1935 – Restauración y renovación

1935

Los dos Cristos

Ahora (Madrid), 2 de enero de 1935

Me iba el último día de nochebuena por esas benditas calles madrileñas del Dios de España a cosechar impresiones y expresiones —para dártelas, lector— a contemplar cómo se pasa la vida voceando. Porque ese día, y sobre todo su noche suele serlo de vocerío. Aunque no como en mis tiempos de mocedad universitaria, hace ya más de cincuenta años, cuando por la noche entrábamos y salíamos por los cafés, en largas filas —y los mayores— metiendo ruido con toda clase de improvisados instrumentos domésticos de percusión. Era, como solía ser en Carnavales, una protesta contra la música. Luego ha venido el “jaz-band” y otros ruidos de negros —aun siendo blancos— más o menos… cubistas.

Fui a dar a la Plaza de Santa Cruz, tan típicamente madrileña y provinciana, del Madrid provinciano, sucesor del lugarón manchego, del Madrid que nunca tuvo mucho de cortesano. Fue por el contrario la Corte la que llegó a tener no poco de provinciana, y aun de lugareña. En esa Plaza de Santa Cruz se me ofreció todo el pueblo como un niño. Como un niño bonachón y bullanguero. Chicos y grandes rondaban a los Nacimientos, con sus pastorcitos y pastorcitas, con sus estrellas y cometas de papel. Y por allí, musgo y pedazos do corteza de alcornoque. Y zambombas y tamborcitos y todo género de instrumentos de ruido para espantar a los malos espíritus del pesimismo y de eso otro que han dado en llamar derrotismo y que no saben hablar si no de crisis. Y por allí los paveros ofreciendo sus pavos. Sólo que en medio de este ambiente de sana alegría provinciana y casi campesina, manchega, un sujeto que se me acerca y me ofrece casi al oído… ¡bicarbonato! Soy uno de los pocos españoles de profesiones liberales de hoy —burgueses, vamos al decir— que jamás lo he tomado, pero comprendí luego que lo que me ofrecía era otra cosa. Me dio pena la oferta. ¿Quién en aquel ambiente, junto a aquellos Nacimientos, podía pensar en eso que el matutero de malas drogas llamaba bicarbonato?

Me detuve ahí, bajo los soportales que de Santa Cruz van a la Plaza Mayor, a la entrada de la calle de la Fresa. Una triste calleja, solitaria en medio del barullo, y por la que no pasan vehículos ni alteran su sosiego las bocinas. Y es que en medio de ella se alza un farol protector. Ese farol defiende la tranquilidad de la calle de la Fresa, en que pueden jugar impunemente los niños. La calle apunta al Ministerio de Estado. Y me detuve a cavilar qué misteriosa relación simbólica puede haber entre la calle sosegada de la Fresa, señalando con su solitario farol protector al Ministerio de Estado de España y el menester internacional de éste. Y como no di con tal relación, seguí costeando la plaza Mayor, de una cortesanía tan provinciana, hacia la calle de Toledo. Y luego me encontré en la calle… Perial. ¡Así! Es que le habían quitado el Im…, inicial, y acaso los mismos que le descabezaron al caballo de la estatua ecuestre del rey —¡perdón, ex rey!— Felipe IV que se alza en medio de la plaza Mayor. Fui cavilando en ese im de imperial y de imperio y tampoco se me ocurrió nada. Y bajé a la calle de Toledo, hacia San Isidro donde era el término de mi correría y tenía mi quehacer. No en la Cátedral, sino en el Instituto.

Entré en la Catedral un momento. Típico templo jesuítico. No sé que ningún otro templo de los de la Compañía de Jesús haya pasado a ser catedral en España. Lo que más me llama la atención en la catedral matritense son todos aquellos balconcitos cerrados, todo lo que le hace más que un templo una especie de salón barroco para reuniones de la buena sociedad del Corazón de Jesús, de la buena sociedad burguesa y …perial. Y me acordé allí dentro de cómo un domingo de Ramos un pobre cura loco mató de un tiro al obispo de Madrid cuando éste estaba bendiciendo y repartiendo palmas. Síntoma de sordas luchas intestinas de la Iglesia, y de algo como un preanuncio del soviet del proletariado eclesiástico. Y este estallido del proletariado del clero estalló precisamente en la creo que única catedral de tradición jesuítica. Y una catedral dedicada a San Isidro, el santo campesino, rural, labrador, el santo, por ende, menos jesuítico. Y me puse a pensar que así como hay en América —en Guatemala por lo menos— indígenas que adoran a dos dioses: al Dios Cruz, a Cristo, a quien adoran en poblado, en vida urbana, y al Dios propio, precolombino —Tsultacá le llaman en cierta tribu guatemalteca— al que adoran en el campo, en los montes, fuera de lugares más o menos urbanizados, así hay aquí, entre los indígenas rurales y campesinos de España un Cristo propio, un Cristo campesino y rural, que fue seguramente el de San Isidro labrador, un Cristo en Cruz, agonizante, sangriento y desangrado, un Cristo laico, popular y luego de introducción reciente, para los salones de reunión de la buena sociedad pequeño-burguesa y aun pseudo-aristocrática otro Cristo, de origen francés y …perial, borbónico: el del Sagrado Corazón, ya sin sangre. Cierto es que en iglesiucas de aldea se encuentra muchas veces una estatuilla de este segundo y reciente Cristo, y aun algún cromo, pero resulta algo pegadizo. O como lo que hace unos años encontró un amigo mío en una ermita de una ranchería de indios guaraníes, y fue un cromo de “La Lidia” representando a Mazzantini en traje de luces. ¿Qué podía representar, y con aquel traje, sino un santo? “Santos” se les llama vulgarmente a todas las estampas.

Y pensando en los dos Cristos, el popular, rural, tradicional e indígena, y el otro, el urbano, advenedizo y alienígena, me salí de la catedral matritense —no madrileña— con el recuerdo del episcopicidio, y fui al Instituto contiguo a la catedral, en el que tenía menester que cumplir. San Francisco de Borja y doña Leonor de Mascareñas fundaron en 1560 un colegio popular, gratuito, regido por jesuitas; en 1581 la Emperatriz doña Ana de Austria, hermana de Felipe II, dotó unas becas para ese Colegio, y en 1625 Felipe IV, por decreto, lo hizo Colegio Imperial —Reales Estudios— para la nobleza, ya no popular. Al disolver la Compañía Carlos III, el Colegio pasó a ser laico, pero más adelante volvieron a él en cierto modo los jesuitas. Y al fin del primer tercio del pasado siglo XIX, cuando la matanza, ya legendaria, de los frailes, las turbas endemoniadas asaltaron el Colegio Imperial y asesinaron en él a algunos jesuitas. Hoy el antiguo Colegio, hoy Instituto nacional, no es ni …perial siquiera. Y muy en el fondo de esta historia, a ratos trágica, se ve a los dos Cristos, al indígena y nacional y al advenedizo e imperial, al de la llaga sangrienta y al del corazón sin sangre; al rural y al urbano, al rojo y gualdo y al azul y blanco.

Restauración y renovación

Ahora (Madrid), 5 de enero de 1935

En esta obsesiva contemplación del misterio clarísimo del pasar de la vida; en esta meditación de que todo tiempo pasado es —es y no fue— mejor, y lo es por haberse pasado, eternizado; en ese acomodarse al potro del Destino le viene a uno como estribillo de honda canción de siempre alguna de las frases que nos renuevan la memoria. Así ahora, en este centenario del romanticismo español, el de hace un siglo, cuando recorro lo que del viejo Madrid de mis mocedades estudiantiles queda, me salen por la ventana de alguna casuca de vieja calleja estos versos que declamábamos melancólicamente: “Sobre una mesa de pintado pino / melancólica luz lanza un quinqué, / un cuarto ni lujoso ni mezquino / a su reflejo pálido se ve…” ¡Maravillosa evocación que gustábamos al pálido reflejo de las últimas vislumbres del ocaso del romanticismo! Cuarenta años después que empezó a publicarse El Diablo Mundo, de Espronceda.

¡Pintado pino! Ya nada queda del pino; todo, hasta el pino mismo, no es más que pintura. Pino y no castaño, ni nogal, ni otro leño noble y duradero. Y luego, la luz melancólica del quinqué, de esa lumbre del siglo de las luces, olvidada ya. ¡Quinqué! La mera palabra, que tanto oí y dije en mi niñez, me evoca un pasado que es mejor que fue. Un pasado que no logro ya soñar al pálido reflejo de la luz melancólica de mi quinqué infantil, ¡Ah, si consiguiera uno revivir su primera antigüedad, su niñez! Pero no se vuelve a la luz del quinqué. Para renovarse hay que acudir a luz de naturaleza, no de historia; de noche, a la de la luna o a la estrellada, que es espejo de la eterna conciencia humana. Lo sabía Kant. Que ni los hombres ni los pueblos vuelven a su pasado histórico, sino, a las veces, al pasado pre-histórico, pre-humano, al cavernícola, al animal, pero no al niño social que en tiempo histórico fueron. El hombre de la mesa de pintado pino que soñó Espronceda, al despertar de su sueño —nuevo Fausto o, mejor acaso, nuevo Segismundo— se levanta hecho “mancebo ardiente y vigoroso” y se pone a vagar por la estancia en cueros, nuevo Adán. Mas el poeta dice: “¿A qué vuelvo otra vez al Paraíso / cuando la suerte quiso / que no fuera yo Adán, sino Espronceda?” Y su nuevo Fausto —o Segismundo—, el “mancebo ardiente y vigoroso” que se da a salir por las calles de Madrid en cueros, va a dar…, ¿adónde, sino a la cárcel? A Adán, si resucitara, le meterían en ella.

¿Y Espronceda, el soñador de Adán restaurado o renovado? Espronceda, liberal de principios del siglo XIX, juicioso calavera, emigra por motivos políticos, que, en rigor eran literarios; es seducido por Teresa Mancha —“¡ay Teresa, ay, dolor, lágrimas mías!”—; se viene a Madrid; se mete en política al acabar la guerra civil de los siete años; se hace esparterista; empieza en 1840 a publicar su Diablo Mundo —que no acabó, como ni el diablo ni el mundo—; es elegido diputado a Cortes por la provincia de Almería en 1842; escribe un folleto sobre el Ministerio Mendizábal y muy atinadas y sesudas reflexiones sobre la desamortización de los bienes del clero y la reforma agraria, y en mayo de 1842, a sus treinta y cuatro años, se muere de garrotillo cuando iba acaso camino de ministro… moderado.

“¿Qué es el hombre? Un misterio. ¿Qué es la vida? Un misterio también…”, escribía. Y otra vez: “¡Oh, si el hombre tal vez lograr pudiera / ser para siempre joven e inmortal…!” Pero no en la Historia. Y menos en el Paraíso. ¿Restaurarse, renovarse? Restauración no es renovación. Se restaura un mueble viejo, un trono, por ejemplo, si es de pino, pintándolo tal vez; ¿pero renovarlo? Su leño, su madera, carcomida acaso, no se renovaría sino echando raíces en tierra. Y la tierra es naturaleza y no historia. La arqueología —y, sobre todo, la política— no renueva nada. Sólo resurge renovado el hombre cuando —magnífica fiera— se sumerge en naturaleza prehistórica, propiamente en barbarie o acaso en bestialidad. Cuando rompe su costra histórica. ¿Renuevos del viejo leño? En su cogollo, más viejos que el tronco. Por aventura puede ocurrísele a una dinastía regia, a un viejo leño carcomido y caduco, pretender renovarse acudiendo a abonos —que son maleza— de régimen dictatorial con todo ese artilugio de Estado corporativo y drástico. Lo que no es tradición histórica, humana, sino ir a hundirse en suelo pre-histórico, pre-humano, o sea natural y animal. Es la barbarie; es un falso Adán que se echa en cueros a la calle de la ciudad. La Historia es irreversible. La hoja que quiere ser raíz se hunde en las tinieblas de la tierra y sin luz. Espronceda no puede volver al Paraíso sino en soñación, porque no era Adán, sino Espronceda. Y no volvió al Paraíso, sino que se fue a la diputación a Cortes por Almería. Y, por otra parte, nada hay menos tradicional que el llamado tradicionalismo. Que ni restaura ni renueva.

¡Luz, luz! Aunque sea la melancólica del quinqué. O la de aquel alumbrado de gas o de petróleo de aquellas viejas calles del Adán esproncediano. “Dicen que Sabatini pone faroles…”, cantaban en El barberillo del Avapiés, refiriéndose a aquel arquitecto palentino del siglo XVIII. Y aquel alumbrado hizo a los faroleros. Faroleros y memorialistas eran dos de las más profundas profesiones. ¿Y son los restauradores y renovadores —o, mejor, renoveros— otra cosa que faroleros y memorialistas? Faroleros en época de luz eléctrica y memorialistas en época de mecanógrafos. Pero es inútil pintar el pino, porque se va en serrín de puro carcomido. Y si se intenta otra renovación, se va a la barbarie pre-histórica, a la demagogia de una mal encubierta animalidad. Acaso a los estallidos selváticos de un pueblo al que se le induce que es raza, que es sangre, que es naturaleza, y no espíritu, no historia propiamente dicha. La España viva, la de siempre, movida por íntima dialéctica de contradicción, es una anti-España, una España que se enfrenta consigo misma y vuelve sobre sí. Pero al pasado que fue, no al que es, no se le vuelve, no se le renueva, no se le procrea, que arqueología no es poesía. A trono desvencijado no se le envencija, no se le faja ni con fajo traducido del italiano.

Ved aquí lo que ha alumbrado en mi memoria el pálido reflejo del recuerdo de la melancólica luz del quinqué de mis mocedades de tras-romanticismo literario y político.

Don Miguel de Unamuno habla a los niños españoles en nombre del Presidente de la República

Ahora (Madrid), 6 de enero de 1935

Perdón, niños de España, para vuestros mayores

Don Miguel de Unamuno, en nombre de Su Excelencia el Presidente de la República, leerá hoy las siguientes cuartillas en la fiesta infantil que se celebrará en Salamanca para regalar juguetes a los niños con ocasión de la Fiesta de Reyes. Esta breve oración a los niños de España, cuyas primicias ofrecemos, es una de las páginas más emocionadas del maestro Unamuno.

 

Hoy, el día en que sе celebra en el mundo cristiano la Adoración del Niño Dios por los santos Magos —llamados después Reyes— Melchor, Gaspar y Baltasar —fiesta que viene de abuelos a abuelos y de nietos a nietos desde hace siglos—, venimos vuestros mayores —padres, tíos y abuelos— a regalaros juguetes de toda clase —menos pistolas— para que aprendáis a jugar en paz en la vida, a jugar en paz la vida. Y, sobre todo, venimos a que nos perdonéis. A que nos perdonéis muchos pecados contra vosotros y, sobre todo, el de que no siempre os dejemos jugar en paz.

En estos regalos o aguinaldos de Reyes ha puesto su parte aquí, en Salamanca, como en algunas otras ciudades, el señor Presidente de la República de España, haciendo de mago adorador de la niñez, pues cuando visitó esta nuestra ciudad, fue la alegre tropa pacífica de los niños lo que más le conmovió. Y yo, padre y abuelo de salmantinos, he de deciros de su parte —como él, por mi boca, os lo dice en nombre de nuestra madre España— que con este agasajo, con esta fiesta queremos ganar, más que vuestro agradecimiento, vuestro perdón. Perdón, niños de España, para vuestros mayores.

Son muchos los padres que os mandan a la escuela para que no deis —dicen— guerra en casa, para que los dejéis en paz. ¿En paz? La guerra que dais jugando en casa ¡sí que es paz! La guerra condenada, la del demonio, es la que solemos daros nosotros, los mayores. Hay quien se queja de que vosotros, los niños de verdad —no esos chiquillos mal educados que juegan a la guerra civil—, ocupáis y tapáis la calle con vuestros juegos y no nos dejáis taparla con los nuestros. Mejor es que nos echéis de la calle que no el que nosotros os echemos de ella. Y sois vosotros los que tenéis que enseñarnos a jugar. A jugar sin preocupamos de ganar o perder el juego, sino a jugar bien. Bien y en paz.

Os hemos dado mal ejemplo, muy mal ejemplo, y estamos avergonzados de ello. No sé si también arrepentidos. Nos figuramos que nuestros juegos son más serios que los vuestros porque en los nuestros se matan los jugadores. Hay muchos de nosotros que quieren enseñaros nuestros juegos. ¡Decidles que no! Que si os divierte despanzurrar un muñeco para ver lo que lleva dentro, os da rabia y asco el que se le mate a un hombre, a un hermano; el que un padre mate a otro padre por lo que lleva, o no lleva, dentro. Que si os divierte leer en cuentos —cuentos con bonitas estampas—, os dan rabia y asco los cuentos con que nos insultamos unos a otros vuestros padres y abuelos. Decidles que las escuelas de España deben ser las verdaderas Casas del Pueblo y que no queréis que entren en ellas nuestros malditos juegos de guerra civil.

Y ahora voy a tomar la palabra en vuestro nombre y a decir a mis compañeros, los mayores, a decirles con vosotros: “Dejadnos jugar en paz. No queremos estos juguetes si es que no hemos de jugar con ellos en paz y en alegría. No los queremos si es que han de ser comprados con sangre y lágrimas de nuestros padres y de nuestras madres. ¡Con leche y con sudor, sí; con sangre y lágrimas, no! No queremos que nos echéis de la calle y nos encerréis, como al ganado, en las escuelas si es para tapar vosotros las calles y las plazas con vuestros juegos de rabia y de muerte. No dejaremos de daros eso que llamáis nuestra guerra porque queréis que lo dejemos para darnos y daros vuestra guerra. Si queréis que juguemos, que soseguemos vuestro remordimiento renunciad a vuestros juegos de muerte. Y a vuestros juguetes de destrucción. Y no nos enseñéis a amenazarnos unos a otros. Enseñadnos a vivir en paz de trabajo en casa y en la plaza pública. Que España sea una casa de familia. Y entonces os perdonaremos.”

Y ahora os digo yo, niños de España, y os lo digo en nombre no ya sólo del Presidente de la República de España, de la gran casa nacional de la familia española, sino en nombre de ésta, de España, la casa, que no tendremos nosotros, vuestros padres y abuelos, perdón de Dios mientras no tengamos vuestro perdón, mientras Él, el Padre del Niño eterno, no nos perdone. Queremos merecer de vosotros absolución de nuestras muchas culpas. Así sea.

Cartas al amigo XVIII.A un joven literato que quiere intervenir en política.

Ahora (Madrid), 9 de enero de 1935

Pero, hombre de Dios, ¿todavía le anda usted dando vueltas a eso de si los que llama intelectuales deben o no intervenir en política? Ahora, que al decir intelectuales quiere usted decir literatos. En el más alto y noble sentido de este epíteto, por supuesto. Y a ello he de contestarle que lo mejor acaso de toda literatura nacional ha sido literatura política y que lo mejor acaso de toda política ha sido literaria. No letrada, porque esto de letrado huele a abogacía. Y aunque la abogacía sea cosa de forma, formal, es de muy otra forma que la literaria.

El político de abogacía aboga por una política que podríamos llamar procesal. No suele entrar en ningún problema concreto. Los deja para los llamados técnicos, y no sé si con esto hace bien o hace mal, ¡porque los tales técnicos!… ¿No ha oído usted más de una vez a algunos de esos políticos procesales empezar un alegato diciendo: “No entro en la cuestión de fondo…”? Se atienen a la cuestión de forma. Pero la forma es fondo, y eso que llaman cuestión de fondo suele serlo de forma. Pero de otra forma que la cultivada —y a menudo muy bien cultivada— por esos políticos procesales, abogadescos. Es una forma que podríamos llamar sustancial. Forma sustancial del cuerpo llamaban los escolásticos al alma. Y la forma sustancial es espíritu, es soplo, es verbo. Y es… tono.

Aquí es, amigo mío, donde está el oficio del literato, del verdadero literato —poeta en estricto sentido, creador de formas—, que se siente llamado —es una vocación— a intervenir en política; el oficio de darla tono. O entono. El oficio de entonar la política, tan desentonada hoy y aquí entre nosotros. No es que debata de ella sin ton ni son —aunque con tonillo y sonsonete insoportables—; es que ha perdido toda dignidad tonal. O tonalidad digna. Y con el entono ha perdido el tino. Pues desentonar es desatinar. Puestas en tono digno, noble, las más contrapuestas doctrinas acaban por armonizarse y concordarse.

Para la eficacia del tono, para su elevación y hondura, nada vale más que tener la vocación de expresarse digna y adecuadamente. Hace poco leí en la autobiografía de Henry Adams —un libro norteamericano henchido de finuras— esta sentencia: “El hábito de la expresión lleva a la rebusca de algo que expresar; algo que queda como un residuo del lugar común mismo si se borra todo lugar común de la expresión.”

Y al punto me acordé de un muy conocido político actual de quien yo solía elogiar en las Constituyentes el cuidado que ponía en expresarse de un modo ceñido y elegante, con correcta precisión. “Pero si apenas dice nada…”, me objetaban. “El que se esfuerza en decir bien acaba siempre diciendo mucho, aunque sea en poco”, replicaba yo. Otra vez me dijeron: “Pero ¡es tan redicho!; se oye al hablar.” Y yo: “El que se oye al hablar es que tiene respeto a sus oyentes.” ¿O es que vamos a preferir a esos parla-a-puñados —así los llaman en Palencia— que sólo fían en el desentono, en las estridencias? ¡La forma, el entono, la dignidad verbal! Y aquí he de recordarle que cuando al poeta Mallarmé le hablaban de las ideas para los versos replicaba: “Los versos se hacen con palabras.” Verdad es que las palabras son ideas, esto es, visiones. Y más que visiones, sones vivos.

Recorra usted, amigo mío, la historia política de las naciones y dígame si los más grandes actos —actos quiere decir palabras, discursos— políticos de los más grandes caudillos de los pueblos no han sido piezas literarias, poéticas. Ahora me vienen a las mientes dos: el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles en su oración —y que lo es— fúnebre por los muertos en Platea, y la brevísima oración —fúnebre también—- que Abraham Lincoln leyó en el campo de batalla de Getysburg en la guerra de secesión norteamericana. No ha llegado la lengua inglesa a tal pureza, elevación, hondura y sencillez expresivas. Son dos oraciones que entonan el destino civil de un pueblo.

Y ahora: ¿si debe usted intervenir en política? ¡Desde luego! ¿Con qué ideas? En esto, vertiendo algo lo de Mallarmé, le he de decir que la política, la educación civil de un pueblo —que no es otra cosa la política— no se hace con ideas, sino con palabras, en el más hondo y entrañado sentido de la palabra. Busque usted la expresión digna y encontrará el sentido profundo.

¡Y qué falta nos está haciendo aquí esto, en esta terrible avenida de chabacanería, que no se sabe por qué extremo es mayor! ¿Hay nada más bárbaro que la grosería del señorito “decente” —ya sabe usted lo que ahora quiere decir “decencia”— que se pone a gritar la religión, la patria, el orden, la tradición, la propiedad, la familia y todos sus demás lugares comunes con unos gritos que huelen a lugar común? En Francia ha solido haber panfletarios —libelistas— de extrema derecha y de extrema izquierda con ingenio cáustico y una cierta poética desenvoltura; pero ¿aquí? ¿Aquí? La zorra decente es tan indecente —en el recto sentido— como la otra. Y en cuanto a aullidos, no son los peores los de los lobos; son peores los aullidos de las zorras, que también se suelen poner a aullar, aunque no lo parezca.

Me acuerdo de los tiempos de los faroleros y de los memorialistas, cuando se preparaba la que se llamó Restauración, la de los señoritos castizos. Empezaba yo entonces mi educación civil. Y le digo a usted que ahora, en este tiempo de luz eléctrica, de máquinas de escribir y de muchos menos analfabetos; en este tiempo, en que se anuncia la Renovación de la raza —su día, el 12 de octubre, con inundación de ramplonería—; en este nuestro tiempo, el desentono es tal, que le dan a uno ganas de quedarse sordo. Y luego, ¡nuestra pobre madre lengua, nuestro noble y digno romance castellano, en lenguas de esas bocas desbocadas! Que manejen la porra o el garrote, pero ¡que se callen! ¡Que se callen!

Lectores de español

Ahora (Madrid), 15 de enero de 1935

Acabo de experimentar —una vez más— la actuación de juez de oposiciones a cátedras —ahora, de Lengua y Literatura españolas— de Institutos. Uno de Madrid. Mi impresión, en general, halagüeña. Recordaba las cinco oposiciones a tres… —empleemos la fea palabra—- “asignaturas” que hice en mis años moceriles hasta que… “saqué plaza”… Y otras en que actué también de juez. El nivel medio se ha elevado. Sobre todo en honradez intelectual. Sean cuales fueren las deficiencias de los opositores, no se empeñan en llenar el tiempo máximo de cada ejercicio ni lo llenan con frases hechas, lugares comunes y vagas generalidades. Conocen el cuestionario, y hay un mayor porcentaje que en mi tiempo de los que prueban haber leído más que libros de texto escolares. Y los hay que saben leer —en voz alta, ¡claro!— bien y con sentido, lo que tengo por prueba definitiva de buen entendimiento bien cultivado. Cabe decir que buen lector es buen entendedor y, por tanto, buen explicador.

Primero, que no repiten tanto como antaño, y sin más, de coro, los juicios ya hechos por los consabidos “autores” —“los autores dicen…”—, sino que los corrigen de propio juicio. Tiempo hubo en que nuestro gran don Marcelino, el santón de la crítica —y se lo dije a él mismo—, hizo, sin quererlo ni saberlo, un cierto daño con sus obras ofreciendo a los pobres opositores de cátedras un remedia-vagos que les ahorraba el trato directo y continuo con los otros autores, con los verdaderos autores, con los creadores de lengua y de literatura, y no con los críticos y expositores. ¿Y qué se diría de la crítica de críticas? ¿Quién se atrevía a opinar contra el fallo de don Marcelino? Su pluma, “cetro intelectual de España”, dijo el muy barroco Vázquez de Mella. Tomábanse los juicios de Menéndez y Pelayo ya hechos, como pavos a quienes se les empaniza con nueces, con sus cáscaras y todo. Apenas si a muchos se les ocurría leer lo que leyó don Marcelino, y aun más —pues dejó sin leer o más que echar vistazos bastante más de lo que supone una absurda leyenda de papanatas—, y leerlo como él lo leía. ¡Qué formidable lector era el gran maestro! Lector en voz alta quiero decir. Y mejor declamador. ¡Qué manera de declamar la suya!

Esto de saber leer es acaso lo fundamental en la enseñanza de lengua y literatura. Leer debe ser decir y no recitar o rezar. Ni —no siendo en su caso— declamar. Leer lengua hablada, lengua dicha, mas no redicha. Para aprender a decir hay que saber oír, como para aprender a escribir hay que saber leer. Hay quien escribe en voz alta, y quien, susurrando o mormojando. Otro día diré —en comentario a lo de Larra de si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee— que no se lee porque no se ha enseñado a leer. De lo que, entre otras cosas, esos doctores de escopeta y perro, analfabetos por desuso, que aún quedan por tierras de España. Y es el más funesto analfabetismo.

En uno de los cursos de don Marcelino a que asistí nos leyó (o declamó más bien) en clase —pues ello lo pedía— el prólogo de la Historia del levantamiento y guerra de Cataluña en tiempo de Felipe IV, de Melo, y su discurso de Pau Claris, y fue tal el efecto que aquella lectura —lectura es lección— nos produjo a los oyentes, que salimos a leer o releer a Melo y a comprar algunos —en librería de lance acaso— su maravilloso libro declamatorio. Y entonces comprendí algo que mi posterior experiencia docente me ha confirmado, y es que basta leer con sentido, entono y cariño un texto clásico para que quien lo oiga se dé clara cuenta de todo su contenido artístico. Hay quienes no se enteran de algo que han leído —y acaso varias veces, o a lo mejor, se lo saben de memoria pasiva— hasta que se lo han oído leer a lector recreador. Tal era don Marcelino. Lector, leyente —“lente” se le dice en Portugal— se le llamaba un tiempo al que llamamos hoy catedrático (de cátedra, que es cadera o asiento). Asiento de profesor oficial.

Siendo, lectores, el que esto escribe o dice presidente del Consejo Nacional de Cultura al tratarse de formar expediente a un catedrático ya difunto, uno de los cargos que se le hacía era el de que un profesor universitario —¡ahí es nada!— se limitaba casi a leer desde su asiento un libro. “Si el libro es bueno y lo lee bien, hace más y mejor que la mayoría de los catedráticos (asentados) de conferencia”, hube de decir… Pedantería suponer que un asentado universitario es más que un dómine de párvulos y pedantería suponer que haya nada más fundamental que lo elemental. Maestro de escuela que leyendo sepa hacer llorar, y reír, y sentir, e imaginar, y pensar a párvulos es maestro de enseñanza maestra, de obra maestra y prima.

¡Leer! No recitar con uno u otro sonsonete. Como el de esos abominables recitadores y recitadoras. A los que se les da a leer en voz alta algo que no se sepan de memoria y es un desastre.

¡Lectores de español! ¡Qué falta nos hacen en las escuelas de todos los grados! Lectores que enseñen a leer español a los niños y a los grandes de España; lectores que hagan sentir el milagro permanente de nuestra lengua madre —madre e hija nuestra—, que les enseñen a re-crearse en ella para poder re-crearla. O conservarla, ya que, como decían los teólogos escolásticos, la conservación es una creación continua, una re-creación. Y lectores de español para fuera de España. Algunos andan por el extranjero sin la debida protección de nuestro Gobierno —los que lo merezcan—, y en esto me he de ocupar otro día. Lectores que están contribuyendo a la mejoría de nuestra estimación entre otros pueblos.

Levanta el ánimo notar que se vayan preparando lectores de español, que lo lean para enseñar a leerlo. Cuando el cogollo de nuestro patrimonio espiritual: la lengua, con todo lo que ella consigo lleva, esté en tales ánimos piadosos, de verdadera piedad patriótica, España, nuestra España, se conservará, seguirá creándose, pues se oirá la voz íntima de las entrañas de su habla.

Piedra de escándalo.A un amigo que se dice católico a secas

Ahora (Madrid), 23 de enero de 1935

Se me dice usted, mi antiguo amigo, católico a secas —y, por lo tanto, sin gotas de otro humor alguno religioso— y a machamartillo. Se me dice también que vive y reza cara al cielo y cruz a la tierra. Y yo le digo que a mal tiempo, buena cruz y no buena cara. Ya le contaré algún día de aquel que se acostaba en una cruz sobre la tierra —y en cruz sus brazos, que no cruzados— a contemplar de noche la estrellada. Los brazos en cruz, se lo digo, no cruzados. Que no era un cruzado de los que van a cortar orejas a los Malcos, no de los que andan a cruzadas. Ya sabe, amigo mio, que la cruz hay que rescatarla de los cruzados… Que es usted católico rancio y chapado a la antigua española, no chapado a la moderna, que si se les cae la chapa, se les vierte el humor entrañado. ¿Rancio? No, sino avinagrado. Y le hago gracia de lo de los vinos nuevos y viejos y los odres nuevos y viejos.

Con todo esto me habla usted de las persecuciones que dicen que está sufriendo la Iglesia católica española y del tan mentado artículo 26 de la todavía en parte vigente —y en mayor parte yacente— Constitución actual de esta nuestra República de trabajadores de toda clase. De ese artículo, cuya revisión piden unos, y otros se aprestan a impedirla. Y para entrar en caso voy a recordarle a usted, pues le sé lector asiduo y atento del Evangelio, lo que se nos cuenta en el capítulo XVI del llamado de San Mateo.

Cuéntase allí que cuando Jesús se fue a las partes de Cesárea, la de Filipo, preguntó a sus discípulos que quién decían los hombres que era el Hijo del hombre, y luego, quién decían ellos, sus discípulos, que era él. Y respondiendo Simón Pedro, dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.” Y Jesús le dijo : “Dichoso tú, Simón Bar Ioná, que no te lo reveló carne y sangre, sino mi Padre, el que está en los cielos.” Y sigue aquello tan conocido de: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra —haciendo un juego de palabras (¡hay tantos en el Evangelio!) en griego— edificaré mi Iglesia…” Les anuncia luego el Maestro su pasión y muerte, e interrumpiéndole, Pedro empezó a reprenderle diciendo: “¡Lástima de ti, Señor; que no te sea eso!” Y Él, vuelto a Pedro, le dijo: “¡Retírate detrás de mí, tentador! Me eres un tropezadero, porque no piensas lo de Dios, sino lo de los hombres.” (Le traduzco “Satanás” por tentador y “escándalo” por tropezadero; es decir, se los traduzco.) Y entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Si alguien quiere venir detrás de mí, niegúese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame; pues quien quiera salvar su vida la perderá, y quien pierda su vida por mí la encontrará.” ¿Se ha vuelto a enterar usted, amigo mío? ¿Sí? Pues vamos adelante con la cruz.

Pedro, Simón Bar Ioná, el que luego en el olivar había de esgrimir espada con intento de impedir la pasión del Cristo; Pedro, la piedra de la Iglesia, no quiere la pasión, no quiere persecuciones. Y por ello Jesús le llama tentador y piedra de tropiezo, escándalo. Y usted, amigo mío, ¿quiere o no evitar persecuciones? Me tiene dicho antes de ahora que jamás formará en un partido católico. ¡Claro! Como que eso de partido católico carece de sentido político y de sentido religioso. Una comunión católica —o judaica, o mahometana, o protestante, o budista— no puede degenerar en partido. Y menos una comunión cristiana sencillamente. Que suele ser una comunión de comuniones.

El tan debatido artículo 26 es, en gran parte, un atentado contra la libertad de conciencia. Y el achaque que se dio para disolver la Compañía de Jesús, algo —se lo he dicho a mi público antes de ahora— lamentable. Suponer que el llamado cuarto voto puede llegar a atentar contra la seguridad del Estado es un insulto a la Iglesia Católica Romana. Y a su piedra angular, aunque ésta sea de tropiezo para el Cristo. Quien se sienta liberal ha de condenar el mal espíritu de ese artículo; quien cristiano solamente, no sólo resignarse a él, sino alegrarse de él, aun condenándolo, pues con esa persecución se purificará la cristiandad española popular, lo que de cristiano y de popular —laico— haya en el catolicismo español; quien sólo católico romano, ¡ah!, ése piensa más en lo de los hombres que en lo de Dios, que es lo político. ¿Que usted, aunque católico a secas, no es sólo católico? ¡Natural! Pero ahora, quiéranlo o no, los católicos se están haciendo liberales, y los mismos que antaño voceaban —los del cuarto voto— que el liberalismo era pecado, piden ya libertad de cultos, y libertad de conciencia, y libertad de enseñanza. Aunque, en rigor, lo que más piden es libertad de inconciencia y libertad de no enseñar. Esta, sobre todo, la libertad de no enseñar, los padres de familia profesionales, algunos sin hijos. Pues libertad de examinar no es libertad de enseñar y menos de aprender. ¿Es usted, amigo mío, católico liberal o sólo a secas? El liberalismo no es sequedad.

Quien se sienta cristiano y liberal tiene que rechazar ese artículo 26 y descubrir el engaño que hay en eso de la enseñanza mal llamada laica o neutral. ¿Neutral? Maestro y maestra que sean hombre y mujer, acaso padre y madre, han de tener una creencia o descreencia, una fe o una infidelidad, una esperanza o una desesperanza —acaso desesperación—, y pretender que se las guarden, que no las dejen transparentar cuando los niños preguntan por el misterio de que todo y todos les hablan, pretender eso es pretender que esos maestros sean marmolillos y no humanos. Es como si una madre que no queriendo criar a su crío por flaqueza o por molicie, buscara una ama de pecho con leche neutral, esterilizada, pasteurizada. Porque la nodriza puede tener cualquier mal humor en la sangre y transmitirlo a la criatura que ha de criar. Para semejante caso están el biberón y la lactancia artificial al cuidado de una “nurse” científica. Y a este biberón corresponde en lo espiritual la pedagogía. Que suele ser una colección de moldes de queso de todas formas y tamaños, mas que, de no haber leche, no sirven los moldes, y en habiéndola sobran, pues se hace el queso con un simple pañuelo.

Ahora que se lo repito: esa que ustedes llaman persecución ha de ser muy provechosa a la comunidad cristiano-católica española popular, o sea laica. Por de pronto, tendrán que enseñar el catecismo no los maestros de Estado, sino los que se lo confiaban a ellos para tener menos quehacer y para vigilarlos y hasta deprimirlos —he conocido casos—, o porque no lo sabían bien —también he conocido casos—, y tendrán que aprenderlo mejor para mejor enseñarlo. Y de esto podrá alumbrar a flor de espíritu popular la venera cristiana y liberal que hay en las entrañas de la comunidad religiosa popular —laica— española y que aflora por resquicios. Y vea por donde ese artículo 26 y sus aplicaciones, que me han parecido, en general, de una gran injusticia, me parecen provechosos para el porvenir religioso de nuestra España. Y para hacer liberales a los católicos cristianos.

Y para concluir, no sean ustedes tentadores ni piedras de escándalo para con el Cristo ni piensen más en lo de los hombres que en lo de Dios. Y menos aún se dispongan a cortar orejas a los Malcos.

Cartas al amigo XIX

Ahora (Madrid), 25 de enero de 1935

Este de ahora mi amigo es tan apocolíptico, que después de haberme recordado lo de la “abominación de la desolación” —frase que en latinismo de la Vulgata pasó del libro de Daniel profeta al Evangelio, según San Mateo— me pide horóscopos, calendarios y agüeros sobre lo que ha de pasar en la vida pública de nuestra España civil. Y me pide, de propina, el sino político de ésta; su destino histórico.

Repasemos, ante todo, la abominación de la desolación y el sino. Aquélla, en latín “abominatio desolationis”, es una enrevesada y ya tradicional traducción de un pasaje del Libro del profeta Daniel en que éste se refiere, al modo hebraico, a la “porquería del invasor” a propósito de haber metido en el templo una estatua pagana, y no quiere decir sino la idolatría. Y de allí pasó la frase al capítulo XXIV del primer evangelio, donde se cuenta el anuncio que hizo el Cristo del fin del mundo y de los horrores que habían de preceder a la segunda venida del Hijo de Dios y del Hombre. Y en cuanto al sino, éste —el signo— significa aquella especial conjunción de los astros, entre las estrellas fijas, que determinan la suerte de cada persona individual o colectiva. Y así éste de ahora mi amigo me pide que por la conjunción de nuestros astros políticos le trace la buena o mala ventura que ha de correr nuestra patria. No quiere quedarse a la zaga.

Lo primero que nuestros astros políticos, a pesar de sus revoluciones en torno al Sol, son más bien “estrellos” y algunos cometas, y si como astros van a desastrarse, al desastre, como estrellos van a estrellarse. Y ello porque no dirigen nada, sino que se dejan dirigir por los que carecen de dirección, por su clientela. Parécense a los alguaciles alguacilados de Quevedo, a caudillos acaudillados y tal vez acaso a maestros amaestrados.

Mi pobre ahora amigo quiere cobrar huelgo y no hacer huelga de ciudadano, quiere recordar y no olvidar, soñar y no dormir, y busca luz. “Me siento sumido en una pesadilla caótica —me dice—, no logro orientarme.” Y me recuerda nuestros tiempos —¿nuestros?—, los de él y míos, aquéllos del turno de los dos partidos constitucionales, de cesantes en vez de parados, cuando no presentíamos esta república de funcionarios sedicentes trabajadores de toda clase y aspirantes, sustitutos y supernumerarios de función. Él, mi amigo éste de ahora, no tiene que colocarse. Pero tiene, sí, hijos y hasta paniaguados a quienes colocar, y todo eso del sino de España se reduce a que no ve claro el porvenir de los suyos. A quienes no sabe en qué partido meterles para que hagan carrera. Y es por esto por lo que me pide orientación. ¡A mí!

“¿Qué me dices del momento político? —me pregunta—. Momento que me parece un siglo.” Y luego, que le explique las diferentes opiniones que batallan en el campo político. ¿Opiniones? Anarquistas; la F. A. I.; la C. N. T. —estas iniciales simplifican la complicación gracias a no decir nada—; comunistas ortodoxos y heterodoxos; socialistas de las dos ramas; federales —éstos al aire—; radicales-socialistas, divididos también —alguna vez aparece un proyecto de unión para dividir más, la F. I. R. P. E. pasó a la arqueología (R. I. P.)—; de unión republicana; republicanos nacionales; de acción republicana; de al servicio de la república, ahora durmientes; demócratas o reformistas —no sé…—; progresistas o como se llamen; radicales; agrarios republicanizados; agrarios independientes y a la espera; accionistas populares o cedistas —de la C. E. D. A. (no confundir con la ceda)—; del bloque nacional anfibio; de Renovación Española o T. Y. R. E.; tradicionalistas que ceden; carlistas netos —nada con la otra rama, la liberalizada—; fajistas, ahora a la greña los de las J. O. N. S. y los de la F. E. —no fe, ¡ojo!—; y además de la Esquerra y de la Lliga —ni izquierda ni liga—; nacionalistas vascos; galleguistas, autonomistas de por dondequiera… Y agregúense masones, judíos, jesuitas, protestantes, gitanos… Dios nos valga, ¡qué revoltijo!

¿Programas? ¿Eso que llaman ideología? Los estrellos, los astros, los cometas, los planetas y los satélites cimbelean un señuelo, sea la revisión constitucional, de que no se les da un pitoche, para cazar electores, y éstos, los electores, a quienes tampoco les importa nada de la tal revisión, hacen como que se dejan cazar para cazar a su vez a sus cazadores y que les valgan mañana. Porque hay que vivir, ¡qué remedio! Y los más de los pobres ciudadanos votan… porque sí. Para hacerse los ciudadanos.

Este de ahora mi amigo no tiene más que observar a sus convecinos de al lado y verá que no se respira aire revolucionario ni, por tanto, contra-revolucionario. Los que se lanzaron hace poco al campo de la llamada revolución no lo hicieron por íntima necesidad, sino en busca de aventuras, y a jugar con dinamita. Acaso a servir un chantaje de los astros que los dejaron en la estacada. Deporte en su mayor parte. Pero es que hoy se vive de él, como el futbolista profesional o el pelotari de cancha de timba.

¿”Vibraciones revolucionarias”? Lo acabo de leer. ¡Bah! Desde que el P. Mendive S. J., psicólogo —vamos, al decir— y no físico, dejó dicho en su Psicología que los nervios no pueden vibrar, pues tendrían que estar sujetos por ambos extremos y tirantes, ya no sabe uno lo que es vibración. Empiezan por ladridos, siguen con aullidos, gañidos después, luego latidos y acuéstanse jadeantes a dormir soñando caza. Y, además, fíjese, no es lo mismo empujar a una muchedumbre —masa— que tirar de ella.

¿Abominación de la desolación, amigo mío? No tanto. Y si es la fin del mundo civil español, piense que el mundo está finando y recomenzando cada día. Esa fin del mundo en que, como dijo el Cristo (Mateo, XXV, 33) los corderos a la derecha y los cabritos a la izquierda. ¿Revolución? Hay la astronómica, la normal, la copernicana, la no catastrófica, la que cada astro y cada satélite cumplen segundo a segundo y siglo a siglo. Nosotros, los mentados del 98 —¿y qué le vamos a hacer—, sabemos de esta revolución astronómica —de ley de astros—; la hemos vivido, la vivimos, y hoy, treinta y seis años después, podemos mirar con ojos claros en el porvenir nuestro pasado y en el pasado nuestro porvenir. ¡Es la Historia, vaya! ¿Que la procesión anda por dentro? Mas no sino procesión, mal que pueda haber rosarios de la aurora que acaben en muertes. A cambio de rosarios de la noche que acaben en vidas. ¡Y pata!

Que no se azore, pues, de más éste de ahora mi amigo. Que rumie en su ánimo acongojado una de las más hermosas palabras del romance castellano, su palabra acaso más matriarcal, ya que suena a recatada encina castellana que ni tiembla ni rezonga a los ventarrones del monte, y es ésta: ¡sosiego! “¡Sosegaos!” —solía decir Felipe II a los desvalidos azorados por cuita—. Que se sosiegue este de ahora mi amigo. ¡Sosiego! Las palabras contrarias son de las que concluye uno por perder pronto de oído.

Un incendio de noche.A Dolores Cebrián de Besteiro y a Amparo Cebrián de Zulueta, salmantinas del entonces de antaño.

Ahora (Madrid), 29 de enero de 1935

El día 22 de este enero supimos aquí, en Salamanca, el arreglo de la crisis —o lo que fuera— ministerial; la reorganización del Ministerio coalicionado. Supe también la muerte de mi amigo el comandante Martínez de Aragón, corazón con seso todo él. Había habido aquí uno de esos actos de propaganda de la Acción Católica —¡cuántas acciones!— en vía de la Universidad católica oficial. En nuestra Facultad de Letras tuvimos unos ejercicios para proveer auxiliarías temporales, una de griego y otra de latín. En los de latín los opositores —más opositoras— trabajaron sobre un pasaje de Lucrecio, el poeta filósofo de “Alma Venus”, “la única que gobierna la naturaleza de las cosas”, en el que se dice de los átomos ganchudos y de los redondos. En los de griego sobre un pasaje de Herodoto, historiador poeta, en que, cuando lo de las Termópilas, al decirle al espartano Dienecas que los bárbaros cubrían el sol con el tiro de sus flechas respondió que mejor, pues así pelearían ellos, los espartanos, a la sombra.

Salí de los ejercicios con un compañero, maestro de historia, discurriendo de cómo ésta es leyenda, poesía, y lo es la filosofía también. Hablamos de la Crónica de López de Ayala, de Pedro el Cruel, de Taine y su filosofía mecánica —de resentido—, de la revolución francesa y de su último historiador, Mathiez. Yo hablaba de la evolución —desarrollo o vida— del recuerdo y de cómo el pasado se está rehaciendo arreo. Llegué a casa y me acosté —con las gallinas— a leer La educación de Henry Adama, autobiografía.

Después de haber cenado sobriamente apagué la luz —eléctrica— y me acurruqué entre sábanas a viajar como viajó el Dante, por el otro lado del mundo este. No hay como la cama avión —y menos mecánico— desde que se atalayen —sobre todo de noche— tantas tierras y tantos mares y tantos cielos de espíritu y desde donde se aúnen y confundan tantas visiones y se aten tantos cabos sueltos y se remachen tantos eslabones de este nuestro pobre “multiverso”. Hasta las calcomanías caleidoscópicas de los diarios gráficos o ilustrados tal éste —como que cobran consistencia permanente gracias al sueño. El niño, mitólogo prehistórico —de quien me dijeron al acostarme que se había acostado con 38 grados de fiebre —dice que el día sueña de noche. Y colijo que la noche sueña de día. A remejer, pues, lugares y continentes —geografía— con días y siglos —cronología— y hacer a los espíritus históricos, por debajo del espacio y del tiempo, coeternos y co-infinitos. En las tinieblas del sueño ve uno, como esos peces submarinos que en las honduras tenebrosas del océano engendran su luz, el mundo que uno mismo se alumbra.

Mi celda —tal es mi dormitorio— es desnuda y fría; hoy de solitario en ella. Una pequeña ventana —las contraventanas abiertas siempre— al Norte y frente a la cabecera de la cama desnuda pared encalada, como pantalla. Sobre mi cabeza “nuestro” crucifijo; el que ella me dejó. Duermo con insomnios breves. A eso de las tres de la mañana —del día 23— vi ¿o soñé?, ¡no!, vi un resplandor en la pared frontera. ¿Sería del faro de un auto? Imposible. Y el resplandor crecía. No era de un auto que se acercaba. Era de una hoguera. Requerí los anteojos, desempañé de los cristales de la ventana —la temperatura algunos grados bajo cero— el vaho cuajado de mi respiración y miré. Era un incendio ¿Hacia dónde? Calculé mal la distancia. Pitaba el sereno; oí tiros —luego supe que fue para despertar a los moradores de la casa incendiada, encerrados en ella—, campaneaban las Úrsulas. ¿Habrían pegado fuego al convento? No. El niño, en tanto, y los demás de mi casa dormían descuidados. Empecé a forjar la leyenda, a dar caza a un asunto. “Mañana dirá la Prensa lo qué.” ¿Ir a verlo? Mejor desde la cama y en la pantalla. Con el frío a la intemperie callejera no habría podido soñar ni meditar lo soñado. La brutal realidad —¿objetiva?— mata su sentido. ¿Llamar? ¡Tampoco! La llamada era aparatosa, espectacular. Pero me enseñaba más lo de dentro de mí que lo de fuera. A eso de las cuatro acabó la función.

Al despertarme a la mañana llamé a las criadas. De nada se habían dado cuenta. El niño dormía tan contento de la vida. No había sido un sueño si no en cuanto toda vida es sueño. Y la muerte también. Con el chocolate del desayuno me trajeron el diario local. El incendio había sido mucho más cerca de mi casa que yo supuse. El diario decía, “al cerrar”, que habían ardido tres casas. En realidad sólo una, pero, es natural, se calcula lo que antes de salir el número a la calle ha de pasar; se va al alcance del suceso. Así se hace la historia. Y recordé una frase francesa leída en Adams: “Ça vous amuse, la vie?”

Al salir de casa fui a ver la quemada. Vigas carbonizadas, el esqueleto de la morada, destacándose al aire sobre un cielo plomizo y frío. En frente de la quemada, en la vuelta de la Cuesta del Carmen, la casa en cuyo corral —¿lo recuerdan ustedes, Dolores y Amparo?— debatíamos cierto verano su madre Concha, su tío de ustedes Paco (“Zeda”) y yo de todo lo divino y lo humano y sobre todo de teatro. Recuerdos que guarda uno, quemados algunos, hechos carbonilla para abono, y otros en brasa todavía. Así es la historia.

¿Y la crisis? ¡Bah! una de tantas chabacanerías de eso que llaman política y no lo es. Ni historia, sino a lo más, crónica. O croniquilla. Declaraciones, manifestaciones, conferencias, cabildeos, entrevistas, combinas…, tales cuales posturas al magnesio, eso que llaman política los políticos ostras; los que se encierran en su concha bivalva. Algunos, excepcionales —poetas y filósofos—, hechos madreperlas merced a alguna cuita —como si les escuece la patria— llegan a poder cuajar en sus entrañas alguna perla para el collar que su pueblo lleve al cuello, rosario civil.

¿La crisis? La recordaré mejor cuando después del incendio pueda contemplar el esqueleto del Gobierno. Y en cuanto al régimen… ¡lo que se otea viajando en cama quieta de celda de soñador solitario! ¡Qué resplandores de incendios venideros! ¡Lo que soñaba yo hace unos años, desde la cama de mi celda del Hotel Broca, en la Hendaya de mi destierro, adonde iba a verme aquel hombre entero y verdadero, corazón con seso todo él, que fue José Martínez de Aragón, que desde el aparato ha ido a estrellarse contra su tierra madre! En ella descansaremos de nuestros ensueños históricos. El día sueña de noche, según me dijo el niño que ovilla sus sueños en el carrete de fuego a que se le reduce el rodillo de que la humanidad sacó —en siglos— su sólo invento mecánico propio: la rueda. Y ese carrete le es bobina dinámica, mitologizante, gracias al lenguaje. Que así es la historia.

