

Me remonto algo más hacia atrás: a cuando, después de haber sido, de niño, testigo de la última guerra civil entre ejércitos organizados —pues la guerra civil prosigue—, alboreaba, gracias a ella, mi conciencia civil siendo chico del Instituto de Bilbao. Vino la llamada Restauración, que no lo fue en lo íntimo la de la monarquía borbónica. Aquella restauración de un régimen en que colaboró, desde fuera de la monarquía, Castelar —como más adelante Azcárate— fue restauración de un régimen que hoy llamaríamos de centro. Y hacia aquel régimen empezaron a converger antiguos sedicentes republicanos, posibilistas primero, reformistas después, a la vez que hacían de cierta oposición de S. M. titulados republicanos a quienes ninguna prisa les corría proclamar la república. Y era que, en el fondo, en aquella restauración del liberalismo constitucional y democrático a nadie le interesaba mucho lo de la forma de gobierno. Sobre todo en las que hoy llamamos izquierdas. Ni a los socialistas —internacionalistas—, los de Pablo Iglesias, para los que siempre esa cuestión de la forma de gobierno, por aquellos tiempos, fue secundaria y más bien indiferente. Y en cuanto a las llamadas derechas, a los que habían luchado contra la monarquía isabelina, y después contra la saboyana, y luego contra la primera república española, la de 1873, en cuanto a estas derechas…

Cuando llegué a esta Salamanca en 1891, a mis veintisiete años de edad, ardían en toda España las disensiones en el seno de aquellas derechas antiliberales. El liberalismo, aquel liberalismo que el presbítero Sardá y Salvany, en un librito —el “áureo libro” le llamaban— por entonces famosísimo, declaró que era pecado, y ser liberal, peor que ser ladrón, adúltero o asesino, aquel liberalismo debía de ser su enemigo común; pero nunca lograron cuajar bien un frente único en contra de él. De una parte, integristas; de otra, carlistas; por aquí, los puros o netos; por allí, los “mestizos” —“las honradas masas”, que dijo don Alejandro Pidal, que trató de llevar a la dinastía alfonsina a los carlistas—, y se discutía de la “tesis” y de la “hipótesis” y del “mal menor”. Los genuinos tuvieron Lа Fe y luego La Esperanza —¡periódicas, claro!—, pero no llegaron a la caridad. Y El Siglo Futuro, siempre futuro.

Esta Salamanca era por entonces, cuando yo llegué acá, uno de los más activos focos —acaso el más activo— de las luchas intestinas de la derecha anti-liberal. Desde aquí se pontificaba. Y la más destacada figura era la de don Enrique Gil Robles, padre del actual diputado por esta provincia don José María. En el grupo figuraba el padre del actual diputado Lamamié de Clairac. Don Enrique guardaba estrecha amistad con don Francisco Giner de los Ríos, y su estilo abundaba en dejos krausistas. Se inspiraba aquel grupo en los jesuitas de la Clerecía, que entonces regían en ésta el Seminario, y se revolvía, en insidiosa rebeldía, contra las tendencias políticas del prelado, el R. P. Cámara, agustino. Los agustinos, acusados de palaciegos y de mestizos, se oponían a los jesuitas, entonces “téticos” —esto es, de la tesis— o netos, aunque luego han ido a la bolina. Otro obispo agustino echó años después a los jesuitas del Seminario. Hubo tiempo en que se decía que los jesuitas rezaban por la conversión del Papa León XIII. Y me acuerdo cómo, siendo yo ya rector, hube de leerle a Gil Robles (padre), en una sesión de Claustro, un párrafo de uno de sus escritos en que hablaba de los obispos “aduladores de los poderes perseguidores de la Iglesia y odiados por su pueblo”. Muy posteriormente condenó el Vaticano a la Acción Francesa y a su monarquismo… estético.

Se trataba, como se ve, del reconocimiento del régimen entonces vigente en España, del régimen liberal constitucional, y no precisamente la monarquía. Pues no me cansaré de repetir que no hay que confundir ambas cosas. Aquel régimen de Cánovas y, en cierto modo, de Castelar, y de Azcárate, y de Canalejas, el de la ley del Candado y de aquel inocente artículo 11 de la Constitución de 1876, que tanto escandalizaba a aquellos inocentes anti-liberales. Y de don Antonio Maura, el que declaró que el liberalismo es el derecho de gentes moderno y a quien, en otro respecto, se le acusaba de filibustero en el Colegio jesuítico de Deusto. Se trataba del régimen liberal.

