1932

Geometría política

Heraldo de Aragón (Zaragoza), 1 de enero de 1932

Si se le pone a un sujeto en un terreno bien llano con los ojos vendados y se le dice que marche en línea recta, discurre una muy amplia curva o hacia la derecha o hacia la izquierda, siempre el mismo sujeto al mismo lado. A los que tiran, inconcientemente, a la derecha se les llama dextrógiros, y a los que tiran a la izquierda, levógiros, términos tomados de la química. Como también cuando, de ojos cerrados le va cogiendo a uno el sueño, se le coge a él ya recostándose del lado del corazón, la izquierda, ya del lado del hígado, la derecha, y muy pocos, que luego suelen ronzar, cara arriba. ¿Dependerá esto de lo que los antiguos médicos —físicos se decían a sí mismos— llamaban humores o temperamentos? Sanguíneo, bilioso, melancólico y flemático según Galeno. En todo caso, lo de tirar a la izquierda o a la derecha nada tiene que ver con la geometría sino con la fisiología o si se quiere con la humorística. Y tal vez con la peculiaridad de los zurdos y de los maniegos o ambidextros como por otro nombre se les llama.

En geometría pura, que es razón, que es matemática, que es ideología, no hay derecha ni izquierda, como no hay arriba ni abajo, delante ni detrás: No hay ni puede haber ideología levógira, izquierdista, ni dextrógira, derechista. Y además, ¿cuál es la izquierda o la derecha de un objeto? Es como cuando se habla del sentido del reló. Tal como le miramos va a la derecha desde las 9 a las 3, luego, desde las 3 a las 9, a la izquierda. Pero mirándole del otro lado la cosa cambia. Como en el mapa en que se dice que el Norte está hacia arriba, el Sur hacia abajo, el Este a la derecha y el Oeste a la izquierda. Lo que viene de la mala costumbre de no enseñar a los niños geografía en mapas horizontales y mudos.

Trasládese todo esto a la política y se verá que no es matemático, que no es ideológico, que no es racional hablar de programas de izquierda y de derecha. Como es otra irracionalidad decir de más avanzado o más retrogrado. ¿Por qué la izquierda ha de ser más avanzada que la derecha? Todo eso es temperamental o humorístico, tal como ser optimista o pesimista. Y esos temperamentos políticos se manifiestan cuando se le vendan a un sujeto los ojos o cuando los cierra al ir a dormirse, esto es a no pensar, a lo más a soñar.

“Nadie entre aquí sin saber geometría”, dicen que ponían los platónicos en sus escuelas. Y eso habrá que poner en las escuelas de política. Y así a nadie se le ocurrirá el desatino de pensar qué es de izquierda y qué es de derecha, si el individualismo —su extremo el anarquismo— o el socialismo —su extremo el comunismo—, si el federalismo o el unitarismo, si el liberalismo o el democratismo. Y tan absurdo como lo de la izquierda es lo de radical. Otro término que no quiere decir nada claro y preciso. Adscribirse al izquierdismo o al derechismo, al radicalismo o al moderantismo es cerrar los ojos y renunciar al discurso racional, geométrico.

Triste cosa tener que repetir de vez en cuando estas nociones tan elementales y obvias, pero ¿qué se quiere donde se llega a bachiller sin distinguir una hipérbola de una parábola, y sin saber construir un cuadrado de área triple, quíntuple, séxtuple, etc., de otro, y eso que se le enseñó al aire el teorema de Pitágoras? Y sin noción clara de la línea recta, indefinible como es indemostrable el postulado de Euclides.

¡Y qué peligroso es discutir de política en dialéctica geométrica, matemática racional! Desde joven cobré la habilidad de leer y escribir de abajo arriba, o sea con las letras vueltas en tal sentido, y también de leer y escribir al través —lo que los ingleses llaman mirrorwriting— como escriben los litógrafos o como para que pueda leerse al trasluz. Esto me ha enseñado a mirar las cosas de todos lados, en cualquier posición y a percatarme de que b, d, p, q, son, geométricamente, la misma letra y sus diferencias sólo de posición; basta hacerla de alambre y ponerla en una u otra postura. Pero esto resulta una habilidad desdichada cuando hay que tratar con gentes que no ven así, en pura geometría. Como es otra habilidad desdichada la de llegar en fuerza del estudio del lenguaje, de filología, a escribir con precisión, porque ésta, la precisión, suele resultarle al lector perezoso, oscuridad. ¿Está claro? Por lo cual no estaría de más que nuestra juventud se dedicara un poco más y mejor a estudiar geometría y filología para no caer en los camelos políticos del izquierdismo, el derechismo, el radicalismo, el reaccionarismo y otras vaciedades por el estilo para uso de durmientes.

Madrid, diciembre de 1931.

Ver artículo publicado (pdf)

Al lector anónimo y solitario

El Sol (Madrid), 2 de enero de 1932

Tiene usted razón, mucha razón, en lo que me dice usted en su anónimo, desconocido lector; ése como otros comentarios lo escribí para usted, expresamente para usted, hombre de su casa y no de la calle, solitario y no miembro de una muchedumbre de reunión pública. Sí, tiene usted razón; a las veces quiero hacer de esto no tribuna, no púlpito, sino gabinetes de confidencias, confesionario. ¿Monólogos? ¡Ah!, no, sino diálogos, diálogos con lectores como usted, pues oigo en mí, dentro de mí, como usted me responde —no sólo me contesta— y me corresponde. ¡Nos conocemos tan bien!…

Cuando ha empezado a difundirse eso del radio, he pensado alguna vez en poder utilizarlo para dirigirme, no a una masa, no a un montón de unos miles de personas formando lo que se llama un público, sino a cada uno de ellos, tomado separadamente, en su hogar, aislado de los otros y libre del sentimiento rebañego de la muchedumbre. Es decir, no en un mitín. (Y entre paréntesis he de decirle que un amigo mío, rimador de sonetos, propone que el vocablo inglés “meeting” lo demos por “metingue”, que tiene la ventaja de rimar con pringue y con potingue, sin contar extingue). Seguro de que así haría más y mejor opinión o conciencia pública.

Lo sé, sí, lo sé, sé que se toma muchas veces por neutro al ciudadano solitario, al hombre de su casa, que con actos oscuros, cotidianos, contribuye al curso de la historia. Y sé cuán lejos de la neutralidad se halla esa solitariedad. Basta recordar aquellas maravillosas elecciones municipales del 12 de abril, que tanto sorprendieron a los que no creen más que en el hombre bullanguero de la calle, en el hombre muchedumbroso. Y sé que esos hombres desconocidos son los que nos han traído el cambio. ¿Y ahora? Fue después proclamada y aclamada la República; pero muy luego se acalló el clamor, y hoy lo que se oye es cierto reclamo de una Dios sabrá qué revolución, pues no lo saben los que la declaman. Y con ustedes, los solitarios, nadie apenas cuenta. Nadie cuenta con su solitariedad, que no es precisamente soledad, pues no es la soledad del desierto la solitariedad de un monasterio, de un convento de “monachos”, monjes o solitarios. ¿Y no tiene España mucho de un monasterio laico?

Tiene usted también razón en lo que me dice comentando lo que me dice comentando lo que dije en Málaga acerca de la comunión de los héroes en la historia perdurable en comparación con el dogma católico romano de la comunión de los santos en la vida perdurable. Hay en la historia que se hace en el tiempo, pero queda hecha en la eternidad de la idea, una comunión de los héroes, los más de los cuales son anónimos y desconocidos. Hablaba yo en Málaga de Torrijos, y decía que vivió y obró en una tradición, en la tradición liberal, constitucional, que viene desde los Comuneros de Villalar hasta los conjurados de Jaca; desde Padilla, Bravo y Maldonado hasta Galán y García Hernández, y pude haber añadido que así como el fusilamiento de Torrijos por orden de Fernando VII contribuyó a determinar el cambio político ocurrido a la muerte del déspota, así el fusilamiento de los de Jaca por orden del biznieto suyo fue lo que más contribuyó a la caída de éste. Y así como hay una comunión de los héroes, los más anónimos, en la historia ya hecha y eternizada, hay una comunión de los solitarios, de los ciudadanos de su casa, en la historia que se está haciendo, que se está eternizando.

Ha sido, señor mío, mi fe —mi fe y mi esperanza— en esa comunidad silenciosa y desparramada de ciudadanos solitarios que no forman partido, que no se matriculan o enmadrigueran en ningún Comité, lo que me ha hecho prever con claridad el curso que habría de tomar nuestra historia española. Es lo que en el destierro fronterizo me hacía confiar en la eficacia de las voces que daba, pues no eran murallas rocosas de Jericó lo que había que abatir, sino bambalinas de papel de una Corte desmantelada. Confié en la mocedad estudiantil, en la juventud escolar; confié en los hombres que, como usted, mi desconocido lector, no se apuntan en ningún partido, pero no por eso se escabullen de la historia. Y tienen justicia los que aseguran que ellos nos han traído esto.

Usted, señor mío, y los hombres como usted que me rinden la confianza de oírme cuando dialogo conmigo mismo, no me han pedido nunca que les recomiende para cargo alguno, no me piden sino con su atento silencio, con su silenciosa atención —dispénseme el giro— que les ayude a rumiar la historia que nos va quedando. Y sé que me perdonará que insista tanto en esto de la historia, que es mi estribillo favorito.

Profesor de historia e historiador fue aquel inolvidable Emilio Castelar, cuya frente broncínea suelo ver brillar al sol de Castilla cuando paso por el paseo de la Castellana, y veo erguida su diestra en ademán más profético que oratorio, aquel repúblico del 3 de enero de 1874, el que luego, en la Restauración, formuló elposibilismo que es el historicismo, y con ello preparó al pueblo español para el último cambio de postura constitucional.

¿Derecha? ¿Izquierda? Sé que usted, mi desconocido lector solitario, no es ni diestro ni zurdo, sino maniego. Y sé que usted no busca programas, sino informaciones. Y que le ayuden a sentirse y consentirse en España.

Día de reyes, día de magos

El Sol (Madrid), 6 de enero de 1932

El 6 de enero, día de reyes. Pero en rigor no es así, sino día de magos. La Iglesia católica romana celebra la festividad de la epifanía, de la aparición o mostración del niño Jesús, aun no rey —no lo fue hasta su muerte en cruz—, a los magos. Magos y no reyes les llama el Evangelio. Los magos no eran, por ello sólo, reyes. Mas ¿por qué la leyenda, la tradición popular ha hecho de los tres magos de Oriente tres reyes y el uno negro? Porque el mago, sacerdote, era un rey de la palabra, pues con ella regía a los hombres y hasta las cosas.

La magia, el conjuro, era el poder creador y curador, restaurador, de la palabra. La palabra hacía cosas. Y de la magia, el lenguaje creador, nació la religión. (Véase la teoría de Pierre Janet sobre el origen del lenguaje.) El centurión del Evangelio, cuando va en Capernaum a decirle a Jesús que le cure a un su criado, y Jesús le dice que irá y le sanará, aquel le responde que no es digno de que entre bajo su techado, sino que basta que diga una palabra para sanarle, pues “soy hombre bajo autoridad —añade—, y tengo bajo de mí soldados, y digo a éste: ¡Ve!, y va, y al otro: ¡Ven!, y viene, y a mi siervo: ¡Haz esto!, y lo hace”. Y el Cristo se maravilló de la fe que en la magia, en el poder misterioso de la palabra, tenía el centurión. Y el Cristo mismo se nos aparece como un mago que rige sólo con la magia de su palabra. Con un: “¡Lázaro, acá, afuera!” se cuenta que le sacó de la tumba en que yacía muerto. Y su Padre, el Dios cristiano, se dice que con una mágica frase: “¡Sea la luz!”, hizo la luz, pues decir es hacer. Y dijo también: “Hagamos al hombre”… así, en conversación consigo mismo, en diálogo, pues conversación, diálogo —y diálogo dialéctico—, es la historia humana que el Señor discurre. ¿Es, pues, extraño que de los magos, magos de la palabra, se hiciera reyes, reyes de las cosas? Pero el mago no era propiamente un rey, en el bajo sentido político.

El rey, por otra parte, podía ser un mago. En nombre del rey se ordenaba la ciudad; de real orden. La palabra real era un conjuro. Y conjuro es cosa de magia. Ese conjuro que sigue rigiendo como medio y como remedio curativo en nuestros campos. Y es curioso que la voz popular “mego” —muy usada en gallego: “meigo”—, blando, suave, apacible, tanto puede provenir de “magicus”, como se supone, como de “medicus”. O de las dos. La magia es la medicina y a la vez la religión popular campesina, la de conjuros, ensalmos y encantamientos.

La fiesta popular de reyes no es, pues, una fiesta especialmente monárquica, sino mágica. El aguinaldo es un presente mágico, de conjuro. Y los que iban a esperar a los reyes, a los magos, iban a esperar salud, sanidad. Jesús, el mago galileo, adorado de niño en Belén por los magos, se hizo, por su muerte en cruz, Cristo rey.

¿Y ahora? Todo sigue igual; la leyenda se anuda. La República aparece tan mágica como la realeza. Y hay quienes de ella aguardan aguinaldos. ¿Qué les echará en los zapatitos nuevos? ¿O es que a la magia, al conjuro, al fetichismo o hechicería —pues “fetiche” es voz que tomamos del francés, y éste a su vez la tomó del portugués “feitiço”, pareja a nuestro “hechizo”— monárquicos, no han sucedido acaso la magia, el conjuro, la hechicería y fetichismo republicanos? La festividad tradicional del día de magos, de la epifanía de la palabra redentora, resulta, por lo tanto, tan republicana como monárquica. Es la festividad del poder mágico, milagroso, de la palabra, de la aparición del verbo. Y si no, no hay sino observar el poderío mágico, hechiceril, que muchoa atribuyen al nombre de República, nombre de ensalmo y encantamiento, y todo el fetichismo que de esta atribución mística y mítica deriva.

Uno quisiera que ese poder mágico, de conjuro, ensalmo y encantamiento, de hechicería patria, se atribuyese, no al nombre de monarquía o de rey, ni al de república, que son comunes, sino al santo nombre de España, que es propio. Porque ha habido y aun hay muchos reyes y muchas repúblicas; pero no ha habido ni hay más que una sola España. Y es de leer en la Estoria de Espanna que mandó componer el rey Alfonso el Sabio y se continuó bajo su hijo Sancho IV en 1289, aquel loor de nuestra España, la de aquel entonces y la de otros entonces, “segura e bastida de castiellos…, engennosa, atrevuda e mucho esforçada en lid…, affincada en estudio, palaciana en palabras”… Y acaba: “Ay, Espanna, non a lengua ni engenno que pueda contar tu bien.”

¿Por qué se trastornó aquella lengua palaciana, engañosa —restauremos la vieja palabra que dejó caer luego el ingenio cultilatiniparlante— mega o mágica de tiempos del rey mago Alfonso X, el que hizo ordenar las Partidas, aquella lengua del XIII que entonó tales loores al nombre conjurador y encantador y ensalmador de España?

Alfonso el Sabio sigue, como rey, rigiendo a España, porque fue un mago que nos dejó obras de palabra creadora y recreadora, sanadora y restauradora. Que sólo la obra mágica, milagrera, de la palabra —raíz de la cosa— resiste al embate de los siglos. Y esa obra mágica, milagrera, se debe al conjuro, al ensalmo, al encanto de España.

Día de magos; día de reyes.

Sobre el manifiesto episcopal

El Sol (Madrid), 10 de enero de 1932

El documento que han dirigido a los fieles católicos españoles los obispos de España lo es muy detenidamente pensado y redactado con singular ecuanimidad. Y tienen, sin duda, justicia los obispos cuando protestan contra las limitaciones que se ponen a las Asociaciones religiosas y al derecho de manifestarse los fieles en procesiones religiosas, a la libertad de enseñanza, a que se pueda subvencionar a toda Asociación excepto a las religiosas, y otras protestas así. Como la de que con el hipócrita pretexto del cuarto voto de los jesuitas —”en lo que tenga de realidad” dice muy bien el episcopado— se pretenda disolver la Compañía de Jesús, la creación española más universal, y sea cual fuere el juicio que ella nos merezca y sin reunir siquiera los argumentos jurídicos que para disolverla reunieron los consejeros del piadosísimo rey Carlos III, consejeros que eran todo menos sectarios.

El manifiesto episcopal es algo sereno, respetuoso y grave. Y con él inician sus firmantes una “misión” que es muy otra cosa que aquella “cruzada” —¡término agorero!— que preconizó este mismo episcopado en aquel otro —lamentable— documento con que se abrió, a estímulo de D. Alfonso, la llamada Gran Campaña Social, que él mismo tuvo que atajar. El cambio de los tiempos les ha enseñado a los prelados de la Iglesia Católica Romana de España a ver más claro, aunque no del todo.

La equivocación del episcopado al dirigirse a “la conciencia cristiana del país” estriba, en efecto, en no darse entera cuenta del estado de esta conciencia. Que a la Iglesia Católica Romana pertenezca “la mayoría de los españoles” es una afirmación tan insustancial como la de decir que en tal día España dejó de ser católica. Porque no es lícito contar, para este recuento —casi apernamiento— de conciencias, como fieles a todos los bautizados bajo la fe del litúrgico “¡volo!” del padrino. Católicos de nacimiento, como republicanos de nacimiento —o de toda la vida—, no son más que inconcientes cuando no se han hecho luego ellos un credo. Lo que ha producido la situación congojosa y apurada en que hoy se encuentra el catolicismo ortodoxo oficial de España es que sus directores no se daban cuenta de su fuerza —o mejor, de su debilidad— y procedían a base de esa equivocación. Y ahora comprenderán todo lo desatinado que fue desatarse contra el liberalismo —que era pecado— cuando es en este pecado, en el del liberalismo, en el que tendrán que buscar su principal apoyo de la parte de fuera.

Hay, por otra parte, en ese documento un párrafo muy significativo, y es aquel que dice: “Ni faltan hombres poco avisados que creen resuelta la crisis religiosa, pensando que con preceptos legales se ha amortizado a Dios y a la Religión en la vida española, y declarando que el catolicismo les es simplemente indiferente.” Porque, en efecto, ningún español con sentido histórico —es decir, avisado— puede decir que le sea indiferente el catolicismo, sentencia tan insustancial, y a la vez insincera, como la de declarar que una nación deje de ser católica por virtud de un sufragio.

A este comentador, por su parte, no le es indiferente ni el catolicismo ni ningún otro credo religioso, anti-religioso, científico, artístico o político. Y si de algo se ha preocupado uno es de escudriñar cuál sea el verdadero sentimiento religioso español. Y le sorprende con qué descuidada ligereza se ponen los unos a declarar que el pueblo español ni es creyente ni siquiera religioso —que se puede serlo sin apenas creencias— y los otros a declarar lo contrario. ¡So… sociólogos!

Llegan días de prueba y de depuración acaso, para la Iglesia Católica Romana de España, días en que tendrá que renunciar a insensatas “cruzadas” para dedicarse a su “misión” propia, que es, en su máxima parte, obra de españolidad. Y los que sentimos la religiosidad española, sean cuales fueren nuestras íntimas creencias o descreencias, no podemos menos que consentir en esa obra de confortamiento de la unidad patria. Que lo de unidad católica, esto es: universal, tiene un sentido más hondo que el que le da la ortodoxia romana. Ni depende de un credo dogmático ortodoxo. Hasta los dudadores profesionales —avistando a las veces la desesperanza, y hasta la desesperación— ponemos sobra toda duda y sobre toda negación la necesidad espiritual de una unidad de anhelo, que querer a Dios sobre todas las cosas es querer Dios sobre todo. Y otro día os comentaré este nuevo lema: “Somnia Dei per hispanos”. Que también es sueño la vida eterna.

Y en cuanto a los jesuitas, su error —¡uno de tantos!— ha sido el de creerse, fiándose de la leyenda que les han hecho sus poco avisados adversarios sistemáticos, con una fuerza y arraigo de que carecen. “¿Jesuita y se ahorca? ¡Su cuenta le tendrá!” —decían los otros ingenuos hermanitos —los del triángulo—, y con ello los ingenuos jesuitas se dieron a ahorcarse creyendo que les traía cuenta. Aquel folleto que en propia defensa publicaron y que comentamos en estas mismas columnas prueba cuán equivocados se hallan respecto a su crédito, a su influencia y a su obra los sucesores —degenerados— de aquellos dos máximos espíritus vascos que fueron Íñigo de Loyola y Francisco Xavier. Los de hoy apenas si cuentan algo en la cultura española. Es la persecución con que se les amenaza —otra inútil y absurda ley de Defensa de la República— lo que les empieza a dar alguna importancia.

Somnia Dei per hispanos”

El Sol (Madrid), 14 de enero de 1932

En aquel tan sugestivo libro The autocrat of the breakfast table (El autócrata de la mesa redonda) —¡y qué extraño que no se haya traducido ya!— le hacía decir su autor, Oliver Wendell Holmes, al monopolizador conversacionista, esto: “No supondrá usted que las observaciones que hago en esta mesa son como otros tantos sellos de correo, cada uno de los cuales sólo se usa una vez. Y si supone así, se equivoca. Tiene que ser un pobre hombre el que no se repita a sí mismo a menudo. ¡Imagínese al autor de aquella excelente pieza de consejo: ¡Conócete a ti mismo!, sin volver a aludir a ese sentimiento durante todo el curso de una prolongada existencia…! Porque las verdades que un hombre lleva consigo son sus herramientas; ¿y cree usted que un carpintero no tenga que usar el mismo cepillomás que una vez para cepillar una tabla nudosa o tenga que colgar su martillo, después que ha metido su primer clavo? Jamás repetiré una conversación; pero una idea, a menudo. Usaré de los mismos tipos cuando me plazca; pero no, de ordinario, de la misma estereotipia. Un pensamiento es muchas veces original aunque lo haya expresado uno cien veces. Se le ha ocurrido por nuevo camino, por un nuevo y expreso curso de asociaciones.” Y además, añado yo, es en vano que esquivemos repetir ciertas nociones cuando ellas, como ciertos manjares, nos repiten dejándonos su dejo en el paladar del pensamiento. Y sobre todo, cuando se repite la pregunta hay que repetir la respuesta. Así ahora.

Pues me escribe uno de esos mozos de vanguardia sin peso de hisoria, que, forasteros en dondequiera, tiran tan sólo a arrasarlo todo a su propio vacío rasero —¡claro que de boquilla!—, que la República debe ir a paso de carga, y yo le respondo —a él, ¡irresponsable!— que no, sino a paso de trilla. ¡Aunque después se pongan a pegar fuego a las parvas! ¡Es tan entretenido!

Invoca, ¡claro!, la revolución. ¡Y dale con ella! Pero yo le pregunto qué quisicosa es ésa de la revolución que tanto traen en boca. ¿Es revolverlo todo? ¿Es volver la tortilla? ¿O es lo que llaman en astronomía revolución, la de los planetas en torno del Sol, la de los satélites en torno de un planeta? En un reloj de bolsillo el segundero va más de prisa que el minutero, y éste más que el horario; pero todos vuelven al mismo punto, cumplen su revolución, y… vuelta a empezar.

¿A paso de carga? ¿A cargar sobre qué? Ni él, mi corresponsal el mozo de vanguardia, lo sabe. Es que se encuentra en un estado de ánimo que podríamos llamar catastrófico, en un tenor revolucionario que no es político, o sea civil, ni ético, o sea moral, ni menos religioso, sino estético; es que sufre de lo que se diría acedía seglar —correspondiente a la acedía claustral, que tanto torturaba a los ascetas— de tedio civil, o, en una palabra, de aburrimiento. Es el mismo triste estado de ánimo que lleva a tantos a las corridas de toros no más que en acecho de lo que llaman hule. “¡Así no se puede vivir; aquí no pasa nada!” —decíame uno de esos mocetes. Y es lo que les llevó a quemar conventos a mozalbetes que ninguna enemiga abrigaban contra sus frailes. Una enfermedad del magín; un efecto de la leyenda cinematográfica de la actualidad. Y en el fondo, una falta de formación histórica.

Los más de esos chicos y grandes que hablan de la revolución que está por hacerse en España no saben de lo que se trata. Es aquello de “cuando venga la gorda…” Prim hablaba de destruir en medio del estruendo —así— todo lo existente, y apenas sí quedó el estruendo. “Se fue para siempre la raza espúrea de los Borbones”, decían; pero en Cartagena —que está en la misma costa que Sagunto— prepararon los cantonales su vuelta restauradora. Y segunderos, minuteros y horarios se pusieron a dar las horas al paso del Sol, que no se sale del suyo.

Y es por esto por lo que vengo insistiendo y volviendo a insistir en que se críe a la generación nueva en el hondo sentimiento de la historia patria, en el arregosto de la tarea cotidiana, en el consentimiento del lazo que nos une con los que nos han hecho españoles. Porque aquí la historia es historia española, y España es su propia historia, su obra. “Gesta Dei per francos”, los gestos; es decir: las acciones o hazañas de Dios por medio de los francos —dijeron éstos—. “Somnia Dei per hispanos”, los sueños de Dios por medio de los hispanos —digamos nosotros—. Y éste será el más profundo sentimiento de la patria y de su historia. ¿Meta última? El gran historiador alemán Ranke solía decir que cada generación está en toque inmediato con la Divinidad. Y es que hay como una visión beatífica civil y mundana, y es la contemplación, la comprensión y el goce de la historia que se está haciendo. Hacer historia es comprenderla y gozar de su comprensión. Y hacer historia es hacer patria y es hacer religión.

Y hasta para ponerse a echar mano a un derribo y desescombro, que no es otra cosa una históricamente inevitable revolución, se debe ir a ella, no por emociones catastróficas, no por holgorio callejero, sino con la alegría del sentido de la responsabilidad histórica. Sentido que nos dice que la verdadera revolución —diríase que astronómica—, la permanente, va a paso de trilla. Y ¡ay del que, arrastrado por la afición catastrófica, no va sino a salir del paso!

Sobre el Buey Apis

El Sol (Madrid), 17 de enero de 1932

Heródoto de Halicarnaso, llamado el padre de la historia —historia para tan fino escéptico valía por enquesta—, dechado de socarronería y agudeza jónicas —es decir, de temple liberal—, al narrarnos del loco de Cambises, llega a cuando éste, en un ataque de furia racionalista, mató al buey Apis, ídolo viviente para los egipcios, diciéndoles: “¡Ah, malas cabezas! ¿Semejantes dioses os nacen, de sangre y de carne y a que se hiere con hierro? ¡Digno es de los egipcios tal Dios!” Matóle, y los sacerdotes lo enterraron a hurtadillas.

Y el socarrón de Heródoto comenta la loca insensatez de Cambises, pues tal estima el burlarse de las cosas y usos religiosos. Y añade el jonio: “Pues si alguien propusiese a cualesquiera hombres que eligiesen las mejores costumbres, examinándolas elegiría cada uno las suyas propias, pues piensan que son las mejores. No es, pues, de creer sino que se volvió loco el hombre que de ello se burla.” Y da luego un caso como prueba de su aserto. “Darío —dice—, al principio de su mando, llamando a unos griegos presentes les preguntó por cuánto querrían comerse a sus padres fallecidos, y ellos le dijeron que no lo harían por nada, y después de esto, llamando a unos indios, por nombre Calatías, que se comen a sus padres, les preguntó delante de los griegos, y por medio de truchimán para que se enterasen de lo dicho, por cuánto dinero consentirían el quemar a fuego a sus padres fallecidos, y ellos, gritando mucho, le mandaron que se callase. Así va todo esto, y me parece que estuvo atinado Píndaro al decir que el Rey de todo es la costumbre.” “Nomos”, la voz griega.

Impiedad para los unos sepultar a los padres en el vientre de los hijos, y ellos los queman; impiedad el quemarlos —la cremación— para los que se los comen. Y si el socarrón de Heródoto, que así se chanceaba de la locura racionalista de Cambises, viviera hoy en España —vivió en la Grecia del siglo V antes de Cristo—, tendría no poco que socarrar de las manías católicas y de las anti-católicas, de las racionalistas y de las anti-racionalistas de partidarios de unos u otros enterramientos.

Porque lo de la cremación no es, para los más de los que la propugnan, cuestión de higiene, sino de ir contra lo que estiman una superstición cristiana, la de la resurrección de la carne; es ir contra el sentimiento que llevaba a los antiguos egipcios a momificar sus cadáveres para conservarlos; contra el culto a la muerte. ¿A los antiguos egipcios? ¿Por qué se ha embalsamado, casi momificado, y vuelto a embalsamar al cadáver de Lenin, y se le expone a la adoración —¡así!— de los fieles bolcheviques, sino porque éstos siguen, quiéranlo o no, fieles a la tradición ortodoxa rusa, y esperan, no siempre a sabiendas, la resurrección carnal del nuevo padrecito de Rusia? Porque esos a quienes el mismo Lenin predicó la concepción materialista de la historia, la de Marx, y les enseñó que la religión, la de Cristo, es el opio del pueblo, están amasando otro opio, tan supersticioso como el pasado, si es que no es el mismo. Que la historia no se corta.

Por otra parte, los que prendieron fuego a la capilla jesuítica de la calle de la Flor no debieron proponerse reducir a ceniza un resto material de San Francisco Javier.

Lo más hondo del razonamiento escéptico y hondamente liberal de Heródoto de Halicarnaso estriba en decir que es abierta locura ir contra las arraigadas —es decir, radicales— costumbres de un pueblo, por absurdas y disparatadas que nos parezcan, cuando a nadie le estorban la vida, sino más bien se la consuelan, como ocurría con el culto que al buey Apis rendían los egipcios. Y acaso Heródoto presentía que los principios filosóficos racionales de la sabiduría helénica, la socrática, eran otro buey Apis. ¡Pues qué de mitos en la ciencia!

Cuéntase en mi tierra que en una villa guipuzcoana se reunieron antaño unos radicales anti-clericales a ver cómo podrían molestar más al cura, y uno de ellos dijo: “Sinagoga biar degu”; ¡nos hace falta una sinagoga! Mas como ninguno de ellos supiese en qué consiste ella y cómo se establece y funciona, acordaron proponer horno crematorio, no por razones de sanidad y policía urbana, sino por dar en la cabeza al párroco, que, a su vez, imponía ciertos ritos funerarios a los radicales muertos, no más que por dar en la cabeza a los vivos.

De todo lo cual se saca en limpio, conforme a la doctrina liberal —esto es, escéptica— del padre de la historia, que es locura e insensatez proponerse matar al buey Apis sin esperar a que se muera. Que si se muere, lo más probable, racionalmente pensando, es que no resucite ya; pero si se le mata a hierro, escandalizando a sus fieles, es casi seguro que resucitará en otro buey.

Gitanadas y judiadas

El Sol (Madrid), 27 de enero de 1932

Sin haber entrado España de manera directa y material en la Gran Guerra de 1914, los efectos, tanto materiales como espirituales de ésta se han hecho sentir tanto aquí como en algunos beligerantes. Hemos presenciado fracasadas intentonas de traducir el fajismo italiano —que se ha quedado en literatura huera—, y ha prendido, también literariamente, un endeble gajo de bolchevismo a la rusa, que, por ridícula gala, se ha desgajado, se dice, en trotzkismo y stalinismo. Y aun hay quien habla de oro de Moscú, lo que nos recuerda aquella copla de antaño: “Dicen que vienen los rusos / por las ventas de Alcorcón, / y los rusos que venían / eran seras de carbón.” Y hay, por otra parte, partido político parlamentario que no es sino remedo de otro francés.

Y ahora empieza a refrescarse una triste manía centro-europea, en la que ya hace años dieron nuestros fantasmagoreadores de extrema derecha. Nos referimos al anti-semitismo. Hace ya cuarenta años que en Salamanca, por lo menos, un grupo de tradicionalistas e integristas enhechizados por las fantasías de Eduardo Drumont y de Leo Taxil, dieron en denunciar el peligro judaico en España, sin que podamos olvidar la broma que a tal caso les gastó este mismo comentador que os habla. Pues aquellos hombres crédulos e ingenuos que vivían casi retirados del mundo —ni a casinos ni a cafés— comunicándose casi a diario con los jesuitas de la Clerecía, tenían como éstos, también ingenuos, reverendos padres S. J., una concepción fantasmagórica y pueril de la historia, y eso que entre aquellos había un catedrático de Historia Universal. La cual les era como una función de magia —algo así como “La pata de cabra”— llena de tenebrosas conjuraciones luzbelianas, de poderes ocultos, de maquinaciones soterrañas y demoníacas, de misteriosidad y hasta de milagrosidad. La judería y la masonería, mellizas, eran las dos infernales potencias de que se servía Luzbel —o Belial— en su lucha contra los que siguen la bandera de Cristo Rey. Era el modo como los jesuitas respondían a la leyenda que de ellos —¡cuitados!— iban haciendo los de la tramoya contraria. Ni unos ni otros querían reconocer lo de que no hay más cera que la que se ve arder y ni hay secretos tenebrosos.

Hace unos días un diputado de extrema derecha, hijo de uno de aquellos integristas salmantinos del grupo, invocaba el testimonio de una cierta “Revista internacional de sociedades secretas” para contarnos cómo se había inaugurado aquí, en Madrid, una sinagoga con asistencia del alcalde, lo que éste, el Sr. Rico, negó. Y no sabemos qué proyecto de cementerio judío. Y se lleva ahora una campaña contra cierto diputado, llegando a pedir su expulsión, no ya del Parlamento, sino de España, por suponérsele, acaso con razón —¿y qué?—, de raza judaica. ¡Sólo nos faltaba esta mala versión de una triste manía vesánica centro-europea, como es el anti-semitismo! Vertedero, ya secular, de las demencias de pueblos que creían en brujas, hechiceros, poseídos y endemoniados. Y aquelarres y sacrificios de niños cristianos y envenenamientos de manantiales.

Cierto es que aquí, en España, ha habido entre el vulgo docto una idea, que creemos muy exagerada, de la influencia hebraica en nuestra patria. Cuando Blasco Ibáñez estaba en París, en 1925, en sus entrevistas con judíos sefarditas, aumentaba a su modo —¡y qué modo!— la acción y proporción de la judería en España y se jactaba de llevar sangre judía, cultivando la leyenda —la de “El tizón de la nobleza”— de los judaizantes y cristianos nuevos como antaño se les llamaba. Pero a este comentador que os dice siempre le ha parecido eso hijo de una trastrocada perspectiva histórica.

Estamos, en efecto, convencidos de que el fondo del pueblo español es, racialmente, uno de los más homogéneos, el de su primitiva población celtibérica romanizada, y de que los diversos invasores e inmigrantes, numéricamente muy pocos, se confundieron pronto con él. En la historia se oye más a cuatro que vocean que a cuatro mil que se callan, más el estrépito de los cascos de los caballos invasores, que el paso de los bueyes lentos que en tanto trillaban las mieses. Y llegamos a creer que un pueblo que se nos coló en España, sin hogares, ni historia, ni literatura, ni comunidades legales, ni personajes, al sol y al viento, tiene a este respecto más importancia —vegetativa y subhistórica— de la que se le concede. Sospechamos que acaso haya en España más sangre gitana que visigótica, morisca o judaica, siendo una leyenda lo de que los gitanos —que hoy se asientan y hasta se afincan— se hayan mantenido aparte del resto. Tal vez Carmen y la Gitanilla cuentan más que Maimónides. Que hay en sangre y en espíritu más de gitanería que de judería —asistimos a más gitanadas que a judiadas—, sobre todo en las clases bajas. Mas de esta sospecha, que a muchos sorprenderá, otra vez.

Guerra incivil cavernícola

El Sol (Madrid), 29 de enero de 1932

Como este comentador fue quien lanzó a la circulación hace ya más de una quincena de años el mote de trogloditas, de que luego ha salido el de cavernícolas, y quien, por otra parte, ha comentado más el endémico estado de guerra civil de España, se cree en el deber de comentar la guerra, no ya civil —que ésta es señal de civilización en marcha—, sino incivil y troglodítica, o cavernicolística, que nos está devorando la serenidad del buen juicio, Pues diríase que todos, los unos y los otros contendientes, se pelean en una caverna —como la de Altamira—, a oscuras, fuera de la luz natural, y bajo el sino del bisonte altamirano, y no a cielo abierto, a la luz del Sol, bajo el sino del león castellano de España.

¿Y las armas? Las armas de casi todos ellos, armas troglodíticas, cavernícolas, paleolíticas, como las hachas de piedra —piedras de rayo les llaman los campesinos—, que esgrimían en sus luchas con las fieras selváticas, y entre ellos mismos aquellos hombres de las cavernas, anteriores a la Historia propiamente tal. Armas troglodíticas, paleolíticas, prehistóricas o ante-históricas. Que tan troglodíticas las hacen, por el modo de manejarlas, los unos a los báculos, cirios, hisopos y crucifijos que esgrimen a modo de rompecabezas de cruzados, como los otros a sus hoces y martillos, y también prehistóricos y paleolíticos, y los de más acá los compases y escuadras, cavernicolísticos también, de chapuceros albañiles de derribo. Todo incivil, todo ahistórico y anti-histórico. Todo movido por pasiones cavernarias de antes de haberse cuajado la tradición, la tradición civil que hace el alma de la patria, que hace la Historia y sus consagradas imágenes.

Sí; ya se consabe que hemos promulgado que no hay religión del Estado; ¿pero quiere esto decir que la nación no tiene un alma tradicional y popular, o sea laica; que no tiene una religión laica, popular, nacional y tradicional? ¿Quiere ello decir que va a quedarse la patria desalmada? No, no puede querer decir eso, y nada sería más cavernario, más troglodítico que la imposición de un agnosticismo oficial pedagógico. Aun prescindiendo de confesiones dogmáticas, creer que los maestros —nacionales, ¿eh?, y no estatales— puedan educar a los niños españoles escamoteando toda noción religiosa es sencillamente no darse cuenta de lo que tiene que ser la educación pública, patriótica.

En estos días, las mujeres, las madres, de una famosa villa de esta provincia de Salamanca se amotinaron al saber que se iba a quitar el crucifijo de las escuelas, y ha habido que dar satisfacción al sentimiento de ese motín popular, hondamente popular, contra una orden disparatada. Disparatada, y perdónenos el que la haya dado, de inspiración no sólo anti-nacional, anti-popular y anti-histórica, sino también anti-pedagógica. La presencia del crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentimiento, ni aun al de los racionalistas y ateos, y el quitarlo ofende al sentimiento popular hasta de los que carecen de creencias confesionales.

Sí, ya lo sabemos, se ha esgrimido y se esgrime el crucifijo como arma paleolítica; se pretende no convertir sino machacar infieles a cristazo limpio, como se esgrime a modo de arma contundente el grito de ¡viva Cristo Rey!, poniendo impíamente todo el acento en lo de rey y dejando al Cristo de galeoto; ¿pero autoriza ello a que se le retire de las escuelas, donde no es arma sino símbolo de la tradición ha hecho? ¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra? ¿O qué otro emblema confesional?

Porque hay que decirlo claro, y en ello tendremos que ocuparnos: la campaña contra el crucifijo en las escuelas nacionales es una campaña de origen confesional. Claro que de confesión anti-católica y anti-cristiana. Porque lo de la neutralidad es una engañifa. Que no es hacedero, no, no lo es, en buena pedagogía, que los maestros nacionales populares, laicos de veras y no de engaño, de España, eduquen a la española a los hijos de ella, prescindiendo de la tradición nacional, popular y laica que se simboliza y emblematiza en el Santo Cristo crucificado —le hay en cada lugar— y dejando al clero de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana el cuidado de instruir a los hijos de sus fieles feligreses en el catecismo de su doctrina confesional, según el P. Astete o según el P. Ripalda, corregidos o no. Y esto lo comprenden y consienten cuantos han salido de la caverna prehistórica, sean cuales fueren sus creencias o descreencias. Depende sencillamente de sentido de civilización, de que suelen andar tan escasos como los idólatras troglodíticos, los troglodíticos iconoclastas.

Se acabó el bisonte prehistórico; nos queda el león al pie de un castillo sobre el que se alza una cruz nacional, popular, laica.

La bandera roja y gualda

El Sol (Madrid), 6 de febrero de 1932

Gracias, señora mía, y no tanto por las piadosas reconvenciones que me dirige cuanto porque demuestra conocerme mejor que otras que de ligero me juzgan y porque demuestra conocer el cristianismo, cosa que no es corriente entre sus compañeras de cofradía. Por lo demás yo, señora, no necesito decidirme, pues estoy bien decidido. Ni tengo que tirar a la derecha ni a la izquierda —ya tirarán otros—, sino marchar de frente y cara al sol. No soy diestro ni zurdo, sino maniego.

Ahora nada le voy a decir de los jesuitas, contra los que creo que se ha cometido una injusticia. Mi opinión sobre la Compañía actual usted la conoce, pues que me recuerda lo que dije en un libro que apareció primero en francés, luego en alemán e inglés y por último en español —en el texto original— y en que escribí que nada hay más tonto que un jesuita español —de hoy se entiende—. Y me recuerda también lo de Jesús en el sermón de la montaña de que quien llamase a su hermano tonto será reo de la gehena del fuego, es decir, del infierno. Tonto, y no malo. Pero, dejando para otra vez el comentar esto, he de decirle que he encontrado algo más tonto que un jesuita español, y es un contrajesuita, un albañil de derribo español. Y así, entre bobos de caverna anda el juego.

Mas vengamos a lo de la bandera. Se me queja usted, señora, de que se les prohíba ostentar la bandera monárquica, llamándole usted así a la roja y gualda. Pero ésta no es ni ha sido bandera monárquica. La bandera roja y gualda era la bandera española en tiempos de la bien fenecida Monarquía. Y ni era siquiera la de la casa de Borbón, pues ésta, biceleste y blanca, es la que pasó a ser la de la República Argentina. La roja y gualda era la bandera española en los últimos tiempos de la dinastía borbónica, y lo era para todos los españoles, monárquicos y republicanos, que todos ellos la acataban y veneraban civilmente. Son ustedes las que, mal aconsejadas, se empeñan en convertirla en emblema monárquico. Así como la actual bandera tricolor, roja, gualda y morada, no es bandera republicana, sino que es la bandera española de esta República de voluntad y soberanía populares, y a la que todos los españoles, incluso, ¡claro está!, los monárquicos, deben acatamiento. Pues esto no implica republicanismo doctrinal, sino acendrado españolismo. Y enarbolar la antigua y venerable enseña roja y gualda con intención combativa monárquica, o mejor anti-republicana, es tan vituperable como gritar ¡viva Cristo Rey!, acentuando lo de rey en sentido político del reino de este mundo. Lo uno es anti-patriótico y lo otro es anti-cristiano.

¿Que no le gusta a usted la nueva enseña? En cuestión de gustos… Y usted, que parece conocerme, me recuerda, en son de reproche, lo que dije en una poesía que figura en mi Romancero del Destierro, y es aquello de “Envolvedme en un lienzo de blancura / hecho de lino del que riega el Duero / y al sol de Gredos luego se depura / (soy villano de a pie, no caballero), / no en ese roto harapo gualda y rojo / (bilis y sangre) que enjuga la espada; / honra y no honor, estoy libre de antojo; / embozo de verdugo no es mi almohada”… Esto, señora, fue una expansión anti-belicista, y más propiamente anti-militarista. Pero ahora que España, republicana ya, ha renunciado a la guerra… Y, por otra parte, si el rojo y el gualda pueden simbolizar sangre y bilis, ¿no puede el morado simbolizar los cardenales que produce un golpe contundente? Dejémonos, pues, de simbolismos ya.

Yo también me he criado y educado bajo la bandera no más que roja y gualda, sin morado alguno, sin ese morado discutiblemente castellano, bajo la bandera de la casa de Aragón y Cataluña que se hizo española, española de todos los españoles, y sé que a nuestra edad, señora, no se cambia ni de aguas ni de colores. Pero por nada del mundo enarbolaría un color para dividir a los que están unidos. Si por mí fuera, adoptaría como enseña todo el arco iris, o mejor, componiendo sus colores todos, sin descomponerlos por medio de un prisma de partido, una bandera blanca. Blanca como el lienzo del lino que riega el Duero y se depura al sol de Gredos. Blanca y no negra ni roja. Mas ya que ello no sea, quedémonos con los colores de la casa de Aragón y la de Castilla, de la bandera española de hoy, y respetémosla como respetábamos la de ayer, que ni ésta es divisionaria o específicamente republicana, ni aquella era divisionaria o específicamente monárquica. Y si ustedes la enarbolan con intención belicosa y protestante, de guerra incivil monárquica, no estará mal que se la prohíban. Ahora, en su casa de usted… Conozco más de un español republicano, honrada y racionalmente republicano, que dentro de su casa sigue guardando la vieja bandera roja y gualda, sin morado, bajo la cual luchó por la República.

Y es que se puede —y se debe— ser republicano guardando el sentido civil y patriótico de la continuidad histórica. Y guardar, con veneración, aquella enseña junto a una cruz.

El solitario de Graus, como hombre de ensueños españoles y de fecundas contradicciones íntimas

El Sol (Madrid), 9 de febrero de 1932

TEXTO TAQUIGRÁFICO DEL DISCURSO QUE AYER
PRONUNCIÓ EN EL ATENEO D. MIGUEL DE UNAMUNO.

En el salón de actos del Ateneo de Madrid se celebró ayer una sesión homenaje a la memoria del gran español D. Joaquín Costa. El público, entre el que figuraban no pocas damas y señoritas, llenó por completo la amplia sala desde mucho antes de la hora señalada para el comienzo del acto. Pronunció un bello discurso D. Miguel de Unamuno, el cual fue recibido con una atronadora salva de aplausos. El ilustre rector de la Universidad de Salamanca dijo lo siguiente:

Señoras y señores, o, mejor, amigas y amigos. No sé cómo me van a salir estas deshilvanadas divagaciones respecto de aquel hombre a quien conocí y traté. Me va a ser muy difícil —creo que es casi imposible— separar la obra del hombre, porque un hombre, después de todo, en la Historia y para la Historia, no es más que su obra. Se puede decir que nacemos sin alma. Algunos mueren con ella: los que han dejado una obra; los demás, mueren sin haber cobrado un alma. Conocí, como digo, a Costa, y veo que ahora, como es inevitable en hombres como él, se va convirtiendo en un símbolo, casi en un mito, y va borrándose su propia personalidad. Debió de ser sin duda una —me figuro yo— de sus preocupaciones ver como ya en vida le iba envolviendo la leyenda, le iba envolviendo el símbolo que de él hacían y en el cual había de ser enterrado. Que es una de las tragedias, en parte dolorosas y en parte consolatorias, la de la vida de un hombre que ve cómo el que es se va sintiendo borrado por el que de él hacen todos los demás. Y es que ya no es suyo; es de todos los otros, que han hecho de él otro hombre en el cual queda enterrado, pero que es el que vive y en el que ha de vivir siempre. (Muy bien. Aplausos.)

Conocí a Costa, y como es natural, yo no puedo traer aquí al Costa que fue, sino a “mi Costa”, al mío. Y acaso en él, sin duda, me he de meter yo mismo: es inevitable. Aquí le veriáis los que tenéis ya cierta edad, cuando iba arriba a trabajar solitariamente. ¡Y hay que ver lo que es, y más en España, uno de estos trabajos solitarios, un trabajo de investigación y rebusca, donde no hay un ambiente de rebuscadores ni de investigadores, donde tiene uno que hacérselo todo! Cualquier español que haya hecho en artes, en ciencias, en letras, un descubrimiento, significa mucho más que los que hayan hecho eso mismo en otros países; porque allí no lo hace él solo, sino que lo hacen una porción de compañeros de trabajo.

Y venía a trabajar indudablemente en trabajos que ya estaban hechos muchas veces. Alguna vez se lo dije yo: “Pero, D. Joaquín, ¡si eso está ya averiguado!” Pero él quería ir a las fuentes mismas. Esto tiene —dicen— un inconveniente. Cuando estaba estudiando la decadencia romana en los escritores romanos, haciendo caso omiso de todo lo que se había hecho en torno de aquello, yo me acordaba de los que dicen: “Sí, así sucede con estos españoles, que descubren el Mediterráneo.” Pero yo digo: ¡Ah! ¡No es cualquier cosa descubrir el Mediterráneo!…Sobre todo para los que viven en él, que son los que no lo conocen. (Risas.)

Indudablemente, si un hombre genial se encierra en un viejo caserón de un antepasado suyo que fue alquimista, con retortas y matraces del siglo XVI o XVII, y empieza a investigar, y, al cabo, descubre el oxígeno, se dirá que ya estaba descubierto; pero ya se verá si hay algo nuevo cuando haya encontrado el oxígeno. Ahí está toda la grandeza de los niños, que están descubriendo todos los días lo que los demás saben. ¡Y hay que ver cuando un niño descubre algo que los demás hemos encontrado ya!… Esto era Costa: un niño que se encerraba aquí a rehacer individualmente una cultura técnica que en España no existía en su tiempo. Aquí he visto trabajar a aquel hombre solitario; y cuando yo le veía sumido en el trabajo, pensativo, en aquel su amor loco, en aquel amor patético que tenía a España y a a la cultura española, pensaba que en aquel encarnizamiento pasional sobre el trabajo, había algo más: trataba de ahogar cierta desazón íntima, lo que dijo una vez Carducci: “Mejor, trabajando, olvidar; sin importarle este eterno misterio del Universo”. Que los más grandes investigadores lo han sido por una íntima desesperación. Aquel hombre tenía un carácter del que habréis oído hablar muchas veces. Dicen los que le trataron frecuentemente que era insoportable. Yo le traté poco. Conmigo fue amabilísimo, atento. Es más: muchas veces le contradecía, y no le vi irritarse nunca. Por lo cual sospecho que cuando se irritaba con ciertos contradictores, no sería por la contradicción precisamente. (Risas.)

 

COSTA VIVIÓ SIEMPRE EN, DENTRO Y PARA LA HISTORIA.

Aquel hombre vivió siempre en la Historia, dentro de la Historia y para la Historia. Toda su concepción era una concepción historicista. No había en él nada de lo que podríamos llamar metafísica. Yo podría decir que era, más que un espíritu platónico, un espíritu tucididéstico; porque… está bien Platón, pero está mejor Tucídides. Aquel hombre tenía la preocupación de la Historia, y como era un historicista, era también un tradicionalista: un hombre que vivía por y para la tradición, comprendiendo, como es natural, que la tradición es una misma cosa que el progreso: es la tradición del progreso, como el progreso es el progreso de una tradición. Para que marche un carro es menester que haya un carro. (Aplausos.)

Este hombre era un tradicionalista, hasta en el sentido específico que en España se da al tradicionalismo. ¡Cuántos puntos de contacto tenía con nuestros sinceros, ingenuos y castizos tradicionalistas españoles!…Y era también, en este sentido, un conservador. No hay que asustarse de la palabra. Era, naturalmente y sobre todo, un español. ¡A él sí que le dolía España! Era un español. Fomentó aquello de la europeización, inventó lo de la europeización en puro españolismo, porque era, como Job, un hombre de contradicciones interiores. Era un hombre que vivía de luchar dentro de sí mismo, y cuando decía europeización —como cuando lo decían otros—, acaso, en cierto modo, quería decir españolización de Europa. Un español no quiere europeizar España, si no es intentando, en cierta medida, españolizar a Europa; es decir, llevar lo nuestro a ellos, en cambio mutuo.

Recuerdo cuando me puse yo en relaciones con él. Fue cuando hizo sus trabajos sobre el Derecho consuetudinario, al que yo aporté un modesto tributo sobre la organización de las Cofradías de pesca en la costa vasca. Y todo aquel trabajo no fue sólo suyo, sino de los demás; porque este hombre solitario tuvo la honda virtud de hacer trabajar a los demás, de poner en movimiento a todos, de ser un centro de reunión, un foco para una porción de espíritus. Luego hizo aquel trabajo del colectivismo agrario… (Es curioso que aparezca aquí la palabra agrario; él lo fue de verdad). Hizo un estudio del colectivismo agrario buscando nuestras tradiciones españolas, una organización democrática, honda, de los pueblos; una organización que se ha ido borrando. Yo he conocido restos de algo que va desapareciendo. Y aquí sí que se encontraba con ciertos elementos tradicionalistas. Hasta tal punto le llamaban la atención, que en un libro poco conocido, que se llama Detrás de las trincheras, escrito por D. Julio Nombela, que había sido secretario de Cabrera, se habla de un plan económico y de gobierno que a D. Carlos de Borbón, conocido por Carlos VII, o Carlos Chapa el Pretendiente, le presentaron el canónigo Manterola, D. José Mendiluce Caso y… no me acuerdo de algún otro; eran exactamente, en el fondo, casi las cosas de Costa; por lo cual yo he solido decir a los que tienen una idea fantástica del carlismo: “Lo hondo y popular del carlismo, quien lo formuló fue Costa”. También se cuenta que cuando se lo presentaron a D. Carlos el Pretendiente, dijo: “Sí; me parece más espartano que ateniense.”

Es algo extraordinariamente curioso. ¡Qué raíces tiene este hombre con todo el viejo tradicionalismo español! Recordemos aquella misma frase suya de “política de alpargata y de calzón corto”, de la cual yo no participo; ruralización, no; es lo contrario de civilización. Él tenía una honda fe en los labriegos. No sé si cuando murió tendría tanta fe en los labriegos como cuando empezó con aquellos de la Cámara Agrícola del Alto Aragón…

Pues, como os iba diciendo, esto era una cosa honda de la vida rural, de colectivismo agrario y de federalismo; porque, realmente, la mayor parte del viejo tradicionalismo español ha sido siempre profundamente federal. Y aquí hay que acabar con una leyenda: y es la de la centralización de la Monarquía española.

 

LA LEYENDA DE LA CENTRALIZACIÓN

La Monarquía española ha sido una de las menos centralizadoras. ¡La francesa sí que fue centralizadora! ¡La francesa, y… lo que sucedió a la Monarquía francesa, que es, bajo otra forma, también Monarquía! ¡Aquello sí que era centralizador!

Este hombre hizo luego, aquí, en el Ateneo, aquella información sobre Oligarquía y caciquismo, a la cual concurrimos cerca de una cuarentena de personas conocidas en España. Y recuerdo también, y puede verlo cualquiera, que de toda aquella cuarentena no hubo más que dos que discreparan un poco y se atreviesen, es decir, nos atreviésemos, a tratar de justificar o explicar en cierto modo el caciquismo. Fuimos mi buena amiga doña Emilia Pardo Bazán y yo.

 

EL CACIQUISMO SE MODIFICARÁ, PERO NO DESAPARECERÁ

Me acuerdo mucho cuando yo defendía aquello del caciquismo como la forma natural de organización, diciendo: “En el pueblo en que no hay cacique se fomenta el caciquismo y se obliga a ser cacique a cualquiera. Y algunas veces ocurre que obligan al que menos condiciones tiene para ello. ¡Y figuraos un pueblo en el que se quiere que sea su león un ciervo!… ¡Es una cosa terrible!… (Risas.)

Es tan hondo esto como el estado de guerra civil, que viene ya desde la época de los romanos, y de aquellas costumbres de agermanamiento. Una vez me preguntaba un inglés:

—Dígame usted: de hecho aquí, en los pueblos, ¿cómo están divididos políticamente?

—Pues…, verá usted —le dije—: en dos partidos: los antiequisistas, que siguen a Zeda, y los antizedistas, que siguen a Equis. (Risas.)

Y es tan honda esta organización del caciquismo, que dudo que desaparezca. Se modificará, cambiará, se dignificará, se civilizará; pero… ¿desaparecer? Cuántas veces en estos días, no tan turbios, de pasión —y eso es bueno—, cada vez que oigo que alguien se levanta y empieza a trinar contra un cacique, digo: “¡Bueno: éste, o aspira a cacique o está defendiendo a otro cacique!” (Risas y grandes aplausos.)

 

EL CIRUJANO DE HIERRO

Aquí se ha dicho lo del “cirujano de hierro”. Realmente, ésta fue una de tantas cosas de aquella fantasía, de aquella encendida retórica (le doy un alto sentido a lo de retórica; ¡cuidado con eso!; ¡la retórica salva a muchos pueblos!) que daba un alto sentido a lo del cirujano de hierro, detrás de lo cual se veía el caudillaje. Y no me extraña que en la época de aquella lamentable dictadura surgiera aquel que no era un cirujano, ni de hierro siquiera; a lo sumo, una especie de sacamuelas. Hubo entonces quien exhumó textos de Costa para justificar la dictadura. Yo creo que de Costa, como de una porción de gentes que tienen una personalidad, se pueden exhumar textos para defenderlo todo, lo uno, lo otro, y lo de más allá; porque no son gentes de línea recta, sino que viven de un conjunto de contradicciones íntimas, que es lo que la vida le da a uno.