De Don Miguel de Unamuno sobre Ramón de Basterra

El Sol (Madrid), 30 de enero de 1935

Sr. D. Pedro Mourlane Michelena.

En efecto, mi querido amigo. Como dice usted en las columnas dedicadas en EL SOL de ayer —hoy, 28-1— dedicadas a nuestro Ramón de Basterra, la carta que me pedía que contribuyese a tal homenaje —contribución para mí obligatoria— llegó a mi poder tan tarde, que no habría podido sino a lo más enviarle cuatro líneas telefónicas y mal improvisadas. De nuestro Basterra, del Basterra de nuestra Bilbao de España, debería hablar con sosegada emoción.

Leí con agradecimiento —¡así!— cuanto usted y los otros cinco dijeron de nuestro poeta. Poeta, es decir, creador. Y creador —o recreador, que es lo mismo— de lengua. Forjador, como nuestros antiguos ferrones, de un idioma vascocastellano tan acerado como flexible. Un idioma poético —creativo— con que nuestro pueblo sacará a luz entrañas que no habría podido sacar con nuestro milenario vascuence de abolengo. Hemos conquistado el romance castellano; pero lo hemos conquistado no para nosotros, sino para los españoles todos. Quiero decir para todos los que hablan este idioma imperial, incluso los filipinos del último canto de Rizal, esos filipinos a quienes ganó para la civilización universal nuestro Miguel López de Legazpi.

Luchó Basterra amorosamente —hasta con furia de amor— con este maravilloso idioma romance, en lucha en que las discordancias se hacen concordancias vizcaínas. Hay acaso secretos en el romance castellano que nosotros, los vascos, podemos descubrir mejor que los castellanos mismos. Secretos cantábricos y pirenaicos.

No soy yo, amigo Mourlane, quien debería escudriñar todo lo que el espíritu vasco ha dado y sigue en dar a nuestro común idioma universal castellano —escrúpulos de pudor y hasta de lo que de modestia me quede me lo vedarían—; pero aun así y todo, lo haré algún día. Y no se trata ya de aquel puro, sencillo, clarísimo y trasparente castellano de nuestro Trueba —las Encartaciones de Vizcaya en que él mamó su lengua es una de las comarcas en que mejor se ha hablado siempre la lengua española—, del Trueba de la “honrada poesía vascongada”, que dijo, no sin dejo socarrón, D. Marcelino; se trata de otro nuevo castellano, del de nuestra Bilbao, de nuestra milagrosa Bilbao, de la Bilbao que le dio a Basterra, como me ha dado a mí, lo mejor de nuestro empuje creativo. Al pie de una vieja ferrería vizcaína habría que entonar las aceradas estrofas de Basterra, de hierro vizcaíno, largo ya en obras de palabra.

Aun me queda que decir. Siempre queda.

Y en tanto, en memoria de aquel poeta de cuyos íntimos dolores nos condolimos, le envía un abrazo, Miguel de Unamuno.

Intermedio lingüístico. Bajo, sobre y desde el barbarismo

Ahora (Madrid), 6 de febrero de 1935

No hace mucho ocupé aquí algo más de dos medias columnas con una consulta sobre si debe decirse y escribirse médula o medula que me dirigió un escritor sevillano. A mi respuesta le puse flecos y caireles. Ni era la primera vez que se me requería a semejante menester. Que no debo rehusar siempre. ¿Tengo derecho acaso a defraudar la curiosidad de mis lectores y la confianza que en me ponen? De ordinario, puedo remitirles a cualquier manual —muchas veces pedal— de gramática o de lexicografía, pero como presumo que a lo que vienen a mí es en busca de los flecos y caireles, es de mi deber satisfacerles. Y ahora se trata de un nuevo caso.

Desde Calahorra, en la Rioja, me escribe un don Angel Díez Oliván sometiéndome un punto muchas veces aclarado, y es si oficialmente es correcto decir “bajo el punto de vista” en vez de “desde el punto de vista”. La tertulia —encantadoras tertulias de casinos lugareños— calificó la frase de “bajo, etc.” de barbarismo. Mas he aquí que mi consultante lee en la prensa que don Santiago Alba emplea el giro igual al que como el contertulio calagurritano descalificado, y de aquí que el señor Díez Oliván se pregunte si “bajo el punto de vista” “es —copio su carta— un barbarismo como creí en un principio”. Vamos a ello y a qué es eso de “barbarismo”.

Aunque el presidente del Congreso de los Diputados no sea, por serlo, autoridad lingüística —ni siquiera es académico todavía—, es, sin embargo, un castellano de expresión muy propia, ceñida, correcta y castiza en nuestro romance, y si empleaba ese giro, es de creer que sabría por qué. Mas lo que presumo es que el reportero que le hizo emplearlo debió de traducirlo a su propio uso reporteril. Como no fuese que a don Santiago, por contagio, se le escapase uno de tantos barbarismos parlamentarios, algunos de feliz ocurrencia, y que acaban por prevalecer. Y por otra parte, el presidente de la Cámara, que habla desde lo alto de su poltrona y desde ella puede mirar hacia abajo a sus presididos, puede, con entera propiedad, decir “bajo mi punto de vista” ya que el suyo, su punto de vista, está —especialmente— por encima de los puntos de vista de los diputados.

Al que desde lo alto de una cumbre mira a lo hondo de un valle, le cabe decir que ve a éste “bajo su punto de vista”, como al que desde lo hondo del valle mira a lo alto de la cumbre le cabe a su vez decir que lo mira “sobre su punto de vista”. Y ambos dirán bien si dicen que lo ven “desde su punto de vista”. Que tan desde es el “bajo” como el “sobre”. No es el caso de otra expresión desatinada, y es la de decir: “bajo la base”. Con lo que quedamos en que lo de “bajo el punto de vista” podrá ser eso que las gramáticas y los diccionarios llaman barbarismo, pero no es, en ciertos casos, un contrasentido.

A propósito de esto de “bajo” o “desde”, conviene tener en cuenta —lo repito— que tan “desde” puede ser el “bajo” como el “sobre”. Como por otra parte lo mismo se puede ir —parlamentariamente sobre todo— desde la izquierda a la derecha que desde la derecha a la izquierda. ¡Qué estropicios exegéticos traen estas metáforas espaciales (no especiales)! En un breve ensayo que titulé: “La vertical de Le Dantec” (aquel ateo profesional y biólogo) y que figura en mi libro Contra esto y aquello —desgraciado título este segundo, el del libro, que me ha hecho aparecer como lo que no soy (yo me he forjado gran parte de mi leyenda negra)— me burlaba del ingenuo racionalista que suponía que hay líneas verticales de arriba abajo y otras de abajo arriba —las líneas—, que recuerda lo del higienista —catedrático, ¡claro!— que enseñaba en clase que las calles cuesta abajo son más higiénicas que las calles cuesta arriba… Cuando se sale uno de la geometría pura para meterse en esas impurezas fisiológicas de arriba y abajo, delante y detrás, derecha e izquierda, todo pensamiento se trastorna. Y se cae en lo de aquel que se preocupaba de si Madrid está más cerca de Barcelona que Barcelona lo está de Madrid. O si Levante es izquierda y Poniente derecha, o al revés. Acertijos encajados en la pereza mental política corriente, a la que tanto le cuesta elevar como bajar la mirada.

En latín, “altus, a, um” quiere decir alto o profundo, según de donde se mire. Para el que mira a una sima desde el borde cimero de ella, la sima es profunda, y para el que la mira desde el fondo de ella, es alta. En latín, en uno y otro caso, alta. Y nos queda en la expresión “alta mar”, que quiere decir “mar profunda”. Aunque la profundidad de una mar no aumente según nos alejamos de la costa, no siendo en primeros trechos. Y viniendo a metáforas, podemos decir que los pensamientos profundos son elevados; que el que ahonda se encumbra.

Y ahora, a lo de “barbarismo”. Que según el Diccionario manual (no muy de mano) e ilustrado (quiere decirse que con estampitas) de la lengua española de la “Real (perdón, lector republicano auténtico; la edición es de 1927) Academia Española” es: “vicio del lenguaje que consiste en pronunciar o escribir mal las palabras, o emplear vocablos impropios”. ¡A ver! ¿vicio? Vicio se le llama por aquí (Salamanca) al abono, y los barbarismos han abonado nuestro romance. ¿Vocablos impropios? ¿En qué consiste la propiedad? ¡Barbarismo! Los bárbaros sacaron del latín los romances como del viejo Imperio Latino hicieron el Sacro Romano Imperio; los bárbaros cristianizados hicieron las lenguas vulgares. Los mismos hispano-romanos eran, en rigor, unos bárbaros. Los bárbaros, analfabetos o iletrados, re-crearon nuestros idiomas al cobrar conciencia de ellos, que es más que cobrar simple conocimiento; que es, además, tener de ellos sentimiento, de los idiomas en que se siente y se piensa. Y así el que con plena conciencia de lo que quiere decir “bajo el punto de vista”, empleara este giro desde su punto de oído, lo emplearía con perfecta propiedad. Y sin hacer caso a como hablen las autoridades. Por lo cual me permito recomendar a los de la tertulia de Calahorra y a los de otras por el estilo, que se esfuercen por cobrar, no ya conocimiento, sino sentimiento —y consentimiento— de su lengua madre —madre de su pensamiento— y lo antepongan al uso de los que están sobre ellos así como al de los que están bajo ellos. Y piensen que el pueblo bajo puede mirar hacia arriba y acertar en propiedad. Y que en rigor hay iletrados más entrañadamente cultos que los llamados cultos, que aquellos de que tan desaforadamente se burló Quevedo, el más grande zahondador y desentrañador de nuestro bárbaro romance castellano. Y basta por hoy, pues he de tener que volver a esta mi tarea —tarea política también— de hacer pensar a mis compatriotas en conciente y entrañado romance castellano.

Y, por fin, gracias a don Angel Díez Oliván y a sus contertulios de Calahorra por haberme dado ocasión de escribir un artículo sin paradojas —digo: me parece…—, como las llaman los que no saben lo que quiere decir paradoja. Es que lo he escrito bajo mi punto de vista y de oído lingüísticos, el de que hay que abonar con vicio el romance maleado por los cultismos, ya que contra maleza, abono. Hasta parlamentario. Y ahora a conmoverme con otras cosas, después de haber aflojado la cuerda de la ballesta. Ya la templaré tensa para que entone.

 

Santiago Alba publicó el 8 de febrero esta contestación a Unamuno:

 

De don Santiago Alba a don Miguel de Unamuno

6 febrero 1935.

Excmo. señor don Miguel de Unamuno.

Mi querido y admirado don Miguel:

Acabo de saborear su delicioso “Intermedio lingüístico” en AHORA de ahora. Y no resisto a la tentación de dialogar en público con usted. Desde nuestras inolvidables charlas en París, cuando usted, al final de un almuerzo, me regalaba con el postre de sus maravillosos sonetos, apenas si mi espíritu ha podido alguna vez disfrutar de cerca su amena y aleccionadora literatura. Sea bien venida.

Es usted conmigo, una vez más, muy benévolo en su juicio. Pero me ofrece, generoso y hábil, disculpas para un pecado que yo jamás he cometido. No, yo no he dicho nunca, ni en los escaños rojos, ni desde el sillón presidencial, “bajo el punto de vista”, como me atribuye su comunicante de Calahorra. No tiene mérito alguno mi limpieza habitual de lenguaje. Yo hablo como hablan el castellano en Salamanca y en Zamora, en las ciudades y en las aldeas, los profesores y los campesinos. Es un instinto, más que una lección recitada.

Ha adivinado usted el origen de la equivocación que se discute. Echémosle la culpa a los reporteros —esta vez con razón—, a quienes usted alude. Gente moza, culta y simpática, Pero que a veces, por acabar pronto, no repara en la fidelidad de la referencia. Ahora, insistentemente, se empeña en repetir a troche y moche el vocablo “sugerencia”, y lo pone también en mis labios y lo coloca, un día y otro día, en las informaciones de Cámara. Por si acaso surge en la Rioja o en la Mancha otro académico espontáneo, conste desde ahora que tampoco he dicho nunca “sugerencia”. Y que desde esta “poltrona” —para la que usted tiene una benevolencia tan noble— he proclamado mi aversión al terminillo. Pero… ¡ni por esas! Sigue la sugerencia circulando, día y otro día, de un lado para otro. ¡Ayúdeme usted ahora a exterminarla!

Conste de nuevo mi gratitud para usted. Salvo todos mis respetos a la Academia Española. Pero lo que usted escribe respecto a mi humilde prosa vale tanto para mí como un diploma de aquélla.

A su mandar, mi querido y respetado don Miguel. Siga fuerte y optimista deambulando por esa carretera de Zamora, que evocábamos con melancolía marchando juntos por la avenida de los Campos Elíseos o la ruta de Versalles. Le estrecho las manos con profunda e invariable devoción.

Los amigos

Ahora (Madrid), 8 de febrero de 1935

Vengo publicando aquí, en estas mismas columnas de AHORA, Amigos míos, unas que intitulo “Cartas a los Amigos” y que lo son a sendos, a las veces supuestos Amigos, en quienes simbolizo a otros muchos. Con ello me evito el corresponder privadamente a quienes me preguntan algo, distrayéndome de mi menester público, —de publicista—, ya que, como decía un jesuita, el que se dedica al púlpito tiene que descuidar, si es que no abandonar, el confesonario. ¡Y, por otra parte, es tan enojoso tener que volver a repetir —para que lo entienda acaso uno del pelotón de los torpes— lo que se ha dicho cientos de veces y lo que tal vez puede el preguntón encontrarlo en cualquier manual o enciclopedia, en cualquier abrevadero de ciencia en extracto! Sí, yo padecí antaño de epistolomanía —y con esto correspondo a uno de los preguntones—; pero hoy ni me es posible. Hay que pensar las respuestas y ni me dejan tiempo de pensarlas. Como no haga uno lo que el político al por menor: decir primero la cosa y pensarla luego. O sea, apuntar después de haber disparado. Para que luego les ocurra lo que al apóstol Simón Pedro, que al oír la voz del gallo “se echó a llorar» (Marc., fin XIV).

Pero ahora me dirijo a los Amigos, desconocidos míos los más de ellos; a los Amigos, a los que formamos una tácita comunidad y comunión —sin comunión no hay comunidad—, que no secta, ni partido, ni unión de partidos; esas uniones que sólo sirven para desunir más, como todo lo que se produce desde fuera. Ni nos alistamos los Amigos, ni suscribimos programa alguno, ni aceptamos jefaturas. Ni nos preocupa el problema electoral de la representación proporcional. Ni aquello otro de minoritarios y mayoritarios por una parte y minimalistas y maximalistas por la otra. Todas estas estadísticas de la opinión tienen muy poco o apenas si tienen nada que ver con la conciencia pública civil. Que no es lo que se llama opinión pública. Y así, al leer yo últimamente que “ha cambiado el estado de la conciencia política” —española, se entiende—, y luego que hay que devolver a nuestra República “la sustancia y el estimulo del 14 de abril” y devolver al país la plena confianza que en ella tenía en dicho 14 de abril —palabras tomadas de un político sincero y leal—, sé al punto que en aquella fecha no había conciencia republicana ni anti-republicana en España, ni aquel movimiento mal llamado revolucionario tuvo sustancia alguna ideal ni el país confianza. Que la expectación —y hasta si se quiere esperanza— no es confianza sin más. No; nosotros, los Amigos —Amigos ahora de la República en cuanto Amigos de España—, no fiamos en partidos, ni en uniones de partidos, ni en proporcionalidades de sufragio, ni en jerarquías, ni en dogmas. Nos atenemos —¿no es así, Amigos míos?— a nuestra privada inspiración íntima —que es algo más que el libre examen— y al sentimiento de comunión y comunidad. De solitarios si se quiere.

Ya estoy oyendo lo que en silencio se dice uno de vosotros que conoce mis aficiones y preocupaciones y el curso de mis estudios, al ver esto de los Amigos —así, con mayúscula—, y lo de la privada inspiración íntima, y lo de la falta de jerarquía y de dogmas, y es: “Esto trasciende a los cuáqueros (“quakers”) o tembladores —de “quake”, temblar—, a aquellos inspirados, a menudo energúmenos o poseídos, pero pacíficos, apóstoles de la paz y de la absoluta franqueza, que se llamaron y se llaman aún a sí mismos los Amigos, “the Friends”. Y así es, Amigo mío. Esto trasciende a “the Friends”, a los Amigos, a los cuáqueros o tembladores, que, sobre todo desde Penn, tan honda huella han dejado, siendo tan pocos y tan recogidos, en la conciencia pública religiosa y civil de los pueblos anglosajones. Dejando aparte sus innegables extravagancias exteriores, Los Amigos, los cuáqueros, sabían adentrarse en la intimidad de la conciencia comunal pública e interpretarla. Y sabían —lo que vale mucho más— darse cuenta de la inconciencia civil pública. Y ojalá que entre nosotros, en nuestra España, los republicanos auténticos —¿no se dice así?— del 14 de abril supieran darse cuenta de la inconciencia política de lo más de nuestro pueblo y se aplicaran a curarla. ¿Cómo? ¿Con propaganda? ¿Con mítines? ¡Fío tan poco en ellos!

Un Amigo, un cuáquero, fue aquel John Bright, que tan hondo influyó en la política inglesa, llegando a ser ministro, aunque no adscrito a ningún partido. Su sinceridad, su lealtad, su franqueza fueron proverbiales. Nadie le ganó a decir las verdades que se dice que no deben decirse. Conservó la sustancia de aquella costumbre cuáquera de tutear a todo el mundo. Y es que no se cuidó de hacer partido ni de servir a clientela electoral alguna. Aunque hay en política algo más perturbador que la clientela de los afiliados.

Hay, sí, en política algo más perturbador que los afiliados, que la clientela de los partidarios, de los que van a buscar puestos, y es la clientela de espectáculo, la de aquel público que acude a las asambleas y mítines políticos como a una función de cine sonoro. Porque hay una política de cine y de radio. Falta, por tanto, de intimidad. Una política de campaña electoral a la mala norteamericana que puede llegar a producir el caudillo histriónico. Y de aquí mí creciente horror a tomar parte en mítines políticos. Últimamente me he rehusado hasta a dar conferencias. Las gentes del montón creen que una conferencia tiene más eficacia que un artículo —que uno de estos artículos—, que se lee a solas y sin teatralidad. Hasta hay quien cree que una palabra oída vale más que una palabra leída y afirmada por la firma de quien la escribe. Y no digamos nada del valor de la conversación intima. Y, sin embargo, esta acción recatada es acaso la más lenta, pero es la más profunda.

Hubo entre nosotros un varón señero que rehuyó esa acción espectacular, que no tomaba parte en mítines, que no habría aceptado para su obra ni el cine ni la radio y que dejó, sin embargo, en la conciencia civil de nuestro pueblo, en lo íntimo de la política y sin haberse adscrito a ningún partido, una profundísima marca. Este varón señero fue don Francisco Giner de los Ríos. Tenía mucho de los Amigos, pero de un Amigo español, castiza y clásicamente español, aunque haya necios que le diputen por un precursor de lo que llaman neciamente la anti-España. Que suele ser la intra-España.

Escribo esto como un acto de comunión. De comunión con muchos solitarios que sirven con su íntima acción cotidiana a despertar la conciencia civil de nuestro pueblo y que deploran la política de cine y radio. Sin poner por ello en duda ni la buena fe, ni la sinceridad, ni la lealtad de los otros que nos son también Amigos en el corriente sentido.

Intermedio lingüístico. Cosas de España

Ahora (Madrid), 13 de febrero de 1935

Remedando, sin saberlo, a aquel inmortal maestro de escuela de la novela Tiempos difíciles (“Hard times”), del inmortal Carlos Dickens, maestro que repetía: “Hechos, hechos, hechos”, conocí un sujeto a quien no se le caía de los labios esta sentencia: “Cosas, cosas, cosas y no palabras.” Como si las palabras no fuesen cosas. Y como ahora, por otra parte, me encuentro con sujetos objetivos a quienes parece molestarles la palabra cosa, y como si no fuese más que una muletilla o un ripio, conviene recapacitar para sentir qué cosa haya dentro de la palabra cosa. Que equivale, sin duda, a lo que los filósofos escolásticos llamaron “ens”, o sea ente, vocablo que ha tomado entre nosotros un sentido vulgar bastante ridículo. Decir de uno que es un ente no es, de cierto, calificarle honrosamente. Y es que, en efecto, un ente es casi nada. Tan poco es como un ser. ¿Hay nada más vacío que esto de ser? Que lo es propiamente existir. En rigor podría suprimirse, sin grave perjuicio y tal vez con alguna ventaja, el verbo ser de nuestro lenguaje. Estorba más que el tan calumniado que. El verbo sustantivo resulta más adjetivo que el pronombre relativo. ¡Y no digamos nada de la esencia! Sobre todo desde que se habla de las esencias republicanas y de las monárquicas. Las esencias han de quedarse para la perfumería, como las especies —especias—para la especiería.

Alguna vez hemos leído: “las cosas y los seres”, queriendo decir lo inanimado y lo animado, como si las cosas no fuesen seres. Y otra vez: “los seres y los enseres”. Siempre huyendo de la cosa. Vengamos, pues, a ella.

Empecemos por Dios, la cosa de las cosas, “causa causarum”, que decían los escolásticos. Definirle es finarle; pero el viejo y venerable catecismo del P. Astete, S. J., que nos hacían en la España castellana y del Norte, intentaba definirlo —para los niños— diciendo que “Dios es una cosa lo más excelente que se puede decir ni pensar…” y lo que se sigue. Parece que después los jesuitas han hecho quitar lo de cosa, y han hecho mal. Acaso les ha parecido expresión sobrado popular. Y es, sin embargo, el verdadero y castizo romanceamiento del “ens realissimum”. ¿Le íbamos a llamar ente? ¿O ser? ¿El Ser Supremo? Esto no sabe a nada y huele a pedantería. No; Dios es cosa, y es cosa que no meramente es, lo que no es ser nada, sino que está. Hamlet, el irresoluto dudador, decía: “Ser o no ser” (to be or not to be), pero quien se está a lo que está no duda y se resuelve. Y Dios, nuestro Dios, el Dios Cosa, está y no meramente es. Es un Dios de estado divino y no de esencia divina.

Profunda distinción la que en castellano establecemos entre ser y estar; desconocida al francés. “Es enfermo” —il est maladif—, junto a “está enfermo”—il est malade. O: “Es borracho” —il est ivrogne—, frente a “está borracho” —il est ivre—. Cierto que nuestro verbo “ser”, del latín “sedere” —no de “esse”, sino en ciertas formas—, significa originariamente estar sentado; mas tiene un matiz que lo distingue de estar. “Seer” (sedere) es más bien asentarse y casi yacer, mientras que “estar” nos sugiere estar de pie. Aunque se puede y se suele estar echado. Mas nuestro Dios popular, la cosa del catecismo del P. Astete, S. J., es nuestro Padre, que está —no que es—en los cielos. Veámoslo.

De las oraciones han surgido los dogmas religiosos. Y la oración cardinal y radical del cristianismo evangélico es la que enseñó a sus discípulos el mismo Jesús, el Padrenuestro. En su original griego evangélico empieza, traducida al pie de la letra, así: “Padre nuestro, el en los cielos…” No hay verbo alguno, ni ser ni otro. Mas al traducirlo al latín de la Iglesia Católica se dijo: “Pater noster, qui es in caelis…”, esto es: “Padre nuestro, que eres en los cielos…”, y así dice en francés: “qui es”. Mas al venir al castellano se dijo: “Padre nuestro, que estás en los cielos…” Nuestro Padre celestial español está, y está de pie como nuestro Cristo popular está agonizando de pie, en la cruz, Y es curioso lo que pasa en el país vasco. En la iglesia parroquial de Hendaya podíamos leer, a los dos lados del altar mayor, la oración dominical, a un lado en francés y al otro en vascuence o eusquera. Y en la versión eusquérica dice de “Nuestro Padre (Aita guria) que es en los cielos”: zeruetan zarena, del verbo “izan”: ser. En cambio, en el país vasco-español se le reza diciendo que está (zaudena), del verbo “egon”: estar. Nuestro “Jaungoicoa” vasco-español está (dago) en los cielos; no se limita a ser, no es (da) en ellos. Y como la conocida expresión del juego del mus cuando se envida todo el resto al decir: “or dago”, quiere decir: “¡ahí está!”, solía yo decir que nuestro Dios, el de los vasco-españoles, es un Dios de órdago. El de los vasco-franceses es un Dios de “or da”, de “ahí es”. ¡Y no va poca diferencia!

Y el Dios que está y no meramente es, el Dios de estado y no de esencia, ocupa el espacio todo, está en todas partes y todo en cada parte; y si no es el espacio mismo objetivo o material, como quería aquel filósofo geómetra, es el espacio espiritual de las almas. Y basta de teologiquerías, que a más de un lector le sabrán a galimatías. Aunque de esos que llegan hasta a enfurecerse de que uno se preocupe de tales cosas —y tan cosas— no se debe hacer mucho caso. Aunque ladren y luego se pongan a aullar, porque acaban en gañir. “¡Cosas de ese hombre…!”, dirá acaso alguno de ellos. Y sí, cosas, cosas de este hombre que os las dice. Un hombre que tiene cosas es un hombre que tiene palabras sustanciales y estadizas, de las que se están y se quedan. Por lo cual quien tenga conciencia de estar diciendo algo de estado, estadizo, no debe acabar con el ritual “He dicho”, sino con un “¡Queda dicho!” Quedan dichas las cosas que se dicen, como dijo de su Historia Tucídides, “para siempre”.

“La cosa es que…”, solemos decir, y no es lo mismo que: “el caso es que…”, pues el caso es una caída, y la cosa es una causa. El caso se cae ; la cosa se tiene en pie. Y en cuanto al ser —o la esencia—, ¡qué peligros entraña! Enseñaba Hegel que el ser puro, el que no es más que ser, es la pura nada, y en este caso mental cayeron algunos de nuestros místicos. Muy cerca le anduvo San Juan de la Cruz, y mucho más cerca, aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, el quietista. O acaso nihilista, o mejor nadismo. Y si alguna vez propuso el que esto os dice llamarle a esa doctrina “nadismo”, ¿no podríamos llamarle a lo que llaman nuestro realismo “cosismo”? Mas no; no vayan a decir que sigo en mis cosas. Y luego, ¡qué cerca se andan el nadismo y el cosismo! ¡Cómo se tocan y aun se compenetran! De un mismo manadero brotaron el nadismo de nuestra extrema mística y el cosismo de nuestra extrema picaresca: San Juan de la Cruz y Quevedo. Y luego, aquellas “cosillas sin peso ni tomo”, de que habló Santa Teresa.

“¡Cosas de España!”, solemos decir y dicen a las veces los extranjeros —sobre todo franceses— que nos estudian y conocen. Y las cosas de España suelen ser no pocas veces “châteaux en Espagne”. O sea castillos en el aire. Castillos que están, como Dios, en los cielos. Y en resolución, que cosas son palabras, pero palabras sustanciales que se están y no se las lleva el viento.

Y en tanto he vivido entrañadamente mientras he estado escribiendo esto, y aquí queda, aquí se está, por si el lector vive entrañadamente al leerlo. Así sea. O mejor: así esté. Y ojalá acertáramos todos a soñar en romance español las cosas de España. Sus seres y sus enseres y, sus estados.

Castelar, orador

Ahora (Madrid), 20 de febrero de 1935

En la colección de “Vidas españolas e hispano-americanas del siglo XIX” (Espasa-Calpe, S. A.) ha publicado Benjamín Jarnés un muy significativo estudio sobre Castelar, hombre del Sinaí, que así se titula el libro. Muy significativo de la actitud de la juventud actual, de la generación del siglo XX frente a los hombres del XIX, y representada por uno de los más representativos, más comprensivos y más agudos de los de esta generación. Mi impresión de intermediario —Castelar fue de la generación de mis padres y Jarnés lo es de la de mis hijos— es de que Jarnés se encaró con Castelar llevando todos los prejuicios de sus coetáneos respecto a éste y a su tiempo espiritual, y según ha ido estudiándolo y dejándose ganar del espíritu castelarino ha ido rectificando esos prejuicios, mas sin declarárselo del todo a sí mismo. El personaje se le ha ido imponiendo. Como a mí se me impuso el Augusto Pérez de mi Niebla. Y de aquí las tan vitales, tan fecundas, tan sugestivas contradicciones que rebosan del excelente libro de Jarnés.

Ya en el título mismo: …hombre del Sinaí, aparece el fecundo prejuicio. Y al principio de la obra dice Jarnés “de la personalidad castelarina” —que no es lo mismo que Castelar, ¿eh?— esto: “Yo en él veo, ante todo, un gran escritor. Después, su elocuencia, su oratoria política y de otros órdenes…” ¿Escritor? No, sino orador por escrito. Castelar no escribió sus discursos, pese a las apariencias, sino que habló, pronunció sus escritos. “No conoció la espontaneidad, no fió nunca su oratoria a la improvisación”, dice Jarnés. Y ¿qué es improvisar? ¿Es que no improvisó sus cartas, tan oratorias? Jarnés: “Cuentan de él que iba desparramando por las tertulias jirones del próximo discurso.” Y yo: es que lo iba improvisando, y no en el papel. Y cuando escribía hablaba con la pluma. Como Santa Teresa, aunque con otra retórica: alicantina y no avileña. El escritor, el específico escritor, era Valera, a quien tan a menudo acude Jarnés; Valera, el crítico, el escéptico, el de la zumba, el que, aunque sintiera la poesía —hasta compuso poemitas en verso—, no la hacía. Y también a Valera el escritor, el escéptico, el zumbón, se le impuso Castelar como se le ha impuesto a Jarnés.

Se habla a las veces de retórica contraponiéndola en cierto modo a la poesía. No Jarnés hogaño, creo, como ni antaño Valera. Si se refiere el juicio a esa quisicosa que llaman poesía pura, pase, pero la poesía pura es como el agua destilada, impotable —agria es la que nos apaga la sed y no H2O—, o como el oro puro que no se amoneda porque se gastaría. El agua potable necesita sales y el oro acuñado aleación de cobre. La retórica es sal y cobre para la poesía, la hace vividera y la acuña. “No esperamos de Castelar —dice Jarnés— ningún acto elocuente por sí mismo.” ¿Que no? Aparte de que sus grandes oraciones fueron actos —una de ellas su artículo “El rasgo”—, sus actos de gobierno, políticos, fueron elocuentísimos. Y siguen hablándonos. Ya lo veremos

Al principio de su penetrante estudio de escritor se ocupa Jarnés, siguiendo informes de Charles Benoist, de la voz de Castelar. ¡Singular acierto, seguro sentido de escritor! ¡La voz! Pero la voz espiritual; lo íntimo del verbo; el son por el que se va a la visión, el soplo o espíritu por el que se va a la idea. Dos veces le oí yo —yo que os hablo de esto— a Castelar; una siendo yo mozo, en el Paraninfo de la Universidad de Madrid; le oí materialmente y olvidé luego el timbre físico de su voz. Pero volví a oírle, y esta vez el espíritu de su voz, en Elda, donde él se crió, cuando al tener yo que hablar en la celebración del centenario de su nacimiento, hube de recitar, leyéndolos, algunos de sus más sentidos o íntimos recuerdos de niñez y de mocedad. Sentí que su espíritu encarnaba en el mío, en mi voz su voz. Y una vez más comprendí todo el sentido recóndito de aquellas palabras con que se abre el Evangelio de San Juan, de que Dios era el Verbo, y en el Verbo estaba la vida y la vida es la luz de los hombres. El verbo, la palabra, llevado por el son, el espíritu. Y por el son a la visión, lo repito. Vi la Elda espiritual por el son castelarino. Castelar me representó a su pueblo.

¿Un actor? Sin duda. Y su vida acción. Un gran actor actual, un gran político y orador, ha hablado del placer de crear. Y yo acoté: el placer de crearse. Y de recrearse. Y el placer de representar —a su pueblo— y de representarse. (Castelar no escribió para el teatro.) El pueblo, para Castelar, era público, nos dice Jarnés. ¿Y para qué hombre público no lo es? El pueblo que no es público está fuera de la historia; no tiene espíritu humano. Y como gran actor Castelar se nos aparece —nos lo dice Jarnés— como un Narciso. El público es su espejo, no siempre terso y claro. Jarnés aprovecha mucho y bien cierta autobiografía en que Castelar habla de sí mismo en tercera persona, una autobiografía de una encantadora e ingenua infantilidad. ¿Egolatría? ¿Egotismo? No; Castelar no se ve a sí mismo —¿y quién?— sino que ve el Castelar que se forja su público, su personalidad pública. Pocos menos introspectivos que Castelar; no es hombre de diario íntimo. Y por eso Jarnés le niega intimidad. Pero ¿qué es ésta? ¿Sabe Jarnés, sé yo, quienes somos?

Jarnés, que echa de menos ciertas intimidades de Castelar —intimidades eróticas—, descubre la infantilidad del grandísimo tribuno. Y dice de su biografía de Eva y de su canto a la madre: “¿Qué encantadora Dulcinea habrá quedado escondida para siempre invisible, en el corazón recatado y silencioso del casto célibe Castelar?”, dice Jarnés. Eva, le digo yo, la mujer madre, la que da la vida. “La mujer le persiguió —añade— quizá toda la vida por no haber sabido —o por no haber podido— entregar toda su vida a una mujer.” ¿Y qué es una mujer? Castelar, enmadrado desde su infancia —con algo espiritualmente del complejo de Edipo—, no encontró, o no pudo encontrar, la esposa madre, que siendo madre suya —como lo fueron su madre doña María Antonia Ripoll y su hermana Concha— le hiciera padre de hijos de la carne. Padre o acaso madre también. Su voz era una voz femenina, nos dice Jarnés. Una voz maternal, aclaro yo. “Por eso —arguye Jarnés— coqueteaba, se escuchaba a sí misma, zigzagueaba tanto, alcanzaba niveles pasionales de aquella altura; atraía y cautivaba, sin empujar a la acción.” ¿Que no? A la acción y a la pasión. La voz de Castelar ha fraguado lo mejor acaso de la acción patriótica de la España que salió de la Revolución del 68. Castelar es una de las personas madres de la España liberal, democrática y republicana. Y hay maternidades muy viriles.

Pero ahora dejo esta pluma a que se me calle. Otro día, después de un breve descanso, os diré de Castelar, persona madre de nuestra España republicana y cómo salvó a la república española, cómo posibilitó —él formuló el posibilismo— la resurrección de esa república, el hacer una república donde no hay republicanos, que creía tan difícil Prim, el de que había que destruirlo todo “en medio del estruendo”. Vamos a ver al político, amigo Jarnés. Me falta improvisar otro artículo.

Castelar, político

Ahora (Madrid), 22 de febrero de 1935

Cuenta Benjamín Jarnés en su Castelar, hombre del Sinaí cómo a una interrupción de éste le replicó Prim en el Congreso: “Si no es fácil hacer un rey, más difícil es hacer una república donde no hay republicanos.” Y Jarnés acota: “Republicanos no faltaban, pero en estado nebuloso.” Vamos, sí, no auténticos. La sentencia del hombre de la revolución setembrina, del que pedía destruir, “en medio del estruendo”, lo existente, no es tan acertada como aparece a primera vista. El hombre a quien no podemos llamar “de la batalla de Alcolea”, pues no estuvo en ella, hizo menos caso por la caída de la monarquía isabelina que Castelar con su artículo El rasgo y su acción subsiguiente de pluma y de palabra. El “hombre del Sinaí” hizo posible —posibilitó— una república donde no había republicanos y haciéndolos. Hay que leer en el excelente libro de Jarnés lo que podríamos llamar el testamento político de Castelar, cuando el hombre del Sinaí se hizo el hombre del Nebo, del monte en que murió Moisés —el que recibió en el Sinaí las tablas de la ley— mirando a la tierra de promisión, a cuyos linderos había llevado a su pueblo.

Lo más político, lo más patriótico, lo más abnegado y a la vez lo más republicano que hizo Castelar fue su valerosa conducta cuando el golpe de Pavía, el 3 de enero de 1874, al dejar la presidencia de aquella república, la que habían deshecho los “auténticos” de entonces. Con ello hizo posible la restauración republicana de cincuenta y siete años después, cuando la monarquía borbónico-alfonsina volvió a caer en las torpezas de la monarquía borbónico-isabelina de 1868. Castelar, con su magisterio político durante la llamada Restauración, fue haciendo los republicanos que pudieran hacer una república. Una república posible. Y tiene razón el conde de Romanones cuando en su Sagasta o el Político dice —y son palabras que Jarnés recoge y reproduce— que “el sufragio, con el Jurado y la ley de Asociaciones, convertían la monarquía española de derecho en la más liberal de Europa, con gran satisfacción de Castelar, que así lo había impuesto como condición para no combatir a la institución monárquica, aun sin dejar de ser republicano. Sagasta le escuchó, y desde aquel momento el gran tribuno quedó convertido en mentor no sólo del Gobierno, sino de la Corona”. Y así fue cómo Castelar, más que otro alguno, fue haciendo los republicanos que pudiesen restaurar la república. ¿Han traído luego estos republicanos la república? No, ciertamente. Cuenta Jarnés que Castelar alguna vez dijo: “La reina ha fundado verdaderamente en España la libertad. Si Alfonso XII hubiese vivido, él hubiera traído la revolución”. Pero la ha traído después —esa que llaman pomposamente revolución— su hijo Alfonso XIII. Es lo que ha traído la república, posibilitándola los discípulos de Castelar, el posibilista.

Jarnés pasa casi por alto el otro gran acto político y patriótico de Castelar, que fue el licenciamiento de sus huestes y el consejo de que colaboraran en la monarquía. Sobre ello ha dado nuevos esclarecimientos —y en estas mismas columnas de AHORA— Melchor Almagro San Martín en su precioso ensayo sobre Castelar y, sobre todo, con la carta —magnífica— que éste dirigió al padre del ensayista. De aquellos posibilistas salieron luego los reformistas, con lo de la accidentalidad de las formas de gobierno, y del reformismo salieron los que supieron aprovechar el instinto políticamente suicida de Alfonso XIII para restaurar la república. ¿La castelarina?, ¿la posible? Así pareció en un principio. Después se han colado en ella los mismos elementos que acabaron con la del 3 de enero de 1874.

Jarnés no se contiene de comentar zumbonamente el ocaso de Castelar, hombre ya del Nebo y no del Sinaí, cuando “el gran actor positivista” —así le llama— da por implantada “una era octaviana, risueña, bajo el signo de Ceres”. “¡Qué delicioso espectáculo!”, exclama el zumbón. “Le quedaba un ocaso espléndido, pero a España le quedaba todo —casi todo— por vivir”, añade. Pues bien, ¡no!: a España le quedaba aprender bien la lección del gran tribuno, es decir, del gran político y gran pensador. Pensador, ¡sí! Porque se piensa política y vitalmente con metáforas. Ni son más que metáforas las fórmulas sociológicas y las metafísicas. Dice Jarnés que “bien puede decirse que todo en la vida de Castelar es oratoria, que todo —libros, cartas, charlas, artículos— forma parte de un enorme, gigantesco discurso”. Cabal; de una enorme, de una gigantesca lección política, de un enorme, de un gigantesco acto político. Porque —volvamos al Evangelio de San Juan— en la palabra, en el discurso está la vida, y la vida es la luz de los hombres.

“No era, pues, un genial político —sentencia Jarnés—: era un excelente retórico.” Ambas cosas. Y luego: “Era un hombre europeo sumergido en la fosca España del siglo XIX.” ¡Pobre España del siglo XIX, y cómo la ponen! Y después: “Sus discursos fueron siempre ruidosamente aplaudidos, nunca silenciosamente meditados.” ¿Está de ello seguro el zumbón biógrafo? El hombre del Sinaí y luego del Nebo hizo meditar a muchísimos españoles —no todos europeos— desde “el carro triunfal de sus metáforas”.

Lo que ha sentido profundamente Jarnés es que Castelar —que le ha ido ganando según le biografiaba— vivió para la política y no de la política, sino de su pluma y de su palabra. No buscó cargos políticos bien retribuidos y hasta los rehusó. Ni aceptó cargos de consejero en lo que tenía conciencia de no poder aconsejar, por estar fuera de sus facultades. Y trabajó, trabajó sin descanso. Y no sólo para sustentar su vida privada. Al acabar su excelente obra, dice Jarnés: “El verdadero Castelar está aquí: en el hombre de cada día, laborioso y fértil. Justamente el Castelar desconocido.” ¿Desconocido? ¡No! Y será más y mejor conocido ese hombre de cada día —siempre el verdadero hombre es el de cada día, el del pan nuestro de cada día— merced a libros como éste de Benjamín Jarnés. ¡España se lo pague!

En el último párrafo de su libro escribe Jarnés: “Ahí está el ataúd del hombre del Sinaí, esperando que lo rodeen generales…, etc.” Y yo, querido amigo Jarnés, digo que ahí está el sepulcro del hombre del Nebo esperando que le hagan guardia patriotas españoles, europeos, liberales, demócratas, republicanos, que aprendan de su ejemplo a trabajar cada día y a dar cada día el pan “sobresustancial” de la palabra a sus compatriotas. Lo de “sobresustancial” es del Padrenuestro según el Evangelio. Y la palabra es pan sobresustancial de vida y luz que alumbra a los hombres. Y todo esto, nada menos que todas unas metáforas; como Castelar, nada menos que todo un gran político.

Meditar y considerar la historia patria y sus hombres es hacer historia, y es hacer patria, y es hacer hombres de ella, históricos y patriotas.

Conversión y diversión.A un converso que pretende convertirme

Ahora (Madrid), 26 de febrero de 1935

Me interesa su conversión, no lo dude. Creo que usted la cree sincera, aunque yo no sepa ya qué es sinceridad. Pero no se me venga con sermoncetes de converso estrenado y aun no bien entrenado. Y note que le llamo converso y no convertido. Este último término me huele mal; usted sabe por qué. Le tengo aversión.

Sí, ya sé que su conversión, sincera o no, es desinteresada. Quiero decir que no es… económica. Le sé limpio de corazón. Y de bolsillo. A usted no le alistan así. ¿Recuerda usted aquello del en un tiempo famoso don Antolín López Peláez, arzobispo que fue de Tarragona? Le andaba dando vueltas a lo de la Prensa católica y sostenía que para fundarla lo cardinal era dinero, dinero y dinero. Con él —decía— tendremos buenos periodistas y todo. ¿Cuáles? Los mismos que ahora nos combaten. Y hube de hacerle observar lo peligroso de semejante táctica. Porque el Demonio es tan sutil que así como cuando se le compra a un creyente para que escriba en incrédulo parece serlo redomado, así cuando se compra a un incrédulo para que lo haga en creyente siempre asoma la oreja y hasta el rabo. Esa es mala táctica. La buena Prensa hecha principalmente a fuerza de dinero pronto se hace mala. Los fieles que la leen acaban por oler hasta simonía.

No, usted no es de esos; usted es desinteresado. Desinteresado económicamente, quiero decir. Pero hay otro interés, y es el… literario. ¡Y ojo al Cristo! No sea que le haya llevado a usted a esa conversión que tanto me encarece algo de… —¿cómo se lo diré?— moda literaria. Porque empieza a no llevarse el agnosticismo. Dicen que es cursi. Y otros que aquí, en España, no es castizo. Y eso, amigo mío, no es propiamente religión. Como no es política la de los partidarios, tampoco es religión la de los religionarios. (¿No se dice “correligionario”?) Religionarios y no religiosos. Ande usted con cuenta. Recuerde a aquel fantástico y presuntuoso vizconde de Chateaubriand, el de El genio del cristianismo, que tanto daño hizo a la verdadera piedad cristiana. Y luego a Huysmans, a quien la dispepsia —la corporal y la espiritual— le llevó a un convento. Le faltaba gustar la lujuria mística. Y la litúrgica.

¡Cuidado con la literatura! Usted, en su sermoncete, me recuerda mi poema El Cristo de Velázquez. Vuelva usted a leerlo y mejor. Apareció sin imprimatur y sin censura eclesiástica. Aquello quiere ser poesía, pero sincera y en serio. Es decir, que no la di ni por teología ni menos por una confesión. Además, ¿sabemos acaso dónde acaba la poesía y empieza la verdad, o mejor, dónde acaba la verdad y empieza la poesía? Y recuerde también mi reciente novelita: San Manuel Bueno, mártir. ¡Las cosas que he tenido que oír a cuenta de ella! “Pero ¿en qué quedamos?”, me preguntó uno. Y le dije: “Usted, no lo sé; pero yo no quedo en nada, porque paso por todo.” No logré hacerle comprender lo que es quedarse y lo que es pasarse. El cuitado buscaba certidumbres. “¿Dónde ha visto usted eso?”, me dijo luego. Y yo a él: “¡Mírese bien por dentro!” Mas como no tiene dentro no vio nada.

Otra vez topé con uno de esos sujetos duros de mollera, de los que creen que llamarse es ser —“yo llamo al pan pan y al vino vino”, suele decir—, y que me espetó de sopetón esto: “Pero vamos a ver: ¿cree usted o no cree en la existencia de Dios?, porque quiero saber a qué atenerme.” Y yo de respabilón le respondí: “Verá, señor mío; para poder responderle a eso adecuadamente tendríamos que ponernos antes de acuerdo en qué entendemos por Dios, cosa nada fácil; después, qué por existencia —y por esencia—, ya muy difícil, y por último, qué por creer, y como esto es casi imposible, más vale que hablemos de otra cosa.” Lo que buscaba el muy mostrenco era poder clasificarme. Y usted sabe que huyo como de la peste de que se me quiera clasificar. O definir, que es igual.

Usted no es de éstos, lo sé. Pero usted ha caído en una moda. El tono de su sermoncete epistolar me lo dice. Allí no hay unción, aunque sí unto. Y garambainas. Leyéndola he recordado a un inteligentísimo hispanista francés, estudioso del Arcipreste de Hita, a quien le conocí en furor de agnosticismo —de desesperación agnóstica más bien— y de quien supe después que se convirtió y entró en la Trapa. Pero dejando la literatura. No sé que haya vuelto a escribir. A mí, ni una línea. Acaso rece por mí.

¡Cuidado con la literatura!, se lo repito. Con la literatura que no se da por tal, que no es honrada y sincera literatura. Y más cuidado aún con la política. Y sobre todo con la casticidad malamente literaria y peormente política. Nada de esas mandangas de la historia de los heterodoxos españoles.

¿Respeto por las creencias a que dice usted haberse convertido y a que me convida a que me convierta? Más que respeto. Pero, ¡por Dios vivo, que están ustedes, su cofradía, sus correligionarios no correligiosos, dando un terrible ejemplo de frivolidad! Los sencillos creyentes no acaban de tragarles a ustedes, y hacen bien. Se fían más de nosotros. Y es porque esos sencillos creyentes son como los cabreros de Don Quijote, y no como los carboneros de uno y de otro bando contrapuestos, de fe o de infidelidad implícitas. No hacen maldito el caso ni de jesuitas ni de masones, dos fantasmas o cocos.

¿Hipocresía? No; yo no le tacho a usted de hipócrita en el sentido vulgar y corriente de este epíteto. Pero en el sentido originario y primitivo, en el etimológico, ¡sí! Porque hipócrita quiere decir actor. Y usted me parece un actor; un actor sincero y acaso ingenuo, pero un actor. Usted está representando o, mejor, representándose a sí mismo en el escenario de su propia conciencia como converso. Se ve usted más interesante. Y éste es el interés desinteresado de que le hablaba. Ya sé que me dirá usted que vuelvo al tema de mi drama: El Hermano Juan o el mundo es teatro. ¿Qué quiere usted? Hay que insistir.

Por supuesto, tampoco le confundo a usted con esos presos de hipocresía cínica o de cinismo hipócrita, porque usted todavía no parece darse cuenta de que está nada más que representándose. Aunque, en rigor, ¿qué otra cosa hacemos todos ? Es lo primordial en la historia. Presumo que al leer este análisis de su sermoncete de converso me diga usted como el de marras: “Pero ¿en qué quedamos?” Y yo, como le dije, le digo a usted: “Usted no lo sé, pero yo no quedo en nada, porque paso por todo.” Y si a usted su conversión le divierte, si le sirve de diversión, ¡bien le venga! Así, converso, se creerá diverso de como era. Y no me meto en jugar del vocablo con convertido y divertido… Cada cual se divierte a su manera, y yo me divierto con conversiones como la de usted y con estos juegos de palabras, que es jugar al escondite. ¿Que esto no es serio? Pero ¿es que cree usted, amigo mío, que esos sermoncetes teatrales, más o menos castizos, sirven para convertir a la gente? ¡Bah! ¡Conversación no más! Si lograran siquiera divertirla de veras… El peligro es que se conviertan en astracanadas a lo divino. ¡Y ojo con Dios! Que no nos quita ojo. ¡Y basta!

La generación de 1931

Ahora (Madrid), 2 de marzo de 1935

Cuando estaba ocupándome para mi trabajo —mi vocación— en cavilar y meditar la postura que la actual generación civil, la de 1931, toma respecto a las pasadas, la de 1868 y la de 1898 especialmente, visto a través de la biografía que de Castelar nos deja Benjamín Jarnés, una noche no logré reanudar la inconciencia del sueño en la soledad silenciosa de mi celda laica. Una tolvanera de ensueños y de fantasmas históricos me envolvía. Y entonces, para fijar algo, encendí la luz y, a mi modo, traté de cuajar todo aquel remolino en una comprimida expresión rítmica, en unos versos, viviente memorialín. Helos aquí:

 

La ciudad liberal bulle en holgorio;

la Patria es libre ya; la gloria nace;

un nombre llena la espaciosa plaza:

¡Constitución!

 

Han corrido cien años, y sus nietos,

rota la placa y rota la memoria,

con otro nombre lañan la rotura:

¡Revolución!

 

Y así la bola de la historia rueda,

generación de las generaciones…

—viva, pues, la definitiva— y todo

generación.

 

Ocioso desarrollar esto en historia patria; lo de “¡Constitución o muerte será nuestra divisa!”, la época romántica, cuando a las plazas de las ciudades y villas que fueron antaño de los Comuneros se les rotuló: “de la Constitución”, y cuando, años adelante, estalló la revolución llamada la Gloriosa, y luego la primera, que no llegó a añeja república, y después ésta dicen que corriente revolución, con que se trata de lañar la rotura de la otra. Y por debajo, la eterna restauración que acompaña siempre a la eterna revolución —son lo mismo—, como se acompañan muerte y nacimiento. Y por debajo y, a la vez, por encima de ello, el eterno pleito de las generaciones. ¡Generación de generaciones y todo generación! o ¡vanidad de vanidades y todo vanidad! Así es la historia.

Y en el fondo de esta postura de la actual generación frente a las que le precedieron y de que ha venido, ¿qué es lo que hay? Y meditando —¡fantaseando más bien…, aunque es igual!— en ello, en la insatisfacción, en el desasosiego, en el despego de esta generación juvenil de hoy, aunque se disfrace de la mentirosa “giovinezza” del fajismo italiano, llego a vislumbrar el terrible cáncer espiritual que consumió a las generaciones monacales de la Edad Media, aquella pavorosa enfermedad que los escritores ascéticos y místicos llamaron acedia.