¡Tiempos aquellos! Pasó aquella restauración, la de la llamada por antonomasia Restauración, y vino la Regencia, la discreta regencia que dice Romanones —¡y qué bien lo ha dicho!—, y luego vino Alfonso ХШ, primero adolescente y luego ya adulto. Y la conquista de Marruecos, y el que yo llamé el ensueño del Vice-Imperio Ibérico, y el cambio de régimen. Porque el régimen, el verdadero régimen —no esa superficialidad de monarquía o república— cambió durante el reinado de Alfonso ХШ; el régimen que se había inaugurado con la revolución de setiembre de 1868. Y empezó a incubarse la nueva revolución. Y ésta estalló en 1923 con el golpe de Estado que, de acuerdo con el rey, dio Primo de Rivera. Y fue así el rey mismo quien inició la revolución y, con ella, el advenimiento del régimen actual. Y así hemos podido decir que quien ha traído esta república ha sido el último rey de España. Desde luego no los republicanos.

Y ahora en que se trata de la consolidación por reconocimiento del régimen —del régimen, ¿eh?, del régimen— vigente en forma republicana, dejando a un lado insulsas pedanterías de Renovación y pueriles lealtades tradicionalistas y sentimentales, brindo estos recuerdos personales de historia perenne e íntima a mi amigo y compañero el hijo del que fue mi compañero y amigo don Enrique Gil Robles, tradicionalista en 1891 cuando llegué yo a esta Salamanca a enfrentarme con él desde las columnas de un diario republicano.

Cartas al amigo VI.

Ahora (Madrid), 20 de diciembre de 1933

¿Que a dónde vamos, lector amigo? “No —dice otro—, sino a dónde nos lleva Dios…” Y un tercero: “o el demonio.” Aunque esto viene a lo mismo, pues es con permisión de Aquél. Y tácheseme de predestinacionista, pero recordando el principio del libro de Job que hubo de reproducir Goethe al principio de su Fausto. Y ya se sabe a dónde llevó el demonio, con permiso de Dios, a Job y a Fausto.

¿Que a dónde vamos, o mejor, a dónde nos lleva la Historia? Presumo, lector amigo, que me motejarás de machacón —es mi fuerte— por esto de la Historia, pero es que la Historia es la vida del espíritu. Y meditarla y contemplarla es vivir espiritualmente y es hacer historia ¿Hacerla o pensarla? Es igual. Y aún hay más, y es que un historiador contemplativo escribiendo historia, contando su leyenda, la ha hecho. La ha hecho más que el político que creyó hacerla legislando o armando elecciones. Las más de las batallas ganadas no las ganó el general en jefe que dirigía lo que llaman la acción, sino que las ganó el narrador —acaso el poeta— que hizo creer al pueblo —y entre éste al general en jefe— que las había ganado. Y a un pueblo se le lleva al triunfo o a la derrota por una leyenda.

Y no verdad histórica, no, que la historia proceda y se rija por el llamado materialismo histórico. Ni siquiera brotó de éste el Manifiesto comunista, de Marx y de Engels. No brotan de él los movimientos económicos-sociales. Hay, es cierto, una explicación económica de las Cruzadas, por ejemplo, por debajo de su explicación político-religiosa, pero por debajo de su explicación económica hay otra, más honda, más entrañada, más radical —es decir, más raíz—, y es una explicación trasreligiosa, si esto cabe. El hambre, sí, y el amor, el hambre del individuo y el hambre de la especie, mueven a los hombres y a los pueblos, mas hay por debajo algo más hondo, y es el sentimiento de la personalidad, del “ser o no ser” hamletiano. Que no es “vivir o morir”. Y ese sentimiento de personalidad cuando se trata de un pueblo, el sentimiento —y el consentimiento— de personalidad común, de comunidad, es el patriotismo. Y así se ve que cuando las Internacionales obreras fundadas en interés de clase se encuentran ante conflictos de personalidades colectivas, de patrias, de comunidades de consentimiento espiritual histórico, esas Internacionales se quiebran. “¡Proletarios de todo el mundo, uníos!” Pero al chocar dos o más pueblos, mejor: dos o más patrias, esos proletarios se desunieron y se fueron los de cada nación con los que hablaban, con los que pensaban, con los que sentían —hablar es pensar y es sentir— como ellos, proletarios o no. Y esto, en gran parte, porque eso del proletariado es un mito.