Él tenía el sentido íntimo de la tradición, y se iba a buscarla en lo más remoto: en la civilización ibérica y celtibérica. Hay obras de las cuales no queda una sola afirmación en pie, y, sin embargo, han sido las que han provocado la mayor parte de una porción de descubrimientos. Todo depende de eso, de lo que hacen despertar en otros, aunque sea por contradicción. Y aquel era un hombre de pasión y de corazón.

Pues en esto del tradicionalismo era tal y tenía tal amor, que cuando yo, en mi pueblo natal, con escándalo de mis paisanos (después comprendieron el interés que me guiaba), hablé de la agonía de nuestra milenaria lengua vasca, él me escribió una carta lamentándose y diciendo que sentía mucho aquello, que era una pena que esa lengua muriese. Yo le contesté: “Mire usted, don Joaquín: como no puede ser lo que fue, ya le puede servir a usted muy poco para la investigación de las antigüedades ibéricas. Además, comprenda usted, nosotros no nos vamos a sacrificar en conservar una lengua así para que ustedes, los investigadores, puedan investigar. No; nosotros no somos conejillos de Indias.” ¡Cómo se veía allí todo el amor que él tenía a estas cosas que son la raíz de la tradición patria! ¡Cuántas y cuántas contradicciones vivas, llenas de pasión, llenas de amor, había en él!

Todos recordaréis aquella otra frase (desgraciadamente, de él apenas se recuerdan más que frases, y como lo que envolvía esas frases, que era un deseo de vida, de alma, ha desaparecido, hoy os es muy difícil a los que no lo conocisteis, sobre todo a los que no conocisteis la España de entonces, daros cuenta de cómo vibraban las gentes de entonces ante la voz de aquel hombre, que hasta en la voz parecía un profeta del Viejo Testamento): “Doble llave al sepulcro del Cid”, en la misma época en que yo decía aquello de “¡Muera Don Quijote!” (Bien me pesó luego.) ¡Doble llave! Y, sin embargo, aquel hombre estaba pensando siempre en la conservación para España del norte de África, y no sé si en algo más, si en la total conquista de ella. ¡Hay que ver en qué mar de contradicciones, en que mar de perplejidades nos sumió el golpe de 1898! Sobre todo a los que entonces empezábamos a despertar a la más honda vida civil de la Historia.

 

¡LE DOLÍA ESPAÑA!

Le dolía profundamente España, y rompía en aquellas imprecaciones contra un pueblo al que él creía sumido en una especie de apatía y de marasmo. ¡Cuántas veces nos dijo a todos los españoles, nos echó a la cara, aquello de “¡eunucos!” ¡Se hartó de llamarnos eunucos! ¡Y había que verlo llorar, sobre todo en sus últimos tiempos! Recuerdo que cuando fue a Salamanca, para asistir a una fiesta, dijo: “¡Acaso este año que viene ya no podremos celebrar esto! ¡Seremos súbditos de los Estados Unidos!…”

¡Y cómo se le quebraba la voz, y le rompía lo que iba diciendo un sollozo! Eran cosas de enfermedad, indudablemente. Aquí se ha dicho que estuvo muriendo mucho antes de morir. En un alto y noble sentido, acaso se puede decir que nació muerto. Muerto para cierta vida miserable, y por eso eran aquellos sollozos. ¿Que era un enfermo? Puede ser. Y acaso esa enfermedad es la que dio vida y pasión a todas sus obras. ¿Enfermo? Lo mismo dicen de Santa Teresa, que si era una histérica, una enferma… La enfermedad acaso le dio la genialidad. Hay quien no es enfermo; pero, en fin, así como el agua químicamente pura es impotable, el hombre que tiene una sangre fisiológicamente pura casi siempre es un imbécil. (Risas y aplausos.) El que no tiene una dolencia cualquiera, una cierta toxicidad en la sangre que le arañe el cerebro, no discurre nada. Tiene una salud como la de una vaca.

 

ERA UN HOMBRE ENFERMO

Sí; era un hombre enfermo. Había que ver a aquelhombre enfermo cuando, con motivo de la ley del terrorismo —que era una cosa así como la actual ley de Defensa de la República (Risas.)— le hicieron venir a informar en el Parlamento (porque antes de votarse aquello se permitió una información pública). A mí, también. No me invitaron, casi me conminaron a que viniera, pero no vine. Y he oído decir que era una pena ver a aquel hombre, al cual tenían que llevar casi en brazos, que estaba derrumbándose físicamente, que estaba acabándose… Pues la ley de terrorismo quedó fuera y no se publicó.

Luego recordaréis cuando fue elegido diputado para las Cortes como republicano, y no fue a las Cortes. Alguien ha dicho: soberbia. No; sin duda fue por defenserse de sí mismo; no habría hecho nada allí, sino precipitar probablemente su fin. Creo que hoy tampoco iría a nuestro Parlamento.

Aquel hombre, como os digo, era un hombre que vivía de pasiones, de contradicciones íntimas, de un dolor, de ver que se moría sin que se realizara el sueño de su vida: la España que él había soñado, la España de una tradición milenaria, dentro de la cual había todas las posibilidades de un porvenir milenario también dentro de la cultura humana; aquella España en que lo general, lo universal, fuera lo particular. Porque no hay nadie que sepa más de todos los tiempos y de todos los países que aquel que es más de su tiempo y de su país. El Dante, por haber sido el más florentino de los florentinos del siglo XIII y el hombre más hombre del siglo XIII, ha sido un hombre de todos los países y de todas las edades. No se llega nunca a una universalidad por diferenciación, sino al contrario; ni se puede nunca pasar de la propia patria al Extranjero sino cuando se ha rebasado de ella. Cosas malas esos productos de exportación cuando todavía aquí no han sido de ningún modo consagradas.

 

CONTRADICCIÓN Y SOLEDAD

Este hombre fue un hombre de contradicciones y un hombre de soledad. ¡Ah! ¡Hay que saber lo que es un hombre de soledad! No sólo metido en Graus. A lo mejor, metido en una ciudad grande y viviendo entre los demás, y pareciendo un hombre social, y sintiéndose, sin embargo, en una soledad terrible siempre, en una soledad como aquella de Moisés de que hablaba el gran poeta Vigny. Aquel hombre se sentía solo. Al silencio de su soledad respondía el silencio de la soledad de lo alto.

Aquel hombre fue un solitario, un hombre de contradicciones, y un hombre de anhelos.

 

UN RECUERDO A MIGUEL SERVET

En estos días estaba yo leyendo en una obra de un ardoroso calvinista, una obra dedicada a Calvino: sus cosas y su tiempo, la vida y sobre todo el final, el proceso de otro gran aragonés, de Miguel Servet, y de otro Miguel, Miguel de Molinos; estaba leyendo toda aquella vida tormentosa de aquel Servet, “el español”, como le llamaban, de aquel hombre que pudo escapar de Francia y del cardenal Tournon cuando lo iban a quemar vivo, y que como escapó se le quemó en efigie, para ir luego a Ginebra, donde Calvino lo quemó vivo… ¡Si no lo hubieran quemado unos, le habrían quemado los otros; que un hombre así, un hombre como Servet —hereje en el más íntimo sentido de la palabra, de todas las herejías, un hombre siempre señero y aislado— perece siempre a fuego lentoo de los unos o de los otros, y a veces del propio fuego interior que le consume. (Muy bien. Grandes aplausos.)

Unas palabras de Miguel Servet, pintando la vida española que le encajan a Costa. Servet, investigador profundo y solitario, decía: “El espíritu de los españoles es inquieto y revolvedor de grandes cofres. Ostenta por simulación, quiero decir por habilidad, una cierta vistosidad, una ciencia mayor de la que tiene.”

“Los españoles pasan, en cuanto a los ritos religiosos, por los más supersticiosos de los mortales”, decía Servet. Pues, como Servet, somos muchos los españoles que también somos de esta manera: inquietos y revolvedores de cofres grandes. Acaso con una cierta vistosidad, puede ser que dando a entender una ciencia mayor que la que tenemos, ya que también nos gusta la sofística. Respecto a que los españoles pasamos por los más supersticiosos, no quiero entrar en esto. No sé, a este respecto, como sentía el gran Costa. Nunca habló de esto. Pasaba por encima de ese asunto, que soslayó siempre. Ahora, yo tengo una cierta sospecha de que acaso no estaría convencido del todo de ese Dios, primer motor inmóvil de Aristóteles; pero sospecho también que creía en la Virgen del Pilar.

 

ÍNTIMO SENTIDO DE LABORIOSIDAD

Este hombre, después de una agonía lenta, luchando con su impaciencia por ver una España nueva, por ver que las gentes se encendieran, se apagó tristemente en la villa de Graus. No olvidaré nunca el día en que, pasando por Graus, me enseñaron la casa en que él había muerto. Nos dejó un gran ejemplo; primero, de laboriosidad, pero de laboriosidad en el íntimo y profundo sentido de la laboriosidad, la que procede del amor a la obra, no del amor al salario. No; no es la laboriosidad que pide trabajo porque dice que no quiere limosna; porque resulta que el trabajo es un pretexto para la limosna. No; era la laboriosidad del amor a la obra, del amor al trabajo. Nos enseñó a hundirnos en el trabajo, para encender en él nuestros amores, la vida misma, y acaso para olvidar otras preocupaciones más altas, inflamando al mismo tiempo a toda aquella generación en un ímpetu de pasión, un ímpetu de arrojo, algo que faltaba.

La gente parecía muerta. No lo estaba. Debajo de todo aquello había la brasa, había el rescoldo. La prueba está en lo que ha venido después. Cuando se habla de los que fuimos algo más jóvenes en aquella generación del 98 y se nos pregunta qué es lo que hicimos, yo contesto: “Nosotros hicimos a los que han hecho esto. Yo sé que vendrán nuestros nietos y nos bendecirán, lo aque acaso no hagan nuestros hijos.”

Yo sé que en este tránsito, aquellos que parecíamos desordenados, cada uno por su lado, estábamos día a día creando una conciencia en España. Somos de los que hemos contribuido más; no como una porción de gentes que, cuando ya estaba hecha una conciencia nacional, han venido creyendo que se hace algo cuando se le quita la piel a la serpiente, que ya tenía otra nueva debajo. (Muy bien. Grandes aplausos.)

 

PALABRAS FINALES

No quiero continuar hablando de un tiempo que ya va haciéndose histórico, en el peor sentido algunasa veces; que se va haciendo legendario; no quiero seguir hablando de un hombre a quien perdió la leyenda, ni hablar bajo la preocupación de que a otros también nos envuelve la leyenda. Ved cómo murió “el solitario”, cómo murió consumido por ese fuego vivo… Que si a Servet le quemaron los calvinistas, a él le quemó el amor de su España, la visión de lo que estaba pasando en esta pobre tierra, que entonces agonizaba en manos de una dinastía agonizante también.

No tengo más que decir.

 

Una ovación clamorosa acogió las últimas palabras, llenas de cálida emoción, como todo su discurso, del ilustre D. Miguel de Unamuno.

Coloñismo

El Sol (Madrid), 14 de febrero de 1932

“Qué es esto, ¿nueva palabrita tenemos?” —se dirá el lector. Pues esto es:

En Burgos se llama coloño a un cesto de pértida o cuévano pequeño, que sirve para transortar entre otras cosas tierra o grava del río, y de que se servían, en la época de desocupación, los braceros parados a los que el Ayuntamiento daba, con ese pretexto de trabajo, un jornal de limosna que no solía pasar de una peseta. Y a ese servicio, a esa limosna disfrazada, se le llamaba coloño. En Alba de Tormes se le llamaba panterre —trasformación popular de parterre— desde que en un duro invierno se acordó hacer un parterre, más que por su utilidad, para dar quehacer en obra que más que material exigía manos. Y el coloño o panterre, si es trabajo en el sentido material o mecánico y lo es en el de la condenación bíblica, no lo es en el sentido económico de producción, y menos en el más alto sentido moral de educación del espíritu. Los que dicen: “no pedimos limosna, sino trabajo”, y aceptan luego un coloño, proponiéndose, ¡claro está!, hacer que trabajan sin trabajar, se rebajan más que los que aceptan, sin disfraz, la limosna.

Fue el comentador al Diccionario manual e ilustrado de la lengua española que publicó en 1927 la Real Academia, y se encontró en coloño con esto: “Sant. Haz de leña, de tallos secos o puntas de maíz, de varas, etc., que puede ser llevado por una persona en la cabeza o a las espaldas.” Y al leer esta definición del santanderino coloño le hirió al comentador, que saca los conceptos y sus asociaciones de las palabras, lo de haz, y al punto le vino a las mientes la voz italiana correspondiente al fascis latino, nuestro “haz”, que es fascio, de que hicimos en castellano fajo. Y en seguida se le ocurrió el fascismo, o mejor fajismo.

Claro está que el fascio, fajo o haz actual italiano no es de leña, ni de tallos secos o puntas de maíz, ni de varas, ni es el montón de tierra o grava que se puede trasportar en un coloño para pretextar un trabajo, sino que es un fajo de personas, un Sindicato, que se une para imponer a la clase acaudalada no precisamente que les den trabajo productivo —que las más de las veces no le hay—, sino que les mantengan por el panterre o coloño de proclamar el primado de Italia, la imperialidad del Estado y la napoleonidad del Duce, Y cantar a la juventud, a la giovinezza. ¿Y no empieza a formarse aquí, en España, un sindicalismo de coloño, un coloñismo, que se parece mucho más que al bolchevismo ruso al fajismo italiano? Lo que el ministro de Obras públicas ha denunciado que pasa en Sevilla, donde para los obreros parados el trabajo es lo de menos, no es sino coloñismo o fajismo.

Cuando se dice que era preferible darles un subsidio y que no hicieran nada —como se hizo en Inglaterra— se contesta que eso es inmoral y corruptor de las buenas costumbres; ¿pero no es más inmoral y corruptor todavía inventar obras ficticias o inútiles, coloños o panterres, y que vayan unos desencachando las calles para que otros las vuelvan a encachar y queden peor que estaban antes? ¿Y con qué amor a la obrase quiere que emprendan ésta los que saben que no es sino un pretexto para pagarles un jornal? Y el amor a la obra, por el fin social de la obra misma, es la esencia moral de la laboriosidad. Trabajador no puede querer decir moralmente, socialmente, otra cosa que productor, y de productos o de servicios útiles a la sociedad.

De lo que el coloñismo trata no es del reparto del trabajo, sino del reparto del salario del trabajo, y si el trabajo no es productivo, si la obra por la carestía de la mano de ella no ha de rendir su interés al empresario, sino que le arruina, ¿cómo se quiere que la emprenda no más que para agotar su caudal en salarios y quedarse sin él? De aquí que se encuentre ya quien se decide a ceder su tierra a los labriegos coloñistas, y que éstos la cultiven por su cuenta a ver si sacan el jornal que piden por el coloño.

Ahora sólo faltaba que nuestros fajistas —los del coloño o panterre— dieran, como los italianos, en predicar la necesidad patriótica de producir o procrear muchos hijos, para que no cabiendo los españoles en España, nos diéramos a conquistar otro nuevo mundo, a buscar nuevas colonias, a inventar tierras españolas irredentas. Para no percatarse así de la dura realidad que es la de España apenas si puede mantener a tenor civilizado la población que hoy tiene, y que hay que atemperarse a la pobreza de su suelo. Y que se le llame al comentador pesimista o derrotista.

Ya se ha dicho, y José Ortega y Gasset lo expresó muy bien en las Cortes, que es locura querer mejorar la situación económica de los asalariados empobreciendo a la nación, y a ello equivale querer hacer de España no una República de trabajadores de toda clase, como dice puerilmente la Constitución, sino una República de coloñistas, o sea de funcionarios de toda clase. Que un mero funcionario es el que ejerce una función no atento al fin social, al producto material o espiritual de ella, sino al sueldo o salario que poe ella se le dé.

Pero hay más aún, y es los que predican la destrucción del producto para que se agrave la crisis y venga de ésta un catastrófico desenlace. Pero esto nos llevaría a hablar de otra enfermedad mental española, análoga al antiguo nihilismo ruso, y es un específico anarquismo ibérico, hijo de una terrible mentalidad cuyas raíces son prehistóricas.

¡A defenderse!

El Sol (Madrid), 18 de febrero de 1932

Sí, tiene usted razón; hay quien se pregunta si se persigue a los anarquistas para justificar o contrapesar la persecución a los jesuitas, o a éstos para justificar la persecución dde aquellos. Pero vaya a hacer caso de críticas así, tendenciosas… Aquí dicen: “a los unos o a los otros”; allí: “a los unos y a los otros”, y más allá: “ni a los unos ni a los otros”. ¿Y se va a hacer caso a todos? Es quien tenga la responsabilidad del Gobierno de la República quien debe conocer la tramoya de detrás de los bastidores. Si es que la hay…

¡Los dos extremismos! Frase de cajón. Y en cuanto a eso de que estén de acuerdo entre sí y se apoyen mutuamente, verá usted, nadie lo cree en serio. Es creencia en chancitas, propia de juego. Un tópico camelístico para salir del mal paso.

Como lo del oro moscovita, que ahora se lleva tanto. No el oro, ¡claro!, sino el camelo. ¿No ha leído usted la pastoral —mejor pontifical— de la Oficina Internacional Comunista a los supuestos comunistas españoles? ¿No ha leído lo del feudalismo, y lo de que la República fue proclamada por las grandes masas proletarias que se echaron a la calle? Por ahí no hay peligro alguno. Lo que no empece que haya ya quien pida que se disuelvan todas las organizaciones confesadamente bolcheviques por lo del cuarto voto, el de obediencia al Pontificado de Moscú. Que nos habla de las “nacionalidades oprimidas” en España.

Hay que defenderse, sí, y de todos los enemigos, de los solapados y de los desembozados. Nuestra tiernecita República tiene que defenderse también de su propio miedo y manía persecutoria que le ha llevado a forjar esa supersticiosa ley de defensa propia. ¿Le parece a usted, por ejemplo, que se puede consentir el que unos maristas proyecten en cine un retrato de D. Alfonso, a quien se declaró solemnemente fuera de la ley? ¿No comprende que es cosa evidente que un retrato así expuesto ante un público infantil puede aojar o hechizar a nuestro infantil régimen republicano? No ha estado, por lo tanto, mal que se les haya multado con 500 pesetas a esos infantiles maristas malaconsejados. ¿Adónde iríamos a parar si no se pusiera coto a esas tendenciosas y sospechosas propagandas cinemáticas? ¡Pues no faltaba más…! Vale más prevenir que curar. El miedo, claro, es del aojamiento.

Otra cosa así tiene usted con las demasías de la Prensa de oposición. Y no es lo peor lo que se dice, sino el retintín con que lo da a entender. Crítica, sí, desde luego, que la crítica, como acicate, es una ayuda. Pero crítica constructiva, ¿eh?, y sin asomo de maniobra. Crítica constructiva, como decía aquel inefable Primo de Rivera, Miguelito, que en leyes de defensa de régimen era diestro. Y sobre todo deshacer las maniobras. ¿Que qué es esto de las maniobras? ¿No lo sabe usted? Pues pregúnteselo a los que las descubren y venga a explicármelas. Porque me siento como loco…

Sí, como loco. Pues de no creer que la mayoría de los demás —sobre todo de aquellos con quienes más tengo que compartir responsabilidades— se han vuelto locos —y esto sería grandísima locura de mi parte— he de creer que me vuelto loco yo. Total: ¡empate! Y estoy pensando en irme al campo abierto, al aire y al sol libres, bajo el cielo azul y sobre la tierra verde —o parda de páramo—, a la soledad de tierra o entre encinas robustas y sosegadas —no las conmueve el viento—, que es la mejor casa de salud mental. Irme allí y que fichen antropométricamente a unos y otros cavernícolas, a los idólatras y a los iconoclastas. El campo abierto no es caverna. A airearme y solearme en él. Huir al campo, huir. Y dedicarme allí —¡santo monólogo!— a predicar en desierto, que no es sermón perdido. Recuerde a Orfeo.

Me decía un eminente alienista paisano mío —fue mi discípulo de latín hace más de cuarenta y un años—, Nicolás Achúcarro, que España es uno de los países en que hay más pacientes de locura persecutoria. Lo que atribuiría cualquier sociólogo —esto es: camelista— a la herencia inquisitorial, pues la manía persecutoria va de par, dicen, con la perseguidora. Como donde medra la envidia medra la triste pasión —¡tan española!— de creerse envidiado. Y si la manía persecutoria individual es peligrosa, ¡ávate la colectiva! Y la fobia de las maniobras.

Ahora querría decirle algo de cuando al principio de esta legislatura constituyente hablaban algunos de hacer de las Cortes una Convención. Convención convencional por de contado. Mas no ha sido menester, ya que las Cortes han delegado en el Gobierno su convencionalidad y su convencionalismo. En resolución, señor mío, que hay que defenderse de toda maniobra reconstituyente.

El escaramujo, rey

El Sol (Madrid), 25 de febrero de 1932

Voy a ver, señor mío, si logro responderle parabólicamente —la parábola, ya lo sabrá, es la curva de los tiros por elevación— a su pregunta de curiosidad indiscreta.

¿Ha leído usted alguna vez el bíblico Libro de los Jueces? Pues en su capítulo IX se nos cuenta el apólogo que clamón Joatam, el hijo menor de Jerobaal, cuando reunidos los israelitas en Siquem proclamaron rey —mejor sería decir juez o caudillo— a Abimelec, hermano de aquel, y que había matado a todos los otros sus hermanos. Y dice el texto bíblico desde el versillo 7 al 15 de ese capítulo:

“Oídme, varones de Siquem, que Dios os oiga. Fueron los árboles a elegir rey sobre sí y dijeron al olivo: Reina sobre nosotros. Mas el olivo respondió: ¿Voy a dejar mi pingüe jugo, con el que por mí Dios y los hombres se honran, por ir a ser grande sobre los árboles? Y dijeron los árboles a la higuera: Anda tú y reina sobre nosotros. Y respondió la higuera: ¿Voy a dejar mi dulzura y mi buen fruto por ir a ser grande sobre los árboles? Y dijeron los árboles a la vid: Pues ven tú y reina sobre nosotros. Y la vid les respondió: ¿Voy a dejar mi mosto, que alegra a Dios y a los hombres, por ser grande sobre los árboles? Dijeron entonces todos los árboles al escaramujo: Anda tú y reina sobre nosotros. Y el escaramujo respondió: Si en verdad me elegís por rey sobre vosotros, venid y aseguraos debajo de mi sombra, y si no, fuego salga del escaramujo que devore los cedros del Líbano.”

Tal es el apólogo bíblico de Joatam, hijo de Jerobaal, y único que escapó de los fraticidios de su hermano Abimelec, proclamado rey. Y si le tienta la curiosidad de saber como acabó éste, el escaramaujo rey, lea todo el resto del capítulo IX.

Y a otra cosa. ¿Cree usted que al olivo, a la higuera y a la vid del apólogo bíblico les faltaba la ambición —muy noble— del escaramujo? ¿Cree usted que temían contraer responsabilidad sobre sus fuerzas asegurando a los demás árboles bajo su sombra? Pues no, no es así. Es que el olivo, la higuera y la vid sabían que servían mejor a Dios, al Dios del pueblo de los árboles, de la selva sagrada, y a la selva misma, dando aceitunas, higos y racimos de uvas, y con ellos aceite, azúcar y mosto, que no prestando su sombra a sus hermanos arbóreos y selváticos. Para la vida y el medro de la selva y su servicio a Dios, para el cultivo —esto es: la cultura— de la selva, el aceite, el azúcar y el mosto son tan necesarios, acaso más, que la sombra del escaramujo. Y ¡ay de aquel que por querer reinar sobre los demás, por acceder a su pedido de que los acoja bajo su sombra, deja de dar su propio fruto! Que unos árboles dan fruto, y otros sombra, y otros leña. Y cada uno cumple su misión. Y el peregrino se regala con aceitunas, higos y uvas a la sombra de un árbol copudo, y si hiela se calienta con la leña de un árbol caído, que le conforta. ¿Me entiende usted?

No, no le pida usted su sombra al olivo, a la higuera o a la vid. Ni quiera usted hacerles caciques. Con sus frutos propios sirven a la comunidad de la selva.

Pero le decía que Abimelec, el escaramujo, no fue propiamente rey. Los israelitas no tuvieron propiamente rey hasta que se lo pidieron a Samuel, según se cuenta en el Libro primero de Samuel, capítulo X, vers. 19, Se lo pidieron diciéndole: “Pon rey sobre nosotros.” Y esto después de haber abandonado la realeza de Jehová. Y después que Samuel les hizo ver toda la servidumbre que habían de tener que sufrir bajo un rey. En los versillos del 11 al 19 del capítulo VIII de este libro podrá usted leer todo lo que Samuel profetizó a su pueblo que padecería bajo un rey. “Empero el pueblo —dice el texto bíblico— no quiso oír la voz de Samuel, sino que dijo: No, sino que haya rey sobre nosotros, Y luego clamó el pueblo con alegría: ¡viva el rey!” (X, 24). No “¡viva Jehová, rey!”, sino “¡viva el rey!”, refiriéndose a Saúl. A Saúl, que luego enloqueció.

Mas dejando para otra coyuntura comentar la bíblica leyenda de Saúl, quien pidieron por rey a Samuel los israelitas, me cumple decirle que Abimelec, el rey escaramujo, no era propiamente un rey, sino un juez, pues en aquellos días, según dice el texto bíblico (Jueces, XXI, 25), “no había rey en Israel, sino que cada uno hacía lo que le parecía recto delante de sus ojos”. Es decir, que el régimen era lo más republicano que cabe, y aun cabría decir que anarquista.

Y a propósito: ¿no sería por espíritu anarquista —o mejor, anárquico— por lo que el olivo, la higuera y la vid se negaron a hacer de reyes? Y es de creer, por otra parte, que tampoco aceptasen la realeza del escaramujo, ni se acogieran a su sombra, aun a riesgo de ser, como los cedros del Líbano, devorados por el fuego de éste. Es espíritu anarquista es, sin duda, un espíritu indisciplinado, de absoluto individualismo, de señeridad completa, un espíritu jabalinesco, de solitario —aunque sea en sociedad—, de señero; pero ¿no se le puede y se le debe perdonar al que da aceite, azúcar o mosto? Y en cuanto al jabalí, al verdadero jabalí, al que anda solo —los jabalíes no van en manada o rebaño—, si Sansón encontró un panal de miel, con su enjambre de oficiosas abejas, en el cuerpo muerto del león que mató (Jueces, XIV, 8), y se dijo que nada hay más fuerte que el león ni más dulce que la miel (v. 18), ¿qué si en el jabalí cazado, y rendido, y muerto, encontráramos miel, o aceite, o azúcar de higos, o mosto? Pero otro día, pronto, le enviaré por este mismo medio una defensa del verdadero jabalí, del solitario, del que no se acuesta a dormir al pie del escaramujo.

¿Está claro? Para usted sé que sí; pero me temo que a otros les parezcan estas parábolas acertijos, y a los mentecatos…, paradojas.

Sobre la religiosidad del trabajo

La Voz de Valencia, 25 de febrero de 1932

Cuando a base de la llamada concepción materialista de la historia —la de Carlos Marx— se discute de interés privado, del deseo de enriquecerse, que mueve al individuo a producir para la sociedad y a servir y enriquecer a ésta, suele aducirse que desaparecido este sentimiento no es fácil que le sustituya otro motivo de trabajo en una sociedad colectivista o comunista. Y a lo que los comunistas replican aduciendo el sentimiento de solidaridad, el de trabajar por el bien común, que es al cabo, por el bien de todos y de cada uno. Lo que no convence mucho a ciertos psicólogos, aunque pueda convencer a los sociólogos. Pero en esta disquisición sobre el trabajo suele dejarse de lado la consideración de la obra por la obra misma.

Primero, que trabajar no es, de por sí, producir u obrar. Hay quien trabaja y nada produce, o produce cosa inútil o perniciosa. En los penales ingleses solía someterse antaño a los penados a un suplicio terrible y era el de hacerles dar vueltas a una rueda que no iba unida a mecanismo alguno. Es como hacerle a uno sacar agua con un cedazo; es el suplicio de las Danaides. Y había penado que se volvía loco. Pues bien, pagarle a uno por un trabajo así, improductivo —alguna vez destructivo—, es una pena, es un suplicio. Y es que trabajador no es, de por sí, lo repetimos, productor. El tener que trabajar sin mira al valor de la obra es lo que caracteriza la esclavitud. Porque esclavo que cumple obra valiosa, no es ya esclavo. Se liberta en la obra misma.

Es el gravísimo problema de la vocación. La vocación del trabajador, el amor a su obra, es la clave íntima de toda la cuestión llamada social. Es lo que debería distinguir las artes verdaderamente liberales, las que liberan el espíritu, de las artes serviles. Es lo que distingue al artista, en que entra, ¡claro está!, el artesano, del simple y huero menestral, del que rinde un menester servil por muy bien pagado que lo esté. El amor del obrero a su obra es lo que le hace libre. Al obrero que produce obra prima, que aspira a ser obra maestra, al obrero que se siente maestro de obras.

Y en ello entra la calidad, que no cabe reducir a medida cuantitativa. ¿Qué eso de medir el valor de la obra por horas de trabajo? Las horas de trabajo, ni aun tratándose de trabajo de un obrero adscrito a una máquina —como el siervo estaba adscrito a la gleba— no valen todas lo mismo, aunque cuesten lo mismo. Y hay monopolios naturales. El obrero libre, el artesano el verdadero artesano que trabaja por su cuenta, vendía su obra y no su trabajo. Su recompensa no era jornal ni salario.

Se dice que la fatalidad que pesa sobre esta civilización mecánica es que la maquinaria capitalista no produce para acomodarse al consumo, no endereza la oferta a la demanda, sino que trata de provocar consumo para una producción forzada, fatalista, que trata de provocar demanda. Y así se habla de la crisis de la sobreproducción. Y de la otra crisis, la de distribución, que hace que padezcan muchos de hambre en una parte del mundo, mientras en otro hay que malgastar o destruir víveres.

Mas en todas éstas, en el fondo trágicas disquisiciones, suele dejarse de lado la consideración del obrero verdaderamente libre, hondamente humano, divinamente humano, de artista o ertesano liberal, sea cualquiera su arte, pintar, cantar, esculpir, escribir, sembrar trigo, hacer casas, hacer aceite o vino o zapatos o telas para vestirse o trajes o lo que sea. Y lo que a ese obrero, artesano o artista —no meramente trabajador— le hace libre, le emancipa y le redime, no es ni el sentimiento materialista de proveer a su propio bienestar y el de los suyos, ni al bienestar común de la sociedad de que forma parte. Si ha de hacerse libre, emancipado y redimido, ha de ser mirando a la obra por la obra misma. Es lo que distingue a los ingenios creadores. En lo más sublime de su sentido crea su obra no ya aunque se muera de hambre —y con él los de casa— creándola, sino aunque luego no haya quien la aproveche. El cantor verdaderamente libre se muere de hambre cantando en el desierto, donde nadie, ni las piedras, le oyen. No le preocupa la felicidad sino la perfección.

Ya sé que todo esto les parecerá a los materialistas de la historia, a los marxistas ortodoxos —pues hay ortoxia en el marxismo como en toda teología y en toda biología la hay— les parecerá misticismo y más si añado que el obrero libre, emancipado, redimido, hace su obra… no hay que escandalizarse, A. M. D. G., a la mayor gloria de Dios. O como decía Renán, que cada uno ha de representar lo mejor que pueda el papel que le ha correspondido en esta tragicomedia que dirige el gran empresario del teatro del Universo. O como decía Schiller —otro soñador— que el arte es juego. Juego en el más hondo y alto sentido, no como diversión, sino como reversión a la fuente de la vida eterna.

Un obrero se emancipa cuando ve en su obra, de la que se enamora, no un medio para ganarse la vida —lo que se llama ganarse la vida— ni tampoco un medio para entretener la vida de los demás, sino que ve el valor eterno de esa su obra, la perfección de ésta, y aunque nadie goce de ella. Dejar una obra maestra, aunque sea enterrada bajo tierra por los siglos de los siglos.

Acaso así pintó aquel altísimo ingenio ibérico cavernícola, el bisonte en la cueva de Altamira. ¿Qué le guió? Un sentimiento mágico, religioso. Y así, aquel hombre de la caverna, troglodítico, se liberó, se emancipó y entró en la historia, que es el espíritu.

¿Concepción materialista de la historia? No, sino concepción histórica de la materia. O sea, de la obra.

Y sin remontarnos a excelsitudes de la religiosidad el trabajo, ¿no creeréis que lo único que puede emanciparle a un asalariado de la maldición del trabajo servil es el amor a la obra por la obra misma, por la perfección de la obra? ¿No creéis que hay quien goza en dejar bien concluida su obra? Si así no fuese, sentiríanse los obreros adscritos a la máquina o a la gleba en la misma terrible esclavitud de aquellos penados ingleses de que os decía.

Cuando se hable de la condición del trabajo no se olvide que el trabajador no sólo se siente ligado a sí mismo, a los suyos y a la sociedad, sino al Universo eterno.

Los delfines de Santa Brígida

El Sol (Madrid), 28 de febrero de 1932

Llegó por primera vez el comentador a Madrid —un mozo morriñoso—, en 1880, al abrirse el próximo curso académico hará cincuenta y dos años; al Madrid de la España —tan madrileña entonces— de Alfonso XII y el duque de Sexto, de Cánovas y Sagasta, de Lagartijo y Frascuelo, de Calvo y Vico, de Pereda y Pérez Galdós. Fue a dar en una bohardilla de la casa de Astrarena, toda fachada se decía, en la red de San Luis, entre las entradas de las calles de Fuencarral y Hortaleza, casi donde hoy se alza el babélico edificio de la Telefónica, ese rascacielos contra el cielo que menos rasquera tiene, que es el de Madrid. Delante de la casa de la calle de la Montera, llevando a la ya legendaria Puerta del Sol, la de la bola simbólica de Gobernación. En esa calle, la iglesia, de estilo jesuítico, de San Luis, donde quebró la seguida de sus misas regulares, y enfrente de la iglesia, el que su profesor —que no maestro— de Metafísica, Ortí y Lara, llamó el blasfemadero de la calle de la Montera, el antiguo Ateneo, el de Moreno Nieto, del que hizo Cánovas del Castillo un asilo para todas las rebeldías verbales. Y vivió aquel Madrid lugareño, manchego, a las veces quijotesco —“en un lugar de la Mancha…”— de las sórdidas calles de Jacometrezo, Tudescos, Abada, y lo vivió enfrascándose en libros de caballerías filosóficas, de los caballeros andantes del krausismo y de sus escuderos. Se puso a aprender alemán, traduciendo, entre otras cosas, la Lógica de Hegel. ¡Qué años aquéllos! ¿Pasaron por él? No, no pasan los años por uno, sino es que es uno quien pasa por los años. Los años le quedan.

Hoy el comentador, rico de años —y aun, por herencia, de siglos— y rico de recuerdos, y por herencia, de esperanzas, recorre, señero, lo que de su Madrid de la mocedad aún vive para remontarse el corazón. Busca frescuras, ya de fuentes, ya de verdor de vida. Y a lo mejor topan sus ojos, allí, en la calle de Leganitos, con una higuera presa entre casas ya no lugareñas. Y busca rinconadas, encrucijadas, plazuelas, donde se haya remansado la leyenda cotidiana. Y en esos remansos va a bañarse en agua espiritual eterna. Que si Heráclito dijo: “no bañas tu pie dos veces en la misma agua”, esto no reza cuando uno se chapuza en remanso, en pozo o en pantano.

Y, recorriendo este Madrid, he aquí que al rozar en ciertos rincones con sombras de sueños de antaño empiezan éstos a pizcarle el corazón arrancándole pizcas de recuerdos de mocedad estudiantesca y haciéndole columbrar en lo que pasa lo pasado, en lo corriente lo ya corrido. Y así, hace pocos días, le detuvieron la mirada y el pecho esos dos delfines, colas de arpón en alto, que a la entrada —o salida— de la calle de Santa Brígida, esquina a Hortaleza, siguen vomitando sus chorros de agua fresca de la llamada Fuente de los Galápagos. ¿Dónde está el galápago?, se preguntó. Acaso sea su caparazón aquella concha en que yacen, colgados, los delfines. Y sobre éstos la inscripción: “ANNO DNI, MDCCLXXII». En el año del Señor 1772.

Fuente urbana esa del chaflán de San Antón. En torno a fuentes púbiicas se reúnen en los lugarejos, y aun en los lugarones, las mozas de la vecindad; la fuente es fuente de las murmuraciones y comadrerías lugareñas. Al susurro brizador de la fuente, de su surtidor, surten leyendas que son pasatiempo.

1772… Carlos IV, María Luisa, Godoy, Goya… Víspera de la Revolución, la francesa, cuyas salpicaduras, escurriduras y rebotes sintieron luego, sin dejar de dar su frescor de agua pura corriente, esos delfines simbólicos. Y luego Napoleón el Único y el dos de mayo madrileño —¡parque de Monteleón!—, en que alguno de aquellos majos iría a refrescar la sed de su encono en los chorros de Santa Brígida. Y luego Fernando VII, el Deseado por los aguadores que berreaban “¡vivan las caenas!” Y los delfines oyeron el himno de Riego, el llevado en un serón a muerte. Y oyeron rumores de la primera carlistada, cuando Gómez se llegó a las puertas de los arrabales de Madrid. Y luego… Luego oyeron las pisadas de la otra revolución, de la chica —¡le llamaron Gorda!—, de la nuestra, de la setembrina, de la que trajo Doña Isabel, de la de Prim; el que no estuvo en Alcolea, y a lo lejos, después, los trabucazos que acabaron con el caudillo. Y seguían los chorros surtiendo agua y leyenda frescas. Y vino la segunda carlistada, aquella de que este comentador, niño que se abría a la historia, fue testigo conmovido.

Y los delfines de Santa Brígida de los Galápagos sintieron el respiro ansioso, a las veces acezo, de la primera República española, la del 73, que antes de llegar a añoja se ahogó en aguas de Cartagena, a la vista de los delfines del mar mediterráneo. De aquella República espejo. Y luego sintieron el choque de los cascos del caballo del llamado

Restaurador, que entraba en su villa y corte natal. Y después el rumoreo callejero, alegre y confiado, de aquel Madrid madrileño en que se vio envuelto el comentador cuando vino a soñar vida civil y nacional entre la iglesia de San Luis, el recadero, y el antiguo Ateneo, el blasfemadero de la calle de la Montera. ¡Inocentes rezos e inocentes blasfemias!

Y en tanto cada año —van ya ciento sesenta— los delfines engalapagados oían en el día de San Antón, abad, el del cerdo y las tentaciones, rumor de pezuñas, relinchos, rebuznos, gruñidos de cochinos y vocerío de jinetes y de romeros. Era que pasaban caballos, mulos —algunos majamente enjaezados—, borricos, jumentos, acémilas, puercos… Era la bendición de la cebada. Y hay también la bendición de los campos para que sobre ellos recaiga, de los delfines celestiales, la lluvia que cría cebada y uva y aceituna y el trigo que nos da el pan nuestro de cada día mientras nos aprieta el cincho del hado histórico.

Y entre tantos monumentos nuevos y modernos, que llegarán acaso a hacerse viejos, pero no antiguos, y mientras se encapucha supersticiosamente a las regias coronas de los escudos ministeriales, ahí están esos delfines centenarios. Por los chorros de sus bocas corre sin cesar el agua endechando en eterna frescura su susurro, pulsando en el teclado de los días pasajeros la misma nota siempre…, siempre… Que al decir: “¡así va todo!”, dice: “¡así viene todo!” Susurra la permanente transitoriedad de la cosa y la vida públicas, la queda de lo que se pasa y el paso de lo que se queda, la estadía de la corriente y el curso de lo que se está. Y en armónica con el “¡así va todo! / ¡así viene todo!”, susurra: “¡así se queda todo!” Todo, todo: revolución y reacción, progreso y tradición, rebeldía y cumplimiento, fe y razón, dogma y crítica, sueño y vela —yedras entre escombros de ruinas—, nacimiento y muerte —dos tránsitos—, todo y nada…

Tal vez el rezo que desparraman por la rinconada de San Antón, badajos de la infinita campana de la pasajera eternidad humana, esos Delfines de Santa Brígida de los Galápagos de este Madrid de la España eterna.

Solitario y desesperado

El Sol (Madrid), 3 de marzo de 1932

No es para bien expresada, lector amigo, la emoción que me embargó al leer en la mañana del pasado sábado, y en estas mismas columnas, el relato del incidente de la interrupción pedernosa que desde la tribuna pública, popular, lanzó a la Cámara un pobre mozo “desdichado” —así se le llamaba aquí—. Es seguro que de haber sido testigo de ella no me habría producido apenas impresión, pues el suceso careció de importancia exterior. Y no fui testigo porque yo había abandonado el escenario poco antes de la escena para ir a sermonear a otros mozos —estos estudiantes de Medicina— en el anfiteatro de San Carlos.

La ruidosa interrupción de piedra —ruido de cidriera rota— en nada alteró la marcha de los debates. Y el hecho, que ni a desacato llega —por la parte alícuota que me toque no me siento desacatado—, no temo que vaya a caer en la jurisdicción de la ley de Defensa de la República, que es otra ley de Jurisdicciones, como la de antaño. Todo se reducirá, espero, a que se le ponga en cura al desdichado mozo. Desdichado, sin dicha, pues que sin esperanza; desesperado, que él se dijo.

El incidente no fue más que una insignificante, pero significativa, nota marginal, una acotación parentética, como (aplausos), (sensación), (expectación), etc. etc. Todo en la representación parlamentaria y dentro de su propia escenografía.

Pero ¿por qué me emocionó tanto el relato? Como os dije, lectores amigos, en mi último comentario, el de los delfines, en estos días me están subiendo a flor de conciencia recuerdos de mi mocedad de Madrid, de cuando yo tenía la edad que hoy tiene el interruptor de la piedra. Y lo que llegó hasta conmoverme fue esto que leí aquí:

“Parece que interrogado sobre su filiación, declaró que era un desesperado, un solitario, sin familia. “No tengo —parece que dijo— ni padre, ni nadie, ni nación, ni patria; no tengo más que diez y nueve años.”

¡Un desesperado! ¡Qué voz tan íntima, tan entrañadamente española! Tanto, que en la forma desperado pasó, como siesta, pronunciamiento, junta, torero y otras, a otros idiomas europeos cultos. Y hay en francés un hermosísimo soneto de Gerardo de Nerval con esa voz española por título.

Un desesperado y un solitario. ¿No son acaso una y la misma cosa? Un desesperado es un desesperanzado, uno que ha perdido durante la espera la esperanza. “El que espera desespera”, dice nuestro hondo dicho decidero. ¿Sabe esperar la actual mocedad española? “No tengo patria; no tengo más que diez y nueve años.” ¡Más que…!

“No tengo más que diez y nueve años…! También yo, lector, los tuve y los sigo teniendo. Y me vuelven aquellos, cuando no tenía más. Aunque sí, sí, pues a mis diez y nueve años había cobrado ya siglos de tradición española. Siglos que me consolaba de la soledad aneja a esa edad agorera. Porque la mocedad de diez y nueve años suele ser una soledad. La soledad suele ser la patria de un mozo de diez y nueve años en el ámbito del interruptor con pedrada. “¡Juventud, primavera de la vida!” Pero, ¡ay primaveras españolas con semanas de pasión! El dulzor de España es el otoño, cuando los álamos, los chopos, los negrillos y los frutales se revisten de oro y de llama, los colores de su enseña. Los frutos de primavera suelen ser agrios. Frutos de destiempo y desazón.

Me puse a imaginarme el hondo estado de ánimo de ese pobre mozo, solitario y desesperado, que quería asomarse a la historia nacional y patria, él, sin nación, ni patria y con sólo sus diez y nueve años de soledad. ¿Comunista? Un solitario desesperado no puede ser comunista, porque la comunidad excluye la solitariedad, y el comunismo es esperanza. No, la enfermedad —enfermo es lo mismo que civilizado— de ese mozo es otra. Es una enfermedad típicamente española. Y él, el enfermo, uno de tantos. ¡Y tantos!

El mozo solitario y desesperanzado lanzó un canto rodado a destiempo, y no más que para provocar una desazón. (Des-esperado…, des-tiempo…, des-sazón…, ¡qué intraductibles estas voces tan nuestras!) Quiso irrumpir en la pequeña historia cotidiana, gacetillesca, interrumpiéndola con pedrada. Que es un modo de continuar la historia. Que si hay, según dice la Gramática oficiosa, conjunciones disyuntivas, hay interrupciones continuativas. Los que ahogan la historia no son los interuptores ni los rebeldes, sino que son los neutros, los apolíticos, los de “¡no me hable usted de la guerra!”, o “¡no me hable usted del Estatuto!”, o “¡no me hable usted de la cuestión religiosa!”, aquellos sobre que cayó el terrible anatema del Dante, el gran desdeñoso, el de: “no hablemos de ellos, sino mira y pasa”. Esos, los retraídos, los huidos, los emigrados, los callados. Su retraimiento, su huida, su retiro, su abstención, su silencio son peores que la peor pedrea.

¿Llegaremos a comprender el íntimo estado de ánimo —de ánimo o de desánimo— de esta mocedad de diecinueve, que tiene por patria la soledad? Y ese desánimo de la desesperación ¿no llegará a hacer desalmados? Es trágico ese momento de la vida, y más en esta nuestra tierra y en este nuestro tiempo. La juventud se nos rebela. ¿Que no sabe lo que quiere? ¿Y nosotros, sus padres, queremos lo que sabemos? ¿Y sabremos asomarnos al brocal de esas almas doloridas? ¡Ay nuestra pasada mocedad española, compañeros del 98! Y ¡ay la España de la mocedad del 1931, la que ya desespera de la República!

Este mozo huraño y melancólico —un ejemplar— sí que es un jabato de ley. Un ejemplar, digo. ¿Anormal? ¿Y cuál la norma? ¿Cuál la norma de esta juventud que nos empuja a la jubilación, sin júbilo, que se nos viene encima? ¿Cuál la norma? Y jabato… Pero dejemos para otro día la definición del jabalí.

Definición del jabalí

El Sol (Madrid), 6 de marzo de 1932

Voy, en efecto, a definir al jabalí, que es el modo de defenderlo. Pues merced a una frase de José Ortega y Gasset tomó cuerpo en nuestras Constituyentes, y después, en la opinión pública del país, un calificativo psicológico, y es el de jabalí junto a los de tenor y payaso. Y como.suele suceder en tales casos, algunos de los que se creen aludidos han tomado el remoquete a honra, y lo han adoptado. Y vamos al jabalí.

La palabra “jabalí” es adjetivo arábigo que vale como salvaje, bravío o montaraz, aplicado al puerco. Le distingue del doméstico o casero, que se hace en cierta manera urbano y hasta civil, dando en pocilga. A pesar de lo cual, suele comerse crudos a los niños tiernecitos, como los descuiden sus padres, y lo hace acaso en pre-represalia de que esos padres se lo coman a él.

La braveza y aun bravura del jabalí es proverbial y épica, pues que Homero nos le describe destrozando los sembrados, asolándolos, cuando irrumpe en ellos desde las brañas y los matorrales de su guarida montesa. Y es también proverbial y también épica su singularidad, el hecho de que obre solo y solitario, señero. Pues el puerco jabali o bravío no se da como el doméstico en piaras. Su distintivo es la singularidad, la individualidad. Como que es por esto por lo que en francés se le llama “sanglier”, del latín “singularius”, o sea, en nuestro romance castellano, “señero”. La característica, por lo tanto, del homérico jabalí es la singularidad. Y es curioso que esta voz: singularidad —“singularitatem”— haya dado en bable la voz “señardá” —que en castellano habría sido, de haberse desarrollado, “severidad”, o mejor “señerdad”—, que equivale en sentido a la “morriña” gallega, a la “saudade” portuguesa, a la “soledad” andaluza, a la “enyorança” catalana —de que hicimos “añoranza”—, al “iñor” valenciano y a la voz bachilleresca nostalgia. El jabalí, el puerco montaraz y señero, siente soledades, morriña o añoranza del monte, de la braña, del breñal donde crió su singularidad bravía. Es un bravo individualista que defiente a colmilladas su singularidad, y no se pliega a dejarse domesticar, a dejarse civilizar.

¿Que no se concibe una piara de jabalíes, una manada de solitarios? Así lo hemos dicho; pero… Ahí están las Cartujas. Y, en rigor, monasterio no quiere decir otra cosa que un convento —una convención— de “monachos”, de monjes, de solitarios, de jabalíes religiosos hozando en las sementeras de la creencia. Por lo demás, lo malo es hacer el jabalí sin serlo, lo que sucede a menudo tanto en los conventos como en las sectas y los partidos. El verdadero jabalí espiritual es el acabado hereje, de la ortodoxia y de la heterodoxia, como aquel aragonés Miguel Servet, que decía que el ánimo de los españoles es “inquietus et magna moliens”, inquieto y que resuelve grandes cosas, soñando grandezas.

Y se pregunta si es el español individualista o socialista se hace una pregunta tan vacía como la de preguntar si otro es egoísta o altruista, pues que el individuo que mejor afirma su yo, su “ego”, es el que mejor afirma la sociedad de que participa, ni hay nada más universal que lo individual. Y así, al dirigirnos al supremo Yo, al infinito y eterno, a Dios, en la oración dominical, no le tratamos de Vos, en plural, como a las potestades terrenales, sino de Tú singular y señero.

El español de tipo medio, castizo, es, gracias a Ti, Dios nuestro, bastante y acaso harto jabalinesco. Hasta al someterse lo hace anárquicamente. Y tiene del jabalí una cualidad —¿y calidad?— que señala muy bien el Baedéker de España al decir que el español suele ser “pointilleux et ombrageux”, quisquilloso —o puntilloso— y receloso. La puntillosidad, tan bien retratada en el pundonor de los celosos maridos calderonianos, cuyos celos no son más que envidia —¡aquí de Quevedo!—, y la recelosidad son hijas de nuestra singularidad, de nuestra señeridad jabalinesca y montaraz, pre-civil. ¿Incivil?

La civilización y la civilidad exigen piaras, manadas. Algo más que monasterios. Pero… Si la manada, si la piara ha de propagarse sin dejar de serlo, los jabalíes tienen que dejar de ser jabalíes. (Véase mi libro sobre La agonía del cristianismo.) Se les han de caer los colmillos. Que el verraco no es propiamente jabalí, sino muy otro. Don Juan no es la carne de Don Quijote. Pero ambos señeros.

El jabalí no se rinde a disciplina; no es discípulo más que del monte, y su escuela es el breñal. El jabalí ha de ser un dechado legendario para consolar de su domesticidad, de su civilidad, al puerco casero, productor de lomo, jamón, chorizo y morcilla. ¿Qué sería de la piara si alguna vez no oyese el gruñido del jabalí señero? ¿Qué sería de ortodoxos y heterodoxos sin herejes? Si todos los animales fueran domésticos y no hubiera tampoco hombres salvajes, es de temer que la civilización humana —conventual y convencional— se ahogase en podre. Sin jabalíes acabaríamos todos en payasos y tenores. Y el jabalí, si no lleva compañía, suele llevarse acompañamiento. ¡Y para soledad la de un acompañamiento que no hace compañía! ¡Señero y solo entre acompañantes, sin un solo compañero!

Y ahora tengo que declarar que no se me oculta —¡qué va!…— que cuando mi buen amigo, compañero y colega José Ortega y Gasset forjó el afortunado calificativo y clasificativo psicológico de jabalí no lo apuntó, ni mucho menos, en el sentido que yo aquí. Referíase a otra calidad y a otra clase. Y, por otra parte, que hacer el jabalí, lo repito, no es serio, sino una forma de payasada y su gruñido modo de gorgorito de tenor. Y que es fácil distinguir al jabalí genuino, espontáneo y natural del contrahecho, forzado y artificial.

En resolución, ¡suerte fatal la de tener que civilizarse!

La enormidad de España

El Sol (Madrid), 10 de marzo de 1932

Téngome aquí con la confesión íntima, entrañable, de un castizo —“ligrimo” (legítimo) se diría en habla charruna— jabato español de hoy en día, de un chico de España, donde se acabaron ya los grandes de ella. ¡Y lo que me ha sacudido! Pues ¿hay acaso algo más malencónico que ver caer las hojas, amarillentas y ahornagadas, de la enredadera que se enreda a las ruinas y las enreda? ¿Y si esa enredadera fuese, no estéril yedra, sino fructuosa vid cuyos sarmientos lañaran en verde los ruinosos sillares desmoronados? Malencónico, digo, pues que de romanceada —también charruna— malenconía, que no de culta melancolía se trata; de una malenconía que remata en mal encono, en nuestro típico resentimiento celtibérico. Y es que resiento por los mal-enconos de este jabato ligrimo que se me confiesa no ya com-pasión sino con-miseración; es que me resiento no tan sólo padeciente, sino miserable con él y como él.

Vamos, chico…, tienes mucha razón, España no es alegre ni tiene porque alegrarse. Ni porque holgarse, que ni puede pararse a tomar huelgo, que el tiempo aprieta. Y la huelga suele dar en juerga, y los duelos con pan son menos. Lo que tiene España es que tomar contento —y contenido— que contentarse; mejor, tiene que conformarse con su destino, con su misión eterna y no sólo temporal. Conformidad. Pero ¿con qué forma? ¿Qué forma le daréis a España los que habéis nacido a la vida nacional y popular —civil y laica— bajo el sino de la República? Laica es religiosa. ¿Qué forma y qué norma?

Norma, sí, pues a muchos de vosotros —“¡estos chicos…, estos chicos…!”—, acaso a los mejores, se os reputa anormales. Y dejadme que en esto de la anormalidad me pare un poco.

Anormal, ya lo sabéis, es un vocablo híbrido —mestizo— de prefijo griego y tema latino. Lo propio latino, que se hizo castellano, es: enorme. Enorme es lo que se sale de norma, lo anormal. Y norma era una escuadra de que se valían los agrimensores romanos, una regla, por donde lo enorme es lo irregular, lo inescuadrado o acaso desescuadrado. ¿Y cuál la norma española? ¿Cuál la norma de cuando España, la eterna, talló aquende y allende la mar dos mundos? ¿Cuál la norma, la escuadra, del universal imperio español, carolino y filipino, calderoniano y cervantino —mejor: segismundiano y quijotesco—, iñiguiano y teresiano? ¿Cuál esa norma? Esa norma fue y es —y ésta sí que paradoja, y trágica— la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.

Ya Nietzsche dejó dicho que España osó, se atrevió —esto es: se atribuyó— demasiado, y Carducci habló de “la afanosa grandiosidad española”. Y, antes que ellos, Edgar Quinet —aquel apocalíptico profeta galo-romántico—, ya en 1844 (Mes vacances en Espagne, publicado en 1857), cuando decía a nuestros abuelos que no vale una gota de sangre “enmascarar, desfigurar a Felipe II bajo una Constitución de papel” —¡así!—, les decía que tomaran la vía de la revolución propia que pide un alma regia, para lo que basta ser sencillamente español. Y les hablaba de la vasta herencia de democracia que la vieja Monarquía española había preparado, les hablaba de continuar una nación de hidalgos —“gentilshommes”— proletarios sin rebajarla a burguesía; de asombrar —“étonner”— a Europa en vez de imitarla. “No haréis nada de vuestro pueblo —les decía— si no le ponéis ante los ojos alguna alta misión a que Dios os convida… Encontraréis la América con doscientos hombres, las Indias con ciento cincuenta. No poseeréis ya ni una ni otra de las Indias, pero si el empuje interior de vuestro espíritu nacional vive todavía descubriréis otros mundos sin salir de vuestra casa.” Y acababa: “¿Porqué no habréis de combatir en vuestra fila de batalla el antiguo combate por la antigua Iglesia verdaderamente universal, no de Roma, sino del mundo; no del Papa, sino del Cristo?” La iglesia cristiana nacional, civil y laica.

Y tres siglos antes que Quinet, en 1541, Miguel Servet, el bravío aragonés a quien hizo quemar, en nombre del Cristo, Juan Calvino en Ginebra —si no, le habría hecho quemar en Viena de Francia, y a nombre también del Cristo, el cardenal de Tournon, a él, y no a su efigie, que quemaron—, dejó dicho que el ánimo de los españoles es inquieto y revolvedor de cosas grandes: “inquietus est et magna moliens hispanorum animus”. ¡Revolvedor —y rumiador— de grandezas! Lo de Quinet, lo de Nietzsche, lo de Carducci, lo nuestro. Y este revolver grandezas es nuestra verdadera revolución. Revolución y revuelta, vuelta atrás. Pero no en el tiempo. Nuestra escuadra lo es de eternidad.