Y ahora una breve digresión lingüística. No podía faltarme. De un término griego que, en rigor, significa descuido, flojera, desgana, despego y otros así, hicieron los escritores eclesiásticos latinos su voz técnica: acedia, y de ella, en castellano, más bien literario que popular: acedia o acidia. En ambos casos, trisílabo y con el acento en la segunda sílaba. Que a las veces se confunde con acedía (el acento en la í), la cualidad de ser algo acedo o ácido, áspero, agrio y desapacible. La semejanza de sentido se prestó a confusión. Lo ácido o acedo suele producir a las veces —no siempre— desgana. Y basta de lenguajerías.

De lo que padece lo mejor, lo menos frívolo, lo más recogido de la actual generación juvenil es de acedia civil y en gran parte religiosa. De despego de vivir histórico, de tedio, de hastío, de aburrimiento. De aquella “noia” que tan hondamente cantó el hondísimo Leopardi, tratando de sobrellevarla, si es que no curarla, con el canto. Y esto a pesar de apariencias en contrario. Y del disfraz del deporte, donde éste no es señal de pueril deficiencia mental, lo que es frecuente. Porque deporte no es precisamente juego, ni un niño juguetón es por eso mismo deportivo. ¿O es que alguien cree que los llamados, por ejemplo, “exploradores” (boy-scouts) se divierten? No más que los monaguillos de coro.

Guardo testimonios de ese profundo hastío que consume a lo mejor acaso de la actual generación intelectual española. Se quejan del desierto espiritual en que tienen que trabajar. Y menos mal si encuentran consuelo y sentido de vida íntima en el camino, aparte del arribo a que lleve. Porque se van “cansando, cansando en este desierto”. ¿Verdad, amigo Jarnés? Y esto no es consecuencia de arribismo, ¡no! (Escribo arribismo con b, porque en español se escribe y debe escribirse arribar y no arrivar.) Los presos del hastío, los mejores, no padecen de arribismo. ¿Llegar? ¿Y qué es eso de llegar? Oigan una historia evangélica.

Aquel apóstol Tomás —Dídimo—, el de “tocar (no ver) y creer”, el prototipo del incrédulo de antemano, cuando Jesús les anunció que Lázaro había muerto sin estar Él, Jesús, allí y que iban allá, Tomás, henchido de celo, exclamó: “¡Vamos también nosotros para morir con Él!” Mas en otra ocasión, cuando el Maestro dijo: “Donde yo voy sabéis el camino”, Tomás le dijo: “Señor, no sabemos dónde vas; ¿cómo sabemos el camino?”; a lo que Jesús: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida.” Y llega el relato evangélico de la arribada del Cristo, de su aparición, ya resucitado, a sus discípulos, y cuando le dicen a Tomás que han visto al Maestro replica el apóstol que él no creerá si no le ve en las manos el agujero de los clavos y mete en éste el dedo y en el de la herida del costado. Y ocho días después cuenta que el Cristo se les presenta, cerradas las puertas, y hace que Tomás le meta la mano en el costado para que crea. Y al rendírsele el apóstol le dice: “Porque has visto has creído; dichosos los que sin haber visto creen.” Relato en que, aparte de lo de tocar, y ver, y creer, hay que pensar en lo del camino. En la fe en el camino, lleve adonde llevare y aunque no lleve a parte alguna, aunque no haya arribada. Pero, ¿es fácil acaso este consuelo en el caminar mismo, esta satisfacción en el trabajo por el trabajo mismo? ¿Y no es acaso éste la dificultad de este consuelo, el origen del hastío?

Por lo que hace a la generación intelectual española de hoy —llamémosla de 1931—, ¿sabe su camino, si es que no su meta?; ¿sabe no adónde va, sino por dónde va? Desde luego, en el casi fatal cambio de 1931, en el advenimiento del régimen republicano, no tuvo apenas parte esa generación. Ni otra cualquiera. Porque ese cambio no lo trajeron los hombres. Y es, desde luego, significativo que ninguno de los jóvenes de esa generación se encontró en primera fila ni jugó papel primordial. Acaso porque ninguno de ellos tenía conciencia —si no clara, por lo menos honda— de un nuevo ideal colectivo de destino histórico nacional ni un sentimiento de la unidad de ese destino. Lo que no se logra corregir con expansiones litúrgicas mal traducidas, sea del italiano, sea del ruso. La vacuidad de esas expansiones se nota por dondequiera en nuestra España. Deporte, no juego. Oímos lo que de la generación de los abuelos —de la de los padres de nosotros, los que hoy somos padres y abuelos— dicen los de esta generación: ¿qué dirán de ella sus hijos y sus nietos? Ya ellos mismos o se quejan o dan gritos para encubrir sus quejidos. Y hay rabadanes que apacientan a sus rebaños deportivos con herrén de vaciedades que no matan el hastío, que es hambre espiritual. Ni la otra, por supuesto; la de destinos, quiere decirse.

Confidencia. De propina

Ahora (Madrid), 8 de marzo de 1935

Al leer el otro día, en busca de alimento para mi trabajo, una gacetilla cualquiera… ¡Y qué de cosas suscitan las gacetillas! Croniquillas, desde luego. Y por ello, André Gide las colecciona. Que un gacetillero anónimo, un reportero modestísimo, puede ser, a su modo, un poeta épico y dramático y un historiador. Al leerla, pues, choqué con una frase hecha —o me chocó, ya que los choques suelen ser mutuos— y al punto me puse a deshacerla. Para rehacerla luego, ¡claro! La frase, trivial, está henchida de expresión inconciente, de un sentido casi en contrasentido con el etimológico. Dice que a un pobre chico “le propinaron una soberana paliza”. “¿Le propinaron?”, me dije. Propinar quiso decir brindar, darle a uno de beber —una medicina, verbigracia—, casi abrevarle. Y tiene, desde luego, relación con propina. Se le da a uno una propina en dinero para que eche un trago —empinando el codo, aunque empinar venga de otro radical que propinar—, para beber, “pour boire”, que se dice en francés, y “Trink geld” en alemán. ¿Propinar una paliza? ¡Bueno, adelante!

“… Una soberana paliza…” ¿Soberana? Al detenerme en esto por poco pierdo el hilo —si es que le tiene— de mi discurso. No lograba domeñar mi fantasía. Me acordaba de la soberana paliza mental que nos propinaron en las Constituyentes con el batiburrillo aquel de las soberanías. Y quise saltar por ello para rehacer la frase antes de hacerla polvo. Porque si con barro de tapial se hacen casas, y con ladrillo casas y hasta torres, con polvo de ladrillos es poco hacedero ello. Es como esos historiadores —por lo común, tradicionalistas— que quieren rehacer la historia con polvo de pasadas instituciones y creencias.

Al llegar acá le estoy oyendo a algún lector que se dice: “Pero, ¿a dónde va este hombre con este saltar de una palabra en otra, de una idea en otra idea? Esto parece más que una marcha, un baile”. Y así es. Y más ahora, que estamos en época de bailes y de fútbol. Y nosotros, los vascos, somos famosos por nuestra agilidad —ya dijo Voltaire que bailábamos en el Pirineo— y por el juego de pelota. ¿No hemos de pelotear con las ideas y con las palabras? Y bailar no es marcar paso de ganso, a la prusiana, para lo que hace falta método. Y método es camino. ¿Método de trabajo?

Veamos esto. Un bailarín y un futbolista son también trabajadores. De su clase, como los pide la República constitucional y soberana. Y yo soy trabajador de mi clase. En mi clase aprendí —y enseñé— a trabajar. ¿Que sin método? ¿Que en individualista anárquico? ¡Bah! Tengo que repetir aquello de que cuando le oí a don José Echegaray que se había dedicado, viejo ya, a la bicicleta por ser ésta el medio de locomoción eminentemente individualista, le atajé diciéndole: “No, don José; el medio de locomoción eminentemente individualista es caminar solo, a pie, descalzo y por donde no hay camino.” Pero; bailar?; ¿bailar en un tablado y ante un público? El tablado es camino todo él. Y el público contribuye al baile. Si es que, en cierto modo, no lo acompaña…

Y al ir ahora a fijar todo esto por escrito y para los demás, para mi público, detengo un momento, para leerlo, mi pluma estilográfica… ¿Pluma? Esta no sé si formó en ala de vuelo; pero de estilo, de estilete algo quiero que tenga. Y al detenerla, y después de leído lo antecedente, cierro los ojos y veo la sangre circular por mi retina, y oigo el rumor de ella por el pabellón de la oreja, y la siento palpitar en mi corazón. Me siento vivir, esto es: trabajar. Y trabajarme. Y siento que trabajamos juntos: nosotros, yo y mi público. Y yo de él. Y así se olvida uno que tiene que morirse. El trabajo —y más en común— hace olvidar que hay que morirse. Y de morirse, morirse de trabajo, de vida. Lo sublime de la muerte del Sócrates del Fedón platónico es que se murió comentando su muerte. Como aquel heroico médico que en su lecho de agonía explicaba su enfermedad a sus discípulos.

¡Trabajo en común! Aquella comunidad de los Hermanos de la vida común que fundó Gerardo de Groote de Deventer, en Flandes, a mediados del siglo XIV se componía de hombres que trabajaban y oraban, laicos, que sin poseer nada propio, rehusaban pedir limosna y proveía cada uno a su sustento por su trabajo, generalmente pedagógico y literario. Fundaron escuelas. Y la generación que educaron en ellas fue uno de los instrumentos más activos del Renacimiento. Mucho les debió la Universidad de Lovaina, fundada luego, en 1426. Y esos Hermanos recuerdan a aquellos primitivos cristianos de que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles, que tenían todo en común. El tan mentado comunismo cristiano primitivo. El de los flamencos, más un comunismo espiritual que económico.

¿Comunismo espiritual, intelectual? No nos enredemos con lo de comunidad. Que puede una comunidad no ser comunista en el actual sentido corriente. Si es que tiene ya, después del abuso del vocablo, sentido algo claro. Desde luego, cuanto más se lo oye uno explicar a los sedicentes comunistas, menos lo entiende. Y dejando, pues, esto, hay que fijarse en que el público que atiende y sigue a un hombre público, escritor, orador, pensador, sentidor, poeta, forma una comunidad tácita con él y que trabajan y se comunican —más que se cambian— ideas y sentimientos. Siempre que el hombre público —el publicista en casos— no trabaje tan sólo para su sustento económico material —lo que suele decirse “pro pane lucrando”—, sino trabaje para vivir y hacer vivir espiritualmente, para ir olvidando la muerte suya y la de los que le atienden. Pensar, y hablar, y escribir como si uno hubiera de vivir para siempre y hubieran de vivir para siempre los que le oigan y le lean. Aquel gran maestro de historia —Tucídides— que dejó escrito arrogantemente que él escribía ¡“para siempre”! Y esto es verdadero trabajo, energía creadora.

Y al llegar a esto en mis reflexiones me entero de la muerte repentina de ese dechado de trabajadores y de periodistas que ha sido Dionisio Pérez, ejemplo de lo que podría llamarse eternidad cotidiana y comunidad de solitario. Y, casi al mismo tiempo que me entero de la muerte de ese compañero, leo en otra información sobre cosas de Rusia esta frase: “equipo de escritores de choque… para celebrar el plan quinquenal”, y me quedo pensando en ella, tan huera como lo de “crítica de masas”. Una comunidad de lectores no es, desde luego, una masa. Esa cosa informe que llamamos masa. Mas de esas vaciedades, otra vez.

Y aquí tienes, lector de nuestra comunidad, amigo nuestro, aquí tienes una propina de

Miguel de Unamuno.

Intermedio lingüístico.Algo de onomástica.A una atenta lectora atenta.

Ahora (Madrid), 15 de marzo de 1935

Muy señora mía —pues no cabe mayor señorío que el de los lectores ni mayor señoría que la de las lectoras sobre un escritor que espiritualmente vive de ellos y de ellas—: Me pide usted que le diga algo a propósito de lo que el protagonista de mi “vieja comedia nueva” —así la he llamado— El Hermano Juan o el mundo es teatro, el que se dice ser la última encarnación de Don Juan Tenorio, les dice al casar a Elvira e Inés con sus prometidos cuando él se dispone a morir… teatralmente, de que cuando tengan hija la llamen castizamente “Dolores, Angustias, Tránsito, Perpetua, Soledad, Cruz, Remedios, Consuelo o Socorro…, es decir, si los tiempos no piden que la llaméis Libertad, Igualdad, Fraternidad, Justicia o… Acracia”. Y él el pobre Hermano Juan —¡pobre Don Juan!—, se presenta como padrino —o “madrino” mejor, o “nodrizo”—, ya difunto, de las pobres niñas venideras. Algo así como un patrono, pues el santo patrono o la santa patrona, aquel o aquella cuyo nombre nos impusieron en la pila, no aparece sino como un padrino o madrina celestial. Y este padrinazgo o patronazgo ejerce una señorial influencia sobre la suerte y la vida del sacado de pila.

No hace falta encarecer el dominio del nombre propio sobre el destino de una persona, y más de un personaje. Juan Wolfgang de Goethe, en su autobiografía —Poesía y verdad—, al hablar de bromas que se permitían algunos con su nombre —el de familia o apellido que diríamos—, nos dice que no es el nombre propio de una persona algo así como una capa que uno se cuelga y a la que se puede dar tirones y desgarrar, sino como un traje bien ajustado y basta como la piel misma con que se ha ido creciendo. Y aún hay más, y es que suele el hombre sentirse obligado al nombre que le impusieron y lleva. Cuando no le pesa, que sucede a menudo. Y si el nombre pesa sobre uno, pesa sobre los que con él le llaman. Y si se ha dicho que el que la nariz de Cleopatra hubiese sido más o menos larga habría cambiado el curso de la Historia, cabe decir con igual fundamento —sea el que fuere— que habría cambiado con el curso de la vida de un personaje histórico el de la Historia si ese personaje se hubiera llamado de otro modo que como se llamó. Cuántas veces no se dice una persona: “¡Mira que te llamas así!”

Y viniendo a lo de los nombres de mujeres entre nosotros, he de decirle, señora mía, que cuando estaba yo en París producía efecto en ciertas señoras el traducirles los nombres de mujer significativos entre nosotros. Pues es sabido que el número de nombres propios femeninos es en Francia mucho más limitado que entre nosotros y que hay unos pocos que se repiten. Figúrese lo que sentirían cuando les traducía Dolores, Angustias, Socorro, Remedios, Tránsito —o sea, Muerte—, Tormento, Amparo, Consuelo, Exaltación, Soledad… y tantos más así. Una señora hispanista que conocía el Quijote me habló de aquello de poner un nombre “alto, sonoro y significativo”, cuando ella creía que el nombre de pila no debe tener significado común concreto, sino ser dulce, —como Dulcinea, aunque aquí entra lo significativo— y armonioso o eufónico. “Pero, señora —le decía yo—, y sí uno al decir a su mujer ¡vida mía! O ¡alma mía! emplea su nombre propio, ya que Vida y Alma lo son”.

Fíjese que entre nosotros, los más de los nombres propios expresivos de cualidades elevadas son femeninos. Y son nombres sustantivos. Llamarse Prudencia o Constancia no es como llamarse Prudente o Constante. Por lo cual se hizo Prudencio y Constancio. ¡Qué diferencia de llamarse Clemencia a llamarse Clemente! Esos nombres propios femeninos son sustantivos, de sustancias, de ideas madres. Consuenan con la maternidad, sustancia histórica —espiritual— de la mujer. Llamarse Clemencia, verbigracia, no es como llamarse Clementina. Y algo de esto de ideas madres tienen ciertos nombres propios femeninos que celebran una “matria” —no patria chica—, nombres geográficos o toponímicos expresivos de alguna localidad o santuario donde se da culto a una advocación de Nuestra Señora. Así, Pilar, Covadonga, Guadalupe, Montserrat, Begoña, Nuria, Atocha… y tantos más así. Entre ellos, algunos que no son propiamente españoles, como Loreto, Saleta, Lourdes y otros. También estos nombres expresan algo así como ideas madres. No me acuerdo ahora de ningún nombre propio de varón de origen así toponímico, el de algún Cristo, por ejemplo. Como no se tome por tal el del apellido de un santo patrono, tal como Asís, Javier —de un nombre vasco, Echaverri, Casanueva, el del Castillo de San Francisco Javier—, Solano, Alcántara y otros por el estilo. Los nombres propios de tierras —montañas o lugares—, de tierra maternal, suelen, por lo común, quedarse para las mujeres, más maternalmente ligadas a la tierra, más “matriotas” que el hombre. Y por ello, más conservadoras.

En cuanto a los nombres propios femeninos insignificativos —aunque algunas veces altos y sonoros—, oiga usted, señora mía, algunos de los que tengo recogidos no más en la provincia de Palencia. Y son: Onesífora, Teotista, Filiosa, Epafrodita, Olresciencia, Alaramelute, Einumisa, Sinclética… ¿A qué seguir? Y dejo otros que no son del todo insignificativos, como Presbítera, Simplicia, Perseveranda…

Ahora podríamos entrar en las abreviaturas o “pequeños nombres”, como les llaman en Francia, tales como los comunísimos: Lola, Tula, Nati, etc. Recuerdo de una a quien llamaban Rica, y al preguntar yo si era Ricarda, me contestaron que no, sino Enrica, ya que su padre se llamó Enrique. “¿Y por qué no Enriqueta?”, pregunté. Y la madre, algo bachillera, me replicó que no le gustaban esos nombres en -eta. Era de una región en que se masculinizan los nombres de mujeres, los maternos, y hay quienes se llaman Rito, Magdaleno, Margarito, Roso… Y es curioso que si hay nombres de flores entre mujeres, entre hombres no los recuerdo apenas.

¿Curiosidades? A las veces, algo más grave. Que si Goethe reprobaba a los que se permiten frívolamente jugar del vocablo y aun del concepto con los nombres propios de las personas o con sus apellidos, ¿qué diríamos de aquellos padres o padrinos que se divierten en ponerles a sus hijos o ahijados nombres de pila o combinaciones de ellos con el apellido que se presten luego a bromas? El denominar a uno, el llamarle con un nombre u otro, es algo más serio de lo que esos padres o padrinos frívolos se figuran. Por lo cual se explica la preferencia en ciertas familias por los nombres insignificativos para quien no conozca su etimología. Muy a menudo, nombres tradicionales en la familia. Y más si tienen resonancias bíblicas.

Y ahora, elevando el plano, tengo que repetir, señora mía, lo que ya he dicho antes de ahora, y es que a nuestra pregunta de “¿qué es eso?”, se nos responde casi siempre por cómo se le llama. Ser es llamarse —y que le llamen a uno—, y el nombre —otra vez más—, la sustancia espiritual de una cosa. Hasta en política, que suele ser el arte de degradar los nombres al vaciarlos de sentido histórico.

Que usted conserve, señora mía, muchos años su dulce nombre y que lo haga efectivo le desea

Miguel de Unamuno.

Otra vez con la juventud

Ahora (Madrid), 23 de marzo de 1935

No hace aún mucho me sentí obligado a publicar aquí mismo, en estas mismas columnas, unas amargadas reflexiones sobre la generación española de 1931, y he aquí que acabo de leer un muy bien sentido artículo de Paulino Massip titulado “El problema de la juventud”. No creo engañarme al suponer que lo haya yo suscitado en parte con el mío. De otros, ni quiero ni debo hablar. Massip da cuenta de que los partidos republicanos de contenido liberal y democrático no son capaces de atraer a las masas juveniles. Estas masas, en efecto, en cuanto masas —hay jóvenes que no son de masa—, repugnan lo que llaman el demo-liberalismo, aun sin conocerlo. El conocer exige estudio, y el estudio, sosiego, al que se opone la prisa de llegar. Y la pereza de pensar. “El joven es, en efecto —dice muy bien Massip—, por naturaleza un ser dogmático, intransigente y ambicioso de totalidad… Cuando cree que tiene razón, esta razón es absoluta, sin posibilidad de medias tintas ni de resta en beneficio de una imposible razón contraria.” El joven de masa, macizo —añado yo—, el joven personal busca enterarse, y esto le hace crítico —no de censurar, sino de cerner— y muchas veces… agnóstico.

Y luego escribe Massip estas hondas palabras: “A los veinte años se tiene la impresión —a menudo dolorosísima y muchas veces causa de que se malogren obras de hondos y lentos cimientos— de que la vida útil del hombre es, como decía el clásico, apenas un breve y fugaz vuelo. A los veinte años, la vida no da tiempo para nada. Y no porque la idea de la muerte ponga delante de los ojos una valla, no. El enemigo no es la muerte, sino la decrepitud, la invalidez. A los veinte años se considera a un hombre de treinta como un viejo, y a uno de cuarenta como un anciano. Tan es así que una de las grandes sorpresas de la vida es sentir cómo ésta se dilata a medida que se avanza por ella.” ¡Qué bien, amigo Massip, qué bien! Esto lo sabe el que ha vivido sin prisa de llegar; el que, por haber atesorado recuerdos, le rentan esperanzas a sus setenta años. Luego dice Massip que más que por una doctrina liberal, esto es, crítica, de libre examen, “los jóvenes se sienten arrastrados por programas que les enseñan a decir sí y no con el brazo extendido. Se acaba antes, se va más de prisa y satisfacen mejor las ansias exclusivistas. No hay que pensar, no hay que discutir, no hay que soportar la molestia tan deprimente de que el adversario tenga razón”. ¡Qué bien dicho, qué bien!

Mas eso no reza con los jóvenes de masa o de fajo, de brazo erguido y puño cerrado —como la mollera— o en teatral saludo, a la supuesta romana, presas en dementalidad comunista o fajista. Pude hace poco observarlo en una reunión a que se me invitó y acudí —¿por qué no?—, lo que aprovecharon sus monitores para arteramente echar a volar una especie que se apresuraron a telegrafiar, con canallesco alborozo, a América, y dio lugar a comentarios aquí de quienes no se informan bien antes —lo sentí por el de un nobilísimo, imparcialísimo y generoso amigo mío y coetáneo, veterano periodista—, especie que, según mi costumbre, no quise rectificar ni deshacer. ¿Para qué? ¿Que yo les dije: “Por ese camino se conquista España”? Mas ello me enseñará a no ponerme al habla con tales. Son como los otros, los de la otra banda, que salen con que ya no estoy con ellos. ¿Y cuándo? Ni cuando se figuraban estar conmigo. Pues al repetir lo mismo que decía yo decían otra cosa.

En una revista Critique fasciste —¿fascista y crítica?; ¡qué contrasentido!—, un periodista italiano reprochaba hace poco a los grupos juveniles franceses un exceso (¡¡así!!) de inteligencia, una información enciclopédica y brillante, pero ineficaz; una falta de frescor en el pensamiento. ¡El estribillo de consigna! Y esos estrumpidos contra el intelectualismo suelen serlo contra la inteligencia y suelen serlo por… ¡resentimiento! Como el que dice: “a otra cosa me ganarán, pero lo que es a bruto…”, y no es ni bruto, ¡qué va! Todo ese eficientismo, todo ese frescor —mejor, frescura— no es más que teatro. Y teatro de señoritos aficionados. Liturgias, emblemas, gestos… ¡Sainete!

Unos y otros. Los de los llamados extremos, que no lo son. Y los intermedios. Y ahora recuerdo que en cierta ocasión, unos de grupito litúrgico se me vinieron a pedir explicaciones de algo que les había dicho con un: “¿Qué quiso usted decir con eso?” Y yo: “Me parece que hablo claro; mas, pues son torpes de entendederas y para que no se me vengan con lo de paradojas y camelos, les diré que he querido llamarles mentecatos; ¿está claro?” Y se fueron, al parecer satisfechos de la aclaración y no hubo nada. Otra vez que les insulto. Más me han insultado, unos y otros, alguna vez con encomios de gancho. Y lo harto que está uno de que se enterquen en querer encasillarle y alistarle y en si está con Pérez, con López, con García, con Redondo o con Cuadrado… Pero ¿rectificarlos? ¡Quiá! ¿Para que le estén a uno tirando de la lengua a cada paso que dé? Serían capaces de llegar a su tracción rítmica, como los casos de ahogados. La vieja sentencia: “¡Deja decir y sigue tu camino!” ¡Y cómo los pudo confundir uno de especie al verlos en la montanera, al pie de las encinas!

¡Ay, amigo Massip, cuan difícil estudiar la realidad histórica y educar con el pensamiento crítico, con el libre examen —no confundirlo con el mal llamado libre pensamiento—, con criterio demo-liberal, la pasión de la verdad antes de lanzarse a la acción! ¿Desdén? ¡Ah, no!, que fuera de esas masas de sedicentes jóvenes, de hoz y martillo, o de yugo y haz de flechas, o de compás y escuadra, o de escapulario y cirio, o de cualquier otro cojín (y comodín) de esos para la pereza —por lo común, hija de deficiencia— mentales, fuera de esas masas viven, y sueñan, y sufren los verdaderos jóvenes de espíritu y no de edad tan sólo, y éstos son los que me preocupan y aun me acongojan. Buscan libertad, y verdad, y justicia —todo uno—, y poder mirarlas cara a cara, aunque sea para morir por ello, y no caudillo a quien atar. Los otros… ¡que se rasquen! ¿Está claro? Para ellos, nunca. Mas, en fin, la vida se dilata a medida que uno avanza por ella.

Cabilismo y caciquismo.A H., señorito de la Revolución

Ahora (Madrid), 29 de marzo de 1935

Bueno, vamos a cuentas, señorito —sí, aunque protestes—, y voy a repetirte —“¿otra vez?”; ¡si, otra!— lo que ya me tienes oído. Ahora te agarras al crimen ese de Cantalejo en que unos “indígenas” cabileños mataron a unos médicos maquetos o metecos, para volver al tópico del caciquismo. Y conviene poner las cosas en claro.

Me has oído muchas veces hablar de la leyenda del caciquismo, pues éste tiene, como su historia, también su leyenda y su relación con lo del “agermanamiento”, que ya los romanos observaron en los iberos. Y sabes que cuando Joaquín Costa, santón, dirigió aquella información del Ateneo —hace ya treinta y cuatro años— sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual del Gobierno de España: urgencia y modo de cambiarla, de los sesenta y un informes que llegaron a ella —¡y de qué informantes!—, apenas en dos, en el de doña Emilia Pardo Bazán y en el mío, se intentaba explicar —lo que es justificar— el llamado caciquismo. Y no buscarle cambio. Por ello se me dijo y se ha vuelto a repetirme en casos análogos que es muy cómodo dedicarse a la diagnóstica desentendiéndose de la terapéutica. A lo que replico que más cómodo es dedicarse a la terapéutica desentendiéndose de la diagnóstica, que es dar en curandería. En que soléis dar vosotros, los… señoritos de la Revolución.

En aquel mi informe —de mayo de 1901— decía que el caciquismo acaso sea eso que se llama un mal necesario, “la única forma de gobierno posible, dado nuestro íntimo estado social”. Y luego: “Llego a creer que los más de nuestros pueblos necesitan caciques como necesitan usureros”. Y hoy, treinta y cuatro años después, lo corroboro. En cuanto a los caciques, tan los necesitan que los hacen, y a las veces, de sujetos los más opuestos al oficio. Necesitan un gestor, aunque luego, algunas veces, abuse de ellos. Y en cuanto a los usureros, hablaremos otro día, y de la función de las esclusas y los pantanos en la distribución del agua de riego. Por ahora, te remito a aquel mi informe.

En cuanto al crimen de que me hablas, no es cosa de caciquismo, sino de su progenitor, del cabilismo. O barbarie. Y el cabilismo tiene otro nombre, y es indigenismo. Cuando yo era niño y leía a Julio Verne recuerdo que adquirí la noción de que los “indígenas” eran peores que los salvajes. ¡Y toma tantas trazas el indigenismo! Una es la de aquella medida malamente supuesta socialista de la ley de Términos municipales. Contra la que les oí protestar a unos médicos rurales, antes adictos a la Dictadura, y que constituían un Sindicato médico, también de términos municipales. ¡Economía cerrada! ¡Indigenismo! A la que se adherían algunos… internacionalistas. Algún día te hablaré del internacionalismo cantonalista.

¡Indigenismo, regionalismo, cantonalismo! Y de los peores indígenas, los indígenas adoptivos… Pues se da el caso de que cuando los indígenas no encuentran otro tal que les haga de cacique, adoptan como indígena a un forastero. Y menos mal si se queda fuera. Pues el cacique se abona con la lejanía. El mejor, el de mayor extensión —y, por lo tanto, menor comprensión— de cacicato.

Y no es todo por términos municipales o comarcales, o provinciales o regionales; hay caciques de clases. Oligarquía decía Costa. Pero oligarquía no quiere decir siempre plutocracia. El sovietismo es una oligarquía. Y vosotros, los señoritos de la Revolución, ¿qué pretendíais sino establecer una oligarquía? Democracia, ¡no! El demos, el pueblo, no es clase ninguna. Y todo ello medra merced a la penuria de sentido nacional.

¿No estás viendo, por otra parte, esas luchas entre naranjeros, hulleros, trigueros, uveros, remolacheros, ganaderos y…?, sigue añadiendo. Y en medio de todo este desconcierto en que se disuelve la Patria, ¡te me vienes con ese manido tópico del caciquismo! Que es, sí, la barbarie, pero barbarie en que comulgan todos los partidos políticos, desde los de aquellos a quienes se llamó, con una frase justamente ya célebre, “los señoritos de la Regencia” hasta los partidos de los señoritos de la Revolución. Que también tiene, para su desgracia, sus señoritos como, para la suya, la Regencia los tuvo. Que el señoritismo, mellizo del indigenismo, mellizo del cabilismo —¡ahí es nada, el señorito de la cábila o del gremio!—, no es exclusividad ni de un lugar ni de una clase social. Recuerda aquello de nuestro Valle-Inclán cuando hablaba del cursi de blusa.

No, no hay que sacar las cosas de quicio ni atribuir la barbaridad cabileña de Cantalejo a supuesto caciquismo de ideología política. Ni sirve hacer leyendas, sean negras, blancas o blanqui-negras, es decir, ajedrezadas. Acaso la historia, la verdadera historia, no es ni blanca, ni negra, ni ajedrezada, sino gris. Y esto te lo dice aquel a quien tantas veces has acusado unas veces de escéptico y otras de pesimista.

Otra cosa me queda por advertirte, y es que cuando te ocupes en comentar barbaridades —o heroicidades— rurales, cabileñas, indigenistas, te andes con mucho cuidado tú, que no conoces el campo —ahora dan en llamarle agro— más que de lejos o de paso. Pues sueles desbarrar tanto como los señoritos de la otra banda. Y no vuelvas a pedirme terapéutica. Bueno será que te adiestres en la diagnóstica, dejando esa superficial patología de materialismo histórico. Estudia bien casos como ese de cabilismo —que a las veces llega a canibalismo—, de sindicalismo de términos municipales. Sanitarios, si quieres. ¡De sanidad burocrática, claro!

Visiones. Páramos y pantanos

Ahora (Madrid), 5 de abril de 1935

Otra vez páramo arriba, por las altas tierras palentinas, fronteras de León y de la Montaña, hacia Guardo. Habíalo visitado antes de la revuelta última de Asturias, la del 6 de octubre, que hasta Guardo llegó. Y aparte de esta adición histórica, es la segunda vez que se visita un lugar, una villa o ciudad, una tierra, cuando empieza uno a darse cuenta de ellos. Cuando el recuerdo primero ha echado raíces y al oreo de una nueva visita florece. Así nos suele ocurrir.

Subíamos como escoltando al Carrión —mi ya íntimo amigo—, que bajaba hacia la mar reflejando el azul del cielo y comprimiéndolo entre rala verdura. Primero, los cárcavos de sus riberas en escarpe. Pasada Saldaña, entramos en el páramo de Guardo, llamado del Nido por el nombre de un parador que se está parado, solitario, en medio de la desolada soledad del campo. Matujas, broza y algunos roblecitos enanos, canijos, embozados ahora en amarillo follaje muerto, como mortaja que les arrancará el aliento de la resurrección primaveral. Por allí, un lento rebaño de ovejas con su pastor. Este del páramo palentino ¿interrogará a la luna por su destino —el de ambos, de la luna y del pastor— como aquel errante por las estepas asiáticas que nos cantó Leopardi? La estepa asiática es el páramo castellano. Menos el nombre. ¡Este nombre ibérico —que lo es, y no latino— páramo! Uno de estos esdrújulos tan castizos y sonantes —sobre todo los acabados en a-o—, como páramo, cárcavo, cuérnago, muérdago, pícaro… Y en torno nuestro, la solemnidad del campo descampado, y cerrando el escenario, barrera del cielo, la cadena montañesa, ahora nevada sobre su desnudez rocosa, con sudario de invierno. Alli, el Espigüete, que reparte tres aguas, que van al Cantábrico, al Atlántico y al Mediterráneo, clavija hidrográfica de España.

Llegamos a Guardo. Otra vez el mismo y como si nada hubiese pasado en este trecho de tiempo. Otra vez el palacio —la casa grande— al pie del teso, con su pétreo frontal adornado de escudos señoriales que blanquean al sol, mientras su tradición se borra de la gente. Fui a la iglesia del pueblo. Entré en ella por sobre la losa sepulcral —ante la puerta de entrada— de un don Antonio Rodríguez, cuyo nombre sólo queda en la piedra, bruñida por las pisadas de los fieles. Y dentro, los cirios familiares funerarios, y en algún altar, flores de trapo ajadas y empolvadas. Al salir de allí, una anciana me mostró a lo lejos, sobre una cuchilla del terreno, el santuario del Cristo del Amparo. No quise preguntarle por los nuevos muertos; ¿para qué?

Los nuevos muertos, los de la revuelta de octubre, son tres: un guardia civil —sus compañeros, apresados—, un cura, al que no se le mató por tal, sino acaso por negociante, y un minero que, tendido en tierra, se dejó matar por no rendirse. Que por aquí pasó la tragedia. Y la población ha quedado diezmada, pues su décima parte —y la más útil, la productora, la de los mineros— está en el penal de Burgos; trescientos hombres en pueblo que no llega a tres mil habitantes. Y padres de familia los más y verdaderos proletarios, pues estos mineros son ricos en prole. Y los hijos, desvalidos, desamparados, a merced del socorro publico, privado, oficioso u oficial. Y en malos locales de enseñanza, ya que en la escuela pública se acuartela la Guardia civil aumentada.

Unas mujerucas charlaban en solana. ¿Comentarían la reciente historia local? No quise preguntarles por ella. En silencio se fragua la leyenda. ¿Oír? No iba yo allá de escribano ni de repórter. Ni hay más falsa leyenda que la de los autos judiciales. Nada de inquirir —inquisición— para sentenciar. Al presente más se le ve que se le oye. Se oye al pasado, y más cuando las ruinas hablan. ¿Escribir la historia de la última revuelta? Hasta ahora hemos tenido más escribanos que escritores. Como los escribanos de la revolución rusa que sacudieron las adormiladas imaginaciones de estos pobres mineros proletarios —de prole—, que no sabían por qué ensueño brumoso iban a matarse. Porque la profundidad trágica de la revuelta no consistió en sus escenas de muerte, incendio, saqueo y destrucción material, sino en la inconciencia de su finalidad. Es decir, en su fatalidad. Ni los señoritos de la revolución sabían lo que atizaban. Los parásitos de las entrañas del Leviatán habían llegado, como tales, a perder el seso, por inútil. Les bastaban sus estribillos doctrinarios, puros reflejos… sociológicos.

Volvimos cruzando la divisoria entre el Carrión y el Pisuerga, que se juntan luego para rendirse al Duero, al padre Duero celtibérico. Fuimos bordeando los pantanos —“pántanos” les llaman muchos, dejándose llevar de la tendencia esdrujulizadora del habla castellana— del Carrión y del Pisuerga. Aquél, el del Carrión, el de Campo Redondo, estaba ahora en seco y para recebarse. En su lecho, algunos árboles pelados, a condena de muerte por ahogo, junto al viejo cauce del río. Del otro, del de Ruesga —pequeño afluente del Pisuerga—, divisamos un cabo. E iba uno pensando en el provecho público de los grandes pantanos de doctrina social, en evitación de riadas y de secas. De que nacen barbarie de revueltas y barbarie de represiones con sus sendas tradiciones. Pantanos que hagan de los páramos espirituales de secano senaras de regadío, mediante cuérnagos y acequias ideales.

Al volver a la ciudad nos detuvimos a contemplar —otra vez— la portada románica de la iglesiuca de Moharbes, pasamos a la vista del románico San Martín de Frómista y al pie de las ruinas del castillo de Monzón, mudos testigos los tres de una leyenda ya seca y amortajada. Ahora se empieza, allí cerca, a drenar y desecar la laguna de la Nava, criadero de mosquitos palúdicos. ¡Ay cuando la tradición se encenaga en tradicionalismo! Y ¡ay cuando le ahoga a uno su mortaja! Los pantanos de riego se ceban, y receban, y renuevan con aguas vivas y nuevas, de la nieve del año.

¿Pasión política?

Ahora (Madrid), 9 de abril de 1935

En una de las muchas veces que me visitó aquí, en Salamanca, el gran poeta portugués Guerra Junqueiro —era de la frontera y en ella tenía una finca— venía de Madrid, donde había estado con su gran amigo don Nicolás Salmerón. “Está muy fuerte, muy animoso, muy entero —me dijo—; pero ¿ha conocido usted un hombre que junte a una más grande inteligencia una más absoluta incomprensión del arte? Divide los poetas en republicanos y monárquicos. Me quiso convencer de que Quintana fue el más grande poeta español del siglo XIX; me hizo leer la oda a la vacuna y, ¡es claro!, quedé vacunado de Quintana. Aquello es elocuencia rimada, abogacía; pero poesía, ¡no!” ¡Y había que oírle el tono y el timbre con que pronunciaba lo de “abogacía”!, que era en sus labios el término más despectivo. Era el sentimiento de que la abogacía —que no es sólo cosa de abogados ni siempre de ellos—y la poesía se repelen entre sí. Don Ángel Ossorio me entiende en qué sentido, él, que tanto gusta de ambas actividades. O pasividades.

¡Cuántas veces he recordado aquella conversación con Junqueiro! Y la he citado. Pero ahora me vuelve a cada paso a la memoria en esta desquiciada mentalidad revolucionaria —y contra-revolucionaria— española. Dementalidad más bien. Porque hoy ya tenemos poetas no monárquicos y republicanos, revolucionarios y reaccionarios, sino de cada partido; poeta fulanista, o zutanista, o menganista, o perencejista… Y en cuanto un artista, mejor o peor como tal, se produce en una obra de arte —sea, por ejemplo, una comedia— como no esperaban los de su bando, si el poeta es, como hombre político, de un bando cualquiera, ya están sus copartidarios y sus contrarios devanando el hilo en que ensartan el rosario de sus tonterías. Y dando con ello argumento a aquel comediógrafo o a otro cualquiera. Que si es un tránsfuga, que si un converso, que si no hay que fiarse de tales cambios, que qué es lo que busca, que si es despecho…

Una vez tuvo Pío Baroja la condescendencia —o debilidad— de acudir al Ateneo de Madrid a aguantar un interrogatorio de eso que llamaban crítica de masas. ¡Qué crítica y qué masa! O mejor: ¡qué voceros macizos! Porque la masa se callaba, ya que su lenguaje no es articulado. Estaba yo presente, y alguno de aquellos macizos señoritos del comimismo intentó meterse conmigo, que, por supuesto, me callaba como la masa. Escena de un cómico subido. Y al salir, uno de aquellos cuitados energúmenos —energúmenos fingidos, por supuesto— me decía: “¡A lo que no hay derecho es a sacar en una novela o en una comedia un comunista que no entiende de comunismo!” Y yo a él: “¿Y por qué no si el novelista o el comediógrafo quiere presentar el tipo medio del comunista, y éste no entiende de comunismo, como le pasa a usted?” Claro está que esto se aplica a cualquier otro acabado en …ista. No le pude hacer entender que el artista no tiene por qué tomar sus personajes para predicar por ellos —por boca de ganso— una u otra doctrina o lo que sea. El pobre mozo es de esos que hablan de arte proletario y otros infundios así. Como “arte sano” o de “buena Prensa”. Pero acabó por darse a medio partido —aquel a que pertenece es ya menos que medio— y me dijo: “Bueno, lo de usted es escepticismo, pesimismo y, sobre todo, afán de paradojas y ganas de tenemos a los demás por mentecatos, o sea orgullo.” Y me callé como la masa.

Y ahora digo que si el teatro ha de ser tan sólo un reflejo de la realidad de la vida —que no es mi opinión— y se quiere reflejar en él la realidad de la vida política española actual, le conviene al autor cómico presentar en escena representantes de unos y otros partidos —anarquistas, comunistas, fajistas, derechistas, izquierdistas, centristas, monárquicos, republicanos (auténticos o de contrabando), clericales, laicistas, etc., etc.— que expongan cada uno, en defensa de su programa o credo (no creencia) y en ataque al de los adversarios, las respectivas mentecatadas y vaciedades que, en realidad, suelen exponer. Porque a todos o casi todos los del término medio, los de disciplina, les une en la lucha un común denominador: la mentecatez. Y que hablen de orgullo. O de insolencia.

La decadencia mental del hombre de término medio —en política sobre todo—es hoy en España espantosa. Las veces que he recordado aquel tremendo pasaje de Gustavo Flaubert —soberano artista y estupendo psicólogo— cuando en su Bouvard y Pécuchet nos dice de estos dos trágicos peleles: “Entonces una facultad lamentable se les desarrolló en el espíritu: la de ver la necedad y no poder tolerarla.” El texto francés dice “bêtise”, que acaso estaría mejor majadería o estupidez. Aunque estos términos despectivos suelen ser, en realidad, intraductibles. Como el ¡“abogacía”! de Junqueiro.

¿Es la pasión política lo que ha entontecido a todos esos cuitados? ¿Pasión? Según a lo que se le llame así. ¿Y política? Sigue el según. Como no cabe llamar pasión deportiva a la de los espectadores de un deporte incapaces de ejercerlo ellos. Mirones y no más. Y en otros la pasión, la supuesta pasión política, es la de los que en la política ven el medio de apostarse. Porque… ¡hay que vivir! Pasión ésta, verdadera pasión, aun respetable y digna. Mas hay otra, y es la de los que toman partido —uno u otro— por resentimiento. Ex fracasados o más bien ex futuros fracasados. Es decir, que no han llegado a fracasar por no dejarles entrar en acción el miedo al futuro fracaso, previsto y temido, y quedarse en la pasión. Pasión de resentido nativo, temperamental, trístisima especie, tan abundante entre nosotros. Y con raigambre patológica de excreciones, que no secreciones, espirituales internas. Reúma del alma que lleva hasta la perlesía anímica. ¡Da pena! ¡Qué colocación!

Y…, pero vale más no seguir por este camino, ¡que suele ser tan desconsoladora la verdad y tan difícil hallar consuelo en el engaño! Basta, pues, de bisturí en el tumor y… ¡a releer a Quevedo!

A propósito de una distinción dice Don Miguel de Unamuno

Ahora (Madrid), 19 de abril de 1935

Interrogado por un periodista don Miguel de Unamuno ha hecho, entre otras, las siguientes manifestaciones:

 

Ciudadano de honor

—He agradecido mucho esta distinción. Y la he aceptado porque estimo que en muchos casos la verdadera humildad consiste en aceptar estas cosas. Lo demás es soberbia. Al llegar a Madrid, después de asistir en París a la inauguración del Colegio Español, lo primero que he hecho ha sido visitar, para darles las gracias, al Presidente de la República y al Jefe del Gobierno. Por cierto que me veo en la necesidad, refiriéndome a lo del Colegio Español en la capital de la República francesa, de hacer un cumplido elogio de la labor que allí desarrolla el embajador de España, señor Cárdenas. Es un hombre no ya correcto, sino afectuoso, y que lleva las cosas muy bien, muy bien.

 

“La política que yo hago”

—¿Que si hago política activa? Según a lo que se llame política activa. Porque hay quien cree que eso es estar en un partido. Para mí es lo otro. Recuerdo que una vez, dirigiéndose a mí, me dijo Melquíades Álvarez: “Eso que usted hace, don Miguel, lo puede hacer un escritor, un filósofo, un pensador; pero no un hombre que aspire a gobernar.” Yо le contesté: “Es que yo no aspiro a gobernar: yo gobierno”.

 

Por qué fue al mitin “fajista” de Salamanca

—Sí. Ya me han dicho que se ha hablado bastante de mi asistencia al mitin organizado por Falange Española en Salamanca. Fui a ese mitin como voy a todos los que quiero. No asisto a aquellos actos a los que me invita la Empresa, sino a los que yo quiero ir. Cuando comenzó el mitin empezaron a tirarme de la lengua; pero yo, naturalmente, ni interrumpí ni hice caso alguno. A mí no me tira nadie de la lengua; tengo por costumbre contestar a lo que no se me pregunta y dejar sin respuesta a aquello que se me interroga. Pero ni yo les dije que los “fajistas” iban a conquistar a España ni cosa por el estilo. Primo de Rivera está bien. Es un muchacho que se ha metido en un papel que no le corresponde. Es demasiado fino, demasiado señorito y en el fondo tímido para que pueda ser un jefe ni mucho menos un dictador. A esto hay que añadir que una de las cosas más necesarias para ser jefe de un partido “fajista” es la de ser epiléptico.

 

No soy un piruetista

—Lo único que me dolió de todo esto fue un artículo de Roberto Castrovido, uno de los hombres más buenos que tiene España. Claro que ya estoy harto de eso de las piruetas y las contradicciones. Es igual que lo de las paradojas. Me lo cuelgan a mí porque quieren. Yo podría demostrar que desde hace cincuenta años sostengo los mismos puntos de vista. Lo que pasa es que aquí, en España, lo único que no se aguanta es mi posición radicalmente pesimista. “¿Qué opina usted del trigo, don Miguel?” “¡Ah, yo no puedo hablar de eso; yo, sabe usted, soy pesimista en todo!”

Nuevas contemplaciones

Ahora (Madrid), 19 de abril de 1935

Entra uno en una recatada, solitaria y oscura iglesita de los arrabales de una villa o ciudad. Va a recoger perdidos alientos religiosos. En un rincón de la iglesita, en penumbra, al pie de un trágico Cristo español, un hombre no viejo, arrodillado, reza sollozando. A alguna distancia, en un banco, otro hombre, tampoco viejo, observa al que rezando solloza. Los dos hombres parecen haber llegado a la iglesita sin común acuerdo. Acaso ni se conocen. ¿Qué piensa o, mejor, qué siente el del banco respecto al otro? ¿Cree acaso que solloza una pérdida familiar —la mujer, un hijo, la madre…— y él, a su vez, siente renovársele un dolor parecido? Y el de al pie del Cristo ¿se sabe observado, compadecido, acompañado en su dolor? Y si se sabe así, ¿le consuela este acompañamiento? Y ese consuelo ¿es como el que experimenta un artista que acertó a expresar su sentimiento? ¿Hay, por profunda y sincera que sea la fe del sollozante, algo de teatralidad en su actitud? ¿Por qué no se recogió a rezar y llorar en un rincón de su casa familiar, al pie de un crucifijo de familia?

El uno que entró en la iglesita a recoger impresiones se acuerda de que el Cristo dijo que donde se reúnan unos en su nombre allí estará Él, y piensa en las oraciones comunales; pero se acuerda también de que el mismo Cristo dejó dicho en su Sermón de la Montaña aquello de: “Cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan orar estando en las sinagogas y en los rincones de las plazas”, sino “entra en tu cuarto y, cerrando la puerta, reza a tu Padre en lo escondido”. Y al acordarse este uno del texto evangélico se acuerda de que hipócrita no quiere decir sino actor y que el actor puede ser sincero y sentido. Piensa que el que representa un sentimiento lo hace por avivarlo y mantenerlo; piensa que todo hombre de veras conciente se está representando a sí mismo en el escenario de su propia conciencia.

Y siguiendo por este hilo de reflexiones, el que entró en la recatada, solitaria y oscura iglesita del arrabal para pensar y meditar en la presente íntima historia de su pueblo se detiene en eso de si el pueblo español es religioso, si es de veras creyente, si siente la religiosidad y con ella alguna religión, la tradicional acaso. Y piensa en lo que, aplicado al arte y a la literatura, se dice del realismo y del idealismo español, y lo de las novelas picarescas por un lado y el misticismo por otro, y lo de Don Quijote y Sancho Panza. “¿Idealismo, realismo —se dice—, idealidad, realidad?; ¿quién y cómo las distingue? Y luego, ¿espiritualismo y espiritualidad? ¿No estaría mejor pensar en la intimidad? ¿Sería ocioso hablar de “intimismo” ? Sean las que fueren las cosas y las ideas, las realidades y los ideales que unían a aquellos dos hombres de la iglesita, ¿qué pasaba en lo íntimo de ellos? ¿Qué pasaba en aquella recóndita cámara de sus conciencias —en sus trasconciencias, mejor que subconciencias—, más allá de los escenarios de ellas? Mas ¿es que existe semejante recámara? ¿Es que hay algo, fuera del teatro, en este caso religioso? Ni Juan de la Cruz o Miguel de Molinos habrían sabido decírnoslo. Y nuestro uno piensa con qué atolondrada ligereza deciden esos hombres que se figuran que la historia se reduce casi a política o ya que el pueblo español es irreligioso o ya que los españoles de casta, a sabiendas o no, quiéranlo o no lo quieran, son católicos. Y piensa en lo huera que resulta la llamada interpretación o concepción —mejor sería llamarla “conceptuación”, piensa— materialista de la Historia.

Al llegar a este punto nuestro uno se acordó de haber leído cómo un pobre hombre, a cabo de recursos de vida, se fue en Madrid a una capilla de un Cristo al que se le piden tres favores y se puso a rezarle, y luego, sacando una pistola, se suicidó. Por desesperación ¿de qué? ¿O no sería como ese característico suicidio de venganza china, cuando un deudor, reducido por su acreedor a la miseria, va a la puerta de la casa de éste y se suicida allí? Y se acordó de otros casos en que en lugares rústicos se le castiga a una imagen de santo cuando no consigue agua para el pueblo. Y pensó en el fetichismo, concepción religiosa teatral. ¿Y si el suicida ante el madrileño Cristo de Medinaceli —se dijo— fue a rematar con un suicidio teatral la representación escénica de su vida? Porque a la conceptuación materialista de la Historia, a la de Marx, nuestro uno opone la conceptuación histórica, esto es, teatral de la vida. Y le cuesta creer, desde luego, que nadie se suicide por hambre, ni aun dando a esta tan abusiva palabra el sentido tan lato que se le suele dar. Por eso que llaman hambre, a lo sumo, se mata a otro; ¿pero matarse? Y por hambre verdadera se deja uno morir. A la fuerza.

Da pena pensar que fuera de toda intimidad —real e ideal— se suelen mover los que se meten a políticos, a querer marcar curso a la historia y la cultura —material y espiritual— de un pueblo. Da pena ver qué pronto deciden que el pueblo al que quieren gobernar no tiene fe religiosa ninguna o tiene esta o la otra fe dogmática religiosa. Da pena ver cómo recitan el papel que se han adjudicado en la tragicomedia de nuestra historia política, sin zahondar en la esencia del teatro y aun dedicándose tal vez a él. Uno de ellos y de los más capaces y sinceros actores de esa tragicomedia —si es que no el más capaz y sincero de ellos—, entregado al placer de crear —de recrear un pueblo—, le decía al que esto escribe que éstas son contemplaciones que a nada conducen. ¿A nada? A crearse uno una intimidad histórica, civil y religiosa. Y a disfrutar el más abnegado y desinteresado placer, que es el de comprender lo creado. Bueno es hacer algo, pero es mejor saber lo que se ha hecho.