¿Que a dónde vamos? ¡Ah!, es que esta triste juventud española de ahora no está aún desesperada ni desquiciada, no ha perdido del todo ni esperanza ni quicio, pero está desesperanzada y desenquiciada, se ha salido de su esperanza y de su quicio, porque no cree en ellos. Y el que no cree en su esperanza está en riesgo de perderla. Es lo del gitano: “si, pero verá usted como no viene…” Está desconsolada, pero aún no desolada. Mas el desconsuelo es camino de desolación, si una fe no le llega al desconsolado y le da esperanza. Quiero decir, lector amigo, con estos que alguien tomará por retorcimientos conceptuosos y hasta conceptistas —¡y cómo duelen!—, quiero decir que nuestra juventud no tiene fe —ni civil ni religiosa— en España; no cree en ella.

“Hay que hacer patria”; hemos oído muchas veces. Pero la patria, la nación, se hace ella sola. Y se deshace. Y se rehace. ¿Hacemos nosotros historia —esto es: patria— o nos hace ella a nosotros? ¡Hacer, hacer…! La cuestión es pensar, es entrañarse, es apropiarse lo que se está haciendo. La cuestión es llegar a la afirmación de la conciencia comunal.

España, en nuestro caso, es su historia, no la pasada, sino la presente, la siempre presente, la eterna, la que, querámoslo o no, estamos viviendo. Y con sus íntimas contradicciones, con su crónica guerra civil. Y hay que vivirla y sentirla así hasta contradictoriamente. “¡Vivir su vida!” ¿Qué es eso, muchacho? Es colocarse, “es llegar”. ¿Colocarse dónde? ¿Llegar a dónde? “No, sino vivir” la vida de todos, la vida común. La verdad es aquello en que todos convenimos, pero también aquello sobre que todos disputamos, ¿Verdad o error? ¡Qué más da…! Lo peor es aquello en que ni consentimos ni disentimos, porque eso es el vacío. Y es el vacío lo que mata para siempre.

¡Qué profunda congoja me causa el examen de esos mozos desesperanzados, desenquiciados, desconsolados! ¿Huyen de sí mismos? No, porque huir de sí mismo supone estar en posesión de sí, ensimismado, haberse encontrado, y esos pobres mozos andan buscándose fuera de sí mismos, enajenados, perdidos en lo de fuera. Y así se da el caso triste de que se matriculen en la “Ugete”, en la “Cenete”, en la “Fai”, en la “Ceda”, en la “Tyre” o en cualquier otro equipo deportivo-político. Y al fin, cuando se tiene dieciocho años, cuando se es mozalbete de grito de santo y seña… ¿Pero después? ¿Después?

“¡Hay que hacer!, ¡hay que hacer!” No, antes pensar y sentir y padecer lo que se está haciendo, lo que nos está haciendo. ¿Acción? Sí, muy bien; pero antes pasión. Pasión de padecer. Pensar y sentir lo que otros hacen, lo que otros dicen. “Pero es que van tan de prisa…” Cierto; no nos dan ni tiempo para pensar lo que hacen y lo que deshacen. ¡Es el cine, el fatídico cine! Ni ellos saben lo que hacen, por lo cual tendrá el Padre que perdonarlos. Es el cine, revolucionario. O mejor la revolución cinematográfica, más que cinemática. Y no dinámica, porque no todo movimiento supone más fuerza que el reposo. ¡La fuerza que desarrolla la aguja de la brújula para no desviarse de su norte! ¡La poderosa fuerza de la resistencia quieta! Que es la de la pasión.

Ahora quisiera comentar lo que uno de esos mozos desenquiciados, desesperanzados y desconsolados me dijo una vez de Castelar, de cuya persona y de cuya obra patriótica no sabía —naturalmente— nada. Nada más que una leyenda confusa y malévola. Era un mozo que, como sus congéneres, no tenía idea, ni aproximada, de la historia española de nuestro glorioso siglo XIX, el del liberalismo, palabra nacida en España. No pude hacerle comprender cómo todo Castelar, Castelar entero, creía en su patria y esperaba en ella.

Mas de esto otra vez, mozo lector amigo.