¿Devolverá, revolviéndose, el inquieto mocerío español de hoy y de mañana, su mocedad a la España de siempre? Aquella su enormidad es la gloria eterna de España. ¿La que pasó? La gloria no pasa, sino que se queda. O mejor, la eternidad que por el tiempo pasa se queda por encima y por debajo del tiempo. “Cualquier tiempo pasado fue mejor…” ¡No, no y no! Pero cualquier eternidad pasada es— no fue— mejor. Como tiempo no, aquel tiempo pasado del siglo XVI, su cuerpo temporal, no fue mejor, pero como eternidad, como alma intemporal, aquélla es mejor. Y “a reinar, fortuna, vamos, no me despiertes si sueño…” Tenéis que revolvernos al reinado de España, de su S. M. Imperial España.

¿”Simulación, verbosidad y sofística”, que decía Servet? Ah, de esto ya hablaremos. ¿Verbosidad? Con el verbo hicieron nuestros antepasados lo mejor, lo más eterno que hicieron; con la palabra, y no con la espada. Norma, la palabra.

Y ahora ¡qué congoja me entra al ver caer de la verde enredadera hojas amarillentas y ahornagadas sobre los ruinosos sillares de la patria!

Callejeo por la del Sacramento

El Sol (Madrid), 15 de marzo de 1932

¿No te ha acontecido, lector amigo, sentir ansión de huir de la actualidad embargante para buscar la potencialidad del recuerdo liberante? ¿No te has sentido aislado en medio de la “enloquecedora muchedurabre” (madding-crowd, que dijo Gray, poeta) de una gran urbe que vive al día, cinematográfica, telefónica y radiográficamente? Pues este comentador sí. Y estando desterrado en París solía escaparse de las avenidas y los bulevares muchedumbrosos para recogerse en la sosegada isla de San Luis, o en el Palais Royal, henchido de recuerdos de la Gran Revolución, o en la Plaza de los Vosgos, plaza para abuelos y nietos, donde vivió y murió el gran abuelo —poeta también— Víctor Hugo, y lugares los tres muy lugares. Y aquí mismo en Madrid…

Mi gran amigo Guerra Junqueiro, el gran poeta portugués, soportaba mal, no sé bien porqué, a Madrid. “En todas las grandes plazas —me solía decir en la de Salamanca— las muchedumbres tienen movimientos rítmicos, menos en la Puerta del Sol de Madrid.” Otra vez: “Por estas calles se puede ir soñando sin temor a que le rompan a uno el sueño.” Otra: “En este cielo —el de Salamanca, ¡claro!— puede haber Dios: ¡en el de Madrid, polvo!” Lo que no es justo. Porque también aquí… Federico Nietzsche —otro poeta, y van cuatro— decía: “Sabemos que la ruina de una ilusión no da verdad alguna, sino sólo algo más de ignorancia, un ensanchamiento de nuestro espacio vacío (leeren Raumes), un acrecentamiento de nuestro yermo (Oede). ¡Espacio vacío! ¡Yermo! ¡Donde poder soñar! Pero también aquí, en las calles de Madrid, cabe soñar, sin temor de que le rompan a uno el sueño. Según la calle. También aquí se puede hallar campo urbano —¡campo!—, relicario de recuerdos de leyenda; también Madrid es lugar —¡lugar!— con viviendas —no sólo posadas— de vecindario parroquial. Sí, la leyenda pliega sus alas y se posa, como sobre su nido, a dormir soñando siglos divinos en el desnudo y ceñudo páramo castellano; pero también aquí. Los tranvías y los autos atiborran de circulación urbana a la calle Mayor, a la calle Ancha, a la Gran Vía, y en esa mayoría, en esa anchura y en ese grandor —que no grandeza— se hunde la leyenda secular, aunque surta la gacetilla cotidiana. Pero…

Hace ya cuarenta años que fui a visitar a otro poeta, a Núñez de Arce, en su vivienda de la calle del Sacramento donde acaso escribió su Miserere, pues desde allí cabía recibir, a través de las encinas velazqueñas del Pardo, y como por espiritual telefonía poética, los ecos del Panteón del Escorial, que ya otro poeta. Quintana, hubo cantado. No había yo vuelto por esa calle desde entonces, y aun antes apenas sí la conocía. No está en el Madrid de mis correrías de estudiante morriñoso. Y he vuelto a esa calle llamado por otra morriña. He vuelto en romería.

La Plaza Mayor, archivo de majeza, que me trae recuerdos de su hermana mayor, la de Salamanca, y allí el pedestal de aquella hermosa estatua ecuestre de Felipe III, a que derribó perturbada turba perturbadora, hecha de brutos iconoclastas, seminario de petroleros —semillero de incendarios—. En recuerdo le llena a la plaza la ausencia de la estatua abolida. Luego, la Torre de los Lujanes, prisión que fue de Francisco I de Francia; después, la recatada señorial Plaza del Cordón, y por ella, a la calle del Sacramento, cruzada por la del Rollo —rollo: picota; ¡qué nombres sacramentados!—, y allí, en fila grave, moradas vivideras señoriales, hidalguescas, provincianas de Corte y Villa, con aire de gentileza de “Castiella la gentil” del viejo Cantar. Puertas de portaladas con dinteles, de roca castellana, adovelados, Y allí se respira sosiego y se reposa el cielo luminoso de Madrid, con Dios y sin polvo. ¿Polvo? Sí; se posa polvo de luz celeste y se debe de oír mejor, sin estrépito de bocinas, la voz de la campana parroquial que toque a ánimas y a oración. Y si ya no es así, al menos, “soñemos, alma, soñemos…” Allí ha respirado más a sus anchas mi ánimo, y he sentido mayoría, anchura y grandeza ciudadanas soñando el pasado que es y no el que sólo fue. Y en la desembocadura de la del Sacramento, el monumento a las dos docenas de víctimas que sucumbieron en el atentado de regicidio del 31 de mayo de 1906, día de la boda agorera de la última pareja regia de España. Y luego, por el Pretil de los Consejos —¡qué otro nombre!—, a la calle de Segovia, una encañada urbana, y sobre ella el viaducto, antaño suicidadero popular, que conduce a su aledaño, el Palacio de Oriente, también en cierto sentido, no literal, sino espiritual, suicidadero… dinástico. Lo que habrá escuchado en atento silencio esa calle del Sacramento, sin tranvías y casi sin autos, esa fila de viviendas ciudadanas, recogido remanso de historia. ¿Del viejo Madrid? No. sino del Madrid intemporal, del Madrid —oso y madroño— que soñaba, vivía y revivía Don Benito, su evangelista. Por esa calle del Sacramento solía callejear Bringas, el del Palacio Real.

Sí, sí, cabe callejear, discurrir por Madrid soñando a España; cabe ir soñando por calles encachadas de este Madrid senaras de España sin temor a que le rompan a uno el sueño, que nos le escuda y ampara este cielo que laña la cuenta del Duero con la del Tajo, Castilla la Vieja y la Nueva. Respira la calle del Sacramento aire del Guadarrama. Pero…, ¡ojo!, porque hay que vivir despierto. Por si acaso… A Dios rogando y con el mazo dando, no sea que se nos rompa la vela. Ese monumento de la desembocadura de la calle del Sacramento y aquel pedestal vacío de la Plaza Mayor nos amonestan a vivir despiertos. Que la barbarie que hoy se revuelve contra un símbolo, sea de carne o de bronce, mañana se revolverá contra el que le ha suplantado, y destruirá el símbolo, pero no lo simbolizado. A soñar, pues, lo que se queda; pero despiertos a lo que se pasa. Y a Dios rogando y con el mazo dando.

Por lo cual roguemos, de mazo levantado, a nuestro Dios histórico y religioso, no al metafísico y teológico, que los recuerdos de gloriosas esperanzas de nuestros antepasados, nos críen esperanzas de gloriosos recuerdos que entregar a nuestros trasvenideros.

Pesimismo patriótico

El Norte de Castilla (Valladolid), 19 de marzo de 1932

¿Pesimista? ¿Derrotista? Sí, esto es como cuando se habla de Jeremías, el encendido profeta de Israel que le enseñaba a su pueblo cuanto merecía sus aflicciones sin que por eso se diera a llorar. El sentido que alcanza corrientemente el término “jeremiada” es un sentido anti-histórico. Y vengamos a casos.

He leído que Benavente ha dicho: “quién pudiera emigrar…” Pero eso es un modo de decir y quien lo dice, malditas las ganas que de emigrar tiene y precisamente para poder decirlo. Es como aquello otro que se atribuye a don Antonio Cánovas del Castillo, aquello de que “no es español sino el que no puede ser otra cosa”, modo de decir que en boca del restaurador de la dinastía borbónica significaba que él, Cánovas, no quería ser otra cosa que español. Esas duras expresiones brotan de los pechos más patrióticos.

¡Emigrar…! ¿Y para qué? Para sentir saudade —soledad—, morriña de la patria que se dejó. Es mejor sentirla de la patria en que uno se queda y arraiga. Porque hay soledad, hay saudades, de lo que se tiene en torno —o mejor dentro—, se tiene morriña de lo que se posee y toque, se echa de menos lo que se tiene.

Y esto de la saudade —término, como sabéis, portugués para la nostalgia—, me recuerda aquel melancólico soneto que hace más de cuarenta años escribía aquel trágico poeta lusitano que fue Antonio Nobre, aquel soneto que empezaba: “En certo reino, a esquina de Planeta…”, y acababa: “Nada me importas, Paiz, seja meu Amo / o Carlos ou o zé da Th’reza… / Amigos, que desgraça nacer en Portugal!” ¡Qué desgracia nacer en Portugal! Y cómo se regodeaba Nobre en esa desgracia. Como Leopardi, el más hondo y entrañable de todos los poetas pesimistas, el dechado de pesimismo poético —o sea creativo—, se gozaba de que su desesperación —su tedio más bien— fuese italiano. El que nos dejó dicho, y para siempre, en italiano lo de: “Desprecia al poder escondido que para común daño impera, y la infinita vanidad del todo”, se sentía catoniano, lucreciano, romano, y cantaba a Bruto. Era un gran patriota.

No hace mucho que en una revista argentina, Sur, leí en un artículo denso de Jorge Luis Borges que se titulaba “Nuestras imposibilidades” y que era un amargo examen de las fallas del espíritu público de su tierra, esta conclusión: “Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas”. ¿Sin alegría? Sin duda, pero no sin cierta satisfacción. Con la satisfacción de haber cumplido un deber de patria.

Y no creo que haga falta recordar al lector medianamente culto siquiera lo que el Dante, el ardoroso gibelino, le decía a Italia, llamándola burdel (bordello), y el Dante sí que era italiano hacía muchas generaciones. Porque eso de llamarse uno argentino —o español, o italiano, o lo que sea— de “hace muchas generaciones”, es un gran hallazgo de expresión, que supone sentirse en la historia.

Yo he dicho por mi parte alguna vez, y la expresión ha logrado cierta boga, que me duele España. Y cuando a uno le duele su tierra, su patria, le lleva a eso que los ligeros de cascos llaman pesimismo o derrotismo.

No, el pesimismo no es lo peor, ni siquiera lo malo, aunque en otro respecto aparezca pésimo; lo peor es la insensibilidad. Aquel Díaz Quintero que en Cuba, antes de la revolución septembrina, mereció que los españoles incondicionales le llamaran “pillo, traidor laborante, cobarde, insurrecto, canalla, mambí” y que aquí, en la Península, fue la bestia negra, el coco de los católicos, dijo al discutirse en las Constituyentes de 1869 la libertad de cultos, que él no era ni católico, ni protestante, ni budista, ni judío, agregando: “No soy ni siquiera ateo, porque no quiero tener con las religiones positivas ni el contacto de la negación”. A lo cual se le llamaría hoy agnosticismo, si el modo de expresarlo Díaz Quintero no hubiese sido de una abrumadora y tosca vaciedad. Pero así como hay esa posición respecto a la religión, la hay respecto a la patria. Y consiste en desinteresarse de ella.

Porque no, lo grave para el porvenir del alma de la patria no es lo que de ella digan los que se dice que suelen de ella decir mal, lo grave es los que de la patria se desinteresa, los que no la echan de menos, los que no se dan cuenta de que en ella viven. Y por lo demás, debemos regocijarnos de que no se le haya ocurrido a la Cámara —parlamentaria ¡claro!— votar una ley de Defensa de la patria, o de España, porque entonces habría que haber visto a qué se llamaría ofender a la patria. Que es peligroso tener que habérselas con un grupo —partido o lo que sea—, atacado de manía persecutoria. Enfermedad mental y sentimental —o mejor: resentimental—, que suele atacar lo mismo que a los individuos a las colectividades o comunidades. De lo que da clara muestra la frecuencia con que eso que se llama opinión pública —que no suele ser ni pública ni opinión—, da en decir que un sujeto, más o menos público, está haciendo una campaña derrotista o emponzoñando al pueblo con pesimismos.

El español que se ocupa en España, que habla de ella, sea como fuere, le hace un gran servicio. Lo grave es el que no quiere tener con ella, con su patria, ni el contacto de la negación. Y cuando oigáis a un español, y más si es de primera, decir: “¡Quién pudiera emigrar!…”, pensad que nunca he expresado más hondamente su ansia de la España que echa de menos.

Mozalbetería

El Sol (Madrid), 20 de marzo de 1932

Cuando se escudriña en esos desórdenes callejeros a que dan tono y aire los llamados mozalbetes, se percata uno que esa que podríamos llamar diátesis catastrófica —o en latino: disposición revolucionaria— no mana de fuente ideal, ni económica, ni lógica, ni política, ni ética, ni religiosa, sino de turbia fuente sentimental —acaso resentimental— propiamente artística o estética. Los llamados mozalbetes se divierten, huelgan, jugando a la revolución, van de holgorio y regodeo revolucionarios. Aquellos incendios de conventos fueron algo artístico, neroniano. ¿Finalidad social? La cosa era matar el aburrimiento; no más que una especie de onanismo colectivo.

¡Aburrimiento! ¿Conoce el lector nada más trágico que aquél niño de seis años que lloraba a lágrima muerta porque decía aburrirse? “¡Aburrido!” era el insulto mayor que en un tiempo podía en mi Bilbao lanzar un chico a otro. En la época de la guerra civil de los mayores, los menores jugábamos a pedreas. Otras veces juegan a ladrones y guardiaciviles. Y lo de aquel muchacho que se retiraba de la partida refunfuñando y a quien le oí: “¡Si no me dejáis ser ladrón, no juego!” Y aquello otro de imponerse a los mayores, canturreando: “A tapar la calle / que no pase nadie…, etc.” ¡A tapar la calle! La calle ha de ser de los mozalbetes, no de los hombres; ha de ser de los chicos de la calle. Dice la copla: “En mi casa mando yo / y en el Concejo el alcalde, / en la iglesia manda el cura / y el que más puede en la calle.” Pero el que más puede —pasajeramente, ¡claro!— no es ni el que más sabe ni el que más quiere. Logra poder el necio abúlico, pero voluntarioso.

Y, sin embargo, el holgorio, la diversión, el esparcimiento, es tan de primera necesidad como el pan, el agua, la sal y el abrigo. Pan y toros. Y capeas en los lugares. Un lugar, una aldea, se rebela y revuelve cuando no le dejan divertirse a su manera. Por eso, por estética popular, neroniana, hay que echar carne a las fieras humanas. Unas veces pedían: “¡caballos!, ¡caballos!”, y otras veces pedían herejes o brujas. Tal vez pedían judíos. Luego pedían frailes. Es un instinto dramático, a que da fomento la Prensa gráfica. ¡Eso de salir en estampa! Y todo ello no es cosa de sociología, sino de psicología colectiva, ni sirve para explicarlo la llamada concepción materialista de la Historia. Hay que acudir a la intuición dramática de la Historia.

¿Es que no hay en los llamados mozalbetes más que ese ímpetu dramático, ese anhelo de tapar el aburrimiento, como la calle, con días macizos de emociones teatrales? Sí, hay algo más: hay lo de colocarse. Colocarse en un destino no sólo económico, sino histórico. Hacer papel. O lo que se dice afán de notoriedad. ¡Tan natural! Y, después de todo, las más de las llamadas revoluciones no suelen ser sustitución de principios, sino de personas. “¡Giovinezza!, ¡giovinezza!”, que en tono de opereta entonan, esgrimiendo sus puñales, los fajistas de la Italia de Mussolini y comparsa.

Mas aquí, en esta España en que tantos deportistas se preguntan, desencantados, si esto es una revolución de verdad, ¿qué mozo de menos de treinta años se ha destacado de veras? Los novillos que vemos en el coso rodean a los cabestros que lo llenan con el son de sus cencerros. Y quedan fuera los solitarios, los desesperados, de que ya os dije, lectores. Los mejores de los otros buscan enchufe, no en el grosero y bajo sentido que le da la vulgaridad espiritual, sino que buscan enchufarse en la Historia, darse a conocer. Y luego esa barbarie, la más cavernaria de todas, de querer tapar, no la calle, sino la boca, de los de enfrente, ese procedimiento de interrumpir las reuniones de los adversarios. Mas de esto, que nos haría caer la cara de vergüenza de tener que ser lo que llaman, sin serlo, republicanos, hablaremos otra vez. De ese tender a un monopolio de la opinión pública. Y con ello, además, a una Prensa oficiosa, de fajo (“fascio”), o mejor, de cotarro, de peña.

Ahora, lo fatídico sería que esa disposición revolucionaria —diátesis catastrófica— de origen dramático, o mejor, dramatúrgico, ganara a los que han de dirigir al pueblo, a los que han de gobernar; lo fatídico sería que los que han de disponer del Poder se figuraran que su misión fuese hacer lo que se llama la revolución desde arriba. ¿Qué revolución? Eso no importa; el contenido es lo de menos; la cuestión es revolver. Que se vea de lo que somos capaces los españoles. Que no se diga que nos echamos atrás. O que nos ladeamos a la derecha.

Eso de delante y detrás, derecha e izquierda, involución y reacción, suele carecer de claro sentido ideal, ni económico, ni lógico, ni político, ni ético, ni religioso, sin que tenga más que uno, muy oscuro, sentimental —acaso resentimental—, artístico o estético. O precisamente dramatúrgico. De una dramaturgia sensual, no ideal. Un sentido más bien que estético anestésico. (Debería decirse, digámoslo parentéticamente, “anestético”.) Y el revolucionarismo ese que ha llegado a proclamar que la religión es opio para el pueblo no hace más que confeccionar otro opio, el opio revolucionario. Que opio, y nada más que opio, es la finalidad con que se quiere suplantar a la religiosa. Y en tanto los mozalbetes…

En tanto los mozalbetes deberían aprender que la Historia hay que vivirla hacia dentro y no tapando la calle ni las bocas, ni pidiendo caballos, herejes, brujos, frailes o judíos. Y eso que todavía no nos ha llegado la tontería de la “svástica” y del racismo. Que de todas las mozalbeterías es la más grotesca. O sea “grutesca”, de gruta o caverna; de caverna de fajo.

El liberalismo español

El Sol (Madrid), 25 de marzo de 1932

Comentario. Este lo es a unas palabras de Benedetto Croce, nuestro amigo, amigo de España pues que la conoce bien —basta, entre otras cosas, leer La Spagna nella vita italiana durante la Rinascenza—, en su reciente obra, de este año, Storia di Europa nel secolo decimo nono. Le ha precedido su Storia d’Italia del 1871 al 1915, en que el más grande pensador de Historia con que hoy cuenta Italia, y no inferior a cualquier otro del mundo civilizado actual, afirmaba su fe en el liberalismo y lo afirmaba en esa perturbada Italia del fajismo donde se trata de ahogar toda libre espontaneidad del espíritu, y ello a nombre de la acción.

El primer capítulo de esta Historia de Europa en el siglo décimo nono se titula: “La religión de la libertad”, y la religión de la libertad es lo que llamamos el liberalismo, aquel que, según nuestro Sardá y Salvany y los jesuitas que le jalearon, es pecado, es el gran pecado moderno, la síntesis de todas las herejías surgidas del libre examen del Renacimiento, el erasmiano, y de la Reforma, el luterano. El Renacimiento primero, la Reforma después, la Revolución más tarde dieron fomento y vivacidad a la religión de la libertad, al liberalismo. Y religión porque comporta no ya una mera concepción, sino un sentimiento y una intuición de la realidad de la vida universal de la historia.

El segundo capitulo se titula: “Las fes religiosas opuestas”, y en él se encuentra el breve pasaje que voy a comentar, muy brevemente, aquí, y es aquel en que Croce dice; “… y no es sin ironía el hecho de que la nueva postura espiritual recibiese su bautismo donde menos se habría esperado: del país que más que cualquier otro europeo se había quedado cerrado a la filosofía y a la cultura modernas, del país por eminencia medieval y escolástico, clerical y absolutístico, de España, que acuñó entonces el adjetivo liberal con su contrapuesto de servil.” Y es esta ironía del hecho histórico y del hecho lingüístico —que son uno mismo— el que vamos a comentar.

Fue, en efecto, España la que acuñó (conió) ese término, hoy casi universal, de “liberal” —y consiguientemente de “liberalismo”—, y en el sentido que tiene, fue España que hacia 1812, cuando las Cortes de Cádiz, cuando su lucha contra el imperialismo napoleónico, antecedente de la Santa Alianza, imperialismo democrático acaso, pero no liberal, España saludada entonces por los nuevos pueblos europeos como el hogar del liberalismo civil. Acuñó ese término liberal, como ha acuñado otros que han pasado a lenguas europeas, tales como pronunciamiento, guerrilla, siesta, junta, desperado (desesperado) y otros muy significativos. Y entre ellos el término “liberal” tiene raíces soterrañas que se entretejen con las de las términos pronunciamiento y guerrilla. Las guerrillas de nuestros populares guerrilleros de la guerra de la Independencia asentaron nuestro castizo liberalismo que late —¡enorme paradoja de la dialéctica histórica!— en el alma de los guerrilleros carlistas, y nuestros pronunciamientos, aun los que parecían tener un sentido más opuesto al sentido liberal, eran liberales. Tan liberales como lo fue aquel gran pronunciamiento de los comuneros de Castilla contra el Habsburgo.

Más de una vez se ha suscitado la vana cuestión de si en España hubo o no Renacimiento, si hubo o no en ella Reforma, como si España hubiese vivido o hubiese podido vivir separada espiritualmente de Europa. De Renacimiento no hablemos por ahora, y en cuanto a Reforma, lo que se ha llamado la Contra-Reforma, la de Felipe II, la de Íñigo de Loyola, la de Trento —donde los españoles dieron el tono—, ¿qué fue sino la otra cara de la Reforma, su complemento dialéctico? Al libre examen reformatorio, al libre examen liberal, respondía aquel famoso tercer grado de la obediencia, la obediencia de juicio, que definía Loyola en su carta definitiva, pero esa obediencia, escuela de mando, ¿no se reduce acaso a ser el alma íntima de un sutil libre examen, padre de restricciones mentales? El jesuitismo español, escuela del libre arbitrismo molinista, opuesto al siervo arbitrio luterano y al predestianismo calvinista, ¿qué era sino otra raíz del liberalismo? Era la gana española, nuestra enorme gana irracional, frente al racionalismo; era nuestro fuego contra la luz.

Sí que es enorme ironía —enorme, esto es: fuera de norma—, si que es enormidad irónica que España haya acuñado el término liberal. Pero ello se debe a que el liberalismo, la religión de la libertad surgida del Renacimiento —Cervantes—, de la Reforma —Valdés—, de la Revolución —guerrilleros de la Independencia—, estuvo en España luchando con más ardor recogido que en parte alguna, se debe a que en las entrañas de esta nación, al parecer cerrada a la filosofía y la cultura modernas, por eminencia medieval y escolástica, clerical y absolutística, latía un pueblo profundamente liberal y nada servil, latía un pueblo con enormes ganas de libertades civiles y religiosas, un pueblo poco o nada escolástico. Y lo que ahora, en estos nuestros días macizos, se ha revelado no ha sido sino la revelación del alma eterna española. Y a ello, a ésta trágica y a la vez cómica —en la tierra de Don Quijote la tragedia es cómica— ironía, que ha hecho que en dialéctica histórica haya sido España la acuñadora del liberalismo.

Jueves Santo en Rioseco

El Sol (Madrid), 27 de marzo de 1932

Medina de Rioseco, ciudad castellana, abierta, labradora, en los antiguos campos góticos, en tierra llana, asentada y sedimentada, donde aun habrá, siquiera en los arrabales, alguna de esas glorias sobre que se baraja el tute en las veladas de invierno. Su calle principal, su rúa, más bien el carrejo de una casa de comunidad —Medina la casa—, en que se puede conversar, a través del llamado arroyo —allí seco—, de ventana a ventana o de balcón a balcón enfrentados. Y en Medina de Rioseco cuatro grandes, y grandiosos, templos, como cuatro grandes naves ancladas en la paramera, y el mayor la espléndida iglesia de Santa María, con su altiva torre barroca —lo barroco nos dice barrueco o berrueco, y es berroqueño—, que avizora a la ciudad toda, y en esta iglesia la capilla, ya celebrada, de los Benaventes. Y en esta capilla, entre otras excelencias, aquella representación de las épocas de la vida de nuestros primeros pobres padres, Adán y Eva, a los que acaba, acabada su breve inmortalidad interina, guiándoles a la huesa la Muerte, mientras les toca la guitarra.

Y allí, en Medina de Rioseco, la procesión de Jueves Santo, este año más significativa. Jueves por eminencia santo, por ser el de pasión, con la santidad de ésta y la pasión de la santidad. Iba atardeciendo. Desde la plaza de Santo Domingo, al bajar la procesión, se veía empinada sobre el apiñado caserío la torre de Santa María, sobre el cielo agonizante que empezaba a parir estrellas. Y pasaba el paso de la Dolorosa, de Nuestra Señora de los Dolores, de la Soledad —dolorosa soledad y dolor solitario—, de Juan de Juni. Una de esas castizas Dolorosas españolas, símbolo acaso de España misma, con el corazón atravesado por siete espadas. ¿Serán nuestros siete ríos mayores? El dolor serenado se cuaja acaso en alguna lágrima diamantina que refleja el resplandor dulce de los cirios. Porque allí pasaba a la luz de luces de cera de abejas en velas que llevaban procesionalmente manos de mujeres en fila. Las bombillas eléctricas municipales desentonaban con su cruda luz civilizada. Arriba pestañeaban sonriendo tristemente las estrellas. Atravesó a la procesión un camión. En un paso tocaba en silencio el clarín un legionario romano que precede al Nazareno, vestido de morado castellano, con su cruz a cuestas.

Y estos pasos pasaban por la rúa comunal, familiar. Era la misma procesión de antaño. El anciano cree ver la que vio de niño, y el niño, aun sin darse de ello cuenta, espera ver la misma cuando llegue a anciano, si llega… Y no ha pasado más, ni monarquía, ni dictadura, ni revuelta, ni república. Pasan los pasos. Y los llevan los mozos. Los más pesados los iban a llevar el viernes, también santo, los socialistas, los de la Casa del Pueblo. Casa del pueblo es la ciudad toda, ¿y por qué han de resistirse a la secular tradición sí en nada se opone a la reciente tradición socialista? Acaso el Traidor, el tesorero de los Apóstoles, expusiera las razones económicas que leemos que expuso en el capítulo XII del Cuarto Evangelio, el mismo en que se nos cuenta cómo los sacardotes querían matar a Lázaro resucitado para que no atestiguase. Y luego allí, en Medina, está don Ursinaro, el párroco popular, que dos o tres veces se salió de la presidencia de la procesión para venir a hacernos útiles indicaciones de cicerone.

Cuando íbamos a salir de Medina entraba en ella un rebaño de ovejas. Y luego, entrada ya la noche, mientras dábamos un último vistazo a las lumbreras procesionales, desfilando por las callejas, en lo alto del cielo otro paso, el Carro Triunfante —Orión— arrastrado por Sirio y llevando a las Tres Marías. Paso de la eterna procesión —¿también pasional?— celeste, la que señala horas y siglos de siglos.

Y cruzábamos —¡siempre cruz!— el páramo asentado y sedimentado, la dolorosa soledad serena del páramo, hacia Palencia, hacia el Carrión de Alonso de Berruguete y de Jorge Manrique, el de que “nuestras vidas son los ríos…” Y ¡ay cuando secos! Fatídico y emblemático nombre ese de Rioseco, río seco. “Nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar…” ¿Y no también las estrellas? Que van a dar, ¿dónde? Y pasaran como los ríos y como los pasos de toda pasión humana o divina, en perpetuo jueves santo, mientras la Muerte toca la guitarra, y al son bailan los mortales. ¿Qué mejor podemos hacer? Y quedaran, resonando en el silencio, la cruz y la palabra, la cruz de la palabra y la palabra de la cruz.

Jueves Santo en Medina de Ríoseco; jueves de pasión en el río seco de la paramera castellana, pero bajo una estrellada que es un consuelo. Y el dolor se serena, se depura, en la Dolorosa. La tierra está llena de cielo, y el cielo está como henchido de tierra, y en la soldadura de uno y de otra, de cielo y tierra, en el horizonte, se ve como se cierra nuestro mundo pasajero.

Y es, lector, que alguna vez tengo que hablarte, en comentario perpetuo, no de lo de antes, ni de lo de ahora, ni de lo de después, sino de lo de siempre y de nunca, que ya volveremos a los pasos de la actualidad pasajera, y a bailar al son de la guitarra simbólica,

Discurso de D. Miguel de Unamuno

El Sol (Madrid), 29 de marzo de 1932

MURCIA 28 (12 m.).—Al levantarse a hablar D. Miguel de Unamuno es acogido con una gran ovación.

Ciudadanos, ciudadanas, mujeres y hombres todos de Murcia y de España —comienza diciendo el Sr. Unamuno—: ¡Qué de recuerdos despiertan en les recovecos de mi memoria! ¡Qué de recuerdosse agolpan en mi espíritu al volverme a ver en una tierra como ésta! Yo me acuerdo de que no empecé tomándolas del todo en serio, que procuré dar a estas fiestas un carácter distinto al que tenían. Me parecía que estos Juegos florales, que habían venido de Cataluña y de Valencia, no eran lo que más falta hacía. Me parecía que lo que hacía falta eran cosas vitales y de trabajo. Quizá en eso me equivocaba un poco, porque es muy difícil delimitar lo que es juego y lo que es trabajo, lo que es flor y lo que es fruto; fruto del trabajo, flor del juego. No sé cuál debe ser el preferido. Flor, fruto, trabajo, juego, juego del trabajo, trabajo del fruto. La planta, para nosotros, muere en el fruto, que es lo que nos comemos; pero quizá para ella misma muera en la flor, que es lo último que da. Fruto del trabajo, flor del juego. Es la misma historia del huevo y la gallina. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Yo creo que ni una cosa ni otra, sino una tercera cosa, que fue antes que el huevo y que la gallina.

 

SE TRABAJA MÁS POR LA PASIÓN QUE POR LA ACCIÓN

En aquella época yo estaba cerca de esta ciudad, en Cartagena, hace ya de esto treinta años. Fue la segunda vez que yo actuaba en una fiesta como esta de hoy, en que vuelvo en esta primavera y a esta ciudad de primor que es Murcia, y voy de nuevo a ver las flores y los frutos, el juego y el trabajo.

Es muy cómodo hablar, como hablando de frutos, de acciones. Yo oigo hablar de ellas muchas veces. Unas veces es de Acción Republicana, y otras veces, de Acción Nacional.

Yo preferiría que en lugar de hablar de acciones me hablaran de pasiones. Trabajar, se trabaja más por la pasión que por la acción. Hay tierra y hay palabra, materia y espíritu. La palabra es espíritu. ¿En qué términos? En la concepción cristiana no es acción, sino misión. Su final es la contemplación, no la acción. En la Sagrada Escritura se dice: “En principio fue el Verbo.”

Verbo, que es palabra; por la palabra se hace todo. Acción, acto hecho en el principio. Lo mismo que en la flor, en el principio es muy difícil distinguir el hecho de la palabra, la acción de la pasión. Se habla como de hombres de acción de los que son hombres de palabra, porque ella es su acción. Los que hayan tenido la costumbre, rara en España, especialmente —tengo que decirlo— entre los católicos, de leer con alguna asiduidad el Evangelio, recordarán aquel pasaje en que el centurión de Cafarnáum dice a Cristo:

—Señor, mi mozo está en casa paralítico, atormentado.

—Yo iré y lo sanaré.

—Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techado. Di solamente la palabra y sanará. Yo

también soy hombre de autoridad y digo: Vete, y se va. Ven, y viene. Mando a mis criados, y ellos realizan mis órdenes. En vos confío.

Y Cristo dijo:

—En mi vida he encontrado tanta fe.

Hombre de palabra, mandaba con su palabra. Los hombres de verdadera acción son hombres de palabra, Al mandar es ejecutor de la justicia. El otro, el ejecutante, que es una cosa material, ordinariamente verdugo. Por la palabra se hace la justicia.

 

LA MEJOR PARTE DE LA POLÍTICA ES LA LITERATURA

Vuelvo a donde venía. Vida y acción por la palabra, en la palabra, de la palabra. De la palabra política, política, acaso por oposición a la literatura. Yo no sé si es mejor la política o la literatura; pero sí sé que la mejor parte de la política es la literatura —buena literatura, claro está—. Poesía también es política, siempre que no sea la poesía de los poetas líricos, de esos poetas que dicen todas esas cosas curiosas en doble actividad, no tan doble como parece.

Recuerdo algo que voy a referir hoy y que no todos conoceréis. Cánovas del Castillo fue en sus comienzos literato, novelista, hasta poeta. Cuando era el que llamaban “el Monstruo”, una especie de amo de España, en 1883, escribió la biografía de un pariente suyo, D. Serafín Estébanez Calderón, “el Solitario”, del que decía que era “la única persona de este mundo a quien he pedido auxilio y protección” Como en aquel entonces el gran maldiciente D. Bartolomé José Gallardo tuviera un pleito con Cánovas de! Castillo, dijo que “era un escritor alto, que llevaba camino de ser otro él”, refiriéndose a “el Solitario”.

Cánovas, luego, comentando esto, decía: “No sabría yo hoy mismo cómo pagarle su pretendido agravio. Acaso si se hubiera cumplido, harto más satisfecho estaría yo de mí mismo.” Y él, que decía de Alfonso XIII “mi Rey, y digo mío porque yo lo he hecho”, declaraba con estas palabras que hubiera dado todo por ser otro Estébanez.

Esto hoy se revive. Y es verdad que hace falta quien gobierne. Gobernar, en el sentido recto, directo, dirigir una nave. La nave es el Estado, empleada en metáfora, naturalmente, y aunque alguna vez la metáfora sea muy amplia. Todos conoceréis la de aquel orador francés que decía: “La nave del Estado navega sobre un volcán.” Pero gobernar es dirigir el timón o gobernalle de una nave. Para que la nave se mueva hay que hinchar sus velas soplando con la palabra. Más que al timonel es al hombre de palabra, poeta o profeta de respiración, no de inspiración, al que corresponde el gobierno de la nave. Gobernar con palabras. Homero gobernaba con palabras. Con palabras gobernaba Dante, el más grande forjador de la unidad italiana, en un poema, en un tratado de teología, en otro de política, de política tan profunda como la de la Monarquía.

La labor de Víctor Hugo fue la que más contribuyó a derribar el segundo Imperio. Como las palabras de Carducci, el poeta civil de Italia —porque si no es civil no es poeta—. Es que con la palabra se hace y crea actualmente; ¡como que la palabra es la verdadera acción!

 

CREO EN LAS MURALLAS DE JERICÓ

Yo me acuerdo de que cuando en la frontera lanzaba voces, que eran voces ardientes, voces que a veces eran un apóstrofe a la mocedad española y otras eran en verso, un conocido político, también en la emigración, como yo, me decía:

—¿Cree usted que con esas voces conseguirá algo? ¿Cree usted en la leyenda de las murallas de Jericó?

Y yo le respondí:

—Creo como he creído en las murallas de Jericó, murallas que fueron derribadas con palabras. Como lo que tengo que derribar son bambalinas, basta con el soplo de la respiración.

Y así fue. Y las bambalinas se vinieron abajo. Yo creo que aquellas hojas con palabras encendidas y alentadoras que yo lanzaba entonces desde el otro lado de la frontera han sacado a ésta mi pobre patria entonces de su situación.

Tierra y lengua. Lengua en el más amplio sentido. ¡Cuántas veces hay que unir tierra y lengua, materia y espíritu! Yo, que vivo hace cuarenta años en tierras de Castilla, mirando la paramera, viendo la soldadura del cielo y de la tierra, he sentido el eco del Mío Cid, he sentido la unión del cielo y la tierra. La tierra, llena de cielo, y el cielo, henchido de tierra. Y he visto los atormentados personajes del Freso como hundidos en un barranco en que yo los veía al resplandor de un relámpago, que luego Jehová detuvo un momento para fijarlo en el tiempo. Y al lado del Carrión, el río de Alonso de Beruete y de Jorge Manrique, he oído sus cosas:

 

Nuestras vidas son los ríos

que van a parar al mar.

 

Por esas aguas van las sales de los huesos de los que allí descansan; van al mar, acaso camino de América, adonde fueron sus antepasados. Permitidme también que recuerde, ya que estamos en una fiesta de versos, otros versos, no míos, sino el soneto de García Tassara en el que dice que

 

… su primavera no volverá,

su invierno es eterno,

 

¡No! El invierno no es eterno. Cuando se ha buscado, la primavera es la eterna. Durará lo que nuestra vida y después de nuestra muerte.

 

TODO Y NADA. SIEMPRE Y NUNCA. SÍ Y NO.

Los poetas del cielo soñaron frutos del trabajo, flor del juego en el más alto sentido de la vida. El Hacedor hizo la tierra jugando, y sigue jugando con nosotros. ¡Qué le vamos a hacer, si es cosa de juego! Carducci dijo: “Mejor es trabajando olvidar, sin indagarlo, este noble motivo del universo.” Pero no puede ser; cuando se trabaja, se indaga. Muchas veces nos lanzamos a acciones para acallar voces interiores, voces llamando al último fin, que no es otro que la contemplación, y entonces piensa uno en esas palabras que llegan a extrañarnos por terribles: “Todo y nada.” “Siempre y nunca.” Yo pienso también en estas dos palabras, que son, como aquellas, terribles y extrañas: “Sí y no.”

Ahora, dejadme que en esta devoción mía yo os diga que lo más hondo que puede hacer la tierra y la lengua, carne y espíritu, es hacer patria. Lo mismo que el arado penetra en las entrañas de la tierra, remozándola, para sacarle su fruto, así nosotros debemos también remozar nuestra lengua, la lengua madre, para tener también en ella una hija nuestra. Esto lo sabéis aquí, pueblo de huertanos trabajadores, con sed de agua y de otras comodidades. Después de todo, la flor es con nosotros. La tierra ha tenido que nacer, tierra hija y lengua hija y madre. Hija o madre, es igual.

 

UNA MUJER ES SIEMPRE MADRE, AUNQUE MUERA VIRGEN

Solía ser costumbre en estos actos dedicar unas palabras a las mujeres. No me gusta clamarlas, señores. Lo mejor que se puede llamar a un hombre es hombre. Pues a una mujer, mujer. Estas palabras eran una especie de flores por las que quedaban sujetas a un estado de inferioridad, y se dejaban las cosas serias para los hombres. Hoy, que ya se les ha concedido el voto, ya se les ha concedido todo. Están en las mismas condiciones que nosotros, tienen las mismas características.

¿Cómo voy a ignorar que lo que más puede distinguir a vosotras de nosotros es la maternidad? Toda mujer tiene algo de madre desde su nacimiento. Es siempre madre, aunque muera virgen. Sucede en todas partes, y acaso más que en ninguna en España, donde tan honda y entrañada está la maternidad, que hasta esas mozas sin familia, de esas pestañas largas, pestañas uñas de sus ojos, con las que a veces cogen un mosquito y lo devoran, tienen el sentido del pudor maternal. Lengua, madre o hija.

Lo mismo que los que trabajáis la tierra, deteneos los que trabajáis la lengua.

Yo, que muchas veces he pensado, he creído en los sentimientos de la mujer, creo que ha de ser un momento de una gran dulzura, cuando se llegue al fin de nuestra carrera, poder cerrar los ojos en el regazo de una hija que sea a la voz de nuestra madre y sonreír desde allí a la vida que pasa. ¡Que nos ayudéis, que seáis, verdaderas madres de la patria! Así lo espero. Creo que contribuiréis a hacer con nosotros esta España que nace. Creo en esta primavera en flor. Primavera mejor que cuando llega el fruto. Espiritualmente, la flor.

 

CUANTOS MÁS AÑOS CONTAMOS, MÁS JÓVENES SOMOS PARA EL PASO DE LOS SIGLOS.

Por eso, yo, que me burlaba de los Juegos Florales, a los que llamaba frutales o fructíferos, he venido aquí a decir que quizá no estaba en lo cierto. He vuelto a mi oficio de antaño, que viene de poético, de divagatorio y de político, haciendo a mi manera política, que la política requiere algo de profético. Yo no sé si las palabras que he leído de Cánovas me las tendréis alguna vez que aplicar a mí mismo. Creo que no. Creo que he logrado mis más íntimas apetencias. En esto se engaña también la gente. Hay quien cree de hombres que tienen apetencias de poder, y ellos lo que desean es ser maestros del bien decir. No está en mandar, en “su” mandar, por espíritu de palabra; que su palabra siga resonando después que su boca se cierre y su lengua se pegue al paladar. ¡Aunque cualquiera conoce los repliegues del corazón de un hombre público!

Yo espero volver otra vez a esta ciudad, que más que ciudad es una gran alquería, a la que el mayor encanto que le encuentro es que sus principales monumentos sean los montones de las verduras de su huerta; acaso venga a agitar otros sentimientos y pensamientos; pero por hoy tengo que volver al punto de partida, al fruto del trabajo, a la flor del juego. Vuelvo después de este silencio a la antigua vida. Los años no cuentan; cuentan los siglos de tradición que llevamos en el espíritu. Cuantos más años contamos, más jóvenes somos para el paso de los siglos. Ahora yo, más que nunca, veo y siento la niñez de España. No es la primavera, sino algo más pueril y primitivo. A vosotras, mujeres, que de estas cosas tenéis un sentido más íntimo, os pido que cojáis a España, a la República, que ahora está en su infancia, y hagáis de ella vuestra hija, para que luego, cuando la sintáis como madre, nos reciba también como hija, sobre cuyo seno podamos reclinar la cabeza, sonriendo a la vida que pasa.

Una clamorosa ovación acogió las palabras del Sr. Unamuno.

Sobre el pleito dinástico

El Sol (Madrid), 3 de abril de 1932

En estas mismas columnas apareció el Jueves Santo Una lección de Historia, por el Conde de Romanones, en el que este viejo político liberal comentaba los cambalaches y conchabamientos de la Reina Gobernadora, doña María Cristina, viuda de Fernando VII, con su cuñado D. Carlos —Quinto para los tradicionalistas—, y el conde liberal decía que “si bien por tal camino quedaba resuelto el pleito dinástico, no era menos cierto que resultaba vencida la causa de los que, siendo monárquicos, su monarquismo tenía como base la Constitución y el régimen parlamentario”. Y en aquel artículo aludía el Conde a ciertos “¡dichosos manifiestos!”

¡El pleito dinástico! El tal dichoso pleito nunca lo fue, en rigor, de legitimidad sucesorial, sino de doctrina política. Fue la lucha entre el llamado tradicionalismo y el liberalismo, aquel liberalismo que los espíritus superficiales, a la moda del día que pasa, declararon pecado de moda. Siempre lo creímos así, y nos lo ha corroborado una vez más cierto folleto que se dice “estudio jurídico, histórico y político”, y se titula: El futuro caudillo de la tradición española, y está escrito por D. Jesús de Cora y Lira, del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Folleto en que este tradicionalista de la tradición borbónica carlista —porque hay una tradición, acaso tan antigua, liberal— pone bien en claro el tal pleito.

Pues a vueltas del Reglamento de Felipe V. duque de Amjou, y de todo eso de la ley sálica, y si se ha de preferir para la sucesión a los varones, sin excluir por ello a las hembras, y a vueltas de la Pragmática de Fernando VII —tan odiado por los carlistas como por los liberales—, se traen palabras del primer duque de Madrid, el Carlos VII de ese tradicionalismo, en que decía que si “la dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial estuviera llamada a extinguirse, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás”. ¿Y en qué fundan esos tradicionalistas del carlismo la ilegitimidad de la rama procedente de Isabel II, la que pretende ahora conchabamientos con los leales del viejo Alfonso Carlos I, que así le llaman? No en términos de derecho sucesorio, sino en que ha pactado con la Revolución —¡vaya revolución!—, con el liberalismo, que es pecado, por ser el complejo de todas las nefandas herejías modernas, las condenadas en el famoso Syllabus de Pío IX.

Bien claro se le dice allí al nieto de Isabel II que aunque se arrepienta… “¡Qué dicha, qué gloria para todos, qué satisfacción para la Iglesia, ver a un arrepentido —y más si es un príncipe— atravesar las puertas de un monasterio buscando un refugio piadoso donde hacer penitencia, en pos de un consuelo y de una reconciliación!” Sí pero, “no pensará nadie —prosigue— que ese hipotético arrepentimiento… ha de tener otro premio y otra recompensa que el perdón de nuestro Señor. Si del arrepentimiento hubiera de seguirse un bien material y terreno habría una habilidad, pero no el dolor profundo y sincero del arrepentido.” Y he aquí al nieto de Isabel II, al que ha querido acaso casar la tradición carlista con la liberal, rechazado por ambas y a culpa de habilidades.

Y viene la descendencia del hábil, y habla el folletista de “la culpa de los padres”. ¿Cuál la de los hijos, pobrecitos infantes? “Los hijos que nacen —escribe— de uniones ilegítimas no son responsables de los hechos de sus padres; pero siempre llevan grabado el estigma de sus progenitores; los que padecen enfermedades específicas o alcohólicas suelan engendrar seres llenos de alifafes y de lacras, y, sin embargo, no tienen éstos culpa de los vicios de los autores de su vida.” Así el Sr. Cora. ¿Y cuál la culpa de los padres de esos infantes hoy proscritos? ¿Cuál otra que el terrible pecado original de la civilización moderna, revolucionaria, el liberalismo?

El folletista, refiriéndose nominativamente a D. Juan de Borbón y Batenberg, nacido en 1913, y a su hermano D. Gonzalo en 1914, pues a los otros dos los excluye por obvias razones pasándolos en piadoso silencio dice que no se sabe que hayan abjurado, y edad tienen para ello de la culpa de sus padres, y añade: “Si los principios revolucionarios son un error condenado por la Iglesia, de que deben acusarse los que los profesan, ¿cabe duda de que por las respectivas (culpas) de esos Infantes, se incurrió en las sanciones religiosas como pecadores y herejes?” ¡Pobrecitos Infantes pecadores y herejes! Enfermedad la de la herejía liberal, mucho más grave que las meramente carnales que hayan podido heredar los otros. Que no hay hemofilia ni sordera peor que las del liberalismo. Y el liberalismo más grave el de habilidad, el maquievélico, como el de Fernando VII de 1820 a 1823, pues es pecado contra el Espíritu Santo para el que, según el sagrado texto, no hay perdón. Graves, sí, gravísimos los liberalismos todos, pero el más grave el hábil, pues resulta que por confundir el haber con el deber la habilidad se vuelve debilidad. ¡Terrible el liberalismo en que hemos sido engendrados tantos españoles del siglo de las luces revolucionarias! El que esto escribe oyó estallar en su casa las bombas de los carlistas, y lleva en su sangre la herejía consentida.

Miremos, pues, lo que hay debajo de este pleito que se dice dinástico, y como los conchabamientos entre Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena y Alfonso Carlos de Borbón y Este no lograrán casar el liberalismo con el carlismo, ni menos restaurar la Monarquía, definitivamente, creemos, perdida, y más la absoluta, que una y otra tradición, la liberal y la carlista, rechazan de consuno. Y veamos cómo la cura del llamado ahora cavernicolismo —de derecha o de izquierda— no está en confusionarias novedades de moda, sino en el tradicional, genuino y castizo liberalismo español, herético, al que le falta aun por sacarle mucho jugo la República. Y que no es ni de izquierda ni de derecha —¡fatales términos de cajón!—, sino de frente y de cara al sol de mañana.

Actuación y situación políticas

El Sol (Madrid), 7 de abril de 1932

¿Que te aconseje en qué juventud has de situarte, o sea en qué partido te has de matricular? ¡A buena parte, muchacho! Porque tú andas al husmo de la brisa —o ventarrón— que pasa, y a falta de vocación buscas colocación. Lo que es muy natural y muy histórico; pero ¿llamarme a consejo a mí? Vamos, sin embargo, a hablar de eso que llaman política en sentido diferencial, estrecho o, si quieres, técnico.

Hasta nueve partidos, o mejor clientelas, republicanos gubernamentales —que aspiran a gobernar desde el Poder, entiéndase— conocemos, y que son —los cito en un orden cualquiera—: socialista, radical-socialista, radical, federal, acción republicana, al servicio de la República, republicano conservador, liberal-democrático y progresista. Sin que asegure que no dejemos fuera algún otro partido o cacho de él. Y que dan, claro, los que llaman extremos, ya de izquierda, ya de derecha, según esta tan cómoda clasificación espacial. Y especial. ¿Sus diferencias programáticas? No seré yo —¡líbreme Dios!— quien me atreva a señalarlas. Les temo, además —llevo más de cuarenta años de catedrático oficial—, a los programas o prólogos, ateniéndome mejor a los metagramas o epílogos. No el “¿que venimos a hacer?” de apertura de curso, sino el “esto hemos hecho” de cierre de él. Yo no sé bien en qué se diferencian ideológicamente unos de esos partidos de los otros, ni sé si sus partidarios lo saben. Acaso los federales, que tienen su Corán y su Mahoma. Aunque hay que decir, en su abono, quee son los más consecuentemente liberales. Y todo lo demás de derechismo o izquierdismo no son más que vaciedades.

Y vamos a lo de situarte. Habrás leído que uno de los caudillos de uno de esos partidos dijo una vez esto: “Yo estoy donde estaba.” Lo cual es cosa de situación y no de actuación, es cosa de estar y no de ser. Habría sido cosa de ser y no de estar si hubiera, dicho: “Yo soy el que era.” Y para seguir siendo el que se era es preciso muchas veces dejar de estar donde se estaba. Porque —tengo que repetírtelo— actuar no es situarse, ni la actuación es situación. Ni es conveniente sacrificar la esencia a la estancia, el ser al estar. Y en cuanto a esto mismo del ser…

Permite que te cite —y no me lo tomes a pedantería de profesional de helenismo —aquella admirable y honda sentencia de Píndaro cuando decía: “Hazte el que eres.” ¡Hazte el que eres! Porque lo que se es, es un producto del hacerse, de lo que uno se hace. Cada espíritu humano es un hecho, y un hecho en gran parte de sí mismo. Cada cual es su propio hecho y su propio hacedor, (Acaso convendría desgajar el término hechor de sus compuestos bienhechor y malhechor, y decir que uno es su hecho y su hechor.) Cada espíritu humano es un hecho —no un suceso— histórico y un hacedor histórico. Y la Historia no es un punto estático, sino una línea dinámica. Línea que no es menester que sea recta. Es más viva una curva esférica, o elíptica, o parabólica, o hiperbólica, o espiral, o como sea. Lo que hay que conservar es la línea. La consecuencia lineal es tan consecuente como la puntual, y es más viva. Consecuencia, bien lo sabes, supone secuencia, seguimiento, y lo que se está, lo puntual, no se sigue. Estar, pues, donde se estaba no es consecuencia, sino paro. O parada.

Me dirás que tú todavía no te has hecho, no te has podido hacer. Y que es precisamente lo que buscas. Pero para ello lo que tienes que hacer es actuar y no situarte. Y actuar en tu caso y a tu edad es, sobre todo, pensar. Déjate, pues, de programas de partidos y piensa la democracia, y la conservación, y la tradición, y el radicalismo, y el progreso, y la sociedad y el liberalismo…, piensa la Historia. No la concepción materialista de la Historia, sino la Historia misma. Y aunque me acuses de paradojista, o de conceptista, te diré que es mejor darse a la concepción histórica de la materia, o sea de la realidad exterior.

Ya sé, ya sé lo que me dirás, y es que en este sentido que soléis llamar idealista, y que es el más realista de todos, te sientes llamado, te sientes con vocación a los ideales que se llaman extremos, al comunismo una veces, al fajismo otras. Acude, pues, a tu vocación y piensa la Historia conforme a ella, que ya se enderezará tu pensamiento. Aunque ello, claro está, te impida situarte. No comprendo una juventud gubernamental como no sea la de los meritorios. Y esto, bien lo sabes, no es cosa de vocación, sino de colocación.

Piensa nuestra historia, la historia española contemporánea, piensa la historia de nuestros partidos y sentirás cuan vacía de sentido histórico está. Y que los partidos que se llaman por antonomasia históricos son los menos históricos. Y te darás cuenta de cómo lo más propio del republicanismo histórico ha sido conservar la Monarquía, y cómo ésta cayó al empuje de otras fuerzas menos puntuales. Porque el republicanismo histórico estaba frente a la Monarquía; estaba, pero no era; se situaba más que actuaba. Porque no puede llamarse actuación a aquellas pobres conspiraciones sin verdadera respiración. La historia del republicanismo apartaba a la República de la historia de España. El partido republicano era una situación.

Claro está que no he de pretender mostrarte a esa novena de partidos en una línea de derecha a izquierda o de delante a detrás, pues sería acaso más adecuado presentarlos ramificados y hasta con entrecruzamientos de las ramas. Y en cuanto a más o menos radicales, como radical viene de raíz, habría que averiguar cuáles son las raíces de una concepción política. De que hay que arrancar algo radicalmente, de raíz, se ha sacado un arranque radical, como de la frase de que falta materialmente tiempo, se ha sacado el disparate de que falta tiempo material. Y en todo caso, distinguir palabras es distinguir conceptos.

Con esto, según ves, no tiro tanto a marcarte un método de tratar los problemas políticos como un estilo de tratarlos. Y si me dijeres que esto no pasa de literatura política, te diré que lo otro, si es algo, es política literaria. Total: ¡empate! Que así actúo sin tener que situarme. Y procuro actuar aclarando con el lenguaje el pensamiento de historia.

La consumación de los tiempos

El Sol (Madrid), 10 de abril de 1932

Otra vez más, dejando gacetillas de la actualidad que pasa, nos es menester asomarnos a documentos de la posibilidad que siempre queda. Y hacer esfuerzo por penetrarlos. Mucho importa la limpieza de sangre y de intención, pero importa más acaso la limpieza de pensamiento y de razón. Y es el lenguaje el que los limpia.

El liberalismo es un método —y no solo de gobierno— y a la vez es un estilo. Todo método es estilo, y todo estilo es método. Camino para recorrer el viaje sin fin y sin posada última. Y el liberalismo es un método, es un estilo espiritual. Liberalismo es espiritualismo. Espiritualismo, mejor aun que idealismo. Que hay idealismo materialista. Y mecánico. Espíritu no es máquina. Historia no es mecánica. Y si se dijo que el progreso lo hacen las cosas y no los hombres, es que no se quiso ver que la cosa suprema es el hombre movido de hambre de libertad. Si hay una doctrina sedicente, concepción materialista de la historia, mas no sería sino muy atinado hablar de una concepción histórica de la materia, que hasta la física entra en la psicología, o sea, la naturaleza en la historia. ¿Biología? No, sino primera biografía. Pero parémonos a esto de -logias y -grafías.

La biología guarda con la biografía poco más o menos la relación que la geología con la geografía —la humana, se entiende—, o que la cosmología —producto escolástico y abstracto— con la cosmografía. A la sociología, también escolástica, podríamos oponer una sociografía, que no es sino la historiografía. Y lo que se llama teología, cuando es algo vivo, humano, espiritual, histórico, es propiamente teografía, descripción del Dios de los dioses que nos hemos pensado. La biología quiere hacer del hombre una cosa, una cosa sujeta a la necesidad de vivir; pero la biografía nos le muestra un hombre, un hombre dueño de la libertad de pensar. Y sobre todo de pensarse. Y la libertad de pensar y de pensarse —que no hay que confundir con el vulgar librepensamiento a compás y escuadra— es el cimiento del liberalismo, método y estilo.