Cantar es sembrar

Ahora (Madrid), 26 de abril de 1935

“Arar en la mar”, certera

frase por “tiempo perdido”;

la hay de más triste sentido:

“¡sembrar en la carretera!”

 

Estas cuatro líneas rimadas —una cuarteta—las tejí y enfurtí, matando con ello un rato de hastío, en horas de reflujo espiritual, de depresión moral y mental y ello para arrimármelas a la memoria y que me sirviesen de recordatorio. Llevaba unos días sufriendo —¡así, sufrir!— en cada uno de ellos al leer la prensa, en los diarios cotidianos, la obligada reseña de los mítines políticos del día. Algo desconsolador. Los mismos oradores diciendo las mismas cosas del mismo modo; la abrumadora repetición de los abrumadores tópicos y lugares comunes de cada partido. ¡Y a eso le llaman declaraciones! Y me decía a mí mismo: “¡arar en la mar!”

Porque este “arar en la mar” es lo que suelen hacer los agitadores de públicos. Agitadores y no actores. La agitación no es acción. “Agítese antes de usarlo” se dice. Y luego resulta que cuando se lo va a usar la masa ha vuelto a su propio estado. Pobres agitadores que después de una campaña de propaganda se vuelven diciendo —y acaso creyendo, que es peor— que el pueblo está excitado en contra de esto o de aquello, que vibra —palabra de cajón— que hay conciencia pública revolucionaria, o contra-revolucionaria, que ya se verá en el próximo sufragio, que… A qué seguir? Y la mar siempre la misma. “Los siglos han pasado sin dejar una arruga sobre tu frente azul —que dijo egregiamente Lord Byron. Ni en el pueblo dejan esas aradas políticas surco alguno permanente. Por lo que no es fácil preveer lo venidero al respecto. “Todos los ríos van a la mar y la mar no se hincha”, dice la Escritura. Ni el pueblo se hincha, a pesar de sus tormentas, sus galernas y sus agitaciones. ¡Pobres agitadores que se figuran que el pueblo aun espera la revolución o está ya harto de ella! ¡Arar en la mar!

Revolviendo estos pensamientos en mi espíritu agitado —mucho más agitado que el de uno de esos públicos después de un mitin o conferencia— me recojí luego en mi soledad de publicista y me puse a recojer grano de ideas para irlo vertiendo en mis escritos periódicos. “Esto es más seguro” —me decía mi demonio familiar. Que le tengo como le tenía Sócrates. “Esto es más seguro; ir sembrando ideas no en una muchedumbre, si no en individuos aislados, en quienes puedan sosegadamente recibirlas y sin que a uno le perturben ni interrupciones ni aplausos ni rechiflar ni protestar en contra”. ¡Sembrar ideas! Mas al punto se me vino a la memoria la consabida parábola del Cristo (Lucas, VIII) del sembrador que salió a sembrar su semilla y una parte cayó en el camino y fue pisoteada y las aves del cielo se la comieron, y otra parte cayó en roca y se secó por no tener tierra y otra cayó en medio de espinas que la ahogaron y otra en tierra buena y dio ciento por uno. Y pensé en la que cayó en el camino y fue pisoteada. Y le encontré a esto un doble sentido.

Primero que la mente del lector es un camino, por el que pasan toda clase de cuidados y de pesares y de preocupaciones. Y que lee para distraerse de ellos. Y lo que le inquieta o lo deja de lado o lo olvida al punta “¡Bah —se dice— camelos!” O “paradojas!” O bien dejando el papel de lado: “Bueno, que me deje en paz, que harto tiene cada cual con lo suyo y no me voy a gastar el seso en tales cosas.”

Segundo sentido y de seguro más acomodado que el primero, que no se trata ya de la mente del lector sino del camino de la opinión pública. Agitar a un público, a una muchedumbre puede y suele ser arar en la mar, pero pretender sembrar ideas en un público, en una muchedumbre, ¿no será acaso sembrar en carretera? Cada uno de los que componen el público, la muchedumbre, tiene sus cuidados, sus aspiraciones, sus ilusiones, sus esperanzas, sus congojas y entre todos pisotean —¿qué van a hacer si no?— el grano que se les eche. ¡Sembrar en la carretera!

Al llegar a este lastimoso punto de mis meditaciones busqué refugio, y como todo ello me había venido de pensar en la acción y en la agitación políticas me refugié en la contemplación de la poesía. Dejé la política y me fui a la poética. Y entonces del fondo de mi depresión me brotó esto: “Camino va de la noche / (que en horizonte está) / va cantando en el camino / para las penas matar. / Sus cantares por el aire / hasta el cielo van a dar; / la noche se va viniendo / según el día se va. / Todo está dicho, se dice / ¡y éste es su último cantar!”

¡Arar en la mar! ¡sembrar en la carretera! ¡todo está dicho! Y, lector, perdón, por este desahogo. Y considera que cantar es también sembrar. Sembrar al aire y al sol libres.

Cartas al amigo XX.A un mozo que quiere llegar

Ahora (Madrid), 8 de mayo de 1935

Me dices, cuitadillo, para disculpar tus veleidades, que lo que tú quieres es llegar, sea como fuere. Bien; pero vamos atando los cabos, si te parece. Llegar ¿adonde, a qué? ¿A un destinillo? ¿A ese terrible diminutivo del Destino? ¿A un Gobierno civil? ¿A una Dirección general? ¿A una Subsecretaría? ¿A un Ministerio acaso? Y me añades que no te importa si por ello te han de llamar “arribista”. (Y aquí entre paréntesis, fíjate en que escribo arribista con b y no con v, porque en español arribar, llegar a riba o ribera, se escribe con b y no con v, como el francés “arriver”.) ¡Arribista! ¡Pobres arribistas! ¡A qué ribas o riberas suelen arribar y cuán presto les derriba de ellas el primer cambio de ventolera! Si es que no un vendaval. Y oye todo lo que me sugirió una frase pordiosera, mendicante, cojida al azar en uno de mis vagabundeos madrileños.

Íbame otra vez más, hendiendo muchedumbre callejera, por uno de los viejos barrios de este Madrid, cuando, al doblar una esquina, en un rincón, me tendió la mano vacía un pobre mendigo sin piernas que se asentaba en un carrito. Y me dijo así: “Nunca le falten los remos para poderse valer, caballero.” Le di mi limosna, ahorrándome el “perdone, hermano”, y seguí mi camino rumiando su frase petitoria: “Nunca le falten los remos para poderse valer, caballero.”

¡Los remos! El pobre mendigo del rincón de la calle, en medio de la marea de la muchedumbre callejera, no concebía la navegación a vela, sino a remo. Amarrado al duro banco, tal como un galeote. Acaso no había visto la mar nunca. Para poderse valer, para poder llegar adonde hubiese pan, a su destinillo, no concebía más que el remo, que puede servir a la vez de timón; no concebía la vela. No concebía abrir las velas al viento que sopla, aprovecharlo y navegar, viento en popa o de bolina, a sesgo.

Continué mi camino, siempre hendiendo la muchedumbre callejera, sacándole jugo a mi limosna, y lo de la vela me trajo al magín una de mis visitas, allí en la bendita tierra de Fuerteventura, a un molino de viento, de esos que ponen sus aspas a todo viento y con cualquiera de éstos muelen su molienda y sacan harina para que no haya mohína. Y esto, como sabes, no es veleidad. Veleidad es la de una veleta —y la de un veleta—, que, sin moverse de un sitio, sin caminar a parte alguna, cambia de dirección con cada cambio de viento, y ya señala al Norte, al Sur, al Este o al Oeste, ya a derecha, ya a izquierda, y a ningún sitio arriba. El molino de viento, no; el molino de viento no es una veleta. El molino de viento no se mueve de su sitio, no va a parte alguna, sino que, puestas sus aspas a cualquier viento, acomodándose a los cambios de éste, va moliendo su molienda. Y llega a cobrar su harina.

¡Cuán inspirado anduvo nuestro señor Don Quijote cuando adivinó en los molinos de viento, los que muelen molienda sin moverse de su asiento, sus terribles gigantes! A los que no se les destruye a lanzadas. No hay caballero andante, caminante, de los que van a un término de camino, lleguen o no a él, que pueda deshacer a lanzadas al estadizo molino que abre sus aspas a todo viento. A todo viento de doctrina. Los necios —Don Quijote no lo era, sino loco—, cuando topan con un molino de viento se dicen: “¡Bah! ¡Ese no va a ninguna parte!” Si es que no se preguntan: “Y ése, ¿qué se propone?” Del trabajo de moler no se dan cuenta, ninguna. Y es que los necios arribistas, los de partido, los de doctrina —política o religiosa o social—, que les dan ya mejor o peor molida, nunca se han encontrado con tener que moler trigo ideal, porque carecen de éste. Y cuando alguna vez, por curiosidad o por remedo, se les ha ocurrido ponerse a moler, es decir, a pensar, como no tienen trigo, las muelas se muelen a sí mismas y se desgastan. Porque ¡hay que ver lo que esos necios de partido llaman ideas propias! Claro está que no todos los hombres de partido son necios, ni mucho menos —Dios nos libre de suponerlo así—; pero los que ingresan en partido para arribar a un destino cualquiera, ésos, aunque parezcan cucos, no suelen ser sino simples.

Hay el hombre navío, que trasporta cargas de trigo o de harina y trasporta también con ellas a su tripulación, a su clientela, a sus galeotes; que le trasportan a él a remo cuando la vela no basta. Esos son los hombres llamados de acción. Y también prácticos. Y hay el hombre molino de viento —a las veces, de agua, de rueda o de turbina— que del trigo saca harina. A éste le llaman teórico, si es que no le aplican otros epítetos con un cierto retintín entre compasivo y burlesco. Y me figuro, cuitadillo, que tú no quieres meterte al servicio de uno de esos molinos, pues que con ello no arribarás a parte alguna. Por lo menos, así te lo figurarás. Por lo menos, recuerdo que una vez me dijiste que tú no te preocupas de escribir historia ni de “filosofarla” —fue tu expresión—, sino de hacerla, olvidándote de lo que tantas veces me has oído —y otras tantas, por lo menos, me volverás a oír—, y es que “filosofar” historia, contarla poéticamente, es decir, creativamente, es la manera más eficaz de hacerla. La obra política de los más grandes caudillos y estadistas la han hecho en su mayor y mejor parte sus biógrafos. Y a las veces, el mismo caudillo como autobiógrafo. Y los que han llegado… a posteridad, los que viven en la memoria de sus pueblos, se debe a que supieron contar, y no tanto lo que hicieron como lo que pensaron hacer. Acaso me dirás que tú lo que quieres hacer es carrera y no historia, y que la gloria te tiene sin cuidado. Y, sin embargo, creo que te equivocas y que, en cierto modo, te calumnias. Cosa que les pasa muy a menudo a los arribistas. Y es que en tu ambición entra la vanidad por mucho más que la codicia. Y te diré más, y es que te ha de satisfacer más hacer creer que has llegado que llegar de veras.

En resolución, que nunca te falten las velas para poderte valer, caballerito, ya sea para abrirlas en navío al viento y navegar a puerto, sea para tenderlas en aspas de molino de viento y hacer de trigo harina. Que con la harina se vive.

Hombres de Francia francesa

Ahora (Madrid), 15 de mayo de 1935

He vuelto a París, al cabo de diez años, a recordar mi estancia allí de más de un año, cuando mi destierro voluntario durante la dictadura primo-riverana, a la que perseguí mucho más y más sañudamente que ella a mí, que, en rigor, no me persiguió. He vuelto, representando, con otros compañeros, a España, a la inauguración del Colegio Español de la Ciudad Universitaria de París, que tuvo efecto el día 10 de este abril. Y a procurar estrechar y encauzar más las relaciones culturales entre Francia y España, tarea en que nos ayuda nuestro embajador allí, don Juan Fr. de Cárdenas, uno de los españoles que más y mejor sirven y honran a nuestra Patria, Excelentísimo en el sentido literal, ya que del otro se abusa.

¡Las cosas que han pasado y las que han quedado aquí y allí en estos diez años! Preocupación ahora la de la próxima posible guerra, a la que parece estársela provocando con el miedo al miedo. Los pobres pueblos, presos de fatídica crisis moral, sufriendo de nacionalismo —terrible enfermedad mental (o mejor, demental) colectiva—, diríase arrastrados por aquel trágico poder que Schopenhauer llamó el genio de la especie y que si una vez empuja a ésta a procrearse, otra la empuja a cercenarse y aun a suicidarse. Ya Leopardi, más hondo que Schopenhauer, cantó la hermandad del Amor y de la Muerte. Que si una gata siente no poder criar, de siete crías que parió, sino tres, se come las otras cuatro. Y así el linaje humano.

Iba a revivir mi París de 1925. Y llegué a él cuando apenas se hablaba sino de guerra y de paz armada. Eran los días de la Conferencia de Stresa, en la Isola Bella, isla de decoración de ópera en el sereno y apacible lago Mayor, isla que había yo visitado en 1917, en plena guerra mundial, en compañía, entre otros, de Azaña. En París ahora se hablaba de guerra; más, en el fondo, como aquí en Madrid, de revolución, de nuestra supuesta revolución. Dos fantasmas tal vez al que nuestro instinto teatral —¿y no también malthusiano?— se complace en evocar. La envidia que un pueblo, como un hombre, se tiene a sí mismo, honda doctrina —para loa mentecatos, paradoja— que descubrió nuestro gran Quevedo y que hube de comentar en mi conferencia del Colegio Español de París.

En los trece meses que de 1924 a 25 me quedé en París, antes de recogerme a Hendaya, había tres lugares en que iba a refugiarme para gustar de una especie de dulce soledad provinciana. Eran la isla de San Luis, sosiego en medio del Sena; la plaza de loa Vosgos, sin barahúnda de vehículos, plaza para nietos y abuelos, en que murió el gran abuelo Víctor Hugo —yo no lo era aún entonces—, y el Palais Royal, con su estatua de Víctor Hugo desnudo —la han quitado ya de allí—, donde había anidado la Gran Revolución, la de 1789, y tronó Camilo. No acertaba a figurarme tal cosa en aquella tan espaciosa plaza— ¡y real!—, donde todo habla de tradición, de conservación y de continuidad. Rehuyo distraerme aquí, y ahora, en disertar de revolución conservadora y de conservaduría revolucionaria y de cómo revolución y conservación —o reacción— son el lado cóncavo y el convexo de una misma superficie histórica. ¿Lados? En geometría pura como en política pura, las superficies, como las líneas, no tienen lados. Son infinitivas. Y acaso infinitas.

Cuando mi destierro voluntario solía ir de vez en cuando a almorzar a un encantador cafetín de un rincón del Palais RoyaL Me llevó primero allá mi querido amigo Ramón Prieto Bances, nuestro ministro de Instrucción Pública. Y ahora —unos días no más hace— volví a ampararme en el café de Chartres o Grand Véfour, según reza su rótulo, aunque lo de grande no le pega ni le peta. No ha cambiado, creeríase que desde su fundación. Recordábame —¡tierna añoranza!— el Suizo Viejo de mi Bilbao, en una rinconada de los soportales de esa plaza Nueva, de donde se me echaron a volar tantos rosados ensueños de mi niñez y mi mocedad. ¡Maternal Bilbao de mi hombría naciente!

¡Qué sosiego y qué intimidad la del Véfour! Un café en París provincia, sin parejas de amantes amartelados, por lo menos en mis visitas. Una pareja, sí, pero de amados maduros —acaso matrimonio—, jugando al “jaquet”. Y otros tranquilos parroquianos, al mismo juego casero y al ajedrez. Y ni gatos, ni perros, ni “ camelots du roí”, ni jóvenes nacionalistas armando barullo u ostentando corbatas nacionales. Ni ciudadanos medios con sombrero hongo y “serviette” al brazo. Tardaron en presentarme la cuenta —la “ adición”—, no sé si por retenerme o porque adivinaban mi ninguna prisa. Allí se vive al paso. Creí reconocer en uno de los sosegados parroquianos a mi don Sandalio el ajedrecista, de que he contado —“nivolescamente”— la vida en mi San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más. Contemplando a aquellos hombres, que, a diferencia de los de otros lugares parisienses, no me espiaban ni parecían darse cuenta de mí, dolido de ciertas miradas cuando iba por bulevares, calles y plazuelas de escudriñador de caras, contemplándolos me dije: “Estos son lo secular, lo inconmovible de Francia, de la Francia francesa, provinciana, aldeana, terruñera; éstos, los arrugados, los árboles del bosque humano que fue druídico.” Mas luego al cruzar, de vuelta a España, la tierna, mollar y verde llanada de la “dulce” Francia y contemplar sus arboledas las vi empenachadas de muérdago, del “gui” druídico. Y me dije que aquellos hombres de Francia francesa, los del café de Chartres, de París, eran el muérdago, verde y recio, prendido a los árboles arraigados en el patrio suelo secular.

Lanzadera de martillo de agua

Ahora (Madrid), 17 de mayo de 1935

Nada, nada; no cabrá aguante para el martillo de agua —topetazos en vacío— de la oratoria política pre-electoral, cuya brega irá a reanudarse. Su táctica, la de siempre, la tradicional —jamás anticuada—: la de querer cada partido hacer creer que tiene una fuerza de que carece, manera —lo creen así por lo menos— de llegar a tenerla. Que las batallas se ganan más con los boletines que con los cañones. Y haciendo juegos estadísticos cuantitativos. Como si los votos se contaran y no se pesaran. Todo lo cual, aunque es consabido, se aparenta ignorar por los partidarios. Y luego viene lo del salto en las tinieblas. Peor en el vacío. Y más peor la marcha en el vacío, la de los del martillo de agua, con que empapizan de vaciedades a sus huestes unos y otros. Sin que el amor a España les ponga acial en los labios pecadores. Que no es el suyo el modo de hacer lo que se suele llamar opinión pública. Quisicosa, por lo demás, no poco intrincada y confusa.

Se habla con frecuencia en el guirigay mitinesco de ese camelo del espíritu republicano del 14 de abril de 1931. ¿Espíritu? ¿Alma? El que esto os dice acabó, hace ya cerca de veinticinco años, un soneto con este endecasílabo: “y es el fin de la vida hacerse un alma” . Que un hombre —y como él, un pueblo— empieza a vivir sin ella, sin conciencia, y a las veces acaba por cobrarla. En cuanto al cuerpo —en lo social, llamado corporación—, la República, la del 14 de abril, la apodada auténtica, empezó, como el impuesto en Roma, por no existir, según la expresión de un ingenuo profesor coimbrano de Hacienda pública. Lo mismo la del 11 de febrero de 1873, traída por los monárquicos sin monarca de Amadeo de Saboya, los que prepararon la restauración de Alfonso XII, según veremos comentando el último instructivo libro del conde de Romanones. Que no la trajeron republicanos, sino que la echaron luego a pique en Cartagena. Y es que junto a eso que dan ahora en llamar republicanos auténticos —esenciales o sustanciales— ha habido siempre los interinos, provisionales o probones. (Este último es un término taurino, que, como acabo de aprenderlo —y no en ningún tratado jesuítico de psicología del toro de lidia—, quiero lucirlo. Toro probón es el incierto, el que prueba y tantea antes de acometer.) Los otros, los de toda la vida, los nacidos ya con su conciencia republicanizada, son dogmáticos y disciplinados, o sea inconcientes. Nada les carga más que lo que llaman indisciplina. O paradoja. La heterodoxia, la herejía, el libre examen individual, la conciencia en fin. La que resiste y rechaza los topetazos del martillo de agua mitinesco.

Y luego viene la Constitución, la del 9 de diciembre de 1931, que a los auténticos, ortodoxos, dogmáticos, esenciales y sustanciales se lea antoja intocable. Y es, sin embargo, en realidad, histórica —no sociológica— una Constitución como cualquier otra: hipotética. O supuesta. (Y aquí otro paréntesis, y es que, cumpliendo mi oficio, digo que “tético” es puesto; antitético, contrapuesto; sintético, compuesto; e hipotético, supuesto.) Y todo lo supuesto, interino y provisional. ¿Juegos de palabras? ¿Enredos lingüísticos? Más los de los auténticos. Con la agravante de que ellos no tienen conciencia del juego —y aun…— y yo, sí. Cuitados que llegan a creerse lo que dicen, aunque no digan lo que creen. Si creen algo. Pían por convencerse, a lo mejor, de su programa y se revuelven contra los que nos salimos de sus hormas o no queremos meternos en ellas.

Sin conocimiento de la urdimbre de la historia política nacional, los hilos que vienen desde siglos, las razas del tejido público, se ponen con su martillo de agua, a modo de lanzadera, a querer tramar la tela, a tejerla y destejerla. Lo mismo los de izquierda y trasizquierda que los de derecha y trasderecha. monárquicos, republicanos, comunistas, fajistas, todos los dogmáticos, o séase auténticos. Daría risa si no diera lástima el aire de convicción —¿real?—con que hablan de cambio de espíritu público, de reacción en uno u otro sentido. Y eso que operan con lanzadera de viejo telar a mano y no con “selfatina” —que así se la llama en las fábricas— de nuevo telar mecánico. Pero trajinan sin tiento. Y por lo que hace a los sedicentes tradicionalistas, a los que se las echan de los solos auténticos patriotas cuando nos aturden los oídos con sentencias de traspasados hacedores de la Patria, pensamos que verga de toro muerto no padrea y que a vergajazos —ni aun orales— nada vivo se engendra.

Cuando al preguntárseme si estoy en el centro o en alguno de los extremos del diámetro —así conciben la línea estática política—, les digo que no estoy, sino me muevo en la circunferencia que ciñe al centro y a los extremos —les hago gracia de representarles el caso en volumen o esfera y no en plano o circulo—, se me vienen con que no me entienden o con que eso no es sino oportunismo. Modo de salirse ellos del paso sin decir cosa ni de esencia ni de sustancia verdaderas y echar mano de talismanes y amuletos. ¡Claro!, ellos ni se contradicen ni pueden contradecirse, ya que nada se dicen. Y así, por no sentir el juego dialéctico y fecundo de las contradicciones, raíz y sostén de la conciencia viva, esta nuestra guerra civil, resorte de adelanto, deja de ser civilizada para hacerse bárbara. Choque de dogmas contrarios que no se compenetran. Pues ¿qué es eso —dicen— de que el adversario no se defina auténticamente o no condene o acate sin rodeos este o el otro dogma político o este o el otro suceso?

¡Ay, Dios de mi España!, ya que, por ley natural, no me quedan muchos años de ella, de mi tierra; mas aunque me doblaras la vida no lograría hacer entrar este sentido dialéctico —histórico— de la historia, este juego fecundo de las contradicciones, en esas almas de cántaro. Con el vacío por conciencia. Aunque marchan por él, temen saltar en él, por encima de sus propias sombras.

Sigan, pues —¿qué le vamos a hacer?— con su lanzadera de martillo de agua, arreciando martillazos en el vacío del espíritu público político. Enfurtiendo su jerga —estaría acaso mejor jergón— constitucional, esencial, sustancial y auténtica. Que ya escampará al cabo. Y con que se quede el campo a la buena de Dios y oliendo a tierra…

Intermedio lingüístico. Atender y entender

Ahora (Madrid), 22 de mayo de 1935

No hace mucho tiempo publiqué aquí mismo un artículo sobre la importancia de enseñar a leer en voz alta, con los oídos y no sólo con los ojos, a los jóvenes españoles. El artículo fue muy comentado —me consta— y se reprodujo en algunos periódicos americanos. Y hoy tengo que volver sobre uno de mis temas análogos favoritos, y es el de que la gente se oiga cuando habla, se entere de cómo suele decir las cosas, que con frecuencia no se da cuenta de ello. Y no para que se corrija, no, sino para que tenga conciencia —que es más que conocimiento— de su propia habla. Pues estoy harto de observar cómo a muchos les parece oscuro o enrevesado un giro que es el que espontáneamente emplean ellos mismos cuando no se violentan esforzándose por hablar lengua escrita. Y no me refiero principalmente al uso de ciertos vocablos o acepciones corrientes de ellos, sino a modos de construcción.

En cuanto a lo de vocablos y sentidos de ellos, sigo recibiendo consultas, las más de las cuales se refieren a usos regionales, comarcales o locales de un término cualquiera. Y tengo que repetirles siempre lo mismo, y es que cuando una expresión es aceptada en un lugar cualquiera es dialectal —esto es, conversacional— de su habla; es en ese lugar perfectamente sana. Vaya un ejemplo. Hace poco un joven de Santa Cruz de Almería me preguntaba si está bien dicho “hablar callando”, como, según él, se dice y es corriente en toda aquella provincia. Y fuera de ella, agrego yo. Para ese curioso joven la tal expresión es paradójica —¡ya salió aquello!—, pues supone que callar es lo contrario de hablar, es dejar de hablar —como el latín “tacere” y el francés “taire”—, cuando originariamente es bajar la voz. Un sentido análogo al que suele tomar, a las veces, el verbo “callar”. Se dice también, verbigracia: “Me lo dijo muy callandito”. (¡Estos tan expresivos diminutivos de gerundios!) Bajar la voz, callarla, es lo contrario de alzarla. Aunque luego haya sustituido callar a silenciar. Callandito es como, según la Escritura, nos llega Dios, y no tronando; como un susurro (“sibilus”, según la Vulgata). Y así se viene la muerte… “¡tan callando!”, dice la copla inmortal. No en silencio, no, sino susurrándonos al oído como soplo que se apaga. Y en cuanto a que la expresión “hablar callando” sea paradójica, ¡bueno!; ¿es que no es paradójico el lenguaje vivo o hablado todo? Si al habla popular, convencional, dialéctica, se le quitan las paradojas, las parábolas y los contrasentidos, ¿qué le queda de vivo? Casi todo lo demás es mera letra, que mata, y no espíritu, que vivifica.

Y no más ejemplos de ello, pues no era de vocabulario, de léxico, de lo que me proponía hablar ahora aquí, sino de lo que se llama sintaxis, de construcción, de ordenamiento vivo de palabras. De régimen, en fin. Que no deja de parecerse a lo que se llama régimen en política. Y hay el régimen popular del habla, su constitución —¡vaya otra!— no escrita, sino íntima y de costumbre. He oído de un alemán que escribió un tratado de Derecho político consuetudinario español no ateniéndose a lo legislado, sino a lo que se hace, pongamos por caso, en elecciones. Y conocí un teólogo luterano escandinavo que estaba recogiendo datos para escribir un catecismo de la doctrina cristiana popular española, no según los dogmas de la teología católica, sino según lo que el pueblo cree. Y algo así podría hacerse con la sintaxis —y desde luego con la estilística— castellana si en vez de sacarla de la lengua escrita, la convencional de las gramáticas —esclava de cierta lógica—, se la sacara de conversaciones de gentes de pueblo, tomadas a fonógrafo. No a taquigrafía, no, que engaña. Entonces mucha gente se daría cuenta de cómo se habla corrientemente, ya que parece que muchos no se oyen hablar. Y, sin embargo, se entienden perfectamente. Párrafos que en viéndolos escritos declaran muchos que son ambiguos, confusos o acaso ininteligibles, resultan claros cuando uno acierta a pronunciarlos y entonarlos al pelo.

Ello depende de una cierta lógica o racionalidad, generalmente abstracta, que ha venido a perturbar la expresión inmediata y espontánea del sentimiento. Y que da una sintaxis forense, escolástica o parlamentaria, una sintaxis de discurso. Cuando el pueblo conversa, pero rara vez discursea. Y conversa, por supuesto, en lengua hablada. Y hay que ver cuando se pone un hombre de pueblo a conversar por escrito, a escribir una carta, no teniendo presente a la persona a que se dirige, los apuros en que se ve y las violencias que le hace sufrir su habla natural. Escribe en estilo de memorialista y con esas lamentables fórmulas escriturarias o escribanescas. Que acaban por ahogar el pensamiento natural.

Son dos lenguajes. Y en uno de ellos, escrito, esos correctos escritores uniformados que escriben —no hablan— a paso de ganso. O a pluma de ganso, ya que no hablen por boca de ganso. Me recuerdan a esos pobres coleópteros que no tienen más que élitros; ésas que no son alas; pues con ellas no vuelan, a diferencia de otros coleópteros —tal como el abejorro, llamado en Bilbao “cochorro”, en Santander “jorge”, en Asturias “vacallarín”, etc.— que, levantando los élitros, despliegan las verdaderas alas, las de volar, y vuelan Con los élitros de la lengua gramatical escrita, correcta, lógica, con esa especie de coraza, difícil es volar.

Y ahora quisiera decir algo de aquel pedantesco Erasmo, el latinista —no sé por qué se cree esto sinónimo de humanista—, que no se sabe que dejara escrito nada en su lengua maternal holandesa, a diferencia de Lutero y de Calvino, que debajo de los élitros escolásticos o clasicistas llevaban las alas de sus lenguas nativas, ya que fueron recreadores de sus sendas hablas maternales, el uno en francés, el otro en alemán. Verdaderamente reformadores. Y el otro, el cazurro, cuco y roñoso Erasmo, jamás supo volar. Que no era muy hacedero sino en lengua vulgar. En “román paladino”, que dijo uno de los nuestros, romance de humanidad.

Mas como hay tanta tela cortada para todo esto, voy a dejarlo por hoy, prometiendo volver a ello al lector que no sólo no oye lo que lee, sino que no lo entiende por no oírlo. Pues sólo entiende el que oye y no el que sólo ve. Y hay que enseñar a la gente a oír para que aprenda (a) atender. De mis observaciones al respecto he sacado en limpio que generalmente pasan por muy claros y correctos los escritores que no dicen ni se dicen nada y que, por no decirse, no se contradicen nunca, los que le recitan mecánicamente al lector lo que éste lleva escrito —no hablado— en la mollera, el disco. ¡Y hay que ver los entendimientos de rata de biblioteca, mohosos, apolillados y amoscados por falta de oreo de calle y de campo!

Y se continuará por

Miguel de Unamuno.

Comentarios quevedianos.I.Pero, en fin, se vive”

Ahora (Madrid), 29 de mayo de 1935

Otra vuelta a Quevedo, ahora que se anda a tantas con Lope de Vega, que es el de turno. ¡Y qué dos mundos los suyos y ellos mismos! ¿Dos? Y hay los de Góngora, y Cervantes, y Santa Teresa, y fray Luis de León, y… y… Y todo un mundo solo. ¡Y aquella España de Quevedo, de Felipe IV, a lo que se le dice decadencia —concepto histórico bastante huero de sentido—; aquella España que crecía, como los agujeros, por sustracción —es metáfora quevediana— y cuyo más profundo y lóbrego y asqueroso hondón, su sentina, exploró aquel hombre como exploró las entrañas de su lenguaje! ¡Aquella España, comida de hambre y de envidia, hermanas mellizas! Vamos a entrar en esos hondones, de mano de Quevedo. ¿Un pesimista? ¿Y qué es esto?

Tomemos primero La vida del Buscón llamado don Pablos. Pasemos ahora por alto todo lo del dómine Cabra, el de Segovia, feroz caricatura que se pasa de la raya. A trechos estas caricaturas quevedianas recuerdan los caprichos de Coya, unos dos siglos después. (Como, por otra parte, Cervantes y Velázquez se emparejan.) Pasemos ahora por alto eso y lleguemos a cuando Pablos va a dar a casa de su tío Alonso Ramplón, el verdugo. “Verdugo era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio.” ¡Y qué aguileña mirada clava en él Quevedo! El verdugo era una de sus obsesiones. Y otra el rey, Felipe IV, a quien servía Ramplón. Quien en una carta a su sobrino Pablos le dice “que si algo tiene malo el servir al rey, es el trabajo, aunque le desquita con esta negra honrilla de ser sus criados”. Y el más rendido criado, el verdugo. Le cuenta a su sobrino cómo ahorcó al padre de éste y cuñado de él. ¡Y aquellas ejecuciones montando el ejecutor sobre el cuello del ejecutado —“jinete de gaznates”— para rematarlos! El tío acaba su carta diciéndole al sobrino: “Vista ésta, os podréis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica seréis singular en el arte de verdugo.” Llega Pablos a casa de su tío el verdugo de Segovia y síguese aquella ferocísima escena de la comilona —y borrachera— entre pícaros, después de echar la bendición el tío, el verdugo, y comieron carne de ahorcados. Ahorcados sin efusión de sangre, añadamos. “Dijeron su responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes”. Que el verdugo y sus compinches eran buenos cristianos y servidores del rey. Mas el pobre Pablos, sufriendo el canibalismo, decidió huir de casa de su tío Ramplón, el verdugo, y le dirigió una carta de despedida que acaba así: “No pregunte por mí, que me importa negar la sangre que tenemos. ¡Sirva al rey y adiós!” ¡Qué certero y qué empozoñado saetazo, no de Pablos, sino de Quevedo mismo, y no al verdugo, sino al rey a que sirve, a cualquier rey de verdugos! “¡Sirva al rey!” Consabido es lo que quería decir servir al rey. A Flandes fue el gran duque de Alba a servir de verdugo de herejes para su rey. Del gran duque de Osuna, a que sirvió Quevedo, ya tendremos ocasión de hablar. Y más de verdugos servidores de reyes. Por ahora dejémoslo aquí.

Huido Pablos de casa de Alonso Ramplón y camino de Madrid, topa con un pobre hidalgo que se pone a contarle sus miserias. Y tantas y tales son que por boca de Pablos dice Quevedo: “Confieso que, aunque iban mezcladas con risas, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron.” ¿Enternecerse Quevedo? ¡Pues claro que sí! Y compadecerse. De los demás y de sí mismo. Ternura y compasión mezcladas con risa, con aquella terrible risa quevediana que destila lágrimas de sangre y de fuego, de aquella sangre que le importaba negar a Pablos. ¿No es acaso Quevedo mismo el que dice en un romance, poniéndolo en boca de Fabio, aquello de: “Parióme adrede mi madre; / ¡ojalá no me pariera!” ¿Es que Quevedo aborrecía la vida y sus miserias? La aborrecía y la amaba. Era, como Job, un hombre de contradicción, que reía y lloraba, afirmaba y negaba a la vez. Sigamos. El pobre hidalgo de quien Pablos —Quevedo— se enterneció, acabó el relato de sus miserias con estas preñadas palabras: “Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey, con poco que tenga.”

“¡Pero, en fin, se vive!”, se diría Quevedo mismo para consolarse de sus propias miserias, a la vez que se burlaba de ellas. Y el vivir de Quevedo era burlarse y dolerse y condolerse. De todos y de sí mismo. Y uno de sus consuelos, hurgar y zahondar en las entrañas del romance castellano —en romances muchas veces— y entregarse al peligroso juego de jugar con las palabras y con los conceptos. ¿No hemos quedado en que Quevedo es el dechado de los conceptistas? El habló —y en La vida del Buscón precisamente— de “los hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones”. ¡Condenados! Él también condenado a perpetuo concepto, a despedazar vocablos y voltear razones. ¿Condenado? Con esa condena vivía, pues, en fin, se vive, y con ello, con esas miserias, trataba de olvidar la mayor miseria. ¿Cuál es?

En La cuna y la sepultura, para el conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas, la más entrañable acaso de las obras ascéticas de Quevedo dice —y para siempre— esto: “Vuelve los ojos, si piensas que eres algo, a lo que eras antes de nacer y hallarás que no eras, que es la última miseria.” ¿Última en orden de grado o de tiempo? Para hallar una sentencia así, tan desgarradora, hay que acudir a Miguel de Molinos, nacido cinco años antes de la muerte de Quevedo; a aquel sacerdote aragonés, italianizado, fundador de lo que se ha llamado quietismo —y yo, “nadismo”—, que tanto influyó en los quietistas franceses y en Fenelon, o, mucho antes de él, en San Juan de la Cruz —muerto cuando Quevedo tenía once años— y que, mal que pesara a don Marcelino, tanto parentesco espiritual tiene con Molinos. Es algo que se destaca o, mejor, que se sumerge en aquel mundo de supuesta decadencia. Es una nota digna de Obermanoz, el abismático.

Y para acabar, por ahora, con esto, recordaremos aquellas últimas palabras de Quevedo, en los renglones que dictó, “afligido y flaco sumamente de disentería”, para don Francisco de Oviedo, desde Villanueva de los Infantes, a 5 de septiembre de 1645, tres días antes de morirse. Y dicen entre ellos: “Perdone vuesa merced que no discurra en cosas de las guerras ni de las paces; que pareciera ociosidad ajena del peligro en que me hallo. Dios me ayude y me mire en la cara de Jesucristo…” El padre espiritual del Buscón y de tantos otros torturados espíritus, el que distrajo el pensamiento de la última miseria, burlándose de todos y de todos enterneciéndose y discurriendo de cosas de guerra y de paz, ¿sentiría en aquellos últimos días, a pesar de la cara de Jesucristo, la sumersión en la última miseria? ¿En no ser? ¡Quién sabe…! El burlón de España, el de “en fin, se vive”, ¿pensaría que esto equivale a “en fin, se muere”?

Manganza y demás

Ahora (Madrid), 7 de junio de 1935

He vuelto, al cabo de tiempo, que parece más largo que fue, a pisar los carrejos y pasillos y la cantina y el salón de conferencias —pero no la sala— del Congreso de los Diputados de nuestra República española. Me asomé y arrimé a sus tertulias, de que sentía una cierta morriña, sin duda malsana. ¿A qué iba yo ahora allá? ¿A qué volver a escarbar recuerdos? ¿Qué me llevaba a qué? ¿Acaso buscando asuntos para estos aquí desahogos? Más bien a cultivar este mi jardín y, sobre todo, a regar las metáforas y paradojas de sus arriates. Eso que llama así: metáforas y paradojas el vulgo ilustrado y a que el pueblo llama comparanzas y salidas. ¡Le hace tanta falta a mi ánimo, para poder respirar en este bochorno —nuncio tal vez de tempestad—, aspirar el aliento de comparanzas y salidas, de metáforas y paradojas; poder comparar y así mejor comprender y poder salirse de la corriente central! Que no son otra cosa las salidas —de los que las tenemos— sino un escape de esa terrible corriente que arrastra a los más. Eso que llaman sentido común, padre de los lugares comunes, que ahoga todo sentido propio, padre de las salidas.

Y allí, en aquellos pasillos, y en aquella cantina, y en aquel salón de —digámoslo a la francesa— pasos perdidos —¡y tan perdidos!— oí a uno hablar de tedio. Tedio, hastío. ¡Hastío cuando parece —al parecer, de los mítines de partidos— que las pasiones políticas están en hervor…! Figuraciones. Y luego, en el hondón, cansancio. ¡Cansa tanto el no poder hacer nada de provecho! ¡ Y cansa tanto el holgazanear! Hay que descansar de la holganza. Holganza que se reduce a manganza. Manganza del paro de este gran convento —esto es, asilo— de mangantes que somos España. Mangante —ya se lo figurará el lector, el mío— vale por mendicante. Y hay alguna diferencia de mendicante, fraile o no, a mendigo. La manganza es la mendicancia organizada. ¡Organización sobre todo! ¿Es que no se trata acaso de organizar el paro, de repartirlo y distribuirlo mejor? No el trabajo, sino el paro, la huelga. Organizar la manganza. Y nadie se escandalice, pues cuando sobra gente… Todos a media ración antes que unos a ración entera y otros sin ella. Reparto de pobreza. Y nada ya de parados temporeros, sino todos de plantilla.

“Una cosa es predicar y otra dar trigo”, oí al pasar junto a una tertulia de aquellas, una peña de políticos en paro. “Claro —le dije al que me acompañaba entonces—, como que quien predica es para cobrar, no para, pagar trigo.” “Y usted —me interpeló el acompañante ¿no predica ya en este sentido político? ¿No toma parte en mítines?” “¿Para qué? —le repliqué—. ¡Es tan desairado el ir a pedir la extremaunción, el ir a hacer de agonizante!” Y entonces le saltó la consabida expresión, el terrible lugar común, que ahorra de tener que pensar, la fatídica antiparadoja, lo de: “¡derrotista!” ¡Lamentable consigna! Derrotista se llama ahora al que encara la verdad a los demás. Y me confirmé y corroboré una vez más en aquella vieja sentencia —una de mis favoritas— de que el mundo quiere ser engañado: “mundus vult decipi”. Y, sin embargo, ¡qué fuerza casi sobrehumana, casi divina, le da a un hombre y a un pueblo el ir derecho y con las sienes erguidas a la derrota, cuando la derrota es un deber de expiación! ¡Qué temple de ánimo da el desengaño! El desengaño activo, no el pasivo. Aunque muchos de los llamados pasivos suelen ser de los más activos.

He estado pensando —mejor, cavilando— en eso del tedio o hastío, en relación con el paro y con la manganza. Y lo del hastío me ha hecho fijarme en el bostezo y, por el hilo de mis sugestiones lingüísticas —es la lengua la que en mí piensa—, en el caos. Pues caos —lo he dicho ya por escrito otras veces— no quiere decir originariamente sino bostezo. Y los hay catastróficos, como cuando la tierra bosteza en terremoto. Y en el caos espiritual humano, más que la catástrofe, la revolución, lo íntimo es el bostezo y su vacío. Cosa grave el desperezarse de un pueblo. Que coincide con su desesperarse.

Se dice que cuando vuelven de sus mítines los de derecha y los de izquierda les saludan, al paso por los villorrios, lugares y aun aldeas, mozos en paro, los unos levantando el brazo con la mano abierta y los otros levantándolo con la mano cerrada, a que, según el dicho, le llamaba puño Pero Grullo. Levantan brazos que para el trabajo están forzosamente caídos. Pues se está dando ya el caso de que los más de los mozos que entran en filas —a servir a la República ahora— entran en ellas sin haber estado colocados en trabajo regular alguno. Y ese ademán de alzar el brazo, con mano abierta o cerrada, es también un ademán de desperezo, de hastío, un ademán caótico.

¿Remediar el paro? Todo se quedará en aumentar las plazas del convento asilo que somos España hoy, en aumentar el ejército civil de los mangantes o mendigos regulares y no ya sólo seculares. Mendicantes de Estado como los de antaño lo eran de Iglesia. ¿Y no convendría acaso que estos mendicantes de Estado hiciesen también, como los otros hacían, votos de pobreza, de castidad y de obediencia?

Cuando salí de aquella casa, de sus pasillos y carrejos, de su cantina, de su salón y aledaños; cuando salí con el ánimo más acongojado que entré con él, iba a reanudarse allí dentro, en la sala de sesiones, la discusión del proyecto de ley llamada de Prensa —mejor, ley prensa— y su forcejeo de reñidero de gallos y pollos. No quise oír ecos ni de campanillazos ni de cacareos. Salí al sol de la calle. Y luego, recogido aquí, en un cuarto de hotel, me he puesto a hilvanar estas vagas divagaciones, en que nada es nuevo, ni el hilván siquiera. A regar las comparanzas y las salidas de mi jardín periódico. Que es, después de todo, un consuelo. Y a pensar que el hastío, hijo de cansancio, de que allí se me habló se respira también fuera de allí. Y que en las entrañas de ciertas muchedumbrosas manifestaciones políticas apenas hay sino desperezo de hastío. Ansia de matar el hastioso tiempo y su cansancio.

¿Derrotismo? ¡Bah! Mi mayor cuidado es darme cuenta de la historia que nos ciñe, envuelve y aprieta. Y sin remontarme a Recaredo. Tarea de seguir, que es recomenzar de continuo; arrastre que se hace por arranques seguidos. Contemplar la tradición que pasa y que es la que se queda.

Comentarios quevedianos.II Invidiados y invidiosos”

Ahora (Madrid), 15 de junio de 1935

El más hondo sondaje que se haya hecho en España de la envidia hispánica —o ibérica—, virtud tanto como vicio y resorte de tantas hazañas, buenas y malas, lo hizo nuestro gran Quevedo en su Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo: invidia, ingratitud, soberbia, avaricia. Y al hablar de la primera peste —en orden de tiempo y de valor— que es la envidia, empieza así: “Escribo de las cuatro pestes del mundo, no como médico, sino como enfermo que las ha padecido. Temo (en esto, por lo menos, acierto) que antes me temerán por el contagio, que me estimarán por la doctrina.” ¡Soberbio exordio y confesión soberbia!

Mete luego su lanceta en el tumor de esa peste luzbeliana —la tan mentada soberbia de Luzbel fue, como todas las soberbias, envidia— y dice aquello de: “El hombre, o ha de ser invidioso o invidiado, y los más son invidiados y invidiosos, y al que no fuera invidioso, cuando no tenga otra cosa que le invidien, le invidiarán el no serlo. Quien no quiere ser invidiado no quiere ser hombre, y quien es invidioso no merece serlo.” ¿Y qué hombre lo merece?, digo yo. “Los que más se quejan porque los invidian son los que siempre están haciendo porque los invidien”, añade. Y luego: “Muchos hombres hay invidiados de otros, y muchos que invidian a otros, y muchos más que se invidian a sí mismos. Parece esta invidia nuevamente hallada y es la más antigua.” Lo sabían San Pablo y Séneca, dos de los maestros de Quevedo.

Dejo para otra ocasión el zahondar en esta abismática doctrina quevediana, que explica la llamada decadencia española de su tiempo —primera mitad del siglo XVII— con sus altezas y bajezas —virtud y vicio—, y explica a la vez la desgana, el desapego y el anonadamiento de ascetas y místicos, desde el fray Luis, que quería vivir —¿vivir eso?— ni envidiado ni envidioso, hasta el quietismo, después, de Molinos. Y por ahora voy a recoger una alusión que me dirigió mi Gregorio Marañón en su contestación al discurso que ante la Academia Española leyó Baroja el 12 de mayo de este año.

En su discurso empezó Marañón por ensañarse con ese “pequeño monstruo —son sus palabras—, anónimo y temible, que es el hombre del café”. Quiere distinguirlo del hombre de la calle o de la plazuela. Parece ser el hombre de corrillo, de cotarro o de tertulia. Habla luego Marañón de mi prurito, no de contradicción, sino de contrapelo, que tanto ha contribuido a mantener despierta la conciencia nacional, pero que a veces la enturbia (quizá para que luego se aclare más), y dice que he dado el espaldarazo de mi elogio a este hombre del café. “Es difícil saber la razón”, añade. ¿Difícil? El mismo Marañón es quien la da al decir que se me deben a mí “las páginas más profundas sobre la pasión del resentimiento, morbo insinuante y letal de la vida española”. ¡Letal y… vital! Y agrega que tanto Baroja como yo sabemos bien que “el hombre del café es, entre otras cosas, manantial inagotable de resentimiento”. Y el resentimiento —digo yo—, manantial inagotable de rebeldía, y la rebeldía manantial inagotable de la más alta conciencia espiritual. “El hombre de la calle hace la historia —añade—, y el del café, fundamentalmente antihistórico, la envenena.” ¿Qué es esto? Y la historia, como el progreso, como la civilización, ¿no son acaso veneno? Aquí de la doctrina del pecado original, “¡feliz culpa!”, que canta la Iglesia Romana.

Mi elogio del hombre del café arranca de que este hombre, el descontentadizo, el resentido —de sí mismo antes que nada—, es el envidioso consciente de su envidia y de su envidiosidad —que no son precisamente lo mismo—; es el hombre en lucha consigo mismo; es el hombre que se sintieron San Pablo, San Agustín, Calvino, Pascal y tantos otros genios de la íntima contradicción humana. La razón por la que he afirmado que el hombre del café es el que forja nuestra cultura —así como suena—, nuestro cultivo de lo hondamente humano —¡qué bien lo sabía Nietzsche!—, es que ese hombre siente su propia miseria y que ésta hace su grandeza. La razón es que, como Quevedo, escribo de esa peste del mundo, no como médico, sino como enfermo. Y voy más allá, y es afirmar que médico que escriba de esa o de otra peste no más que como tal, y no como enfermo, no nos dirá sobre ella nada de provecho. Marañón conoce mi novela quirúrgica Abel Sánchez, y puedo asegurarle que ensayé en mí mismo la pluma-lanceta con que la escribí. Y dejo el disertar si hay una envidia, una soberbia, una lujuria, una gula, una pereza, una avaricia… fisiológicas y otras patológicas. ¿No es patológica también la fisiología en cuanto entra en ésta la conciencia? ¿No es la vida misma una enfermedad acaso? El haberlo reconocido así hizo la grandeza de la llamada decadencia española, de aquel nuestro osar demasiado, que dijo Nietzsche, también luzbeliano, también cainita. ¡Qué envidia más trágica y más grandiosa le tuvo al Cristo! Y se tuvo a sí mismo.

¡Ay, amigo Marañón!; ante esta vida enferma, ante esta enfermedad que es nuestra vida, hay quien se entrega febrilmente a la tarea de entibar y estribar y a la vez estibar su decadente esperanza —esperanza desesperada— en otra vida pura, y la fiebre le llega de los huesos del alma —que los de ésta (pues tiene huesos) sufren calenturas y hasta con ellas se queman—, y a ellos la calentura les llega del tuétano, que es más que entraña y donde está esa peste vital. ¿Pesimismo? Bien, ¿y qué? Porque aquello de “hay que…”, “no hay que…” Ya volveremos, y a través de Quevedo, a esto. Mas antes de volver a ello tengo que decir que en el mismo discurso que aquí comento se refiere Marañón a juicios de Cajal en uno de sus libros, “el desdichadamente titulado Charlas de Café”, dice. ¿Desdichadamente? ¿Y por qué? Pero si son eso: ¡charlas de café! ¡Si Cajal llevó siempre dentro de sí a un hombre de café, al que no logró, afortunadamente, ahogar la investigación histológica! “Tuvo las mismas amarguras que sus contemporáneos —dice Marañón— y abominó como ellos de toda la historia pasada, hecha de optimismos inconscientes.” ¿Y no será acaso inconsciente todo optimismo?

En resolución, que hay que hacer lo de Quevedo: escribir de la envidia como enfermo que la padece, sin importársele a uno que antes le teman por el contagio que le estimen por la doctrina. Y mirarse uno en el espejo de los demás, y cuando se crea envidiado escarbarse la propia conciencia. Y compadecerse de sí mismo y a sí mismo envidiarse.

¡Qué tragedia la de nuestro Quevedo!

Junto al Cabo de la Roca

Ahora (Madrid), 21 de junio de 1935

Hace unos dias, a primeros de este mes de junio, salí de mi España a respirarla fuera de ella, de su bochorno, y a sentirla desde fuera. Me vine a este extremo mar Atlántico occidental. Dejé que ahí se discutiera el presupuesto, el remedio al paro de trabajo y la ley de Prensa que sólo al llegar acá ha empezado a interesarme de veras. Salí hacia este Portugal al que tanto mi espíritu debe, a renovar viejas impresiones de sosiego en la congoja. Volvía acá al cabo de veintiún años —¡y qué años!— de ausencia. Pues estaba yo aquí, en Portugal, en agosto de 1914, cuando estalló la gran guerra mundial que tanto ha cambiado a los pueblos todos y no menos que a otros al portugués. ¡Qué días aquéllos, en Figueira da Foz, cuando devorábamos los diarios en busca de noticias! ¡Qué días de vaticinios!