Sobre el anarquismo español

El Radical (Cáceres), 26 de diciembre de 1933

Escribo estas líneas hoy, 11 de diciembre, lunes —día sin diarios matutinos— y cuando no se sabe cómo acabará el estallido revolucionario anarcosindicalista, que así se le denomina. Y hay que notar que, en rigor, anarquismo y sindicalismo se comportan mal entre sí. La perfecta anarquía no tolera sindicación. Mas dejando esto, el caso es que el estallido merece examen y meditación. No por su ideología, sino por su psicología, pues no es cosa de ideas, sino de sentimientos, de alma. Buena o mala, que de esto no se trata ahora. ¿Qué se proponen esos fanáticos, esos energúmenos —es decir, poseídos o endemoniados— los más de ellos mozalbetes que queman tiendas, sin saquearlas, incendian una fábrica de papel, queman archivos y sobre todo iglesias y conventos en cuya quema ningún provecho material han de sacar?

Y les ayudan mujeres que reparten y recogen pistolas en cestas. El movimiento apenas si ofrece caracteres de movimiento estrictamente económico. La famaso interpretación materialista de la historia, la de Marx, marra aquí.

Mas presenta las características de un movimiento religioso. Religioso, sí, en su más amplio sentido. Hay una eligiosidad del ateísmo. Y en todo caso, se asemeja a aquellas terribles epidemias medioevales de turbio misticismo demoníaco. Y después de todo, ¿no empieza a reconocerse ya que en el fondo, en el último fondo del bolchevismo moscovita, del fajismo italiano y del nacionalsocialismo germánico hay una raíz no económica, sino de sentimentalidad que se puede llamar religiosa?

¡Cuán otro el sentido del llamado aquí, en España, socialismo, el de la U. G. T. y sus casas del Pueblo, con su burocracia conservadora, con su proteccionismo del Estado, con sus jurados mixtos, con toda su abogacía y su procuraduría casuística, con su reglamentación de las huelgas!… La doctrina sindicalista de la acción directa, su rebelión frente al Estado, su consigna de no votar, todo esto le da al sindicalismo anarquista —prescindiendo de lo contradictorio de este enlace— un carácter profundamente apolítico. Aquí no se trata ya de política, de civilidad, sino de algo más hondo y más primitivo y más originario, acaso de más reacción —en su mayor parte subconsciente y hasta inconsciente— contra la civilidad y por ende contra la civilización. Es lo que en un tiempo se llamó en Rusia nihilismo —“nadismo”, podríamos decir— que tiene raigambre religiosa. Y es lo que hace que aparte del deber que tiene el Poder público, el Gobierno, de sofocar estos estallidos para salvar en lo posible la civilización, la convivencia civil histórica, conviene que todos meditemos en las raíces últimas y profundas que los producen. Es una enfermedad de la civilización, acaso congénita en ésta, es algo hondamente arraigado en la conciencia colectiva o comunal.

Y viniendo a nuestra propia civilización, en la española, y a lo que se ha llamado nuestro individualismo, conviene recordar que aquí, en España, nunca prendió el genuino socialismo —en rigor gregario o rebañego— en el alma de nuestro pueblo. Y menos la pedantería marxista —lo pedante que fue Marx se nota en sus arremetidas a Proudhon— con aquello del socialismo… ¡científico! El de Proudhon, el noble utopista, se nos pegaba mejor. Proudhon fue quien más influyó en Pi y Margall. Y cuando la escisión entre Marx, el judío alemán pedantesco, y Bakunin, el hidalgo ruso soñador, el anarquista, los más de los delegados españoles se fueron con el ruso anarquista y soñador. Y más tarde, ¿quién no recuerda el éxito enorme que tuvo entre nosotros La conquista del pan, aquel librito del príncipe Kropotkine, que ha sido uno de los más leídos en España? En cambio, ¿quién ha podido leer aquí El Capital de Carlos Marx? Nuestros sedicentes marxistas no le conocen mejor que conocen las Sagradas Escrituras nuestros sedicentes cristianos. Y aún recuerdo que aquel pobre Felipe Trigo, el novelista, tan español, se dio a inventar un socialismo individualista o no sé si se llamó individualismo socialista, que es igual.

Fue aquí, en España, donde un escritor místico, el franciscano Fray Juan de los Ángeles, dijo lo de: “Yo para Dios, Dios para mí y no más mundo”, fórmula la más expresiva y la más vigorosa del individualismo religioso. Y aun que no crean o más bien crean no creer en Dios, el espíritu de esa fórmula late en nuestro anarquistas. Que en el fondo no son más que unos desesperados. Desesperados a la española. Que no sin razón nuestro vocablo “desesperado” —en forma de “desperado”— ha pasado a otros idiomas europeos.