¿Que el liberalismo pasó ya de moda? Nunca fue de ella. El liberalismo ni es ni ha sido cosa de moda. No es moderno, de ninguna época, sino de siempre, sempiterno. No es su prez modernidad, sino sempiternidad. Y con ello, aboriginalidad. Porque lo que es siempre, sempiterno, es lo aborigen, lo originario de una historia cualquiera. Que no son propiamente aborígenes los prehistóricos —si es que los hay—, los meros salvajes, los hipotéticos trogloditas que no se pensaban de tal o cual pueblo, con su propia tradición. Ya en el totem alboreaba la libertad de pensamiento. Y el bisonte mágico de la cueva de Altamira apenas si tiene que ver con el bisonte de carne que hartaba las tripas de aquellos cavernícolas ibéricos. Los que pintaron aquellas pinturas eran ya liberales, Los otros, los no liberales, se reducen a besar las pinturas que hicieron aquéllos. Para éstos, para los no liberales, las creaciones del espíritu, del pensamiento libre, se convierten en fetiches y amuletos. El que herró su caballo para mejor poder cabalgar en él, no recoge la herradura, ya roñada y rota, para que le sirva de amuleto. Ni el que se crucificó hace de la cruz un fetiche. Es decir: un hechizo. El liberalismo, sempiterno y aboriginal, rechaza toda hechicería.

¿Tradición? ¿Habrá que repetirlo otra vez? Tradición —traditio— es trasmisión, y la trasmisión no es lo trasmitido —la traditio no es lo traditum—, como la producción no es el producto. Y trasmisión que no cambia trasmitiendo lo trasmitido es cosa muerta, servil. ¿Tradición de libertad y de liberalismo? De siempre que hay historia. Y lo es en España desde que hay España, toda la de antes de Recaredo, como lo es toda la que siguió a éste y en entrañada continuidad. Que tradición es continuación. Felipe II fue, en el fondo, tan liberal y, en rigor de dialéctica, tan hereje como los arrianos visigodos. No le valió al Pontificado, sino que se valió de él el hijo del Emperador, que ordenó al Condestable de Borbón la entrada en Roma, a que se siguió el saqueo. Y los Borbones, aun en la tradición de Luis XIV de Francia —“el Estado soy yo”—, civiles, esto es, liberales, aun a su pesar. Entre ellos el gazmoño Carlos III. El ultramontanismo fue en España ultramontano, de allende los montes. Y aun en doctrina —en doctrina doctrinaria— el ultramontanismo español, lo que luego se llamó integrismo, nos vino de Francia. Y es muy significativo que a apoyar con las armas el absolutismo de Fernando VII, el genuino rey absoluto de España, vinieran los cien mil hijos de San Luis. De San Luis de Francia, ya que no le apoyaran los hijos de San Fernando.

Lo que se llama ordinariamente tradicionalismo es una doctrina dogmática, esto es, cuajada o solidificada y sin fluidez. Sus postulados doctrinales son otros tantos témpanos, cuajarones de hielo. Y los témpanos, el agua helada y solidificada, pesan menos que el agua fluida y corriente. El agua corriente de un río pesa más que el hielo y corre mejor sin perder su continuidad la vena. La presa de un molino detiene a los témpanos, pero pasan sobre ella las aguas vivas. Y en saltos mueven turbinas. Por otra parte, los témpanos del tradicionalismo dogmático son arrastrados por la corriente viva de la historia, que los trasporta y que a la vez los va derritiendo por su base. Entre nosotros, en España, el tradicionalismo tradicional está continuamente socavado por el liberalismo, tan tradicional como él. Y de aquí que el puro, el neto, sea cada vez más un bicho raro. Un ser fantástico soñando siempre en un siglo futuro que siente que no ha de venir sino en la consumación de los tiempos, en la fin del mundo.

Aniversario de la República. Un discurso de D. Miguel de Unamuno

El Sol (Madrid), 15 de abril de 1932

SALAMANCA 14 (11 n.).—Uno de los actos más brillantes celebrados hoy ha sido el organizado en la Universidad por los estudiantes. Primeramente, el estudiante don José Carrasco pronunció breves palabras, recordando la intervención de los escolares en el advenimiento de la República.

El gobernador civil, Sr. Joven Hernández, dijo que en estos momentos se sentía y consideraba un alumno más, y que venía a escuchar con recogimiento al maestro Unamuno. Saludó a los estudiantes que le habían invitado a tomar parte en el acto. Agradeció, en nombre del Gobierno de la República, el homenaje que se la estaba tributando.

Habló después D. Miguel de Unamuno. Al levantarse el sabio profesor, el público, puesto en pie, le tributó una gran ovación, oyéndose vivas a Unamuno, a la República y a España.

El Sr. Unamuno pronunció el siguiente discurso:

Señoras y señores, estudiantes de España: Al venir a conmemorar el primer aniversario del advenimiento de la República en España en esta santa casa (no hay santidad como la del estudio y de la investigación científica); al venir a esta Universidad, en esta escuela salmantina, me conviene hacer un brevísimo, muy breve examen de conciencia; una breve, brevísima revista histórica.

Fue en 1890 —pronto hará cuarenta y dos años— cuando llegué a esta Universidad salmantina. La encontré, como la ciudad toda, hondamente perturbada por luchas de carácter político; político, y hasta cierto punto profesional. Acababa, de morir un prestigioso profesor de esta casa, a quien no pude conocer; y acababa de morir fuera del seno de la Iglesia católica, en que había nacido y vivido, lo cual dio lugar a ciertas modificaciones en su entierro, que no fue acompañado por todo lo que ordinariamente ha acompañado aquí a los profesores de esta escuela. Y trajo esto una profunda división, una lucha, no ya entre los maestros y alumnos, sino que se extendió a toda la ciudad. Cuando yo llegué, tomé parte en aquella lucha política, que vivían entonces profundamente las masas, los escolares, los ciudadanos todos de Salamanca.

Naturalmente que esto no tenía repercusión en las calles. Todos pueden decir que ninguno de nosotros, absolutamente ninguno, aprovechamos jamás la cátedra, santidad que todos respetábamos, para propagandas de cierta clase. Por aquí han pasado toda clase de gentes: sacerdotes, regulares, hasta algún obispo he tenido en mi clase. Jamás nadie podrá decir que dentro de la clase se hicieron propagandas de ninguna índole.

Como os digo, vine en época en que estaba hondamente conmovida la ciudad. Y tomé parte en la lucha, no sólo en aquella lucha, sino que, a poco de llegar, me incorporé al movimiento obrero. Y vosotros sabéis que tanto como esta casa y mi cátedra ha sido una de mis tribunas la Casa del Pueblo, instalada en el Arco de la Lapa, y en ella yo he ido dejando grandes pedazos de mi alma. También sabéis que si alguna vez llegaron a ocupar esta tribuna elementos obreros, fue en mis tiempos, para que se oyera su voz, que nos aleccionara, porque ellos saben de otras lecciones que nosotros ignoramos.

Vino luego aquella época de hondo recuerdo en que fui elevado al Rectorado de esta Universidad. También entonces empezaron las luchas, y por cierto me encontré con que regía la diócesis un obispo, con el que me enfrenté en las luchas algunas veces. Nos arreglábamos bastante bien. Y eso que no dejaba de haber ciertas gestiones para ver si me podía apartar de este puesto no por otra causa que la de mi herejía. Sin embargo, hay que decir que gracias a la prudencia o a la sagacidad de doña María Cristina de Habsburgo y Lorena no llegó a haber más cuestiones personales. Entonces, en todo el tiempo que yo estuve rigiendo esta Universidad, había una gran neutralidad oficial. Cada cual acudía a los actos conforme a sus convicciones. Yo no acudía a ninguno de ellos. Y ved cómo cuando yo llegué había una lucha por si el enterramiento de aquel ilustre profesor iba a cumplir o no el rito. Siendo yo rector, fallecieron fuera del seno de la Iglesia dos doctores de esta casa. El Claustro de esta Universidad asistió a dos entierros civiles.

Continuaba la lucha, y continuaba yo fuera de aquí, prosiguiendo la batalla que había comenzado, cuando vino aquel hombre a quien quiero recordar, y a cuyo lado me senté alguna vez en este mismo sitio, cuando pronunciaba algún discurso que redacté yo. Vino después el pleito de las responsabilidades. La diferencia fundamental entre un régimen monárquico y un régimen republicano es que la soberanía sea o no sea responsable. Y yo oí de labios de aquel a quien me he referido que estaba dispuesto a renunciar a todo y hacerse responsable. Era un pleito de responsabilidades. Para defender la irresponsabilidad, la trágica irresponsabilidad, vino la Dictadura. No bien se estableció en nuestra patria, me encontraba yo en una ciudad castellana, en Palencia, y cuando casi todo el mundo, de un lado y de otro, la recibía con cierto regocijo, el mismo día me alcé contra ella. Me bastó ver aquel manifiesto en que se hablaba de orden y castas. Castas, no. Un pueblo libre no puede estar sometido al dominio o a la dirección de una casta cualquiera o de una clase social, económica o profesional. Castas, nunca. Me levanté y empecé una lucha contra la Dictadura, que pretendía guardar la responsabilidad del Monarca; que, en realidad, trataba de establecer su propia irresponsabilidad.

Y vino aquel día, para mí inolvidable, en que salí de esta ciudad, a consecuencia de uno de aquellos escritos, en que procuraba levantar el ánimo de los ciudadanos españoles y, sobre todo, de la juventud española, en la que esperaba más que en nadie, porque sentía dentro de mí el renacimiento de la juventud, ya lejana. Nunca olvidaré aquel 21 de febrero de 1924, cuando fui arrancado de mi casa, a los cincuenta años justos del día en que también en mi hogar en Bilbao, caían las primeras bombas de los carlistas. Nunca olvidaré aquel día… Nevaba; salía de esta ciudad, de esta Universidad, escoltado por el cariño y por el aplauso de los estudiantes de Salamanca, a los que había contribuido a formar su vida. Y allí desde el destierro, primero en aquella bendita isla de Fuerteventura, que siempre recordaré con gran emoción; después, en París; luego, en la frontera, dando vista a la montaña de mi nativa tierra vasca, y más tarde aquí, continué esta lucha, continué siempre esperando en vosotros, esperando siempre aquel movimiento, que cayera aquella decoración. Porque no era más que una decoración.

Bastó la voz de la juventud española para derribar completamente aquella decoración. ¿Quién no recuerda las luchas estudiantiles en Madrid y en toda España? ¿Aquello que se llamó el artículo 53, en que se trataba de establecer, no la libertad de enseñanza, sino un privilegio?

La lucha en derredor del art. 53, en que se formó la división entre los mal llamados estudiantes católicos y los otros (esto de los estudiantes católicos nació en tiempos de Silió, cuando se trataba de la autonomía universitaria, entendida de un modo que acaso hubiera mantenido la verdadera libertad de la Universidad española); aquella lucha tomó algunas veces caracteres harto violentos, y pasó el tiempo. Cayó aquella primera Dictadura, que fue sustituida por otra, más blanca, acaso más transigente. No olvidaré nunca aquel 21 de febrero de 1924, enlazado con el día en que, casi por la misma fecha, volvía a entrar, acompañado por el latido de vuestros corazones y de vuestro entusiasmo, en esta ciudad, en esta santa casa, para reintegrarme a mi magisterio de la enseñanza. Esta casa, en la que se habló tanto de tradición —se habla muy bien—; pero la tradición de esta Universidad, a pesar de que se la llamó, por unos, “fortaleza de la ignorancia”, y por otros, “ciudad fantástica”, la tradición de esta Universidad no es sino de lucha, de encuentro de opiniones.

Aquí fue perseguido por la Inquisición fray Luis de León. Aquí hubo enconadas luchas continuamente. Aquí no hubo nunca un dominio absoluto de ninguno los bandos. Aquí —hay que decirlo— no se consiguió establecer unificación. Salió de aquí un Muñoz Torrero, sacerdote, que fue presidente de las Cortes de Cádiz en 1812, y ésta fue siempre una cátedra, una escuela combatida por grandes disensiones. En la antigua capilla de la Universidad, las pinturas de cuyo retablo están hoy en la catedral vieja, vi un cuadro que representa a Santa Catalina, y está toda ella desgarrada por una rueda de cuchillos y navajas. Así es la vida de todo el que se dedica al estudio y a la investigación. Así es la lucha de todo centro donde hay una verdadera vida intelectual. Hoy también hay una lucha, y ahora tengo que deciros una cosa, que es de reconocimiento: llevamos un año de régimen republicano, y aun cuando yo, por otros deberes, he estado alejado de esta casa y no puedo estar aquí con frecuencia, porque estoy disfrutando un pequeño enchufe… (Risas.), he podido enterarme de todo lo ocurrido en este año, de todo cuanto ha pasado en este primer curso de la República.

La asiduidad, la regularidad, la asistencia de los estudiantes ha sido ejemplar, como no había ocurrido nunca. En días tradicionales, en que por retozos de mocedad se iban por ahí los mozos, a jugar, este año se ha entrado regularmente en clase.

Y aun diré más. En una de aquellas alteraciones, tan frecuentes en la Facultad de Medicina, una vez, un poco encolerizado, me revolví contra un grupo de estudiantes, y les dije que llevaban zamarra y que tocaban la bandurria. Y casi todos ellos eran de la misma región. Pues es sabido que aquello ha desaparecido hoy y que de aquella región son los que más se han distinguido por su amor a la Universidad.

Y ahora quiero recordar también unas palabras que pronuncié aquí el primer día de este curso y que tuvieron una cierta repercusión en toda España, y aun fuera de ella, sobre todo en los oídos de cierto señor, al que me consta que le hicieron impresión. Aquí, cuando se abrió este curso, hablé en nombre de “Su Majestad España”, y como las gentes se apegan a ciertas palabras nada más que por un valor tradicional que tienen, no entendieron bien lo que yo que yo quería decir con “Majestad”. Saben los que tienen algún conocimiento de Humanidades, que “majestad” es “mayestad”, es “mayoridad”; es decir, lo que está por encima de todo y corresponde a la soberanía. Y al decir “Su Majestad España”, quería decir que hoy no hay majestad, que no hay más soberanía que la de España, que la del pueblo español. Es lo que se llama la soberanía popular, por la cual todos, en cuanto tengamos conciencia de ciudadanía y de españolidad, todos somos soberanos.

Decía Cristo: “El reino de Dios está en vosotros.” Y yo os digo que la República de España está en vosotros. No está fuera de nosotros, ni está sobre nosotros, sino que está en nosotros. (Muy bien. Aplausos.)

Pero esta soberanía del pueblo español, esta soberanía que ha recobrado España, no es irresponsable. Ninguno de nosotros somos irresponsables. Al contrario. En virtud de esa otra soberanía somos mucho más responsables, y pesa sobre todos una responsabilidad muy grande. La soberanía es responsabilidad, y es disciplina. Disciplina —vosotros lo sabéis— viene de “aprender”. Enseñando se aprende…, ¡ah, naturalmente!, y aprendiendo se enseña. Yo he enseñado aquí a generaciones de muchachos de esta nuestra España. Pero ellos me han enseñado a enseñarles. Y al enseñarme a enseñarles, me han enseñado a aprender.

Yo, pues, que he aprendido con vosotros a enseñar, os digo que tenemos en nuestras manos a España, y no podemos entregarla a una Dictadura irresponsable, o a una oligarquía, o a unas castas, o a una clase, o a un partido. No; tenemos que hacer que se salve. No salvándonos nosotros, sino salvando a los demás. Todos somos corresponsables. Todos tenemos la responsabilidad del momento. Espero, pues, que de esta santa casa salga, merced al régimen republicano, la conciencia de la responsabilidad de España ante la Historia.

A nuestra España le queda todavía una labor que hacer. Vosotros, cultivando el estudio y la ciencia, haréis que se ensalce su prestigio. Yo espero que la reponsabilidad, la disciplina, que corresponden a nuestro deber, hagan que España cumpla su misión de difundir la libertad, la justicia, la hermandad y la fe por el mundo entero.

Y ahora, refrescados por esta fiesta, volved al trabajo. Trabajar es orar. El que da con el mazo, ruega a Dios. Y Dios le oye. Asentemos una República de hombres libres, responsables y disciplinados, y como decía Cristo, hagase la luz, para que podamos encaminar al fin a esta España por un camino de gloria.

Al terminar su discurso, el señor Unamuno fue objeto de una clamorosa ovación y de entusiastas vítores.

Unas cuartillas de D. Miguel de Unamuno

El Sol (Madrid), 15 de abril de 1932

SALAMANCA 14 (12 n.).—Mañana publicará “El Adelanto” las siguientes cuartillas de D. Miguel de Unamuno:

Hoy hace un año, acabábamos de llevar al concejo del Municipio de Salamanca una mayoría reblicanosocialista, y la habíamos llevado en medio del estupor de los más de los ciudadanos, del estupor de los mismos que lograron el triunfo. Con ello se volvió a una tradición de este Concejo, en el que, cuando yo llegué acá, hace cuarenta y dos años, todavía dominaban los republicanos, más aun que por el número, por el esfuerzo. De lo que desde entonces a hoy, en este año, ha pasado, y de lo que ha quedado, no es hora de hacer el balance. Los árboles nos impiden ver el bosque. Es menester cierta lejanía para contemplar la Historia. Pero para sentirla, no hace falta lejanía. Se la siente mejor en el seno vivo y palpitante de ella misma. Y, por lo que hace a la Historia que estamos viviendo, a la de este primer año de República, que fina hoy, hay que decir que emoción republicana, lo que se llama así, no es concepción republicana. La concepción pide distancia. La emoción exige tope.

He oído muchas veces narrar aquí, en esta ciudad, cuna de mis hijos y de mis obras de espíritu, los fastos de aquella revolución de 1868, tal como aquí se hizo, y los de la República de 1873, en Salamanca; aquel pintoresco, ingenuo, candoroso y limpidísimo cantón salmantino, y los méritos de sus hombres, algunos de los cuales tan gran parte tomaron en los destinos públicos de toda España. Y espero que cuando hayan pasado otros sesenta años, los salmantinos que nos sucedan, al recorrer la crónica local de este año que acaba, sientan por nuestra historia la misma ternura que sentimos al recorrer la crónica de aquellos honrados, sencillos, candorosos, nobles ciudadanos de la Salamanca de entonces, que es la de siempre. Y ésta será nuestro gloria.

Miguel de Unamuno.

Salamanca, 11 de abril del 32.

Nuestra España

El Sol (Madrid), 17 de abril de 1932

¿En qué recodo de esquina de España hallar sosiego seguro en estos nuestros tiempos seglares que se amontonan entrechocándose? Sosiego para recobrar huelgo, y después… ¿Después? ¡Sosiego! ¡Qué palabra tan nuestra, tan castellana!, de las que se paladean. “¡Sosegaos!”, solía decir Felipe II de España, el Prudente, a los que se estremecían ante su mirada de acero limpio y dulce. “¡Sosegaos!” Sosiego el del cartujo que se aceita para el viaje sin fin y se olvida, en puro pensar en ello, de que tiene que morirse, y le deja el orujo al cerdo —o al jabalí—, empeñado en hozar trufas en tierra. ¿Dónde hoy el sosiego íntimo en España? Que el sosiego no es fiesta, ni menos festejo, no es esparcimiento, sino recogimiento. El sosegado no se esparce, sino que se recoge. En la fiesta suele haber desasiego, que se trata de ahogar con la fiesta misma. El silencio del sosiego bizma al ánimo como no le bizma la música de la fiesta. Y si la muerte llega, según el inmortal coplero, “tan callando”, es porque con su silencio nos briza para el sueño de la eternidad. ¡Sosiego seguro y silencioso! ¿Dónde encontrarlo hoy?

¿Dónde? ¡En el seno mismo de la batalla inacabable! Pasé más de una docena de años de mi apretada mocedad trabajando en una obra, en una especie de epopeya de la guerra civil que brizó los ensueños civiles de mis años mozos, a que titulé Paz en la guerra, y dentro de aquel trabajo, que era también, a su modo, una guerra, hallé paz y el contento que la paz ganada en guerra trae consigo “Hay que trabajar, nada más que trabajar”—“Il faut travailler, rien que travailler”— le escribía el gran escultor Rodin al gran poeta Rilke. ¿Nada más que trabajar? Pero es que el trabajar, cuando no es trabajo servil, cuando no es maldición del Altísimo, es más que puro trabajo que busca fruto externo. Es rezo y es sumersión en las aguas del misterio del destino. Dar con el mazo es rogar a Dios y pedirle luz.

Porque otro poeta, el gran poeta civil de la Italia unificada, de la tercera Roma, Josué Carducci, dijo: “Meglio oprando obliar senza indagarlo questo enorme mister del universo”; esto es: “Mejor obrando, olvidar sin indagarlo, este enorme misterio del universo.” Obrar no es propiamente trabajar tan sólo, pues hay trabajos que se emprenden sin esperanza de rendir obra. Y son trabajos de desesperación, de maldición. Pero ¿es que cabe obrar, conseguir obra, crear algo, sin indagar, por el mero hecho de la operación, este enorme misterio del universo? ¿Es que todo trabajo fecundo no es una indagación de misterio? ¿Es que quien pone toda su conciencia en su propio trabajo, en el de su vocación, no está indagando el enorme misterio de su propio destino? Y en este trabajo se halla sosiego. Como la eternidad no está fuera del tiempo, sino en sus entrañas, así la paz está en las entrañas de la guerra y el sosiego en las de la revolución. Y he aquí cómo al revolver de los años, cuando voy frisando en los sesenta y ocho, me revuelvo a las meditaciones de cuando entraba en mis veinte en aquel mi Bilbao palpitante de los ecos de la contienda civil entre dos tradiciones españolas. Y la contienda sigue. Y sigue la guerra. Pero sigue también la paz.

¡Sosiego! ¡Sí, sosiego! En este trabajo, por ir haciendo la historia de nuestra España —nuestra si la hacemos nosotros—, cada uno según su vocación y su profesión, yo, procurando aclarar con la limpieza de nuestro lenguaje la limpieza de la obra que estamos obrando, en este trabajo, por ir haciendo la historia de nuestra España, el sosiego está en contemplar, en momentos de silencio y seguridad, la Historia ya hecha, en contemplar nuestra obra. ¡Y esto sí que es una fiesta del alma eterna! ¿Que aún queda por hacer? ¿Y quién nos quita ya lo hecho?

Seguimos haciendo a España, que es obra sin fin y obra de continuidad. En cualquier tarea que se nos presente, que nos imponga la Providencia divina, por ejemplo, en lo que se llama la reforma agraria, no se trata sólo, ni aun primeramente, del bienestar material y terreno del pueblo trabajador, se trata de ir formando a la patria para su último destino histórico. Y así, en el caso de esta reforma, se trata de una obra que cuadra al pueblo español como tal. Y aquí, donde vivo y escribo esto, al pueblo castellano. Y pienso, al contemplar las sosegadas encinas, flor de la roca, de los campos que ciñen a esta ciudad gloriosa de Salamanca, encina plateresca y arenisca también, pienso que en generaciones venideras puedan los nietos de nuestros nietos, al pie de esas encinas, no taladas por la ciega codicia de los roturadores, gustar sosiego pensando en nuestras obras de reforma.

Sí, disturbios, cargas, huelgas, atracos, refriegas… e infundios. Y ¿dónde y cuándo no? Lo que no excluye, sino que más bien incluye la íntima paz, la que cimenta la guerra, el sosiego entrañado. Y merced a esos inevitables disturbios, se nos va aclarando el enorme misterio de nuestro providencial destino histórico. Porque nunca hemos pensado más los españoles en lo que ha sido, en lo que es, en lo que será, en lo que podrá llegar a ser España —pensar en lo que pudo haber sido no es sino ocioso desvarío—, que pensamos ahora. Y lo pensamos haciéndola y por hacerla. Y esto sí que es continuar la historia de España —lo de Cánovas del Castillo, liberal, después de todo—, y esto sí que es restauración. En la que colaboran los que se proponen, torpe y ciegamente, estorbar el enraizamiento del régimen republicano, y que son, sin saberlo ni quererlo, la oposición de la República al Gobierno republicano.

¿En qué recodo de esquina de España —os decía— hallar seguro sosiego en estos nuestros tiempos de lucha civil? No en recodo de esquina, sino en medio de la plaza pública, recogiéndose cada cual, a sus horas, en medio del público esparcimiento. Y cuando nos llegue la que se viene “tan callando”, nuestra obra nos abrirá el enorme misterio del destino histórico de nuestra —¡nuestras!, ¡nuestra!— España.

Las dos vertientes de España

El Sol (Madrid), 21 de abril de 1932

Hijo del Cantábrico yo, del golfo de Vizcaya o de Gascuña —Gascuña viene de Wasconia: gascón, de wascón—, recocido en la encumbrada meseta castellano-leonesa, en la cuenca —concha— del Duero, al que va el Tormes, cuenca que fue, se dice, lecho de un mar interior antediluviano, he venido, romero de España, a esta costa alicantina, a esta marina de Levante, por donde nos sale el sol. Y he venido atravesando la Mancha, ese piélago de tierra de Don Quijote, en el que Sancho soñó su ínsula. En Criptana contemplé los molinos contra el cielo implacable. Que ahí, en ese campo de los molinos y de las encinas, el hombre también se recorta contra el cielo y sobre él por fondo. La “extensidad” —e intensidad— del campo es extensión —e “intensión” que se hace intención— del hombre que la pisa y labra y ahonda en ella huesa en que arraigar para la eternidad. Y esa extensión —e “intensión”— se extiende, tensa, en redondo hasta soldarse con el cielo mismo. El horizonte, o sea el lindante, borra las lindes. Y se hace, se tesa, un campo austero, ascético, casto. Como Don Quijote y como también Sancho. Pues hay que ver en el trato todo lo que hay de contención y de contenido contento, sin efusión aparatosa, en la cortesía —no cortesanía— celtibérica, en eso que los franceses solían motejar de “morgue castillane”, en la gravedad señoril. En esa gravedad que es tersura, tiesura de dueño de sí.

Luego venía declinando, tendiéndose la tierra hacia la mar, y por fin dimos vista a este Mediterráneo. ¡Mediterráneo! “¡Es un verso adónico!”, solía decirme Gabriel Alomar, el mallorquín. ¡Mediterráneo! Aquí, a su vera, las rocosas colinas —pueyos podríamos decir—, sin leña ni pasto, se desnudan ante la mar, para tomar el sol. Pero sufren sed, sed de agua dulce, de sierra, que la de la mar no la apaga. Presidiendo a Alicante, a Alacant, el castillo, roca de mano humana, de Santa Bárbara, en Benacantil, roca de mano divina. Y los ríos —“nuestras vidas son los ríos…”—, ramblas mejor, como el Vinalapó, en Elche, o el Gudalest, llegan secos, sin vida, sedientos, a la mar, que es su último morir. Y he venido de aquellas encinas sosegadas, recogidas y castas, que ocultan, pudorosas, su verde y recatada flor, la candela, a estas palmeras costeñas que se cimbrean, vistosas, a la brisa de la marina y que aparentan hacer muestra de su floración carnosa y encendida. La luz es otra. No la luz de cumbre de tierra —tal la meseta— cruda y cortante, sólida, sino luz de marina, fundente y como liquida. Y los dos, la meseta y el mar, dos espejos del cielo.

Y aquí, en Alicante —Alucant, Alacant—, extremo sur del en un tiempo dominio lemosín, el recuerdo de Don Quijote me trajo el de Tirante el Blanco, uno de los caballeros andantes —a las veces navegantes— que suscitaron a nuestro manchego. Tirante el Blanco no fue continente, ni contenido, ni casto. La sangre le bullía en las venas, y en el cuerpo le bullía la carne. Y los recuerdos mellizos de Don Quijote y de Tirante el Blanco me han traído —otra vez— la noción de las dos vertientes de nuestra España, la que nos ha hecho y estamos haciendo.

Porque España, de partirla en dos —¿por qué no en tres o en más?—, habría que partirla, no por latitud y longitud, sino según las dos vertientes, según que las aguas de sus tierras vierten al Mediterráneo y a aquella porción del mar del Estrecho que le es aledaña o vierten al Cantábrico y al Atlántico. Y como que cruza y traspasa a estas dos vertientes el río epónimo de Iberia, el Ebro, que al pie del Pirineo nos une. Y lo vigila el Urbión, cuna del Duero, donde nació la leyenda del Cid castellano, conquistador de Valencia. Como Don Quijote, conquistador también del Mediterráneo. Que a ser vencido, conquistado, y con ello a conquistar, pues su vencimiento fue su victoria, le llevó Dios a la playa de Barcelona, al mar latino. ¿Latino allí o fenicio? Aquí, en Alicante, acaso helénico. ¿Y quién se acuerda hoy, ni en su tierra, ni en su marina, de Tirante el Blanco, de Tirant lo Blanc? Ni aunque a la crónica de sus hazañas y proezas se le perdonara el castigo del fuego en el escrutinio de la librería que volvió loco de desatarse a Don Quijote. ¡Y quién sabe lo que acaso habría dicho Tirante el Blanco, en su lengua líquida, al pie de una palmera, frente al mar latino —ellos le decían “mare nostrum”— con un puñado de dátiles en la mano y dirigiéndose a los tripulantes de algún falucho de pesca mientras dormía la vela latina de éste! Pero Tirante no se rozaba con gente tan humilde, de faluchos y de laúdes.

Conquistador Don Quijote, conquistado al desengaño en Barcelona; Conquistadores Cortés, Pizarro, Alvarado…, hombres de tierra adentro, de paramera y de meseta. Que suelen ser los hombres de cumbre, de serranía o de meseta, los que van cobrando tierra, y al llegar a su lindero, a la mar, se lanzan a ésta a cobrar más tierra, en ultramar. Así, en Grecia, los dorios. Los costeros, los de la marina, se arregostan en ésta. Y es de creer que en la cruzada de almogávares, de catalanes y aragoneses, a la conquista del ducado de Atenas, en aquella luminosa cruzada que narró Muntaner, los del empuje serían los de tierra adentro, los de las faldas del alto Pirineo. El empuje de ensanchamiento del solar común, de Iberia, lo dieron, sobre todo, los que dominaban las cabeceras de las dos vertientes. Y en estas cabeceras sonó el verbo imperial. Lengua que se fue liquidando, que se fue en cierto modo ablandando según bajaba, con los ríos, hacia la mar. La lengua robusta, robliza —“robustus” deriva de “robur”, roble—, encinosa, cobra en Andalucía, por ejemplo, aceitosidad de olivo y se hace más resbaladiza, más lúbrica —lúbrico es lubrificante—, menos casta. Y también menos castiza. Pero gana en otra vida terrenal más íntima. Sin que esté de más aquí, a este respecto, el hacer observar que el ya famoso busto de la llamada dama de Elche, se discute ahora que sea dama, y no más bien, digamos… “damo”, una divinidad masculina o femenina, quién sabe si común de dos o ambigua. ¡Hay tantas ambigüedades en nuestra religión popular ibérica!

Y aquí, en este Alicante, al sur del antiguo reino de Valencia, que, Murcia intermedia, se enlaza con Andalucía, se sienta la honda trabazón y la semejanza estrecha entre el dominio lemosín, mejor diríamos catalán, y el andaluz, y cuan profundamente se asemejan estas dos porciones de la vertiente mediterránea. Y todo lo otro, de españoles del Norte y del Sur, no es sino apariencia y norteño un epiteto engañoso. Hay hombres de llano y de costa, y los hay de sierra y de cumbre, contando como cumbres las mesetas centrales, las de las fuentes de los siete grandes ríos, que cumbres son Burgos y Salamanca, a más de ochocientos metros, y Ávila y Soria, a más de mil.

¿Partido único?

El Norte de Castilla (Valladolid), 23 de abril de 1932

Oímos hablar de partido único. ¿Partido único? La partición excluye launicidad. Aunque no la unidad. Y a este respecto hemos de recordar que hubo en Coimbra un ingenioso profesor de Hacienda pública, de quien se hizo famosa la sentencia de que “el impuesto en Roma empezó por no existir”, sentencia hegeliana, y que dividió su libro de texto en… “Parte única”. Y no dejaba de prestarse a comentarios esta unicidad del profesor coimbrano.

¿Lo que se quiere llamar partido único habría de ser un partido de unión o una unión de partidos? Que no son lo mismo una cosa y otra. Y hay uniones que dividen o parten más que cualquier otro partido. ¿Qué es lo que llaman unión nacional? ¿Qué fue aquella famosa y engañosa unión patriótica, en la que según sus padrinos cabían todos los partidos y a la que se le llegó a denominar de matriz de partidos? Su punto de unión no era sino el acatamiento de la dictadura. Siquiera se la declarase a esta transitoria.

Un partido único o una unión de partidos, es algo tan deleznable como un gobierno nacional. Que el nacionalismo, sin más, podrá ser —y es mucho conceder— un continente para programas gubernamentales, pero no es un contenido programático.

El sovietismo —bolchevismo— y el fascismo, son dos paradójicos partidos únicos. En Rusia el uno y en Italia el otro, y vienen a ser dos dictaduras. Dictaduras no de una clase ni de una casta, sino de una clientela, de un partido político en la peor y menos civil acepción de este término. Y son, naturalmente, dos oligarquías. Y consiguientemente dos caciquismos. Y por otra parte, una dictadura no deja de serlo, aunque sea no ya de una mayoría, sino de la totalidad de los representantes del pueblo. Y cuando éste, el pueblo, es masa, la soberanía popular se hace irresponsable y engendra tiranía. Ya no hay república. Que lo característico, lo diferencial del régimen republicano es que sea responsable. Los poderes irresponsables dictatoriales no son republicanos aunque se llamen así; no son democráticos. El demo, el pueblo, no es la masa irresponsable. Pues la masa —siempre menor de edad—, es hasta en el otro sentido, en el que le dan los médicos alienistas, irresponsable. Y por otra parte, un Parlamento puede también erigirse en soberano irresponsable. Y no hay acaso soberanía más irresponsable que la parlamentaria.

Si el régimen de partidos tiene alguna eficacia, es a condición de que los partidos lo sean, es decir, que están partidos, divididos, de que colaboren en la obra común oponiéndose unos a otros produciendo la dialéctica política. Consideraciones estas que son, como se dice, de clavo pasado, pero que por lo mismo hay que traer a cada momento al clavo, pues no hay nada peor que el que se olvide una cosa de puro sabida. Ahora lo malo suele ser que esos partidos no se presten al verdadero y eficaz juego dialéctico de la política porque carezcan de contenido doctrinal diferencial, por no ser más que clientelas para las cuales actuar no es más que situarse.

Es una cosa que las más de las veces da grima el observar cómo de cuándo en cuándo surge la absurda pregunta de quiénes sucederán a los que están ocupando lo que se llama el poder, de qué Gobierno sustituirá al Gobierno vigente. Y es una de las más ociosas ocupaciones la de ponerse a hacer calendarios al respecto. De mí sé decir que cada vez que algún entrevistador o reportero se me viene con una de estas preguntas, le doy la callada por respuesta. Y en cuanto a gobernar, cuando leo de algún político que dice que aspira a ello, a gobernar, tomo la pluma y me pongo a escribir uno de estos comentarios políticos diciéndome: “yo no aspiro a gobernar, sino que gobierno, y así de este modo”. Y como por otra parte, no tengo que colocar a nadie… Y la verdadera unión nacional consiste en esto, en que cada uno de nosotros, en su propio sendo coto, contribuya a aclarar la conciencia pública política. Y nunca como ahora, en lo que yo recuerdo, ha habido en España una agitación política como la que hay hoy día; jamás se han sucedido tan apretados unos a otros los actos públicos de propaganda.

“Pero —me decía un político— ¿no ve usted que puede llegar el caso de que los partidos empiecen a dividirse y subdividirse por escisiones entre ellos y que acabemos con que haya tantos partidos como representantes del pueblo en Cortes?” A lo que le dije: “Entonces es cuando empezará a ser una verdad viva y eficaz la unión de los partidos.” Unión, naturalmente, circunstancial y temporal para cada caso, para cada problema.

Y hay otro mal en el régimen de partidos cerrados. Y es cuando uno de estos toma, por mayoría de votos de sus componentes, mayoría a las veces exigua, el acuerdo de votar una proposición de ley, todos ellos a una, y la votan por eso que llaman disciplina y que es otra cosa. Y así se ha dado el caso de que fuese votada por enorme mayoría una ley que en rigor no respondía sino al sentir —o al resentir— de una mayoría del Parlamento. ¿Qué sería con partido único?

Soñando el Peñón de Ifac

El Sol (Madrid), 24 de abril de 1932

De vuelta de Alicante a digerir las visiones levantinas, a cernerlas aquí, en esta tierra manchega —mejor sería en la mía, en el Machichaco— a soñar la marina alicantina, el camafeo del peñascal de Calpe, “todo de grana, con pliegues gruesos, saliendo encantadamente del mar” (Miró). Que allí, a su vista y toque, no me cabía soñarlo. La cruda realidad presente rechaza al ensueño, que no es hacedero soñar lo que se ve y toca; mejor ver lo que se sueña. Necesitaba, además, cerner por literatura el recuerdo de visión reciente. Que si un paisaje es —lo dijo Byron— un estado de conciencia, un estado de conciencia es también un paisaje.

Lo mismo de una ciudad, villa o aldea, que de una comarca o de una nación, importa más penetrar en la idea que sus moradores, sobre todo los naturales, tienen de ella que no aferramos a nuestra propia visión inmediata. La principal falla de los hispanistas franceses, por ejemplo —y no hablemos de los turistas—, es que se nos vienen a continuar la noción tradicional francesa de nuestro modo de ser y de aparecer español más que a zahondar en la que nosotros nos formamos de nosotros mismos, aunque sea muy equivocada. Baste decir que hay quien viene a “hacer su España” sin saber español. Y ni el paisaje se logra ver —y menos soñarlo— así. El que visita un país sin conocer la lengua de sus naturales para oírlos celebrar o lamentar su paisaje, no consigue ni crearse ese paisaje, que es un estado de ánimo comunal, ni recrearse en él. Hay que ver el paisaje español tal como se espeja en las niñas de los ojos de los videntes españoles. ¿Quién se adentrará en el paisaje madrileño, si no se ha adentrado en los fondos de Velázquez y de Goya, y sobre todo, si no sabe entender el lenguaje del hijo castizo de Madrid? Y de que Barres no entendía el castellano proceden las faltas de su visión literaria de Toledo.

Cogí, pues, los Años y leguas de Gabriel Miró, profeta alicantino y me puse a repasar mis recuerdos recientes, a asentarlos y aclararlos. “Parece que los pueblos de la orilla del mar —dice— no pueden ser íntimos por la demasiada lumbre y anchura que los rodea”. Pero busqué su intimidad en el profeta. E impresiones, acuñamientos, sobre todo del peñón de Ifac, junto a Calpe, ese camafeo de antiguor —este vocablo es de Miró— que se me ha quedado acuñado en el alma. En mi norte cantábrico, las montañas se hunden en el mar; allí, en Levante, surgen de ella. Desde el peñón de Ifac se prende el mar latino, púnico, helénico. Se adivina a lo lejos las Baleares. En la costa, cordilleras arquitectónicas y desnudas. Un mar turquino —donde se peleó contra el turco—, y al pie, paisajillos de mosaico. Y entre cachos de vieja alfarería —regalo de los arqueólogos que allí se improvisan—, imágenes de una historia civil que se ha hecho como marmórea. Una eternidad parada. Y democritiana. No se olvide que el Mediterráneo apenas si tiene mareas, y que abunda en sal de conservación. Para aquella gente no parece haber ni anteayer ni pasado mañana, sino un hoy perpetuo en que se funden, como en acorde, el ayer y el mañana inmediatos. Siempre es ahora. Y no es que por allí han pasado sino que allí se han quedado, como capas de terreno anímico, varias civilizaciones. Me decían que el peñón de Ifac debe de ser el antiguo Hemeroscopion de los focenses, observatorio día. Del día que pasa, vuelve y se queda; atalaya de la eternidad. Y desde él, desde el peñón de Ifac, desde junto a un pino que enraíza en roca, hundí mis ojos en el mar en que se mira el ojo del mundo mediterráneo.

Sobre ese Hemeroscopio, sobre ese peñón repujado entre mar y cielo, estaría en su lugar el busto de Elche, prisionero hoy en el Louvre, de París. Allí, con sus rodetes mirando al mar de Oriente. “¿Se vería el mar desde el árbol en que recostaron las manos de Dios el cuerpo de Adán?”, se preguntaba Miró. Un biólogo francés, Quintón, sostuvo que el primer hombre nació, como Afrodita, de la mar. ¡El busto de Elche sobre el peñón de Ifac, cara al sol marino! Y no resultaría desatinado el que se le llegase a ocurrir a algún escultor —o siquiera pintor— representar crucificado en una cruz svástica, barroca, en una cruz solar, clavado al sol, a un Cristo lampiño —así lo pintó Goya—, desnudo del todo y tocado de barretina de Levante, de gorro frigio. No sería, ciertamente, el Cristo celtibérico, castellano, central, el del páramo o de la sierra, ensangrentado y desangrado, nuestro trágico Cristo agónico, pero en todo caso tan cristiano por lo menos, y desde luego más ibérico, más nuestro, más castizo, que el jesuítico —no iñiguiano— Corazón de Jesús, de procedencia tardía ultramontana, francesa, y de trato —tal el de Lourdes— de mercaderes como aquellos a que arrojó a latigazos del templo de Jerusalén el Jesús evangélico. Ese Cristo simbólico, ibérico, clavado al sol, a la cruz svástica, tendría parentesco con el busto de Elche, que acaso representa a un redentor también. ¿Redentor de qué?

¡El peñón de Ifac! ¡El hemeroscopio ibero-helénico! Soñada desde él, desde esa atalaya, la Historia cuaja, mística y aún misteriosamente, en una visión de quietud y de plenitud, de sosiego y de anchura. Allí todo se hace tradición y antigüedad. O antiguor. Allí no se conciben bien estas mezquinas refriegas del progresismo, que no es precisamente el progreso. Como el tradicionalismo no es la tradición. Que aquéllos son cielo, y mar, y tierra —mejor, roca— de concreciones y no de abstracciones, de peñascos y no de nubes. Cuenta Gabriel Miró así: “Bardells, sonriendo exclamó: —¡Cómo se quedaría Calpe si le arrancásemos el peñón de Ifac!—. Pero no se lo arrancaremos nunca. Se ha de ser de un sitio concreto, y la belleza lo es”. Y la divinidad también. ¡Divina concreción del Mediterráneo ibérico! El peñón de Ifac es geológico, pero es geográfico, que el mar de que surge es —lo dijo ya Miró— un “mar humano”. No el “mar tenebroso” de que hablaban los portugueses y a que se lanzó Colón, que era acaso levantino. Y el busto de Elche es, probablemente, símbolo teológico, pero aun más teográfico. Que lo más de la llamada teología es propiamente teografía. Los teólogos naufragan en la definición de Dios —un Dieu defini c’est un Dieu finà—; pero los teógrafos no. Los teógrafos trazan el mapa de la Divinidad. ¡Teología… zoología! Y teografía, zoografía. Que en griego y hasta en el de hoy, zoografía quiere decir pintura. (Y filología, literatura.) Y es consabido que la pintura popular, de inspiración teológica y zoológica, la imaginería, pinta monos o pinta santos. Y pintándolos santifica a los monos y animaliza a los santos.

¿Pero de dónde, Dios mío, me asaltó la revelación de ese Cristo ibérico, teográfico y zoográfico, crucificado en svástica, clavado al sol? ¿No será que ese Cristo ibérico, hermano del celtibérico, me esté escalfando y consumiendo con los rayos de su cruz solar? Que no sé, no sé a donde vaya a llevarme esta insolación de nuestra España teográfica y zoográfica. ¿Podré resistirla? Que hay también trasverberaciones patrióticas. Y hay, creédmelo bajo mi palabra de filólogo, quien muere porque no muere en su tierra por su tierra y para su tierra.

¿Hambre?

El Sol (Madrid), 30 de abril de 1932

¿Que por qué no comenta el comentador éste otras cosas de la Historia al día —pues que de historiador se las echa— y en tono para todos? Pues bien, es porque… No hace mucho asistía a un acto político en que el orador fue interrumpido por una voz fuerte y clara que soltó: “¡Es que tenemos hambre!” Y el comentador se dijo: “¡Mentira!” Porque —y con esto escandalizará a no pocos de sus lectores— no cree en la mayor parte de las interpretaciones de la llamada concepción materialista de la Historia.

¡La concepción materialista de la Historia! La que se toma, casi siemipre mal entendida, de Carlos Marx. Ya hemos confesado preferir la concepción histórica de la materia, a la que volveremos. ¿Pero materialismo? “No el materialismo metafísico”, dicen. Bien, sea; el físico. Materialismo, de material, y material, de materia. Y ¿qué es materia? Materia, en el lenguaje popular de España —y a él acude siempre en busca de luces el comentador—, es el pus. “Le está saliendo materia de la herida” —dicen—. Los malos humores, los que tapan las postillas. Lo material resulta, pues, lo purulento. Y el materialismo ese es purulentismo. Y el sentimiento —no la concepción, sino el sentimiento— materialista de la Historia, de la que está siempre en hacerse, es un sentimiento purulento. Le tuvo el mismo Marx, que no pasó hambre, pero sí lo otro. Y lo otro es el pus. O, digámoslo más claro, en plata: el resentimiento; o más claro aún, en oro: la envidia.

¿Hambre? ¿Quién pasa hambre, lo que se dice hambre, en España? Hambre, ni los que ayunan. Hambre es una palabra trágica de que no debe abusarse. “¡Tengo hambre!”, os espeta a bocajarro con voz y mirada cavernosas, y hay que ver el esfuerzo que le cuesta lograr aquella cavernosidad nutrida de limosnas. Es como lo de que nuestro pueblo está desnutrido. O degenerado. Y no hagamos gran caso de lo que nos digan los patólogos, que son unos logópatas. Hay acaso quien se muera de inanición; pero sobrándole alimento —“a mí con poco que me sobre, me basta”, decía el otro—, y sea él pobre o rico. Más exacto es lo de que “más mató la cena que sanó Avicena”, y la olla podrida conserva muchos años la podredumbre de quien la prueba a diario, y por escasa que sea. “No se come bien donde se descome —empleó otro verbo— mal”, me decía uno en mi tierra, y recordé otra sentencia, y es: “Los más de los resentidos son estreñidos.” Y el estreñimiento, sobre todo el anímico, el psíquico, ¿qué?

Ya estamos en ello. Quevedo, que es quien más ahondó en el hambre de los pícaros, descubrió lo otro. Porque el hambre que describió Quevedo, la del Gran Tacaño, la del Dómine Cabra, la de los pícaros, no era la que ha descrito Knut (Canuto) Hansum. Ésta no la conoció no ya en sí, mas de seguro ni en otros, nuestro Quevedo. Y en cuanto a la otra, el eepañol que no la sufra sufre de creerse víctima de la ajena. El español que no envidia suele creerse envidiado, postergado, preterido. El que no tiene manía perseguidora la tiene persecutoria. “Ni envidiado ni envidioso”, dijo el poeta, y lo dijo muy en su punto. Y, volviendo a Marx, ¿no creéis que su famosa concepción materialista, purulenta, de la Historia, le brotó de un hambre espiritual, de un terrible complejo de hondas raíces seculares acaso? Debió de haber meditado, y desde niño, en la simbólica leyenda de Caín y Abel.

No hambre, en el sentido físico, o mejor, patético, ¡no! El que quema las mieses —o los conventos— no es por hambre. Ni el atracador suele ser un hambriento. No, aunque alguien se escandalice al oírnoslo, no creemos en el hambre. Sin que esto quiera decir que no sea natural y humano el que haya hombres que no soporten resignadamente —¡pues bueno fuera!…— escaseces, privaciones y mortificaciones. Hambre…. ¡no! No de hambres, sino de ayunos —que no es igual— han surgido algunas obras maestras. Ni la huelga del hambre es invención de hambrientos. Y hasta en gentes hartas, bien fornidas, surge la otra hambre. “Tántalo no pudo digerir su felicidad” —dijo Píndaro—. Y por ello le vino su suplicio famoso. Y hay quien no digiere lo que debería ser su propio contento, quien no goza de la plenitud de su limitación. Y hasta se da el caso de que lo que más odia —o envidia— el que trabaja para vivir es a quien vive para trabajar, para hacer obra, no al señorito ocioso, sino al amo ambicioso.

Lo más hondo de ciertas revoluciones llamadas sociales suele ser lo que aquí se llama dar vuelta a la tortilla. No importa que se empeore de estar y de vivir si el que antes estaba encima cae en lo más bajo y muerde el barro. Y es muy natural que al fin surja el robo, pues no se suele robar por hambre —lo repetimos—, sino por horror al trabajo y por envidia. Así, por envidia.

Y otra cosa. Con motivo de una pobre muchacha muerta en Zaragoza por unos atracadores, los sindicalistas de esa ciudad protestaron —era natural— contra el crimen, y acudieron en manifestación al entierro de la víctima. La posición así adoptada estaba muy bien; pero… Pero si a nadie que no sea un insensato se le ocurrirá sostener que los sindicalistas sean atracadores en el sentido de los del crimen de Zaragoza, lo que sí parece ser es que los atracadores suelen llevar “carnet” de Sindicato. No del Sindicato de atracadores, claro está. Y que son los sindicalistas los más obligados a acabar con los atracadores, si es que pueden. Y en cuanto a la doctrina sindicalista española —el sindicalismo de aquí es peculiarísimo—, sobre todo la de la F. A. I., no es más que la de aquel catastrófico nihilismo ruso de antaño. ¡Los estragos que en España hizo Bakunin! Nihilismo que se entronca con otro nihilismo —mejor sería llamarle “nadismo”—, castizamente español, y que si fue comprendido de un modo por Miguel de Molinos, fue comprendido de otro modo por Quevedo, por el ascético Quevedo. Porque el terrible Quevedo, el sarcástico, el de las burlas feroces, el que dijo que “la envidia está flaca porque muerde y no come” —no digiere—, es uno de los maestros de nuestra ascética.

¿Hambre? ¿Hambre física, natural? No. De la otra, sí.

Discurso en la clausura de la Semana de Historia del Derecho español

El Sol (Madrid), 4 de mayo de 1932

No más de cuatro palabras, señoras y señores, para dar a los congresistas, a la vez que unas palabras de bienvenida, otras de despedida al terminar sus trabajos. Unas palabras que tienen, naturalmente, que ser una improvisación.

Los españoles hemos sido siempre improvisadores, improvisando cosas que venimos pensando a veces años y siglos; pero cuando llega el momento, improvisamos. Y ahora bien: en este estado actual de nuestra Universidad, la Universidad española, en que estamos casi todos los profesores y los que no lo son, nos preocupamos en hacer Historia, no en escribirla ni en investigarla, sino en hacerla. Esto de investigar la Historia es también un modo de hacerla, y aquí en esta vieja Universidad, donde han podido venir de fuera a ver en esta ciudad un paisaje, y el paisaje es una cosa humana, y los que conozcan nuestro lenguaje conocerán también el paisaje de nuestro espíritu. Y aquí no estamos bajo la pesadumbre de los siglos, sino sobre ellos, que lo mismo que esta, tierra está a más de 800 metros sobre el nivel del mar, nos encontramos aquí a más de ocho siglos de la Historia. Yo soy, afortunada o desgraciadamente, un lego en Derecho, completamente un lego. No así en Historia, porque harto papel me tocó en la Historia actual de España, en la que estamos haciendo. Cuando se habla y oigo hablar de eso que llaman la concepción materialista de la Historia, que yo llamaría la concepción naturalista de la Historia, he pensado que si yo tuviera tiempo escribiría algo sobre la concepción histórica de la materia. Cuando se habla de esto, no he podido nunca comprender la naturaleza ni el sentido material fuera de la Historia, fuera del espíritu humano. Y cuando me he encontrado con esas gentes que se dedican a una cosa que se llama derecho natural —yo no sé qué es derecho natural—, les he dicho que no es más que la historia crítica de las opiniones o teorías sobre la historia del Derecho positivo. Y ahora yo quiero que lleven los que aquí han venido una idea de esa España que está rehaciéndose y rehaciendo su derecho, pero sobre la base del que ha vivido. Y a mí me cabe alguna parte, pobre de mí, en este renacimiento. He intervenido como legislador en fraguar una Constitución nueva, y algunas veces también he intervenido como autor de hojas volanderas en los comentarios históricos sobre esa Constitución, y creo que cuando lleguen días futuros, los que la hemos hecho nos quedaremos por bajo de los que hicieron las antiguas, muchos de los cuales salieron de aquí mismo.

Uno de los presidentes de las Cortes de Cádiz fue rector de esta Universidad. Y ahora yo, aquí, no voy a hacer referencia a la enseñanza del Derecho en la Universidad, ni he de repetir, como ya se ha dicho, que las preocupaciones de los estudiantes son de un orden práctico; pero no creo en nada más práctico que la Historia. Dejo a un lado, naturalmente, ciertas cosas de los estudiantes, que son, por ejemplo, una especie de Sindicato de Estudiantes, preparados para el atraco del aprobado. Dejo aparte esto, pues es indudable que no se puede enseñar esa Historia del Derecho como una cosa pasada. La Historia es una cosa de cada momento, es un valor de eternidad, no de temporalidad. Cuántas veces me han dicho: “¿Usted cree que existió Cristo?” La cuestión no es si existió, sino si existe. La cuestión, por ejemplo, en una institución o corporación, no es si existió, sino si existe o vive, cuando cada vez la estamos interpretando y dando una nueva forma. Dispensadme que un lego en Derecho, al que ha tocado el grave problema de ser legislador de la nueva España, olvide estas cosas. La preocupación de la Historia ha sido mi mayor preocupación. El hombre no vive más que en la Historia y por la Historia. Acaso la Historia no es más que el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres. Y ahora, sean bienvenidos y vayan con Dios, y lleven de esta España nuestra idea que nos permita seguir trabajando por el bien de toda la civilidad, de toda la justicia y de toda la libertad.

¿Fajismo incipiente?

El Sol (Madrid), 5 de mayo de 1932

Y ahora, prosiguiendo, ¿es que está cuajando en nuestra España algo parejo al fajismo italiano y al nacionalsocialismo alemán? Y esto aunque no se vislumbre aquí ni un Mussolini, ni un Hitler españoles. ¿Es que está cuajando en nuestra España algo al parangón del monarquismo nacionalista de la Acción Francesa, un monarquismo doctrinario con pretendiente de carne y hueso o sin él? Hay que mirarlo despacio. No hay aquí para ello ni los motivos de Italia, presa de resentimiento por haberse visto menguada, y hasta humillada, en sus ensueños imperiales por una victoria a que le llevaron sus aliados y por haberse disuelto la que que llamaban los italianos la nostra guerra —la del egoísmo sagrado— en la Gran Guerra de todos y contra todos, ni hay tampoco los motivos de Alemania crucificada en el Tratado de Versalles. Y en cuanto a lo de la Acción Francesa, la reciente República española no ha podido crear todavía ni el descontento ni el desengaño que en ciertos nacionalistas franceses —enfermos, sin duda— ha engendrado la tercera República francesa. Y, sin embargo, ciego será el que no vea asomar aquí esa enfermedad de moda. ¿Sólo de moda? No.

He podido mirar a los ojos de algunos de esos jóvenes fajistas. Su mirada es sin alegría, sin aire, sin donaire. Se lee en su mirada el resentimiento. Y el reconcomio, y hasta el rencor. ¿A qué? ¿Lo saben ellos mismos? Es el morbo nacional, sansoncarrasqueño. Porque digan lo que dijeren, no es el heroísmo cidiano, el del Cid, lo que sienten, sino la bachillería rencorosa —quisquillosa y recelosa— de Sansón Carrasco. Y al verlos, y al ver cómo nos ven, recuerdo aquellos versos que escribía yo en el destierro, cuando meditaba en la ciénaga que remejió la Dictadura, y son los que dicen: “Se está por dentro riendo / de mí, se piensan y ocultan / en el bolsillo del alma / toda su baba frailuna.” Este naciente fajismo español nutre sus raíces de planta flotante en el lecho de la ciénaga.

Y luego la violencia. La violencia querida más que sentida; la violencia del medroso. Y esta violencia no está al servicio de doctrina —de una o de otra doctrina—, sino que son doctrinas las que se ponen al servicio de la violencia; son causas perdidas las que buscan en ella amparo, y buscándolo hallan su última perdición. Que cuando se quiere defenderse de una disolución al arrimo de esa violencia fajista se acaba por merecer la expulsión. No es el violador el que se pone al servicio de la beldad violada, sino que es ésta la que se rinde al violador, al violento. Porque todo violento es un violador. Y esos violentos sedicentes católicos no hacen otra cosa que violar el catolicismo. El catolicismo y, lo que es peor, la catolicidad. Aunque… ¿catolicidad? ¿Catolicidad la de esos jóvenes bárbaros de la derecha?