No hice sino entrar ahora de nuevo en el seno de este pueblo que tanto me ha dado que soñar cuando en la frontera, en Marvão, al pasar la aduana, nos requisaban los periódicos por si traíamos algunos de los registrados en el índice de la Inquisición de Estado portuguesa. Se me decayó el ánimo. Recordé aquellos inhumanos casos, ahí en mi patria, de que hubiera podido uno ser detenido, y hasta encarcelado, por recibir y leer —en silencio— tales o cuales hojas, muchas de ellas clandestinas. Aquellos ataques a le entereza espiritual de un hombre libre. ¡Defensa del Estado! ¡Defensa de la República! ¡Defensa de la Monarquía! ¡Ay del Estado —monarquía o república— que juzga tener que defenderse ofendiendo a la humanidad de tal manera! Y recordé cuando tuve que hacer que se me echara de mi hogar y se me confinara en una isla atlántica y luego tuve que desterrarme de mi España para no someterme a callar mis quejas y mis protestas. La Dictadura primo-riverana no fue violenta ni sanguinaria, pero fue ininteligente; mezquina y estúpida, que es una manera de crueldad solapada. Ahogaba el libre examen del protestantismo civil, de la heterodoxia de Estado. ¿Pero es que ningún poder público inteligente puede juzgar que conduce a nada digno el que un pueblo no se entere de lo que pasa y de lo que se piensa fuera de él y de lo mismo que en él pasa y se piensa en silencio y ello por informes de fuera? ¡Triste guerra a la inteligencia esta ortodoxia civil de Estado! Mejida a las veces a la ortodoxia religiosa, o mejor eclesiástica, que no es igual.

Y aquí estoy, en este pueblo, en que aprendí a querer, a admirar y a compadecer, oyendo quejas de los que tienen que ahogar sus protestas, de los protestantes civiles y laicos. ¡Y hasta se decreta la alegría oficial patriótica! Patriotismo oficial. Se persigue como sospechoso al que recibe ciertos libros del extranjero. La terrible sospechosidad inquisitorial.

Aquí, un poco al norte de este risueño, verde y soleado Estoril, donde se aíslan los turistas, se alza frente al cielo y a la mar, el camoniano (de Camoens) cabo de la Roca, extremo cabo occidental de Europa, avanzada sobre América. Al contemplarlo en una puesta de sol se me vino a las mientes aquella “Caída del Occidente” —Untergang des Abendlandes— del pobre Spengler. Y pensaba en estos pobres pueblos europeos… ¿Europeos? Unos semi-asiáticos o semi-africanos, otros asiáticos o africanos, o ambas cosas a la vez. Pensaba en estos pobres pueblos europeos en que a la libertad se opone la independencia. A la libertad individual la supuesta independencia colectiva. Para poder ser nacional de esta o de aquella nacionalidad —rusa, italiana, alemana, portuguesa… lo que sea— hay que dejar de ser hombre entero y verdadero. ¿Es que no se dice por muchos en España que formamos la Anti-España los hombres enteros de ella? ¡Desdichadas naciones faraónicas en que el Estado se enriquece empobreciendo y esclavizando al pueblo, en que éste agoniza de hambre y de hastío entretenidos para poder levantar pirámides de gloria! Y quien dice pirámides dice fábricas, estadios, astilleros, cuarteles… Se muere el pueblo al pie de un monumento a su gloria. ¿Suya? La armadura del Estado se reduce a armatoste. Donde se ahoga la verdadera universalidad que es la individualidad. Sacrifícase la intelectualidad indómita a la domada animalidad doméstica. A la triste resignación.

Lo principal parece ser equilibrar el presupuesto, no sólo el de ingresos y gastos de la Hacienda pública repartiendo la pobreza, sino el presupuesto espiritual, el de ingresos y gastos de ideas, de sentimientos, de ensueños, de aspiraciones y de ilusiones. La cosa es pensar, sentir, creer, esperar, soñar en balance. Hay que evitar el déficit espiritual, a que llaman ya derrotismo, ya pesimismo. Hay que hacerle creer al buen pueblo en un destino —un sino— providencial o fatalmente prescrito, no sea que dé en buscarlo por sí mismo. Hay que darle un Dios y una patria ya hechos, acabados. Dios y patria definidos —“finidos” o finados— no sea que dé en hacérselos, en creer que la fe no es sino eterna rebusca. ¡Desdichados pueblos faraónicos que ni siquiera entienden los jeroglíficos —escritura sagrada— que adornan las pirámides, tumbas de faraones levantadas a una gloria momificada!

Aquellos navegantes que se lanzaron “mar tenebroso” adelante, tras el vellocino de oro, a las riquezas del Dorado, creyendo haber de encontrar en ellas la independencia económica del pueblo, iban en realidad huyendo de ella, iban tras la libertad del individuo, iban a asentar el contento del hombre libre en tierra libre, no acotada. Por mares antes nunca navegados a tierras antes nunca aradas. Tuvieron que acotarlas y se reanudó, en otro mundo, la vieja tragedia. Todo lo cual me dijo el sol al ponerse frente al Cabo de la Roca. Después, al caer la noche estrellada sobre la tierra europea el sol iba a levantarse en el Nuevo Mundo, pero para ponerse luego en él. Y seguir la historia, sucesión de días y noches. Y como en el cielo siempre luz íntima, de estrellas, que brota de las entrañas de la humanidad individualizada. Hombre, más que pueblo, más que nación.

Intermedio lingüístico. Sobre el valer

Ahora (Madrid), 28 de junio de 1935

Otra vez vuelvo a recibir otra carta consultante de otro lector lector desconocido y otra vez sobre puntos no de sentimiento, no de ideales o doctrinas —políticos, científicos, filosóficos o religiosos—, sino de lenguaje. Mas ¿por qué extrañarme? No se trata —en este nuevo caso al menos— de ninguno que va para pedante (que equivale a pedagogo, hasta tradicionalmente), sino de uno a quien, en el fondo, le preocupa algo más hondo que la propiedad y corrección del lenguaje. Si es que puede, en última instancia, haber algo más hondo que ello. Mi nuevo consultante se preocupa del sentimiento del lenguaje, que es el sentimiento del pensamiento. Siente el valor de las palabras, su valor emotivo; no ya su significado sólo, sino su sentido. Siente que no sólo pensamos, sino que sentimos con palabras y por palabras. El juicio que me pide es un juicio de valor.

Cuatro preguntas cardinales cabe hacer sobre un suceso o sobre una persona, y son: “¿Qué es?”, “¿Dónde está?”, “¿Qué hace?”, “¿Qué vale?”. Ser, estar, hacer y valer. Y ser, en rigor, no es sino llamarse. Al preguntar de algo o de alguien qué es lo que es, lo que preguntamos es cómo se le llama, cómo se le clasifica, bajo qué nombre se le puede conocer. ¿Será menester acaso volver a repetir aquellas sentencias del Génesis bíblico de cuando Jahvé (Jehová) llamó cielo al firmamento y tierra a la seca y luego llevó Adán, el primer hombre dotado de lenguaje, de poder creador o divino, los animales todos para que viera cómo les había de llamar?; y todo lo que llamó Adán de alma viviente, ¿ese es su nombre? Incluso el nombre de Dios mismo, el nombre que se pide en el Padrenuestro que sea santificado. Sé de alguien que al preguntarle quién era respondió: “Me llaman Pedro”. Y, sin darse cuenta de ello, vino a decir: “No soy, sino me hacen Pedro”.

La otra pregunta: “¿dónde está”, nos pasa del ser al estar, de la esencia a la existencia, del pensamiento al espacio. Y viene la de “¡qué hace?” Y aquí aquello de que le preguntaron a uno: “¿Qué hace usted?”, y respondió: “¡Pensar!” Y luego: “¿Y qué piensa usted?” Y él: “¡Hacer!” Y el preguntante se dijo: “¡Así se le va la vida: en pensar hacer…!” Mas no sabía que pensando hacer hacía el preguntado pensamiento para los demás, porque no se lo guardaba, sino que lo repartía. Y es que los otros ni acertaban a pensar lo que hacían ni a hacer lo que pensaban. Y lo que uno hace y piensa es lo que vale. Y de aquí la cuarta pregunta: “¿qué vale?” Pregunta imprescindible para cualquier conceptuación práctica e histórica.

¿Qué es una palabra?, ¿dónde está registrada?, ¿qué hace? —o lo que es igual: ¿qué efectos produce?—, y, por último, ¿qué vale? Y en el valer —valor, valía y validez— se encierran y a la vez se encumbran el ser, el estar y el hacer de la palabra.

Bueno; pues vengamos a la consulta concreta, que, en sí, es bien baladí si no fuera porque se trata de un juicio de validez sentimental. Algo así como cuando algún ingenuo regionalista —casi todos los regionalistas se pasan de ingenuos— pregunta si el lenguaje diferencial de su región es idioma o es dialecto, figurándose que esto de dialecto implica un juicio peyorativo o atribución de inferioridad. El caso es que mi nuevo consultante me pregunta si al llamarle a algo “secundario” se quiere dar a entender que tiene “un carácter de inferioridad manifiesta, de cosa poco importante, de cosa gris e indefinida, de aparte, de poco, de casi nada”. Son sus palabras, que copio. Y en seguida se habrá dado cuenta el lector más desprevenido de que mi consultante estaba pensando en la enseñanza secundaria y en la primaria. He conocido más de un catedrático de la llamada Segunda enseñanza —tan ingenuo como cualquier regionalista que lo sea— que se molesta de que a lo que él enseña se le llame ¡enseñanza secundaria!

Mi consultante supone que si secundario tuvo un sentido de inferioridad “de un tiempo a esta parte —y aquí vuelvo a copiar sus palabras— no sé por qué razones emulativas ni por qué pegajoso sentimiento se viene escribiendo el vocablo “secundario-ria” en tono ilustre y prócer, hasta el punto de llamarse a la Segunda enseñanza —que no es segunda para abajo, sino que es segunda para arriba— enseñanza secundaria”. Y la verdad, aunque no entiendo bien —ideológicamente— eso de «segunda para abajo» y de “segunda para arriba”, siento bien el sentimiento que ha dictado esas palabras… sentimentales. Que resulta más claro en este otro párrafo de la carta que comento: “A tenor de este vicio, y de acuerdo con esta costumbre, va a llegar día en que nos creamos que la Primera enseñanza es más importante que la segunda, que la secundaria”. ¿Está claro el sentimiento… facultativo? Y aquí lo de “para abajo” y “para arriba”.

Y acaba la carta con estas líneas, bastante confusas: “No es nada más que para saber si el bachillerato, después de su inestabilidad archiministerial, tiene menos importancia que la enseñanza de párvulos”. ¡Tate! —me dije—, y me vino a la memoria todo lo que he sentido —y hasta sufrido— al observar la ojeriza mutua con que, con tristemente sobrada frecuencia —aunque esto va cambiando—, se miran los profesores de bachillerato y los de Primera enseñanza. Y el valor despectivo que en francés tiene el decir de uno que es primario. Verdad que entre nosotros no suele tener mejor valor el decir de alguien que es un bachiller.

Estoy harto de oír a los profesores de enseñanza superior —así la llaman, sin que sepamos en qué consiste su superioridad— quejarse de lo mal preparados que pasan los alumnos de los Institutos a las Universidades y quejarse a los profesores de enseñanza secundaria —siga la jerga oficial— de lo mal preparados que van los niños desde la escuela al Instituto. Y a todos ellos, de la falta de continuidad y de gradación. Y he pensado que acaso convendría hacer que un profesor de enseñanza superior, de lógica fundamental, verbigracia —pues hay lógica sin fundamento—, o de matemáticas sublimes —las hay humildes, —de alta cultura, vamos al decir, fuese— o bajase, si se quiere— a una escuela de párvulos a enseñar a éstos a leer, escribir y contar. Y, sobre todo, a hablar. Y a aprender de ellos, de los párvulos, la estimativa sentimental de valores cuando preguntan: “¿Quien puede más: el león o el tigre?, ¿quién es mayor?, ¿quién es menor?, ¿quién sabe más?” Y esto de “¿quién sabe más” me recuerda lo de un niño a quien, como le oyera yo decir de otro: “Ese Juanito ¡es más tonto!; casi nunca se sabe la lección!”, y le dijese: “Puede no saberse las lecciones y ser listo”, me replicó: “Pues si no las sabe, ¿en qué se conoce que es listo?” Y ello, a su vez, me trae a la memoria lo que he oído contar del Guerra, el agudo torero, que como un badulaque le dijese, mostrándole a Menéndez y Pelayo en Santander: “Mira, Rafael, ése el hombre más sabio de España”, replicó el gran matador de reses: “¿Y de qué sabe ese tío?” Discreta sentencia, que le pareció una patochada al badulaque. O aquello otro del mismo torero a quien diciéndole de uno que era geólogo, acotó sentenciosamente: “¡La verdad es que hay hombres para todo!” Los hay para la enseñanza primaria y para la secundaria, y para la terciaria, y para la cuartenaria —investigativa— y ¿para qué no? O lo de Bernard Shaw: “El que sabe algo, lo hace, y el que no lo sabe, lo enseña”. Hacer, saber o llamar, estar, valer… La verdad es que somos para todo…

Saludo a mi antiguo público

Caras y Caretas (Buenos Aires), 29 de junio de 1935

Ya estoy otra vez aquí, lectores de Caras y Caretas. Yo más que mis ideas o lo que sean. Y pues que tantos cuitados han dado en acusarme de egolatría, sin saber qué es ego ni qué es latría, tengo que decir lo que decía mi paisano Antonio de Trueba, Antón el de los Cantares, cuando le acusaban —¡acusar es!— de hablar mucho de sí mismo y era esto: “Soy el hombre que tengo más a mano para ejemplo de mis casos”. Y así me pasa a mí —que conocí y traté en mi mocedad a Trueba— y esto aunque crea que aquel consejo délfico, ya enmohecido, de “conócete a ti mismo” no sea muy seguro y mucho mejor darse a estudiar a los demás y mirarse en ellos como en espejo.

Ya estoy de nuevo aquí y como no debo engañar a nadie, lectores míos, me cumple declarar que no vengo como informador y menos de eso que se llama reportero. Sin que desdeñe el reportaje ¡que va…! Es un género —llamémosle así— tan noble y tan artístico como el de la novela, el drama o la poesía. Un suceso es una pequeña tragedia a las veces. Pero… Pero cuando el reportaje ha de ser ilustrado —eso que llaman ilustrarlo— entonces yo me echaría a temblar antes de dedicarme a él. Las novelas con ilustraciones gráficas me disgustan tanto como las caricaturas con leyendas que nada tienen que ver con ellas. Estoy por lo que llaman en música romanzas sin palabras. La letra casi siempre estropea el canto. ¿Y lo de escribir para aprovechar unas ilustraciones previas como hizo el pobre don José Zorrilla —y por pobre— en sus Cantos del trovador? Me sería tan difícil eso como escribir un drama o comedia para ser llevados luego a la pantalla. Tal es mi respeto reverencial, mi culto a la independencia de la palabra, de la santa palabra. No puedo con los que no van al teatro a oír. Cuando no van a no oír.

Verdad es que esto sucede no pocas veces hasta en los lectores de artículos como éste. No en mis lectores, por supuesto, en los que yo me he ido haciendo mientras ellos me hacían. Y es que vienen no a oírlos, aunque los lean con los ojos, cuando no a no enterarse de lo leído y gozarse en ello sino a poder hablar de ello en la tertulia del casino o en la plazuela. ¡Los casos que me ocurren con esos que se me vienen diciendo que siguen mi producción literaria! No hace mucho uno que me aseguraba conocer mi obra toda, agregaba: “Lo que no sabía es que ha hecho usted también poesías”. Y yo a él: “No, señor, he hecho también todo lo demás”. Y así, con eso de leer por encima no más que mis artículos volanderos y ni aun eso, sino citas y críticas que de mí se hacen, han venido forjándome una leyenda que empieza a ahogarme, a ahogar este yo, supuesto egolátrico, que con tanto cariño he cultivado para que pueda servir de espejo a mis prójimos.

Tiempos estos de enquisas —eso que llaman encuestas— y de entrevistas —(a) interviews— y de interrogatorios necios… No hace mucho uno de esos mentecatos me dirigió una especie de circular en que se nos preguntaba a unos cuantos escritores: “¿Cuál es la mujer que usted más admira?” No le contesté ¡es claro! pues de haberlo hecho habría sido con otra pregunta nada cortés. O me habría cabido otro recurso y era responder a lo que no me preguntaba. Pues a pregunta sin respuesta decente posible, sólo cabe respuesta sin pregunta. Y como así soy, el que no me quiera así que me deje.

Hay otra clase de lectores, éstos ya dignos de respeto —aunque algunas veces de lástima respetuosa— que leen para ir recogiendo vocablos, giros, expresiones y maneras de decir, lectores que llamaríamos pedagógicos. Su número es legión. Y desde hace algún tiempo recibo con frecuencia consultas lingüísticas o gramaticales —aunque no es lo mismo lo uno que lo otro— de esos lectores, consultas de una candorosidad encantadora. Leen para aprender a escribir. Y no digo que para aprender a hablar. Quieren proveerse de un calendario de bolsillo.

“¿Calendario?” —dirá mi lector, el mío. Vaya el caso. Que fue que había en mi natal Bilbao un tabaquero famoso por sus trabucamientos de palabras, y como una vez dijese, refiriéndose a un reloj de torre. “Desde que a ese reloj le han puesto amósfera nueva anda mal”, y le contestaron: “Pero, Juanito, no se dice amósfera, sino esfera”. Replicó: “Bueno, bueno, para hablar con vosotros hay que llevar el calendario en el bolsillo”. Y así hay gente que lleva su calendario —vocabulario— de bolsillo. O le tiene de pared. Como otro con quien yo viajaba y me fue mostrando un cuadernillo en que iba apuntando las palabras que oía en Francia y al decirle yo que le sería más cómodo comprar un diccionario francés-español, me objetó: “No, es que éstas son palabras francesas auténticas, oídas por mí”. Y así hay quienes apuntan las palabras que me oyen o las que leen en mis escritos. Y más ahora que saben que se me ha hecho de la Academia —antes Real— Española de la Lengua Castellana, la de “Limpia, fija y da esplendor”.

¡La Academia! Cada vez que se me hacía notar que alguna palabra que yo empleaba —casi siempre recogida del habla popular y tal vez forjada, por analogía, por mí— no estaba en el Diccionario de la dicha Academia, el que pasa por oficial, replicaba yo: “¡Ya la pondrán!” Que el modo de que se registre algo es que este algo empiece por existir. Aunque según el profesor aquel de Coimbra las cosas empiezan por no existir. Lo que es hegelianismo puro. Mas no se crea que yo vaya a meterme en la Academia para ir metiendo en su Diccionario las palabras que haya recogido de boca del pueblo y las que forjadas por mí hayan sido acatadas por él, no. Y eso que tal cosa sería lo debido. ¡Hay tan falsa idea de lo clásico en confusión con lo académico! ¡Lo que les chocó una vez en clase a mis discípulos que les dijese que López Silva, el del habla de los barrios bajos madrileños —el que vivió ahí, en la Argentina, luego— era un escritor clásico y que recordaba a Teócrito! Y no otros en quienes van a buscar vocablos los predicadores gerundianos.

¿Llegaré a ser clásico? No lo sé, pero sí debo declarar “con la modestia que me caracteriza” —esta preciosa frase la he tomado modestamente del gran Sarmiento— que cuando se me dice: “¡ Cuánto ha progresado usted, don Miguel, en lenguaje y estilo!”, contesto: “No, es que usted ha aprendido ya mi habla y si no pruebe a leer aquellos mis escritos que le parecieron antaño oscuros, y lo verá”. Lo que hay es que mi público, el mío, el que he acabado por hacérmelo —¡mi trabajo me ha costado!— ha aprendido mi habla. Que para servirle me la he hecho.

Aquí estoy, pues, de nuevo, lectores míos argentinos, mi antiguo público de Caras y Caretas, el que yo desde estas columnas me hice ahí. ¿Soy el mismo ? Creo que sí. Pues sigo el consejo de Píndaro: “Hazte el que eres”. Aquí estoy yo. Lo demás irá saliendo.

Nueva vuelta a Portugal I

Ahora (Madrid), 3 de julio de 1935

Como os dije, amigos lectores, hace pocos días he vuelto, a primeros de este junio, a Portugal, mi antiguo país amigo, del que faltaba hace veintiún años. ¡Y qué años! He vuelto hecho parte de una caravana de escritores de lenguas francesa, castellana y alemana. Y he retomado de Portugal a mi España muy obligado a los que me han procurado ese recorrido, con su despertamiento de antiguas memorias. Muy obligado a ser sincero para con el noble pueblo portugués.

Nos había invitado, con ocasión de las fiestas de la ciudad de Lisboa, el Secretariado de la Propaganda Nacional. Propaganda turística, de los encantos y ternezas acogedoras de la tierra portuguesa, y propaganda también política del régimen bajo el que hoy vive Portugal.

Hallábame yo la última vez en éste cuando en agosto de 1914 estalló la guerra mundial y entró en ella Portugal, aliado de Francia y de Inglaterra. ¿Por qué o, más bien, para qué? Para asegurar su independencia y la posesión de sus colonias. ¿Amenazadas? No lo sé; pero los que recuerden aquella campaña que emprendí a comienzos de la guerra acusando a la monarquía española de que aspiraba a la formación de un vice-imperio ibérico, en el supuesto de la victoria alemana, comprenderán los recelos de semejante amenaza.

En aquel mismo verano de 1914 conocí y traté algo a Sidonio Paes, militar y catedrático —de cálculo diferencial e integral—, luego dictador, y a quien se asesinó. Y señalo eso de militar y catedrático porque esto le diferenciaba de un João Franco, político puro, realista, posibilista, que fue quien ocasionó el regicidio de don Carlos de Braganza. A éste dediqué un epitafio —por cierto, durísimo y hasta implacable—, que figura en mi libro Por tierras de Portugal y de España.

Siguió Portugal, enredado en la guerra y en sus consecuencias, su sino, y después de eso que ha dado en llamarse por unos revolución y por otros renovación, vino a dar en la actual dictadura. En lo que allí llaman los iniciados el Estado nuevo. Que viene a ser una especie de fajismo de cátedra. Así como hubo y aun hoy hay un socialismo de cátedra, que del fajismo se diferencia muy poco. Ese socialismo de cátedra le hay aquí, en España, junto y aun frente al socialismo de calle, más bien comunismo. Y nada mejor que llamar fajismo de cátedra —pedagógico y doctrinario— al que informa el actual régimen político portugués. La dictadura del núcleo que representa Oliveira Salazar es una dictadura académico-castrense o, si se quiere, bélico-escolástica. Dictadura de generales —o coroneles— y de catedráticos, con alguna que otra gota eclesiástica. No mucha, a pesar de que el cardenal patriarca, Cerejeida, fue compañero de casa de Salazar y, como éste, también catedrático. Eclesiástico catedrático, lo mismo que otros militares catedráticos.

Los más de mis compañeros de expedición de estudio solicitaron ser recibidos por Salazar, saludarle y oírle. Yo, no. Y fue por ser yo también catedrático y no pretender ni examinarle yo a él ni que él me examinase. Además, sabía por sus escritos lo que me había de decir. Conocida su doctrina, su actividad propiamente política, sus ensayos en este sentido no me interesaban. Estaba a la vez molesto por las trabas que allí se ponían a la libre emisión del pensamiento libre, y como habría de brotarme la queja, no quería oír explicaciones a ese respecto y menos a que acaso se me dijese, como alguien allí me dijo, que no se puede gobernar como para hombres de excepción. Y si a mí se me reputaba hombre de excepción, yo reputo hombre de excepción a un dictador —aun siéndolo tan poco como Salazar—, y quería evitar un encuentro entre excepcionalidades. Y luego, lo que el catedrático dictador había de decirme ya me lo dijeron otros catedráticos: sus colaboradores. No quería, ni debía, además, perturbar con mis manifestaciones el sentimiento de un sosiego, de un orden, de una paz que para mi pueblo no deseo, como les dije en un banquete a que asistieron los ministros de Instrucción Pública y de Negocios Extranjeros.

En todo nuestro recorrido fuimos espléndidamente agasajados; se nos mostraron las mayores bellezas monumentales y naturales de Portugal y ejemplos de vida popular o, mejor, folklórica, bailes y danzas del país. Se nos quería mostrar el contento en que dicen que vive el pueblo portugués. Mas yo trataba de penetrar más allá del velo de aquellas fiestas. Se ordenaban los festejos que habían de festejar el orden. Asistimos en el claustro de los Jerónimos a un torneo medieval, profusamente escenificado, que se ha repetido gratis con destino exclusivamente a los trabajadores inscritos en los Sindicatos nacionales, de Estado. Obedece esto a la Fundación Nacional para la Alegría en el Trabajo. Algo así como lo que aquí se llama Misiones pedagógicas, aunque con más boato y no tan sencillo y tan verdaderamente popular. Procesiones que me recordaban las que los jesuitas organizaban en el Paraguay colonial para divertir —en el originario sentido de este verbo— a los guaraníes. Y ya que han salido los jesuitas y que jesuitas españoles han tenido colegio en Curía para estudiantes de aquí, he de contar cómo el Gran Hotel de Curía levantó una capilla para su clientela; pero el obispo de Coimbra se negó a consagrarla y a que se abriese al culto mientras el hotel tuviese piscina. Acaso habría sido mejor solución llenarla de agua bendita. Y basta, por ahora, de festejos de Estado.

¿Qué educación nacional puede dar una dictadura académico-castrense? Ardua cuestión. Que no se presenta ni en Italia, ni en Alemania, ni en Rusia, pues Mussolini, Hitler y Stalin de todo tienen menos de catedráticos. ¿Cómo puede espaciarse el alma popular —popular, no nacional— portuguesa fuera de sus ineludibles necesidades elementales? ¿Y el llamado nacionalismo? ¿El nacionalismo doctrinario, académico-castrense, de cátedra? O sea: ¿qué ideal histórico —histórico, no arqueológico— puede surgir del llamado —no sin pedantería— Estado nuevo?

Mas como aun me queda bastante que decir al caso, lo dejo para otro artículo.

Nueva vuelta a Portugal II

Ahora (Madrid), 12 de julio de 1935

Un pueblo se somete a sacrificios y renuncia ante la autoridad —o, mejor, el Poder, que es otra cosa— a ciertas libertades para fraguar una historia que es una leyenda. “El pensamiento de Dios en la tierra de los hombres”, como dije una vez y lo ha repetido en un sermón, citándome, el canónigo de Lisboa Correia Pinto, miembro de la Asamblea Nacional portuguesa. Historia que no es tanto lo que hicieron los hombres que nos hicieron cuanto lo que soñaron haber hecho y haber de hacer. Cuando Queiroz Velloso me entregó su Don Sebastián, historia documentada, ensenta, en lo posible, de leyendas y mitos, le dije que lo que nos importa y le importa a Portugal es la vida de don Sebastián, desde que murió en Alcazarquebir, la biografía del mito, del Encubierto, como se le llamó. Y sigue Portugal soñando y engendrando mitos. Uno es Sidonio Paes. Otro…

En mi reciente recorrido por ese país mitológico visité las tumbas de sus principales héroes. Y de sus reyes. Volví a los Jerónimos, donde yacen los restos de Camoens —sus “probables huesos”, se dice—, de Vasco de Gama, de Herculano… y, junto al gran túmulo de éste, el ataúd en que mi Guerra Junqueiro aguarda mausoleo. Me recogí un momento junto a los despojos de mi amigo el poeta de Patria, debelador de leyendas. Con lo que las dio nueva vida.

Volví a Alcobaça, de que escribí antaño, monasterio fundado por Alfonso Enríquez en conmemoración de la toma a los moros de Santarem a mediados del siglo XII. Escueto y desnudo templo de cistercienses. Allí, las tumbas gemelas de don Pedro y de su Inés de Castro, que si sus estatuas de piedra se irguieran miraríanse cara a cara. Es la tragedia sosegada en piedra de siglos. Y luego, al monasterio de Santa María de la Victoria, llamado Batalla. La batalla fue la de Aljubarrota, ganada a los castellanos. Típico monumento del estilo manuelino, en que aparece ya aquel ornato gótico-hindú, bordados, puntillas y orfebrería en piedra. No el sobrio desnudo cisterciense de Alcobaça. Y allí, en una capilla, en el centro, la tumba de los huesos de don Juan I y de su mujer, doña Felipa de Lencastre, y en sepulcros laterales, sus hijos, don Femando, el infante santo, el príncipe Constante de nuestro Calderón, el de Tánger, muerto mártir en prisión de moros marroquíes; don Enrique el Navegante, el de Sagres, que inició los grandes descubrimientos; don Pedro, el que corrió las cuatro partidas del mundo; don Juan, don Duarte, luego rey. ¡Magnífico monumento en letra —más perenne acaso que la piedra— el que Oliveira Martins les erigió con su libro Os filhos d’el rey don João, obra que tanto admiraba nuestro don Marcelino! En esta obra, la leyenda viva, y en aquellos arcos de piedra, polvo y huesos. Y arqueología más que historia.

En Lisboa, en San Vicente de Fuera, visité el panteón de la dinastía de los Braganzas, arcas de piedra cuadradas, lisas, sin adornos, como muebles cubistas modernos. Allí, don Carlos y su hijo mayor, sacrificados en 1908, y el pobre don Manuel, muerto en destierro, y cuyos restos se trasladaron hace poco a su patria. En aquel triste recinto, que más parece un almacén de sepulcros que un panteón, parece irse posando una leyenda en formación.

Leyendas, todo leyendas. Y la leyenda del mar, sobre el que parece cernerse la cruz de Cristo, con sus cuatro T, casi como cuatro anclas, que la distinguen de una cruz gammada o svástica. (Para hacer de aquélla ésta habría que romperle cuatro ángulos.) Sobre el mar por el que fueron los buscadores de oro, de especias, de ensueños orientales, y en que hoy buscan pan que mate el hambre los pescadores humildes.

A éstos, a los pescadores humildes y sufridos, los vimos, y sin velo, en la playa de Nazaret, al pie de sus blancas casitas. Descalzos ellos, y sus mujeres, y sus niños, acariciando la arena con la carne de las plantas de sus pies, curtiéndose al sol, tirando de las redes de pesca. Aquel era el pueblo por debajo de leyendas. Comer, beber, abrigarse y vestirse pobremente, adornarse un poco —muy poco— acaso y… propagarse. Pueblo que, abrumado bajo cuidados elementales, no da espacio ni tiempo a que le hostiguen inquietudes esenciales. Nuestras libertades civiles serían para ellos un puro lujo superfluo. ¿Qué saben ellos del pomposo Estado nuevo? ¿Qué les importa que les muestren un mapa de Europa marcando en rojo sobre ésta las extensiones de Angola y Mozambique y con la leyenda de: “Portugal no es un país pequeño”? Para leyenda tienen la mar, sobre cuya frente azul han pasado los siglos sin dejar una arruga, que dijo lord Byron. Ni sobre las vidas de esos humildes pescadores han dejado traza las leyendas patrias. Por los caminos rurales cruzamos varias veces con parejas de bueyes de largos cuernos, que tiraban de una carreta con el cuello, no el testuz, y en el yugo que los unía, artísticas tallas de dibujo decorativo y como tomadas de cualquier portada románica anterior al manuelino. ¿Sentirán esos pobres pacientes bueyes algún alivio que les haga más ligero el yugo merced al adorno tradicional?

Vimos y oímos en nuestro recorrido, en Lisboa, en Braga, en Viana do Castelo, en Aveiro, coros populares de canto y baile, con típicos trajes comarcales, ricos de colorido y traza; coros con el cometido de mostrarnos la decretada alegría en el trabajo, el contento en el reparto de la pobreza; pero nada me habló más ni mejor que el no preparado concurso de los humildes pescadores de la playa de Nazaret. Donde alguno se nos acercó a pedirnos una “esmolinha” —una limosnita—, y como se la diéramos en calderilla española, nos dijo en castellano: “Muchas gracias.”

Mas ¿es que, a fin de cuentas, el pobre pueblo, que arrastra su vida bajo el sudario de la Historia, abrumado por sus cuitas elementales, animales, tiene otra misión providencial que no la de dejar que medre la leyenda hostigadora de inquietudes esenciales, espirituales? ¿Dejar que se haga el mito devorador de naciones? Quien lo sabe… El pueblo de cada nación sufre y trabaja, a fin de erigir legendaria tumba a su gloria. Ya dejó dicho Homero que “los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que los venideros tengan cantares”. A lo que se le llama hoy nacionalismo. Mas, después de todo, ¿para qué se vive? ¿Para qué?

Todo me ponía allí ante los ojos —se me antojaba—, leyenda quijotesca y mesiánica a la par, la del pobre rey loco don Sebastián, el Encubierto. Vamos a verlo.

Nueva vuelta a Portugal III

Ahora (Madrid), 16 de julio de 1935

El sábado 8 de este mes de junio asistimos en el claustro manuelino de los Jerónimos de Lisboa a la reconstitución arqueológica de un torneo portugués del siglo XV, fiesta para los ojos y la fantasía. Como espectáculo teatral fue espléndido. Allí representados rey, reina, obispo, caballeros, damas. ¿Para qué describirlo? Torneo y juego de cañas y habilidades a la jineta. Y luego, el jueves, 13, desfiló toda aquella tropa teatral por las calles de Lisboa, para recreo del pueblo, y días después parece que se repitió el torneo para los sindicatos nacionales. Todo ello me recordaba a nuestro Don Quijote y a los duques que le festejaban y se festejaban con él. Y como en aquellos días me diera el profesor de la Universidad de Lisboa J. M. de Queiroz Velloso su sólido y bien documentado libro sobre el rey don Sebastián (D. Sebatião, 1554-1578), me vino al punto a las mientes la leyenda, entre quijotesca y mesiánica, de aquel pobre mozo: un enfermo y, en rigor, un suicida. Que suicidó a su reino.

En setiembre de 1910, henchido de visiones portuguesas, compuse un soneto, titulado “Portugal”, que figura en mi Rosario de sonetos líricos, que ha sido traducido al portugués, y que en castellano dice así: “Del Atlántico mar en las orillas, / desgreñada y descalza, una matrona / se sienta al pie de sierra que corona / triste pinar. Apoya en las rodillas / los codos, y en las manos, las mejillas / y clava ansiosos ojos de leona / en la puesta del sol; el mar entona / su trágico cantar de maravillas. / Dice de luengas tierras y de azares, / mientras ella, sus pies en las espumas / bañando, sueña en el fatal Imperio / que se le hundió en los tenebrosos mares / y mira cómo entre agoreras brumas / se alza don Sebastián, rey del misterio”. ¿Misterio? El de la leyenda nacional —más, acaso, que popular— que brotó después de su muerte y de apoderarse de Portugal Felipe II de España, tío de don Sebastián; mas no misterio histórico. La historia documentada, tal como nos la expone últimamente el profesor Queiroz Velloso, apenas cela misterio. Aunque, ¿no es acaso un misterio de providencia el sino de aquel mozo, primo de nuestro príncipe don Carlos, presa de morbosos empujes y ensueños de castidad y de vanagloria quijotescas?

¡Qué familia! Sus abuelos paternos, don Juan III y doña Catalina de Austria, hermana de Carlos V, el de Yuste; maternos, éste mismo, el emperador, y su mujer; su padre, diabético y enfermizo, que murió a sus dieciséis años y medio, y su madre, que, ya viuda, le dio a luz al pobre Deseado, a sus dieciocho años. Así vino al mundo don Sebastián. Regente del reino primero su madre, hermana de Felipe II; luego, el cardenal don Enrique; su madre, doña Juana, se va a Madrid, junto a su hermano el rey de España, y queda el pobre niño, un anormal, al cuidado de su abuela doña Catalina de Austria. ¡Y qué educación! Edúcanle jesuitas, sobre todo el padre Luis Gonçalves. El pobre mozo padecía ya desde sus doce años de purgación o gonorrea, lo que le hacía misógino y hasta misántropo. De “ingenio agudo y confuso”, al decir de un diplomático, hay quien habla de sus ausencias, obnubilaciones y crepúsculos de epiléptico; su estilo de escribir, enrevesado y sibilino; accesos de furor, monstruosos ensueños de hazañas individuales. “¡Yo sé quién soy!”, parecía decir, como Don Quijote. Se deleitaba en peligros, en fortalecer su cuerpo, acaso impotente para la procreación; vanidoso y altanero. Hizo en Alcobaça abrir las sepulturas de sus antecesores don Alfonso II y don Alfonso III y sus mujeres, las reinas. Alabó a Alfonso III por haber terminado la conquista del Algarve; mas al otro le tuvo a mal, por mujeriego. No pudo abrirse la de don Pedro, a quien condenó con duras palabras por sus amores con doña Inés. Otra vez hizo abrir, en Batalla, la tumba de don Juan II; contempló el cadáver y tomó su espada. “Este fue el mejor oficial que hubo en nuestro oficio”, dijo, y manda al duque de Aveiro que bese la mano del cadáver, su bisabuelo, “¡Mi rey!”, exclamó. Y así, huyendo de mujeres, contemplando cadáveres, soñando conquistas individuales, por su brazo y su esfuerzo personales, para dar qué decir.

Por razones de Estado, se prestaba, de mala gana, a proyectos matrimoniales; mas siempre sin ánimo de casarse. Su tío, Felipe II, por su parte, no le reputaba apto para ello. El hipo del pobre enfermo, su idea fija, era el ir a lograr eterna fama de esforzado caballero a Marruecos, y no precisamente por servir a la fe de la cristiandad. Al último todo era medirse, brazo a brazo, con Ab de Almélique, antes que éste, muy enfermo ya, muriese. Y fue preparando la fatídica expedición, echando mano de todos los recursos y hombres, hasta de herejes luteranos. Su preocupación era el ¿qué dirán?, el puntillo de honra. O el que diría el duque de Alba si él, don Sebastián, se retiraba de su empresa. En las tan sonadas conferencias de Guadalupe entre el rey de Portugal y su tío el de España —asistido éste por el duque de Alba— no lograron hacerle a aquel mozo del destino desistir de su locura. Y así se fue a un verdadero suicidio —y suicidio de su reino— en Alcazarquebir. ¡Desastre pavoroso! El bueno de Ab de Almélique, que allí murió de enfermo, quiso ahorrárselo; mas fue en vano. El que primero llamaron el Deseado y luego el Encubierto cumplía un sino trágico. Y muerto en la refriega, no lejos de Larache, y allí enterrado, y trasladado luego su cadáver a Lisboa, a la iglesia de Santa María de Belem, donde le esperaba su tío Felipe II, dos años más tarde rey también de Portugal, empezó, sin embargo, a germinar la leyenda de que no había muerto y de que habría de volver a Portugal. Un Mesías. Y un Don Quijote. Leyenda quijotesco-mesiánica.

¿Misterio? Uno, patológico, bien aclarado: el del pobre mozo de carne y hueso, heredero de taras familiares, soñador de una vida que se sentía no poder dar, de una resurrección de la carne y soñador de una inmortalidad de la fama. Y otro, el del símbolo que representaba: el de una categoría histórica, el de la encarnación del reino de Portugal.

Han corrido los siglos —más de tres y medio—: el tradicionalismo nacional portugués se ha nutrido, en gran parte, con la leyenda del Encubierto, y el tradicionalismo nacional castellano, con la de su tío, el rey llamado el Prudente, Felipe II; y si hoy estos dos tradicionalismos —nacionalismos— celebraran un concilio en Guadalupe, ¿qué se dirían de una nueva cruzada a ganar fama eterna? ¿Qué de una conquista de la morisma africana? En tanto, los cortejos teatrales entretienen a los pueblos. Y se habla, por una parte y por otra, de renovación de leyendas, más bien arqueológicas. ¿Pero sentirán las hoy dos Repúblicas del extremo occidental de Europa su común misión histórica como la sintieron los dos reinos que ganaron las Indias orientales y las occidentales?

Y ahora, a deciros algo de las relaciones culturales entre ambos pueblos.

San Pío X

Ahora (Madrid), 24 de julio de 1935

Le voy a hablar, amigo mío, de cosa la más de veras seria e intima y esencial: de religión, no de política ni de moral. Y le voy a hablar de ello a propósito de la proyectada reforma constitucional y de lo de restablecimiento del orden público y de la autoridad y del encauce de la educación y de la enseñanza públicas. Lo de la despensa y la escuela. Y la Guardia civil y el maestro. Y si España ha dejado o no de ser católica o si lo era y lo es y cómo y qué quiere decir esto de catolicismo. Popular, o sea laico, se entiende, y no meramente clerical. No trato de un catolicismo político, para asegurar, mediante el temor a las penas del infierno y el deseo de visión beatífica —inimaginable para el pueblo—, el orden civil y social de la vida terrena; no de una religión en defensa de la propiedad y de la familia terrenales, ¡no!, sino de la que sirve a consolar al hombre, al individuo humano, de haber nacido, de la que se cifra en el tuétano de la fe cristiana popular —dentro de sus huesos dogmáticos, que no le cabe roer al pueblo— y se expresa en aquellas palabras del Credo que dicen : “Creo en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.” O en el latín cantado en la misa: “Resurrectionem mortuorum et vitam venturi séculi.” Y fuera lo de penas y castigos, que es policía o moral si se quiere, mas no propiamente religión. Que eso de las penas y castigos, del infierno y el cielo al servicio del Decálogo, de los Mandamientos de la ley de Dios —y aun los de la Iglesia— tiene que ver tan poco con la íntima y verdadera fe cristiana como tienen poco que ver la democracia y la cuestión social con el meollo del cristianismo.

Usted sabe, amigo mío, que en mi libro sobre El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos sostengo con qué profunda penetración de la esencia del catolicismo popular el Papa Pío X, aquel párroco véneto, procedente del pueblo, condenó y anatematizó en su Encíclica Pascendi dominici gregis (8, IV, 1907) el llamado modernismo, herejía de intelectuales criticistas, kantianos en rigor, que hurgaba en la más irracional e inimaginable de las esperanzas del pobre pueblo cristiano. La fe es, según San Pablo, la sustancia de lo que se espera. Y el Papa Pío X adoptó por emblema el ancla, símbolo de esperanza. Luego, en mi otro libro sobre La agonía del cristianismo volví al tema cardinal y radical, concluyendo con aquello de: “Cristo nuestro. Cristo nuestro, ¿por qué nos has abandonado?” Y nada de democracia, ni de autoridad, ni de orden social, ni de policía, es decir, de moral. Y, por último, en mi San Manuel Bueno, mártir —el tercero de la trilogía—, cuando le propusieron a este santo párroco que fundase un Sindicato católico agrario respondió: “No; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo, que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos ni a predicar a éstos que se sometan a aquéllos.” Y acaba: “Opio…, opio… Opio, sí. Démosle opio y que duerma y que sueñe.” Mas él, el pobre santo párroco, ni lograba dormir ni soñar.

Quiero creer que el Papa Pío X, a quien se trata de canonizar, creyó —o creyó que creía, y es igual— libre de la íntima tortura de mi San Manuel Bueno; pero ¡cuán parecidos los siento! Pío X, primer Papa salido de la clase baja después de Sixto V, muerto en 1590 —los veintinueve intermedios fueron o nobles o burgueses—, ha logrado una popularidad que ni Pío IX, el del Syllabus, el anatematizador del liberalismo, que es cosa política; ni León XIII, “más académico que humanista” —así acabo de leer en un excelente estudio—, el de la tan cimbeleada Encíclica Rerum novarum sobre la cuestión dicha social, con la mandanga aquella del justo salario, cuya justicia no se nos dice cómo se establece. Y es que la economía política no toca a la religión ni el Cristo vino a resolver la lucha de clases.

Se trata de canonizar a Pío X, al humilde párroco véneto, de origen popular, que abolió el veto de los Estados profanos en los Cónclaves, que obligó al clero francés a rechazar las Asociaciones culturales, aunque hubiere ello de llevarle a la miseria —que no fue así— y que quiso proteger al pueblo, al pobre pueblo no teólogo, al de carboneros de fe implícita, de que le arrancasen su esperanza en otra vida ultraterrena y aunque esto le sea enteramente inimaginable. Es decir, inconcebible. ¿No ve usted, amigo mío, cuan cerca estaba la religión del futuro San Pío X, de la religión de mi imaginado y sentido San Manuel Bueno? Y en cuanto al personaje histórico, por contraposición al literario y ficticio —aunque todo es uno—, ¿quién sabe el último secreto pensamiento del santo párroco pontifical, el que acaso ni él mismo osase descubrírselo a sí propio? ¿No clamó el Cristo en la Cruz: “¡Dios mío. Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Y perdóneme esta insinuación, amigo mío… Pero ¿es que no habrá más de un santo canonizado que hubiera muerto en desánimo de esperanza, en desesperanza —ya que no desesperación— resignado? ¿En oír la callada de Dios?

Lo que quiero decirle con todo esto, mi buen amigo demócrata cristiano, es que el pobre pueblo niño católico, si se apresta a hacer santificar al Papa Sarto y no al Papa Mastai Ferretti ni al Papa Pecci, es por haber aquél cuidado de guardar la esperanza irrazonable e inimaginable en otra vida de allende ésta y no de escudar con anatemas contra el liberalismo y el socialismo el orden civil, policíaco más que político, y moral de esta vida de aquende y transitoria. Pobre pueblo sencillo, sin más que un magín infantil —y senil— para figurarse una siesta sinfín de sueños de nacimiento de Belén, al son de zampoñas y zambombas, en un cielo de romería perpetua y sin cesar renaciente. O esto o el vacío. Hay, pues, que calafatearle y alquitranarle la mente contra rompientes y remolinos de aguas profundas y tenebrosas, a que no se le metan por entre las hojas del corazón. O dejarle el otro engaño: el de la sociedad futura, que no ha de alcanzar. Y que se alimenta y ceba de resentimientos. Y ¿no tendrá acaso alguna relación con esto lo de Pío XI, de haber hecho consagrar, en 1926, obispos chinos cuando en China cundía ya el bolchevismo? Almas asiáticas, búdicas, que sueñan hacia atrás, hacia la eternidad que pasó, en sociedad fija y culto a los antepasados, a los muertos. San Pío X adoptó por su emblema un ancla en la mar, y encima, en el cielo, una estrella. Una estrella anclada en el cielo y un ancla estrellada en la mar. Y el horizonte marino ilusorio, donde el camino de olas se vuelve camino de estrellas. Y sin puertos a la vista.

Y ahora bien : ¿sigue siendo católico nuestro pueblo occidental?; ¿lo fue alguna vez? Conforme a lo que por catolicismo queramos entender. Y, desde luego, en cuanto a nuestro cristianismo popular e infantil, laico y pagano, así que se le mete en política y en moral deja de ser ceñida y redondamente religioso. Porque eso no es religión. Aunque los políticos de cada partido se llamen entre sí correligionarios. No pasan de colegionarios. Y ya sabrá usted a quien llama legión el Evangelio del Cristo.

Nueva vuelta a Portugal IV

Ahora (Madrid), 30 de julio de 1935

Desde que empecé a estudiar el portugués —la lengua— y, sobre todo, desde que empecé a viajar por Portugal me interesó, más que otra cosa, la dependencia cultural mutua de ambos pueblos, el castellano y el portugués. No sin hondo sentido escribió Oliveira Martins aquella su maravillosa Historia de la civilización ibérica. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, por su parte, incluía en su Historia de la literatura española las literaturas catalana y galaicoportuguesa. ¿Y hay clásico castellano ni más clásico ni más castizo que aquel Francisco Manuel de Melo, soldado portugués al servicio del rey Felipe IV de España y de Portugal contra los catalanes levantados en guerra? Clásico en castellano y clásico en portugués. Y habría que recordar a Gil Vicente, a Camoens y al mismo P. Granada, O. P.

Un castellano puede recorrer Portugal hablando su lengua propia, seguro de que se le entenderá. La recíproca no es tan segura. El castellano entiende mal el portugués hablado —el escrito sí que lo entiende— debido a la fonética complicadísima. La singular sencillez de la fonética castellana, con sus escasos y bien recortados —de claroscuros y sin matiz apenas— sonidos, sobre todo desde el siglo XVI, hacen del romance castellano un lenguaje muy resistente y difícilmente deformable.

Cuando alguna vez se me ha dirigido algún portugués en francés le he dicho siempre: “Fale portuguez.” Me molestaba que entre nosotros se quiera introducir un tercer idioma de cambio. (Y no digo intercambio porque esto carece de sentido.) Hasta en lo escrito he propugnado que no hay por qué traducir del castellano al portugués y viceversa. El esfuerzo que a un castellano le cueste leer portugués es pequeñísimo y, además, se compensa con que en el portugués encontraremos rincones y recovecos de nuestro idioma que no los descubrimos directamente. Aprender portugués es un buen recurso para enriquecer nuestro castellano.

No es exacto que, como se dice, no nos conozcamos unos a otros. En Portugal se ha leído siempre castellano, y desde hace algún tiempo más. Hoy se venden allí obras alemanas de ciencia —medicina especialmente—, filosofía y técnica en traducciones castellanas, ya que no las hay francesas. Y aunque las haya. Pasaron los tiempos en que se leía a Cajal en traducción francesa. Sólo algún que otro pedante presume de conocer mejor el francés que el castellano.

Funciona en Lisboa un Instituto español que empieza a prestar valiosos servicios a la común civilización ibérica. Y se piensa establecer allí una buena librería española. Y falta está haciendo que aquí, en España, sea más accesible el libro portugués. Acaba de traducirse al castellano el San Pablo, de Teixeira de Pascoaes, de que dije desde estas mismas columnas, y ojalá que ello contribuya, más que a que se multipliquen traducciones, a que se apliquen los curiosos y los estudiosos a leer directamente literatura portuguesa.

Ahora, en cuanto a traducir portugués al castellano y, sobre todo, en cuanto a que los literatos, los críticos, los investigadores españoles, se ocupen en dar a conocer la producción literaria, filosófica y científica portuguesa, creo que es un deber nuestro. El más seguro camino para que el pensamiento portugués sea más y mejor conocido en el mundo es que lo presentemos nosotros. Los más de los extranjeros estudiosos de portugués que conozco han pasado a él por el castellano. Empezaron por interesarse en literatura castellana, y de ésta pasaron a la portuguesa. Y, por otra parte, los que han abordado ésta, la portuguesa, sin pasar por la nuestra, la han comprendido mal.

Ahora vendría a cuento comentar aquí unas aseveraciones de mi amigo Osorio de Oliveira en su interesante libro Psicología de Portugal, donde sostiene que “las obras que viven por el estilo (y esto lo traduzco ahora aquí, en castellano, contra mi consejo) pueden ser bellas, mas son difíciles de traducir y no interesan a los que en la literatura buscan menos la riqueza de forma que la expresión límpida y cristalina de las ideas y de los sentimientos”. Pero ¿es que el estilo y la riqueza de forma no son los que hacen la expresión límpida y cristalina? Acusa a sus compatriotas de falta de sobriedad y de precisión en el pensamiento. Dice que el estilo retórico es un obstáculo a la divulgación del pensamiento portugués en el extranjero. Y luego sostiene que el otro obstáculo —y el mayor— es que los escritores portugueses atiendan a las cosas y casos de Portugal y hasta de una región portuguesa. De aquí —dice— la dificultad de que se universalice la obra de un Camilo Castelo Branco o de un Aquilino Ribeiro hoy. Un francés le dijo a Osorio de Oliveira: “Si Aquilino Ribeiro pudiese ser traducido, si no escribiese en un dialecto regional (del portugués, se entiende), sería considerado en Europa como el Gorki de Occidente.” Yo, por mi parte, estando en París, hace diez años, recomendé a los que por las cosas japonesas se interesaban las obras, en portugués, de Wenceslao de Moraes, superiores a las más celebradas de otros japonesistas, y en la tradición de aquel Fernán Méndez Pinto, el primero que en el siglo XVI dio a conocer el Japón.