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que sin desatender a atajar el mal exterior, las manifestaciones revolucionarias de este estado de nuestra alma colectiva, conviene meditar en el estado mismo y no condenarlo ni canonizarlo de ligero. En ese furor, a primera vista inexplicable, de darse a quemar iglesias y conventos, a perseguir a los religiosos, ¿quién nos dice que no haya un fenómeno de desesperación? Desesperación de fe. No me sorprendería ver luego a uno de esos incendiarios meterse de monje en un convento. Los anarquistas, los solitarios, los sin Dios ni rey ni jefe, suelen como los otros solitarios —“monachi”, monjes— formar monasterio. ¿Qué es la F. A. I. sino un monasterio espiritual sin domicilio?

Ya sé que a muchos de mis lectores —a los más— les parecerá todo esto cavilaciones de otro solitario obsesionado, pero insisto en que si lo más de nuestro socialismo burocratizado, reglamentado, pedantizado, no es más que política —y de ordinario la más baja política, la electorera y parlamentaria—, nuestro anarquismo guarda un fondo de religiosidad desesperada. Y este fondo puede producir las más sorprendentes transformaciones. O si se quiere conversiones. Condénese, sí, es lo natural y lo debido, la manifestación externa del hondo estado de conciencia desesperada, pero no se deje de meditar en éste, y además no se deje de mirar con respeto, a las veces con admiración, los heroísmos que produce. No nos atengamos demasiado a las ramplonerías corrientes de los moralistas sociales que con tronar contra las lecturas perniciosas y las predicaciones extremistas —empleo este huero término por conformarme al uso hoy vulgar, y que no se me achaque el que no escriba para todos— creen que con eso han hecho algo útil al bien común. Creo que sin esas lecturas, sin esas predicaciones, el fondo de desesperación anarquista y con él la fe y la esperanza en el ensueño utópico de una futura sociedad anárquica habrían siempre brotado del alma de nuestro pueblo.

¿Qué le falta a éste, a nuestro pueblo?

Machaqueo

Ahora (Madrid), 27 de diciembre de 1933

A Don Miguel Maura

Continuando mi lectura de la Historia literaria del sentimiento religioso en Francia desde las guerras de religión hasta nuestros días, del abate Bremond, que fue de la Academia Francesa, llegué a cuando trata de aquel Dom Marlene, benedictino de la Congregación de San Mauro que escribió la vida de aquel otro benedictino que fue Dom Claudio Martin. Y me encontré (página 179 del tomo VI) con esto: “Volver a encontrar así sus propios pensamientos, sus sentimientos, en los textos antiguos es toda la poesía de los Mauristas.” Claro está que estos mauristas son los eruditos benedictinos de San Mauro; pero esa coincidencia verbal me sirvió de eslabón de arranque para una cadena de reflexiones.

Con aquellos religiosos mauristas franceses del siglo XVII se puede, en algunos respectos, cotejar nuestros más que religiosos políticos tradicionalistas del siglo XIX y aun de éste. También es su poesía volver a encontrar sus propios pensamientos, sus sentimientos, en textos antiguos, aunque, con harto deplorable frecuencia, muy mal interpretados y no siempre bien leídos. Su dechado ha sido don Marcelino Menéndez y Pelayo, maurista en el sentido antedicho, o sea tradicionalista. Aunque para los netos y puros tradicionalistas, para los no mestizos, pecara un poco del otro maurismo, del de don Antonio Maura, el que declaró que el liberalismo es el derecho de gentes moderno. Y ahora voy a contar un pasillo característico y que nos viene al pelo.