Hay ya fajistas que empiezan a tomar como emblema, no el fajo, no el haz de los lictores, sino la cruz del Cristo. ¿La del Cristo? ¡La del Cristo no! Que el Cristo cargó con ella a cuestas cuando caminaba camino de la amargura, a que Pilatos le proclamase rey en el rótulo de ella, de su cruz, mientras que éstos se la toman a pechos y acaso de escudo. El Cristo se respaldó con la cruz y éstos se repechan con ella. No sirviendo a la cruz, sino sirviéndose de la cruz. Y lo peor es que hablan de la familia y de la religión. ¡De la propiedad y del orden, pase!

¿Religión? En todo eso se queda debajo el gran misterio y la gran congoja que importa la imaginación —que no concepción— popular de la vida eterna. Porque el pueblo no consigue concebir la eternidad sustancial, sino que ansía imaginar la sempiternidad cuantitativa, la adición sin fin de siglos. No logra comprender la eternidad histórica, momentánea, la del momento eterno —eterno y que pasa—, el arrebato, el arrobo, el rato —rapto— que encierra en sí con todo el pasado, el porvenir todo —y es el quietismo de Miguel de Molinos—, sino que se somete al terrible tormento, verdadero purgatorio, de soñarse un sin fin de siglos venideros. Figurémonos la tortura de tener que figurarse, que darle nombre —imaginar es nombrar— a la cantidad cifrada por la unidad, un 1, seguida de 24 millones de ceros, v. gr., ya que el trillón es un 1 seguido de 24 ceros. El pobre hombre se anonada ante ese vano esfuerzo imaginativo. ¿Para qué más purgatorio? Hay que leer los argumentos de que se servía la pobrísima imaginación acrítica y aldeana —y de aldea asturiana del siglo XIII— de aquel aldeano tomista, hecho cardenal, que fue fray Zeferino González, D. P.; los argumentos de que en su “Filosofía elemental” —texto que tuve que estudiar hace ya más de cincuenta años— se servía en contra de la posibilidad de un número actualmente infinito. Y en esos puerilísimos argumentos se educaron aldeanos seminaristas. Y en otros por el estilo. Sin que fueran más críticos ni más espirituales los de aquel otro aldeano, éste vizcaíno, que fue el P. Urráburu, S. J. Y de aldeanería vertida a latín escolástico. Y estos y otros aldeanos así, teologizantes, naufragaban en el mar del infinito, pero sin dulzura. Que fue Leopardi —tan odiado por los fajistas hoy— el que decía que “cosi tra questa / immensità, s’annega il pensier mio / e il naufragar m’è dolce in questo mare”. Pero ¡ah!, la dulzura de naufragar en el mar inmenso del infinito, de anonadarse, de aniquilarse en él, no es para aldeanos, para paganos. Paganos católicos, por de contado. Ni es para fajistas. Los pobres temen que Dios al cabo se duerma de aburrimiento, y una vez dormido no los sueñe más. Y luego esa invención de las penas sempiternas, las del infierno. Eso no es religión.

¿Fajismo? Es la moda, o, mejor, la epidemia acaso inevitable. ¿Pero apoyado en religión? No. La religión tiene que vivir del momento histórico verdaderamente eterno, tiene que vivir de la historia de ahora. Y ahora es siempre. Y el momento histórico de ahora en España es esta que llamamos, por llamarla de alguna manera, la revolución liberal y democrática. ¿Pero modernismos de moda y sin modo? ¿Futurismos de ex futuro? ¿Fajismo sin faja? ¡Mozalbeterías y armas al hombro!

Don Miguel de Unamuno, en el Liceo Andaluz

El Sol (Madrid), 8 de mayo de 1932

La conferencia que anoche dio D. Miguel de Unamuno en el Liceo Andaluz fue escuchada por un público muy numeroso. El ilustre rector de la Universidad de Salamanca no se limitó a hablar de los Estatutos, sino que al hablar de éstos, habló preferentemente de España y de los españoles.

Para D. Miguel, en esto del federalismo no hay sino una cosa cantonal, aldeana, en la que ha venido a cristalizar la pedigüeñería. No quiere un cierto tipo de español aldeano convencerse de que una nación es un organismo en el que el órgano más rico da más y recibe menos, y el órgano más pobre da menos y recibe más. Por eso este español plantea problemas artificiales con violencia perniciosa.

Lo que importa es afirmar la personalidad del individuo —no la de las regiones— en un ideal de hispanidad colectiva. De lo contrario, sólo se conseguirá aumentar el número de gentes resquemoradas, resentidas, malcontentas.

Cree el Sr. Unamuno que lo de la bilingüidad no puede ser sino un estado transitorio. De Valera —dice—, si piensa algo, piensa en inglés, porque en irlandés no se puede pensar lo que De Valera piensa. En vascuence se puede pensar cómo se alimenta a una vaca y como se cultiva el maíz; pero nunca las ideas básicas del nacionalismo bizcaitarra. A pesar de esto —añade— el fanatismo nacionalista de mis paisanos llega a extremos inconcebibles.

En Italia y Francia —apunta el Sr. Unamuno— hay mayores diferencias dialectales que en España. Sin embargo, allí la tendencia a la unificación idiomática se acentúa más cada día. Y es que la Gran Guerra ha sido para esos pueblos una gran lección y porque en ellos alienta como ideal la defensa de la personalidad integral y la lucha contra todo lo que pueda provocar el achicamiento del alma nacional.

Los catalanes serán más catalanes cuanto más españoles sean. La catalanidad tendrá que ser descubierta en lengua universal. Precisa no olvidar, o aprenderlo si se ignora, que en latín descubrieron su conciencia los pueblos de Europa.

Don Miguel de Unamuno se concreta al Estatuto de Cataluña, y se hace esta pregunta: ¿Será aprobado? ¡No lo sé! —se responde tras larga pausa meditativa, y añade—: Lo prudente es dejarlo, pues su aprobación bien pudiera ser el principio de la lucha.

Don Miguel de Unamuno resume las ideas de su interesante disertación, ideas que viene sosteniendo desde siempre y con fervor españolísimo, y termina insistiendo en que hay que darse por entero a defender la personalidad individual y a procurar que en Castilla y en Cataluña, que en Andalucía y en Vasconia, en todas las regiones, el hombre adquiera la idea de una España, una y universal.

Don Marcelino y la Esfinge

El Sol (Madrid), 10 de mayo de 1932

¡Siempre amarrado a lo mismo! Seguía rumiando el pasto amargo de mis inquisiciones sobre la íntima tragedia española engendradora de malcontentos, agraviados, resentidos, resquemorados, puntillosos, recelosos, desesperanzados y desesperados, cuando ha venido a dar a mis manos la nueva edición de la Historia de los Heterodoxos Españoles, de mi venerado maestro Menéndez y Pelayo, y cuyo sétimo y último volumen acaba de aparecer. ¡Y qué de actualidad! Porque parece de hoy la quijotesca batalla que don Marcelino libró hace más de medio siglo contra los campeones de la revolución liberal de España. ¡Qué obra de periodista! De periodista, sí.

¡Y no era chica la ojeriza que don Marcelino le había cobrado al periodismo! Escribiendo de Feijóo decía: “No quiero hacerle la afrenta de llamarle periodista, aunque algo tiene de eso en sus peores momentos, sobre todo por el abandono del estilo y la copia de galicismos.” En otro pasaje llama a los periodistas —que parecen ser los encantadores, malandrines y follones de Don Quijote— “mala y diabólica ralea nacida para extender por el mundo la ligereza, la vanidad y el falso saber”…, y sigue la tirada. En otro, hablando de los Desengaños del teatro español, de Moratín el padre, decía que “si no eran periódico ni salían a plazo fijo por lo menos deben calificarse de hojas volantes análogas al periodismo”. ¡Hojas volantes! ¡Hojas volantes las Epístolas de San Pablo, a quien un prelado de la Iglesia católica llamó periodista! ¡Y hojas volantes las páginas del libro, profundamente periodístico, de don Marcelino! ¡Hojas volantes! Y días, y años, y siglos volantes y volanderos. ¡Y lo que nos remeje el ánimo la relectura de la obra quijotesca antiliberal en este siglo al día tan macizo y apretado que se nos está volando!

En otro pasaje dice de Feijóo don Marcelino que fue “filósofo” sin duda, aunque no de la generosa madera de Santo Tomás, de Suárez o de Leibnitz, sino con esa filosofía sincrética y errabunda, a cuyos devotos se llama hoy “pensadores”… ¿Y él, don Marcelino? Él, el periodista que compaginaba en robustos volúmenes hojas volantes, pensador —o investigador más bien— sincrético y errabundo más que filósofo. Benedetto Croce ha visto muy bien que le faltó filosofía. Y yo, que fui su discípulo directo —y hasta oficial—, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó, y que buscó en la erudita investigación una especie de opio, un anestésico, un nepente, que le distrajera. No se atrevió a mirarle ojos a ojos humanos a la Esfinge, y se puso a examinarle las garras leoninas y las alas aguileñas, hasta a contarle las cerdas de la cola bovina con que se sacude las moscas de Belzebú. Le aterraba el misterio. Y por esto él, que tan hondamente sintió a Lope de Vega, no llegó a penetrar en todo el trágico sentido de Calderón, el de “la vida es sueño”. Y es que temía que este sueño le quitase el sueño.

En todo su juicio sobre el siglo XIX español, el de la revolución liberal, se ve que don Marcelino no logró penetrar en el fondo de él, no logró ver la agonía de una fe que se le antojaba sin heterodoxias apenas, no logró percatarse de todo lo que había, en que casi ningún español medianamente culto creyese que fuera de la iglesia no hay salvación, que el que se muere sin aceptar sus dogmas —ni aunque sean el de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma— se condene por ello a penas eternas, ni pudiese creer en estas penas, y con ello ni en eternos goces. Don Marcelino no llegó a tocar el fondo de la tragedia espiritual nacional, nacida del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución, y que fue, no que nuestras clases cultas, burguesas, hubiesen perdido la fe en la religión católica como freno de malas pasiones, por temor al castigo y amor al premio de ultratumba, que esto no es más que ética o acaso política y carece de grande y eterna importancia, sino que habían perdido la fe rigurosamente religiosa, la esperanza más bien, como consuelo del delito mayor del hombre, que es, según Calderón, el de haber nacido. Don Marcelino no vio que la Iglesia católica española, la clerical, la de la Contra-Reforma, la jesuítica, se constituyó en policía, y no vio las desesperaciones a que conducía a los espíritus renacientes, reformados y revolucionados, la incertidumbre de su propio destino y de su vocación íntima. ¿Es que no vio toda la tragedia, por ejemplo, de aquel pobre don Benito Bails, matemático de fines del siglo XVIII, a quien se le dio su casa por cárcel por haberse confesado “reo de vehementes dudas sobre la existencia de Dios y la inmortalidad del alma?”

Empiezan ya a resucitarse juicios de don Marcelino en su periodística Historia de los Heterodoxos Españoles, y se parece querer proseguir en su incomprensión —¡y cuán comprensivo era en todo lo demás, y sobre todo en estética!— del último fondo de la revolución religiosa —que no fue otra cosa— de la España de los Borbones. No vio que la llamada Contra-Reforma, la española, llevaba en sí todo el jugo de la Reforma, la germánica y aun la ginebrina, contra que luchaba; no vio que la cruz de una cara es, a la vez, la cara de una cruz. Y aún siguen sus continuadores sin atreverse a mirar ojos a ojos humanos a la Esfinge. Y siguen hasta contándole las últimas cerdas que le han salido en la bovina cola con que sacude las moscas de Belzebú; siguen escudriñando los servicios que a la llamada “ciencia española” rinden estos o aquellos eruditos y diligentes padres espirituales y teocráticos; siguen sin querer comprender que la cruz no puede ser cetro de rey, y menos de rey de este mundo, sino símbolo de consolación dolorosa y acaso de esperanza desesperada; siguen sin querer darse cuenta de que la Policía —tal es la moral— es una cosa del César, y que de Dios es la religión, el sueño del divino sueño con que nos sueña.

Volveremos, pues, a nuestro —¡y tan nuestro!— don Marcelino y a sus voceros de hoy; ya que sus días de periodismo antiperiodístico han vuelto. Y aquí estamos con estas hojas volantes, que son estos nuestros comentarios… periódicos.

Hay que enterarse

El Sol (Madrid), 15 de mayo de 1932

Escapando, de momento al menos, al hoy tumultuoso, a fin de tomar fuerzas para el mañana, me remonté al ayer de hace un siglo, a la época aquélla en que Mariano José de Larra, Fígaro, dechado de periodista —de la “mala y diabólica ralea” que tanto atosigaba a don Marcelino—, escribía sus artículos en El pobrecito hablador. Me puse a leer los dos primeros: “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”, y la “Carta a Andrés”. Y me encontré al punto en el hoy y en el hoy más candente. Y me di cuenta de que el hoy es el ayer, y que acaso el ayer es el mañana. “Todo está lo mismo, parece que fue ayer”, dice un consabido dicho decidero. Y yo he dicho por mi parte, y hoy lo repito, que “cualquier tiempo pasado es mejor”. El ser pasado, su preteridad lo mejora. ¿Pero acaso está todo lo mismo?

Fígaro resumía su juicio respecto al público diciendo que “el ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende”. Y ponía en duda que sea público el que deja en las librerías las obras clásicas nacionales y “en las épocas tumultuosas quema, asesina, arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula”. Ese, sin duda, no es público, que es cosa de literatura, mas ni es pueblo, que es cosa de vida común, de civilidad. Y en la “Carta a Andrés” vuelve Fígaro al tema, aunque con un rodeo, al preguntarse: “¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?” Que es preguntarse si no se consume porque no se produce o no se produce porque no se consume. Lo que me recuerda aquella contestación de un querido amigo mío, hombre cultísimo, lector infatigable, que preguntándosele una vez por qué no escribía, respondió: “No soy más que lector; yo produzco consumo.” Y no era poco en un tiempo en que apenas leían sino los escritores —se leían unos a otros—, haciendo de la literatura coto cerrado. Sin que se pudiera decir por eso que ni los que leían supieran escribir ni tampoco que los que escribían supieran leer. A lo que hay que añadir que de nuestros Institutos de segunda enseñanza —ahora Liceos— se suele salir sin la menor educación de escritor, que un bachiller nuestro apenas si ha aprendido a redactar una carta. Nuestro profesorado de segunda enseñanza no conoce la tan pesada como generosa obra que le incumbe al de Francia con la tarea de tener que corregir los devoirs, los ejercicios escritos de los alumnos. Y a pesar de ello…

A pesar de ello hemos adelantado, y no poco, desde hace un siglo, desde los días en que Larra preguntaba quién es el público y si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee. Y hemos adelantado, es decir, nos hemos civilizado merced a la Prensa. La Prensa ha hecho lo que no ha logrado hacer la enseñanza pública oficial. Y esto os lo dice un universitario que es a la vez un periodista, un escritor de hojas volantes. La Prensa ha hecho que el pueblo se haga público. Y el mismo don Marcelino hizo más por la ilustración popular con su obra de periodista, de apologista de la plaza pública, que con su obra universitaria, a la que nunca le tuvo gran apego.

La Prensa es la que más ha contribuido a hacer conciencia popular nacional. Con-ciencia, o si queréis con-sabiduría, a que los españoles con-sepan lo que les interesa. Que consaber es el camino para consentir. Y conviene, y más ahora, insistir en esto del consaber, del enterarse —enterarse es la forma romanceada del latinismo integrarse—, para librarnos del confuso sentido —muchas veces contrasentido— que se amaga en términos como el de “cordialidad”. Cuando de éste se abusa hay que recelar engaño. No concordia, ni discordia, sino con-ciencia. Que cada uno sepa lo que quiere y quiera lo que sabe; que cada uno sepa lo que da y lo que pide, sepa lo que concede y lo que niega.

Para enterarse, para integrarse, naturalmente, lo que hace falta es tener buenas entendederas, pero esto depende, naturalmente, también de las explicaderas de quien se nos dirige. Y es cosa de observación cotidiana lo de que aquellos que más se quejan de la incomprensión ajena suele ser porque no saben —o mejor, no quieren— darse a comprender. Y ni siquiera darse a entender. Que los que más presumen de hablar claro suelen ser los que hablan más oscuro. Desde luego no hay nada menos claro que las llamadas estridencias, como no sea ciertas sinceridades. Que con razón se ha dicho que hay una cierta sinceridad que está reñida con la veracidad.

A la Prensa le compete la labor de aclarar los problemas públicos —públicos y populares—, de enterar de ellos al pueblo. ¿La cumple? En general, sí. La Prensa española es hoy una de las más honradas, de las más veraces y de las mejor enteradas. Y de lo que debe cuidar es de no empeñarse en definir demasiado ni las instituciones ni los problemas, ni menos las personas. Aunque éstas, las personas, sean individuales o colectivas, son, gracias a Dios, indefinidas e indefinibles. No se define a una personalidad viva. Nadie osará definir a Felipe II, a Cisneros, a Calderón, a Cervantes, a Goya, a Prim… Acaso quepa definir —y lo dudo— a un radical socialista, pero a este concreto, individual, de carne, hueso y espíritu, a éste no lo define nadie. Ni se puede definir él mismo. Cabe definir la república, y la monarquía, y la dictadura, y la anarquía, que todo esto no es más que sociología, pero no cabe definir España, o Cataluña, o Vasconia, o Galicia, o Castilla, que son indefinibles.

Pero sobre esto de la definición, que tanto daño nos está haciendo, a favor de la pereza mental de los partidarios —que pues forman parte de un partido, en el que se definen, y no de un entero en el que se enterarían, no se enteran—, sobre esto he de volver. Y he de volver para insistir en que enterarse es indefinirse. Y si alguien me dijere que éstas no son más que logomaquias lingüísticas le diré que es, en gran parte, merced a ellas como he logrado redimirme de la servidumbre del santo y seña, de eso que llaman disciplina, y que de disciplina, de cosa de discípulo, del que discit o aprende, del que se entera, tiene muy poco si es que tiene algo. Y de aquí el que cuando se trata de resolver un asunto en que hay que enterarse, el mayor tropiezo para el enteramiento sea la falsa disciplina del partido. Un partidario no suele enterarse.

Serenidad

El Sol (Madrid), 20 de mayo de 1932

Observamos, no sin complacencia, por de contado, que empieza a desconfiarse de eso de la cordialidad y a sustituirlo por serenidad. La cordialidad, como todo lo que dice el corazón, es muy peligrosa para entenderse y enterarse —hacerse enteros— los hombres. Cierto es que, como decía Pascal y lo hemos repetido muchos, más o menos pascalianos, el corazón tiene sus razones; pero las razones del corazón, sobre todo las del corazón de la turba, suelen ser razones turbias y turbulentas. Con esas razones no se razona, no se “enrahona” bien. Y el corazón, además, y esto es lo peor, suele gustar andarse por encrucijadas y callejuelas y pasillos, en penumbras, y valerse de artes de seducción que huyen de la serenidad.

¡Serenidad! Sereno (“serenus”) es lo propio de la tarde, la “sera”, cuando es clara. En tierras de Castilla, en tierras de Salamanca al menos, las gentes del pueblo se reúnen a convivir, a conversar, a enterarse unas con otras, en las tardes serenas, cuando empiezan a nacer las estrellas, y a esa reunión se le llama “serano”. Y en las villas, cuando el velador nocturno da las horas a los acostados, les saluda acaso con un “¡Ave María Purísima!”; pero de ordinario al número de la hora añade un… “… y sereno” si el tiempo, si el cielo lo está. Y sabe el acostado que si se asomase a la ventana y recostándose en su alféizar mirase al cielo, vería sin nubes la estrellada, vería la verdad del mundo infinito, que de día, aunque esté sin nubes, encubre y tapa el sol, corazón turbulento de nuestro pequeño mundo. Ya dijo el poeta que “ese cielo azul que todos vemos ni es cielo ni es azul”. Aunque esto no sea más que una salida tropológlca. Pero para serenidad de noche, cuando se abre la inmensidad, cuando se abre el cielo, cuya visión le sobrecogía a Kant como la visión de su propia conciencia.

En Flandes, los veladores nocturnos, los serenos, lanzaban desde lo alto de una torre, a bocina, el “alles is stil!”: todo está tranquilo, que es, en otro sentido, nuestro “¡…y sereno!” Y en ese mismo Flandes, cuando empezaba a luchar contra el poder de nuestros Habsburgos, de los Austrias de España, en tiempo de aquel Carlos Quinto de Alemania, Primero de España, el nieto de nuestros Reyes Católicos, el que encarnó en Gante para empezar a vivir en Yuste, en aquel Flandes se celebró, y en Gante, un “landjuweel” en 1539, un concurso de “moralidades”, y fue el mismo Carlos Quinto quien propuso el tema tradicional: “¿Cuál es el mayor consuelo para un moribundo?” (Twelck den mensch stervende den meest troost es?, en flamenco.) Fue tal el escándalo de las respuestas —luteranizantes—, que se prohibió la lectura en la representación.

“¿Cuál es el mayor consuelo para un hombre moribundo?” El tema de Carlos Quinto decía “hombre” —mensch—; pero lo mismo cabe añadir pueblo. Aunque no se trata, ¡claro está!, de muerte física o material. El que hablaba de consuelo para un hombre moribundo —mensch stervende—, creía al hombre inmortal. Y aún más inmortal que un hombre —si es que cabe más y menos en inmortalidad— es un pueblo, es una nación. Y ¿cuál es el mayor consuelo para un hombre, para un pueblo agonizando, es decir, luchando por su inmortalidad? ¿Cuál es el mayor consuelo para un pueblo que en un momento de su historia, de su vida, siente que se le muere una forma de esa vida, siente que se tiene que trasformar si ha de seguir viviendo su inmortalidad histórica? El mayor consuelo es morir —o, mejor, transitar— al sereno, contemplando el cielo eterno de las estrellas. Su consuelo no ha de hallarlo en las turbulencias del corazón, no ha de hallarlo en una engañosa cordialidad, sino en la serenidad de la visión hitórica, sin nubes, ni brumas ni nebulosidades.

Y las peores nubes son las que más empañan la claridad del cielo de la historia, las que más enturbian —con pasiones de turba— la serenidad; son las nubes definitivas. Queremos decir las de definición. Porque nada más turbio que las definiciones, sobre todo las jurídicas, las políticas y las teológicas. Apenas si se salvan las definiciones geométricas o matemáticas y las logométricas o gramaticales. Y aun… ¿Pero las otras?, ¿las de los juristas? Qué de nebulosidades —y definitivas— en los conceptos de soberanía, autonomía, federación, delegación…, y tantos más. A las veces se puede aclararlos algo logométricamente, por análisis lingüístico, ¡mas aun así.… ¡Porque ha entrado tanta cordialidad turbia y turbulenta en la serenidad del lenguaje racional! ¡Tienen tantas resonancias emotivas las palabras!… ¡Sobre todo cuando se hacen motes! ¡Y cuando sirven a intereses de partidos y de particularismos!

A lo partido —y a un partido— se opone lo entero. Y esto de entero viene del latín “integrum”. Lo entero es lo íntegro; la “enteridad” —y con ello la entereza— es la integridad. Y aquí entra lo de integral e integralidad. Lo integral es lo enterizo, lo no partido; es también lo indiferenciado. Enterarse es integrarse, es completarse. Y cuando uno pierde su integridad, su enteridad y se le restituye la parte que perdió, se le reintegra, se le integra. Que también se dice, con otro derivado, que se le “entrega”. Y es curioso que habiendo derivados populares, romanceados, de “integrum”, en castellano, en portugués, en francés, en italiano, apenas si le hay en catalán. Porque, en rigor, en catalán “enter” es un castellanismo. La voz propiamente catalana es “sencer” (o, mejor acaso: “sencé”). Pero la concepción radical es otra. Porque “entero” es una cosa y dice relación a integración, y “sencer”, sincero, es otra, y dice relación a pureza. El que se integra, el que se entera —y no cabe integrarse sino en otros y con otros—, suele tener que perder su sinceridad, su pureza. Hasta cabría sostener que la sinceridad —que tira a conservar lo diferencial— se opone a la enteridad, a la integridad con otros. Y basta por hoy.

Tendremos que volver a esto, a considerar que el consuelo de perderse, de morir como pequeño todo “sincero”, puro, para renacer en una integración, en una enteridad superior, en un todo entero, el consuelo de tener que inmolar la sinceridad diferencial, particular, para hallarse más radical y hondamente uno mismo —mismo con otros—, ese consuelo estriba en la serenidad de contemplarse en el cielo estrellado y sin nubes de la historia universal. Al nosotros del “nos-otros solos” no le queda más que el pobre anejo del “-otros”. Y el otro, en rigor de sentido espiritual, aunque se quede sincero, puro, no es entero La consolación de la muerto de la sinceridad, de la diferencialidad, de la pureza, que es “avara pobreza” —ya lo dijo Dante—, está en la serenidad con que se afronta, haciéndole callarse al corazón, una muerte que es puerta de inmortalidad. Y es amor lo que nos dicta este consejo.

En la fiesta de San Isidro Labrador

El Sol (Madrid), 22 de mayo de 1932

Era el día de Pentecostés, de la Conmemoración de la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, que en este año ha coincidido, por providencial dispensación, con el de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, el 15 de mayo. San Isidro, Labrador de Madrid, cuando Madrid se labraba, cuando era tierra labrantía. Y como sigue siendo pueblo hoy por el pueblo es tierra y tierra de labranza.

Y ese día de Pentecostés y de San Isidro entróse uno —uno solo— en la calle de Toledo por la plaza Mayor. A la entrada y a la izquierda, en los soportales, este rótulo de una tiendecita de aquellas que soñó Galdós: “Fábrica de flores.” ¿Sería un agüero? Más adelante se le acercó a uno una anciana preguntándole: “¿Es por aquí la catedral, señor?” ¡La catedral! Trasciende a provincia, a pueblo provinciano. Y pasan donairosas y alegres —no se sabe sin con alegría republicana, pero sí popular— muchachitas en flor. El mocerío se enracima en los tranvías. Y uno —uno y solo— se siente preocupado entre oleadas de pueblo. Son los que fueron hace un siglo, hace siglos, son los que serán dentro de un siglo, dentro de siglos. Están sobre los regímenes y por debajo de ellos, en sus copas y en sus raíces. Y se siente uno pasar. Y ¡ay si pudiese guardar para siempre —¡para siempre!— este momento —¡coger el instante!— y hacerlo sempiterno! Y siente la enorme y trágica melancolía de esta vocación de cronista —de temporalista— de la eternidad cotidiana. El temporal pasa. Y al querer así acuñar en estampa esta sensación ¿no pierde uno su goce puro?

Salió uno a la calle de la Cava Baja. O mejor, entróse en ella, pues que salir es entrar. Posada del Dragón, Posada del León de Oro, Posada San Isidro, Flor de la Mancha…. Posadas, no hoteles. El pueblo allí se posa. Hotel, hostal, aunque propiamente hospedería, nos sabe a algo como hospital; es para enfermos de urbanidad, no de civilidad. Y por allí calle de Latoneros, y de Tintoreros, de gremios populares; nada de figurones o fantasmones, héroes o no. Una muchachita, en una portalada, le decía a otro: “… en mi pueblo…” Y al oírselo husmeaba uno tierra de labranza, heno mojado de rocío. Y luego, la Cruz de Puerta Cerrada que abre sus anchos y blancos brazos de piedra; una cruz pura, sola, sin Cristo. ¡Líbrenos Dios de bárbaros, sin tierra ni pueblo, a quienes se les ocurra derribarla!

La calle de la Cava de San Miguel, casas con recalzo en escarpe y grandes ventanas enrejadas, como en Cuenca. Y la plaza de San Miguel, con tristes acacias encallejonadas, algunas con florecicas blancas esmirriadas. ¿De fábrica? Y allí al lado, junto a un mercado de abastos, un “cine”. Las alegres mocitas callejeras no son estrellas de “cine”, sino estrellitas de calle, y como si chinarrillos, dulce y suavemente refulgentes, de Camino de Santiago. Y en la plazuela de Santiago. Y en la plazuela de Santiago, allí cerca, entró uno en aquella iglesuela insignificante, sin más cuño ni carácter que el de no tenerlo, y es bastante. Estaría desierta a no ser por un hombre de pueblo, todavía joven, que de rodillas sobre el asiento de paja de una silla reclinatorio, se enjugaba pudorosamente los ojos. Pintada en un pilar la roja cruz de Santiago, puñal ensangretado todo. Pero algo se preparaba, pues empezó un discreto trajín sacristanesco. Y al salir uno dio con un “auto” del que sacaban a un niño de días cuya cabecita desnuda derramaba, al sol de la tarde, serenidad por el recinto de la plazuela. Era que le llevaban a bautizarle al pie de la cruz roja de Santiago.

Salióse uno, y al doblar la iglesuela de la calle de Santa Clara, y en su otra esquina: “En esta casa vivió y murió Mariano José de Larra.” Y el año, hace cerca de un siglo. Y allí vive y muere; allí sigue viviendo su muerte trágica, su suicidio. Y uno soñaba religiosamente: ¿No siente? ¿Le siente a uno Larra? ¿Siente su tierra y su pueblo, su España? También él atesoró momentos huideros y los eternizó; eternizó la momentaneidad momentaneizando la eternidad. También él se bañó en oleadas del “hombre tierra” —que así, con estas mismas palabras, le llamó; también él, que era uno —otro—, se sintió solo en la común soledad española. Y el pueblo en torno de él se reía, jugaba, se holgaba, se regocijaba, se gozaba, aunque a las veces llorase y se desesperase; pasaba y se quedaba.

“¡Todo el año es Carnaval!», sentenció el suicida. Sí; pero todo el año es también Semana de Pasión, y es Pascua de Resurrección, y es Pascua de Pentecostés; todo el año es bajada del Espíritu Santo, del Consolador, para el que al espíritu se abre, para el que se abre al pueblo y a la tierra labrantía. Y todo el año es Navidad; en todo él nacen almas puras en cuyas frentes se alumbran los ocasos. Y uno se fue llevando en la hondura del alma la visión de la cabecita luminosa del nene a quien se le llevaba a cristianar al pie de la cruz roja de Santiago, del puñal ensangrentado todo, y la efigie del que en la otra esquina se quitó, hace cerca de un siglo, la vida solitaria. Y una grande, una enorme, una muy honda tristeza se le fundió, se le confundió a uno con una grande, una enorme, una muy alta alegría y se le llenó de serenidad el espíritu de pueblo y de tierra. Y es que al enchufarse y concadenarse una en otras las dos simas, la de dentro y la de fuera, se engendra el orden y el caudal de corriente pura, limpia y clara, se cuela entre zaborra y espumarajos y revoltijo de éstos y aquéllas. Que un bebedizo de sosiego no obra sino filtrado. Y hay que entregarse.

Fue el día de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, y el mismo día en que se conmemoraba la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

Imaginaciones

El Sol (Madrid), 26 de mayo de 1932

Innegable que pesa sobre una gran parte de la gente —y gente no es precisamente pueblo— un cierto estado de desasosiego común y contagioso, “¡Que se reviente de una vez!” “¡Se vive con el alma en un hilo” “¡Así no podemos seguir!” “¡Hay que salir de esto!” —se oye—. Y con ello friega de sentimientos y refriega de resentimientos encontrados y en choque. ¡Y luego rumores! “Se dice que…” Y no es que esperen lo inesperado, según el consejo de Heráclito de Efeso, con esperanza, sino que lo esperan o, mejor, lo aguardan con temor. “¿Qué va a pasar aquí?” —se preguntan—. Y tanto o más que en busca de Mesías andan en busca de profetas de Mesías. Todo lo cual es una enfermedad de la imaginación colectiva.

¡Imaginación! “Autos”, aviones mecánicos, “cines”, “radios”, gramófonos de altavoz…, no hay tiempo de enterarse de nada de lo que pasa, ni de lo que se queda, ni de entregarse a ello. “Agua pasada no mueve molino”, dice el consabido refrán del pueblo; pero mueve la mente del molinero. Y la mente del molinero es también molino, que mueve al otro. El que obra en la Historia necesita adquirir conciencia de su obra. Y la gente no digiere la historia que vive; no la digiere, sino que la rumia; no medita, sino que cavila. ¿Es que se vive demasiado de prisa? “¡Se vive!”, suele decirse con una cierta engañosa satisfacción. Pero ¿se vive o se experimenta?

¡Imaginación! Desde hace algún tiempo los adeptos de la novísima filosofía fenomenológica alemana han forjado un sustantivo para verter el germánico Erlebnis, y es el de: vivencia. Y empieza a sonar lo de vivencias. El verbo alemán erleben solíamos traducirlo por experimentar, pero se ha caído en la cuenta de la diferencia. No es lo mismo vivir que experimentar un malestar creciente, póngase por caso. Ni por otra parte la experiencia es la experimentación. Y en el fondo se trata de poder imaginarse, de poder soñar acaso, aquello que se vive. No se vive vida íntima espiritual, vida histórica —en cierto sentido podría decirse que vida religiosa—, sino pudiendo imaginarla, soñarla, en vivo. No por el entendimiento, no por el sentimiento, no por la voluntad vive el hombre vida humana, sino por la imaginación. Todo el poderío del ánimo consiste en imaginar lo que se ve. ¡Imaginar lo que se ve! “¡Quien lo creería…, si parece un sueño!” —se dice—, y cuando así se dice es que se está ante un verdadero sueño, ante una realidad espiritual. “¡Quién lo creería!…”, pero es que tan creencia como la de la fe es la de la razón, que si fe es creer lo que no vimos, razón es creer lo que vemos, creer en el sueño. Y crearlo al creer en él. Mas para ello hace falta ocio, vagar, ¿y dónde le hay hoy? La imaginación se cansa no de imaginar, sino de no poder imaginar, de que no le quede ocio para imaginar. Trabaja a destajo y nada produce.

¡Imaginación! La vivencia, la Erlebnis, la experiencia vital es algo imaginativo. Pero —ya lo hemos dicho— no es lo mismo experiencia que experimentación. Ni es lo mismo un hombre experto que un hombre experimentado. La experimentación nos trae a las mientes cuines (conejillos de Indias) y ranas de fisiólogos. Y acaso alumnos de laboratorios de pedagogía norteamericana. En la experimentación se trata de poner algo a prueba. Y consabido es el peligro de las probaturas, pues en probaturas se fue —dícese— la doncellez de la Juana. Y hace poco que un grupo de estudiantes universitarios —probablemente de la F. E. C.— se quejaba de que los profesores les habían tomado de cuines (cobayas) para experimentos políticos. Y lo que es indudable es que con la preocupación de que no hay tiempo que perder, de que hay qué acompasarse al ritmo de la vida moderna, menudean, acaso más de lo debido, los experimentos, los ensayos, las probaturas.

¡Imaginación! Cada vez que oímos hablar de emoción republicana, de fervor republicano, de conciencia republicana, nos imaginamos que el pueblo español no ha llegado todavía a imaginarse lo que sea una República. A lo sumo lo que hace ya años oíamos en Balaguer a un republicano catalán: “La República es una Iglesia en que todos son herejes.” Lo cual no carece de sentido, pues es una expresión del absoluto individualismo, rayano en el anarquismo, de la atomización de la soberanía. No de la soberanía popular, sino del montón de soberanías individuales. Y son casi los únicos, nuestros anarquistas ibéricos, los que se imaginan —y para ello hace falta bien poca y bien, pobre imaginación— una República así, en que todos sean herejes. Lo que no es, ¡claro!, una Iglesia herética. Pues una República en que todos fuesen soberanos, jamas llegaría a ser una República soberana.

¡Imaginación! Los ciudadanos españoles —de toda España— que el 12 de abril del pasado año de 1931 votaron por un nuevo régimen, por un cambio de régimen, ni se habían imaginado lo que pueda ser una República, ni ahora, después de los experimentos, de las vivencias si queréis, de las probaturas, se lo imaginan. “¿Para esto ha venido la República?” —se le oye exclamar a alguno que se cree lesionado en su soberanía individual, en su real y santísima gana.

¡Imaginación! Se le puede, sí, ayudar con obras de imaginería, pero de nada sirve sacar estas por plazas, plazuelas, calles y callejas cuando la procesión anda por dentro. Banderas tricolores, gorros frigios, himnos de Riego… ¡Bien!, pero… La imaginación, como la liturgia, suele cansar a la imaginación sin despertarla. Lo que hace es adormecerla.

—¡Ay, amigo! —me decía un coetáneo mío—; usted sabe cuánto deseé el cambio, aunque sólo fuese por cambiar de postura, pero si viera usted, aquí entre los dos, ya que nadie nos oye, cuánto echo de menos aquellos para mí apacibles tiempos de la Regencia, despuésdel 98, en que ustedes se desataron, aquellos tiempos de apacible siesta comunal, cuando los caciques apacentaban al noble pueblo, y los Republicanos históricos colaboraban, con su discreta oposición, en la historia de la Regencia. Sí, sí; sé lo que me va usted a decir, pero…

Pero ¿qué le iba yo a decir? Mi profesión es imaginar y hacer que otros imaginen, y hasta hay quien se empeña en atribuirme el que me arrogo el papel de profeta, pero…

Hay toda una filosofía del “pero…”

¿Qué sobra o qué falta?

El Sol (Madrid), 29 de mayo de 1932

Entre los tópicos —y a la vez trópicos— que de más curso gozaban en aquellos benditos tiempos de la siesta nacional monárquica, había dos que sonaban con frecuencia, y ¡eran el de “menos política y más administración”!, y ¡el de “menos doctores y más industriales”! Claro está que lo que llamaban administración no era sino política, generalmente mediana, y los industriales que pedían convertíanse en doctores en Industrias, pues éstas no se fundan así como así, con tópicos más o menos gacetables.

Nos trae ahora a las mientes este segundo tópico regeneracionista el grave problema —y esto de los problemas también es tópico— que se le presenta a España, como se les ha presentado a los demás pueblos civilizados, del pavoroso aumento del número de jóvenes que se dedican a las que se llaman profesiones liberales —¡liberales!— que ingresan en liceos y Universidades, que corren tras de lo que se llama un destinillo, que se preparan a funcionarios públicos, ya que esta República va a ser, no de trabajadores, sino de funcionarios públicos, de empleados. Es la proletarización de la llamada clase media, que entre nosotros apenas si ha existido hasta hace poco. Y hoy se nos aparece. ¡Y con qué aspectos!

“¡Sobran abogados! ¡Sobran médicos!”, oímos decir. Y se nos ocurre: ¿Y qué no sobra? Porque sería muy cómodo cerrar el paso a esas tristes profesiones liberales a los jóvenes que a ellas se arrojan por no saber qué otro camino emprender; pero lo que no sería tan cómodo es indicarles ese otro camino. Lo que hay que decir no es qué es lo que sobra, sino qué es lo que falta. Y acaso no van descaminados los que piensan a lo malthusiano, que lo que sobran son hombres, o si se quiere bocas. No van acaso descaminados los que en las últimas grandes guerras, y en las que aún han de venir, no ven sino una restricción malthusiana al excesivo aumento de la población humana que el genio de la especie —aquel de que hablaba Shopenhauer— lleva a efecto. Sí, ¿qué es lo que falta? Que nos lo digan los que dicen que sobran médicos o abogados o ingenieros o lo que sea; que nos lo digan.

Ahora, desde que nos dimos cuenta de que la crisis económica de España se debe en gran parte al analfabetismo y estamos rumiando aquel máximo tópico —y máximo trópico— de “escuela y despensa” del león enfermo de Graus, hemos venido a dar en que lo que más nos falta son maestros de escuela, y se empieza a abrir esta carrera a los más posibles para formar así el proletariado pedagógico. Y de este modo se podrá llegar a que una buena parte de la población viva de enseñar a leer, escribir y contar al resto de ella. Y otra parte, ¡claro está!, a divertirla. Porque hay que dar ocupación a todos.

Sabido es que en la decadencia del Imperio Romano, cuando se iba disolviendo una civilización y se acercaba la ruralización medieval, el pedagogo, el encargado de adoctrinar en letras a los hijos de los patricios solía ser un esclavo. Y se ha dicho que una de las causas de aquella disolución fue el que los patricios, los hacendados, los señores, hubiesen sido educados por sus esclavos. Y ese carácter de esclavitud, de esclavitud resentida —y a las veces rencorosa— persistió por mucho tiempo en el pedagogo. Al pedagogo pagano sustituyó con el tiempo el pedagogo cristiano, el dómine, generalmente eclesiástico, el clérigo. Y el clérigo recibió toda la herencia espiritual del antiguo pedagogo a que sustituía. Y cuando de nuevo el pedagogo, el eterno pedagogo, se hace laico, ¿es que no sigue siendo, en el fondo, el antiguo pedagogo y el clérigo? ¡Ay de aquel inmortal Dómine Cabra, “clérigo cerbatana” del inmortal Quevedo! ¡Ay del martirio de San Casiano! ¡Ay del claustro de que salió la escuela! ¡Ay del proletario de las primeras letras!

¿Proletario? El pedagogo clérigo, en rigor, no era proletario, no tenía prole, porque el genio de la especie, la cordura subconciente del género humano le dictó el celibato obligatorio. Los que se fijan en que tan grande parte de los niños españoles que reciben enseñanza primaria lo hagan en colegios de frailes no recapacitan acaso en que ello se debe a que esos pedagogos han tenido que aceptar el celibato obligatorio, que es la marca de su esclavitud, de esa esclavitud inherente a su función docente. Y no hay persona observadora y reflexiva que no se haya percatado de que las llamadas órdenes religiosas se nutren de una recluta malthusiana, que van a engrosarlas aquellos que no hallarían una profesión con que poder criar una familia, una prole. O sea, ¡trágica paradoja!, que son los proletarios que no pueden tener prole y se tienen que dedicar a desasnar a lo prole ajena. Y si lográramos suprimir todos esos pedagogos monacales, todos esos esclavos del celibato malthusiano, y sustituirlos con pedagogos laicos, y ¡es claro!, padres de familia, proletarios de prole propia, ¿es que se resolvería el problema vital que palpita en el fondo de todo ello? El día en que lográramos que todos, absolutamente todos los niños españoles recibieran la primera instrucción obligatoria en escuelas regidas por maestros y maestras laicos, civiles, funcionarios racionales, sin celibato obligatorio, por supuesto, o sea proletarios propiamente dichos, ¿en ese día no surgiría otro problema? Es fácil que entonces se dijera: ¡sobran maestros! Porque habría que alimentarlos.

Me acuerdo la protesta que suscitó en cierta reunión de educadores cuando una vez sostuve que cuando una maestra pública se casa debe abandonar la enseñanza, pues no es posible que rija bien una escuela una mujer que tiene que concebir, gestar, parir y criar hijos propios, que una proletaria de prole propia no puede dedicarse a la prole ajena. En seguida se me echó en cara que abogaba por la docencia monacal. Y uno se me acercó luego y me dijo al oído: “¿Y qué le parecería a usted el celibato civil obligatorio?”

Empieza a hacerse España un pueblo de tinterillos, de funcionarios públicos, en vez de un pueblo de campesinos que venía siendo. El campesino huye del campo y, lo que es peor, lo aborrece. Y se empieza a oír el trágico tópico de “¡vuelta al campo!” ¡Qué fácil decirlo! Para que la gente vuelva al campo hay que hacer campo. ¿Es que sobra campo?, ¿es que falta campo?, ¿es que sobra gente?, ¿es que falta gente? ¿Es que España puede mantener a todos sus hijos?

“Y tú, ¿qué resuelves?” —se me dirá—. Yo no resuelvo nada; mi misión no es la de resolver. Mi misión es la de hacer que las gentes miren al fondo de los llamados problemas. No sé si sobra gente o falta tierra; pero si sé que falta valor para encarar la verdad.

Respeto al pensamiento privado

El Norte de Castilla (Valladolid), 31 de mayo de 1932

Suele hablarse de la vida privada y de que hay que respetarla, que harto es que los hombres públicos estén expuestos a todos los ataques que puedan dirigirse a su vida pública. Pero no sabemos que se haya dicho algo de la inviolabilidad del pensamiento privado. Porque si el hombre público, el político, tiene su vida privada en la que se refugia de los sinsabores de la otra, el escritor público, el publicista, el literato, tiene también su pensamiento privado. Y no es decoroso asaltarlo. Lo que uno crea deber dar al público, a su público, se lo da, pero si algo quiere reservarse, ¿por qué ha de pretender forzarlo cualquier indiscreto?

Nos referimos concretamente a esa, ya verdadera legión, de reporteros, enquesteros —o enquisedores, en rigor inquisidores— refitoleros y correveidiles que dan queriéndole sonsacar al escritor público, al publicista, su pensamiento privado. Apenas, por ejemplo, se pronuncian en las Cortes uno de esos discursos que en la jerga convenida se llama sensacional, cuando ya se le arriman a uno esos inquisidores, papelito y lápiz en mano, con aquello de: “¿qué le parece a usted?” Y si uno para sacudírselo dice que se reserva su juicio o que no le parece nada, le dan a la respuesta, no sin cierta malignidad, un sentido que no tiene. Lo hacen aparecer como un desdén hacia el objeto de la pregunta y no hacia la pregunta misma. Pero lo peor es cuando esos inquisidores no le preguntan a uno nada sino que se arriman, como confidentes policíacos, a un grupito en el que el escritor habla en privado con dos o tres amigos, para escamotearle un juicio privado. Y si luego uno lo rectifica, la cosa empeora aún más. El que esto escribe tiene que declarar por su parte que de cada docena de juicios u opiniones que se le atribuyen, lo menos ocho suelen ser casi totalmente fabricadas por otro y las otras cuatro trastornadas. Y que no se le cuelgue sino aquello que él, por su parte, y sobre su firma, emita. Y aun entonces no se ve libre de la mala interpretación. Y tiene que declarar también que no responde de casi ninguno de los dichos con que se le está tejiendo una especie de leyenda. Ha llegado a ver como citas suyas, y hasta entrecomilladas, sentencias que le han cogido enteramente de nuevas.

¡Y qué cosas se le preguntan al desgraciado que no puede tener pensamiento privado, o que no puede rehusarse a pensar sobre algo! Al que esto escribe se le preguntó qué impresión le habían producido las erupciones de ceniza de los volcanes andinos. Y contestó que protestaba indignadísimo contra la mala saña de esos volcanes, que era intolerable que una cordillera como la que separa dos pueblos tan nobles y tan inocentes como el chileno y el argentino, se vieran expuestos a la perversidad de esos titanes geológicos, que no creía que serviría querer tapar sus cráteres con grandes masas de cemento, pues los lanzarían como proyectiles… Y acabó recordando lo que Herman Melville, en su intensísima novela Moby Dick o la ballena blanca —aún está por traducir—, dijo de la divinidad malévola que se complace en atormentar a los mortales, y aquello de Leopardi de que hay que despreciar al poder escondido que para común daño impera y a la infinita vanidad del todo. Algún tiempo después se le preguntó sobre el asesinato del hijo de Lihnberg, y contestó que eso era efecto de causas económico-sociales sujetas al determinismo histórico, y que era ocioso dejarse impresionar y menos indignarse por ello, que era uno de tantos reveses a que está expuesta la vida humana y… así por el estilo. Ni una ni otra respuesta se publicaron.

¿Y por qué no se publicaron ni una ni otra respuesta? ¿Es porque se las tomó por eso que los mentecatos llaman paradojas de Unamuno? No, ni mucho menos. Porque si los inquisidores las hubieran estimado paradojas habríanlas aprovechado muy satisfechos de acrecentar el caudal de las que se me cuelgan. Pero no es así. En cambio, en cuanto se les ocurre una majadería en seguida la califican de paradoja y la ponen a mi nombre. Porque es de observar que para todos aquellos que carecen de entendimiento dialéctico, que son incapaces de penetrar en el fuego íntimo y trágico de las contradicciones del pensamiento vivo —el pensamiento que no es contradictorio en sí es pensamiento muerto—, para todos aquellos que presos del sentido común no han llegado a adquirir pensamiento propio, para todos aquellos que viven faltos de pensamiento privado, íntimo, intransferible, para todos estos son paradojas las majaderías que se les ocurren. Y ni aun estas suelen ser propias. Porque hay aquello que me decía un amigo: “Mi hijo Enriquito tiene un talento para decir tonterías…” En cambio, estos cuando quieren decir una tontería les resulta una vaciedad, una cosa que no quiere decir nada. Por lo cual a uno que con frecuencia me decía: “verá usted lo que quiero decir”, solía yo atajarle diciéndole: “Mire, amigo, a mí no me importa lo que usted quiere decir, sino lo que usted dice sin querer”. Porque es esto alguna vez se revelaba su pensamiento privado. Y hasta alguna verdadera paradoja, pero inconsciente, es claro.

¿Cuándo se nos respetará el pensamiento privado a los que por sino o por providencia estamos en esta tares de representar el pensamiento público?

Escuela y despensa únicas

El Sol (Madrid), 2 de junio de 1932

Suma y sigue. Porque nos peta continuar y ensanchar las consideraciones tan obvias que hacíamos en nuestro último comentario sobre lo que sobra o lo que falta. Consideraciones que a más de un lector le habrán parecido inspiradas en lo que se dice interpretación materialista de la Historia. ¿Pero lo es? ¿Dónde el materialismo? ¿Dónde la materia y dónde el espíritu? Muy en lo justo andaba aquel economista inglés que dijo que la economía y la religión son los dos ejes de la historia humana. Y acaso son uno solo. La llamada religión, una economía a lo divino, atenta a resolver el gran negocio —así le llaman los jesuitas— de nuestra salvación eterna, y la llamada economía política, una religión —lo es el bolchevismo— atenta a resolver el negocio de nuestra salvación temporal. Y entre las dos una estrechísima alianza.

Hablábamos de la recluta malthusiana de las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza para surtir de siervos pedagogos a la sociedad civil. Pero hay —se nos dirá— las otras Órdenes, las contemplativas, las dedicadas a la oración. También ellas cumplen una misión económica, o si se quiere económico-religiosa. Son asilos en que se refugian los náufragos de la vida, náufragos de nacimiento. Son los que permiten a los demás vivir con un poco, muy poco, más de anchura. De crisis económica surgieron en el siglo XIII las Órdenes mendicantes. Y quien lea atentamente nuestra literatura picaresca podrá darse cuenta de lo que significaban el monacato y la frailería cuando estalló la Reforma.

Hoy a la Iglesia sucede el Estado, y si aquélla, la Iglesia, fue una institución benéfico-docente, una institución benéfico-docente se está haciendo el Estado. Tiende a hacerse la escuela única y el asilo único. “Escuela y despensa”, que dijo nuestro Costa. Cuando oigáis hablar de eso de la escuela única fijaos en que no se trata, ni sólo ni principalmente, de que esté abierta la escuela a los hijos todos de los ciudadanos, cuanto de que sean funcionarios del Estado todos los instructores, todos los maestros. El Estado docente ha de atender tanto o más que a todos los que aprendan, a todos los que enseñen. Y a la vez el Estado se convierte en el único asilo, en la única despensa. Escuela única y despensa única. Y decidme, ¿son otra cosa el sovietismo y el fajismo? Y lo mismo da que el Estado surja de los Sindicatos únicos que de los Sindicatos libres. Las dos clientelas acaban por fundirse en una, única y… ¿libre? Libre, nunca.

Hay aquello que Carlos Marx llamaba el ejército de reserva del proletariado, el que había de mantener la que Lasalle llamaba ley férrea del salario, el ejército de esquiroles o rompe-huelgas. El de los obreros parados, que es de siempre, de los que con su paro mantienen esa ya mítica ley férrea. Y en cierto modo formaban parte de ese ejército económico la clerecía y el ejército militar. Para guardar la que se llamaba sociedad burguesa, o capitalista, sus capitales, sus caudales, tiene que rodearse de un verdadero ejército, diversificado; pero este ejército es el que llega un tiempo en que le consume tanta parte de caudal como el que trataba de guardar. La prima del seguro le cuesta tanto como el riesgo de que trata de asegurarse. Y es el proceso actual de expropiación del capitalismo. ¿Que los anarco-sindicalistas se preparan al asalto de expropiación? El remedio consiste en hacerlos guardias de asalto al servicio de los capitalistas. Es ya antiguo lo de que el matute se acaba haciendo celadores de consumos a los matuteros todos. Y así el asalto llega por otro camino.

Por los tiempos mismos en que nuestro Costa repetía su tópico de “escuela y despensa”, otro español típico, nuestro Ganivet, solía repetir otro tópico, y es que las revoluciones se evitan aumentando, universalizando la burocracia. Es el tópico central de la conquista del Reino de Maya por el último conquistador Pío Cid. Los señores serán despojados por sus criados. Pero figuraos que entra a conquistar el Reino —o República, es igual—, en vez de Pío Cid, que es una especie de Don Quijote, con una cabeza confusa, con un entendimiento brumoso, sobre un corazón y un sentimiento todos luz y nobleza, que entra una especie de Julián Sorel —el del Rojo y negro, de Stendhal—, es decir, una cabeza bien organizada, un entendimiento claro y cortante y frío, sobre un corazón torturado y resentido, y decidme lo que puede ocurrir. Aunque el resultado sería igual, pues no depende de la psicología de los conquistadores.

¡Lo que estamos pensando en estos días de disolución íntima de nuestro régimen histórico —disolución económica, disolución religiosa, disolución política, acaso disolución estética—, en nuestro Don Quijote, y en nuestro Íñigo de Loyola, y en nuestro Segismundo, y en nuestro Don Juan! Y andamos buscando en nuestra historia o en nuestra leyenda pasadas las figuras que correspondan al Yago shakespeariano o al Julián Sorel stendhaliano.

Nuestra España está entrando en el periodo disolutivo en que tan entrada está ya Europa, que va a un nuevo régimen económico-religioso. Hubo el Renacimiento, hubo la Reforma, hubo la Revolución. Ahora llega el Resentimiento y con él la escuela y la despensa únicas, el Reino de Maya.

¿Lucha de clases?

El Sol (Madrid), 5 de junio de 1932

El capítulo XVIII del Evangelio, según San Mateo, nos cuenta de cómo cuando le preguntaron a Jesús sus discípulos quién es el mayor en el reino de los cielos, llamó a un niñito, lo puso en medio de ellos y dijo: “De veras os digo que si no os volvéis y hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos; quien se rebaje como el niñito éste, ése es el mayor en el reino de los cielos.” Así el santo; pero el héroe ha nacido para conquistar reinos de la tierra. Pero el que conquistó con su vencimiento Don Quijote, ¿fue del cielo, o de la tierra? ¿Y fue reino? Acaso el que está entre cielo y tierra.

Y como hay hombres que parecen no haber tenido niñez nunca, hay pueblos lo mismo: pueblos que parecen haber nacido adultos, bien maduros, tal vez pasados, a la Historia. Pueblos de una gravedad que proviene de madurez prematura, de premadurez. ¿No os ha sorprendido, lectores, el estrecho lugar que llenan y el escaso papel que juegan los niños en la literatura castellana? El teatro, desde luego, los esquiva. Venid al último clásico castellano —que lo era—, a Galdós, y ved que, en contraste con Dickens, tantas veces su modelo, apenas si aparecen —y cuando lo hacen es esfumados— los niños en su obra. En la que no hay recuerdos de su propia niñez ni de la Gran Canaria. Parece como si los hubiese olvidado.

Y hay en cambio pueblos, como individuos, que parecen vivir apegados a su niñez, envueltos en un complejo de infantilidad, que podría decirse. Pueblos que un nuestro amigo llama folklóricos. Y que recuerdan en el respecto limpio y honesto lo que se ha llamado el complejo Edipo. En nuestra villa natal había un sujeto a quien se le llamaba Amagazlo, que en vascuence quiere decir “duerme con la madre”. Lo que llamamos un amadrado. ¡Y hay tantos que no saben despegarse de maternidades espirituales! Excelente cosa para poder entrar en el reino de los cielos históricos; pero, ¿para conquistar el de la tierra también histórica? ¡Ay de los pueblos que se creen muy antiguos, que se creen milenarios, porque se sienten niños! Y padecen complejo de infantilidad. Con todas las acciones y todas las pasiones de los niños. Y hasta una cierta dosis de cándida malicia pueril. Pueblos que cifran la política en danzas, canciones, trajes, ceremonias, festejos, liturgias y juegos de toda clase de infantilidad.