Osorio de Oliveira incurre en el mismo error de Pío Baroja cuando suponía que una novela de asunto regional difícilmente puede universalizarse. Hasta de asunto ceñida y estrechamente local. La dificultad puede ser la lengua. Y de aquí la equivocación —por tal la tengo— de los que se ponen a escribir en una lengua sin acento local, en una lengua internacional —no universal— y para ser traducidos. O acaso en ese hórrido dialécto escrito —no hablado— del reportaje cosmopolita.

La verdad es que aquí, en España, se conoce a Eça de Queiroz —a quien se le ha traducido al castellano— más y mejor que al portuguesísimo Camilo Castelo Branco; pero, ¿de quién la culpa, si la hay? En cuanto a Aquilino Ribeiro, ¿quién le conoce aquí? Mas, por otra parte, no fío mucho en la duración de la boga de aquellos literatos —novelistas sobre todo— que escribieron en estilo —si eso es estilo— de reportaje cosmopolita y para ser traducidos… al francés. ¿Traducir? Mejor “mettre au point”. Y en cuanto a nosotros, a los ibéricos, ¿cuándo nos convenceremos de que si hemos de influir en la cultura universal, nosotros, de lengua castellana, galaico-portuguesa y catalana, no será poniéndonos a la escuela de un cosmopolitismo europeo que hace del estilo literario un álgebra sin jugo vital?

Y por ahora no más de esto. Aunque me queda por decir algo más del Portugal de hoy en relación con la España de hoy.

Elogio de “María”

La Razón (Buenos Aires), 8 de agosto de 1935

Acabo de leer en el benemeritísimo Repertorio Americano un estudio sobre “La bella realidad de la María de Jorge Isaacs”, que firma Cornelio Hispano. Verdadera “Biblia de los quince años”. No los tenía yo cuando me enamoré de mi primera y última novia, de la hoy madre de mis ocho hijos, y no los tenía cuando ella se me ausentó, y pasamos cinco o seis años sin vernos, correspondiéndonos por carta. A los quince años de estas relaciones nos casamos. Mi hijo mayor, siguiendo mis huellas, se enamoró casi niño, casó, y a los ocho años de casado, y cuando su María, mi otra hija —mujer es Concha— iba a hacerme abuelo, se nos murió. Había sido en casa de estos mis hijos, en Palencia, en 1923, cuando, teniendo ya 59 años, leí por primera vez la María, de Isaacs, en un ejemplar que mi hijo había regalado a su María cuando eran novios. Si lo hubiera leído a mis quince años, no me habría calado tan hondo. En rigor, yo no he tenido mocedad, sino niñez. Voy pasando de mi primera ancianidad a mi segunda infancia. Y así siento la eternidad del amor. Eternidad no como envolvente de pasado, presente y porvenir, sino como siempre presente abismático. Y… ahora un desahogo lírico:

Amor viejo no envejece / siempre niño, sobre edad / nació entero, así parece: / su vida es eternidad. / Es ciego, mas su ceguera / ve en tinieblas más allá / y sin deslumbrarse espera / que el alma le llevará. / Amor viejo es niño eterno. / Flor de flores, lealtad, / no se agosta, que es de invierno / Diciembre, Natividad.

Y sigo ahora. Es que a mi amor niño viejo no le sopló la muerte. La muerte de un sueño encarnado no me trajo la juventud como a Isaacs, que escribía su poema cuando yo nacía, en 1864. Es decir, sigo naciendo. Y nací también, como otras veces, cuando en casa de mi María, la de mi hijo, leí esa que usted llama “Biblia de los quince años”. La sorbí como Efrain el agua fresca y clara de las manos de su María.

¡Biblia! En efecto aquello es bíblico, eterno. Si el “Cantar de los Cantares” se cantó en hebreo, la primera lengua de los judíos, la María se cantó en lengua española, su segunda lengua recriada en el paraíso colombiano. Colombia ha dado a Isaacs, como Venezuela a Bolívar, los dos más grandes románticos de América —y cuánto mayores fuera de ella— y ambos lanzados a su carrera quijotesca de conquistadores por la muerte de un sueño de amor encarnado: Bolívar su “huidera” mujer, la hija del marqués del Toro; Isaacs su prima Eloísa. Y esto hay que recordarlo cuando llegan unos mocitos, algunos de los cuales jamás fueron niños, que hablan despectivamente del romanticismo sin saber lo que fue. Repito que si hubiere leído la María a mis quince años, en 1879, cuando romantizaba, no me habría calado como me caló a mis cincuenta y nueve.Hay libros —¿libros?— eternos que no se deben leer de joven. Tenía yo cerca de 50 cuando leía el Robinson y el Gulliver, y gracias a ello los penetré. Y es que a mis cincuenta mi niño era no menos niño, pero más consciente de su niñez y más comprensivo que en mi infancia. Y así con La María. Y después que la María de mi hijo ha muerto espero volver a leer la de Isaacs. ¿Con qué ánimo? Hay otras cosas· tristes en su estudio de que no quiero decir nada… ¿para qué?

Meditación escurialense

Ahora (Madrid), 9 de agosto de 1935

El día 14 de julio lo pasé en El Escorial de Felipe II, de Herrera y del P. Fr. José de Sigüenza, los tres maestros del monasterio de San Lorenzo el Real. En ese día desfiló tropa francesa ante el Arco de la Estrella, en París, y pronunció su mejor discurso en Baracaldo Azaña, el que de mozo había vaciado su espíritu en el jardín de los frailes escurialenses.

El Arco de la Estrella es puerta al campo, al camino abierto; puerta ni de entrada ni de salida, agujero en el espacio libre. ¿No es el alma nuestra, moderna y civil algo así? Que vive hacia un adentro que es un afuera, atravesándose a sí propia. El templo escurialense, por contra, es un espacio apresado en sombra, empedrado o, más bien, empedernido. ¿Vagará por él acaso el espíritu desencarnado del que fue Felipe II? Nada en ese templo de ahorrar, a lo gótico arquitectónico, piedra, materia. El espacio del recinto sagrado pesa sostenido no en columnas esbeltas, sino en una como torres cuadradas. Y todo en cuadro, encuadrado.

Recordé el monasterio, de jerónimos también, de Belén, en Lisboa. Y cómo el P. Sigüenza, en su maciza prosa herreriana y filipina, al revolverse contra el manuelino, el barroco portugués, preceptuaba la clásica doctrina del nuevo —entonces— estilo de Estado imperial. Escribiendo de Belén decía que “como la arquitectura moderna está siempre adornada de follajes y de figuras y molduras y mil visajes impertinentes, y la materia era tan fuerte, labrábase mal y costaría infinito tiempo y dinero; lo que agora está hecho muestra bien lo que digo. Tiene esta fachada del mediodía mucho de esto, ansí en la iglesia como en el antecoro y dormitorio, que es todo mármol y lleno de florones, morteretes, resaltos, canes, pirámides y otros mil moharrachos que no sé como se llaman ni el que los hazía tampoco.” ¡Grave pecado contra el espíritu del arte hacer algo que no se sabe cómo se llame! Y luego, el buen jerónimo herreriano y filipino, que sosegaba su espíritu entre los enormes pilares escurialenses, cuenta cómo en Belén se sustenta la sola nave de la fábrica “sobre unos pilares muy flacos y delgados, puestos por gentileza más que por necesidad; cosa que a cualquier hombre de buen juicio en esto ha de ofender en viéndolo.” Y lo razona así: “Fiose el arquitecto en la fortaleza de las paredes, que avían de ser poderosas a sufrir y sustentar el peso y fuerça de la bóbeda. Y quiso espantar a los que entrassen viendo como en el ayre una máquina tan grande; locura e indiscreción en buena arquitectura, porque el edificio es para asegurarme, y no que viva en él con miedo de si se me viene encima.”

¡Honda doctrina de arte, de política y de religión! Pensaba yo en ella cuando en la Biblioteca, después de contemplar el retrato del P. Sigüenza, su bibliotecario, me paré ante el de Felipe II, que parece estar susurrando su favorito “¡Sosegaos!” cuando alguno se estremecía de desasosiego a la vista de su pálido, enigmático rostro serpentino. (¡Desasosiego! ¡Qué palabra! ¡Esas tres eses susurrantes, siseantes, que parecen resbalar en culebreo de respuesta a la callada de Dios cuando pasa —dice la Escritura— con un susurro, con un siseo!)

Subí a la carretera que llaman la Horizontal, en la falda de la montaña, que hace de bastidor rocoso que separa al monasterio del fondo celeste. Mientras, desde allí, desde la Horizontal, se destaca el monasterio sobre la vertiente terrosa y ondulada, que va a perderse en el lejano horizonte de la llanada, en que se funden suelo, cielo y nubes. La piedra clara del monasterio, como la tez serpentina del Prudente —la serpiente símbolo evangélico de la prudencia—, toma al sol de Castill tonos de meollo, de tuétano, de roca. Los siglos no la han amorenado, ensombrecido; parece arrancada de ayer. Como si el monasterio, al sacar al sol y al aire seculares —y seglares— las entrañas de la madre sierra, al desentrañar España, dijese: “¡Sosegaos!” Monumento —esto es, amonestación— del Estado imperial, cuadrado y encuadrado a la romana. A la romana del Sacro Romano Imperio.

Y esas piedras, esos sillares, se sacaron de los berruecos o barruecos de la sierra, de sus rocas berroqueñas. ¿Tendrá algo que decir barrueco con barroco? Porque el paisaje rocoso, berroqueño, de esas soledades serranas tienen mucho de barroco. Y esto se ha dicho ya, y muy bien por cierto. Del barroquismo —mejor sería llamarle barroquería— de esa naturaleza de las soledades serranas de Castilla sacó el genio que podríamos llamar escurialense esos sillares cuadrados que al aire espejan al sol, festoneados por verdura de arrayán —murta monástica—, y en el recinto sagrado del templo aprisionan y encuadran la sombra del espacio.

Allí, en aquella tumba —que no otra cosa es— agonizó Felipe II “en una sentina hedionda, sepultado en vida”, nos dice el P. Sigüenza, que asistió a su agonía. Quien en su prosa herreriana y filipina, cuadrada en sus párrafos —sillares— a la romana, acaba así su relato: “Durmió en el Señor el gran Felipe Segundo, hijo del Emperador Carlos Quinto, en la misma casa y templo de San Lorenço, que avía edificado, y casi encima de su misma sepultura, a las cinco de la mañana, quando el alva rompía por el Oriente, trayendo el Sol la luz del Domingo, día de luz y del Señor de la luz; y estando cantando la missa de alva los niños del Seminario, la postrera que se dixo por su vida y la primera de su muerte, a treze de Setiembre, en las octavas de la Natividad de Nuestra Señora, Vigilia de la Exaltación de la Cruz, el año MDXCVIII.”

Allí, agotado a sus setenta y dos años, se enroscó en el Crucifijo a morir el Prudente, mientras los niños de coro cantaban en la sombra del templo monástico al sol naciente. Al que no se ponía aún en los dominios españoles, mas que empezaba ya la puesta austríaca. Y allí queda, en el mismo monasterio, en un cuadro, testimonio pictórico de las regias comuniones de conjuro para deshechizar a la escurraja dinástica, al pobre imbécil Carlos II. Sucedió otra dinastía, la borbónica, y aun la frescura monacal escurialense refrescó ardores de María Luisa. Y la última visita regia…

Cuando me arranqué de aquella contemplación volví a Madrid a enterarme del desfile militar francés ante el Arco de la Estrella y de los ecos del discurso del que había vaciado el espíritu de su mocedad junto al jardín de los frailes de El Escorial. Y hoy me parece que todo ello, lo de hace más de tres siglos y lo de no hace más que tres semanas, se pierde en el eterno pasado histórico.

El alma naturalmente cristiana de los revolucionarios de Asturias

Ahora (Madrid), 14 de agosto de 1935

Habíaseme invitado para el domingo 4 de este mes de agosto a ir a Gijón a presidir cierta fiesta de su Ateneo Obrero, donde ya antaño actué, y tres días antes se clausuró, por orden gubernativa, ese centro y quedó sin objeto la invitación. En cuanto a la orden de clausura, sólo tengo que decir, de paso, que me parece una de tantas puerilidades autoritativas para hacer creer a los pazguatos y cuitados que hay peligros cuyo secreto conoce la Policía, para alarmar enarbolando cocos o espantajos. Mas, por otra parte, semejante orden me libró de tener que afrontarme con otra puerilidad, y es la de que se me saludase acaso levantando puños cerrados por encima de cabezas más cerradas aún. Me hastían cada vez más esos ademanes deportivos y litúrgicos de uno y de otro sentido y del de más allá. Y no digo de ideología porque no alcanzo a verla ni en los unos ni en los otros. Y, además —pues que yo no iba a hacer lo que se llama un acto político ni a ponerme de un lado ni de otro—, ¿a qué vendrían esas manifestaciones?

¿Qué me proponía yo decir allí, en aquel Ateneo, donde ya antaño hube hablado? Pues precisamente decir algo acerca de religión, tema que, en rigor, rehuyen los de ambos bandos en contienda. Y lo rehuyen más los que se amparan en lo que llaman religión para sus propagandas. De lo que algo dije aquí mismo en aquel mi comentario que dediqué a San Pío X. Ahora me ofrecía tema de nuevo comentario la tan notable como característica circular que Justo, obispo de Oviedo, dirigió a los fieles de su diócesis el 14 de junio de este mismo año. Merece atenta consideración.

Empieza el doctor don Justo Echeguren —paisano mío— quejándose de que “una gran mayoría de los obreros y trabajadores de esta nuestra amadísima diócesis —dice— se han apartado y van apartando de los suyos, de la Iglesia nuestra madre y de la práctica de la religión santa”. No dice —nótese bien— de la fe, del credo. Añade: “… esos mismos obreros y trabajadores fueron en tiempos nada lejanos, aquí como en tantas otras partes, de los mejores hijos de la Iglesia, de los más adictos y amantes de ella y de su clero”. No dice que de los más creyentes en su credo religioso. “Hoy —agrega— ven en el catolicismo y en sus sacerdotes enemigos que querrían destruir.” Y el credo religioso —¡el religioso!— sigue sin aparecer.

En seguida viene un largo párrafo, notabilísimo por singular nobleza y elevación y por el contraste con los juicios que la revolución del proletariado de Asturias ha merecido a otros católicos —éstos, de catolicismo político o más bien policíaco, y algunos de ellos, obispos de levita y ministros, aunque no del Señor—. Dice así: “Es también cierto que en el fondo del alma de esos obreros —hoy tristemente alejados de la Iglesia— es fácil observar, como testimonio del alma naturalmente cristiana de clase, numerosas y muy excelsas virtudes fundamentalmente cristianas: la abnegación, que les conduce a intensas privaciones en defensa de lo que consideran su ideal; la obediencia y disciplina a que viven sometidos, sin reparar en los más grandes sacrificios; la solidaridad con que se unen a sus compañeros de trabajo; la fraternidad con que echan sobre sí pesadas atenciones, incluso la edificante recogida, en el pobre y ya bien poblado hogar, de niños huérfanos; la justicia, en defensa de la cual, o de la que tal creen, exponen esforzadamente sus vidas; las virtudes familiares que se practican en tantos hogares obreros.”

Relea el lector ese párrafo —lo merece— y fíjese en lo del alma “naturalmente” —no dice “sobrenaturalmente”— cristiana de clase, en lo de exponer esforzadamente sus vidas por lo que creen justicia y en lo de las virtudes familiares y observe que para nada se habla de credo, de doctrina teológica. Y luego el señor obispo, después de ese acto de comprensión caritativa e inteligente, dice que “los hijos del trabajo han huido, en gran parte, de la Iglesia”, y cita la Encíclica Quadragessimo anno, en que el Papa Pío XI se queja de que a los obreros se les ha hecho creer que la Iglesia y los que se dicen adictos a ella favorecen a los ricos, desprecian a los obreros y no tienen cuidado ninguno de ellos y “que por eso tuvieron que pasar a las filas de los socialistas y alistarse en ellas para poder mirar por sí”. Mas perdonen aquí el Papa y el obispo, pero el pasarse a las filas de los socialistas tiene poco que ver con haber perdido la fe cristiana en la otra vida y en los misterios de fe que se explican en el catecismo. Aquí está la clave.

Termina la circular del obispo de Oviedo constituyendo una Comisión Social Diocesana para propagar la doctrina social del Evangelio y de la Iglesia y divulgar las doctrinas católico-sociales y que, ya en el redil de la Iglesia, los obreros sean “felices con la máxima felicidad que es dado al hombre gozar mientras peregrina por este valle de lágrimas hacia la patria eterna del cielo”. De esa Comisión Social Diocesana forman parte, entre otros, un canónigo, un dominico —¡y diputado!—, un jesuita y un catedrático, sociólogos los cuatro y demócratas cristianos, al decir. Hombres de partido tomado.

Pero, señor obispo, aunque se les llegase a convencer a esos obreros de “alma naturalmente cristiana de clase” —y con razones contantes y sonantes— de que la Iglesia y su clero favorecen todas sus aspiraciones de clase y hasta el comunismo integral, ¿habrá quien crea que por esto sólo iban a creer en los misterios de la fe eclesiástica y en la patria eterna del cielo? Podrían matricularse en la parroquia o alistarse en cofradías o en uno de esos llamados Sindicatos católicos, pero ¿comulgar en la fe religiosa de una Iglesia que afirma que no cabe salvación del alma fuera de ella? Las doctrinas católico-sociales que pueda divulgar esa Comisión sociológica las conocen los obreros, esos de “alma naturalmente cristiana de clase”; pero para entrar en el redil de la Iglesia hay que acatar una porción de misterios teológicos, ya que el creer en ellos y en “la patria eterna del cielo” dice ser indispensable para ganarla. Y aquí está el nudo, señor obispo. Que ni lo suelta ni lo corta ninguno de los sociólogos en comisión y menos el jesuita —P. Vitorino Feliz— de la Compañía de aquel padre Astete, S. J., que dejó escrito lo de: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” No a cuestiones sociológicas, sino teológicas, religiosas. Que si los obreros se apartan de la Iglesia es por no apetecer esa salvación que dice no caber fuera de ella. Y para otra no la necesitan. Y ¿quién les abre ese apetito? Este es el caso, señor obispo. Y, una vez abierto ese apetito de esa salvación, ya verán si lo satisfacen fuera de la Iglesia o dentro de ella. O si no lo satisfacen…

Algo y algos

Ahora (Madrid), 21 de agosto de 1935

Cuando me he puesto a enhebrar mis notas tomadas al azar del viento de la vida cotidiana que pasa, para urdir esta fantasía —y ello es mi vida—, me he dicho: “¿La titularé Algo o Algos?” Algo recordará a ciertos lectores aquel libro del poeta catalán, en castellano, Bartrina, que tanto impresionó antaño y que se ha reeditado hace poco. Pero al que esto os cuenta le recuerda el recuerdo de un recuerdo perdido y hallado por su maestro de primeras letras. Hace ya unos sesenta y cinco años. El antepasado personal del que os cuenta esto, lectores, el que habitaba y se hacía en el cuerpo que hoy le sostiene y nutre; el niño que, según el dicho de Wordsworth, es el padre del hombre —y abuelo del anciano—, era un muchachito reservado y taciturno. Hablaba muy poco distraído en ir soñando lo que pasaba. No tenía nada que decir; todo que oír. Y un día su maestro —me lo contó él mismo, bastantes años después, cuando yo (el yo nacido de aquel niño) era ya más que algo— le dijo para romperle la callada en que se envolvía: “¡Pero, Miguel, di algo!” Y aquel Miguel respondió: “¡Algo!” y volvió a callarse. Y en este “algo” del otro y el mismo que fui hace sesenta y cinco años me he puesto a pensar al ponerme a enhebrar mis notas de ahora.

¿La titularé Algos? Y al punto —es inevitable— se me ha venido a la memoria de literato español aquel pasaje del capítulo XXIX de la segunda parte del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha donde se cuenta la famosa aventura del barco encantado. Es cuando Sancho para notar si es que habían pasado la línea equinoccial, al pasar la cual se les mueren los piojos a los que van en el navío, se pasa la mano por un muslo, siguiendo el consejo de Don Quijote, por si los encuentra. Y al decirle a su amo que no la habían pasado: “¿Pues qué? —preguntó Don Quijote—, ¿has topado algo?” “¡Y aun algos!”, respondió Sancho. Y el cervantista profesional señor Rodríguez Marín dice en nota que como esta locución sanchezca se ha hecho proverbial “no haría nada de más la Academia Española dándole cabida en su Diccionario”. Del mismo señor Rodríguez Marín depende, me parece. Por mi parte, que entre.

Presumo que algún lector melindroso, de los que llaman eructo al regüeldo, torcerá el hocico al leer esto de piojo aparejado con algo sin reparar en lo que es la vida de cada día. Y aquí vuelve a asaltarme otro recuerdo de esos que no nos trae la lógica, sino la bendita imaginación, y es aquello que dicen que decía de su Portugal el rey don Carlos de Braganza, el sacrificado, y era: “isto é uma piolheira!”, o sea: “¡esto es una piojera!” ¡ Y qué pueblo vivo, y anhelante, y sufriente!, ¿no? ¡Una piojera! ¡Y cómo verbenea! No la masa compacta, la terrible masa uniformada y encuadrada, que avanza —o retrocede— hacia no sabe qué destino (ni quién la conduce), sino la gusanera, la verbenera, en ebullición espiritual.

¡Quién pudiera, Dios mío, en vez de concentrarse en una de esas visiones más que históricas, sociológicas, de un pueblo cualquiera perderse en la contemplación de una nebulosa que sea el tejido de un sinfín de biografías, claro está que individuales! Hay seres humanos —personas— que parece han pasado por la vida en vano, como en inconsciente entrenamiento para la muerte, y sin embargo, han ido entrando en el espíritu de un prójimo —acaso de ellos desconocido— y allí han amadrigado y prendido otra vida e inmortalizádose. Y ahí al morirse no han muerto. A uno que me decía: “Mi alma es un camposanto en que duermen cuantos quise y se me murieron”, le respondí: “La mía, un vivero en que viven y reviven todos ellos.” De todas las voces de vida que lanzó José María Gabriel y Galán, el poeta mi amigo —de mi vivero—, la más entrañada, aquella en que al cantar la muerte de su padre dijo lo de vivir, “porque mis muertos no mueran”. El culto a los muertos es el más íntimo culto a la vida…

(Mientras esto escribo tomándolo de mis notas, oigo fuera, en la calma de la tarde —después de una tormenta— las notas sueltas, desgranadas, de una flauta en que parece estar ensayándose algún solitario soñador. Y las notas —casi sin hilo— del flautista, parecen gemir. ¿O por qué desatinada ocurrencia se me figura como si estuviese ese hombre jugando a las tabas con las de sus antepasados? Y de pronto como si un chasquido de una de ellas lo fuese de un olvidado recuerdo que se me escabulle de la memoria…) (¡Se está ahíto de ellos!)

¡ Y leer luego —u oírlos, que es peor— uno de esos discursos políticos, sociológicos, a las masas, a las turbas despersonalizadas, con los insistentes lugares comunes de semejantes actos! Y a lo peor uno de éstos provoca lo que se llama un levantamiento —suele ser hundimiento— seguido de un crimen colectivo. No lo que se llama pasional, que es individual; de estos de que a diario se nos sirve el relato. Y el tejido de estos relatos de crímenes psicológicos, no sociológicos, de pobres piojos humanos que verbenean en el pueblo, nos da comprensión de la vida humana comunal, mucho más honda que el relato de una revuelta popular. ¿Qué le va a decir a una de esas muchedumbres despersonalizadas, a uno de esos públicos cubicables un orador de masas, él, que no lleve dentro el vivero de sur muertos inmortales? ¿Creéis que un jugador de ajedrez les dice algo a los peones, alfiles, caballos y torres —acaso rey o reina— de su tablero? Aunque sería inútil, pues esas piezas de madera —¡piezas al fin!— no oyen.

Una tragedia de masa… No; en la verdadera tragedia todos los que en ella toman parte son protagonistas. Y no cabe masa de protagonistas, que individuo equivale a persona. Y un pueblo, no una masa, se fragua, no se amasa, de personas y no de meros individuos, no de Fabios cualesquiera.

Y… ¡ay!, aquel mi niño de hace sesenta y cinco años, que cuando su maestro —¡santo varón!— le decía: “¡Di algo, Miguel!”, le respondía: “¡Algo!” Han corrido los años, pasádose vidas, propias y ajenas, por él, y sigue buscando algo que tener que decir. No a muchedumbres despersonalizadas, sino a personas, sino a vosotros, lectores de estos comentarios tejidos con hebras de vidas de mi vivero.

En retiro de remanso serrano

Ahora (Madrid), 27 de agosto de 1935

Trazo, lector, con sosiego y holgura estas líneas en un lugar de mi Castilla rayana a Extremadura, de esos terminales de ir, quedarse y volver y no de ir, pasarse y seguir. En uno de esos que son como remansos de espacio, de tiempo y de pensamiento, que convidan a ver más que a discurrir. Bien que, ¿hay acaso visión que no empuje al discurso? “¡Va hecha una visión!” —una estantigua o un adefesio—, dicen las mujeres de la otra que va fuera de moda de tiempo, de espacio o de gusto. Las mujeres de este lugar que digo —ya apenas si no las ancianas— van hechas visiones, con atavío tradicional que acabará por ir a museo etnográfico —de trajes regionales— como el de sus hombres, hace tiempo en desuso, que se nos conserva en una pintura de Goya.

De estos lugares —aldeas, villas y aun ciudades-terminales quedan todavía bastantes en nuestra España, llena de nudosos rincones y recodos geográficos. O en un cabo de costa o en una falda de montaña serrana. Mas el rodar de la Historia va gastando su extrañeza entrañada. Los modernos medios de transporte y comunicación les descomulgan de la tradición castiza. La vida de industria y comercio afluye a los que, junto a líneas férreas por lo común, ofrecen conveniencias mayores al tránsito y al tráfico. Este mismo lugar en que estoy escribiendo ha perdido en treinta años cerca del 40 por 100 de su población. Caído ya el sol —en verano—, comerciantes e industriales en retiro de su negocio al lugar nativo pasean sus recuerdos por entre castaños a que, cuando niños ellos, vieron frondosos y que ahora, en agonía, tienden algunas ramas secas, sin follaje, al cielo de la tarde.

He subido por las empinadas y enchinarradas calles a su iglesia de Nuestra Señora de la Asunción —hoy su fiesta— a ver la salida de misa. Y luego, desde mi breve retiro veraniego, he contemplado el valle. A mis pies; una huerta, detrás la roja “testudo” de los tejados de las casas del lugar, todavía sin chimeneas las más, que así lo pedía el oficio de la industria local de embutidos. Y allende, cerrando el horizonte, el entablamento de unos cerros rocosos y pelados. Todo a una luz quieto, de remanso también y de visión.

¿Y eso que llamamos cuestión social? Ni apenas. Jornaleros menestrales que hacen a oficios pasajeros; ya siegan heno, ya siembran patatas, ya reparan viviendas. No cabe decir que haya masa de “casa de pueblo”, por ser pueblo casi sin masa. Lo que a estos lugares, de verdaderas comunidades —poblaciones— les distinguía y distingue aún de las masas humanas, colectividades—agrupaciones—, era la vida interfamiliar, social. El lugar era una casa —no una masa— con sus trabajos y sus fiestas. Sobre todo con los bautizos, las bodas y los funerales, fiestas también de vecindad, y las tres raíces cardinales del culto religioso popular: cristianar, casar y enterrar. Y ahora, en camino estos actos de hacerse religiosa y no eclesiásticamente civiles, laicos, es que la civilización que incubó la Iglesia pasa a ser obra de la Nación, del Estado. Nacimiento, casamiento y enterramiento se desamortizan. Honda mudanza que en el pensamiento y el sentimiento populares —laicos o civiles— trae el sentir y pensar que son actos de culto civil nacional los registros del nacer, el casarse y el morir. Día llegará acaso en que al “cristianar” se le llame “españolar”. Y por algo la tradición eclesiástica ha resistido esos tres registros. Mientras tanto allí abajo, en el fondo, velado por verdura, del valle, se oye a la locomotora de vapor que enlaza Castilla con Extremadura, y oigo aquí, tal un canto secular, el susurro del agua de la reguera que pasa, calle abajo, desde él alto de la sierra. Agua que va, así canalizada, al Tajo, y de éste, a la mar.

Al venir a estos días de remanso serrano me he traído no libro alguno en español, sino en inglés. He pensado que para español me bastaría con el diario provincial, que nos trae las noticias de las reuniones ministeriales, de los mítines políticos, del crimen de cada día y de los demás deportes. Y así, me he traído los poemas de Keats para, al brizo del susurro del agua de la reguera de la calle, oír mental y cordialmente el gorjeo del inmortal poeta, que hace ciento dieciséis años, en el brevísimo vuelo de su vida, lanzó al cielo su oda al ruiseñor. El que pedía beber de la Hipocrene y dejar, sin ser visto, el mundo y desvanecerse con el ruiseñor en el sombroso bosque. El que sentía que, en la ciudad, pensar es estar lleno de cuidados. El que cantaba que más que nunca le parecía cosa rica el morir, el cesar a media noche sin pena, mientras el pájaro exhalaba en torno su alma en arrobo. El que acababa su oda con: “¿Fue una visión o un sueño de despierto? Huyó esa música. ¿Velo o duermo?” Murióse a poco más de sus veinticinco años.

Y yo aquí, en este mi actual lugar y estado de remanso y retiro, oigo no a ruiseñor, pero sí a esta reguera serrana de la calle, que me dice de la eternidad de la historia religiosamente popular con aquellas inmortales palabras de nuestro poeta castellano, el de que “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar…” Como este regato. ¿Es una visión? ¿Velo o duermo? Porque ¡tener, Dios mío, que volver a la corriente y a la rompiente y a tener que salvar alguna otra presa de molino…! Y esto, ¡a la edad de uno…! Del uno mismo habitual…, que es el hombre de cada día… ¡Deporte también!

A un mozo de partido

Ahora (Madrid), 30 de agosto de 1935

¿Un hombre en conversación consigo mismo, esto es: en desdoblamiento, es un hombre uno? ¿Pero el que es un hombre solo es hombre? ¡Pasar la noche desvelado, en aguardo de oír sonar las horas en el reloj de la iglesia, en sentir resbalar inútil el tiempo vacío! Hace poco me decía mi nieto: “Yo sé para qué sirven las mariposas; para meterles un alfiler por la barriga y clavarlas en un cartón, unas junto a otras.” Para eso sirven las horas, pero cuando hay alfileres y cartón para ellas. Y si no, a conversar uno con el otro mismo… ¿Es esto diálogo? No, según me dice un lector objetante y criticante. El diálogo pertenece a la dramática, según ese lector, y también a la épica, pero no a la lírica. Y lo mío, lo de este desordenado comentador aquí, es de puro desorden lírico. Y menos mal que no me trae a cuento a Píndaro.

¿Me habla, en efecto, de mi desorden lírico, y me acusa… de qué? De poeta, condición poco seria y a propósito para ocuparse, siquiera de vez en cuando, en política. “Usted no es más que un poeta”, me dice. ¡Gracias! Y gracias a Dios… Pero veamos en qué sentido. Porque aquí, en esta tierra de charrería —lo he contado ya otras veces—, poeta quería decir “calendariero”, el que hace o compone juicios meteorológicos del año para los calendarios, en verso, según era uso. Por lo cual, como presentara yo antaño en una alquería de la tierra a un mocito cortesano que iba para poeta —quiero decir versificador—, el mayoral le pregunta: “Y diga, ¿qué tal otoñada tendremos? ¿Lloverá en septiembre?” Y como también se suelen hacer calendarios políticos —que así es como los llaman—, hay entrevisteros de esos de lápiz y cuartillas en mano que tomándonle por “poeta” se me acercan a preguntarme si creo que habrá elecciones por noviembre y si las harán los radicales o los cedistas y si… Todas las demás preguntas de cajón. Del cajón de las vaciedades. (Aunque, dicho sea de paso y entre paréntesis, el cajón de aquella frase nada tiene que ver con el cajón de caja.)

Pero, lector objetante, ¿qué quiere usted? ¿Que le espete yo aquí todos esos sobados lugares comunes —y excusados— político-sociológicos? ¿Quiere usted que cultive esa literatura pseudo-política, que está inundando a nuestro público de ramplonería y de chabacanería? ¿Toda esa bazofia de olla podrida y de garbanzos turrados? Que no es lo peor lo que dicen, sino el modo de decirlo. ¿Quiere usted que me ponga yo aquí a estructurar sugerencias auténticas ? No merece mi pena de hacerlo. Ya habrá penados que lo hagan; y bien penosamente por cierto.

Me acusa mi objetante de que cuido más del modo de decir que de lo que digo. Pues ¡anda, y está bueno! ¡Como que el modo es el qué! Ni me hartaré de repetir que todo el progreso civil de nuestro pueblo estriba en cobrar un lenguaje político ceñido y con sentido. En que se deje de manejar y babosear esos términos hueros, como los de izquierdista, derechista y otros por el estilo. Aunque…, ¿estilo? Eso no es estilo. Y menos el que han dado en llamar nuevo, ése del fajismo —disfrazado a las veces—. El de los de mollera fajada, quiero decir. Fajada para que no dé en parir y aborte; para que no quede encinta —esto es, desfajada—. Que el fajismo tira a esterilizar las mentes. Y resultan esos fajistas sujetos de dogmas —doctrinas y creencias— inmuebles, bienes raíces de mentes esquilmadas. ¡Y qué bienes! Cachivaches desportillados, no ya inmuebles. Ahora, cuando el fajo —en italiano, “fascio” —es un trampolín… Aunque sea de madera podrida. Pues conozco fajista de ésos —aunque de otro modo se llame— que pretende dividir a los españoles en inteligentes y no inteligentes. O, como él dice, los de “talento integral” y los otros. Y ellos, ¡claro!, son los del talento integral, integralistas. Juran por el jefe, el “duce” o el “führer”. Agachar la cabeza ante el cual es muestra de libertad interior, distinta de la pecadora libertad del liberalismo; muestra de libre sumisión, de disciplina.

El susodicho objetante, apestado de toda la tontería del estilo nuevo, me acusa, además, de mi desorden expositivo. Barrunto que el mocete anduvo en seminario donde le enseñaron a ordenar el latín de las oraciones de aquellos pobres paganos desordenados para poder traducirlos. ¡Condenado hipérbaton! Que es —ya se sabe— una especie de figura retórica de las que nos enseñaban en tercero, en Retórica y Poética. En el cuarto “dábamos” Psicología, Lógica y Ética. Y llegaba lo serio: ¡la Lógica! Después —ya no en mi tiempo de bachillerato se metió lo del Derecho usual, un paso a la política. Que permite darse pisto en las conversaciones y controversias de la mesa redonda de las casas de huéspedes, en que se discute los artículos de fondo —políticos, ¡natural!— del periódico. Artículos doctrinales. Y a la vez, prácticos, de calendario, pues, en ellos se suele dar las razones por las que no cabe suponer que pueda haber elecciones en lo que vaya de año, póngase por caso.

¡Ay, lector objetante, qué lástima que mi fiel veneración a nuestra buena lengua madre me impida, por no romper su castidad —que es casticidad— maternal, meterme de rondón en esa literatura que usted en mí echa de menos! Aunque sospecho que cree que lo hago por cuquería, por no comprometer mi posición.

Y ahora, ¿cuándo todos esos mozos de partido —de juventudes de partido— se dejarán de dejarse empapizar con esos bodrios de literatura supuesta política? ¿Cuándo se pondrán a cobrar conciencia y sentido de la lengua en que tienen que pensar, si es que quieren pensar por sí? ¿Cuándo dejaremos de oír o de leer todas esas vaciedades, algunas de las cuales —las más inofensivas, por lo común— no suele dejar pasar la censura oficial por estar tan vacía ella de sentido como los que las barbotan o garrapatean? ¿Cuándo pasará esta racha de monerías? Porque no es lo mismo el hombre que el mono, que le remeda. ¡Ah, no!

Y ahora, a mi poesía otra vez.

Salvajería

Ahora (Madrid), 4 de septiembre de 1935

Pobre muchacha, enclaustrada en un convento urbano —o de suburbio, peor—, por todo campo un corralejo, con un ciprés desde cuyo pie miraba al pedazo de cielo que recortaban sus cuatro tapias! Se moría de soledad —nostalgia— de su cielo natal, el de la llanada en que se hizo, desde niñez, su alma. Y para que ésta se le resucitase hubo que llevarla a su cielo natal, a su país, que era su cielo; a su paisaje, que era su celaje; a la tierra que ese cielo libre ciñe y envuelve en redondo. Al campo; al campo de cultivo, que es humano. Porque la cultura es campesina, aunque la civilización sea urbana. Y acaso conventual. Pero hay además la selva que ni es culta, ni es civil. La selva que algunos llaman virgen. Virgen de humanidad y de cultura; no surcada ni domesticada por el hombre; no roturada.

La selva es lo prehumano, lo prehistórico. En ella se cría el salvaje —“silvaticus”— el hombre de la selva, el compañero del mono. No el campesino, el aldeano, el hombre del campo y de la aldea. A lo más el cazador del bosque. En las estepas, en los páramos, en las pampas, en las sabanas, no se crían salvajes. Ni en los desiertos mismos. El beduino errante por el desierto ha de sentir que sobre éste se asienta el cielo todo, o como si su suelo de arena flotase en el cielo. Y suele ver en éste, en su horizonte terrenal y celestial a la par, por espejismo, oasis de refresco. En la selva, entre su maleza, se engendró el pánico, el terror al dios Pan, inmotivado, el que lleva a locos arrebatos.

Hay la llamada Selva Negra (“Schwartzwald”) y hubo la selva de Teutoburg donde los salvajes —que no bárbaros— guiados por Arminio destrozaron a los campesinos romanos de la legión de Quintilio Varo. Fue en el año noveno de nuestra era cristiana. Una lucha simbólica entre arios de campo, campesinos, y arios de selva, salvajes. Y al margen de ellos los judíos, el pueblo de pastores primero y mercaderes después, del que era el judío Jesús de Galilea.

Luego los salvajes, atravesando la Edad Media campesina y agrícola, se recogieron en ciudades. Y en la ciudad resurgió la selva. Porque la gran ciudad sobre todo, la urbe muchedumbrosa, la de las masas, con sus escondrijos, sus malezas urbanas, sus callejuelas, sus conventillos — así los llaman en Buenos Aires— suelen ser guaridas y madrigueras de salvajes. ¿Quién en una gran ciudad se para a ver la salida o la puesta del sol o de la luna? ¿Sobre los tejados? ¿Quién en ella levanta de noche, entre calles, la cabeza al cielo a mirar a las estrellas? Cuando se dice de una ciudad que es una gran aldea se la ensalza. Van en ella acaso las mujeres ciudadanas a buscar agua, con sus cántaros, a la fuente comunal de la plaza pública. Mientras la gran ciudad selvática cría o acoge en sus malezas callejeras a salvajes. Las malezas de la selva no son pañales, sino mortajas de la civilización.

Así como el gato doméstico, de alquería o de cortijo, campesino, cuando huye al monte, cuando se remonta, se hace montes o montaraz, cimarrón, salvaje, así el campesino, el aldeano, al remontar a la gran ciudad, dejando la azada o la mancera, suele hacerse, no pocas veces, cimarrón, salvaje. Sobre todo el arrabalero. Que hay en las grandes ciudades cuevas, covachas —y covachuelas— y hasta cavernas urbanas. En las ciudades hay más cavernícolas que en las aldeas del campo. Las aldeas del campo suelen arrojar de sí, como escurrajas, como el mar algas a las playas, su morralla selvática. Y cuando irrumpen en una ciudad hordas soliviantadas —con mayor o menor motivo— no suelen ser los más salvajes los de origen campesino, los que llevan en las manos callos del azadón, sino que suelen ser de los otros, de los de dentro. Las mayores salvajadas suelen cometerlas los salvajes indígenas, los naturales —no espirituales— de la ciudad, los nacidos y criados en ella o a ella remontados y hechos cimarrones. Resurgen en ellos los instintos selváticos del cazador, generalmente furtivo, y si no hay otra pieza que cazar se ponen a cazarse los unos a los otros. No es barbarie, no, sino que es salvajería. Algún sociólogo diría que es un caso de atavismo.

Y estos salvajes suelen dividirse en dos bandos. O en dos órdenes, llamando cada uno de ellos desorden al del otro… Y es lo más trágico cuando uno de los dos bandos de salvajes, invoca a la patria, que no es la tierra común de ambos, de todos ellos, la ceñida y envuelta por el cielo común, pues esos que así la invocan no son de los que van a ver salir el sol por el horizonte campestre ni de los que miran de noche a las estrellas. Les tira a bandearse así el hormiguillo de la salvajería. Y os hablan, los unos y los otros, de juventud, y de energía, y de eficacia. Y todo ello es salvajería; rehúsa a la cultura y a la civilización. Y con todo ello esclavos. Aunque a la esclavitud la llamen disciplina.

Y esta lucha de salvajes, a cazarse los unos a los otros, se trama hoy entre unas naciones contra otras y dentro de cada nación, en guerra civil. ¿Barbarie? No. Estrictamente los bárbaros, los extranjeros, son otra cosa. Terribles los salvajes, que atravesando la barbarie, sin probar su civilización —que la tiene— se van a la vida urbana. Y en ésta hacen acciones y reacciones, tan salvajes las unas como las otras. Hoz y martillo o haces y yugo, ¿qué más da?

“Estamos enfermos de civilización” —se dice alguna vez—. No; estamos enfermos de salvajismo. Aún nos oprime la selva —y el “lucus” de los romanos— y nos destrozan el ánimo el “pánico” —el terror a Pan— y vagan por nuestras ciudades faunos y sátiros y silvanos. Y toda clase de salvajes —salvajes de toda clase— que unos se dicen o se creen cristianos y los otros paganos. Y ni lo uno ni lo otro, que ni la selva —sea urbana— es verdadera iglesia ni es pago de campo. Y por otra parte ellos, esos salvajes de ambas clases, no son ni eclesiásticos —en su sentido recto— ni laicos o sea populares. La selva no inspira más que supersticiones y fetichismos. O sea hechicerías. Por sus fetiches o hechizos, por sus amuletos, por sus muecas, por sus ademanes rituales se les conoce a los salvajes. ¡Y cuántas de estas señales persisten a través de los bárbaros, hasta en los civilizados!

Y si algún lector me preguntase por el remedio he de decirle que no me pongo a curandero sino invito a cada cual a que se haga examen de conciencia. Que sólo así podremos curarnos. Y conseguir que los salvajes no se atrevan, por vergüenza, a salir de sus madrigueras. Y ese examen lo mejor es hacerlo en una noche clara, en el campo, y contemplando el cielo estrellado y la estrellada celeste.

Respiración popular

Ahora (Madrid), 11 de septiembre de 1935

Había que libertarse del confinamiento en la celda doméstica, del respirar lecturas y comentarios expirados —lo que envenena la inspiración—, purgarse de noticias de Prensa y de chácharas de café o de casino. Y para ello ir a respirar aire libre, de campo o de pueblo sencillo e iletrado. Esparcirse, desparramarse en uno o en otro. O mejor en ambos.

Era domingo y me fui a mezclarme con ei pueblo menestral y dominguero. Y a falta de campo más campesino, más rural, a la Alamedilla, muy modesto parquecito de esta ciudad, entre carreteras y una vía férrea. Lo más antiguo de él, unos viejos y venerables negrillos, entre los que, cuando llegué yo acá —hace más de cuarenta años— mostraban un banco de piedra al que llamaban “del rector”. Luego arboleda reciente, algunos arriates de flores, estanquillos “grutescos” —con adornos de fingidos trozos de grutas— y en que se han ahogado unos cuantos pececillos municipales.

Allí me encontré en medio de un público dominguero: soldados, de aldeas los más; criadas de servicio —menegildas y no maritornes—, parejas de obreros, proletarios de verdad; es decir, con prole —dos o tres niños— y niños por allí, corriendo entre las filas de los adultos —tan niños como ellos— o acudiendo a los puestos de helados y golosinas. Una atmósfera, un ámbito de contento. Aquéllo sí que era juventud, y juventud popular. Sin juramentos, ni ademanes ni uniformes, ni maniobras, ni manejos, ni manoteos. A lo más, en algún rincón, a hurtadillas, algún manoseo más o menos rijoso y cachondo ¡Pero es esto tan juvenil, y tan popular, y tan natural y tan humano! Al fondo, hacia el río, la catedral se dibujaba —se esmaltaba más bien— sobre encendidas nubes de ocaso, cual gigantescos pétalos de una gran rosa celestial que se deshojaba. La media luna se marcaba ya, hoz celeste para segar ensueños. Todo ello, inspirador de frescura si no lo chafara una horrible gramola con sus aullidos de remedo humano. ¡Cuánto mejor los viejos organillos, ya arrinconados! Mas aún así me remonté y me refresqué. ¡Vaya un lavado de la porquería de la actual historia política!

Y ahora se me llega —¡es inevitable!— el interruptor y me pregunta: “Y bien, ¿qué sacaste de todo eso? ¿Qué me traes?” Pues… no saqué nada, sino que metí. Metí allí mi alma a que se restaurase de cavilaciones sociológicas y pedagógicas. (Sociología y pedagogía, dos cocos.) Y no te traigo, interruptor, más que esto: que te libres tú de ellas. Pues era aquello de la Alamedilla un paisaje y paisanaje —los dos de consuno, ya que un país es la comunión entre ellos dos— humanos y naturales. Que ni discuten ni replican, si no se están. Y se bastan y nos bastan. Es como cuando uno se va a oír hablar a la gente y no para corregirle el habla ni aprenderla ni registrarla, mas para recrearse en ella y olvidar otras. Y mecerse en recuerdos de niñez y de mocedad. Como cuando hace cincuenta y cinco años me iba en las afueras de Madrid a ver los bailes populares de mis paisanos.

Y vuelve el interruptor, que está a lo suyo, a su tema, y añade: “¿Pero cuál es tu posición ante eso?” Pues… que no me pongo, sino que me dejo estar. Ni razono lo que no es ni razonado ni razonable. ¿Para qué? Además, allí me perdí para hallarme. Porque no estaba solo, sino más acompañado que nunca. ¿Solo? Solo se está ante un público de conferencias, que le mira a uno y no le escucha, antes solo a sí se “define”. (¡Peste!) ¡Aquí sí que solo y perdido en la soledad! ¿Mas allí? Todo aquel pedazo de pueblo me parecía proyección de mi alma. “El mundo es mi representación”, decía Schopenhauer. Y yo sentía allí —sin comprenderlo ni razonarlo— que aquel pedazo de mi mundo español era mi representación y parto de mi íntima voluntad. (Y sigo con Schopenhauer.) ¿Realidad? ¿Ilusión? ¡Psé! Palabras ociosas. Como Reforma y Contra-Reforma; tradición y progreso; revolución y reacción; cultura y barbarie… Y lo peor que con ello están enturbiando la más pura y clara fuente de consuelo humano: la poesía; con esas hórridas investigaciones de la historia de las ideas poéticas. Enturbiando la respiración popular.

Porque aquellos hombres y mujeres ¿qué pensarían de esas cosas en que nos ocupamos los desocupados de las suyas ? Estoy seguro de que los más de ellos no cuentan entre los que creen, como unos brutos, en otra vida, ni entre esos otros, que como otros brutos, dejan de creer en ella o la reniegan. Así como ni en la sociedad futura. Para la amartelada pareja obrera que se miraba en sus tres hijitos, la sociedad, no ya futura, sino eterna, eran ellos. Sí que han oído de otra vida y de otra sociedad, pero como los niños que viven la hora que pasa y se alimentan espiritualmente de cuentos, sin pararse en pedantescas y antiestéticas ociosidades de si reflejan o no —y cómo— las costumbres de tal tiempo y lugar, ni de si tienen o no base de realidad histórica documentable. Mejor idealidad indocumentada como la del cuento de nunca acabar o de la buena buena pipa. Por desgracia a las veces le llegan al pueblo rebotes de esas ociosidades. ¡Y ay del pobre niño que lloraba al enterarse de que el cuento no había sucedido como se lo contaron! ¡Y más ay de aquel otro pobre niño —¡terrible tragedia!— que a sus seis años lloraba porque se aburría!

Salí convencido de que mi pueblo —el que es mi representación y ¡claro! yo la suya— pone su refrendo —referéndum dan en llamarle los sociólogos— en este mi sentimiento de España. Y respiré aire de cielo de siglos. Y fuime, reconfortado y respirada —e inspirado por lo tanto— a acostarme, a mi celda doméstica, la de mis rumias solitarias para quedarme durmiente y no dormido. Durmiente (participio activo) es el que duerme su sueño —el sueño es vida—, y dormido (participio pasivo) el que no duerme, si no se duerme, y no sueña. Y por lo tanto no se sueña ni se vive a sí mismo. Los durmientes —y no dormidos— soñamos cuentos de nunca acabar, de la buena buena pipa; ni menos de concluir y sacar de ellos consecuencias de enseñanza pública. Dejamos a los dormidos que analicen los cuentos y su desarrollo secular y les saquen… ¿qué? Ellos lo dirán al fijar y definir su posición frente al destino. El mío es este. El del poeta, crear cuentos, ensueños, y no definir doctrinas. Y hasta al exponer doctrinas, crear ensueños, cuentos, con base real o sin ella.

Y al llegar aquí me interrumpe, no el consabido interruptor, sino una maldita gramola de un salón de baile vecino a mi celda doméstica.

Acerca de la censura. Al señor ministro de la Gobernación, amistosamente

Ahora (Madrid), 18 de septiembre de 1935

Ya no; hay que salir al paso a procederes no ya dictatoriales, sino nada inteligentes. Pues nada más torpe que la manera cómo suele ejercerse la censura por los encargados de ella en las recientes y flamantes dictaduras.

Apenas entré, hace tres meses, en el Nuevo Estado —que así le llaman— de Oliveira Salazar, que ha sucedido al Portugal que tanto conocí y quise, cuando hube de protestar contra la manera con que allí se ejercía la censura. Y se impedía la entrada de número de diarios extranjeros —por lo menos, españoles— para que los portugueses no se enterasen del modo cómo se juzga fuera de ellos el régimen que les rige. Hubo manifestación mía al llegar allá —la de que soy individualista, liberal y demócrata— que se tachó en algún diario, mas no en otros. Dióseme por razón —mejor, sinrazón— de esto la de que en aquel diario, por ser de solapada oposición al salazarismo, mis palabras cobraban otro sentido. Y ello me obligó a protestar allí mismo, y en público oficial, contra tal manera de censura

Y ahora, hace pocos días, me he encontrado con una entrevista que Oliveira Salazar, asistido por su secretario de propaganda, ha otorgado a un redactor de Les Nouvelles Litteraires, de París, si es que no la ha solicitado de éste. Y, escocido acaso por aquellas mis censuras a su censura, se ha puesto a defender ésta con los consabidos y resobados lugares comunes del régimen dictatorial. Compungidas ramplonerías escolásticas de eso que llaman la libertad bien entendida. Pero resulta que aquí, en España, como estamos tan atrasados en política —según el mismo O. Salazar le dijo a uno de los que fueron a recoger sus oráculos—, no acabamos de entender esa manera de defensa de la libertad en los flamantes nuevos Estados. Mas en lo dicho en esa entrevista por el jefe del Nuevo Estado lusitano hay una afirmación que choca contra un hecho. La de que allí se prohíbe publicar noticias falsas, afirmaciones contrarias a la realidad de los hechos y no criticar éstos con serenidad y seriedad. Y esta afirmación de Salazar es falsa.