Tuve un amigo, José María Soltura, curiosísimo de cosas de espíritu, el que llevó a Bilbao a Ibsen, a Strindbeng, a Nietzsche, cuando aun no habían apenas llegado a Madrid. Le interesaba mucho la vida religiosa y la monacal, no siendo creyente católico. Y una vez que se paseaba por las afueras de Bilbao, en Begoña, cerca de la cárcel de Larrinaga, se le ocurrió pedir visitar un gran convento de frailes que por allí se alza y que hemos visto levantar. Llamó a la portería, manifestó al lego portero su deseo y éste fue a comunicárselo al prior. Llegó éste, curioso del motivo que llevara a mi amigo a la visita y acaso sospechando si le habría tocado la gracia o iría a encargar algunas misas. Fuele mostrando la casa y tratando de sonsacarle sus sentimientos. Llegaron a la librería, y el fraile, mostrándole el estante que guardaba las obras de los Santos Padres, le dijo solemne extendiendo la diestra: “¡Aquí está todo!” Volvióse Soltura a escudriñar lo demás y, señalando un libro, dijo: “Veo que tienen ustedes también a fray Ceferino González.” El cardenal dominicano. El fraile, que no era dominico, contestó: “Sí; es un gran teólogo, tomista y buen apologista.” A lo que mi amigo: “Sí, pero…” No bien oyó el fraile no dominico este “pero…”, cuando se le encendió la cara, sacó otro libro de la estantería, se lo puso sobre la palma de la mano izquierda y, dando sobre él con los nudillos de la derecha, exclamó: “Usted lo ha dicho, usted lo ha dicho; ése transige con el liberal, pero éste le machaca, le machaca, le machaca…” No supo mi amigo quién era aquel que machacaba, machacaba y machacaba al liberal con quien transigía el cardenal R. P. fray Ceferino González, O. P. Que hasta transigió con el transformismo darwiniano, como más adelante el P. Arintero, también dominico.

¡Cuántas veces hemos tenido que acordarnos de aquel “le machaca, le machaca, le machaca”! Al liberal, se entiende. Y nuestros mauristas, los de don Antonio Maura, no machacaban al liberal, como querían nuestros tradicionalistas, mauristas en el sentido francés del siglo XVII. Don Antonio Maura transigió con la dinastía liberal borbónica; fue lo que hace cuarenta años se llamaba un mestizo. Transigió, siendo católico, con el régimen liberal.

Y con esto nos encontramos, otra vez, con el régimen liberal, del liberalismo, que es pecado “en todos sus grados y matices”, que decía Sarda y Salvany, el autor del “áureo librito”. Y con ese régimen no cabe transigencia por parte de los netos tradicionalistas, sino machacarle. Y machacar al liberal

Machacar al liberal y no al liberalismo; porque en esos que dicen sentir como un deber patriótico el no acatar sino por forma e interinamente el régimen —el liberal, se entiende—, en esos el resorte de acción política es un resorte de resentimientos personales. Se trata de cobrarse de adversidades individuales: se trata de represalias; se trata de desquite. ¿Colaborar con los del régimen? ¡Jamás! ¡Machacarlos, machacarlos, machacarlos! Son tradicionalistas—y no me refiero precisamente a los que específicamente se denominan así y antes carlistas—, y la tradición de nuestras guerras civiles ha sido ésa —de una parte y de otra—: machacar, machacar y machacar. ¡Y con qué machos!

¿Que a ellos, a esos tradicionalistas, a los del otro régimen, se les ha machacado en el que llaman el ominoso bienio de una manera muy… tradicional? ¡Claro que sí! Se dejó incendiar conventos e iglesias y hasta se excusó los incendios, pues los conventos no valían la vida de un buen petrolero; se confiscó, con crimen de Estado y contra justicia, los bienes de una Compañía disuelta; se aplicó, sin proceso regular y sin expedientes justificativos, una ley llamada de defensa; se llamó revolución a lo que no era más que machaqueo; se insultó al adversario y se le calumnió…; todo esto es, desgraciadamente, histórico, pero… Aquí lo del fraile al “pero” de Soltura: “¡Usted lo ha dicho; ése transigía con el liberal, pero éste le machaca, le machaca, le machaca!…”

No, no es restauración, no es renovación de tradiciones lo que esos supuestos renovadores buscan, sino venganza y desquite. Y vuelta, sólo que del otro lado, al machaqueo de las llamadas responsabilidades. ¿Será que aquello que Cánovas del Castillo llamó la constitución interna de España no sea más que el estado de permanente guerra civil? ¿De esta guerra civil que aquel antiguo republicano —de los primeros, en orden de tiempo, en España— que fue Romero Alpuente declaraba ser “un don del cielo”? ¿Será que hay siempre que declarar a alguien fuera de la ley?

Y vea usted, mi querido amigo Miguel Maura, cómo de aquellos mauristas franceses del siglo XVII, de aquellos benedictinos tradicionalistas de la Congregación de San Mauro, hemos venido por los mauristas de su padre de usted, don Antonio, los que transigían con el liberal, a parar a estos renovadores y restauradores a quienes en el fondo apenas si algo se les da de tradición, ni de liberalismo, ni de regímenes, sino de machaqueos y de desquites. ¡Y España… que se hunda!

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