Este comentarista dijo una vez, a propósito del “aplec” de la protesta que presenció en Barcelona —¡y qué profunda impresión le causó!—, esto que allí, muchos no han olvidado: “Seréis siempre unos niños, levantinos. Os ahoga la estética.” Y esto lo dijo como si hubiese una voz que le salía de la entraña cantábrica —mejor, vascona—, siendo así que son dos infantilidades marinas o costeras. ¿Será la mar la que da infantilidad a un pueblo, y será la tierra, la tierra pura, escueta, la que le da ascética madurez? ¿No sería acaso la llanura manchega, el páramo castellano, el que hizo que Don Quijote surgiese ya más adulto y sin niñez?

Comparad al griego y al romano, a Ulises y a Remo y Rómulo, los criados por la loba. El romano, aunque nacido cerca del mar, es de tierra adentro; el griego, sobre todo el de las islas, es marino, y como el mar, ondulante. Y hasta sus lenguas: el griego es movible y cambiante como la mar; el latín, fijo y recio como la tierra. Y los grandes conquistadores, aunque hayan partido de la costa y hasta nacido y criádose en ella, proceden de linaje y abolengo de tierra adentro, de la meseta o de la sierra. Así cruzaron el océano Cortés, Pizarro, Orellana… Los otros, los costeros de raza, no conquistan, colonizan. Se hacen colonos y coloniales. Hasta en su propia tierra costera suelen formar colonia.

Y todas estas divagaciones de esa fantasmagoría que se llamó en un tiempo filosofía de la Historia, y a la que ha desplazado la hórrida sociología, le llevaron a uno a meditar en la última aventura de Don Quijote, cuando al borde del mar latino, mediterráneo, venció y vencióse con su vencimiento, que fue su victoria. La niñez espiritual se acaba en el hombre cuando descubre la muerte, que hay que morirse, al anunciársele la pubertad —¡qué bien lo sabía Leopardi!—; pero Don Quijote, que no tuvo niñez, sintió desde su principio la muerte. Y la sintió en forma de gloria, en forma de inmortalidad. Don Quijote, como su pueblo, sintió la inmortalidad de la muerte. Y Teresa de Jesús pudo decir lo de “que muero porque no muero”. En cambio, los pueblos niños, aunque sepan con el entendimiento —pues no son necios y algunos suelen ser inteligentísimos— que se tienen que morir, no lo creen con el espíritu. Y en todo caso, mientras nos dure la vida…

Y se siente uno sumido en un mar, no en una tierra, de confusiones. Y no llega a unanimidad consigo mismo. Que un individuo solo, aislado, puede no ser unánime si tiene más de un alma. Y ocurre que tenga un alma marina y otra alma terrestre o serrana. Y otras más. Y que luche en él la santidad con el heroísmo; que todos, en una u otra medida, tenemos algo de los dos.

Y después de todo esto, ¿hay una niñez quijotesca? Porque no tratamos de hacer un programa político. Ni todas estas divagaciones son pragmáticas, sino más bien prologales, que es muy otra cosa.

El niño es el padre del hombre

El Sol (Madrid), 14 de agosto de 1932

Suma y sigue, que aún no hemos acabado con lo de la niñez que tanto nos tira. Nos tira para esquivarnos de la actualidad que pasa y chapuzarnos en la eterna potencialidad que se queda. Ahora nos obsesiona el niño en esta España, al parecer renovada. ¿Cómo la sentirán dentro de veinte o más años los que hoy tienen en ella nueve o diez? De nueve a diez tenía este comentador que os dice cuando sucumbió la primera República española y bombardearon los carlistas su villa natal y se sintió nacer a la vida civil. Y luego, en el ya casi mítico 98, narró sus visiones civiles infantiles. Y por cierto que durante la Dictadura, como un profesor de la Normal de Orense recomendara a sus alumnos de Pedagogía la lectura de nuestros Recuerdos de niñez y de mocedad, fue censurado por el obispo y se le formó expediente académico. De aquellos recuerdos estamos en nuestra mejor parte viviendo.

Wordsworth, el reflexivo poeta inglés, dijo: “¡Mi corazón salta cuando veo arco-iris en el ciclo; así era cuando empezó mi vida; así es ahora que soy un hombre; sea así cuando me haga viejo o antes muera! El niño es el padre del hombre, y desearía que mis días estuviesen ligados unos con otros por natural piedad.” Y en su poema La excursión nos muestra cómo ya a un niño se le asentaron los cimientos eternos de su alma desde los seis años, cuando iba a apacentar ganado entre las colinas de Athol, que veía crecer en la oscuridad y surgir las estrellas sobre su cabeza. Niñez de soledad como aquella de otro máximo poeta, el catalán Verdaguer, mosén Cinto, cuando —y creo haberlo citado aquí otra vez— decía lo de: “¡Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia que no tuvo un mañana —que no tingué demá—, desde que triste añoro tu dulce compañía, cual fuente escurridiza mi vena se truncó!” ¡Esa mañana sin un mañana, es hoy eterno de la niñez! ¡Ese porvenir quieto! Cada ver que nos salta a la vista un niño se nos van los ojos tras de él, hacia el porvenir. Que es a la vez —¡entrañada dialéctica de la vida íntima!— írsenos hacia el pasado. Que el porvenir es un repasado, y en él, en el porvenir, tendrán que hacer nuestros nietos repaso de lo que hicimos nosotros.

Y ved niños de soledad. Al acabar el primer capitulo del tercer Evangelio dice el evangelista: “El niño crecía y se fortalecía en espíritu, y estaba en el yermo hasta los días de su mostración ante Israel.” ¡Pero hay tantas soledades infantiles! Figuraos un hijo de reyes, nacido rey y sin padre y que se críe en regia familia sin otro varón en ésta más que él, con madre, hermanas, tía, entre mujeres y domésticos de cualquier sexo, sin un hermano o un tío que le refrene con virilidad, ¿qué puede resultar? El misterio de la fragua del alma infantil, de su cimentación, es un gran misterio. Y el culto al niño, el más alto oficio religioso de una sociedad civil. Sólo así puede un pueblo no ya remozarse, sino reniñarse. Que no es aniñarse.

Y dándola vueltas en el magín a todo esto y al escaso campo que ocupan en la literatura y el arte castellanos los niños, vinimos a recordar a aquel pintor sevillano, Murillo, el de la tierra de María Santísima, de la Virgen Madre —toda madre lo es, pues la maternidad virginiza—, el que sintió como nadie la sagrada familia y a la Virgen Madre de olla y devanadera. Y aquel su San Antonio, maternal también, que tiende los brazos al Niño —el de la Bola—, que baja del cielo. San Antonio bendito, casero y casamentero, a quien piden novio las niñas —así las llaman en aquella tierra— casaderas. Y se los da el Santo, pero no por ellas, sino por el niño por venir, por el niño del porvenir. En tiempos de Murillo partían de Sevilla los que iban a poblar de españoles las Américas. Y en tierras españolas de fuerte natalidad no habían surgido doctrinas malthusianas. La Madre España, la que Waldo Frank en su obra Virgen España tan bien ha caracterizado a este respecto, sentía su maternidad conquistadora. Era una patria pobladora.

Hay que poblar, sí, pero con almas; hay que repoblar, pero repoblar tiene que querer decir reanimar. Sobre todo al campo. Toda la obra de la España nueva, reanimada en el campo, en la vida rural, toda su obra de civilización consiste en que los niños del campo y de la sierra sientan a la vista de éstos, del campo y de la sierra, del páramo y de las cumbres, que se les asientan en el alma los cimientos de la civilidad, de la historia patria, del pasado espiritual que hizo a sus padres. Cuando pensamos en una escuela sola para todos, para los hijos de los pobres y los de los ricos, para los hijos de Sancho y para los de Camacho el rico, cuando pensamos que es menester que los acaudalados hidalgos de los lugares, villorrios y aldeas no tengan que apartar a sus hijos de los de sus domésticos y enviarlos a colegio de industria pedagógica, nos damos cuenta de que la más perniciosa raíz del ausentismo de los señores de la tierra está en que creían tener que sacar a sus hijos del solar de familia para educarlos en la ciudad. El campo quedaba para los animales y los criados. Y así fue ello.

Y cuando, por otra parte, veamos esos niños de familias campesinas, esos que ven pasar por la carretera los autos de los turistas y esos otros niños de familias obreras, nos preguntamos siempre qué visión de España se estará fraguando en el hondón de sus almas. Los que tuvimos la suerte de que nuestra alma infantil se fraguara ante el hervor de luchas civiles, de luchas civilizadoras, en historia patria, pensamos siempre en cómo se podrá hacer entrar en civilidad a toda esa niñez española que duerme, casi sin soñar, en las soledades rurales de España.

Desde alturas de tierra

El Sol (Madrid), 18 de agosto de 1932

No, no cabe mantenerse en una tal tesón seguida y por tesonero que se sea, pues también la yunta de bueyes se gasta más tesando que no tirando del carro. Pero ¿dónde ampararse a derretirse en el ámbito del Madrid veraniego? El Retiro, la Moncloa, la Casa de Campo, la Sierra…; pero ¿y el páramo?, ¿el descampado campo manchego, quijotesco? De aquel Don Quijote a quien le tiró su estrella, su sino, desde la cuenca del Guadiana a la del Ebro, a Levante, como al Cid, su hermano mayor, de la del Duero a la del Jalón, a Levante también, a la cuna del sol ibérico.

Heme ido, pues, no a soñar, sino a leer sueños, al aire libre, en el cielo espacioso de la puesta del sol, desde las alturas de encima del Hipódromo. De un lado, Madrid urbano tendido bajo ese cielo espacioso, al pie del Guadarrama, y de otro, campos, no ya desnudos, sino desolados, Chamartín adelante. Campos terreños. (Aunque a este adjetivo le confine la Academia en dialectismo riojano.) Campos terreños, de sola y pura tierra, de tierra de cocer ladrillos y pucheros más que de pan llevar; de tierra con maleza rala y escueta, donde se arrastra el simbólico cardo borriquero. Campos terreños, sin verdura, que se encaran con el cielo desnudo; campos sedientos, que se abren en socavones y cárcavas. Tierras de destierro, descampados para campamento de gitanos y buhoneros y vagabundos, picarescas escurriduras de la civilidad al margen de la urbe ensanchada.

Del barro de esa tierra —del que se hizo a Adán— se hicieron adobes y ladrillos. De ladrillo las propias construcciones, a modo mudéjar, de los indígenas albañiles madrileños. Albañiles y no canteros. De cantería Santiago de Compostela, y Ávila, y Salamanca y otras ciudades así. El Madrid castizo y propio de tierra cocida. Así se hizo también la Torre de Babel. Las ciudades y villas de roca, berroqueño, de berrueco o barrueco, resultaron barrocas. Pero mirando al Madrid ensanchado desde estas alturas de sobre el Hipódromo las cúpulas, pingorotas y cimborrios barrocos, se pierden ya en un dédalo de terrazas y terrados rectilíneos de corte cubista. No ya arabescos, sino grecas; no ya virutas, sino escuadras. Pero cerrando el escenario la Sierra barroca, rocosa, aserrando la bóveda celeste.

Se ha puesto ya el sol bajo el cielo espacioso, que se ha espaciado más al ponerse aquél, sin duda para abrir más campo a las estrellas. Y todo el escenario se ha hecho más teatral. La Sierra y la serie de bastidores del nuevo caserío de este Madrid moderno parecen bambalinas. Creeríase que detrás de ellas no hay sino el vacío insondable. Y es un espectáculo, a la vez que teatral, dramático. Dramático por lo que sugiere y sugestiona. Le realza la iluminación fantástica de una gran urbe. Fantástica y eléctrica. Y suelta y resuelta la fantasía, sin hilo, empieza a resonar las bambalinas que se han derrumbado en este escenario; las de la Corte, las del Ejército, las de la Iglesia… ¿Qué queda en pie sobre el tablado? En estas mismas alturas, desde el Instituto Nacional de Física y Química —fundación de Rockefeller—, templo de la ciencia, de encendida encarnación, a escuadra también de ladrillo, vio un día don Gregorio del Amo, generoso donante de otra fundación cultural, vio, transido de congoja, alzarse al cielo la humareda de las hogueras de la quema de conventos de Madrid. ¿Qué pensaría? Ardían unas decoraciones. ¿Y las otras, las nuevas, las últimas?

¿Qué irá a salir de esta pequeña Babel manchega? Vuélvese uno de espaldas a la puesta del sol y se queda mirando hacia levante, los campos terreños, quijotescos, las tierras resecas y desolladas. Y acuérdase de aquel cuarteto burilado en el inmortal soneto de García Tassara: “campos desnudos, como el alma mía, / que ni la flor ni el árbol engalana, / ceñudos al nacer de la mañana, / ceñudos al morir del breve día”… Mas al recordar lo de “que ni la flor”, baja uno la vista a que tropiece con la humilde flor del cardo. ¿Qué agua le riega? Pues hasta para dar espinas y abrojos hace falta riego. ¿Qué aguas profundas, soterrañas, sostienen esta rala y escueta maleza? ¿Y de dónde en secano saca su fresco jugo la sandía?

Cayeron unas bambalinas y se levantan otras; empiezan a vaciarse unos templos y a llenarse otros. Y todo ello, más que sobre campo de naturaleza, sobre tablado de arte. Tablado…, tablado… En seis tablas de arte, de leño de árbol muerto, se le entierra a uno en tierra de naturaleza. Los hombres de las ciudades calzaron a éstas de losas por no pisar yerba, decía Obermann. ¡Esas aceras que van a los arroyos muertos de las calles urbanas y esos ribazos floridos que van a los arroyos vivos de los campos campesinos! ¡El agua que canta y cabrillea a la luz, y no el agua, casi mecánica, que va por tuberías, contadores, canalillos y sumideros! Aquí, en esta altura, pasa un canalillo y en sus bordes unos chopos apenas si se estremecen, pues el aire de bochorno pesa inmovilizando la escena. La película se ha parado y es una instantánea que se queda. Como sonoridad, el cuchicheo de los gorriones que se refugian en una enredadera de yedra contra el ladrillo. Y uno vuelve a mirar al vasto escenario y a pensar que en el teatro no caben niños, pues ¿quién les amaestra a llenar un papel prescrito?, aunque sí mozalbetes. Y la falta de niños es la mayor falla del teatro. La falta de niños es falta de eternidad.

El último gran bastidor de fondo, el contrafuerte de la Sierra empezaba a nimbarse de estrellas, que, descorrido ya el telón de engañoso cielo azul, de que sólo quedaba, pálida reliquia del día, una hoz lunar, derramaban su entrañada luz propia. En el firmamento sin fondo —el empíreo de los antiguos— las constelaciones de siempre, y perdida entre ellas nuestra estrellita polar, la boquilla de la Bocina estelar y silenciosa. Y al recuerdo de aquellos dos versos del poeta mejicano Díaz Mirón: “Y era como el silencio de una estrella por encima del ruido de una ola”, retiróse uno a su celda —célula— a resoñar en las pintadas bambalinas de nuestra historia terrenal y en sus quemas y en sus derrumbes. Y en el destierro final de uno que será su entierro.

Pronunciamientos de analfabetos

El Sol (Madrid), 21 de agosto de 1932

Conviene dejar pasar los sucesos —lo que sucede, o pasa— para mejor contemplar los hechos, lo que se hace y queda. Tal con el último aborto de pronunciamiento militar. Y aquí se nos viene, por asociación verbal, a las mientes aquel cuento del gitano que al poner a prueba aquel burro del que afirmó que sabía leer, expuso: “lee pero no prenuncia”. Al revés del burro del gitano, hay quienes prenuncian, pero no leen. O mejor, se pronuncian, pero no saben leer. Es que el fracaso de muchos pronunciamientos se debe a que los pronunciados son, en mayor o menor grado, analfabetos. No saben leer bien el libro de la Naturaleza, ni menos en el de la historia. Y no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública —la de su público—, y aun esta mal leída, por opinión popular. Y es que no creen en el pueblo. Y, es claro, con caudillos así no se hace política. Como tampoco guerra. Ni siquiera guerrilla para la que lo que hace falta, según Prim —que no lo creía, pues no era analfabeto— es lo que el otro llamó masculinidad.

¡Masculinidad! La mayor sorpresa del dictador másculo —o macho— de 1923 fue que no se le adhirieran desde luego algunos de los que más denunciaron los males del llamado entonces antiguo régimen, algunos de aquellos a quienes calificó después de autointelectuales. Y es que era imposible que se le adhirieran al leer junto a la “masculinidad” lo de “los de nuestra profesión y casta”. Con gente de casta, y como de tal casta, ¡ni a la gloria! Y esto no lo vio Primo por un profesional analfabetismo suyo, porque no había aprendido a leer en la sociedad que rodeaba al islote de su peña.

“Con militares nada, ¡ni la República!” —solía decir Pi y Margall mientras Ruiz Zorrilla persistía en el error. Y al fin se ha visto que la República no la han traído pronunciamientos militares. ¿Que han preparado su advenimiento? Dejemos esto por ahora, que aun no es tiempo de proclamar a todos los vientos lo que casi todos nos cuchicheamos. No un pronunciamiento, sino el modo torpe de reprimirlo preparó en parte —y sólo en parte y no grande— aquel advenimiento. “¿República pretoriana? —solíamos decir algunos—; mejor monarquía civil.” Pero como el caso era que la monarquía había roto con la civilidad, con la democracia liberal, que no podía ya, ni aunque lo hubiese querido —que no lo quiso—, civilizarse, ni los pretorianos podían sostenerla ni podían derribarla. La lucha de clases, por otra parte, no dejaba lugar a la lucha de castas. El hablar de “los de nuestra profesión y casta” era un ataque a la civilidad y a la civilización. En la casta se trasparentaba el analfabetismo de los promotores de pronunciamientos. A un pueblo que empieza a saber leer no se le rige con corazonadas, como las de Martínez Campos, el de Sagunto.

Acaso en el último suceso —incidente— de Sevilla los analfabetos de mayor o menor graduación —de analfabetismo, se entiende— que lo prepararon, se creerían que republicanos muy sinceramente tales, pero descontentos de la conducta del Gobierno, habrían de acabar por ponerse, más pronto o más tarde, al lado de los pronunciados si éstos no se proponían restaurar la monarquía imposible. Es que no saben leer. Y menos los que son escritores públicos, aunque no populares. Aparte de que agranden lo del descontento, no saben leerlo. Ni en qué estriba.

Somos fatales las gentes de letras cuando no oímos por debajo de éstas las palabras. Y a propósito de esto de letra y de palabra, dejad que en digresión —aunque regresiva— os digamos que cada vez que oímos hablar —y es frase favorita de pretorianos— de “palabra de honor” nos preguntamos si es que hay otra palabra, otra que no sea de honor. Y al pensar que un hombre puede tener dos clases de palabra, una de honor y otra sin él —la famosa restricción mental jesuítica— venimos a dar en que su palabra de honor lo es de un honor de palabra, no más que de palabra. Y en el mal sentido de este soberano término.

Otra lección nos ha repetido el suceso último, y es que así como los obispos de levita son más perniciosos a la causa nacional que los de sotana y mitra y báculo, y toda clase de legos seculares que se meten a clericalizar, así también no hay peor enemigo de la civilidad de un pueblo que el pretoriano honorario —de aquel honor de que os decíamos—, el señorito de complemento que con frecuencia suele ser algo entre cazador y torero. ¡Cosa fatídica un civil condecorado militarmente, un civil de casino militar! De casino, no de cuartel. Es algo así como un laico de sacristía. Y este señorito de complemento, deportista, suele ser profundamente analfabeto. Y analfabeto por desuso. Y le hemos oído a uno de éstos, a un doctor de escopeta y perro, analfabeto por desuso —el doctor, no el perro—, después de sostener que la cultura no depende en absoluto del alfabetismo —lo cual es muy cierto— agregar que en su región aumenta la incultura según aumenta el número de los que saben leer y escribir. Y añadió: “porque, como el burro del gitano, leen, pero no prenuncian”. Y sin poder contenernos le replicamos: “Qué, ¿le han dado a usted alguna coz?” “¡Más de una!” —nos contestó el señorito—. “Pues eso es porque usted —le dijimos—, que cree saber pronunciar, ha olvidado saber leer.” Y le añadimos otras consideraciones que le pusieron de mal humor. Y luego fuese a una de esas vitrinas o escaparates de casino —peceras las llaman— en que tales señoritos hacen ostentación de holgura en holganza.

Hay que tomar huelgo

El Sol (Madrid), 28 de agosto de 1932

¡Qué de cuidado hay que tener sobre sí mismo en tiempos —¡tristes tiempos!— de trancazo anímico para que éste no se le pegue a uno! ¡Terrible epidemia! Histeria colectiva que puede llegar a pánico, cuando los aterrorizados se hacen aterrorizadores, terroristas. Entonces hay que echarse a temblar por la salud espiritual del pueblo, cuando una muchedumbre —tirba, grupo, corporación, secta, partido, casta, clase o lo que sea— está a pique del pánico. Que puede ser retrospectivo, como aquel miedo que le entró en los Alpes a Tartarín, cuando se enteró del peligro que había corrido. En estos casos se desarrolla una infección de delaciones. Pretenden dirigir las actuaciones judiciales los delatores, que es algo parecido a si pretendieran dictar las sentencias los verdugos voluntarios. Y digamos de paso que si nos ha repugnado siempre la pena de muerte no es tanto por respeto a la vida del reo cuanto por creer que es inhumano mantener verdugos. En todo caso, que ejecute la sentencia el que la confirme; que el Poder ejecutivo se convierta en ejecutor. Pero por sí mismo. Que mate el que firma.

Acabamos de leer unas manifestaciones de la U. G. T. y el partido socialista de Sevilla, que nos han hecho temer por la salud espiritual del pueblo español. Piden la destitución de todos los funcionarios judiciales de Sevilla, la revisión de sus actuaciones y cosas así. Era más sencillo que pidiesen que se les entregue a los que ellos reputen culpables. Leyendo lo cual recordamos el aprieto en que nos puso no hace mucho un periodista extranjero al preguntarnos si había en España fervor republicano. A lo que hubimos de contestarle que ni sabemos bien lo que es eso ni conocemos termómetro para medirlo.

¡Cómo meditamos en estos días en fenómenos de la histeria colectiva que es el fajismo italiano! Donde ha resurgido lo de doctrinas ilegales. A tal punto, que hay italiano digno que ha tenido que desterrarse de Italia porque no le obliguen, a palos, a dar vivas a aquello que más quiere.

“Yo huelo a los monárquicos” —nos decía un cuadrillero—. Y le respondimos: “Pues alístese de perro policía, porque son los perros y otros animales así los que se guían por el olfato, que los hombres lo hacen por la vista y por el oído sobre todo.” La vista y el oído, los dos sentidos propiamente intelectuales, son los que nos dan la noción del espacio y del tiempo. O como ahora se enseña, del espacio-tiempo, del espacio temporal. O acaso tiempo espacial.

Y vamos, como descanso de tristes aprensiones, a detenernos en esto. Hoy se habla en física de espacio cuatridimensional. pues a la longitud —que da línea—, a la latitud —que da superficie—y a la profundidad —que da volumen— se une el tiempo, que da movimiento. Y a estas cuatro dimensiones las podemos llamar en castellano largura, anchura, hondura y holgura. Porque la holgura de movimientos supone, más aún que espacio, tiempo. Para moverse bien hay que tomar huelgo. Para resolver bien un asunto, y aunque apriete el caso, hay que ver a lo largo, asentarse a las anchas, valar a lo hondo, y para todo ello tomar huelgo.

“¡Si sí —se nos dirá—; vamos a andarnos con esas andróminas y mandangas en tiempos de guerra!” Porque ya hemos convenido —el que esto escribe, uno de los de tal convención— que estamos en estado de guerra. De guerra civil, se entiende. O, mejor que en estado de guerra, en pie de guerra. Pero los pies, si sirven para avanzar —y para retroceder—, no sirven para prender, que es obra de manos. Y en todo caso podemos convenir —convinimos ya—en esa declaración de guerra, pero sin estimar por ello que su consiguiente plan de campaña sea el más acomodado para ganarla. La revisa y la audiencia del caso de guerra actual se ha de resolver por vista y por oído, y éstos exigen holgura. O, como dice la gente, “dar tiempo al tiempo”. Frase de muy hondo sentido.

Ahora querríamos decir algo de eso de la juridicidad, palabreja algo hipócrita, pues no se atreven los que de ella abusan a hablar de justicia. ¡Juridicidad, no! Ni legalidad, sino justicia. Y sin adjetivo. Que la justicia no es republicana ni monárquica. Qué daño ha hecho aquello que se le atribuye a Goethe de que es preferible la injusticia al desorden. Doctrina que es precisamente la que invocó Caifas para pedir que el pretor Pilatos, el jefe de los pretorianos, hiciera crucificar al Cristo, fuese o no inocente.

Tiempos de guerra, sí; pero hay una ley de la guerra y hay justicia dentro de la guerra. Y dentro de la guerra no es humano, es inhumano, querer convertir a los soldados en verdugos. ¡Qué tristes enseñanzas se saca de la historia de nuestras guerras civiles del próximo pasado siglo! ¡Qué horror de represalias! Un pueblo que de un lado y de otro husmeaba sangre. Y que de un lado y de otro sentía inquisición. ¡Dios nos libre del trancazo espiritual!

Salve en Atocha

El Sol (Madrid), 1 de septiembre de 1932

Un recuerdo le hizo a uno encaminar sus pasos —romero de la historia— al antiguo santuario de Nuestra Señora de Atocha, donde hace ya medio siglo visitó el sepulcro de Prim. En el lugar mismo en que cadáver reciente fue a verle el último día del año 1870, el rey D. Amadeo de Saboya, hijo del que coronó la unidad de Italia. La víspera había éste desembarcado en Cartagena y había sido asesinado el caudillo de la Revolución. ¿Por quién? En rigor, por el entonces embrionario cantonalismo que en Cartagena culminó luego.

Allá enderezó uno sus pasos, al Pacífico; ¡qué nombre! El monumento a Yara del Rey y los héroes del Caney —que no ha olvidado—, y en el pedestal, con letras rojas: “¡Viva Rusia!” Y luego la nueva basílica, que nos era desconocida. Por sugestión, sin duda, del nombre basílica, la han fabricado de un presunto, presumido y presuntuoso estilo bizantino. ¡Bizantino y en un arrabal de Madrid! ¿Y el viejo santuario, el que buscábamos? Lo derribaron en 1901, y ya, ni ruinas. Era de Nuestra Señora de los Atochales o de Atocha, es decir, del Esparto, templo de dominicos, donde éstos dicen que se enterró a fray Bartolomé de las Casas, el apóstol de los indios occidentales. Y donde se guardaban las banderas de los ejércitos que lucharon contra el turco, o en América, o en África, o los de la Independencia.

Entramos en aquel panteón, que dicen ser nacional, de hombres ilustres. De caudillos, de políticos y de víctimas. Allí Palafox y Castaños, los de la Independencia; y Ríos Rosas, y el marqués del Duero, el de nuestra guerra civil; y con Prim, el de África y América, el que cayó a las puertas del Congreso, las otras tres víctimas: Cánovas, asesinado veintisiete años después en vísperas del ya mítico 98, y Canalejas, quince después, en 1912, y nueve más tarde Dato, en 1921. Y allí también Sagasta, que se murió en la cama, y eso habiendo estado, de joven, condenado a muerte. El guardián de ese panteón bizantino recita la retahíla de cajón, sin que falte lo de que los ingleses darían no se sabe cuánto por aquel obrero que figura al pie de la estatua yacente de Sagasta. El sepulcro de Prim es el que es de iglesia española, el que recuerda los de nuestras catedrales.

Al salir del panteón para ir al santuario, columbramos a lo lejos, en la desnuda campiña, el Cerro de los Ángeles, el que pretende ser el ombligo topográfico de España, donde se alza el monumento al Sagrado Corazón de la Compañía de Jesús. El sol, un sol de justicia, le percudía. Y entramos al santuario queriendo recordar el que hace medio siglo habíamos visitado. Sólo queda la imagen de Nuestra Señora, la de Atocha, la del Espartal. Una imagen de Virgen española, castellana, morena, de color de tierra quemada. No sabemos que fuera nunca verdaderamente popular en Madrid, como lo es la Virgen de la Paloma, Virgen de verbena de barrio, de barrio de menestrales y artesanos. Virgen manola, madre del Manolo. La de Atocha, la del espartal, se hizo palaciana, como la de la Almudena, la de las praderas del Manzanares. Hoy la ciñe, no un barrio de menestrales, sino un arrabal de obreros, debido al ensanchamiento de la urbe metropolitana.

A este santuario solía ir la familia real los sábados, a rezar una salve, allá, adonde se reservaba último descanso a las víctimas de la lealtad monárquica. Allá se iba la familia real, bien escoltada a unir sus rezos a los que, en latín cantado, gemían y lloraban en este valle de lágrimas —gementes et flentes in hac lacrimarum valle—, y pedían a Nuestra Señora del Espartal que después de este destierro nos muestre a Jesús. ¿El del Cerro de los Ángeles o el otro? Después, esa visita de salve era al Buen Suceso. Buen Suceso dice otra cosa que Atocha, y el lugar no es tan netamente manchego, tan escuetamente terreno.

Y allí, en la basílica de la litúrgica salve cortesana, pasaron sobre uno las visiones de esa pesadilla de Dios, que es la historia de nuestro siglo XIX, desde la guerra de la Independencia, desde Fernando VII, que tiene en Atocha su recuerdo —Palafox, Castaños—, y luego la Revolución de septiembre —Prim—, y luego la primera carlistada, de que uno fue testigo —niño vio, subido sobre un banco, entrar en Bilbao, a levantar el sitio, al marqués del Duero, que poco después caía muerto en el campo de batalla—, y luego la Restauración —Cánovas y Sagasta—, y luego la Regencia, y después el reinado del último rey de España, con Canalejas y con Dato. En aquel panteón bizantino en que no hay restos de un artista, de un literato, de un hombre de ciencia, de un inventor, de un gran industrial; en aquel panteón de caudillos militares, y sobre todo de víctimas, nos llegaban los ecos de la salve. No del Te Deum, ni del Dies irae, los de la Salve, Salve a la Reina y Madre de Misericordia. ¿Cómo a esos que gritan, sin saber lo que gritan, “¡Viva Cristo Rey!”, no se les ocurre gritar “¡Viva la Virgen Reina!”? Porque esto tendría muy otro sentido. Y muy otro sentimiento.

Nos volvimos al Madrid de la Virgen de la Paloma, de la paloma de paz, de la paloma inmaculada, sin mancha de sangre, pensando en los que esgrimen la cruz como martillo para machacar infieles; pensando en la vida, en la dulzura y en la esperanza; pensando en el culto que el pueblo, eterno niño, rinde a la Madre. Y ya abatido el día mirando a la estrellada de sobre la soledad del campo, se percata uno de que toda aquella pesadilla de Dios se fue en un: ¡Amén! Así pasa la pena del mundo. En un: ¡Así sea!

En San Juan de la Peña

El Sol (Madrid), 4 de septiembre de 1932

Estuvimos en Jaca, envuelta en reciente leyenda republicana, en encumbradas laderas pirenaicoaragonesas. La peña de Oruel, monumento —esto es: amonestamiento— natural, prehumano; por ser prehistórico, domina a la ciudad y como que la ampara. Una ruda catedral, a base románica, montañesa. Y a su sombra los porches donde estalló la última contienda, de que guarda impactos la casa-cuartel de la Guardia civil. Por Jaca fluye el Aragón, el río que dio nombre al reino, y el que ensartaba dos reinos, el de Aragón con el de Navarra, pues en tierras de ésta rinde sus aguas al Ebro, al río ibérico que va de Cantabria a Cataluña.

Nos fuimos, en privada romería, al monasterio de San Juan de la Peña, al que alguien llamó, con dudosa propiedad, la Covadonga aragonesa. Cruzamos arboledas de leño, de madera, no de frutos, donde el acebo hacía brillar sus erizadas hojas, como un arma. Y bajamos al viejo y venerable santuario. En un socavón de las entrañas rocosas de la tierra, en una gran cueva abierta, una argamasa de pedruscos que se corona con cimera de pinos. Y allí, en aquella hendidura, remendado con sucesivos remiendos, el santuario medieval en que se recogieron monjes benedictinos, laya de jabalíes místicos, entre anacoretas y guerreros, que verían pasar, en invierno hollando nieve, jabalíes irracionales, de bosque, osos, lobos y otras alimañas salvajes. Bajo aquel enorme dosel rocoso sentirían que pasaban las tormentas. Los capiteles románicos del destechado claustro —le basta la peña por cobertor— les recordarían el mundo, un mundo no de mármol ni de bronce helénicos o latinos, sino de piedra, un mundo berroqueño, en que la humanidad se muestra pegada a la roca —como entre los egipcios— y no ensenta de ella. En uno de aquellos capiteles, Eva hilando en rueca y su Adán guiando la yunta de bueyes —o toros— de labor, condenados a vestirse y a comer con trabajo. Y allí los monjes escribían en paz hechos de guerra, y al escribir historia la hacían. Que el hecho histórico es espiritual y consiste en lo que a los hombres se les hace creer que queda de lo que pasó, en la leyenda. La leyenda empieza con el documento fehaciente, que hace fe, que hace creencia, y se agranda con la crónica. Como aquella del anónimo monje pinatense a la que Zurita llamó la más antigua historia general del reino de Aragón.

En aquel refugio, casi caverna, bajo la pesadumbre visual de la peña colgada, se le venía a uno encima una argamasa de relatos históricos, de leyendas. Ramiros de Aragón y Sanchos de Navarra, cuando, en reconquista, brotaron mellizos los dos reinos pirenaicos. Y todo ello confusión. Bajo la peña, en la caverna, sepulturas de nobles y de reyes. Y un medallón con la efigie -—característico perfil de carnero— del rey Carlos III, que hizo reparar el viejo santuario. Y entre las tumbas, a su pie, en el suelo, rota la losa, la de aquel Don Pedro Pablo Abarca de Bolea, recio aragonés de rancio linaje, aquel conde de Aranda que llena el reinado del Borbón. En la rota losa se nos dice que habían de haber sido trasladados sus restos al panteón de hombres ilustres, a Madrid, pero que allá volvieron. Y allí está, en el suelo, no en el muro como su presunto antepasado. Allí el conde de Aranda enciclopedista, gran maestre de la masonería española, amigo de Voltaire, el que primero expulsó a los jesuitas de España y consiguió, con Floridablanca, que el Romano Pontífice disolviera la Compañía de Jesús. Y allí, desterrado en su nativa tierra, rindió su espíritu el último año del siglo XVIII. En el suelo de un claustro cavernoso, al abrigo de una peña, en las faldas del Pirineo que une a España con Francia, descansó el que nos trajo el revolucionario despotismo liberal. Su temple no fue otro que el de los caudillos reconquistadores, ni acaso otro que el de los monjes que para historiar sus leyendas se cobijaron bajo la peña, en la caverna.

Y allí, lejos de la engañosa actualidad que pasa y no queda —y su paso no nos deja verla— se sintió uno envuelto en un nubarrón de visiones que pasaban como las sombras infernales y celestiales del Dante. San Juan de la Peña era la boca de un mundo de roca espiritual revestida de bosque de leyendas. Y empezó uno a meditar en cómo vuelve lo que se fue, y es la repetición el alma de la Historia que se produce, como los vastos mundos estelares, en espiral. Vanse las leyendas, dando paso a lo que creemos historia. ¡Pero esté de Dios que se vaya la Historia, la que creemos tal, dando paso a las leyendas! No nos quede lo que pasó, lo que sucedió, sino lo que los hombres, por haberlo vivido, soñaron que pasaba, que sucedía, y trasmitieron, con sus sueños creadores, a sus sucesores.

Sin detenernos en el monasterio de arriba, el del siglo XVIII, más que a tomar un tente en pie, nos volvimos a Jaca. Y luego, pasado Hecho y aquel rudo monasterio de Siresa —cuna, dicen, de Alfonso el Batallador—, aquel templo sin capiteles ni adornos, especie de caverna hecha a mano de hombre, en el alto valle de Oza, entre hayas y abetos y pinos, al pie de los tajantes picachos de la frontera, que apenas huellan sino los sarrios —y alguna vez los contrabandistas—, oímos a uno de los protagonistas de la última proeza leyendaria, la de la sublevación de Fermín Galán, narrar lo que soñó que hizo mientras lo hacía y soñaba. Y todas las figuras leyendarias, todas las que soñamos para poder vivir historia, se perdieron en el bosque augusto que nos ceñía y que soñaba la Tierra perdida en el cielo.

En el portal del sueño

El Sol (Madrid), 9 de septiembre de 1932

Esto, lector, no va a ser un comentario, sino… ¡Aunque… bien!, sigamos. Todo menos perdernos en una actualidad anecdótica. Y eso que están excluidos los nombres propios. ¡Chismografía…, no! Para librarse de lo cual este comentador suele refugiarse en la lectura y reflexión de obras que traten del mundo de los átomos o del mundo de las estrellas, como, pongamos por caso, la de A. S. Eddington sobre la naturaleza del mundo físico, en que se acerca uno a los dos infinitos de que decía Pascal. Y ¿no es para devanarse los sesos —que es perder la cabeza— leer que 1027 —10 elevado a vigésima sétima potencia— átomos forman el cuerpo humano, y 1028 —10 multiplicado veintiocho veces por sí mismo— cuerpos humanos dan material para una estrella? Después de estos ejercicios intelectuales —espirituales— ve uno a otra luz este mundillo —sobre todo el político— en que, por deber cívico, tiene que moverse. Se lo ve “sub specie aeterni”. Y perdón por el consabido latinajo.

Cuando rendidos los párpados al peso del día empieza uno a pregustar la libertad del sueño que se le va allegando, a esa hora sagrada de la imaginación sin freno ni espuela, es cuando solemos descubrit la hondura ideal del cercano pasado y del remoto. Es el momento de las adivinaciones y de las revelaciones. Es la hora del cinematógrafo íntimo, del teatro de las sábanas blancas, la hora de la magia, la hora de la vida es sueño. ¡Y qué de descubrimientos se hace entonces! Es que la pasión se acalla, y con las informaciones —deformaciones— de los diarios se hace trasformaciones para el porvenir. Constrúyese un mundo con líneas y colores, otro con sonidos y acentos o entonaciones. Pero no, porque esa mundo del portal del sueño no tiene ni líneas ni colores, ni tiene sonidos ni entonaciones, sino que es invisible y silencioso. ¿De veras? Se trasforma en mundo de sombras y de ecos, de sombras vagas y de ecos soterraños. Es la mágica hora dagrada de la puesta de la conciencia en que se oye aquel susurro de Dios de que nos habla la Biblia. El contorno cortante que separa a unas cosas de las otras se disuelve en un nimbo ondulante que las aúna.

Es la hora del llamado examen de conciencia, en que el comentador de oficio se entrega a la revista íntima de lo que ha presenciado durante el día y lo consulta con la almohada. Se ve uno a sí mismo como si fuese otro. ¿Se llega así a un juicio objetivo? ¡Quiá, ni por pienso! Porque eso de juicio objetivo es uno de los desatinos mayores que han logrado inventar las pobres gentes. Un juicio, y un juicio de valores como es el que se refiere a cosas de historia, actual o pasada, es siempre subjetivo. Lo hace el sujeto como tal sujeto. ¿Objetividad de juicio? ¿Imparcialidad de juicio? Vaciedad, y no otra cosa. Pero en la hora mágica del portal del sueño las figuras se barajan en uno, y no es uno quien las baraja. Es un poema inspirado —mejor: respirado—, y no es uno quien lo hace, quien lo crea, sino que es él, el ensueño, el poema, quien se hace en uno. Y así alcanza una subjetividad impersonal.

¡A qué otra luz se ve entonces a todos aquellos pobres hombres con quienes uno—pobre de él— convivió durante el día! ¡Qué concordialidad para con ellos le brota a uno entonces! Especialmente con referencia al mundillo político y a sus luchas y competencias de partido. El que esto os dice le decía una tarde a uno de nuestros más famosos caudillos políticos que las pasiones que dividen a los partidarios de una y de otra política no son sino tortas y pan pintado junto a las que dividen a los literatos, junto a las rivalidades y celos y envidias que separan a los escritores y a los artistas. El ansia de poder no envenena como el ansia de gloria. Y a las veces hemos podido columbrar que bajo una enconada rivalidad política lo que hay es una rivalidad literaria. Cierto es que tenemos conciencia de que se deja más hondo y duradero cuño en el alma del propio pueblo con una obra de arte que con una obra de gobierno. Cuando ésta no es, cuele a las veces serlo, a la vez obra de arte también. Que hay política creativa, o sea poética. Que es la verdadera política, porque lo otro es administración. Y así ha podido hablarse de escultores de pueblos, de forjadores de naciones.

El arte popular, hondamente popular, entre nosotros es el teatro, ¿y hay quien crea que en el pasado siglo XIX hubo una medida cualquiera de gobierno que contribuyó a formar o reformar o trasformar el alma de nuestro pueblo más que algunas de las obras de teatro que formaron época? De aquí que la historia literaria es más interna —ateniéndonos a la consabida división de historia interna y externa— que la historia política. La historia literaria es la historia íntima, es la historia de cómo los hombres se soñaron a sí mismos. Y, sobre todo, en el teatro.

Ved cómo, cuando, rendidos los párpados al peso del día que pasa, con su pasajera actualidad empieza uno a pregustar la libertad del sueño que se le va allegando, a la mágica hora sagrada de la imaginación sin freno ni espuela de la puesta de la conciencia, la de las adivinaciones y revelaciones, se le alza a uno dentro el teatro, el de la vida es sueño, y ve uno a su verdadera luz a sus colaboradores en el mundillo político, y los ve y los siente con la más honda confraternidad, co-humanidad, y se doblega uno al todopoderío del gran Maese Pedro de la Historia, que es el gran Empresario del Universo.

El público no opina

El Sol (Madrid), 11 de septiembre de 1932

La obra de James Bryce sobre la República Norteamericana (The american Commonwealth), traducida al castellano por don Adolfo Posada, ha llegado a hacerse clásica en el campo de las ciencias morales y políticas. Y lo merece por su amplia y correctísima información y por el robusto buen sentido inglés de su autor. Que fue embajador de Inglaterra en los Estados Unidos, donde Bryce pasa por la suprema autoridad en su asunto. Y esta obra hemos estado leyendo en parte para distraernos de la actualidad española y en parte para que ésta, por comparación, se nos aclare más.

Una cosa que a todos los que nos preocupamos algo de la vida política de los pueblos civilizados nos ha llamado —o detenido— la atención, es la diferencia que existe entre lo que en los Estados Unidos se llama demócrata y lo que se llama republicano. Porque los nombres éstos son intraductibles de un lenguaje a otro. Jefferson, el verdadero fundador del gran partido demócrata, era lo que aquí se habría llamado un cantonalista, con fuerte propensión al autonomismo anarquista —su declaración de que “una insurrección cada pocos años debe considerarse y hasta desearse para mantener el gobierno en orden” nos recuerda lo de nuestro Romero Alpuente, de que “la guerra civil es un don del cielo”—, y Hamilton, por otra parte, el autor de El federalista, el verdadero fundador del partido republicano federal, después llamado republicano a secas, es todo lo contrario de lo que aquí se llamaba federal, es decir, un genuino federal, un unitario. Su fórmula, la de que “la Unión no es un mero pacto entre repúblicas, disoluble a placer, sino un instrumento alterable al modo que sus propios términos prescriben”, “una indestructible Unión de indestructibles Estados”. En este espíritu hemos visto recientemente a nuestros federales oponerse, como verdaderos federales, a ciertas demandas del autonomismo regional estatutario. Pero, viniendo al caso, en qué se diferencian hoy demócratas de un lado y republicanos de otro. Pues… en el lado.

Dice Bryce que “Ni uno ni otro partido tiene nada definido que decir a estos respectos, ni uno ni otro tienen principios bien recortados, ni doctrinas distintivas. Ambos tienen, ciertamente, gritos de guerra, organizaciones, intereses alistados en su ayuda. Pero estos intereses son, en general, los intereses de lograr o mantener patronazgo del Gobierno”. Es decir, que los partidos han venido a ser, por la inflexible lógica de la historia, partidas, o sea clientelas. La disciplina, como sucede de ordinario, ha ahogado a la doctrina lo mismo que en la Iglesia Católica el derecho canónico ha ahogado al Evangelio. Esos partidos, que son a modo de iglesias —ortodoxas o heterodoxas—, de sectas si se quiere, tienen tradiciones, tendencias, tonos, estilos, pero que no caben en un programa teórica y técnicamente elaborado. Su programa es más bien un metagrama; no un prólogo, sino un epílogo. Y es que los ha hecho la historia y no la especulación histórica. Y lo que en rigor hace a un partido así, a un partido histórico, vivo, es un hombre. De donde se deduce que una denominación personal —perezismo, lopezismo, sanchezismo, fulanismo o zutanismo, en fin— es, históricamente, mucho más exacta que una denominación sacada de nombre común y no de nombre propio. Castelarismo quiso decir algo, posibilismo casi nada. Y como sobre esto hemos disertado con alguna holgura en aquel de nuestros Ensayos que dedicamos a esto, a lo que llamamos El fulanismo, no tenemos sino que remitir al lector a ello.

¿Denominaciones de nombres comunes y abstractos? ¿Demócrata, federal, radical, radical-socialista, socialista, y así por el estilo? Ello acaba —y aun empieza— por no querer decir nada. “Un eminente periodista —dice Bryce— me hizo notar en 1908 que los dos grandes partidos eran como dos botellas, cada una con la etiqueta que señalaba la clase de licor que contenía, pero ambas vacías.” Y así es. Y lo tuvo que ver un buen periodista, pues el oficio de éste es, según el mismo Bryce, “descubrir lo que la gente está pensando”. Sólo que ocurre que la gente acude al periodista a que le enseñe qué es lo que ha de pensar. Porque el público —que no es el pueblo— es como aquella señora de que hablaba Courteline y que le decía a éste: “Yo, de ordinario, no pienso; pero cuando pienso no pienso en nada”.

Un hombre, que es el factor esencial histórico, hace un partido y recoge su tradición. “Si no hubiera un leader conspicuo —un caudillo diríamos— la adhesión al partido —escribe Bryce— degeneraría o en mero odio a los antagonistas o en una lucha por puestos y salarios”. (Hoy se les llama enchufes.) Hace años que a un paisano de Bryce, a un inglés que nos preguntaba en qué partidos se divide la… llamémosla opinión de nuestros pequeños pueblos, le contestamos que en dos: los anti-equisistas que siguen a Zeda, y los anti-zedistas que siguen a Equis. Y todos son antis. Y si esto no es doctrina, es vida, y si no es lógica, es historia. La lógica engendra una doctrina, una teología, pero la historia engendra una disciplina, una iglesia.

Y ahora que el lector haga las aplicaciones pertinentes al caso presente. Nosotros nos limitaremos a añadir que no creemos en eso que se llama opinión pública. El público no opina. Y se continuará.

Juventud, milagro y misterio

El Sol (Madrid), 16 de septiembre de 1932

¡Figuraciones que se hace uno al ir a encerrarse en sí para poder recoger en ráfagas del presente que pasa vislumbres del porvenir que pasará! Y no del más cercano, no del porvenir presupuesto —¡con qué endeble presuposición!—, sino del más remoto pasado mañana. Tal vez de ese mañana español que nunca llega. Pongamos de aquí a treinta y cuatro años. ¿Que por qué treinta y cuatro años? Era los que tenía el que os dice cuando aquel ya mítico 98, al que le encasillan. Y han pasado otros treinta y cuatro desde el 98 acá. Y uno, mirándose en los otros —es el sino—, suele preguntarse al verlos: “Estos hombres de esa edad que están contribuyendo a revolver a España, a lo que se llama su revolución, ¿qué sentirán de ella de aquí a treinta y cuatro años, en 1966, si es que llegan?” ¡Pero luego… no! Eso no nos interesa; lo que nos interesa es qué pensarán, cómo sentirán, qué harán cuando lleguen a esa de treinta y cuatro los ahora mocitos. O acaso mejor mozalbetes, que se ha hecho palabra casi técnica. Porque ¿qué piensan? ¿Cómo sienten? ¿Qué hacen ahora? ¿Quién lo sabe? Ni ellos…

Ni ellos. Tanto los petroleros, los que incendian iglesias o conventos, y no por odio a la religión, sino como se ha incendiado la plaza de toros de Almagro, por.salvaje deporte, por holgorio, como los que se lanzan a matricularse en carreras de funcionarios del Estado no saben si no que quieren lo que se dice vivir su vida. ¡Y luego todas esas juventudes!… Juventud católica, juventud nacionalista, juventud tradicionalista, juventud radical, juventud socialista, juventud cominista… Lo que no hemos oído es juventud anarquista. Aunque en rigor todas lo son —más bien que anarquistas anárquicas—, hasta las más disciplinadas. Con disciplina procesional. Porque el principal cometido de las juventudes esas suele ser procesionar, ya ordenada, ya tumultuariamente, agruparse para desfilar, y mejor dando voces. Y tienen, ¡claro!, su liturgia, como la tenía aquella de los exploradores que no exploraban nada —de los boy scouts o “bueyes cautos”—, pero formaban para desfile, con su bandera y todo. Total: ¡deporte! Juegan a hacerse los jóvenes. Y a superar a los mayores. ¿Pero y en el fondo?

En el fondo las más de las revoluciones, y sobre todo las más teatrales, las más callejeras, las más ruidosas, se han resuelto en un mejido de capas sociales, en que unos linajes se hayan hundido para que otros se encumbraran, en que tal vez el nieto del magnate haya tenido que ir a pedir limosna al nieto de su ínfimo criado. O si se quiere en el corrimiento de las escalas y en lo que se llamaba el salto del tapón. Y en ello una lucha —lucha malthusiana— de generaciones.

Observamos con el mayor interés, con ansioso interés, todas las señales que podemos captar del estado de ánimo —no decimos que de conciencia— del mocerío español de hoy, y lo que nos descubren es prisa, no por llegar, sino por colocarse. No quieren dejarse vivir, sino cobrar seguridad para el mañana. ¿Ideal impersonal, colectivo, trascendente? ¿Ideal que trascienda de la vida individual? Será cortedad de vista, pero no lo distinguimos.

Además, el ideal es cosa de ideas, de conceptos, de doctrinas, y a esta juventud parecen moverle otros elementos. Es una juventud de football, de tenis, de auto, de avión acaso, y… de cinema. Cinema quiere decir movimiento. Es la edad del chófer, que dijo nuestro buen amigo Keyserling. El que se regodea con todas las maravillas —milagros— materiales de la electricidad no se siente lo más mínimo inquietado por el misterio ideal de esa electricidad, de lo que ésta sea y signifique para el alma. Como en los viejos creyentes del cristianismo oficial dogmático, en estos jóvenes creyentes del materialismo histórico, del progresismo, el milagro no les deja ver el misterio. ¡Y así suelen llegar a pensar aquello de “hágase el milagro y hágalo el Diablo”!

Presumimos que habrán de desencantarse de esta llamada revolución si es que están encantados de ella. Cae la realeza, cae su corte, cae el Ejército, cae el clero, cae la aristocracia, ¡bien! ¿Y qué sube? ¿Les hacen huecos esas caídas? ¿Empiezan así a vivir su vida más pronto y a vivirla más suya? ¿Su vida? ¿Y cuál es su vida? Y agréguese que en esta marcha forzada al destino—¡al destino!, ¡a la colocación!— van al lado de ellos, de los mozos, sus hermanas, las mozas, las que antes les esperaban para darles su mano, para colocarse ellas así. Y ahora para hacerles competencia en el conseguimiento del destino.

Sí, se está revolucionando, o, mejor, se está revolviendo nuestra España —que no es ya la de toros, procesiones, tresillo y chocolate—, pero se está revolviendo cinematográfica y automovilísticamente. Y los que se eduquen a recorrer pistas a ochenta o cien kilómetros por hora y a ver desfilar cintas de película, no se sentirán hermanos de los que se van al campo a pie, a paso de buey que ara, a ver crecer el trigo. Se pondera la agudeza del entendimiento de uno diciendo de él que es de los que ven crecer la yerba. El ojo que se hace a la película de cine, difícilmente podrá ver crecer la yerba. Y esto se traslada a la visión histórica.

Cuando oímos decir: “¡Cuántas cosas están pasando en esta nuestra edad!”, solemos pensar en las que estén quedando. Que es lo que nos importa. Y cuando una vez le oímos decir a un entusiasta de la revolución que la República, nuestra República, es un milagro, al punto pensamos en su misterio, en su esencia. Porque la relación entre el milagro y el misterio nos obsesiona. El milagro es cosa de magia y nada más; el misterio es cosa de religión y nada menos. ¿Los milagros de la ciencia? ¡Bah! ¡Magia para fetichistas del progreso! Lo que nos hace más que hombres es la sumersión en los misterios de la ciencia. Y en el fondo se encuentra… ¡la cruz de la verdad! Que la verdad es cruz.

De aquí a treinta y cuatro años más… Cuando estas juventudes deportivas ya no lo sean… ¿Qué pensarán entonces de esta milagrosa revolución de ahora? Y en tanto, ¿qué es de la revolución misteriosa, de la íntima? ¿Sentiremos de otro modo España? Comprenderemos lo que es la eternidad histórica, la historia eterna? Y en todo caso esté de Dios que el milagro no nos mate al misterio, que la magia no nos mate a la religión, que la República —u otro régimen cualquiera pasajero como lo son todos— no nos mate a España. Que la juventud temporal no nos mate la juventud eterna. Y en tanto, ¡andando! ¿A dónde? “Nadie va tan lejos —decía Oliverio Cromwell—como el que no sabe a dónde va.”

En la Plaza Mayor de Salamanca

El Sol (Madrid), 18 de septiembre de 1932

Feria provinciana, en la ciudad después de una buena cosecha en el campo que la circunda. En el ferial, pasado el puente romano sobre el Tormes —ahora en estiaje—, el ganado. Los campesinos invaden la ciudad; van a los toros, a las corridas de feria, a volver a ver los monumentos y la “historia natural” del Instituto. Después de la corrida el gentío se congrega en la plaza Mayor. En sus soportales, donde la muchedumbre adopta —nos solía decir Guerra Junqueiro— movimientos rítmicos, mosconeo y vaho de masa humana endomingada.

¡Esta plaza Mayor de Salamanca! Espacio —no fabrica— monumental anclado en el tiempo histórico, solar de memorias ciudadanas. El viento de la historia moderna —apenas dos siglos—acama en él recuerdos públicos, leyendas ya. Antes en este suelo, en tiempo de los Reyes Católicos y de los Austrias, gran plaza de ferial, de mercado, y en su centro la vieja iglesia románica de San Martín de Tours, la de los francos o franceses. Esta gran plaza de hoy, este vasto espacio monumental, se debió al primer Borbón de España, Felipe V, por quien se puso Salamanca, la del comunero Maldonado, a quien hizo decapitar el primer Austria. En un ángulo de la Plaza y en el arranque de un arco, en letras rojas, sanguíneas, esta fecha agorera: 1788, víspera de la Gran Revolución que decapitó a Luis XVI. Ciñen y coronan el cuadro churrigueresco de la Plazas las pétreas flores de lis borbónicas recortándose, como si hitos, sobre el limpio cielo castellano. Y aquí vivió la ciudad nuestro gran siglo civil, el más henchido de popularidad española, el glorioso y maravilloso siglo XIX, el de la conciencia nacional, merced sobre todo a la guerra de la Independencia —en esta plaza resonaron ecos de Arapiles— y a las guerras civiles, ese siglo en que nació en España el nombre y la cosa de “liberal”. Todas estas plazas así solían llamarse de la Constitución. Aquí, en este monumental espacio, se pasearon Meléndez Valdés y Quintana, y Muñoz Terreros. Aquí también fue muerto, de cornada, el diestro Pedro Romero. Aquí le envolvió a uno en aclamaciones de bienvenida el mocerío estudiantil y obrero cuando volvía del destierro dictatorial, y aquí, a son de campana del concejo, proclamó la segunda república española. Este es el corazón, henchido de sol y de aire, de la ciudad, el templo civil sin otra bóveda que la del cielo. Y el relicario, ¿de qué creencias?