Y ahora debo volverme —ya es hora— a lo que, desgraciadamente, pasa, a este respecto, en esta nuestra España en estado de alarma o de lo que sea. Es el caso, por ejemplo, que recibo con regularidad cotidiana dos diarios de mi tierra vasca, el uno de San Sebastián y el otro de mi Bilbao. Es aquél —en parte al menos— de mi buen amigo el señor Usabiaga, radical, y el otro, de mi tan buen amigo también el señor Prieto, socialista. Uno y otro diario tienen ciertos colaboradores comunes que mandan el mismo día un mismo artículo al uno y al otro. Y he podido observar que ese mismo artículo suele aparecer entero, sin tachadura alguna, en el diario guipuzcoano, que se rotula “republicano”, y con picaduras en el vizcaíno, que no se rotula. ¿Es acaso que en éste adquieren especial gravedad manifestaciones que en aquél son inocentes?

El último caso ha sido el de un articulo de don Antonio Zozaya —escritor singularmente ponderado y comedido—, del que se han tachado juicios sobre el “hambre” y el “delirio imperialista impulsivo” no del pueblo italiano, sino de sus fajos. Tachado por el censor de Bilbao esto: “Ahora parece prepararse una nueva guerra, cuyas trágicas consecuencias a nadie es posible prever.” Peligrosa afirmación en Bilbao, perfectamente permisible en San Sebastián. ¿Será acaso que la representación mussolinesca en España se queja de que aquí se emitan tales pareceres? (“Parece”, dice el texto tachado.) Pues habría que hacerle saber lo que Norteamérica al Japón cuando éste se quejó de que en una revista de aquélla se hubiese publicado una caricatura del emperador japonés, cuya divinidad no está reconocida por los norteamericanos. Así como fuera de Italia somos muchos, pero muchos, los que no reconocemos ni la inteligencia ni el espíritu de justicia del “duce”, aunque esto se deba a que, como me dijo cierto fajista traducido, carecemos de “talento integral”. Y para que no se enteren de esto los italianos sometidos en Italia al fajismo, le cabe a éste el recurso, de que se vale, de impedir la entrada allá de las publicaciones en que así se diga. Y luego, cuando esos pobres sometidos salen al extranjero se encuentran con que los más se ríen de su ademán de saludo litúrgico y cómico.

Otro artículo —éste, de Antonio Espina— apareció el mismo día —24 de agosto— en ambos susomentados diarios, intacto en el de San Sebastián y con machacaduras en el de Bilbao. Véase el párrafo, en el que pongo entre paréntesis lo inocente en San Sebastián y nocente —o nocivo— en Bilbao. Dice así: “(Pero como nuestras derechas no se resignan a abandonar sus inveteradas costumbres de juego sucio), pese a todas las lecciones que les dé la realidad, ahora pretenden con un candor muy parecido (a la estupidez) enfocar la cuestión por otro lado.” Importa poco aquí al caso de qué cuestión se trataba, aunque no estará de más advertir que el artículo empezaba con un elogio al señor Azaña, que es… ¡tabú!

Y ahora bien, mi buen amigo, señor Portela Valladares: a usted, que es comprensivo y razonable y, por lo tanto, liberal y demócrata, a usted le digo que el que ejerciten así la censura subordinados suyos es cosa de un candor —no sé si servilidad— no muy parecido a la estupidez, sino idéntico a ella. Y si hubiera —quisiera creer que no le hay— algún hombre público (si no de autoridad, de poder) a quien le molestaren ciertos juicios sobre su juego político, hágale entender que podrá y deberá dolerse de que ése su juego se estime sucio; pero no es lo mismo que le estimemos juego estúpido. Que todo hombre de Poder público puede y debe sentirse agraviado de que se ponga en duda la limpieza de su juego, pero no la inteligencia con que lo ejercita. Hay que someterse a ello.

Y no sirven para cohonestar esas maneras de censura las compungidas ramplonerías neo escolásticas de la dictadura académico-castrense del Nuevo Estado lusitano. Ese no es criterio. Ni siquiera la de aquel tan vagamente ameno —a ratos divertido— y superficialísimo librito El criterio, del discreto periodista Jaime Balmes, desdichadamente supuesto filósofo, librito que sirve de texto en cierta escuela —subvencionada por el Estado— de periodistas censuradores y candorosos.

¿Será, mi buen amigo, el decir esto en servicio del Gobierno y del buen gobierno sobre todo, también censurable? No lo debo creer.

De mitología entomológica

Ahora (Madrid), 27 de septiembre de 1935

Al inaugurarse en Madrid el Congreso de Entomología se me subieron a la memoria muchos de mis mejores y más puros recuerdos de niñez y muchas de mis más íntimas enseñanzas de mis patriarcales observaciones de los niños. En relación con los insectos. Como en la animalidad los insectos, son en la humanidad los niños, los más recientes y más frescos y a la vez los más antiguos y más asentados. Más antiguos aquéllos —los insectos— acaso que los monstruos paleontológicos; más antiguos éstos —los niños— que los salvajes prehistóricos y cavernarios. Y así es que por los insectos, a los que puede manejar y jugar con ellos, es como el niño mejor se adentra, intuitivamente, en el espíritu de la naturaleza del reino animal. ;Qué descubrimientos y qué sencillos asombros! “¡Tan chiquito y sabe ya tanto!”, me decía de un bichito un niño. ¡Y lo que su imaginación les debe! Si el que se ha llamado el Homero de los insectos, Enrique Fabre, llegó a tan viejo, con tan fresca, infantil y antigua vejez, se debió, sin duda, a su trato familiar con los insectos. Y entre nosotros, en España, ahí está la fresca y a la vez antigua vejez del benemérito don Ignacio Bolívar.

¡Qué bien estaría que se escribiese —para niños y mayores— algo de folklore entomológico infantil, de leyendas de insectos, de su mitología! Juguetes fueron de nosotros, niños, los grillos, los llamados en mi Bilbao “cochorros” (esto es, cochinillos), en Santander “jorges”, en Asturias “bacallarines”; el “melolontha” de que habló Aristófanes y al que, por mi parte, he dedicado más de una mención; la vaquita o coquito de Dios —“… ¡cuéntame los dedos y vete con Dios!”—, la que llamábamos “solitaña” —“¡soli solitaña, vete a la montaña; dile al pastor que traiga buen sol para hoy y pa mañana y pa toda la semana!”—, la luciérnaga, el caballito del diablo (en vascuence, “asador del infierno”), de un pobre diablo (y asador de un pobre infierno); el por mote científico “mantis religiosa” (en tierra de Ávila, santa-teresa) y tantos más con su cancioncilla o jaculatoria a las veces.

Hay uno que personalmente me intrigó desde niño y que hace poco contemplaba en el canalillo del agua del Lozoya, al pie de la Residencia de Estudiantes. Es el llamado zapatero, tejedor y escribano. El Diccionario oficial, en “escribano del agua”, le llama araña, cuando es insecto, pues tiene tres pares de patitas y no cuatro. Y, por otra parte, al registrar su mote científico—“girino”— le toma por renacuajo, que es cría de rana, un vertebrado. ¿Qué tendrá este misterioso animalito que el íntimo poeta flamenco Guido Gezelle —capellán de un cementerio donde cultivaba flores— le dedicó un precioso poemita? Y en flamenco se le llama también escribano. (O escribiente.) Gezelle le cantó con la misma alma con que cantó aquella misteriosa visión de una puesta de sol en el horizonte de una laguna, donde dos discos solares, uno bajando del azul del cielo y otro subiendo del azul del agua se asumen y funden uno en otro. ¡Escribano! ¿Y qué escribe en el agua? “Triste cosa —pensaba yo contemplándole— arar en la mar; pero… ¿escribir en el agua?” Y recordaba cuando Jesús dijo a sus discípulos: “¡Soy yo; no temáis!” (Juan, VI, 19.) Fue que se asustaron al verle marchar sobre el agua, como el escribano y tejedor de ésta. Él, Jesús, si paseó (“peripatounta” dice el texto) por sobre el agua, no escribió en ella, sino una vez en tierra; mas ¿no escribieron en agua los escribanos que de Él escribieron?

Todo esto es mitología, poesía entomológica; pero la ciencia se interesa más por la economía, por los insectos útiles o perjudiciales al hombre y a sus frutos, por las plagas del campo, por la apicultura, la sericultura y demás culturas entomológicas. Y por los insectos sociales. Sobre todo las abejas, las hormigas con sus diversos fajos y esos horribles térmites —en el Diccionario oficial no figuran—, especie de “nazis” de la entomocracia. ¡La colmena, el hormiguero, la termitera! ¡Cómo los admiran muchos! Por mi parte, me atraen más los pobres insectos señeros, solitarios, individualistas si queréis. Y que si se nos presentan a las veces en muchedumbre, no es formando masas. Tales las moscas, las tan aborrecidas y calumniadas moscas.

También las moscas fueron juguete de mi niñez y lo fueron —y seguirán siéndolo— de los niños. ¡Qué sorprendente efecto el de ver pasearse a una pajarita de papel —de fumar y de un solo pliegue— sobre una mesa, llevada por una mosca, sujetas sus alitas —con cera— a las patitas del artefacto! (Hace falta destreza.) Cada vez que recuerdo aquella fábula que empieza: “A un panal de rica miel dos mil moscas (¡son demasiadas!) acudieron y, por golosas, murieron presas de patas en él…”, me represento la tragedia de los pobres animalitos anarquistas o libertarios. Como alguna otra vez me he detenido a contemplar esos mosqueros que son una botella especial con agua y una trampa, por la que entrando las moscas caen en el agua y allí se ahogan. ¡Y verlas subiéndose las unas sobre las otras y hundiéndolas más al querer sostenerse sobre ellas, para hundirse, a su vez, por falta de sostén! ¡Qué espejo de sociedad humana! De sociedad humana individualista —se me dirá.

Hubo, por otra parte, tiempo, siendo yo un mocito, en que —como creo que dicen que hacía Spinoza— crié en una caja una araña dándole moscas y haciéndole inútil su tela. Y pude observar con qué parca ración se satisfacía la araña. No así el vencejo ni el camaleón. Del que dicen que se mantiene de aire. No cabe fiarse de los que se dice que viven del aire.

Mas… ¿a qué seguir? ¡Qué de cosas podría decir a mis lectores si recogiese todos mis recuerdos infantiles de la historia, y la leyenda, y la fábula, y la mitología de los insectos! De los articulados, como también se les llama. ¡Qué de artículos podrían inspirarme los articulados esos! Pero hay otros articulados —mejor, desarticulados— humanos que interesan más a nuestros lectores. Y, sin embargo, yo les digo a éstos que no hay articulado humano que nos ofrezca más puras enseñanzas que un grillo, un “cochorro”, un coquito de Dios —¡qué tierna ocurrencia la de consagrarle al Creador!—, un caballito del diablo, un ciervo volante, un… ¡Y qué espejos para los hombres! Supe una vez de Bagaría que se había dedicado a dibujar —del natural, ¡claro!— insectos. Lo había yo adivinado al ver las profundas caracterizaciones humorísticas que lograba al caricaturizar a los hombres con formas de ortópteros, coleópteros, himenópteros… Y chupópteros. Toda una psicología entomológica humana.

Y que aquellos de mis lectores que, a su vez, escriban para el público se paren a la orilla de algún remanso, a la sombra de un sauce o de un aliso, a contemplar la obra del escribano del agua. ¿Habré estado yo escribiendo este artículo en ella?

Ensueños. La Gruta del Amor

Ahora (Madrid), 4 de octubre de 1935

¡Qué tarde dominical y canicular de fin de julio aquélla! Había logrado escaparme de Madrid, del Madrid universitario y parlamentario y ateneístico y, sobre todo, del estrépito ensordecedor de su Gran Vía, que infestaba el hotelito de mi estancia. Horribles ruidos de autos y camiones y a las veces —lo que es peor— de radios con altavoz para porteras. Y ¡ahá! A trabajar. Ya en mi vivienda de más de veinte años de vida y de muerte, en recatado rincón de la ciudad querida, casi en un suburbio de ella, entre conventos, al caer de la tarde. Aquí, el corralito, jardincillo enjaulado entre casas, pequeña manigua con dos acacias —la una brotó de una raíz aflorada de la otra—, una higuera que tiende sus hojas sobre el tejadillo de una carbonera y un albérchigo cuyos frutos cabe coger desde una galería doméstica. Y al otro lado, al norte de la casa, mi celda de trabajo y de descanso, en que los recuerdos se me derriten en ensueños.

¡A trabajar! A soltar el abejorro san juanero —“cochorro” en mi infantil bilbaíno— de la imaginación recreadora; a buscar expresiones. ¿De qué? ¡Ello saldrá! Un ansia de expresión, de expresarse uno, de exprimirse, de soltar la dulzura de la soledad. ¡Buscar expresiones! ¡Qué honda esa frase cariñosa cuando se le dice a quien va a ver a un ausente querido: “¡Dele muchas expresiones de mi parte!” A buscar, pues, lector querido, expresiones que darte.

A trabajar en la tarea de buscar expresiones y a solazarse en el trabajo, que hace vivir y da de vivir. No era en el barullo madrileño ni tras asuntos políticos y de eso que llaman actualidad. No eso, sino, estilográfica en mano, sobre la cama de mi celda, tras lo eterno de cada momento, tras la cotidianidad de la eternidad pasajera. ¿Asuntos? ¡Uf! Aun me pesaban en la memoria el hastío y el enojo que me causó cierto artículo de fondo —sin fondo— político, que se ocupaba (¡ocupación era!) en la democracia —»burgocracia» le llamaba— y cuyo tono sonaba a serrín comprimido. Ansiaba esquivar semejantes asuntos. De molesta asunción. Y sacudirme salpicaduras del charco público central para recibir rocío de recuerdos de ensueño. ¡A soñar, pues! Y a darle al ánimo desenvoltura.

Tras de mi celda, dos corralitos suburbanos, con sus parras, sus arbolitos —ropa blanca tendida a secarse al sol— y gallinas picoteando en sus empedrados, la separan de un pobre edificio de solo piso bajo, donde está instalado un salón de baile popular. Su nombre: “La gruta del amor”. En él, convertido en colegio electoral, votamos las elecciones que derribaron la monarquía. Cae la tarde sofocante de canícula y empieza el alivio de la puesta. La música de la gramola del baile parece la queja arrastrada de un animal herido que se desangra. A ella se mezclan las lentas y espaciadas cimbaladas de un convento de monjas recoletas, chillidos de vencejos que zigzaguean por el aire, zumbidos de un moscón que se me ha metido en la celda y el rumor vital de mi sangre soñadora en el pabellón de la oreja. Todo ello, una orquesta que acompaña a mis ensueños. ¡El címbalo conventual! ¡Quién sabe si a alguna monjita, al sentir en la soledad recogida de su celda la música de la gramola mundana, no le danzarán en el corazón adormecido infantiles recuerdos lejanos de bailes al aire libre en el prado del ejido de la aldea!

La gente moza se divertía, mientras yo, a los sones del bailable, del címbalo conventual, de los chillidos alados, del mosconeo y de mi propia sangre, ordenaba mis notas —las de mi música íntima— sin orden, ni concierto, ni método. ¡A la porra el método, que harta porra es él! ¡A seguir el ritmo de la música de la gruta del amor! Al son callado, pitagórico, de la música de las esferas bailan los astros. Y a su baile se le llama revolución.

¡“La gruta del amor”! Gruta es cripta —palabras hermanas— y es frescura. Pero ¿frescura allí y en semejante tarde? ¿Y en baile agarrado? (Y, entre paréntesis, ¡hay que oír las necedades que de la coeducación dicen los mentecatos pedagogos tradicionalistas de ambos sexos!) ¡Lo que sofoca el agarro y el meneo! Entra alguna mocita clara y fresca como agua manadera y se sale tibia y turbia como de bañera. Pero así se preparan generaciones de electores venideros. En el baile, obrerillos, estudiantillos, horteras, costurerillas, mecanógrafas, criadas de servicio… Hay de estas charritas o serranitas que al chapuzarse en el ámbito urbano de la ciudad se pegan anzuelos de pelo en las sienes, junto a cejas supernumerarias —dejando aquel servicio, ¡claro!—, o acaso se calzan… medios. ¿Medios? Sí; medios calcetines, como las medias provienen de medias calzas. Y acaso allí, con el agarro y el meneo, se incuba uno de esos crímenes llamados pasionales —no sociales— de cada día. O un suicidio. “¡Allí empezó mi desgracia!”, decía, refiriéndose a una gruta de éstas del amor, uno que purgaba en un calabozo un mareo de baile. Lo que no quiere decir, ¡claro!, que yo me apoyase, para estas suposiciones, en nada que supiera de esta mi vecina gruta, de que nada concreto sé, sino el haber votado en ella candidatos republicanos. Después de haber andado de candongueo electoral. Y no por grutas de amor.

Y luego —pensaba yo en mi celda—, esos de la gruta, del agarro y del meneo levantan el puño diestro y se enardecen por otro baile. O hay que verlos en el cine, en ciertas películas, mejiendo la lubricidad al revolucionarismo… Mas ¡es la vida! La vida que se nos va y se nos viene como los sones de la gramola de danza, del címbalo conventual, de los chillidos de los vencejos, del mosconeo de los moscones y de la sangre propia, que nos susurra el vaivén de la vida entrañada. ¿A qué afanarse más?

¡Qué tarde dominical y canicular aquella del 21 de julio de este año! Quede aquí su nota.

Un pecado de San Luis Gonzaga

Ahora (Madrid), 8 de octubre de 1935

En mis Recuerdos de niñez y de mocedad he contado los de cuando en mi nativa (no nativo) Bilbao pertenecí a la Congregación de San Luis Gonzaga durante la época de mi bachillerato. Que lo hice en el Instituto Vizcaíno, el oficial, y no en colegio alguno privado ni eclesiástico. Así como la Congregación, en mi tiempo de ella, no fue dirigida por jesuita alguno. Después, sí. Y no olvidaré nunca todo lo que se nos contaba de San Luis.

Siempre —ya desde entonces— me pareció aquel cuento o relato una especie de novela hagiográfica amañada para servir de libro de edificación a los muchachos. Y más de una vez he pensado si habrá una biografía de ese santito que sea a la que se nos servía lo que la biografía de San Ignacio de Loyola que figura al frente de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, del P. Astrain, S. J. —es decir, jesuita—, es a las vidas de edificación, empezando por la del padre Rivadeneyra, es decir, una biografía limpia y serenamente histórica, en que se nos presente un hombre de carne y hueso y no un mito edificativo. Porque cuando el mito está tan desordenadamente compuesto —o descompuesto— como el que de este San Luis se nos daba justifica aquel severísimo juicio que le mereció a William James, el gran psicólogo, quien en su libro sobre las Variedades de la experiencia religiosa llega a decir esto: “Pero cuando la inteligencia, como en este Luis, no es originalmente más ancha que una cabeza de alfiler y acaricia ideas de Dios de correspondiente pequeñez, el resultado, no obstante el heroísmo desplegado, es, en conjunto, repulsivo.” ¿Un bendito? Sin duda; pero no se olvide el sentido que este apelativo suele tomar. Especialmente en catalán, donde “beneit” o “benet” no es, ciertamente, una recomendación. O aquello otro de que “cretino” derive de una palabra de romance suizo: “chrestin”, que equivale a cristiano. Y, ciertamente, que a ningún cristiano normal se le puede llamar cretino.

Entre las cosas que de San Luis se nos contaba en la Congregación, una de las que más presentes se me han quedado es la de los pecados que creyó haber cometido de niño —lo fue toda su vida y no normal—, y estuvo llorando arreo y teniéndose por ellos como un grandísimo pecador. Uno era el de que como su padre, que era militar, le hubiese regalado un cañoncito de juguete, el chico le hurtó una vez un poco de pólvora para hacer fuego con el juguete. Claro que para tirar salvas y con cañoncito de juguete. Y menos mal que el santito se arrepintió y lloró amargamente aquel descarrío de su carrera de santidad pacífica.

Últimamente he recordado ese edificante remordimiento del mítico San Luis Gonzaga al ver a algunos de sus discípulos, de los llamados luises, dedicarse a disparar salvas con cañoncitos de juguete y pólvora hurtada a sus mayores. Porque no es de creer que profesen luisismo gonzaguesco los que se sirven de pistolas a nombre de uno o de otro fajo. Íñigo de Loyola fue un militar; pero Luis Gonzaga no lo fue, aunque hijo de militar. Y tuvo que llorar el haber hurtado pólvora a su padre.

Y esto me trae como de la mano a eso que se llaman partidos políticos católicos, es decir, religiosos confesionales, que se creen alguna vez obligados a emplear métodos militantes de pólvora y de cañoneo. Sobre todo en guerra civil. Verdad es que ya no sabe uno qué es lo que se entiende por catolicismo. Y qué por política.

Ya otra vez, no hace mucho, comentando aquí mismo una muy bien pensada y bien intencionada circular del señor obispo de Oviedo acerca de la cuestión llamada social y la posición de les obreros que se apartan de la Iglesia, tuve ocasión de decir que el hecho de que la Iglesia acepte soluciones más o menos socialistas —y aunque fueran comunistas— no es razón para que los obreros suscriban el credo religioso de la Iglesia. Con eso del “salario justo” no se adquiere ese credo. Mas, no hace poco, nos hemos encontrado con que el partido católico belga no exige a sus adherentes confesión religiosa católica ni de ninguna especie. Es decir, que puede pertenecer a ese partido un calvinista, un agnóstico o un ateo. ¿Por qué, pues, se llama católico el partido?

Es como lo de Sindicatos católicos agrarios. ¿En qué consiste su catolicismo? Cualquier noche sale uno cualquiera inventando un Sindicato agrario budista o musulmán o espiritista. Eso da la impresión de que no se trata de un Sindicato, sino de una clientela. En semejantes Sindicatos, que cuidan no aparecer como cofradías, el sentimiento religioso apenas si juega papel alguno. Ni siquiera, que yo sepa, organizan una bendición de los campos. El catolicismo se reduce a una enseña electoral. Y esto recuerda lo de unas elecciones, hace unos años, en mi nativa tierra vasca, en que decían los aldeanos: “Al que pague mejor el voto, y si los dos pagan igual, al católico.” Catolicismo, pues, inconfesional, o sea electoral. De partido y acaso, a lo peor, de partida. Pero no de partida de bautismo. Y para eso ¿hurtar pólvora —por lo demás, mojada— a los mayores?

Es muy peligroso para una fe religiosa cualquiera el andar jugando así con ella. Como es peligroso para la fe nacional el andar jugando con el concepto y el sentimiento de la Patria. Que es lo que hacen esos insensatos que han sacado lo de la anti-España. Verdad es que unos y otros, los que juegan con la fe que creen haber recibido de sus mayores y los que juegan con la Patria que hicieron nuestros antepasados todos, los de un lado y los del otro, tanto los ortodoxos como los heterodoxos, no hacen todos ésos más que jugar con cañoncitos de juguete y pólvora hurtada a sus mayores. Cometen el pecado que tanto lloró San Luis. Y lo cometen por la misma mentalidad que llevó al santito a cometerlo. Porque lo más triste de todo esto es que los muy benditos ni se dan cuenta de la verdadera pecaminosidad de su pecado. Puestos a pecar, ni pecar saben. Como no sea que lo que se proponen es entrar en la plantilla de artilleros de salvas. Y libres de restricciones. Y no míticos ni místicos.

Ya volveremos sobre esto.

Experiencia de exámenes

Ahora (Madrid), 16 de octubre de 1935

Últimamente, a fin de poner coto a la demasiada concurrencia de bachilleres aspirantes a carreras académicas, se dispuso exigirles un examen de ingreso a ellas. Examen de las materias mismas de la llamada segunda enseñanza o de lo que se dice cultura general. El primer efecto de esa exigencia fue una baja enorme en el número de tales aspirantes. Y otro efecto ha sido la triste experiencia del lamentable estado de incultura de una gran parte, de la mayoría en casos, de esos aspirantes. Y ello, por otra parte, nos ha traído a considerar que lo que piden al pedir libertad de enseñanza esos “padres de familia” —azuzados por otros padres sin ella y sin hijos (al menos, legales)— es la libertad de no enseñar. Para lo que se achaca la peligrosidad de ciertas enseñanzas.

Nos apena a los que hemos tenido ocasión de examinar a esta muchachada estudiantil del cine, del deporte y del puño o de la palma alzados, nos apena su ignorancia invencible. Invencible por querida. Apenas saben nada —y de lo más elemental, que es lo fundamental—, y no lo saben porque no quieren saberlo, porque carecen de curiosidad. Lo de menos es que hayan olvidado —si es que alguna vez las supieron— aquellas ligeras nociones que hubieron de estudiar o en horribles librillos de texto o en más horribles apuntes, pues ese olvido podría ser hasta meritorio. Lo peor es que no hayan leído lo que leen otros muchachos que no aspiran a título académico. Que uno de esos chicos no sepa lo que le enseñaron en la cátedra de Preceptiva literaria, puede pasar; lo que no puede pasar es que no conozca lo más esencial de la literatura castellana y ni siquiera haya leído a los autores modernos más en boga. Hace pocos días se le preguntaba a una aspirante de ésos —era una muchacha— que dijera algo sobre Galdós, y cuando se disponía a recitar no se sabe qué juicio empapizado, como uno de los examinadores le preguntase “¿Pero usted ha leído algo de Galdós?”, la pobre muchacha respondió como sorprendida: “¿Yooo…?” Y si se nos dijese que Galdós acaso figure para ella entre los autores prohibidos, replicaremos que sí puede pasar el que se prohíba leer estos o los otros libros; lo que no debe pasar es que se enseñe que esos libros dicen lo que no dicen. Y esto pasa.

En junio último pasado, aunque ya jubilado, me encargué de examinar a unos alumnos de una cátedra de… ¡”Introducción a la Filosofía”! Una verdadera mandanga, pues no hay modo de saber en qué la introducción a la filosofía se diferencia de la filosofía misma. Prescindí de unos ciertos apuntes que se habían empapizado y empecé a preguntarles nociones generales de ciencias y letras: cómo se halla el área de un triángulo, la ley de la caída de los graves, qué es una hipérbola y qué una parábola, cuál es la función del hígado, qué fue la Reforma… y otras nociones tan elementales. El resultado fue desastroso.

¿Qué ha podido traer esta lástima? ¿Cómo ha podido nuestra “juventud” —subrayo la palabra— actual llegar a tal estado? Otra cosa era en mis tiempos de estudiante de Instituto, hace ya cerca de sesenta años. Por lo menos, en mi Bilbao, que salía de su sitio y bombardeo. ¿Cómo se ha llegado a esta inapetencia de saber? Es más, ¿a ese horror a él?

Y ahora, por un eslaboneo de consideraciones de que quiero hacer gracia al lector, he venido a recordar aquella típica doctrina jesuítica del tercer grado de obediencia que expuso magistralmente Íñigo de Loyola en su célebre carta a los padres y hermanos de Portugal. Ese tercer grado que es la obediencia de juicio, o sea creer que es lo verdadero lo que el superior así define. Es decir, que no basta pedir todo el poder para el jefe, sino también toda la razón y la inteligencia. Colmo de la abnegación y de la irresponsabilidad. Lo que vuelve a traerme a las mientes —y digo “vuelve” porque es uno de mis estribillos— aquello del Catecismo de la doctrina cristiana del P. Astete, jesuita, cuando dice: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Es la fe implícita o del carbonero. ¡Y la de jóvenes carboneros que se nos están metiendo en política! Y a carbonear con obediencia de tercer grado.

Me explico que haya doctrinas de cuyo conocimiento quieran preservar los padres sin hijos a los hijos de padres carboneros; pero cuiden de no enseñarles refutaciones. Las refutaciones son peligrosísimas. Lo sé por propia experiencia. Fue una cierta desdichada refutación de Hegel —tras elogiarle mucho— por parte del cardenal González, O. Р., lo que más me puso en camino de estudiar a Hegel y de enterarme, entre otras cosas, de que el pobre cardenal no le había podido entender. Era natural. Y otra vez, al leer en un libro de un neoescolástico italiano —creo que era Prisco—, al frente de un capítulo, “Del absurdo fenomenismo de Hume”, me dije: “¡Tate! ¿Le llama así, de antemano, absurdo? Hay que enterarse bien de ese absurdo.” Y de esta me acordé años más tarde, cuando leí en La Biblia en España, de Borrow —precioso libro traducido al español preciosamente por Azaña— aquello de los canónigos cordobeses que se extrañaban de que el criado griego de Borrow profesara una religión tan absurda como la griega, y al decirles el griego que renunciaría a ella cuando le mostrasen su absurdo le contestaron que no la conocían y sólo sabían que era absurda.

Examinaba yo aquí en Salamanca hace más de cuarenta años a unos alumnos del colegio de Deusto de Metafísica —así se la llamaba—, cuando uno de ellos dijo: “Dice Spencer…”, y siguió hasta que le interrumpí: “¿Pero dónde ha dicho eso Spencer?”, y él, sin inmutarse: “Bueno, pues dice el pa’ Fulánez que dice Spencer…” Y le dejé seguir. Y otra vez, como a uno de esos alumnos, en un examen de Derecho, le oyese nuestro compañero don Luis Maldonado —luego, rector— llamarle “filibustero” a don Antonio Maura y le interrumpiese con un “Pero ¿qué dice usted?”, el mozo replicó: “Filibustero, sí, filibustero; lo ha dicho el pa’ Zutánez…” Y vaya otro sucedido. Una de mis dos hermanas, que murió no hace mucho en un convento de enseñanza, de monja, se instruyó en el colegio de Sagrado Corazón de Bilbao, y así llegó a mis manos un cierto librito de Historia en que había verdaderas atrocidades. No equivocaciones, ni errores, ni inexactitudes, sino mentiras, evidentes mentiras. Y que el autor del librito —para ignorantes o carboneros— sabía que lo eran. Calumnias concientes, es decir, que el autor de ellas tenía que saber que lo eran. ¡Y luego se quejarán de Pascal!

Y traigo todo esto a cuento porque creo que una parte de la culpa —no toda, ni acaso la mayor— de esa ignorancia invencible y querida de los mozos de deporte y cine y horror al saber la tienen los que están propugnando por una libertad de enseñanza que es libertad de no enseñar. Y ello basándose, entre otras cosas, en que hay que educar más que instruir.

Mas de esto de la diferencia entre educación —o formación del carácter— e instrucción hay que hablar más despacio.

La fiesta de la Raza

Ahora (Madrid), 23 de octubre de 1935

Hace unos años, con motivo de eso de la Fiesta de la Raza —recién inventada entonces, la fiesta y hasta la raza—, se celebró una sesión en el paraninfo de esta Universidad de Salamanca y en ella habló el que esto escribe. Entre el público se contaba un buen número de militares y unos cuantos frailes dominicos —de la Orden a que perteneció fray Bartolomé de las Casas—, varios de ellos peruanos y con facha de mestizos. Al hablar yo expuse lo que después he repetido muchas veces, y es que lo de raza, en sentido cultural, histórico y humano, no es una categoría zoológica —como en las castas y variedades de animales, incluso los hombres—, sino espiritual, y que se distingue por una comunidad de cultura histórica que se cifra, sobre todo, en la lengua. Y así, la raza española —hispanoamericana si se quiere— es la que piensa y, por lo tanto, siente en cualquiera de las lenguas españolas. O ibéricas, si se prefiere. (Una de ellas, la que se habla en Portugal y en el Brasil.) Y ya en este tono hube de contar entre los heraldos históricos de nuestra raza al indio occidental mejicano —zapoteca puro, sin sangre europea— Benito Juárez, libertador y refundador de su heroica patria, que gobernó “en castellano” —como ha dicho su último biógrafo—, y al indio oriental, filipino, José Rizal —sin sangre europea—, asesinado en Manila por la monarquía española, que murió despidiéndose de su Filipinas en un magnífico canto… en castellano. Y es que ni Juárez pensaba en zapoteca ni Rizal en tagalo. Y nunca olvidaré el efecto que a los ingenuos oficiales de ejército que me oían y me oyeron leer la magnífica despedida de Rizal —escrita estando en capilla— les hizo ella. Les tenían engañados. Les habían hecho creer que el heroico Rizal no fue más que lo que llamaban un filibustero y un odiador de España. Lo que hoy llamarían un anti-español. Y por su parte, los novicios dominicos peruanos me agradecieron lo que dije de Juárez y a propósito de él.

Ahora se vuelve a querer dar esplendor a esa Fiesta de la Raza; pero se barrunta por dentro de ello y en una parte de los que lo promueven —no en todos, ¡claro!— un cierto sentimiento extraño e impuro. Ya raza empieza a querer significar algo así como lo que significa en la actual Alemania, la del racismo, la del arianismo, la de ese venenoso concepto de los arios —que no es más que un mito del más salvaje resentimiento—, con su secuela de anti-semitismo y otros antis tan salvajes como éste. Y es el colmo del despropósito que hasta entre nosotros, aquí, en España, empieza a deslizarse que son anti-españoles los judíos. Y se extiende este grotesco anatema a los… masones. (Debo declarar que no sé lo que son los masones —no he llegado a eso en mis estudios de mitología—; pero estoy seguro que no saben más que yo respecto a ellos todos esos pazguatos que los execran y condenan, a pesar de aquel divertido intrigante que fue Leon Taxil, que tanto les tomó el pelo a los jesuitas. Lo que, por otra parte, es cosa fácil.)

Ya lo de nuestra raza —si se quiere con mayúscula: Nuestra Raza— empieza a no ser ni una categoría zoológica ni una categoría humana cultural, sino una categoría —en el más bajo y más triste sentido— política. Ya no se trata de limpieza de sangre ni de limpieza de conciencia, sino de una cierta ortodoxia y no solamente religiosa. Después de haberse enunciado la insensatez de que no puede ser buen español el que no sea católico, apostólico, romano, se va agravando el despropósito. ¿Y van a corregirse los insensatos? ¡Ya, y a! ¿Que aquel iberoamericanismo era lírico? ¿De lira de juegos florales? ¿Y éste que asoma? Este puede ser de zanfonía —peor: de zampona—, de romería arrabalera, en que se lucen aquellos a quienes los de rompe y rasga los tienen por “castizos”. ¡Los de “Santiago y cierra España”! No se sabe si para que no puedan entrar los de fuera o para que no puedan salir los de dentro. (Y de esto, otra vez.)

Se anunciaba que para la celebración de la mentada fiesta en La Rábida iban a concurrir allá —en concentración— muchachos de la Juventud de Acción Popular; pero se ha aguado ello por no poder concurrir el jefe. El jefe para quien piden todo el poder los que, sin duda, se sienten impotentes por sí mismos, y de quien declaran que siempre tiene razón los que, sin duda, se sienten, por sí mismos, irracionales. Y acaso ese fracaso de semejante romería nos ha librado —y en estas circunstancias— de alguna alusión al Peñón de Gibraltar— no muy lejano de La Rábida— y a otra raza a que suponen —¡cuitados!— la más hostil a la que llaman suya.

Este impuro y bárbaro sentido de raza que empieza a infiltrarse en el otro, en el cultural, histórico y humano, es el que trata de definir un patriotismo ortodoxo frente al heterodoxo. Es el del españolismo contrapuesto a la españolidad. Lo que lleva a la más perniciosa forma de guerra civil. A la guerra civil incivil. A la de aquella barbarie del “¡vivan las cadenas!”, del suplicio de Riego, en los más tenebrosos años de Fernando VII — el “pico” vino después— cuando se execraba del “mal llamado bienio” progresista.

Y así puede resultar —si Dios no lo remedia— que eso de la raza, del sentimiento de comunidad histórica, que podía llevarnos a la convivencia más perfecta posible, puede, si ese racismo ortodoxo que apunta se extiende, estorbar la convivencia. Hasta la imperfecta y de resignada tolerancia. No hace mucho le oí a uno de esos racistas de nuevo cuño decir, hablando de la llamada comunidad iberoamericana, que podemos sentimos hermanos espirituales de los venezolanos bajo Juan Vicente Gómez, pero no de los mejicanos de hoy. Y este mismo sujeto que eso decía, al oírme exaltar a Benito Juárez, se echó a decir que no cabe sostener que hubiesen sido héroes del mismo espíritu hispánico Benito Juárez y, por ejemplo, Gabriel García Moreno, el criollo ecuatoriano. “¡El indio Juárez —me dijo— en el fondo era… protestante!” Y pronunció esto de “protestante” como pudo haberlo hecho de judío, masón o marxista. Por de contado que el tal patriota racista ni sabe lo que es judaísmo, ni masonería, ni marxismo. Es de los de “eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante…”, de los que piden todo el poder y toda la razón para el jefe por encontrarse sin uno ni otra. Ni quiero desperdiciar la ocasión de contar lo que le oí a un subordinado que fue del cardenal Segura, y es que le oyó decir que los dos más peligrosos y solapados enemigos de la auténtica España éramos Luis de Zulueta y yo, por lo que tenemos, según él, de sospechosos de… ¡protestantismo! ¡Grave peligrosidad! Sin duda, se creía —no “creía”, pues creerse no es creer— que la Reforma es la auténtica anti-España. Que así se creen y lo dicen las cotorras del cotarro.

En resumidas cuentas, ved por qué yo, que creo haber hecho por mi raza —espiritual— y por su lengua más que el que más de esos racistas de última hora, me siento obligado a escatimar mi participación en fiestas que empiezan a perder su sencilla pureza originaria. Me quedo con raza y sin fiesta mientras no se depuren las cosas a ellas atañederas.

El mal necesario

Ahora (Madrid), 30 de octubre de 1935

¡Ay, cómo se me vuelven a la memoria aquellos febriles tiempos de hace veinte años, cuando, al estallar la Gran Guerra mundial, los españoles nos dividimos fatalmente en aliadófilos —francófilos los más, muy pocos anglófilos— y germanófilos! O mejor, antialiadófilos y antigermanófilos, pues todos éramos antis. Que no se disputaba ni por Francia, ni por Alemania, ni por sus respectivas causas. Eran banderas de una división interior, íntima nuestra, sin relación a la divisa. Lo que esgrimíamos no eran las banderas de los contendientes de fuera, sino astas sin trapo. Fue cuando el que esto os dice inventó el mote de trogloditas, de que ha salido luego el de cavernícolas. Y junto a los desinteresados de lo de fuera, atentos sólo a nuestra secular refriega, hubo también —¡triste es tener que confesarlo!— los interesados por una u otra parte beligerante. Los comprados por las Embajadas, que no cesaban en sus tejemanejes. Y todo ello fue la preparación de la dictadura de 1923, que nació de aquella nuestra contienda interior, como la dictadura fue la preparación de la caída de la monarquía borbónico-habsburgiana. La que se ha dado en llamar revolución republicana nació entonces y de aquello.

Recuérdese que cuando Blasco Ibáñez empezó a atacar y denostar a don Alfonso puso su mayor empeño en tacharle de germanófilo, cosa que, por lo demás, aquí, y con razón, nos importaba muy poco; pero el novelista escribió su librito para los franceses más que para los españoles. Y el mismo don Alfonso puso su mayor empeño en engañar a unos y a otros, jugando maquiavélicamente a dos barajas. Y que el que esto escribe sacó a cuenta lo que llamaba el Vice-Imperio Ibérico. Y que el Gobierno jugaba con lo que se llamó la “neutralidad neutral”, la del desventurado don Eduardo Dato. Se llegó a decir que si Francia hubiera tenido que retirar todas sus fuerzas de Marruecos para llevarlas al frente de campaña, habría tenido que pedir a España que defendiese su protectorado marroquí, lo que habría equivalido —decían los germanófilos— a tomarnos a los españoles por cipayos. Y recuérdese la acción de los submarinos alemanes en nuestras costas.

Si hubieran vencido los Imperios centrales germánicos se habría consolidado la monarquía española o acaso habría pasado el reino a imperio —o vice-imperio—, redondeándose en la Península toda y con Marruecos y Gibraltar de añadidura. Así se creía, más o menos insensatamente, en ciertas esferas y aun en las más altas, a juzgar por no pocos indicios. Mas si es ocioso en historia discurrir sobre lo que habría ocurrido en el caso de no haber ocurrido lo que ocurrió, lo que sí cabe creer es que aquella creencia —si es que no había otras promesas reservadas— influyera en la conducta tortuosa y oscura del monarca y de sus valedores y validos. Y cabe afirmar que esa conducta fue el principio del desastroso fin de la realeza. Y hoy el ex rey de España —acaso ex futuro emperador de Iberia— rumiará seguramente estos recuerdos y lo que haya bajo ellos en la Italia fajista, donde su tercer hijo se ha casado sin la asistencia de su madre, retirada en su nativa Inglaterra.

En resolución, que entonces, hace veinte años, tomar partido por una de las dos partes beligerantes en Europa era tomarlo por uno de los dos grandes partidos —más que partidos, comuniones— que nos dividen desde hace, en rigor, siglos y que hacen el resorte de la guerra civil de España, de la raíz y a la vez tronco y eje de nuestra historia, del empuje de nuestra civilización.

Y ahora, subiendo por encima de la historia o bajando por debajo de ella, a su cielo o a su subsuelo, ¿no serán episodios como el de hace veinte años, y la dictadura luego, y la caída de la monarquía después, achaques para la inevitable íntima guerra civil, mejor si incruenta? ¿Inevitable? Sí; pues ¿qué es eso de “mal menor”, de “bien posible” y de “convivencia”? Hay el mal necesario, inevitable, acaso eterno e infinito. Y sin él no hay ni mal menor ni bien posible. “Semejante medida —la disolución de Cortes y elecciones generales subsiguientes— ¿no desencadenaría ahora la guerra civil?”, se me preguntaba una vez. Y yo: “Pero ¡si está desencadenada ya!” O si se quiere, encadenada España a ella, puesto que es la cadena de nuestra historia. Y en cuanto a la convivencia, no es ésta la paz, sino que se convive en guerra civil cuando la guerra civil es vida. Al escribir yo, en mi mocedad, mi novela histórica Paz en la guerra —la empecé a mis veinte años y la acabé doce después— aprendí el misterio de nuestras guerras civiles y cómo los pleitos dinásticos, de legitimidad, y hasta los doctrinales no eran sino achaques para la eterna discordia entre Caín y Abel, entre Esaú y Jacob. Como en nuestras villas, villorrios y aldeas, las banderas doctrinales, políticas, no son sino indiferentes pretextos para la íntima discordia que hace su vida. ¿Banderas? Y sus colores, pongamos por caso —rojo, de sangre ; gualdo, de bilis ; supernumerario, morado—, ¡de cardenales… achaques!

El profundo reformador Juan Wycliff enseñaba en el último tercio del siglo XIV, en Inglaterra, la doctrina del dominio de Dios y del poder del Diablo y que “Dios tiene que obedecer al Diablo” —forma paradójica de un hondo pensamiento—, ya que entregó el mundo a las disputas de los hombres, que dirige el Diablo. Y este es el mal necesario, raíz de la Historia, que unos llaman Fatalidad (Hado) y otros llaman Providencia.

“¡Terrible doctrinal”, dirá algún cuitado. ¿Y qué se le va a hacer? El hombre que se sienta hombre, encadenado a la Historia, pero queriendo salvar su libertad —que es su dignidad— humana íntima, lo que hará es protestar contra ese mal necesario. Como protestaban los mitológicos titanes que se rebelaban contra Júpiter. O como protestaban los poetas románticos de hace un siglo, a los que se ha llamado titanescos —Leopardi y Vigny entre los mayores—. Como protestaba Job cuando Jehová le entregó al poder de Satán (Libro de Job, I, 12). Y, además, ¿es que la mítica serpiente del Paraíso obró sin permiso —o acaso encomienda— de su Señor? El pobre tentado, por su parte, no se rebeló, sino que se excusó como pudo.

A ese mal necesario, origen de la Historia, la civilización —y con ella la barbarie, su necesaria melliza—, se le ha llamado mitológicamente pecado original y forjádose su leyenda originaria. Y en cuanto a nosotros, españoles, estamos encadenados a la Historia —a la civilización y a la barbarie— por nuestra vital guerra civil, nuestro mal necesario, y en esta vida tenemos que convivir. ¡Y mientras nuestra inevitable —por necesaria— barbarie no caiga en salvajeria…! Es nuestro destino y hay que seguir la marcha —¿adonde?— con él a cuestas.

De la tontería otra vez

Ahora (Madrid), 8 de noviembre de 1935

En los tiempos que estamos corriendo, ningún publicista periódico puede estar seguro de que cuando salgan a luz sus escritos no hayan perdido oportunidad. Y no digo actualidad, pues hay actualidades eternas, aunque acaso, a las veces, inoportunas. Una de ellas, la del examen de la tontería, uno de mis temas favoritos y al que vuelvo otra vez aquí, y que no será, ¡pobre de mí!, la última. Y vuelvo a ella movido por la lectura de lo que en el Congreso dijo un señor diputado de que —y aquí copio del extracto que a la vista tengo— “Cánovas, en el declive de su vida política, se mostraba orgulloso de que jamás sus enemigos políticos le hubiesen llamado tonto ni ladrón”. Y el extracto añade, entre paréntesis, así: (“Rumores.”) ¿Rumores? ¿Por qué? Y los rumores no son cosa de pasarlos por alto, vengan de donde vinieren. Aunque vengan del arroyo. El fingir despreciarlos llega a ser un acto de desesperada tontería defensiva… Es quedarse en la tapa de las cosas, por miedo de abrirlas aturrullados. Esos rumores de la Cámara, convencionales, responden a rumores de fuera de ella, inconvencionales.

El señor diputado parece que dijo, según el extracto, que jamás a Cánovas le habían llamado—“llamado”— tonto ni ladrón y no que no le hubieran acusado de ello. De una a otra cosa hay la diferencia de una injuria a una calumnia. Porque hay quienes, no siendo Cánovas, si se les acusara de tontos gritarían: “¡Pruebas!, ¡pruebas!” Probando con ello que lo eran. La acusación de tonto es, por otra parte, según dejó dicho el Cristo en su sermón de la montaña (v. Mat., V, 22), merecedora del infierno. ¡Y Dios me perdone!

Mas ¿para qué pruebas de tontería? Cabe decir que al tonto se le conoce en que hace o dice tonterías; pero las hacen y las dicen también los inteligentes —y más aún los geniales—, y no hay mayor tonto de remate que el que se muere sin haber hecho ni dicho tontería alguna. Y hay el tonto eventual o fisiológico y el tonto habitual o patológico, y la tontería aguda y la crónica. El peor, no el que dice desatinos, sino el que hablando mucho no dice nada. Porque una sentencia de un hombre de seso y sentido, repetida de carretilla por un tonto pasa a ser una vaciedad. Cuando se estudia a los grandes pensadores y sus sentencias se cae en la cuenta de que todos ellos tienen razón, aun contradiciéndose entre sí, y que cuantos las repiten no tienen razón alguna. Que el tercer grado de la obediencia loyolesca, el de la de juicio, lleva a la irracionalidad de la tontería más supina. Por otra parte, a los barbotadores de vaciedades sonoras —algunas veces retumbantes—, más que tontos se acostumbra a llamarles fatuos. Por esta tierra salmantina se dice de ellos que se peen en botijo para que resuene más.

Conocí en mi Bilbao a un señor que solía decir: “¡Mi hijo Enriquito tiene un talento pa desir tonterías…!” ¡Y qué peligroso es que haya padres —de una o de otra clase— que crean que sus hijos (de la clase que sean) tienen talento para decir tonterías! ¡Y que los críen, eduquen, entrenen y lancen a carrera para que se luzcan esparciendo oquedades del tercer grado de obediencia! A lo que llaman talento. Otro padre me decía: “Si viera usted qué talento de chico! Figúrese que con poco más de ocho años ya recita no sólo el Astete, sino el Mazo —el Mazo, ¿eh?— con puntos y comas y sin faltar… ¡Un fenómeno; le digo a usted que un fenómeno! ¡Otro Menéndez Pelayo!” (Huelga decir que el tal padre no tiene del verdadero valor del talento de nuestro don Marcelino la menor idea; como los pasa a los más de los españoles que le encumbran.)

Sí; hay tonterías geniales y las que no pasan de vaciedades. Otras, como las de los tontos de circo, profesionales, para embaucar y divertir a los niños y a los papanatas. Tonterías circenses para amenizar espectáculos, concentraciones, romerías y grandes batudas.

Mas volviendo a lo de Cánovas, cumple decir que es peor que se le acuse a un hombre público de tonto que no de ladrón. La tontería es más dañosa que la ladronería, no sólo por ser más contagiosa, cuanto porque el ladrón se sabe adónde va: a la caja, y el tonto, no, pues no lo sabe él mismo. La osadía vanidosa o vanidad osada, la fatuidad, es más estragadora que la concupiscencia; peor la ambición que la codicia. El fatuo, con tal de aparecer hábil, deja de serlo. Lo que se llama pasarse de listo, y no es sino pasarse de tonto. Como quien hace o dice algo no para más, sino que la gente se pregunte por qué lo hace o lo dice. Y él, a si mismo: “¿Qué dirá luego de esto la Historia al hablar de mí?” Y se va a su casa a apuntar lo que ha de decir la Historia y preparar su testamento público.

Aun hay peor, y es que se dé el caso de instituirse un Instituto para el mantenimiento, defensa y propagación de la tontería como escudo —supuesto— de la fe del carbonero. Que es —dicen— esta fe prenda de felicidad. ¡Tan felices como dicen que vivieron los guaraníes de las Misiones antes de que les quitaran sus directores espirituales! ¡Qué bien educaditos! Bien lo vio después el doctor don Gaspar Rodríguez Francia.

Y basta por hoy, que otro día trataremos de las catástrofes —o sea revoluciones— que suele provocar el reventón de la tontería de que décimos. Pues de lo que se trata ya —y no en España sólo— es de acabar no con la libertad llamada de conciencia, sino con la libertad de inteligencia, con la libertad de entendimiento. Y el que quiera entender que entienda. Ya lo “decíamos ayer…” ¿Ayer? No; hace treinta y siete años.

Divagaciones…?

Ahora (Madrid), 13 de noviembre de 1935

“Y bien, ¿qué nuevo camelo es éste?”, se dirá mi lector —el mío—, al ver esos puntos suspensivos seguidos de un interrogante. O de un gancho. Porque un signo de interrogación es un gancho. Cuando a alguien se le interroga es que se busca engancharle por algo. Y un gancho de esos, interrogativos, es a la vez como esos ricitos jacarandosos que se ponen las mocitas bien pegaditos a las sienes o a las mejillas. Y va de cuento: “Con ese anzuelo de pelo / que llevas en la mejilla, / ¿qué vas a pescar, chiquilla, / en este tiempo de celo? / Mira que es también de veda; / mejor que te estés en casa; / no por ir tras lo que pasa / te caigas en lo de queda.” Mas no, lector mío, no; no estriba en esto el camelo. Y aunque camelar, en caló o en gitano, parece que quiere decir propiamente cortejar. Esos puntos suspensivos, con su gancho o interrogante, quieren decir aquí otra cosa.