Ahora toda esta muchedumbre provinciana, no ya resignada a vivir, sino contenta de la vida. Cada vez que se sumerge uno en gentío, y sobre todo en gentío de fiesta —toda fiesta es oración—, piensa si no perdemos todos nuestras sendas almas individuales, si no cobramos una como inmortalidad común —comunidad inmortal— en la historia que pasa, gracias a esta sumersión. Un comunismo espiritual. Nadie piensa en mañana, que mañana es hoy, y hoy es ayer. Revivimos. ¿Contento de vivir? De estar viviendo; de estar. Estar viviendo no es simplemente vivir. ¡Estar! Este maravilloso y entrañable verbo estar, intraductible, y casi privativo del romance castellano. “Padre nuestro que estás…”, rezamos. No que es, sino que está. Su esencia existencial es estado; estado eterno. Se está y en Él nos estamos. Sin más que estar; casi sin ser.

Y a esta muchedumbre que se está, a gusto acorralada, en la gran plaza, que está a lo que se está, ¿qué es lo que así la rejunta y aúna?, ¿qué nos une a todos estos racionales mortales?, ¿qué sentimos en común?, ¿cuál nuestro sentido —no opinión— público?, ¿cuál el alma de la ciudad y cuál la de la patria? ¿Es que hay algo que nos religa —religión— a todas estas almas, y por debajo de ellas, y que sube de las entrañas soterrañas del solar? ¿Creemos algo en común?, ¿soñamos en común algo? Todos estos labriegos que se mejen con los menestrales y los burgueses en la plaza ciudadana, y que van a sacudir el señorío territorial, ¿se elevarán a una visión popular y civil más alta y más honda —desde más alto se ve más hondo— de la comunidad? ¿Oirán el vuelo de la alondra sobre los rastrojos, de la paloma sobre los encinares, del águila sobre las peñas? ¿Les hablará el Cristo de Cabrera de la inmortalidad de esta tierra? Todo ello un sueño del cielo. ¿Y después de después, al acabarse los siglos de los siglos? Después de después es antes de antes; es esto: nosotros sumergidos y fundidos en esta comunidad que se está viviendo en la hora, respirándonos las respiraciones, mirándonos a las miradas.

Sobre este lago de conciencias —la de uno una onda de él— flotaban recuerdos públicos, leyendas. Y creía uno oír sobre todo ello el leyendario, el mítico: “decíamos ayer…” de Fray Luis de León, el que creyó poder huir del mundanal ruido y la sombra de cuya alma se acuesta en el Tormes, allí, en las riberas de la Flecha, río arriba del puente romano. Decían ayer nuestros abuelos lo que dirán mañana nuestros nietos, el eterno cuento de nunca acabar. Y es que nietos y abuelos son uno, que ni vive el recuerdo sino en la esperanza ni vive la esperanza sino en el recuerdo, pues esperanzas de recuerdos —ayer—que se hacen recuerdos de esperanzas —mañana— son la vida eterna en el tiempo irrevertible.

En estos casos, cuando el alma se le hunde en pueblo, suele uno —español de raíz a copa—preguntarse: ¿qué cree este pueblo?, ¿qué creemos en él y con él?, ¿qué esperamos? Y al punto se nos llega el Tentador y nos invita a la tercera manera de silencio que dijo aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, al silencio de pensamientos, en que se consigue interior recogimiento. Y con palabras del mismo Molinos nos dice que “el camino para llegar a aquel alto estado del ánimo reformado, por donde inmediatamente se llega al sumo bien, a nuestro primer origen, es la nada”. Mas cuando así nos embiste la tentación ibérica nos la sacudimos diciendo: “¡Señor, sigue soñándonos!” Que después de todo, la eternidad histórica es un “sancti-amén”.

Dos lugares, dos ciudades

El Sol (Madrid), 23 de septiembre de 1932

En nuestras andanzas por tierras de España para ir atesorando visiones españolas, otra vez hemos cruzado la soledad fecunda de la Mancha, reposadero y a la par acicate para el ánimo. Llano que nos convida a lanzarnos al horizonte que se nos pierde de vista según se gana, que no se pierde, en el cielo; que nos llama al más allá. Y es que el horizonte terrestre se funde con el celeste y se aúnan. Porque horizonte, la palabra griega, vale por definiente, limitante o lindante, es la línea lindera y lo es de cielo y tierra. Un lindero tanto une como separa dos términos. Y en la Mancha el lindero es común. La tierra sembrada en grandísima parte, de viñas que recogen luz —más que calor— solar para hacer, dulzor que se cuece, el jugo que será consuelo en el sueño de la vida. Uvas, y luego vino, morados, de este color a la moda neo-republicana, color al margen del arco iris, mestizo e impuro, que ni se distingue bien y que pronto se desvae y se vuelve lila y al cabo se destiñe del todo. Y que es muy discutible que sea el color castellano comunero.

De esta tierra, de esta Mancha, de un lugarón manchego, al romper del alba, cuando el sol iba a salir de la tierra, su reino de la noche, para subir al cielo, su reino del día, y cuando iba a brotar del lindero común, salió Don Quijote. Y al romper del alba, también mientras los niños de coro cantaban misa del alba, salió de tierra —¡cómo nos lo cuenta el P. Sigüenza. el jerónimo!— Felipe II en el Escorial. Otro solitario. Que solitario fue Nuestro Señor Don Quijote. Y solitario en el otro sentido, el de soltero. Tío y no padre; tío de su pobre sobrina, huérfana de padres. Sólo y solitario vio en sus mañanas de caza cómo los molinos de viento molían… aire. Y se perdieron sus ensueños en el doble horizonte. Y ahora cruzaba uno esta Mancha, la misma, soñando allendidades españolas. Y soñando también antigüedades prehistóricas, cuando esto acaso fue bosque. Después páramo, estepa. De vastos llanos así, de estepas asiáticas, salieron los conquistadores ante cuyos corceles se ensanchaba la tierra.

Otras veces, al cruzar estas tierras, habíamos pasado a la vista de Chinchilla, y la curiosidad se nos iba hacia aquella fortaleza —el penal—, que es todo lo que desde el tren se ve. Una sola vez la flanqueamos de cerca. Pero ahora entramos en ella, en la noble ciudad de Chinchilla de Monte Aragón, cabeza fue de extremadura —esto es: de avanzada de frontera—, y cabeza del marquesado de Villena, cuyo escudo heráldico sella cada uno de los viejos cubos de la muralla sobre que se fabricó, arruinando el castillo, el presidio. Porque Chinchilla se derrumba sin rumbo y más bien se vacía, se despuebla de almas. En sus caserones solariegos, blasonados, tras de las rejas vagan las sombras espirituales de los antiguos hidalgos de alcurnia, madrugadores y amigos de la caza, como Don Quijote, algunos, y los rótulos de algunas calles les recuerdan. Una de éstas lleva el nombre de Emilio Castelar, porque en una de sus casas se albergó, en visita a un amigo, el tribuno. Hay tradición de que también se albergó en Chinchilla San Vicente Ferrer, el apóstol levantino. Hay calles que trepan al morro del castillo, hasta en escalones, y podrían llamarse como una de ellas: calle de Tentetieso. Al pie de castillo, del penal, cuevas socavadas en el suelo y enjalbegadas a la moruna de modo que el encalado alegre la resignada miseria tiroglodítica. En la plaza —allí la casa del concejo con la efigie, en piedra, de Carlos III— peso de largos olvidos. Nos acercamos a una pobre tenducha de los soportales, donde se vendía impresos y entre estos unos cuadernos o tomitos de una biblioteca llamada “galante”. Se nos subió al cuello el más agrio gusto quevedesco, lo más triste de nuestra picaresca. No es el trágico abrazo del amor y la muerte, sino el más trágico aún de la rijosidad y la penuria. Publicaciones así se cuelan, o a hurtadillas o a las claras, por nuestras ciudades, villas y villorrios y nosn de otro derrumbe. El pobre hidalgüelo venido a menos no se embriaga ya con libros de caballerías. Y aquí, en esta Chinchilla que se deshace, que se despuebla de almas, del barro de que se hicieron sus murallas, sus casas de tapial, del barro de que se hicieron también sus hombres, de esa arcilla, han hecho pucheros, ollas, obra de rústica alfarería, y tejas y ladrillos.

Desde Chinchilla de Monte Aragón a la nueva ciudad de Albacete, de la que sus hijos, más bien sus padres, dicen, no sin cierto orgullo, que no tiene historia, queriendo decir que no tiene arqueología. Los albaceteños hablan de Albacete como de algo que han visto hacerse, que ven cómo se sigue haciendo. Edificios nuevos de una modesta monumentalidad barroca y bancaria. En el de un Banco, gárgolas de erudición arquitectónica, sacadas de algún grabado, y que parecen reírse de la clientela. Corona al Colegio notarial una fornida jamona de piedra que representa a la Fe, pero no la de la virtud teologal, sino la de la notarial. Anejo a la ciudad, el Parque, pinar espacioso y bien plantado que alegra cielo, tierra, pecho y vista. En Albacete no hay el polvo de derrumbe de Chinchilla, a pesar de lo cual abundan los limpiabotas, menester tan típicamente español.

La Feria es, y merece serlo, el orgullo de Albacete. De ella ha brotado acaso la ciudad, una ciudad mercadera. Descendientes de aquellos antiguos trajinantes manchegos, de aquellos arrieros que animaban las ventas cervantinas, han hecho del mercado la urbe moderna, gracias, sobre todo, al ferrocarril que hace nacer nueva vida en poblados perdidos en medio del campo, sin río, en tierra a secas. Y en esta nueva ciudad un hasta suntuoso Instituto de segunda enseñanza, junto al fresco verdor del Parque, ahora en que casi todo español aspira, en vista ¡claro! De empleo, a hacerse bachiller. Que siquiera estos venideros Sansones, Carrascos no nutran sus ayunos y sus holganzas con rijosidades de bibliotequilla galante. Esperemos que se lo impedirán las sobrinas de los ingeniosos hidalgos de hogaño que van también, y en vista también ¡claro! de empleo, para bachilleras diplomadas. Triste sería que del barro tradicional de la fábrica de España tuvieran nuestros nietos que hacer no más que pucheros para el garbanzo y ollas ciegas para roñados ochavos. ¡Y adiós alquimia del Marqués de Villena, el de la leyendaria cueva de Salamanca, en que bordó sueños también Cervantes!

Mozalbetes anárquicos

El Sol (Madrid), 25 de septiembre de 1932

Hace unos días, visitando en romería patriótica —no meramente turística— uno de esos lugares en que la vida civil histórica se estanca, en que el espíritu público se arruina, fuimos a dar en el menguado escaparate de una tenducha de artículos de papel con la exposición de unos cuantos números de esos semanarios de portadas pornográficas. Acaso no siempre corresponde el texto a la portada. Y nos invadió una entrañada amargura al ver a qué cebo hay que acudir para atraer lectores. El semanario se llamaba de “biblioteca galante”. Y supimos que en todos los lugarones y villorrios y villas, así como en las ciudades, es lo que más se lee. Sentimos desesperanza por la salud, no ya sólo corporal y espiritual de nuestro pueblo, sobre todo de su mocedad, sino por su salud mental, por la entereza de su entendimiiento. “Esto lleva a la estupidización de nuestra juventud” —nos dijimos—. Y a la esterilización de su imaginativa. Porque esos cosquilleos y hurgamientos de la imaginación en pubertad no hacen sino esterilizarla. Esterilizan la imaginación y esterilizan la civilidad. No llevan al supuesto pecado original que prevenía, según el texto bíblico, de la tentación del saber, de haber probado del árbol de la ciencia del bien y del mal, sino que llevan o al tétrico pecado solitario o a perversiones de infecundidad.” “¿Qué generación saldrá de aquí?” —nos preguntamos.

Volvimos de la romería, entristecido el ánimo con tristes presentimientos, cuando al llegar a Madrid leímos el relato de la fechoría de aquel grupo de mozalbetes —los consabidos mozalbetes—de catorce a dieciséis años, que, provistos de un montón de esteras, harpilleras y otros trapos que habían antes rociado de gasolina, prendieron fuego a la cancela del templo del Buen Suceso al grito de: “¡Viva la anarquía!” Y al punto relacionamos esta salvaje fechoría de los mozalbetes petroleros con lo de la biblioteca galante y demás literatura pornográfica. Porque esos chiquillos, pollitos a quienes empiezan a apuntar los espolones, ni son anarquistas, ni saben lo que es el anarquismo y menos la anarquía. Su comezón morbosa —su prurito— no es de origen ideal o conceptual. Ni de que vayan a incendiar iglesias se deduce que sean anti-religiosos o ateos. Es que, ante todo, es menos expuesto ir a prender fuego a un templo, casi siempre indefenso, que a una fábrica o a un Banco o a un comercio. No; lo que a esos rapazuelos —los dos a quienes se prendió tienen catorce años cada uno— les lleva a esa más que otra cosa estupidez es lo que se llamaría hoy un complejo sensual. Ha de ser una vacía imaginación púber azuzada por turbias pre-sensaciones. Pre-sensaciones engendradoras de pre-sentimientos. Esos rapazuelos no suelen tener novias al modo romántico. Cuando más, se preparan a tener la que, adultos ya, llamarán su “compañera”. Porque decir: “mi mujer”, a lo hombre, creen que hace presumir rendimiento a la sociedad que hay que destruir. Ni esos rapazuelos sedicentes anarquistas —¡qué saben ellos de anarquía!— tienen novia, a lo romántico, ni saben de hondas inquietudes espirituales. Lo suyo es un juego deportivo y cinematográfico. Han nutrido el ánimo de pornografía estúpida y de truculencias pseudo-revolucionarias. Y el ir a pegar fuego a un temiplo religioso es, más que otra cosa, un acto de sadismo. No les guía otra sensación —no sentimiento— que la que guió a Nerón a pegar fuego a parte de Roma para declamar, al resplandor de las llamas, unos sonoros hexámetros y culpar luego a los cristianos. En el fondo, esa acción de los mozalbetes petroleros es una acción de lujuria precoz. De lujuria precoz en el sentido en que se habla de demencia precoz. De esa lujuria que se abraza con el hambre, así como el amor se abraza con la muerte. ¡Y cómo lo sentía y lo cantaba Leopardi!

Es como cuando leíamos el relato de las sangrientas refriegas que en nuestra nativa tierra vizcaína ocurren entre la juventud socialista y la nacionalista. Casos en que el socialismo y el nacionalismo ni tienen nada de ideal, de conceptual, ni siquiera de sentimental, sino que son mero achaque para andar a tiros los unos con los otros. El tiroteo, sea por lo que fuere, es la finalidad. Y en ello suelen unirse a alicientes de origen sensual —sexual— excitante de espíritu… de vino. No hay nada más indigente que la ideología de esas juventudes de pistola o de petróleo.

El problema de nuestras juventudes revolucionarias o contra-revolucionarias, de lo que se llama extremos, no es problema de idealidad ni de idealismo. Esta tremenda juventud padece desgana, de perpetuidad, loco apetito de goce de la vida que pasa. Y de goce, de arregosto más bien, de sensaciones fuertes, de picante que les abrase las entrañas. Hay quien de ellos no quiere morirse sin regodearse en la catástrofe caótica. O en el caos catastrófico. Y ello no es cosa doctrinal, conceptual, intelectual. Los que se dicen anarquistas, por ejemplo, no son sino anárquicos.

¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Ha sido cosa de doctrinas de esas que llaman disolventes? Creemos que es otra cosa, que es un morbo de otras raíces. Más bien de falta de doctrinas; de falta, sobre todo, de un sobretemporal “para qué” de vida, de un sentido de eternización histórica y de comunidad universal. A lo que no proveyeron los que educaron aquellos estanislaos —o kotskas— y aquellos luises —o gonzagas— de que los pendencieros de derecha proceden. Los que se recogen en los templos a que van a prender fuego los que se suponen a sí mismos anarquistas, esos adolecen de la misma dolencia que éstos. Mas venimos a encontrarnos en punto que merece aparte.

Visiones y palillos

El Sol (Madrid), 29 de septiembre de 1932

Preocupado uno con eso de los incendios de templos y otros actos así de salvajería, he aquí que le llegan las revelaciones atribuidas a la Madre María Rafols, fundadora de la Orden de Santa Ana, escritos que se dice, el uno hecho en Villafranca del Panadés, el 19 de abril de 1815, y el otro en Huesca el 1 de julio de 1836. Los edita un jesuita de Zaragoza. Fue hechura de ellos, de los jesuitas, la Madre Rafols. Uno de éstos bendijo el milagroso crucifijo de la visionaria, y le aplicó “muchas indulgencias”, lo que nos hace recordar la causa ocasional del estallido de la Reforma luterana. A la Madre María Rafols se le aparecía de cuando en cuando Cristo; pero no el Jesús de Santaa Teresa, que era de visión intelectual y no visible y era mudo. Este otro es, como el de Margarita María de Alacoque, un Cristo parlanchín, que larga parlamentos untuosos y almibarados. Y en ellos le revelaba a la M. Rafols lo que habría de ocurrir un siglo después, ahora, de 1931 en adelante. Le anunció el Cristo que sus revelaciones aparecerían en estos nuestros tiempos. Que Pío XI —¡así!— establecería la fiesta de Cristo-Rey. Que el escrito de su sierva oyente sería encontrado en enero de 1932. Que la época de persecución empezaría abiertamente en el año 1931, cuando habría de empezar su Reinado en España. No el reinado del Cristo, cuyo reino no es de este mundo, sino del Sagrado Corazón de la Compañía. Que las mujeres habrían de usar vestidos impúdicos. Que se habría de quitar “de la vista de sus pequeñuelos su imagen” y se prohibiría enseñarles su “doctrina divina”. Y además, ¡es claro!, le revelaba ese Cristo a la M. Rafols que quería que no hubiese en España ni provincia, ni pueblo, ni aldea, ni individuo en que no reinara el consabido Corazón S. J., consagrado en cátedras y oficinas, y representada su insignia “hasta en la bandera de mi amada España” —le dijo—, pues “Él es el que me está dictando todo lo que escribo”, se lee en el escrito que por inspiración divina había de encontrarlo en el Archivo del Hospital de Zaragoza una de las hijas de la Orden de Santa Ana el 29 de enero de este año. Y basta de referencias.

El Jesús invisible de Santa Teresa de Jesús no se entretenía con ésta en tales parlamentos, ni le hacía vaticinios agoreros. Verdad es que en aquella época, que era la de los alumbrados y visionarios, la Inquisición andaba muy despierta para ahogar materializaciones y milagrerías mágicas. Fue mucho más tarde, hace cosa de un siglo, cuando se le quiso hacer de agorero al corazón de la santa, que se ofrece a la veneración de sus devotos en el convento de Alba de Tormes, donde ella murió y se conserva su cuerpo. Y fue que en el fondo de la ampolla de cristal donde, montado en unos alambrillos, está ese corazón, apareció, en días de persecución al clero regular, una que dijeron espina, y tiempo después otra, y luego otra, y así unas pocas; no recordamos su número. Y empezó a resonar entre la gente beata el milagro de las espinas del corazón de Santa Teresa. Las vimos muchos y se sacaron fotografías de ellas y se reprodujeron en estampa. En el archivo de esta Universidad de Salamanca se conservaba un divertido escrito de una comisión de doctores que fue a informar sobre semejante milagro, y a la que, ¡claro!, no se le permitió sacar las tales espinas de la ampolla para analizarlas. Aquel naturalista que fue D. Manuel M. José de Galdo, muy mentado un tiempo, salió conque debían de ser unas fungosidades brotadas del poso de polvillo cardíaco. Aquel Francisco Fernández Villegas, “Zeda”, escribió, por su parte, que acaso por falta de fe no logró verlas cuando las vimos todos los que las miramos, entre ellos el que os dice. En los libros que sobre su Santa escribían los carmelitas se encarecía y comentaba el espinoso milagro.

Y quién sabe si ahora no habrían aparecido algunas espinas milagrosas más a no ser por cierto paso que dio la Orden del Carmelo para que se reconociese por Roma el milagro y hasta se hiciese mención de él en el correspondiente rezo canónico. Roma encargó información al ordinario, al prelado de la diócesis de Salamanca, que a la sazón lo era el P. Cámara, agustino. El cual se fue a Alba de Tormes, entró en clausura, reunió a la comunidad conminándola a decir la verdad, y sacó de la ampolla el corazón y con él unos palillos mondadientes. Y entonces las ingenuas monjitas declararon que había sido costumbre de personas devotas de la Santa llevarse objetos de culto —estampitas, escapularios, medallitas, rosarios…— tocados con el corazón, y como el toque inmediato apenas era hacedero, se tocaba a aquel con un palillo mondadientes, y luego con éste al amuleto para transmitirle la virtud mágica, y que en algunos casos el mágico palillo trasmisor se caería al fondo de la amipolla convirtiéndose así en espina milagrosa y agorera. Hizo el prelado limpiar la ampolla y mondarla de mondadientes, y reponer, ya sin ellos, el corazón y recoger las fotografías y estampas del milagro y publicar en el boletín eclesiástico de la diócesis un muy cuidado documento para dar fin y quito a la superchería y que no se hablase más de ella. No sabemos si de no haber venido la orden de Roma habría hecho lo de aquel otro obispo, éste de Plasencia, e integrista él, que, al enterarse de que había surgido una monja milagrera, exclamó: “¿Cómo?, ¿milagros en mi diócesis y sin mi permiso? Los prohíbo, y si siguen es que son del demonio.” Y no siguió la milagrería monástica.

Dicese que van a reanudarse las visionerías de Ezquioga. ¿Será que los padres de la Compañía, los del fantasma parlanchín de las M. M. Alacoque y Rafols quieren, a fuerza de milagros de magia o tramoya, llegar a que su “insignia” campee en “la bandera de su amada España”?

¿Y qué relación tiene todo esto con mozos petroleros y pistoleros y con estanislaos y luises? Ah, es que con magia milagrera, con supercherías de fetiches y amuletos, a que acaso se apliquen indulgencias, con visiones y audiciones histéricas, con agüeros y hechicerías, no se alumbra, sino que se entierra y entenebrece el misterio de la religiosidad. Ni una religión así, materializada, de ojos y oídos de carne, es tal religión ni cosa que lo valga. Ni tiene que ver con el Cristo espiritual, cuyo reino no es de este mundo de la Compañía.

Clérigos y tercios

El Sol (Madrid), 2 de octubre de 1932

Viene uno… —aunque es ya vez de dejar este socorrido truco de estilo eufemístico y de volver al natural e ingenuo yo, al que dicen satánico…—, vengo bajo la impresión del alud de muchachos y muchachas que está cayendo sobre los centros de enseñanza a la espera de una futura República española de empleados públicos —no propiamente trabajadores—, y de bachilleres desde luego, y vengo de una región castellana que empieza a estar sacudida por el vendaval de la reforma agraria y donde el campo ceñudo espurría almas a las villas y ciudades. Y ello me ha hecho volver de nuevo a la visión de aquella vieja España a que queremos y creemos renovar. ¡Renovación nos dé Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética —más que mística—, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias —tejedores, ferrones, curtidores…— se arruinaban y se despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber.

¿Es que a aquellos picaros eclesiásticos o castrenses les llevaban al convento o al cuartel vocación religiosa o vocación belicosa? Nada de eso. Era un proceso económico que ilustrarían más tarde Malthus y Carlos Marx, eran el ejército de reserva del proletariado de que hablaría éste, eran el excedente de población pobladora, los que no podían emparejar ni fundar hogares. El genio de la especie de que decía Schopenhauer, el que para propagarse ayunta varón y hembra, ese mismo genio se enfrena, se contiene —en cierto modo se castra—, y a las veces llega a suicidios parciales. ¡En cuántas guerras el resorte íntimo, inconciente para los que le obedecen, no es más que una cura quirúrgica de la sobrepoblación! Y en este caso, tanto la recluta monástica —o eclesiástica en general— como la militar, no eran más que casos de leva malthusiana de poda. Y luego la sangría a las Américas, a poblarlas de criollos y de mestizos. ¡Triste casta aquella de segundones! Los clérigos eran los verdaderos maestros del pueblo, los sucesores de los pedagogos de la decadencia romana, como aquel Dómine Cabra, “clérigo cerbatana” del inmortal Quevedo —inmortal gracias a clérigos así—, y en cuanto a los pobres mercenarios de las armas, el ejército español fue siempre un ejército de indigentes, casi de mendigos, sin que apenas los llamados grandes de España lo comandaran, que aquí no hubo propiamente feudalismo ni muchos ricos hombres de muchos calderones, sino menesterosos soldados que por mezquino sueldo se iban a servir al rey.

Uno de éstos, Cervantes. Y en él nació el alma inmortal del pobre hidalgo lugareño, de Alonso Quijano el Bueno, el de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, aquel cuyas tres partes de hacienda consumía una menguada dieta, ocioso lo más del año y soñando imperios. Todo menos un burgués, que en España no ha habido —por maldición del sino— verdadera burguesía. Para burgueses, aquellos orondos mercaderes de los Países Bajos que se nos presentan, satisfechos de la vida, en los cuadros flamencos. ¿Pero en España?, ¡en España, no! No tuvimos burguesía. No lo era aquella cuitada clase media que armó el tumulto de las Comunidades de Castilla. ¿Clase media? Pero ¿entre qué?

¿Y hoy? Hoy los que entonces se habrían recogido al claustro, a la colegiata, al beneficio canónico o al real del campamento, hoy asaltan la matrícula de la bachillería. Clérigos laicos y tercios paisanos. Siguen los tiempos. ¿Qué importa que no se alisten bajo la cruz o bajo la bandera, que no vistan sayal eclesiástico o uniforme militar? ¿Y a dónde si no se van a ir? La adusta tierra ni alimenta ni viste —ni entretiene y divierte, que es acaso peor—a ese sobrante de sus hijos. La industria en estas mesetas, en estas cuencas de los grandes ríos centrales, no puede medrar.

Esta es la verdad verdadera. Y el cultivo del campo… Ah, dejémonos del señorío; los pequeños propietarios, casi pegujareros, los colonos, los arrendatarios huyen de una masa campesina sobre que sopla un viento no de locura, sino de insensatez, y pronto veremos una lucha como la de los kulakes moscovitas contra las comunidades agrarias. Digan lo que dijeren los señoritos comunistas. Masas que en ciertas regiones —menos en Castilla— no quieren tierra, sino harto jornal y poco y flojo trabajo. Que ésta es la verdad verdadera, la verdad liberadora, la cruz de la verdad.

¿Que por qué me complazco en estas visiones trágicas? Es que ellas curan de ensueños que llevan a mayor tragedia. Es que ellas llevan a buscar el remedio en otros ideales que los de un arregosto de bienestar engañoso. Que si aquellos clérigos y aquellos soldados trataron de consagrar y santificar el instinto malthusiano que les llevaba al sacrificio con ideales de gloria celestial o terrenal, de fe cristiana o de honor caballeresco, que estos venideros empleados, funcionarios de Estado, se hagan un ideal de sacrificios, que no crean que la nueva España, la republicana, va a ser una próvida Jauja, que no se les antoje tomar en serio aquella candorosa declaración del artículo 45 de la Constitución de la República Española —“República democrática de trabajadores de toda clase”, ¿de toda clase, eh?— de que “asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”. Digna ¿de qué? Que se forjen más bien una religión civil y laica sobre los eternos cimientos de la antigua religión cristiana y caballeresca. ¡Y a sobrevivir!

En confidencia

El Sol (Madrid), 9 de octubre de 1932

¿Por que no hemos de poder tratar alguna vez, lector amigo —o enemigo, que es igual—, de nuestras relaciones mutuas, de nuestro modo de entendernos recíprocamente? No ya del contenido. Sino del continente. Que esto por ser periódico, es ya costumbre. Y más que recibo de vez en cuando cartas con avisos y amonestaciones, y que diga de esto o de lo otro, o que no diga de ello, o que de otra manera. Alguno, que en lenguaje liso y llano. ¿Liso y llano? ¿Qué es eso? ¿Y para qué? ¿Para no tener que mirar al suelo por miedo de tropezar? ¡Quia, no! ¿Empavimentar el artículo con lugares comunes, tópicos y frases hechas de modo que la atención pueda dormirse? ¿Que no encuentre el lector más que lo que esperaba encontrar?

Y luego, para entre nosotros, estoy harto de conferencias y desearía poder no dejarme arrastrar a hablar en público. Porque ¡me es tan penoso tener que ir al paso de la atención del oyente o repetir y alargar lo dicho! ¿Del oyente? Del oyente, no, sino de los oyentes, del auditorio, que es lo malo. Que no se habla a cada uno de ellos, sino a la masa. Y una masa de hombres se compone de hombres de masa, macizos, aunque luego, separados ya, vuelvan a ser cada cual el que por sí mismo se es. En cambio, aquí nos las hemos, lector —no lectores—, entre nosotros dos solos, y si no me entendieres, déjalo, déjame, que no me quedaré solo. Y sé que el dejarme provendrá en ti, no de dejamiento —¡cuánto lo ponderaban nuestros ascéticos!—, sino de dejadez.

Y puesto a confidencias, ¿sabes lo que me pasa ya cuando tengo que hablar —tener que, ¡terrible cosa!— en público? Pues que me quito las gafas —lo que empezó para poder leer el guión de notas— para no ver sino una masa confusa, una verdadera masa, para que no me distraiga ni desvíe la cara personal de uno cualquiera de los que me oyen, y poder así dar un tono impersonal, oratorio, lo menos lírico, lo menos confidencial, a lo que diga. Y entonces me quedo fuera de mi elemento propio, en eso que llaman lo objetivo. Un predicador que yo conocía solía decir que el que se dedica al púlpito tiene que dejar el confesonario —y a la vez, el que se dedique a éste no servirá para aquél, supongo—, y esto, lo que vengo haciendo aquí, es confesonario. Es a cada uno de vosotros, lectores amigos —y alguno enemigo—, a quien me dirijo. Y si tanto de mí mismo —aunque alguna vez me llame “uno”, en vez de “yo”— hablo es porque a ti mismo, lector, y no a otro me dirijo. Y así contesto a cartas privadas vuestras, a avisos, a amonestaciones, a preguntas, a objeciones. Y me evito el contestarlas también por mi parte privadamente. Como tampoco a entrevisteros o entremetidos, pues no quiero que se entremeta nadie entre tú y yo, ni que haga de truchimán. No, nada de que me traduzcan. ¿Que no me entienden bien? Pues aprende mi lengua, nuestra lengua, o déjalo. Y si la aprendes, si la aprendemos de consuno, deja que así, al desgaire, desencadenemos —esto es, libertemos— lugares comunes para hacérnoslos propios. Y propio el sentido común.

Y a éste último propósito, alguno de vosotros me ha preguntado que si lo que más me propongo es hacer lengua y más buscar la expresión que lo expresado. ¡Pues claro! Pero es que lo expresado es la expresión misma. Y así, busco por mis eefuerzos para expresarme el que tú, lector, te esfuerces por expresarte, acaso en contradicción conmigo. Y expresarse es exprimirse. Que te exprimas, pues. Y hacernos lengua común es hacernos comunidad y comunión. Y trabajando uno en hacerse lengua para otros, se hace a sí mismo y se enriquece y acrece para enriquecer y acrecer a otros, a los que le oigan. Que la lengua es caudal común, y quien la mejora mejora a la comunidad. Y ¡si supieras, lector amigo, lo que es este empeño y menester de aclarar, fijar y acrecentar el modo de entendernos! ¡Si supieras bien lo que es este oficio de escritor público cuando es algo más que ganapanería? Oye uno para poder hablar, lee para poder escribir, esto es, consume para poder producir. O, mejor, se consume para poder producirse, y se produce para recobrarse a sí mismo de la propia consunción. Y cuenta que producirse es reproducirse, reproducirse en otros, y siempre con el hipo de poder dejar en la vida común de este mundo, en su historia, rastro y reguero. ¿Y cuál mejor modo de ir haciendo y rehaciendo este nuestro bien común que es la lengua con que nos entendemos? Créeme que los que hagamos lengua haremos pensamiento y sentido comunes.

¿O es que quieres que venga acá a ofrecerte soluciones? ¡Dios me libre y Dios te libre de ello! ¿Soluciones, y sobre todo eso que llaman soluciones concretas? No es mi menester ni mi empeño el ofrecértelas. Yo no vengo a proponerte soluciones, sino a ayudarte a que pongas claridad y densidad en tus propias cavilaciones, si es que las tienes. Y si no las tienes, peor para ti. Yo vengo a presentarte visiones, y previsiones, y expectaciones, y a que, merced a mi obra, trabajes en ellas. ¿A que te dé ideas? Nadie da a otro ideas, sino, a lo sumo, le ayuda a que se las dé él a sí mismo. ¿Y cómo? Estimulándole a que se exprese. Y si Sócrates se llamaba a sí mismo partero —hijo de partera fue—, es que con sus exámenes obligaba a sus oyentes a que parieran, es decir, a que expresaran, sus propias ideas, las que, de sus propias sensaciones se les cuajaban. Fue partero y escultor, que es lo mismo. ¿Crees, por ejemplo, lector amigo, que te voy yo a dar la idea de República? Que no la tienen los más de los que se dicen, por decirse algo, republicanos. No; él contenido expresivo de esa palabra, república, en general, sin más que un valor sentimental, y aún menos, ritual, tienes que buscártelo tú mismo. Como no quieras que sea el santo y seña de una clientela.

Y todo esto, al fin de cuenta, es que conversando así —y conversar es convertirse, como expresar es exprimirse— nos hagamos del lenguaje común, que es la verdadera patria de nuestros espíritus, algo vivo, en creación y re-creación continua. ¿Te parece poco, lector amigo? Y basta de confidencia.

La raza es la lengua

El Día Gráfico (Barcelona), 13 de octubre de 1932

¡La fiesta de la Raza! ¿Pero qué es eso dela raza? ¿La de los llamados racistas o nacionalistas ciento por ciento? O es el concepto que pertenece a eso que se suele llamar antropología y no es sino zoología más o menos humana? ¿Qué es eso de la raza —raza latina, raza ibérica, etc.— que tan palabreramente se encarece y pondera? Empecemos, pues, por la palabra misma: raza.

La palabra raza —ya lo hemos dicho otras veces y habrá que repetirlo otras más— es una palabra que del romance castellano pasó a otros idiomas. La palabra raza es melliza de raya, como bazo lo es de bayo y otros casos así y deriva del latín radia. Raza es raya o línea. y así se habla en Castilla de una raza de sol, y se le llama raza a la hebra de un tejido. Y se aplicó luego a la línea, no en espacio sino en tiempo, a lo que se llamó también linaje, que de línea deriva. Raza, linaje, casta es lo mismo. Y por otra parte tenemos abolengo, que viene de abuelo. “Viene —decimos de uno— en línea directa de…” tal o cual antepasado. Podríamos decir “en raza directa”. Aunque esto de lo directo… ¿Es que uno procede de aquel tatarabuelo cuyo apellido lleva más que de los otros quince, pues que fueron dieciséis?

Pero este sentido corporal, zoológico, de la raza, no es el que en la historia humana, en la verdadera historia, tiene valor y validez y valía. La raza es aquí algo espiritual, y el espíritu es, ante todo y sobre todo palabra. La línea, la raza que une y aúna en la historia a las generaciones, la que hace la continuidad y la comunidad de ellas, es el lenguaje en su sentido más íntimo. Que aunque cambie es continuo y es el mismo. Aunque una palabra que hoy usemos no quiera decir lo mismo que decía en el Quijote o en el Poema del Cid, es la misma, como el río es el mismo, aunque las aguas cambien. La raza espiritual, histórica, humanamente nos la da el habla, el lenguaje. Es lo que nos une, lo que nos hace comunidad, lo que nos da comunión en el espacio y en el tiempo. Lo que nos hace de la misma raza, del mismo linaje, de la misma línea, de la misma comunidad de los que con Colón exclamaron: “¡tierra!” a la vista de América recién nacida a la historia, es nuestro lenguaje.

Una vez en París le oímos a un negro haitiano, tan negro como el betún, a un compatriota de aquel heroico Toussaint-Louverture, decir: “nosotros los latinos…” y otro latino, este blanco y español, me dio con el codo, y yo le dije: “¿por qué? ¿Es que no piensa —y por lo tanto siente— de nacimiento, de nación, en francés, que es una lengua latina? ¿Es que el espíritu no está tejido con palabras? Ese negro es mucho más latino que un hijo corporal de latinos que no piense sino en sueco, o en ruso, o en árabe…” Porque así es. Y si uno de esos excelentes poetas negros de los Estados Unidos de la América del Norte se pretendiera no ya americano sino anglo-sajón o inglés, tendría razón pues que al englishspeaking folk, al pueblo de habla inglesa, pertenece. Como a la razón de lengua española, a la raza latina española, castellana, pertenece Nicolás Guillén, el gran poeta cubano de hoy. Que cultiva el especial dialecto castellano negro de los negros de Cuba. ¿O es que no era latino hispánico, español, aquel indio mejicano —acaso de pura sangre corporal indiana— que fue Benito Juárez, uno de los padres de la República de Méjico? ¿Y no fue latino y español, hondamente español, aquel José Rizal que en castellano despidió, antes de sufrir muerte de martirio, a su Filipinas, y no en tagalo? Y acaso tampoco tuvo gota de sangre corporal europea, aunque sí china.

La fiesta, pues, de la raza debería ser una fiesta de la lengua. Y así como en el sentido corporal, material, físico, no todos los hombres nacidos contribuyen a la continuidad de su especie, pues muchos se mueren sin dejar descendencia —y si la deja suele ser, muchas veces, peor— así en sentido espiritual, psíquico, muchos, acaso los más, no dejan rastro ni reguero, pues ni enriquecen, ni conservan, ni fijan el lenguaje común. Y hay quienes no trasmitiendo su sangre corporal, la trasmiten deparada y enriquecida. Y esta trasmisión es la tradición, tradición en progreso. Y tradición que corresponde a la apetencia de la conciencia común que pide perpetuidad, que pide perpetuación. Y es a la vez el modo como un pueblo, una nación, se conserva y se perpetúa. ¿Qué nos importa que una parte de nuestra comunidad espiritual, de nuestra raza espiritual, se separe políticamente de nosotros si sigue pensando —y por lo tanto sintiendo, lo repito— con nuestra misma sangre espiritual, con nuestro mismo lenguaje? Y por otra parte se puede hablar de una raza norteamericana, pues los nativos todos de los Estados Unidos —que es una verdadera Federación, esto es, una verdadera Unión, una unidad—, sea cual fuere el origen de su sangre material, piensan y siente en inglés. Y no se puede hablar de una raza suiza ni de una raza belga.

¿Fiesta de la Raza? En Italia, antes de su unificación, en 1861, siendo en Turín ministro de Instrucción Pública del Reino del Piamonte y la Cerdeña aquel excelso espíritu que fue Francesco de Sanchis, inició la que luego fue la Sociedad Dante Alighieri para difundir la lengua, o sea la cultura, italiana en América, en Túnez, en Alejandría, en Egipto, en Trento, en Córcega, en Malta, en el Tesino y… en la Italia misma. Y en el mismo Piamonte dialectal. Celebró su primer Congreso en Roma en 1890, y fueron presidentes de ella Ruggiero Bonghi, Ernesto Nathan, Pasquale Villari…

Si aquí se formara una Sociedad Cervantes —o Quevedo— no tendría más que hacer fuera de las tierras de romance castellano, que en estas mismas. Porque conciencia de raza es conciencia de lengua y lo más de los que piensen y sienten hoy en castellano, dentro y fuera de España, lo hacen inconscientemente. Les falta la conciecia, la reflexión, y con ella la religiosidad de la lengua, de la raza. Porque hay una religiosidad lingüística. Y esta religiosidad es el hecho integral de la gran raza hispánica de Ambos Mundos.

Vicios propios de los españoles

El Sol (Madrid), 16 de octubre de 1932

“¿Qué quiere usted? —me dijo encogiéndose de hombros—; éste es un país imposible, de niños gastados y donde la gente se muere de sueño”, y al oírle le miré a los ojos y sentí escozor en el meollo del espinazo. ¡Morirse de sueño! —pensé—, no de de hambre, ni de sed, ni de asco, ni de dolor, ni de aburrimiento, ni de cansancio, sino de sueño, y de sueño de dormir, ¡no de sueño de soñar! ¡Que la vida, y con ella la muerte, sea sueño, pase!, ¡pero que sea dormida!… Y en seguida me acordé de aquel pasaje del libro de la Agonía del tránsito de la muerte, publicado en 1544, del casticísimo escritor toledano Alejo Venegas, donde nos dice que los que están a la puerta de poder ver a Dios, en trance de morir, “no es razón que se duerma”. Por lo que aconseja que para curar “este sueño profundo, que los médicos llaman Jubet”, se le ate al moribundo “fuertemente con unas vendas los muslos y donde a poco abajar las ataduras a las pantorrillas y fregarle las piernas con sal y vinagre y ponerle a las narices ruda y mostaza molida”… y “echarle a cucharadas por la boca euforbio trociscado, que tienen los boticarios, e por no dejar remedio alguno, travarán un lechón de la oreja para que gruña a los oídos del flemático soñoliento”… Basta.

Pero… Vicente Medina, siglos después, cantó: “No te canses, que no me remuevo; / anda tú, si quieres, y éjame que duerma, / ¡a ver si es pa siempre!… ¡Si no me espertara!… / Tengo una cansera!…” Y el pueblo, anónimamente, había cantado: “Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.” ¡Morir de sueño!

Y el mismo Venegas, en el mismo libro, tratando de “los vicios propios de España, de los cuales tienta el diablo a los españoles, ni han de pasar del monte Pireneo adelante, ni del estrecho de Gibraltar”; es decir, de nuestros vicios, “demás de los otros que son generales a todos los hombres”, decía que son cuatro. ¡Y menos mal al menos “El primero es el exceso de los trajes…” “El segundo vicio es que en sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay abundancia de holgazanes y malas mujeres… los cuales, si no tuviesen por deshonra el oficio mecánico, allende que represarían el dinero en su tierra que para comprar las industrias de las otras naciones se saca, se excusarían muchos pecados.” “El tercero vicio nasce de las alcuñas de los linajes”… “El cuarto vicio es que la gente española ni sabe ni quiere saber… Deste vicio nasció un refrán castellano, que en ninguna lengua del mundo se halla si no en la española, en donde solamente se usa, que dice: Dadme dinero y no consejo.”

¡Vaya con Alejo de Venegas, uno de aquellos a quienes leyó Santa Teresa seguramente, el toledano del XVI, y cómo acuñó tópicos que habían de correr los siglos posteriores! No debió de haber salido mucho ni despacio de su tierra. No debió de haberse preguntado si el tener por deshonra el oficio mecánico no provendría de que este oficio no daba, “no podía dar” de comer a todos los que paría España y que sería inútil represar un dinero que no valdría en las naciones industriosas; si la holganza no provendría de una pobreza radical de la tierra y no la pobreza de la holganza. Y en tiempo de Venegas y después de él, ¿no ha sido muy nuestro el dormirnos en la suerte que es dormirse a morir? Ni se preguntó el toledano, el que tanto sabía, si el no saber ni querer saber más sus coterráneos y contemporáneos no sería porque sentían de antemano la vaciedad de todo saber que no les diese una última finalidad de vida. Que aquí, en el sentido del “para qué” está el toque.

Pues este mismo Alejo Venegas, en la Breve declaración de las sentencias y vocablos oscuros que en el Libro del tránsito de la muerte se hallan, nos dice: “Acuerdóme aquí de lo que dijo un día Atanasio, el menor de los hijos de casa. Diole un dolor de ijada, y él, como era tan niño, no sabía qué cosa era ijada, y después de haberse hartado de llorar y de decir: “¡ay que me duele, ay que me duele”, dijo con un gran descuido a su madre: “Señora, ¿adónde me duele que me duele mucho?” Y bien con haberle dicho su señora madre que en la ijada, no le habría dicho nada. Como no remedian los médicos una enfermedad con sólo ponerle un nombre. No cuando el pueblo dice que adonde le duele que le duele mucho, se arregla el dolor con hablarle de la holganza y de la ignorancia.

“¿Es que se arregla más —se nos preguntará— con declararle la raíz última de sus males y cómo ha de acomodarse a ellos?” En aquellos tiempos de Alejo Venegas, en que los pobres españoles —¡pobres, pobres, pobres!— sentían que el entregarse a oficios mecánicos les era como sacar agua del pozo con un cedazo y que no represarían un dinero que no valdría nada fuera de España —ni dentro de ella— y sentían que los consejos que les daban no aclaraban el sentido y fin de sus vidas; en aquellos tiempos el ansia de vivir, o mejor, el ansia de sobrevivir, les dio un ensueño, les dio un consuelo de haber nacido a morirse. Y holgazanes e ignorantes se dieron a soñar una patria última y definitiva. Y este ensueño, por maravilla, les hizo trabajar en él, en el ensueño, y estudiarlo. Y así, si es que se murieron de ensueño, de soñar, no se murieron de sueño, de dormir. A pesar, siglo después, de Miguel de Molinos, el de nuestra castiza nada, el del quietismo, el del silencio de pensamiento, el aragonés tan nuestro.

Sí, ya lo sé, ya lo sé; ya sé que a algún lector se le encabritará el ánimo ante semejantes crudas revelaciones y hasta me echará en cara, en reproche, el que las largo deteniéndome en un desmesurado saboreo de ellas y de su picor; pero es que, lector, me está desazonando el observar cómo se hinchan ilusiones de un porvenir de riqueza y de sabiduría y de bienestar, en una España renovada por arte mágica. ¿Que mejoraremos?, ¿quién lo duda? Pero hay que poner tope a las ilusiones. Y sobre todo hay que pensar para qué; esto es: en el para qué del para qué; para qué fin —esa mejoría—. Y si no es mejor el opio —que dijo Lenin— de morir dormido.

El sentimiento catastrófico

El Sol (Madrid), 23 de octubre de 1932

Hay una singular enfermedad del ánimo público —que especialmente obra sobre la imaginación y contra ella— y que podríamos llamar el sentimiento catastrófico de la vida pública. Que es otra cosa que aquel sentimiento trágico de la vida de que largamente diserté años hace. Que catástrofe no es propiamente tragedia, ya que ésta no se da más que en lo humano y aquella en lo natural. Un terremoto, vaya por caso, es una catástrofe, pero no es una tragedia.

Y bueno, ¿qué es catástrofe? Acudamos a la palabra misma, de donde sale la idea. Catástrofe, del verbo griego “catastrefo”, revolver, es propiamente una revolución, pero en el sentido primitivo y directo de este tan abusado término, es decir, la vuelta de algo de arriba abajo. Lo que se dice entre nosotros volver la tortilla. No es el cambio íntimo y entrañado del contenido de algo; terreno, sociedad, institución, creencia, ideología, etc., sino la revuelta de ello, el que suban a sobrehaz las capas profundas y se hundan las de la sobrehaz. Este sentido catastrófico lo expresaba muy bien aquella conocida copla corriente en una parte de Andalucía y que rezaba así: “Cuando querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan / y los ricos coman… hierba.” (Era otra la palabra, y no “hierba”; pero no la pongo por un resto de repulgos estilísticos que me parecen ociosos.) Es también lo que se llama cambiar de postura. Lo que cuenta la leyenda eclesiástica que hacía San Lorenzo, mártir, cuando le estaban tostando a muerte en la parrilla de su martirio. ¿Es que del otro lado estaría mejor?

Nace y se desarrolla en los pueblos en ciertos momentos históricos de su vida —de su vida histórica— un sentimiento catastrófico —llamadle, si queréis, revolucionario— que suele ir acompañado de una visión fantasmagórica del porvenir de su destino. Es una dolencia con raíces económicas y con raíces religiosas. Bien entendido, que entre éstas, entre las raíces religiosas, entran la de la irreligiosidad y la del ateísmo, que no es la indiferencia. Cuando la imaginación popular se caldea a la hoguera —muchas veces no más que recoldo— del sentimiento catastrófico, los pobres contagiados se pasan los días esperando el gran advenimiento. O sea el apocalipsis. “¡Ya viene! ¡Ya viene!” ¿Qué es lo que viene? ¿Qué es esa revolución, que, como los espíritus medievales del milenio, aguardan con tan congojosa ansia? ¿Qué es ese gran advenimiento, ese apocalipsis? Pues es… la serpiente de mar, la fiera corrupia, la aurora boreal, el diluvio universal, el juicio final, la Intemerata, la de San Quintín, el disloque, el caos…, la caraba. Y este último término: la caraba, por su falta de precisión conceptual, por no querer decir nada concreto, por su mera sentimentalidad, es el que acaso mejor determina la catástrofe esperada, el caos de que ha de salir un mundo nuevo en cuyas parrillas se nos tueste el otro lado de las costillas. Y es curiosa esta otra palabra: caos, que etimológicamente quiere decir, como la latina “hiatus”, bostezo. Pues bostezo es la sima que se abre en la tierra en un temblor de ella, en una catástrofe o revolución térrea. Y en una catástrofe económico-social se acaba en que los antes pobres coman pan —aunque sea de munición—y los antes ricos coman… hierba, o lo que sea, y trocados los papeles las cosas siguen lo mismo. Que no es que desaparezcan las clases sino que se revuelvan, que se inviertan.

¡Y qué efectos tan extraños produce el sentimiento catastrófico! Vengo dándome a cavilar a qué íntimos instintos del alma colectiva popular puedan obedecer esas quemas de iglesias rurales o ese emprender a tiros con una tradicional procesión aldeana que nada tiene que ver con las luchas de clase. Las explicaciones corrientes y molientes, las del tópico del clericalismo y el anti-clericalismo, no pueden satisfacernos. Ni tampoco las que lo atribuyen meramente a barbarie. Y aunque no se me escapa que la que voy a sugerir se atribuirá a sobrada sutileza y a preocupaciones muy privativamente individuales, voy a exponerla. He llegado a creer que esos fanáticos de la revolución —el fanatismo es cosa de fantasía—, que esos enfermos de imaginación catastrófica, a la espera del gran advenimiento —o de la caraba—, de lo que sufren en el fondo de sus almas es de una envidia que engendra odio. De una envidia inconciente, oscura, instintiva, como la que hizo brotar del hondo del alma popular española, después de la Reconquista, la Inquisición, que fue popularísima. La Inquisición respondía a la envidia que el pueblo sentía hacia los que se distinguían, hacia los que discrepaban, hacia los herejes. Y estos otros fanáticos, ¿en qué envidia se encienden? ¿Y qué les lleva a incendiar iglesias? Es acaso que envidian a los pobres sencillos aldeanos que hallan en la iglesia —o en la procesión— un contento y un consuelo que ellos, los incendiarios, no logran hallar fuera de ella. Y aquí tenemos tal vez, claro es que sin que ellos, los afectados de esa dolencia, se den clara cuenta de ella ni mucho menos, aquí tenemos aquello de Lenin, hombre de imaginación catastrófica, de que la religión es el opio del pueblo. Y contra ella, contra la religión, se revuelven los que están en vano buscando otro opio, o sea otra religión. Y para los cuales la revolución no es sino un opio, un opio para adormecer una imaginación enferma.

El primer revolucionario, el primer catastrófico de nuestra leyenda judeo-cristiana fue Caín, cuya casta fundó, dicen, la primera ciudad. Y Caín no hizo sino vengarse de su destino. Y nos dejó la “cainidad”. Cainidad que es el vivero del sentimiento catastrófico de la vida pública.

Entre Aquiles y el Cid

El Sol (Madrid), 30 de octubre de 1932

En el poema homérico se nos cuenta de cómo Ulises, en su odisea, bajó al reino soterrado de los muertos, de las sombras de los que habían de veras vivido, y de cómo evocó la de Aquiles, y al presentársele, el héroe le saludó como a rey de los muertos, a lo que éste le respondió que es mejor que ser rey de los muertos ser lo peor que pueda serse en el reino de los vivientes. Y que lo peor que puede a uno caberle en suerte en el reino de los vivientes es ser criado de amo labrador pobre. Amo de labranza pobre, diremos que es igual que amo pobre de labranza. Lo peor en esta tierra es ser labriego a servicio y sueldo de labrador. De pobre pegujalero que necesita brazos de alquiler, de pequeño propietario, de arrendatario o colono que tiene que empeñarse para pagar la renta. Y ésta ha sido la tragedia en las mesetas centrales de este reino —ahora república, y es igual— de los pobres vivientes españoles. Cuya suerte no sabemos si envidiará la sombra del Cid Campeador, el que iba por la cuenca del Duero reclutando desesperados para que saliesen de miseria y lacería con el botín arrancado a los moros de las ricas huertas de Valencia.

Lo que nos hemos acordado de las palabras de Aquiles y de otras del Cid ahora en que ingenuos creyentes en la virtud de una reforma agraria —de una cualquiera— parecen esperar que ésta corregirá una… llamémosla injusticia de la suerte. O del destino. Porque hay en esta pobre, pobrísima tierra de nuestros vivientes algo peor que ser criado de amo de labranza pobre, y es, dejando de ser criado, jornalero, pretender sacar harina de las peñas, que a lo más sirve para muelas con que se muela el centeno. Por lo que se comprende que muchos de esos pobres vivientes quisieran no tierra sino jornal, y el más alto posible. De la tierra saben ellos que se saca para darles el jornal; pero saben también que ellos, los pobres jornaleros, no podrían sacar de ella, por sí mismos, el jornal que sus pobres amos les tienen que dar aun a costa de agotar sus reservas y arruinarse.

¿Que hay tierras ricas? ¿Que hay, por lo tanto, amos ricos de tierra? Sin duda, y aquí viene lo de los grandes terratenientes, lo de los latifundarios, envuelto ya en fábula y leyenda. Y aquí cuadraría decir algo de la famosa ley de la renta, del famoso economista Ricardo, que fueron él y Malthus los principales inspiradores de la doctrina teórica del socialismo de Carlos Marx. Y después de decir algo de cómo en una comunidad económicamente solidarizada esa renta natural que rinden a quienes las trabajan esas tierras más ricas, tendría que ir a sostener decorosamente a los que se condenan o los han condenado a trabajar las tierras que no pueden mantener a sus trabajadores. Suprimid los grandes terratenientes; confiscad o expropiad sus tierras a los grandes señores, y llegad a la distribución de sus rentas entre todos los trabajadores de la tierra, y entonces veréis cara a cara la realidad y lo que son las desigualdades naturales de los hombres y de las tierras. Y entonces veréis cómo nuestro Aquiles, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, el de la áspera y enjuta cuenca del Duero, veía claro el trágico problema cuando llevaba a los pobres pecheros castellanos a que viviesen de la presa arrancada a la renta natural de los ricos moros huertanos de Valencia.

Luego aquellas altas tierras del Duero, y las del Tajo, y las del Guadiana, se despoblaron en gran parte, pues iban los descendientes de los mesnaderos del Conqueridor a conquistas en Flandes, en Italia, en las Américas. Para que luego sus más remotos descendientes, los más cerca de nosotros, los de nuestros tiempos, sin Valencias, sin Países Bajos, ni Italias, ni Américas que conquistar, se pusiesen a talar los montes donde medraban ganados, los de aquellos rabadanes de casta celtibérica que por cañadas y cordeles de la Mesta guiaban sus rebaños desde las navas de Extremadura hasta las montañas de Asturias y León, y vuelta a volver. Talaron los montes para romper páramos, porque los pobres se propagaban de manera abrumadora, y la vida pastoril no tolera tanta propagación. Las vacas, las ovejas, las cabras y hasta las conejas se comen a los hombres que han de comer de ellas. Y cuando les sustituyen los hombres se comen éstos los unos a los otros, y vienen luchas, no de clases —¡qué clases ni qué ocho cuartos!—, sino de oficios —labradores, de Caín, y pastores, de Abel—, de gremios, de regiones, de lugares o términos municipales, y de asociaciones, sindicatos y clientelas proletarias entre sí. Que todo es por la prole, y proletarios todos.

Dice el versillo 28 del capítulo I del Génesis bíblico que “los bendijo Dios y díjoles Dios: Creced y multiplicaos, y henchid la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces de la mar, y en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.” Y al crecer y multiplicarse y henchir España, los españoles no pudieron ya señorear lo debido a los peces, y a las aves, y a las bestias, y entraron en lucha —y no de clases, otra vez— unos con otros. Y cegados por la ilusión engañosa de la renta jurídica, personal, del tributo que había que pagar al amo, no vieron la renta natural, real, la preeminencia de la tierra rica sobre la tierra pobre, de la huerta sobre el páramo, ni vieron el tributo que hay que rendir a la suerte, que suele ser muerte. Y los pobres criados de amos labradores pobres empeñados, a los que envidiaba el rey de los amos muertos, Aquiles, creyeron que podrían mejorar de suerte acabando de arruinar a sus pobres amos para igualarse todos en pobreza. Que es a lo que lleva la tragedia de la prole.