Es que estoy desde hace mucho, y en virtud de mi doble oficio de escritor público y de profesor de lengua castellana, preocupado con la pobreza de nuestros medios gráficos de expresión escrita auxiliares de las letras. La coma, el punto y coma, el punto final, los puntos suspensivos, los guiones, los paréntesis, las interrogaciones, las admiraciones, los diferentes tipos de letras, todo ello no acierta a representar los matices de la expresión hablada. Sería acaso menester poner entre renglón y renglón de letras una especie de pentagrama, un sistema de signos, en cierto modo musicales, que nos dieran sentidos que la mera escritura literal —de letras— no nos da. Sentidos retóricos —en el noble significado—, sentidos de elocuencia, de elocución, no sentidos puramente literarios, esto es, de letra.

Veamos. Pregunta uno: “¿Quién dice eso?” (acentúo el quién porque aquí no es proclítico). Y se contesta: “¡Quién lo sabe!” Otra vez se dice: “¿Quién lo sabe?”, como queriendo decir: “A ver, búsquenmele a quien lo sepa.” Y otra vez mormojea uno, como hablándose a sí mismo: “¿Quién lo sabe…?” O acaso: “¡Quién lo sabe!…” Que es como decirse: “A saber quién lo sabe…” Y así tenemos: primero, “quien lo sabe”; segundo, “¿quién lo sabe?”, y tercero, “quien lo sabe…” Este terrible “quien lo sabe…”, que puede ir seguido ya de un interrogante final, ya de un final admirativo. Lo terrible son los puntos suspensivos, puntos de interinidad, de provisionalidad, puntos que acaban en interrogación —en comedia— o en admiración —en tragedia—, puntos que cabe llamar infinitivos.

Consabido es que en la notación aritmética se suelen emplear los puntos suspensivos para señalar las fracciones decimales periódicas. Así 0,33…, treses sin fin, que equivale a 1/3. O también 0,99…, que equivale a la unidad, a 1. Esos puntos suspensivos de la fracción periódica pura nos dicen de continuidad, de que se contienen, de que se tienen unas con otras las cifras; nos dicen de infinitud. Pues lo infinito es lo continuo. Y aquí recuerdo que he oído hablar de un piadoso fraile matemático que se pasa la vida hallando nuevos decimales a “pi”, a la relación entre la circunferencia y el radio. Una manera de buscar la cuadratura del círculo. Y que apenas se diferencia de pasársele rezando sin cesar el rosario, cuenta tras cuenta y vuelta a empezar. Y por esto les llamo a los puntos suspensivos interrogativos o admirativos, puntos infinitivos.

¿Bromas? ¡Quiá! No hay tales bromas. ¡Ay del que vive en ¿…? o en ¡…!, del que vive de ansiedad, echándole un gancho al infinito, que no se deja prender de él, o admirándolo! ¡Ay del que pregunta sin esperanza de respuesta! ¡Ay del que vive en inacabable suspensión de ánimo! No, no es camelo.

Una vez, era en el campo, tendido sobre la hierba y a la sombra de un aliso, mientras al chorro de una fuente se iba llenando un cántaro. Un cántaro que era algo así como un órgano hidráulico. Según iba cayendo el agua del chorro en el cántaro —caja de resonancia— daba una nota cambiante. Diríase que el cántaro cantaba con lengua de agua. Hasta que se llenó el cántaro, y el agua, vertiéndose hasta los bordes de su boca, cantaba… en puntos suspensivos, en puntos infinitivos. El cántaro entraba en la corriente del regato que de la fuente del chorro nacía. “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar…”

Y mirando acá, a nuestra España, cántaro nacional, y escuchándola, ¿es que no nos encontramos con puntos suspensivos, infinitivos, seguidos de interrogación final? ¿Punto final? ¿Quién va a apuntarlo? Acaso tiene razón Caprotti, el pintor italo-hispánico, cuando lanza su apotegma favorito: “Desengáñese usted, la vida es una cosa provisional.” ¿Y no va a serlo una Constitución cualquiera? ¿A quién se le va a ocurrir la desatinada ocurrencia de ponerle a la Constitución punto redondo y final, y hasta entrecomillada? ¿O parenteticada? ¿Que está en suspenso? ¡Natural!… Peor sería que estuviese reprobada. Así se queda para nuevo examen. ¿Es que se figuran los de las consabidas esencias que con un punto definitivo cierran el paso a los puntos infinitivos? Hace poco me sorprendió leer en un escrito de uno de los esenciales y auténticos que la Constitución que fraguamos —yo entre otros— es una Constitución abierta y no cerrada. ¿Abierta a qué?

Y vea el lector amigo adónde hemos venido a parar, a partir de aquellos anzuelos de pelo que las mocitas pescadoras llevan junto a las cejas supernumerarias. También la Constitución tiene sus anzuelos —de papel— y sus cejas supernumerarias. Y basta de divagación.

Programa de un cursillo de filosofía social barata I

Ahora (Madrid), 20 de noviembre de 1935

Usted me ha oído decirle muchas veces, amigo mío, hablando de enseñanza —o de pedagogía si quiere—, que lo elemental es lo fundamental. Un mozo atudescado de hoy aquí diría lo existencial y lo esencial. ¡Bueno! Es cosa grave eso de que lo de puro sabido se olvide. De consabido más bien, pues cuando algo lo saben todos se le antoja a cada cual que no hay peligro en olvidarlo, y así no llega a hacerse propio el sentido común. Y viene luego aquello de “primum vivere, deinde philosophari” —primero vivir, después filosofar—, como si filosofar no fuese un modo de vivir. O mejor, de sobrevivir. O aun mejor, de sobrevivirse. Que es lo fundamental. Y así, voy a hablarle a usted, y lo más llano posible, de la vida elemental, casi de instinto, y la vida fundamental o de finalidad. O racionalidad, si usted quiere mejor.

Los elementos se les ha llamado a tierra, agua, aire y fuego, en que no parece entrar el espíritu. Lo elemental es, pues, lo natural, así como lo fundamental es lo espiritual. O sea la Historia. Y ya verá usted cómo esto se engarza con aquello otro de la conceptuación materialista de la Historia, atribuida, sin mucha precisión, a Marx. Y empecemos de lleno por el principio.

La vida elemental, la vida natural, parece reducirse a comer, beber, abrigarse —traje y casa de vivienda—, propagarse o procrear y divertirse. Porque la necesidad de divertirse, de entretenerse o de solazarse, convendrá usted conmigo, amigo mío, que es de primera necesidad, de necesidad elemental o natural. Y la diversión, entretenimiento o solaz entra en el comer, beber, abrigarse y propagarse.

Fíjese en eso que se dice de que hay que comer para vivir y no vivir para comer; piénselo bien y verá qué círculo vicioso supone. Se come muchas veces, no por necesidad, sino por gusto; pero es que el satisfacer ese gusto es un elemento de vida. Y esto se aplica en el vestirse al adorno, ya que adornarse es elemento de vida también. Y en cuanto al propagarse, ¿quién duda de que el goce que ello procura nos es un elemento de vida, aunque no se cumpla la finalidad de ese goce? ¿Aunque… finalidad? ¿Se propaga uno “para” gozar en la propagación o goza de ésta “para” propagarse? ¡Condenados “paras”! No cabe duda de que hay quien se da a la tarea de propagarse —o procrearse— por racionalidad, por finalidad. Por razones económicas acaso, buscando herederos que le mantengan en su vejez y lleven su nombre. Hay matrimonios pobres sin hijos que adoptan ajenos. A lo que volveremos con la misma llaneza de filosofía barata.

(Volveremos a ello cuando nos toque decir algo del proletarismo y de Malthus y el malthusianismo. Y de aquello del solterón gruñón que fue Arturo Schopenhauer con lo de que el genio de la especie engaña a ésta poniéndole cebos para que se propague. ¡Vaya con las genialidades del genio de la especie del solterón Schopenhauer! Entre esos cebos o añagazas entran los que, a propósito del desnudo en las playas, llamó nuestro padre Laburu, S. J., “incentivos psíquico-somáticos”. Y basta de paréntesis.)

En resolución, que si comer, beber, abrigarse y propagarse son elementos de primera necesidad, es también de primera necesidad el gozar con ellos y aunque luego ese goce no lleve a la finalidad trascendente que se le supone. Y aunque a esta doctrina se la moteje de hedonismo o de epicureísmo. Y se nos hable de los cerdos de Epicuro. Yo mismo escribí antaño que vale más ser ángel desgraciado que cerdo satisfecho. Mas, aparte del valor de ese “vale” —¡menudo lío ése de la teoría de los valores!—, falta por saber en qué consiste la desgracia del ángel y en qué la satisfacción del cerdo.

Pero, aparte del goce, satisfacción, placer, diversión o solaz que en comer, beber, abrigarse y propagarse se consiga, queda la otra diversión: la de gozar de la vida sin trabajo, la de descansar. Y sobre todo la de soñar. Que es el arranque del arte. Y de la religión. Gozar del ensueño. Que es lo que nos lleva de la Naturaleza a la Historia, de lo elemental a lo fundamental. Que es, como se ve, elemental también. ¡Lo que le alimenta, lo que le abriga, lo que le propaga a uno el descansar —sobre todo soñando—, el imaginarse que no pasa hambre, ni frío, ni soledad animal!

Reflexiones todas éstas que se las hacen casi todos los hombres, pero no siempre con la suficiente claridad y sencillez, como para percatarse de su alcance todo. Sentiría mucho, amigo mío, que todo esto le pareciese trivial, esto es, conversaciones de plazuela; pero lo que yo busco es llevarle a usted a la convicción de que la llamada filosofía de la Historia —que suele ser no más que historia de la filosofía, y no menos— es, en rigor, filosofía de la Naturaleza, de la elementalidad. Y que lo elemental, se lo repito, es lo fundamental, que lo natural es lo espiritual. O que en la diversión hay que buscar la finalidad.

¿Qué es diversión? Permítame que vuelva, según mi modo, a lo lingüístico. Diversión es de divertir, y divertirse y divertir (“divertere”) es apartar algo de su cauce, hacer que una corriente salga de su curso. Y en otro sentido se llama una diversión estratégica cuando se le quiere llevar al enemigo fuera de su propósito. Divertir a la vida es sacarla de su cauce natural, de su determinismo. Es juego que nos distrae, que nos divierte de la incontrastable necesidad. Y es la diversión elemental y necesaria porque nos libera de la elementalidad y de la necesidad. Y nos libera, sobre todo, del hastío, del aburrimiento, del tedio, que es peor que el hambre, y la sed, y el frío, y la impotencia genésica.

Y ahora queda por ver cómo para librarse del hastío, de tener que satisfacer hambre, sed, frío y calor de intemperie y apetito genésico siente el hombre la necesidad de la diversión, primero como arte y como historia, y luego como religión. Más grandes obras de arte, más proezas históricas, más creaciones de fe religiosa y de santidad se han hecho por matar el aburrimiento que por matar el hambre. Y voy a divertirme indicándoselo.

Programa de un cursillo de filosofía social barata II

Ahora (Madrid), 29 de noviembre de 1935

Pues sí, amigo mío; el resorte de la Historia y de la civilización —que es lo mismo— consiste más en matar el aburrimiento que no en matar el hambre. La conceptuación materialista de la Historia —la formulada por Carlos Marx— no nos da la razón de ser de las cosas, sino el sentido de vivir de los hombres. Será materialista, pero no racionalista. Y es porque el aburrimiento es irracional, pero inevitable.

Eso de que la curiosidad, el deseo de saber —origen de la ciencia—, provenga de la necesidad de comer, beber, abrigarse y demás por el estilo, aunque lo hayamos sostenido muchos, es más que discutible. La curiosidad, la curiosidad “desinteresada”, tiene por interés el divertirnos de las otras necesidades de vida y aun de la vida misma. Matar las penas —la mayor, el hastío— y no el hambre. Y matarlas con el sueño. ¡Qué hondamente Leopardi en su estupenda prosa “Cántico del gallo silvestre” dijo aquello de que: “Tal cosa es la vida que para soportarla es menester de tiempo en tiempo, deponiéndola, recobrar un poco de aliento y restaurarse con un gusto y como una partija de muerte”! Tal es el descanso, tal la diversión.

Enterarse, divertirse, saber, no para comer, beber, abrigarse y propagarse, sino para poder escapar de ello. No gozar para propagarse, sino propagarse para gozar. ¡Cuántas veces, amigo mío, hemos comentado juntos el mito del pecado original, del relato bíblico de la caída de nuestros primeros míticos padres! La interpretación racionalista la da Jehová cuando les manda que crezcan y se multipliquen y llenen la tierra. Esa parece ser la razón de ser del género humano. Pero su sentido de vivir —sentido irracional— es otro. Es gozar, o sea saber. Y Jehová, muy racionalmente, les impone que se priven de probar del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, pues por querer hacerse como dioses quedarán sujetos a la muerte. Y, sin embargo, ellos, los pobrecitos, desobedecen y se entregan no a la necesidad natural, animal, elemental, de procrear y propagarse, obedeciendo así al genio de la especie, sino que se entregan al goce de saber de ello, a la “delectación morosa”, como dijo el dictador de la teología católica eclesiástica oficial. Que era como una anticipación de la antojada delectación beatífica. ¿No ha observado usted cómo los místicos se complacen en metáforas de desposorio, matrimonio y unión místicos? Y ¿no ha observado usted cómo se compara el trasporte ese —el de la “delectación morosa” del teólogo— con una como muerte? El mismo Leopardi cantó la hermandad del amor y de la muerte. Y, por otra parte, propagarse ¿ no es acaso suicidarse? El que da vida a otro ¿no se la quita a sí mismo? Observe, a la vez, que hay un tiempo solemne, realmente trágico; una edad en que el hombre entra en lo que llamaríamos el nacimiento espiritual, cuando —al entrar en la pubertad— descubre que se nace y que se muere, y qué es nacer —ser parido— y qué es morir. Entonces surge lo que San Pablo llamó el cuerpo espiritual (“soma pneumático”). Edad terrible en que se despiertan instintos de muerte, de crueldad, de erotismo y de desgana de vivir; edad en que el mozo sufre aprensiones de salud, incerteza de destino, pérdida de fe infantil; en que se le llena el alma de ausencia de porvenir.

Y esa necesidad elemental, vital, irracional, de goce, de diversión, de libertarse de la necesidad, de libertad, en fin, se ve en todo deporte y se ve en el entregarse a drogas mortíferas y al olvido de la vida misma. ¡Cuán errados andan los que suponen que el principal resorte de las luchas llamadas sociales es el de satisfacer el hambre! ¡Las veces que hemos comentado el sentido del relato bíblico del primer legendario crimen social: el asesinato de Abel por su hermano Caín! No por competencia económica, sino por lo que llamamos envidia. Y otras veces, resentimiento, expresión ahora de más moda. Aunque hay una palabra alemana —¿la recuerda usted ?— que es “Schadenfrende”, goce de hacer mal a otro, de gozarse en el mal del prójimo.

He oído a más de uno de esos que no acaban de darse cuenta del sentido de vida —no de la razón de ser— de la explicación materialista —no racionalista— de la Historia, exclamar ante algún estallido mortífero de masa humana, encrespada en lucha: “Pero ¿qué adelantan con eso?; ¿es que van a conseguir mejorar su posición económica?; ¿es que con eso van a matar el hambre?; ¿es que así van a subir sus salarios?” Reflexiones de una necedad manifiesta. Otras veces exclaman estos cuitados: “¡Puras ganas de destruir!” Y no se percatan de que el ansia de destruir implica un ansia de escapar a las necesidades elementales de conservar la vida. De conservarla sin goce. Y por este camino de incomprensión no comprenden que el sentido vital de muchas guerras —sea cual fuere su razón de ser— es que la paz es terriblemente aburrida, tremendamente hastiosa.

Como ve usted, amigo mío, todo esto es filosofía social barata, y de la más barata, y expuesta lo más baratamente que sea posible; pero lo hago así por aquello que le dije al principio de este programa, cuál es que hay cosas que de puro consabidas se olvidan. Y éstas se están olvidando desde que las han traducido a esa insoportable jerga de la llamada sociología, en que todos los más flamantes —¿de qué flama?— pedantes (y pedagogos) en boga se dan a confundir la razón de ser con el sentido de vivir. ¡Como que han llegado hasta pretender hacer una economía… matemática! ¡Claro está, el binomio de Newton explicando por qué Otelo mató a Desdémona!

Y ahora, saltando eslabones de esta cadena programática, voy a exponerle a usted, amigo mío, de la manera más barata posible, en qué sentido de vida puede consistir eso de que turbas enardecidas se den a quemar templos, a destruir imágenes, a perseguir misioneros y ministros de una fe religiosa que esas turbas no comparten. “¿Qué mal les han hecho?”, se preguntan los que no alcanzan la razón de ser de semejante conducta. Claro, ¡como que no tiene razón —razón, ¿eh?— de ser! Ni con matemáticas se explica por qué se ha perseguido a los mártires de una fe religiosa cualquiera. ¡Razón…, razón…! Se adopta una fe religiosa o política por razón o por sentimiento. O… por gusto. Por gusto, sí, por buen gusto —que, de ordinario, es malo—, como ciertos señoritos frívolos escogen un partido como una corbata o unos guantes. Partido de emblemas, uniformes, ademanes, santos y señas y demás frioleras, nonadas y naderías, que no es cosa de tratar aquí.

Programa de un cursillo de filosofía social barata III

Ahora (Madrid), 4 de diciembre de 1935

Prosigamos por rápidos y breves toques programáticos, meros puntos de apoyo para que el lector se haga su composición de lugar.

No sólo de pan vive el hombre, se repite. Ni principalmente de pan —el hombre, se entiende, no el animal—, sino de ilusión, de ensueño, de esperanza, de historia. “Primero, vivir; luego, filosofar”, es otra sentencia tópica. Pero es que hay un cierto filosofar, un cierto soñar, que es el primer vivir, lo primero del vivir. Se vive de ilusión, de juego, de arte. Llamadle, y estará bien, de religión. Que, en el fondo, es historia. El hombre es un animal histórico y de historia vive. El no dotado de palabra, de lenguaje —aunque sea lenguaje sin uso de lengua, es decir, por señas o por representaciones gráficas y visuales—, carece de conciencia histórica, de representación de sí mismo. Y el hombre —el hombre, ¿eh?— vive como hombre, como animal conciente de sí y de su propia vida, de su representación histórica. Schopenhauer habló del mundo como voluntad y como representación. Mas lo que él llamó representación, la inteligencia, la conciencia refleja, no es otra cosa que la Historia —hija del recuerdo—, la Historia, que tanto desdeñó Schopenhauer. Y es la Historia, aunque se la llame de otro modo, lo que le consuela al hombre de haber nacido, lo que le da conciencia humana, humanidad. Y le libra del hastío, cáncer mucho más devorador que el hambre. Primero, filosofar —o soñar, que es igual—, que es vivir. Y después, seguir viviendo. Tal es la conceptuación histórica, o sea humana, de la Historia.

¡Filosofar! ¡Soñar! Vivir no de pan, sino de conocimiento. La tentación a Ulises por parte de las sirenas no era una tentación carnal o sensual —sexual, si se quiere—, sino una tentación de conocimiento. Le ofrecían contarle cuentos, re-crearle con historias. Era una tentación de conocimiento. Y no tanto lógico cuanto estético. Era algo así como la visión beatífica de los místicos. ¿Qué es la soñada vida futura eterna, la vida del siglo venidero —“vitam venturi saeculi”—, sino una contemplación histórica? Otros tratan de sustituirla por una visión, en esta presente vida, de una sociedad futura. Y otros, de una visión profética del desarrollo histórico de una raza, de una nación, de una patria.

Y ahora esta visión espiritual se convierte en una mitología, en un cuento de nunca acabar, en una religión, en fin. Aunque el cuento sea el de un sueño sin ensueños, un nirvana. Y en esta mitología, en este cuento de nunca acabar, hasta la pena es una especie trágica de consuelo, de un consuelo trágico. Los condenados del Infierno del Dante se complacen, se gozan en narrar —como sirenas— su condena. Cuando Francesca dice aquello de que no hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la miseria está gozándose, está recreándose en ese recuerdo. Como Paolo y como el Dante y como todo el que lo oye. ¿Infierno? ¿Y eternidad de aquellas penas? Francesca está repitiendo siempre su eterno cuento, su cuento de nunca acabar, pues vuelve a comenzar de nuevo siempre —inacabable (bis)—, y es, por lo tanto, un solo momento inmóvil. Y como momento quiere decir movimiento, un solo movimiento inmoble. El colmo de lo inconcebible. La visión beatífica.

Toda religión es, pues, un cuento de nunca acabar, una historia eternizada. Y esta historia trae un goce parejo al goce carnal o sensual, más bien hermano de él. ¡Cuántas veces no se ha comentado, no hemos comentado, la hermandad de ambos goces! ¡Cuántas veces, cierto sentido bíblico del verbo conocer! Y aquí, en relación con esto, hemos de fijarnos en la relación entre el conocimiento, o lo que es lo mismo, el goce carnal o sexual —lo que se llama pedantescamente “líbido”— y su finalidad —muchas veces inconciente— económica, o sea la procreación. El “creced y multiplicaos”. ¿Se multiplica el hombre para gozar en multiplicarse o goza para la multiplicación? ¿Cuál el fin y cuál el medio?

Y aquí se nos atraviesa Malthus. Malthus y Ricardo son los verdaderos inspiradores de Marx. De su dialéctica, Hegel. Y se nos presentan tres posiciones de conciencia frente a éste, el problema básico. Los unos (A) tratan de acomodar la procreación a los medios de subsistencia. No hacen más hijos que aquellos a los que se cuenta con poder mantener. Y en casos, no hacerlos. Y para ello, la abstinencia y continencia. Y algunos —es caso extremo— se dicen: “¿Para qué multiplicarse si se ha de acabar el mundo?” Es el ensueño del milenio. Y viene el elogio de la virginidad como el estado en sí, por sí, más perfecto. Y hasta la aberración atribuida a Orígenes y que concuerda con lo que en el Evangelio según Mateo se le hace decir al Cristo, y es que si hay capones de nacimiento, otros lo son hechos por sus prójimos y otros que se castraron a sí mismos por el reino de los cielos; y añade que quien pueda entender que entienda. Y en tanto se sueña el conocimiento puramente espiritual, el amor místico, la contemplación infusa y solitaria, la visión fuera de la Historia. Visión llena de ausencia.

Los otros (B) predican dar rienda suelta a la procreación y a la vez a la destrucción; engendrar hijos para que conquisten el mundo matando a los hijos ajenos y haciéndose matar por ellos; levantar un gran panteón, un soberbio monumento funerario —como las Pirámides de Egipto, Escorial faraónico— a la gloria histórica nacional y perecer a su pie el pueblo todo; hacer de la Tierra un inmenso camposanto con un epitafio que diga a las estrellas la grandeza de la humanidad agotada. Y si la anterior posición (A) es la ascética —acaso mística—, ésta (B) dicen que es la heroica.

Y nos quedan los terceros (C), los que anteponen a todo el goce sensual, y a éste supeditan la propagación de la especie. Estos tratan de refrenarse, no de reproducirse, sino deproducirse en goce, que es, por sí mismo, su finalidad. Sin detenerse ante perversiones. Y ésta es la posición que llamaremos hedonística, y cuando se refina, estética.

Los ascetas, los héroes y los estetas han elaborado sus respectivas religiones, que se entrecruzan, se entremezclan y se combinan. Nos falta, pues, escudriñar lo que sean religión ascética, religión heroica y religión estética, y verlas en la Historia a las tres, y los odios y los amores, las gracias y desgracias que engendran. Y siempre que lo primero es filosofar, soñar, ascética, heroica o estéticamente, y que esto es vivir. Y llegar a la concepción histórica de la Historia, que culmina en la guerra. A verlo.

Programa de un cursillo de filosofía social barata IV

Ahora (Madrid), 13 de diciembre de 1935

Decíamos que l a concepción —y, por ende, conceptuación— histórica de la Historia se cifra en la guerra, en la lucha no ya por la vida, sino por la conciencia social o civil. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra, se ha dicho. Treitschke, el más genuino apóstol y profeta del nacionalismo germánico, dejó dicho que la guerra es la política por excelencia. Y la política es la Historia, o sea la civilización. Y lo de Trotsky de la revolución —la lucha de clases— permanente no quiere decir otra cosa. Aplicado a nuestra historia —civilización— española, aquel Romero Alpuente, aunque acaso un botarate, tuvo el acierto de formular el mismo esclareciente principio al dejar dicho que la guerra civil es un don del cielo. Y pudo añadir que España es un don de la guerra civil, del combate entre las dos Españas —su lado cóncavo y su lado convexo—. Combate que es convivencia, pues convivir —en vida histórica, civil— es com-batirse. Y locura pretender neutralizar ese combate con debates periodísticos, que suelen chorrear memez agriada.

La guerra civil, esto es, entre los más hermanos, entre los que hablan lo mismo, no la guerra animal, de conquista de esclavos o de mercados. No guerras entre naciones o razas distintas, no guerras de imperialismo conquistador, sino guerras que lleven a que una nación se conquiste a sí misma. La triste guerra que los soldados de Hernán Cortés hicieron a los súbditos de Guatimocín, o los de Pizarro a los de Atahualpa, no fueron guerras civiles, civilizadoras. Lo fueron, en cambio, las guerras de independencia de las naciones hispanoamericanas, de los pueblos, ya de criollos y mestizos, que lucharon entre sí —realistas y patriotas— para conquistarse una conciencia civil, histórica, hispánica, que se hablaba a sí misma en castellano. Hidalgo, Bolívar, San Martín pelearon por la conquista espiritual de la máxima Hispania. Y luego cada una de aquellas naciones continuó, en sí misma, la guerra civil. Y aquí, en España, los españoles que de aquellas guerras civiles volvieron acá reanudaron la fecunda guerra civil. Espartero y Maroto se formaron en la América hispánica. Nuestra guerra civil de los siete años —de 1833 a 1840— no acabó, ni pudo ni debió acabar, con el convenio de Vergara. Como la de 1872 a 1876 —la que este filósofo barato de la guerra civil recordó en su Paz en la guerra—no acabó ni pudo ni debió acabar con la restauración de don Alfonso ХП.

Pues ¿qué es eso de anonadar al adversario o de disolverlo? Si una parte —comunión, partido o como quiera llamársela— anonadara a su adversaria, la disolviera, resurgiría ésta en ella misma y con ello la civilizadora guerra civil, don del cielo. En cuanto un combatiente devora al otro lo siente dentro de sí. Los que hemos estudiado con la pasión de la verdad nuestra guerra civil en la forma que tomó en el siglo XIX sabemos cómo alentaba liberalismo en las entrañas del carlismo y alentaba carlismo en las del liberalismo. Y patriotismo en ambas. Sólo a los menoscabados de conciencia histórica, civil, se les ha podido ocurrir esa estupidez de la anti-España. Como a los otros, a los motejados de anti-españoles por los sedicentes tradicionalistas, se les ha podido ocurrir el desatino de acabar con lo inacabable. Y luego, esas consustancialidades —y autenticidades y esencialidades— que figuran en los credos políticos y que recuerdan lo de aquel gran cordobés, el obispo Hosio, el que metió lo de “consustancial” (“homoousios”) en el Símbolo de Nicea, Constitución de la Iglesia Católica. Es fatal el teologismo —o ateologismo, que es igual— de nuestros laicistas, que no laicos. No hay programa sin él, y el programa… es algo dogmático. Y donde falta contrapeso…

Y esta guerra civil, don del cielo, es una verdadera guerra santa y no ninguna de esas otras guerras de conquista externa, de imperialismo territorial, que se emprenden no pocas veces para apartar a los pueblos de la santa guerra civil, íntima, de la conquista de sí mismos. “La guerra santa es, por lo menos entre los pueblos islámicos, una preparación para la muerte”, me decía un estudioso de la mística guerrera mahometana. Y pensé, al oírselo, que la santa guerra civil es una preparación para la muerte por la patria, que lleva a la resurrección en la Historia. En un cielo que es nada menos y nada más que historia, como el paraíso dantesco no es nada menos ni nada más que poesía. E historia no es más ni menos que poesía, esto es, creación, y poesía cuando es verdadera poesía, es historia. Que la verdad de la Historia —como la de la religión— no estriba en la realidad grosera y material de lo que nos dice. Como verdadero consuelo es el que de veras nos consuela, aunque sea engañándonos. Y acaso sólo consuela de veras el engaño, y lo que llaman la verdad objetiva desconsuela y mata. (Aquí no puedo resistir a citar aquello de Browning respecto a la historia-relato, y es: “Aquí la Historia abre tienda; cuenta cómo los hechos pasados se hicieron, así y no de otro modo; hombre, ¡ten la verdad para siempre!; olvida las mentiras anteriores.”)

Y en esta concepción agonística —y agónica— de la Historia se sume la llamada materialista. En la lucha de clases, la lucha lo es todo, y la clase, nada. ¿Motivos de lucha? El instinto —mejor, necesidad— de lucha los inventa. El genio de la especie, que, según Schopenhauer y otros, inventó el amor, ese mismo genio inventó la guerra, hermana del amor. La historia de la civilización es la guerra civil del linaje humano histórico contra sí mismo. Como la vida espiritual del individuo es una guerra íntima contra sí mismo.

“¿Y el fin?, el fin de esa lucha”, se nos dirá. No tiene fin. Su fin es tan inconcebible como su principio. ¿El fin de la Historia? Sería el fin de la conciencia. Sería el trágico, apocalíptico y catastrófico san se acabó. “¡San se acabó!” ¡Terrible santidad de la santa guerra civil! ¡Como no fuera aquel “¡se consumó!” (“tetélestai” o “consummatum est!”) con que se cierra el relato de la Buena Nueva para abrirse el verdadero consuelo histórico cristiano…! ¡Cuánto se han torturado con este pensamiento tantos y tantos consoladores desconsolados e inconsolables! ¿Y quién no es quien para ello?

Todo esto se ha dicho muchas veces; son nociones baratas que el lector puede adquirir a poco precio. El que os las revende aquí ahora se ha preocupado, sobre todo, de la expresión, a ver si, merced a su novedad, logra que se recuerde lo que de puro sabido se olvida. Y como el hombre no se rinde tan aínas a lo que le contraría, no faltará lector que le pregunte a este filósofo barato: “Pero, vamos a ver: usted, señor mío, ¿de qué parte se pone en nuestra guerra civil?” ¡Otra! Sí, lo he dicho ya muchas veces, pero tendré que repetirlo. Y que explicar otra vez mi “alterutralidad” (“alteruter” quiere decir “uno y otro”). Mas de esto, aparte.

Programa de un cursillo de filosofía social barata V

Ahora (Madrid), 17 de diciembre de 1935

Rematé la última lección de este mi cursillo con la promesa de explicar la posición personal del exponente respecto a la valoración de las diversas posiciones políticas, sociales y religiosas, y en el caso de dos combatientes, a las de estos dos. Y dije que mi posición es de “alterutralidad”. Que si de neutralidad —de “neuter”, neutro, ni uno ni otro— es la posición del que se está en medio de dos extremos —supuestos los dos—, sin pronunciarse por ninguno de ellos, de “alterutralidad” —de “alteruter”, uno y otro— es la posición del que se está en medio, en el centro, uniendo y no separando —y hasta confundiendo— a ambos. La llamada dialéctica —mejor, polémica— la de la renombrada “coincidencia de los opuestos”, la del Cusano, la de Hegel, y en socialismo, la de Proudhon.

En rigor, comprender es valorarlo todo por igual, en realidad. Cuando, a mayores, las valoraciones no suelen pasar de calificaciones, y éstas, no más que de denominaciones. ¡Magia de los nombres! En cuanto una fe cuaja en un credo exclusivo se muere. Monarquismo, republicanismo, anarquismo, comunismo, derechismo, izquierdismo…, ¡nombres, nombres, nombres! Cuando se mira la tela de las opiniones al envés, al revés y al través se ve que los tres son uno. De un sentimiento irracional se hace una doctrina o conocimiento simbólico; de éste, un precepto, dogma o programa; de éstos, una escolástica. Hacen los partidarios —fieles— la valoración a costa de la comprensión. Hase dicho con acierto que se desaprobaría un axioma matemático si destruyera el fundamento de nuestro más íntimo anhelo vital. Ya Tertuliano, después de haber pedido perdón para la esperanza del orbe entero, plañía: “Cierta es por ser imposible.” Las doctrinas relativistas amenazan destruir la realidad en cuanto no se pliegue a nuestras más entrañadas aspiraciones. La física moderna está desvaneciendo la materia en puro idealizarla. Ya no se toma la materia materialmente. Más el espíritu.

En un orden más pragmático, un dogmático cualquiera no oye con calma el que se le diga que sus soluciones no llevan al fin que se propone y que éste no se logra de manera alguna. Que la explicación marxista de la Historia, por ejemplo, no da a ésta el valor que el proletariado exige, como ni la explicación opuesta justifica al capitalismo. ¡Pobres hombres los que se ponen a tiro hecho a marchar, por la derecha o por la izquierda, sin vaivenes ni bamboleos y sin comprender que no se abraza un problema sino a dos brazos, derecho e izquierdo, apechugándolo al corazón —que es centro alterutral—, y para manejarlo con ánimo, no diestro ni zurdo, sino maniego!

Y de pronto se me presenta aquella tremenda exclamación de Carducci, el poeta de la tercera Roma, cuando exclamó: “¡Mejor, obrando, olvidar, sin indagarlo, este enorme misterio del Universo!” Mas ¿cabe que un hombre —¡un hombre!— pueda obrar sin indagar con su obra ese misterio? Obrase para algo, y este “para” es ya una indagación de misterio. Hasta en la labor de un esclavo.

Este pobre filósofo barato no puede remediarlo, pero cuando se encuentra con un entusiasta convencido quienquiera de una cualquiera fe religiosa, social, política, artística o científica duda si compadecerle o envidiarle. Pero como se envidia a la vez que se le compadece a un demente dichoso cuando nos tortura la razón. La compasión ¿no es una forma de envidia? Pues hay días aciagos en que uno quisiera ser tan mentecato como en esos días le parecen ser la inmensa mayoría, la casi totalidad acaso, de sus compatriotas —sobre todo los jóvenes— para poder vivir en paz consigo mismo. Y escapar así a esta terrible última edición mecánica moderna del “la vida es sueño”, a este sentimiento de cine sonoro que nos da la historia que venimos viviendo, como si todos fuésemos fantasmas de pantalla que hablamos por gramófono. ¡Y qué cosas! La materia se ha hecho sombra; el hombre, un nombre; el hambre, hastío. Tiene uno que tocarse para creer en sí mismo. ¡Y aun así…!

Pero es que los combatientes —y convivientes, por ende— no combatirían, no vivirían, sin una fe y tienen que hacérsela para combatir y convivir. El martirio hace la fe, aunque no la verdad del credo, que no la fe el martirio. Lo dije hace años y aun lo recuerda un hoy converso. Y la tragedia del converso suele ser que cuanto más reniega de su pasado más se le adivina que está combatiendo consigo mismo para convencerse de que está convertido. Grita para no oírse a sí mismo, para acallar con sus gritos hacia afuera la íntima propia voz que le susurra la verdad al oído del corazón. Rumor de aguas soterrañas que minan la fe roquera.

¡La conversión al tradicionalismo —no tradición—, que parece ahora, en nuestra guerra civil, tan de moda! ¡Pobres cangilones —no regueras— de la noria de la tradición, que necesitan del servil trabajo del mulo vendado que la mueva! ¡Y, en cambio, poder ser reguera de tierra viva, ceñida de verdura del campo, y no cangilón de barro cocido o arcaduz de hierro roñado; reguera que lleve agua aireada y soleada de manantial de cumbre y no de aljibe o de alberca! ¿No ve, lector amigo, todos esos cuitados, menoscabados de seso, empantanados en mandangas, que creen en judíos, masones, brujas, fantasmas, duendes, trasgos o demonios colorados como los que, según fray Z. González, O. P., cardenal —por cuyo texto estudié—, arman los fenómenos espiritistas? Y luego, todo ello viene a degenerar en partidas que discuten incivilmente: ¡a porrazos, martillazos, hozadas, pistoletazos, cristazos…! ¡Y hay desdichado caudillo que moteja de criminal al adversario político! Y se oye la estupidez —¡así!— de la anti-Patria y de la anti-España. Rabia de pseudo-dogmatismo de cabo a rabo, y por el centro, falta de persuasión entrañada y sobra de contraseñas histriónicas. Y estornudos dementales que piden conjuro de: “¡Jesús, María y José!” Y todo ello, ¡en qué chabacanería de lenguaje, válganos Dios! Y ramplonería.

Lo mejor, más fresco y más original de mi mocedad me lo pasé escudriñando los entresijos de nuestra santa guerra civil para haber de comprenderla, que es valorarla alterutralmente. ¿Y a la postre? En el prólogo de la última y recentísima edición de mi Niebla, al comentar el apocalíptico final del Cántico del gallo silvestre, del abismático Leopardi, he dejado dicho lo que se queda cuando todo pasa y se anonada. Y ése puede ser el resultado de esta filosofía social barata. Cuando se acabe el final, fin…

¿Que no he satisfecho a los más? ¡Y qué le vamos a hacer! Yo y los que lean esto. ¿Satisfecho? Ni a mí. Definirse, valorar y tomar partido es más fácil y cómodo que estudiar, comprender y cobrar conciencia. Pero esto segundo nos lleva a la verdadera paz.

Y basta por ahora, que ocasiones vendrán de tener que volver a las andadas. Y perdone el lector estos desahogos; pero ¡le duele a uno tanto este ruedo de incomprensiones partidarias…! ¡Y de conchabanzas! Coronas, flores de lis, gorros frigios, escuadras, haces, yugos, hoces, martillos, escapularios…, amuletos y fetiches. Y dentro…, ¡nada de nada!

Pedreas infantiles de antaño

Ahora (Madrid), 20 de diciembre de 1935

Al sentir el ahogo del temporal político-religioso que venimos pasando suele refugiarse en espíritu este comentador que os habla, lectores, en las memorias de su ya lejana infancia, tal como en gran parte las guarda en sus Recuerdos de niñez y de mocedad y en su novela histórica Paz en la guerra. ¡Qué frescor le llega de ese pasado íntimo!

Eran los tiempos en que se encendió la última guerra civil cruenta —a tiros— entre carlistas y liberales, después de la caída de Isabel II y de la huida de Amadeo. En aquel ambiente, los niños acomodábamos a él nuestras pedreas deportivas. Había en Bilbao dos partidas principales: la de Sabas y la de Azcune. El que esto cuenta entró en el Instituto Vizcaíno el año mismo, 1874, en que había acabado el sitio y bombardeo de Bilbao. Allí conoció a Sabas, el jefe de partida. Pero las partidas no se llamaban de liberales y carlistas.

Consabido es que en esas peleas de chiquillos las partidas se dicen de ladrones y guardias civiles —“¡Yo quiero ahora ser ladrón, y si no, no juego!”, “¡Ahora te toca ser guardia civil!”— o tal vez de rusos y japoneses, como podían ser de tirios y troyanos, oñacinos y gamboínos en mi nativa tierra, o de cartagineses y romanos, como para la competencia escolar dividían los jesuitas a sus alumnos. Ahora esas partidas podrían llamarse de italianos y abisinios. Pero es que los peleadores de hoy no son ya niños de diez o doce años, sino de alguna más edad corporal y de mucha menos edad mental. Y en vez de piedras usan de porras y de pistolas.

En cuanto a la denominación, ¿qué más da? Recuerdo que entre mis compañeros de colegio —escuela era la municipal, la de balde— había uno preocupado con pelear contra los… madianitas. Hoy los madianitas para esos porreros y pistoleros se llaman marxistas, o judíos, o antiespañoles, o… krausistas. Y de otro lado, fajistas, falangistas, tradicionalistas, japistas y ¡qué sé yo!… ¿Contenido doctrinal? Ninguno. Siquiera los de mi tiempo no pretendían llenar con supuestas doctrinas políticas, religiosas o sociales el empuje deportivo que los llevaba a las pedreas infantiles. Pedreas sin pretextos.

Lo de ahora es algo que acongoja Tengo a la vista unos números de esas publicaciones que venden o reparten estos chiquillos de ahora, y… se le cae a uno el alma al leerlos. No hay doctrina alguna. Esas hojas rezuman y hasta chorrean memez. O mentecatez. No dicen nada. Recuerdan la filosofía de aquel botero de Segovia a quien pintó Zuloaga y de quien éste decía: “¡Qué filósofo! ¡No dice nada!” No que diga como cualquier nihilista que no hay nada, sino que no dice nada. Y así éstos. ¡Qué sentencias! Recuerdan lo que decía Juan Pablo Richter de los que pintan éter con éter en el éter. Llega uno a pensar acongojado si tendrán razón los que afirman que se está formando una generación que es degeneración, inapetente de saber, de una ignorancia enciclopédica invencible. Y algo que no decimos por ser no ya inefable, esto es, que no puede decirse, sino nefando, o sea que no debe decirse.

En uno de los números que tengo a la vista, uno de esos chicos dice que “no perecerá el mundo si esta juventud manda”, que los viejos “son casi todos tontos y cobardes”, que los jóvenes —ellos se entiende— sean “quizá demasiado apresurados y hasta vacíos de cascos”, pero que esto no importa, pues “todas tas grandes acciones las han hecho las juventudes y todas han sido locuras”. Después de esto se ve claro que esta Juventud de Falange Española, la del yugo, no ha de hacer locuras, sino tonterías o mentecatadas, que es muy otra cosa. Necedades futuristas.

La cosa es tristemente seria. En general, el pensamiento (pase el eufemismo) político y religioso hoy en España es de una vaciedad, de una ramplonería y de una superficialidad aplastantes. ¿Pero el de esta sedicente juventud? Hay una virilidad mental, y es cosa terrible cuando antes de llegar a ella, a la pubertad intelectual siquiera, se pretenden engendrar convicciones políticas, patrióticas o religiosas. ¡Cuánto mejor harían leer el Juanito o el Bertoldo!

¿Y aquello otro de los del tercer grado de la obediencia loyolesca, de los que piden todo el poder para el jefe, de quien dicen que no se equivoca? Una vez hablé aquí mismo de un Instituto cuyo fin es mantener, defender y propagar la tontería. Lo que puede ser hasta caritativo, ya que la tontería garantiza una cierta felicidad. Pero sólo defiende el engaño vital el desengañado, y la tontería el que no es tonto. Y el que se hace el tonto es que lo es. “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”, dice el catecismo jesuítico que me enseñaron para justificar la fe implícita o del carbonero. Pero ¿y si esos doctores resultaren ignorantes? Que éste es el caso. No, no; un rebaño de borregos no puede ir guiado por otro borrego, y menos por un corderillo retozón. Mejor por un lobo, aunque éste se cobre. ¿Está claro?

¡Ah como estas juventudes llegasen a domeñar y manejar a sus mayores! ¡Entonces, sí que…! Porque así se prepararía y entrenaría la mayor gangrena civil de la gobernación de un pueblo, que no es la inmoralidad, sino la imbecilidad. Mil veces peor el tonto, que no el ladrón. Y éste es el pecado original —y por ende, hereditario— de nuestra política. Asusta hoy la vacuidad mental de estas juventudes militantes. Hay la otra; la que calla, estudia, espera, o acaso desespera y se consume sin alharacas. Por muy “tontos y cobardes” que seamos los viejos de hoy en España, nada tenemos que aprender de esos mentecatos. Por mi parte, no creo en madianitas.

Hay quien sostiene que la llamada vulgarmente inmoralidad, la corrupción administrativa y gubernativa, es mera parvedad, cosilla de mal menor, comparada con el laicismo. Pero este comentador está convencido de que en la inevitable lucha por la cultura —no hay que decirlo en alemán—, la tontería del tercer grado de obediencia loyolesca, la del carbonero de la fe implícita, es raíz de la peor inmoralidad. La del suicidio mental.

Que se fajen los del fajo, que se unzan los del yugo, que se aporreen disciplinándose loa de la porra; pero, por Dios santo, que no estén aporreando la virilidad mental de la patria, que no estén entonteciendo —como lo están— a esta menguada generación, que no conoce ya las puras y frescas y verdaderamente infantiles pedreas de aquellos tiempos, en que la santa guerra civil de liberales y carlistas le echó los cimientos de su conciencia civil al que esto, con el ánimo amargado, os dice, lectores. ¿O es que quieren llevar a España a que se suicide en alguna inédita Etiopía?

Caciques y caudillos

Ahora (Madrid), 25 de diciembre de 1935

Como aquel sujeto me dijese una vez: “Le doy, don Miguel, mi palabra de honor de que…”, le atajé: “¿Su palabra de honor? ¿Es que tiene usted otra sin honor?” ¡Se me amoscó, claro! Vaya otro rasgo suyo, y es el de que es de los que dan un sentido peyorativo a las voces “maniobra” y “estratagema”. Llaman maniobras los hombres carneros, los de tope o choque, a los esguinces del adversario. Dicen, por ejemplo, que es discutir de mala fe cuando se les opone un argumento que ni esperaban ni lo comprenden. Es que jamás comprenden lo que oyen por primera vez y a que llaman paradoja, empleando un término que tampoco saben lo que quiere decir. “¡En mi vida he oído semejante cosa!”, equivale para ellos a una definitiva refutación. Es la idea que tienen de lo que llaman tradición, si es que a eso cabe llamarle idea. Y renuncio, por ahora, a dar más características de aquel sujeto, que es este sujeto de ahora.

El cual me ha venido, para certificarme del valor de su posición ideal, social y moral, a decir que está pronto a sacrificarse por ella, a dar por ella su vida. “Su muerte, querrá usted decir”, le he atajado esta vez. Y me he puesto a intentar explicarle la diferencia —tan conocida y recalcada— que va de dar la vida a dar la muerte. Y que el que uno dé su muerte por una idea, se deje matar —matando él a su vez, si puede— por ella no prueba la validez objetiva de esa idea. Muchas veces se ha repetido, pero conviene repetirlo una vez que a ningún sujeto de juicio sano se le ha ocurrido ofrecer su vida— lo que llaman así— por confesar que los tres ángulos de un triángulo valen dos rectos o que (a+b)2 = a2+2ab+b2. Y otras verdades así. El sacrificio de la vida de quien profesa una idea no le da validez a ésta. Y esto, que es tan evidente, conviene repetirlo ahora, en que hace estragos cierto pragmatismo de eso que llaman el acto puro. Puro o libre de lo que no sea acción, es decir de contenido. A uno que me decía que se dejaría cortar la cabeza por sostener no sé qué estuve por decirle que no perdería nadie nada, ni él tampoco, con que se la cortaran. Pero me contuve, porque es terrible el carnero que topa en el aire.

Si, conozco eso que llaman doctrina de servicio y aprecio éste. Pero servicio ¿a qué o a quién? En civilidad, o sea en política, hay servicio a la Historia, a la conciencia que la comunidad patria, la que tiene conciencia, la tiene de sí misma. La fe es un servicio —obsequio suele traducirse— racional, según dijo el Apóstol. Pero lo de racional lleva consigo la libre adhesión por libre examen. Y así, la llamada fe implícita, la fe del carbonero, la del “eso no me lo preguntéis a mí…, etc.” —¡lo he repetido tantas veces y lo que aun lo rondaré!—, de racional no tiene nada. Es la del servicio u obediencia —y aquí vuelvo a otro de mis temas favoritos— del tercer grado de obediencia loyolesca, la de juicio —no ya de hecho y de voluntad sólo—, la de creer que lo que el superior manda es lo más juicioso. O sea que el superior, jefe o como quiera llamársele, es infalible, no se equivoca. Pero ¿quién le ha conferido a ese superior —jefe— su superioridad o jefatura? En la Iglesia Católica, Apostólica, Romana ya sabemos cómo se decretó el dogma de la infalibilidad pontificia por el obispo de Roma, a quien ciertos fieles rinden un cuarto voto de obediencia. Pero ¿esto cabe traducirlo a un partido político, por ejemplo, y que los pobres partidarios rindan ese cuarto voto —el de la fe del carbonero— a un jefe cualquiera, sin que se sepa en qué conclave se le confirió su poder, ya que no autoridad? (La autoridad se adquiere muy de otro modo.)

Es realmente algo que apena el ánimo, cuando de civilidad conciente se trata, el ver que un jefe o caudillo lanza excomuniones pontificales, protesta contra el hecho de que no se cuente con él, pronuncie a boca llena que no hay otro jefe que él o acaso hable de “su gente”. “El partido soy yo”, parece decir alguno. Y otro dice: “Pues mi gente (¡su gente!) se irá con Perengánez, y eso se saldrán ustedes perdiendo.” La verdad sea dicha: un supuesto jefe que consiente que una caterva de carbonerillos —de fe irracional— pidan todo el Poder para él, ya que no se equivoca, es un peligro para toda república bien ordenada. (Y doy aquí a este tan elástico y ambiguo concepto de república aquel sentido el más amplio que incluye hasta a las monarquías y a los imperios, ya que República se llamaba el Imperio romano.) Y mucho más si la fe del jefe es también de carbonero. Y terrible cosa cuando a una vaciedad propia se agrega otra delegada.

Servicio racional, de libre examen, a la conciencia de la comunidad patria, que encarna en su historia, en su tradición, bien, muy bien; pero para ello hay que conocer esa historia, esa tradición, y para conocerla hay que estudiarla con amor. Y nuestros carbonerillos de las distintas agrupaciones —triste es tener que decirlo— en general no la conocen porque no la estudian. No tienen idea alguna de lo que hicieron sus padres y sus abuelos y los de éstos. Los que de entre ellos más se manifiestan propicios a dar su vida por lo que antaño se llamaba “la causa”, menos dispuestos están a dar esa su vida al estudio de la causa misma. Su ignorancia política es enciclopédica y acaso —aquí estriba la tragedia— invencible.

Y ahora me siento atraído a decir algo de la diferencia que va de caudillo a cacique y a justificar a éste frente a aquél. El caudillo suele ser carneril, de tope, y el cacique es de maniobras y estratagemas. El caudillo suele ser sonoro y espectacular —de cine sonoro—, mientras que el cacique maneja —o mejor, mangonea—, y se calla, y se vale de maniobras y estratagemas. Los dos tienen su papel público, civil, y este comentador que os habla, fiel a su alterutralidad, ya expuesta, cree en el valor útil de ambos, pero cree también que en momentos graves el cacique es preferible al caudillo. El caudillo, fiándose de su magia fascinatoria —ejercida sobre los carbonerillos como la serpiente ejerce la suya sobre los chorlitos—, encubre mejor su propia oquedad, mientras que las artes del cacique piden un fundamento civil más sólido. Se ha dicho y redicho mucho en España contra el caciquismo, y cuando Joaquín Costa hizo aquella enquisa sobre él, fue este comentador uno de los pocos consultados que se atrevió a tratar de justificarlo. Habría que decir otro tanto sobre el caudillismo. Lo estimo más peligroso que el caciquismo. ¿Y si el caudillo es un cacique o el cacique es un caudillo?, se nos dirá.

De esto, otra vez.

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