Y tendrán que sentir, para luego comprender, ante el pavoroso problema de la distribución, no de riqueza, no de renta, sino de población, de prole, que no está el remedio en arruinar a los dueños de tierras pobres, sino en empobrecer a los trabajadores de tierras ricas, dueños o no de ellas, para que no vivan de hambre —que es peor que morirse de ella— los que se propagan en tierras pobres. Y si resucitase el Cid y predicase una nueva cruzada —¡lo que tapa la cruz!— para ir a medrar del botín de los naturalmente ricos, de los que heredaron y trabajan tierras ricas, tampoco lograría hoy mucho; pero lo llamarían de seguro comunista y echaríanle en cara que propugnaba la tiranía del Estado, sostén del crédito. Que el Estado —monárquico o republicano—, Providencia civil, tiene a las veces que empobrecer a prorrateo a los ciudadanos para poder subsistir él en su unidad integral. Y que las reformas —de forma— de casi nada sirven sin refundiciones —de fondo— que pongan a un pueblo de cara a su fundamental destino. Y que el peso de la refundición agraria recaería al cabo sobre las regiones a que se cree que la reforma afecta menos. Y que entre los “trabajadores de todas clases” que somos constitucionalmente los españoles, los hay de varias clases, en efecto, como las tierras y según ellas. No en el sentido mítico que el término clase ha cobrado en el socorrido tópico de la “lucha de clases” del marxismo, que tan proletarios son los llamados burgueses como los otros, sino en el sentido rigurosamente histórico y natural a la vez.

Sobre el tópico del caciquismo

El Norte de Castilla (Valladolid), octubre de 1932

Cuando se pone uno en contacto con lo que se llama estrictamente la vida política, es decir, la de los partidos políticos, o sea la de los políticos que podríamos volver a llamar profesionales. Candidatos a conceiales, a diputados provinciales o a Cortes, aspirantes a cargos públicos, entonces es cuando se pierde la noción del sentido que pueden tener ciertas palabras de uso corriente en la vida civil pública. Tales son derecha o izquierda, progreso y reacción, revolución y desde luego republicano y monárquico. Hoy ya no sabemos a punto cierto lo que puedan significar republicanismo y monarquismo, aunque sepamos poco más o menos —más bien menos que más— lo que signifiquen república y monarquía. Que tampoco esto está muy claro. Mas por hoy me voy a ocupar un poco, en otro término, de nuestra jerga —que no es otra cosa— política profesionalista, cuyo sentido ha acabado por desvanecérseme. Este es: caciquismo.

¿Qué quiere decir caciquismo, y qué cacique? Nunca lo he sabido muy bien, pero ahora peor que nunca. Fue Joaquín Costa el que a base de experiencias políticas personales —de fracasos— le dio nuevo vuelo a ese tópico. Para él el cacique era acaso Camo. Y cuando hizo desde el Ateneo de Madrid aquella en un tiempo, famosa información sobre oligarquía y caciquismo, a que concurrimos más de una veintena de políticos de oficio y de otros que éramos publicistas fuimos dos, doña Emilia Pardo Bazán y yo, los que tratamos de explicar, o sea de justificar, la necesidad del llamado caciquismo y de cómo es la organización verdaderamente popular —democrática— de un pueblo que no quiere, seguramente que por no poderlo, vacar al cuidado de su propio Gobierno y administración. De un pueblo que delega el manejo de sus intereses comunes porque no tiene ni el tiempo ni el conocimiento suficientes para ocuparse en ello.

Y tan profundamente está el público convencido de esto que se ha llegado a aquella distinción entre caciques buenos y caciques malos. Y son muchos, muchísimos, los que creen que ciertos pueblos cuando no tienen cacique lo buscan o lo inventan y le fuerzan a serlo al primer desgraciado con quien topan. Y en muchas partes se hacen caciques —o mejor, los hacen— aquellos que son los únicos que sienten interés y gusto por la cosa pública. ¿Que es para lucrarse con ello? No siempre, ni mucho menos, pues no pocas veces el llamado caciquismo les arruina. ¿Que es afán de mando? Muchas veces de apariencia de mando.

“Al español no le interesa tanto mandar como aparentar que manda, no tanto presidir como ocupar el sillón presidencial.” Así me decía hace años un sacerdote irlandés, que residió mucho tiempo en Salamanca, y que hoy es arzobispo en Filipinas. Y así es. Más que codicia o ambición les lleva a muchos a hacer de caciques la vanidad. A tal punto que ahora eso de que se multa al alcalde que, con su vara, va a presidir una procesión eclesiástica, ha de restar no pocas vocaciones a la Alcaldía, pues hay quien no aspira a ésta si no para presidir la procesión.

En eso de que los caciques de los pueblos rurales sean los usureros. los mangoneadores, los que van a explotar a los demás, entra por mucho la leyenda, aunque en ello haya un cogollito de verdad. Y es una leyenda forjada por el otro equipo de caciques, por el otro turno, por los que aspiran a suceder y sustituir a los vigentes, que casi todos los que se distinguen por sus campañas verbales contra el cacique, suelen ser los que aspiran a otro caciquismo.

En general en los tan mal conocidos pueblos rurales hay un núcleo de hombres que son los que manejan la cosa pública y la manejan por ser los más activos, los más duchos, los más avisados, y otro núcleo rival que forma la oposición y que trata de suplantarlos, y luego una masa informe, con mucho, la mayoría, que no se sienten capaces de esto que se llama auto-gobierno. Y creer que esta masa puede llegar a gobernarse por medio de representantes que no sean unos u otros caciques, es desconocer la naturaleza humana. Es una de las más cándidas falacias de lo que se llama democracia. La cual fracasa mucho más que el liberalismo.

Ahora se da en el tópico de declamar que el caciquismo es monárquico, que los tildados o motejados de caciques, los supuestos mangoneadores de las aldeas, son monárquicos. Pues bien, en general los hombres rurales que manejan los municipios, ni fueron ni son monárquicos, como tampoco son ni serán republicanos. Esto de monarquismo y republicanismo no es para ellos, mentes realistas y sencillas —verdaderamente objetivas—, nada que tenga sentido. Se arriman al que manda, sea quien fuere. Si cayó la monarquía fue porque toda esa parte de la población no quería decir nada, como si llega a caer la República será porque tampoco ésta les diga nada. Su concepción de 1a cosa pública es algo más honda que la superficialísima que se cela debajo de ese cómodo dilema de monarquía o República. Esos hombres de la naturaleza rural no se dejan conmover por el singular misticismo cívico y laico de los monórquicos o de los republicanos de partido político. Los tópicos de éstos —de unos y de otros— les dejan fríos. Verdad que la política no es sino electorería.

Ante la estatua del Comendador

El Sol (Madrid), 8 de noviembre de 1932

Hace ya más de ochenta años que se puso en escena en nuestra España el Don Juan Tenorio, un verdadero “misterio” al que su autor, Zorrilla, le llamó “drama religioso fantástico”. ¡Y de qué fantasía! Y viene celebrándose anual y religiosamente, en el día de Difuntos. Luego han caído sobre el pobre Don Juan, el principal personaje del misterio, toda clase de analistas y escudriñadores de almas encarnadas. Pero apenas nadie, que sepamos, se ha detenido a escudriñar a otro personaje del drama, al más misterioso de él, que es Don Gonzalo de Ulloa, comendador de Calatrava y padre de Doña Inés. ¡Y que no es tragedia la de ese pobre hombre convertido, después que Don Juan le mata, en estatua!

¡Sobrevivir en estatua! ¡Tener que hacer de estatua! Ya él mismo presentía su muerte cuando, al ir enmascarado a la Hostería del Laurel, a presenciar el reto entre Don Juan y Don Luis, dijo: “Que un hombre como yo tenga / que esperar aquí, y se avenga / con semejante papel…” ¡Papel el que tuvo que hacer luego, muerto resucitado, en estatua! Ya Butarelli dijo de él y de Don Diego Tenorio, el padre de Don Juan: “¡Vaya un par de hombres de piedra!” “¡Comendador, que me pierdes!”, le dijo Don Juan antes de matarle de un pistoletazo, con lo que le perdió haciéndole estatua sermoneadora. Y luego fue lo del “¡Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, y no yo!” Y a quien había llamado no era al cielo, sino al Comendador, que venía a ser procurador, o más bien fiscal, del cielo. Que como tal le encontró Don Juan en el panteón de su familia. Al fin. Doña Inés —“mármol en quien Doña Inés / en cuerpo sin alma existe…”— se hizo sombra, sombra consoladora, y no estatua acusadora. Pero el desdichado Comendador, su padre, obligado, es de creer que contra su entrañado sentido, a hacer de estatua, ¡que es el más triste papel que puede a un hombre caberle! Cuando tuvo que decir aquello de: “¡Ahora, Don Juan! / pues desperdicias también / el momento que te dan, / conmigo al infierno ven”, ¿qué sentiría en sus entrañas de piedra? Y luego, cuando el pobre pecador empedernido exclama: “¡Señor, ten piedad de mí!”, el Comendador, el convidado de piedra, más empedernido que el pecador, sale con lo de: “¡Ya es tarde!” Y esto para estar en su empedernido papel de estatua.

¡Trágica suerte la de tener que hacer de estatua, y de estatua moralizadora y agorera! ¡Trágica suerte la del hombre estatua! La del hombre estatuado o estatuido. ¿Y habrá quién pueda contemplar su propia estatua? Harto es verse envuelto no en bronce o en mármol, sino en leyenda, y no reconocerse. Y tener que decirse: “éste es el de los demás”. ¿Hacer de estatua en vida? ¡Ah, no, no! Y menos para tener que decir: “¡Ya es tarde!”, o cosa así. Tormento igual…

Allá en el Patio de las Escuelas de la Universidad de Salamanca, se alza una estatua —una de las mejores que tenemos visto en España— de Fray Luis de León, que parece estar repitiendo en silencio el mítico: “decíamos ayer…”, que se ha hecho ya una frase estatuida —o estatuada— en leyenda. Y el “decíamos ayer…” de la estatua en bronce de Fray Luis de León nos parece algo como el: “¡ya es tarde!” de la estatua en mármol literario del Comendador. Y no lejos de la de Fray Luis se alza otra estatua, ésta del P. Cámara —a quien oímos vivo—, con un brazo erguido en actitud de predicar. Pero se calla. Como se calla ese Castelar en bronce estatuido que yergue su brazo en el Paseo de la Castellana, aquí, en Madrid. ¡Una estatua en actitud de hablar! ¡Al demonio se le ocurre! Las estatuas deben callarse. Y a los hombres, cuando en vida se les estatuye o estatúa, es para que se callen.

A la estatua de Memnón, en Egipto, dice la leyenda que le hacía cantar la Aurora; que cantaba al salir el sol. ¡Maravillosa estatua! Y otras estatuas cantarán también, al salir o al ponerse el sol; pero cantan más y mejor los hombres de carne y hueso, los que respiran aire. Las estatuas, ¡ay!, de ordinario no cantan. Alguna vez plañen. Y los hombres que tienen en vida que hacer de estatua tampoco cantan. Mejor hacer de sombra, como Doña Inés. Porque las sombras sí que cantan y que respiran. ¡Sombra, sí; pero estatua, no! “Mármol en quien Doña Inés / en cuerpo sin alma existe…” Pero desde que el mármol se convirtió en sombra, el cuerpo se fue y volvió el alma. ¿Pero el alma del Comendador? No, el alma del Comendador se quedó fuera de su estatua. Un alma no dice nunca: “¡ya es tarde!” Para un alma, y aunque sea de severo Comendador, siempre es temprano, siempre es a tiempo.

¿Quedarse en una frase estatuida, en un aforismo, en una sentencia, en un oráculo como los de las estatuas de los dioses paganos? Mejor vagar como la sombra de una nube sobre el verdor de una pradera o sobre la azulez de un lago. “Sueño de una sombra”, llamó Píndaro al hombre, y pudo haberle llamado “sombra de un sueño”. De un sueño que se hace, se deshace y se rehace; de un sueño que no es dogma, ni precepto, ni programa, ni sentencia. Pero los pobres mortales ciudadanos que no saben valerse ni guiarse por sí mismos piden a sus guiones y caudillos certidumbres y soluciones. Y se empeñan en convertirlos en estatuas. Al quitarles contradicción les quitan vida. ¡Cuánto mejor ponerse a la sombra de un sueño! Ah, no, que no le definan, que no le fundan a uno. Y si le funden, que la estatua se calle.

Danza gitana

El Sol (Madrid), 13 de noviembre de 1932

Aún no hemos acabado con lo de la estatua. Pues ahora otra visión. Y fue la de una gitanilla —Mariposa— bailando descalza al sol y mirando bailar su sombra sobre la verde yerba de una pradera. Bailaba sola, para sí misma, y aún mejor, ni para nadie ni para nada, sin para quién ni para qué, en neta gitanería. Escribía con los pies en el verdor de la pradera el poema de la libertad creadora. Escribir con los pies, sí, pero claro que no calzados. A esos insectos que andan —no andan— sobre el agua, y a que se les da en castellano los nombres de “tejedores” y “zapateros” —“girinos” por mote entomológico—, llámaseles en Flandes “escritorcillos”. Y nos recuerdan lo que se nos cuenta en el Evangelio (Marcos, VI, 18 y 19) de cómo Jesús, en el lago de Genezaret se fue a sus discípulos andando sobre el agua —descalzo, de seguro—, y ellos, al verle caminar así, pensaron si sería fantasma, y tuvo que decirles: “Ánimo: soy yo, no temáis.” No era estatua, que ésta ni caminaría ni hablaría. Lo de hablar las estatuas —hasta de Cristo— ha venido después.

Los gitanos, los perfectos individualistas, son los menos estatuidos. Y libres, pues si otros pasan sobre la ley, ellos pasan por debajo de ella. Y haciéndose a menudo el camino con los pies a campo traviesa, o por trochas y atajos. El hombre no puede, como el pez dentro del agua o el ave dentro del aire, moverse en ámbito homogéneo, sino que tiene que pisar en tierra atravesando el aire de que respira. Y aun así ha inventado el submarino y el aeroplano, no sujetos a superficie, y con la bicicleta un modo de locomoción en que se toque lo menos posible la tierra, en que se desprenda más de ésta.

Don José Echegaray dio, ya en sus últimos años, en andar en bicicleta, y como lo explicara un día en el Ateneo, al decir que lo hacía por ser modo de locomoción más individualista, hube de atajarle diciéndole: “No, don José; el modo de locomoción enteramente individualista, anarquista mejor, es caminar solo y escotero, a pie desnudo, por donde no hay camino y haciéndolo con la marcha; a todo otro nos ayudan los demás.” Y de este modo nadie está más cerca que los gitanos, los hombres más ajenos a la estatua y a todo lo estatuido.

¡Ay, aquella gitanilla —Mariposa—, que parecía querer volar, como una alondra, sobre la tierra y no echar raíces en ella, como la estatua del hombre civilizado en disciplina! Bailaba al sol y sola; sola con su sombra. Y había que acordarse de aquello de: “yo me entiendo y bailo solo”. Cosa que no entienden los estatuidos, disciplinados, partidarios, sectarios o de escuela o corporación. ¡Entenderse y bailar solo, gran virtud! Mas no solo, sino con la propia sombra. Sombra no estatuida ni fijada, sino cambiante. Al salir del sol la sombra nace larga y gigantesca, y al ponerse del mismo sol vuelve a crecer y se alarga y agiganta de nuevo. ¡Sombra de primera infancia, de niñez; sombra de última infancia, de vejez!

Los mamíferos, unos son cuadrumanos, como los monos, nuestros parientes, y otros cuadrúpedos. Y al caballo, solipedo —que pisa con un solo dedo, que se le ha hecho casco—, encima le calzamos, le herramos. Y el hombre mismo se ha calzado, y ya, sin desnudez sus pies, su baile no lo es verdadero. Se ha hecho más pedestre que manual. ¿Y por qué “pedestre” es para el estilo término de reproche? ¡Aquellos pies de los versos antiguos, que servían de letra al canto con que se acompañan al baile! ¿Y surgió de la música el baile o del baile la música? ¿O fueron hermanas mellizas ambas artes? Hay lo de “al son que le tocan baila”; pero también danzante que es él quien provoca, guía y conforma el son.

¡Qué cómodo motejarle a alguien de danzante! Mejor danzante que estatua. Y, sobre todo, hacer danzar a las ideas ante las mentes distraídas de los demás, en vez de esculpirlas y fijarlas. Y más si ha de ser en programas de partido o secta. Gran obra la de hacer que las ideas —científicas, filosóficas, religiosas, políticas— desnudas de pie y de todo, dancen en las mentes de los que las piden fijas y estatuidas. La estatuaria es a la danza lo que a la música la letra. Y hay pobres hombres que no saben atenerse sino a las letras; hombres a la letra.

Como hay lectores que me escriben preguntándome cuándo voy a fijar mis ideas y a darles a ellos soluciones y certidumbres; cuándo voy a forjar estatuas. ¿Para qué? ¿Para convertirme en una de ellas? ¡Ah, no! Mejor seguir entendiéndome y bailando solo. O con mi sombra. Y convidando al lector a que se entienda a sí mismo. Que sí no se entiende, ¿cómo le voy a dar entendimiento de sí? Y hete aquí, lector, por qué a veces yo me te escapo como otras tú te me escapas. ¿Letra estatuida? ¿Programas? ¡No, no y no! Eso hay que dejarlo para los que se dicen consecuentes y se forjan postura de estatua. ¿Consecuentes? Pero “conseguí” quiere decir seguir una cosa a otra —y conseguir—, y en la estatua, fuera del tiempo vivo, no hay consecuencia, porque no se siguen en ella unos momentos a otros. No es de momento. Consecuente un río que va haciéndose su cauce y varía y cambia —sin solución de continuidad—; pero no una montaña quieta. Hay más consecuencia —conseguimiento— en danza seguida —y conseguida— que no en postura quieta de estatua, a que no cabe danza. Y en cuanto a estatuir y estatuar la danza, es matarla.

Ved a qué danza de visiones —ideas— hemos venido desde la estatua del comendador con su: “¡ya es tarde!” a Don Juan Tenorio, al pedir piedad al Señor hasta la gitanilla —Mariposa— que, bailando sola, descalza y casi desnuda, junto a su sombra, al sol, al son del tiempo, se calla, y para la cual siempre es temprano. Y ved cómo voy trenzando estos Comentarios, en que no se fijan, no se funden, no se forjan posiciones o posturas estatuidas, ni programas —¡líbreme Dios!—, si no se hace bailar a las visiones de la actualidad —danza— pasajera.

Y ahora… ¡puede el baile continuar! ¿Al son de…?

Una conferencia política del señor Unamuno en el Ateneo de Madrid

ABC (Madrid), 30 de noviembre de 1932

En el Ateneo de Madrid dio el lunes por la tarde una conferencia D. Miguel de Unamuno. Versó el tema de su discurso sobre “El pensamiento político de la España de hoy”. El salón y las tribunas aparecían repletos de público.

El Sr. Unamuno comenzó diciendo: “Vengo como quien va a un sacrificio, con el ánimo bastante deprimido. He dicho —agregó— que me dolía España, y hoy me sigue doliendo, y me duele, además, su República.” Afirmó que no pertenece a ningún partido político, lo que no quiere decir que no sea republicano. Quiere decir que él no es político, sino español. “De este no conocerme ha surgido, entre otras cosas, el que se me echase en cara, a poco de inaugurarse el Parlamento, que ayudase, como creí de justicia, a resolver mi acta, la de Salamanca, y que me dijeran que era necesario servir a los partidos políticos, aun cometiendo injusticias.”

Examinó el concepto de opinión pública y preguntó si verdaderamente existe. “Los pueblos en España no son monárquicos ni republicanos: sólo son contrarios de alguien. La República vino contra el Rey. Nos trajo ella a nosotros; no la trajimos. En España hubo solamente oposición republicana de Su Majestad. Después de la República —añade— vino el desencanto, porque no se hizo la revolución. Ahora dicen los políticos que se está haciendo: pero se hace con actos verdaderamente temerarios, como fue la quema de los conventos y la disolución de la Compañía de Jesús y confiscación de sus bienes. La frase de todos los conventos de España no valen la vida de un solo republicano fue interpretada por mí como que los incendiarios eran buenos republicanos.”

Califica de desdichada la ley de Defensa de la República y la secuela de arbitrariedades ministeriales. La inquisición tenía garantías; pero hay algo peor que ella: la inquisición policíaca, que, apoyándose en un pánico colectivo, inventó peligros con el fin de arrancar unas leyes de excepción. Habla de la suspensión de periódicos, y dice que le recuerda lo ocurrido a un capitán. Tenía delante a un soldado que le miraba socarronamente y le dijo: “¿Se está usted riendo, eh?” “No; mi capitán”, le contestó el soldado, y el capitán le replicó: “Pero se ríe usted por dentro”.

Sigue afirmando que él, que padeció injusticias, no quiere que se cometan ahora. No comprende la significación de la llamada concentración de izquierdas, y cree que nos estamos hundiendo cada vez más en el campo de las pasiones. Trató después de la enseñanza, y dijo que, suprimida la religiosa y creada la laica, se necesitan maestros, y, como no los hay, habrá que reclutarlos entre los frailes. (Se oyen aplausos y protestas, y es silbado el orador. Entonces se le tributa una ovación de desagravio.)

El orador dice que no cree que con alborotos se resuelvan los graves problemas planteados. ¿Resolverá el problema la ley Agraria? Hay tierras que con reforma o sin ella no pueden dar de comer a sus pobladores. Muchos de los que mañana dependan del Estado comerán menos que hoy, y todos nos convertiremos en siervos de la gleba. Con el proletariado intelectual sucederá lo mismo. Habrá de llegar a un período de suicidio y de esterilización.

También hay que ir contra esa monserga de la personalidad diferencial de las regiones. El autonomismo cuesta caro y sirve para colocar a los amigos de los caciques regionales. Habrá más funcionarios provinciales, más funcionarios municipales; habrá un Parlamento y un Parlamentito. Es decir, existirá una enorme burocracia que contará, además, con el asilo del Estado federal. En vez de una República de trabajadores vamos a hacer una República federal de funcionarios de todas clases.

Dios quiera que vuestros hijos encuentren en esa nueva sociedad que se avecina las satisfacciones que yo no podría encontrar. ¡Que esa República federal de funcionarios de todas clases encuentre un ideal! No es lo que yo soñaba. ¡Qué le vamos a hacer!

Presencio con tristeza que ha desaparecido toda serenidad. Yo sirvo a un sentimiento de justicia, y me aterra que con otros se cometan injusticias. No me gusta eso, no quiero llevar dentro de mí un alma de déspota.

Fue aplaudidísimo.

 

EL SEÑOR UNAMUNO FUE MUY FELICITADO

Fuero muchos los diputados que ayer tarde en los pasillos de la Cámara felicitaron a D. Miguel de Unamuno por el discurso que pronunció en el Ateneo el lunes último. El Sr. Unamuno dijo a algunos diputados:

—Tuve que hacer un gran esfuerzo físico para frenarme. Pero el día menos pensado diré en el Parlamento cosas mucho más graves.

Luego añadió:

—Yo tenía hace tiempo el pensamiento de hablar así, pero me resistía a ello. Lo que me decidió fue el último discurso del Sr. Azaña.

Y va otra vez de monodiálogo

Ahora (Madrid), 3 de diciembre de 1932

En este número inicia su colaboración en AHORA don Miguel de Unamuno, “un gran español digno de admiración y merecedor de los más altos homenajes”, como lo llama el periódico donde hasta ayer mismo publicaba sus artículos el venerable maestro. Don Miguel de Unamuno, “intelectualmente invulnerable”, como lo juzgaba también ayer Manuel Bueno en ABC, hallará en las columnas de AHORA la tribuna de gran resonancia y libertad absoluta que su genio requiere. Los artículos de don Miguel de Unamuno, su pensamiento apasionado, se ajusten o no a nuestra manera de sentir y pensar, son para nosotros, y esperamos que lo sean también para nuestros lectores, la máxima fuerza creadora y sugeridora de las Letras españolas de este tiempo.

 

—Le he oído a usted —me dijo— que lo primero es dar cara a cara a la verdad. O, si se quiere, a la Esfinge devoradora…

—Cabal —le respondí— hay que hacerse a encararla, o darle rostro a rostro, a arrostrarla. ¡Arrostrar la verdad! ¡El supremo empeño!

—Pues bien—añadió-, esto de la República ha sido para mí otro mal necesario…

—¿Otro? Como casi todo lo más de la vida—acoté.

—Algo fatal e inevitable—continuó—. Y no la hemos traído nosotros, los que nos creemos republicanos, si no que ella nos ha traído en cuanto tales. Y apenas si empezamos a pensar lo que pueda llegar a ser. ¿Qué nos han dejado en junto estos tres últimos años? En los cimientos de la conciencia común, pública, quiero decir. ¿Y qué problemas, pero íntimos? Nos hemos arrimado a más estrecho toque con el cauce de la vida común de lo que se suele llamar sociabilidad. Hemos quitado la educación de nuestros hijos a las órdenes bien o mal llamadas religiosas, pero sin saber a ciencia cierta cómo substituirlas; hemos quitado muchas tierras a sus antiguos dueños para dárselas a campesinos que acaso ni puedan ni sepan ni, tal vez, quieran labrarlas… Pero, sé lo reitero, ello era y es inevitable, y a ello estamos…

—No hay más remedio —le dije—, pues en esta que hemos denominado candorosa, o mejor, convencionalmente, República democrática de trabajadores de todas clases, nuestro principal cometido es el de trabajar. La vida es trabajo.

—¡Así fuera —me replicó— el trabajo vida! Y para trabajo, créamelo, don Miguel, no mayor ni mejor que el de arrostrar la verdad. Aquello era muy malo, pero ¿y esto? Mas no quiero sino repetir con usted lo de Carducci: “Mejor obrando olvidar, sin indagarlo, este enorme misterio del universo.” En nuestro caso particular, el misterio, enorme o no, del destino histórico de esta nuestra España, misterio que es el fundamento de mi religión nacional y civil y popular.

—¿Qué? ¿También usted —le dije sonriendo— místico del republicanismo?

—¡Jamás! —me replicó—. No he hablado del destino de la República, que es nombre común y aplicable a todas ellas, sino del destino de España, que es nombre propio, pues España es una y única.

—Pero hay quien habla —le dije— de Españas.

—Sí hay politeístas —añadió.

Y yo: —Y panteístas. Y ateos.

—¡Fervor republicano! —murmuró—. ¡Justicia republicana! ¡Virtudes republicanas! ¡Cultura republicana! ¡Monsergas! Y luego la liturgia, que es peor que la mística esa. No daré ni un viva a la república, aun deseando que viva, mientras no se pueda dar también un viva al rey, a un rey cualquiera. Y ha visto usted otra cosa, y es la niñería esa de ir esquivando la denominación por títulos nobiliarios y lo de hablar del ex conde, ex marqués o ex duque? ¿Qué más nos da que conserven sus apodos, motes, alias o pseudónimos si eso no les sirve para nada, ni les da derecho a nada y ni es siquiera sortilegio? ¡Chinchorrerías!

—Sí, ya sé —le dije— que tampoco entra usted con la nueva bandera, la republicana.

—Cabal —me respondió—. Y recuerdo cómo nuestro común amigo Guerra Junqueiro, uno de los que más contribuyeron a la caída de la dinastía brigantina portuguesa, defendió la conservación de la bandera nacional y popular, ya que no monárquica. Por tradicionalismo poético. Y yo, por mi parte, no me hago a ésta, a la tricolor. Con un tercer color impuro, mestizo…

—Usted —le dije—, acaso de cambiarla, votaría por una de los siete colores del arco iris…

—Pero fundidos, federados en uno, que es el blanco —me replicó—. Una bandera blanca y en blanco, de paz y de porvenir. Aunque la mía… formada de infra-rojo y ultra-violeta, colores invisibles…

—Que propiamente no lo son —le objeté—, pues que no son colores para el ojo humano, fisiológicos…

—¡Pues por eso! —exclamó—. ¡Símbolos y emblemas invisibles! Y acabar con toda liturgia supersticiosa. Mas todo esto nos ha alejado de nuestro propósito. ¿De qué hablábamos?

—Se desahogaba usted, amigo —le dije—, de sus íntimos desengaños…

Y él: —Desengaños, no, pues nunca me engañé. Nunca esperé del tiempo más de lo que él nos puede dar; nunca esperé que lo que los ingenuos llaman revolución nos cambiara substancialmente de estofa y de trama del alma colectiva; nunca creí en agüeros de ciertas renovaciones. Y por esto, porque siento la continuidad del destino histórico, me atengo y conformo a lo que vayamos consiguiendo. Y como soy de los que creen que hay que hacer de la necesidad virtud, me someto a los males necesarios y trato de sacar algún bien de ellos, mas sin dejarme engañar ni desengañar. Y vea usted, mi buen amigo, por qué me hace sonreír el engreimiento místico-litúrgico de todos los niños que están contemplando los zapatitos nuevos que les ha traído el nuevo régimen. ¡Cuánto echo de menos la sobriedad mental! ¿Concentración de izquierdas? No, si no “concretación” de ellas; y sepamos qué es eso de izquierda. ¡Lo que me encocora la vibrante declamación jacobina! Vibrante, ¿no se dice así? Es otro terminacho de moda y sin modo. Conformémonos, sin vibrar, con lo inevitable, y… ¡a trabajar! Que así es la vida…

—De modo que para usted… —le atajé.

—Para mí —añadió atajándome a su vez— cuando se me llega uno de esos entrevistadores extranjeros con su surtido de vacías preguntas estereotipadas, de encuesta, de cómo hemos cambiado y de cómo sentido el cambio, me siento molesto, como si se nos tomase por cuines o ranas o galápagos de fisiólogo, peor que por chiquillos en juego. Esta nuestra España es para ellos un caso, porque el caso es que la eterna y universal España, la de los colores invisibles, fuera de liturgia, no les dice a ellos nada. Con tal de que a nosotros, los españoles, nos diga al oído del corazón algo…

Me callé al oírle esto.

En un lugar de la Mancha…

Ahora (Madrid), 8 de diciembre de 1932

Este octosílabo inaugural del Quijote —le sigue, en inciso, un endecasílabo de los dichos de gaita gallega y que briza un olvido involuntario—, esta entrada en el último sueño del alma imperial española, volvió a reconfortarme el ánimo cuando el sábado 19 de noviembre leí en el semanario Estampa una información titulada “La novia de Don Quijote”, aunque más bien se trataba de una supuesta novia de Cervantes, y es igual. La firma Pedro Arenas, que refiere una su visita al Toboso, en que se nos aparecen tobosinas y tobosinos tocados de la creadora ensoñación quijotesca-cervantina.

Porque es el caso que al informador le hablaron de la casa de Doña Dulcinea, mostrándole la llave y la ventana por donde hablaba con Cervantes, y la calle del desafío de éste con otro pretendiente de su novia, y el convento en que ésta profesó de religiosa cuando no se le dejó casar con quien quería. Por donde se ve que Don Quijote dejó en su tierra nativa las semillas de la generosa pasión que le hizo enfrascarse en la lectura de los libros de caballerías. Y luego el informador se entrevistó con don Jaime de Pantoja, ex-alcalde del Toboso y “cervantista muy letrado” y… “—¿Pero Dulcinea ha existido? —exclamamos deslumbrados por esta fe. —Es un hecho indudable —dice el señor Pantoja. Y comienza a explicar sus investigaciones…”

Como vemos se trata no de aquella Aldonza Lorenzo de quien anduvo enamorado el Ingenioso Hidalgo, sino de otra, pero el “hecho indudable” es que existe, pues hay quienes en ella creen. Que para la fe no es cuestión si un poder espiritual, histórico, existió, sino si existe. Cuando el apóstol Pablo, camino de Damasco, oyó, caído en accidente, lo de: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, sintió que existía, entonces, el Cristo. La historia no es lo que materialmente pasó, sino lo que los mortales sonaron que pasaba y así nos lo han transmitido y nosotros seguimos soñando y diciendo que pasó. O mejor dicho, la historia no es el sueño que pasa, sino el que queda, porque no pasa en el tiempo material, sino en el otro. ¡Honda frase la de: “no tuve tiempo material” que, por trastorno de la de: “no tuve materialmente —es decir: en absoluto— tiempo”, nos ha dado una expresión tan fuertemente expresiva del materialismo histórico!

Don Quijote y Sancho son hombres de carne y sangre y huesos espirituales, históricos, inmateriales, gracias a Cervantes, y éste lo es, histórico, inmaterial, inmortal gracias a ellos. Y si Cervantes existió es porque existe, como a su vez Don Quijote, pues que existe, existió ni más ni menos, ni de otro modo, que su Cervantes. ¿Y doña Dulcinea, la de los tobosinos de hoy, la del señor Pantoja? “Es un hecho indudable” —dice éste—. Sí, como todo mito. Y Don Quijote y Sancho, y el Dómine Cabra, y Segismundo, y Don Álvaro y Don Juan Tenorio, son mitos, como lo son Cervantes y Quevedo y Calderón y el duque de Rivas y Zorrilla, y ni más ni menos. De la literatura nacional —y la historia no es ni más ni menos que literatura— surge una mitología, y de ésta una religión. Y hay que tener fe, pues bien se dice que gana una batalla el que hace creer que la ha ganado. Y hace creerlo si él lo cree.

Hace poco pasábamos, camino de Elda, al ir a festejar a otro mito nacional, a Castelar, cerca del Toboso, y nos apeamos en una que llaman la Venta de Don Quijote. Y nos resultó no una restauración, sino una invención resurgida, donde cabe soñar a Cervantes cara a cara de Don Quijote y departiendo con él; ambos tan míticos, tan históricos, tan existentes. El buen vino manchego, generoso y claro, que allí nos sirvieron, enseñará a los que lo beban —soy aguado— a soñar y no a dormir. Ahora los tobosinos parece que empiezan a soñar, gracias al señor Pantoja, a doña Dulcinea del Toboso. ¿Pero… investigaciones? No, que no, ¡nada de ellas! No las hizo Don Quijote acerca de la existencia de Amadís de Gaula, porque la sentía en sí mismo. Atengámonos a la mitología.

En la Biblioteca Cervantina del Toboso hay libros con dedicatorias autógrafas de Mussolini, Hindenburg, Mac Donald, Masaryk… —tipos que van para mitos— ofrendas a la mítica, típica y mística Dulcinea, que resurge en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no podremos ya olvidarnos. De la Mancha ésa, claro horizonte toda ella, cama de ensueños, entre viñedos, bajo la limpia bóveda azul del aire, o ya bajo dosel de nubes en que el viento riza trazados mitológicos celestes que el Sol, al ponerse, enciende para que soñemos otros mundos.

A hacer, pues, mitología y a tener el “descarado heroísmo de afirmar que —como dejó dicho Eça de Queiroz al final de La Reliquia— batiendo en la Tierra con pie fuerte o pálidamente elevando los ojos al Cielo, crea, a través de la universal ilusión, Ciencias y Religiones”. Y a dejarnos de eruditas investigaciones, que por lo general no sirven sino para rehusar y derrocar. Durante su reciente visita a nuestra actual España republicana, monsieur Herriot, investigador también, le recordaba a nuestro ministro de Estado, como éste lo contó en las Cortes, aquel terrible “capricho” de Goya, de un cadáver que sale de la huesa con una esquela en que trae escrito, como empresa, el fruto de su investigación de ultratumba, y es: “¡Nada!” La más castiza y entrañada palabra española, con su pareja: gana. Y que lo sabía Goya tan bien como su paisano —¡qué dos tipos y qué dos mitos!— Miguel de Molinos, el que nos aconseja anonadarnos y despegarnos hasta de Dios.

A sacar de la nada —que es crear— mitología, y más ahora, que estamos creando el mito de la República española democrática de trabajadores de todas clases. Que ya vendrá a caer la historia de ésta, algún siglo futuro —¡es fatal!—, bajo manos y ojos desocupados de investigadores eruditos y rompesueños que hayan de probar que la tal república no existió en este entonces remoto pasado y ahora actual presente. O por lo menos que de haber existido fue enteramente distinta y acaso contraria a como nos la figuramos los que ahora estamos soñándola. ¡Quién sabe…! ¡Esos eruditos…! Pero mientras tanto, “soñemos, alma, soñemos”, que es así como existe el sueño. Y no habrá investigadores en siglos futuros que puedan borrar la mitología inmortal. Y que Dulcinea, la del Toboso, nos acorra y nos dé verdad, pero la de veras, la del ensueño avivador, la de verdad de veras, la de la idealidad; no la realidad hastiosa de la investigación.

Biología e ideología

El Día Gráfico (Barcelona), 13 de diciembre de 1932

¡Cómo sé niegan los cuitados a arrostrar —a dar rostro o cara— a la realidad biológica que está sacudiendo a todo el mundo civilizado, en sus cinco partes, a esta revolución cuyos ramalazos están ya llegando a nuestra España, extremo occidental del mediodía de Europa y nudo entre ésta, África y América! Cómo cierran lo ojos al verdadero y hondo sentido de esta crisis de crecimiento o de decrecimiento. A esta crisis de población, o de despoblación. Porque tal es el problema. El que planteó de una vez para siempre aquel pastor protestante que fue Malthus.

¿Revolución? Sin duda, pero no como se la imaginan los cuitados atacados de jacobinismo, pero que no alcanzan a comprender lo que hubo en el hondón de la gran revolución francesa, por debajo de aquello de libertad, igualdad y fraternidad y de los Derecho del Hombre (Todo esto con mayúsculas). Que no era un problema ideológico de principios, sino un problema biológico de hombres, de sustituir, a unos por otros; de mondar una generación para que pudiese mejor medrar otro. Era un caso de quitarte tú para que me ponga yo. “Cuando se decía perseguir a unos —hasta guillotinarlos— porque profesaban tales o cuales ideas, esto de las ideas que profesaran era un pretexto. Había que eliminarlos porque ocupaban puestos que apetecían o ambicionaban los otros. Y las grandes guerras que siguieron a la Revolución y que luego llevó a cabo Napoleón, no fueron más que otra sangría o si se quiere otra poda de vidas humanas para que hubiese más espacio de luz y de tierra para las ramas que quedasen en el pobre árbol de la Humanidad. Que tal fue el sentido económico, biológico, de la Gran Revolución Francesa.

Y tal es el sentido de la Gran Revolución Moscovita. Los pobres rusos no cabían ya holgadamente en su tierra y aun cuando en ella haya bastantes extensiones casi yermas, han barrido al los nobles, a los aristócratas, a los capitalistas, a los grandes —y aún muchos de los pequeños— propietarios y ni aún así, igualándose en la miseria, resuelven el problema. Y es inútil aumentar la producción cuando no aumenta el consumo. Y es loca aventura la de querer hacer consumir para la producción en vez de producir para el consumo. Y siempre se vuelve al planteamiento malthusiano del problema biológico.

Por no querer ver esto, por no querer encararlo, hay aquí entre nosotros, en España, pobrecitos cuitados que no dejan caer de sus labios la palabra Revolución, y que se imaginan o fingen imaginarse que se trata de algo de ideales históricos, de principios de Revolución, cuando no se trata si no de una generación que busca su puesto en tierra y al sol, y se encuentra con que no hay bastante holgura para unos y otros. Lo cual es perfectamente vital, que es más que ser perfectamente lógico. Hegel tomó por lema de su “lógica” aquello de Sófocles de que la verdad puede más que la razón; pero la vida puede más que la verdad, puesto que se alimenta muchas veces de mentiras y de ilusiones.

Tomemos, por ejemplo, un caso actual que ha producido ciertas apasionadas disensiones en nuestra España; la de las jubilaciones de magistrados, fiscales y jueces. ¿Es que se les jubila por su incapacidad manifiesta o acaso por su falta de lealtad al nuevo régimen? Es lo más probable que lo crean así, y en perfecta buena fe, los que decretan las jubilaciones. Y son muchos los sedicentes revolucionarios que piden a grito herido la depuración —quieren decir la poda— de la judicatura. Pero en el fondo, dense o no clara cuenta de ello esos ideólogos de la revolución, de lo que se trata es de producir vacantes para que haya gente joven que pase a ocuparlas, se trata de un problema biológico. Y el fundamento de derecho en que se quiere apoyar esas jubilaciones —como otras análogas— no es más que un pretexto, perfectamente sincero, con que el genio de la especie adiestra a los podadores. Si no fuese la incapacidad o la falta de lealtad habría que inventar otro. Porque hay que dar paso a los aspirantes parados.

¡Cómo le han puesto a uno por decir que aunque hay evidente un hambre de instrucción escolar, una necesidad de acabar con el analfabetismo, en rigor se siente más las necesidades de los productores de instrucción que los de los consumidores de ella! ¡Cómo le han puesto a uno porque ha dicho que el Estado es un gran auto! ¿Es que no estamos viendo que las más de las obras públicas que se emprenden es más por la productividad de la obra misma para que coman y vivan los que las ejecutan mientras la ejecutan? “¡No queremos limosna, queremos trabajo!” dicen unos, y a esto se contesta inventando trabajos, los más improductivos que no son sino un pretexto para una especie de limosna de Estado.

¿Lucha de clases? Lucha de clases no, si no lucha de oficios, de clientelas, de generaciones. Lucha por plazas en el gran asilo que es el Estado.

Y ello —lo repetiré cien veces— es inevitable, es natural, es biológico, que es más que ser jurídico y que ser lógico. Pero ¿por qué escandalizarse uno, encarando la trágica verdad biológica, descubre esta lucha por la vida disfrazada con tantas ideologías jacobinas? ¿Es que uno la condena? Tanto valdría condenar un terremoto, o una inundación, o un tifón, o una epidemia de cualquier clase de peste. O hasta una guerra.

Y la política responde a esa biología. Y lo mismo da que el político se ponga una u otra etiqueta, porque no sirve sino a esas necesidades de la lucha por la vida que tienen poco que ver —si es que tienen algo— con la libertad, con la igualdad, con la fraternidad, con la justicia, con el orden y con la civilización.

Y continuaremos.

¡Ay mi jardín, mi jardín!

Ahora (Madrid), 14 de diciembre de 1932

Nuestro buen amigo —lo es de todos nosotros— el siempre Conde de Romanones ha publicado un libro sobre Espartero, el General del Pueblo, que tal reza su título. Es lo que se dice una semblanza, limpia, rápida, sencilla, y no un estudio crítico ni una biografía novelada de las de al uso actual. Espartero escapa al juicio crítico —hasta de un político—, pues, como dice con penetrante sentido histórico el Conde: “¿Qué importa que la crítica, después de analizarlos —a los hombres representativos, símbolos—, no encuentre en ellos nada de excepcional si su generación lo considera como el mejor, como el indispensable, como el salvador de la patria?” Así es, y la crítica luego puede muy poco contra esos hombres míticos y simbólicos. Así fueron Riego y Espartero: mitos y símbolos del castizo liberalismo español.

La perspicacia psicológica de Romanones, aguzada por su ejercicio del poder y de la política de partido, se detiene en ciertas particularidades de Espartero. Le extraña que la pasión del juego de azar tuviera raíces tan hondas en un temperamento “ecuánime y sereno y dueño siempre de sí mismo”. Pero el rigor con que aplicaba ciertos castigos, haciendo diezmar a un batallón franco; el asumir la responsabilidad de sentencias de muerte sin previo sumario, bastándole “su propio convencimiento” —por razones que el rey conoce—, y el caso de don Diego de León —su mayor torpeza política—, ¿qué son sino fruto de un espíritu de jugador de lance que se lía la manta a la cabeza para jugarlo todo a una carta?

Aguda es también la observación de que Espartero, el hijo del carpintero de carros de Granátula, el hombre del pueblo hecho luego duque y príncipe, “poseía la soberbia de los humildes que es la más tenaz de las soberbias”. ¿Soberbia? No, sino un ingenuo engreimiento que ni es propiamente vanidad. Basta leer las íntimas y candorosas cartas que el general dirigía a su mujer, doña Jacinta de Martínez Sicilia, que fue su dueña y que le hizo arraigar en Logroño. Durante la campaña de 1835 y 1836 no hace sino decirle que en cuanto se separaba de su división dejaba ésta de ser invicta; que el extranjero “sentirá el que se quede de cuartel”; que goza “de favor en el extranjero”; que… “los ingleses, locos conmigo”; que se consideraba invencible e inmortal a la cabeza de sus húsares… Y todo ello diciendo a su Chiquita —así llamaba a su mujer— a cada paso que deseaba acabase todo aquello “para reunirme contigo y no separarnos más”, y lo repite como estribillo conyugal. O “sin ti no quiero habitar en este mundo”. En carta a su “querida Chiquita” de 9 de noviembre de 1840, al final de su Regencia, después de decirle: “yo soy la bandera española, y a ella se unirán todos los españoles”, agrega que confía en consolidar el trono de Isabel y “que aún me ha de conservar Dios algunos años de vida para emplearla en plantar árboles en la Fombera y mejorar a Logroño como un simple ciudadano”. Y aquella entrañada carta, antes de Luchana, desde Castro Urdiales, en que le dice: “Mi movimiento sobre Bilbao es temerario y antimilitar; pero hay que sacrificarlo todo en estas circunstancias aunque puede perecer el Ejército. Si después de salvar Bilbao lo dejo, lo volverán a bloquear; si levanto la guarnición, ¡qué dirían los patriotas! Terrible esta situación de un general en jefe de guerras civiles. ¡Ay mi jardín, mi jardín!” Y en esto se le fue el alma toda, una alma humanísima.

Por esto cuando Prim, en mayo de 1870, le ofreció la corona de España, el viejo soldado —tenía ya setenta y siete años—, el del “cúmplase la voluntad nacional”, no la rehúsa por creerse él “la bandera española”, indigno de “tan elevado cargo”, sino porque: “mis muchos años y mi poca salud no me permitirían su buen desempeño”. Y “¡ay mi jardín, mi jardín!”, se diría. Que no vale por él una corona. Y el hombre —¡y tan hombre!— con su Chiquita y su jardín acató a don Amadeo, y luego, a la República, y después, a Alfonso XII y “¡cúmplase la voluntad nacional!”

Al fin, a sus ochenta y seis años, “el 8 de enero de 1879 se extinguió sin protesta ni agonía, sometiéndose a la voluntad divina, como siempre se había conformado con la nacional”. Así acaba Romanones el libro. Y así acabó aquel ingenuo patriota, candoroso liberal y marido modelo, soñando al acabar, en su última infancia, con el jardín de la primera, con el Paraíso Terrenal. “¡Ay mi jardín, mi jardín!”

Algo dice el Conde de los amoríos de Espartero —amor no tuvo más que el de su Chiquita—, de su rivalidad con Bolívar por uno de ellos y hasta de cómo fue la reina María Cristina durante muchos años su verdadero ídolo y a la que hasta le dedicó un soneto que revela “la sencillez de su espíritu” y su ningún sentido poético. “Por eso cabe sospechar, sin dejarse llevar de la malicia —escribe el biógrafo—, si en aquella devoción latía un escondido sentimiento amoroso. Casos como éste no son insólitos; muchas veces tales fervores pasan inadvertidos de las personas a quienes se rinden.” Sí; ya corre por ahí, al propósito, algo relativo a don Segismundo Moret y otra Regente. ¿Pero amor? ¿Amor de Espartero? A su Chiquita, a la de su jardín. Y esto, que era el alma radical de su alma, le libró de pretender ser dictador, rey, emperador, tirano acaso. En aquel ¡ay! a su jardín se le fue toda el alma de manchego casero y quijotesco, todo aquello por lo que su generación le consideró como salvador de la patria. El “¡cúmplase la voluntad nacional!” es otra cara de su: “¡ay mi jardín, mi jardín!” Y así murió, como su paisano Don Quijote, aquel General del Pueblo que llenó un tercio de nuestro siglo XIX y fue el símbolo del liberalismo español. Tuvo en Logroño su Dulcinea, recatada y casera.

Tal fue el hombre, el hombre de Luchana y de Vergara, el Regente del Reino, el que rehusó la corona de España, el hombre de su mujer, el hombre de su jardín, el hombre de la nación.

A uno de tantos. El mundo quiere ser engañado.

Ahora (Madrid), 20 de diciembre de 1932

Pues bien, no, no le creo a usted cuando me dice que viene siguiendo mi obra desde hace tiempo, no se lo creo. Usted, por lo que veo, sólo conoce de mí frases sueltas —muchas de ellas falsamente atribuídasme— mal citadas, peor leídas y pésimamente interpretadas. Usted forma parte del mundo, en el sentido que los escritores ascéticos dan a esto de mundo; usted es un cacho de mundo, o si prefiere, un cacho de muchedumbre, y acaso no ignore aquella vieja sentencia “dei mundus vult decipi”, esto es: “el mundo quiere ser engañado”. Y quiere ser engañado porque del engaño, de la ilusión, vive. Puso Hegel como lema de su Lógica aquella sentencia de Sófocles que dice que “la verdad puede más que la razón”. Pero la vida puede más que la verdad y, por lo tanto, mucho más que la razón. O mejor, que hay razones de verdad, de cabeza, y hay razones de vida, de corazón. Recuerde lo de Pascal de que el corazón tiene razones —o sinrazones, que es igual— que la cabeza desconoce. Y lo decía, ¡pobre Pascal!, para sustentar la fe, que consiste, según nuestro Catecismo, en creer lo que no vimos. Y la razón consiste en creer lo que vemos, la realidad material presente. Y cuando usted me ve arremeter contra las razones de la vida del engaño, contra las ilusiones de mejoramiento y de progreso, se dice: “¡Otra le queda!” Usted, señor mío, no me conoce.

“¿A qué ha venido usted?” —me pregunta—. ¿Que a qué? Pues he venido, ante todo, a recordar a las almas dormidas —dormidas en el engaño vital— a que aviven el seso y despierten, contemplando cómo se pasa la vida… y lo demás. Y cómo “cualquier tiempo pasado es mejor”. Es y no fue, es mejor. Y es mejor porque pasó, pues mejora en pasando, en haciéndose histórico, en perdiendo la grosera realidad material —o materialidad real— presente, en perdiendo actualidad. Nuestro propio tiempo será mejor de aquí a un siglo, y será mejor por haber pasado. “Ningún dolor mayor que el acordarse del tiempo feliz en la miseria”, dejó dicho el Dante. Pero acaso sea mejor decir que no hay consuelo mayor que el de acordarse, que el de recordar, aunque sea la miseria. ¡Cuántas veces el libertado de la cárcel se consuela recordando las horas de su prisión! El recuerdo y no la esperanza es de consuelo. Y a hacer recordar, a hacer vivir en el recuerdo, en la historia, es a lo que he venido. ¡Qué extraña sensación me produce oír a los cuitados repetir que pasaron ya aquellos tiempos, que ya no volverán procedimientos de antiguo régimen, que ya no sirven tales procedimientos, que hemos entrado en una nueva vida y otras candorosas puerilidades progresistas ele la misma laya!

Porque usted, señor mío, es un progresista. Se le conoce, entre otras cosas, en su ingenuidad desprevenida y en su incapacidad para comprender —o mejor, para con-sentir— el descontento radical de todo lo presente y mientras presente. Usted cree que lo de ahora es mejor, y yo, que será mejor cuando haya pasado. Y tan ingenuo como usted es el tradicionalista, que se imagina que lo de antaño fue mejor que esto de ahora. Pero, se lo repito, no fue mejor; lo es hoy, que no puede volver. A todo lo cual me parece que me dirá usted lo que me dijo uno de los suyos, como despertando de un sueño: “¡Pero usted es un pesimista!” Y yo, aunque a sabiendas de que no sabía él lo que es el pesimismo, le repliqué: “Bien; ¿y qué?” Porque con encasillarle a uno en un mote así: pesimista, extremista, anarquista, reaccionario, cavernícola, jacobino…, no se resuelve nada, entre racionales.

Lo que hay es que mientras se mantiene uno en la contemplación, en la teoría —teoría quiere decir, precisamente, contemplación—, las gentes se encogen de hombros, sin enterarse; pero cuando el contemplador, el teórico, el historiador aplica su teoría a la práctica y juzga con ello lo concreto que pasa y lo juzga como cosa pasajera, sin valor radical y permanente, se revuelven y se dicen: “Pero este hombre, ¿qué quiere?” O: “Pero… ¿pesimista? ¿Es que le va mal en la vida?” ¡Ay, señor mío, qué error! Los pesimistas radicales de veras no suelen ser aquellos a quienes les va mal en la vida. Tal vez al contrario. Le he oído a un hombre a quien se le tenía por afortunado hablar del empacho de buen éxito. Y hay aquello de Píndaro de que Tántalo no pudo digerir su dicha.

Claro está, señor mío, que no le cuento en esa ralea de imbéciles —o de resentidos, que es igual— que cuando tropiezan con un descontentadizo radical, ideal, fundamental —de raíz, de idea o teoría, de fondo— hablan de despecho. Y le inventan motivos al nivel de sus menguados resentimientos. Le suponen pequeñas ambiciones de orden pasajero. ¡Pobres hombres! Y está aún más claro que tampoco le cuento entre esos otros cuitados que nos reparten a los hombres entre distintos partidos, sectas, sindicatos, corporaciones y toda clase de clases y andan buscando al servicio del interés de cuál de éstas se pone el que se rinde al servicio de la verdad, de la terrible verdad, que puede más que la razón y que, al cabo, puede más que la vida. Cuando la vida se acaba; cuando llega la muerte. Porque si, como le dije, la vida puede más que la verdad mientras se vive, mientras se está pasando, y le hace creer al que pasa que está mejor, que progresa, que mejora, la verdad puede más que la vida cuando ésta, la vida, ha pasado y cuando, pasada, ya no es vida, sino historia —o leyenda—, cuando es muerte inmortal.

“¿Pero para qué traernos esas verdades?” —me dirá usted—. Pues para que no se duerman en la vida que pasa. Y en nuestro caso —en el nuestro, ¿eh?—, para que no caigan en la candorosa ingenuidad de creer que están renovando nada, que están revolviendo nada. ¿Revolución? ¡Vamos, hombre, lo que se reirán nuestros descendientes cuando lo de ahora, por ser pasado, se haga mejor, se convierta de vida en verdad, de actualidad en leyenda, y se enteren de que algunos de los nuestros creían estar haciendo una revolución! Porque ellos apenas verán diferencia entre una vuelta y otra vuelta, entre un régimen y otro. Cada uno a su tiempo.

Entre hombres de pueblo

Ahora (Madrid), 27 de diciembre de 1932

¿Revolución? Empezaba a estar uno ya harto de oír hablar tanto de ella sin apenas columbrarla, contagiado de la histeria catastrófica. ¿Revolución de “pido la palabra” y a virtud de votaciones? Y así en cuanto me salí de la ex corte, de la engorrofrigiada —que no coronada— villa del oso y del madroño y me llegué a capital de provincia campesina, rural, entre hombres de pueblo, esto es: hombres del pueblo, me dije: “¿Y aquí, que entenderán por revolución?” Acababa de surtir un intento de sublevación del campo, muy pronto reducido, en que se reveló lo que estos hombres de pueblo entienden por la revolución. No la reforma, agraria o de otra especie, sino la refundición. Y esto de la reforma le trae a uno a la memoria la reforma por excelencia —la Reforma—, la de Martín Lutero, y cómo ella tuvo que tropezar con la aldeanería, con la sublevación de los campesinos que buscaban refundición social, dándoseles muy poco del libre examen y de la justificación por la fe, y luego con el movimiento de los anabaptistas o rebautizadores. A los que hoy se les llamaría extremistas. Que así se llama a los genuinos revolucionarios, a los refundidores, a los de la acción directa, en rigor, anarquistas. ¿Lo otro? Lo otro será más sensato y más hacedero —yo creo que lo es—, pero no es revolución.

Y me he encontrado con que el fondo de la agitación que hoy sacude las entrañas del pueblo español, que no está constituido por alistados en los Comités de los partidos políticos, se refleja en el fuego dialéctico de la U. G. T. y de la С N. Т. fermentada y movida por la F. A. I.; en la lucha entre el reformismo de la legislación social de Estado y el refundicionismo de los llamados extremistas. Y también apolíticos, aunque sean tan políticos como los otros. Que también el ateísmo llega a constituirse en confesión religiosa.

¿La otra revolución, la de voz y voto? ¡Bah! Bien está el divorcio y el cementerio civil y todo ese conjunto de medidas —algunas litúrgicas— que llaman laicismo, pero todo eso no le cala al hombre de pueblo. A lo sumo les da la vuelta, como se le da a un calcetín, a sus viejas supersticiones y cambia un culto por otro. Cambia de caverna, pero la nueva está tan a oscuras como la antigua. Aunque en la de Altamira se ha instalado la luz eléctrica.

Me he llegado acá, a esta vieja ciudad universitaria y a la vez rural, y me he enterado de cómo ha respondido la histeria catastrófica de este pueblo de pastores, de ganaderos. Y me he enterado mejor de la palpitación que recorre los campos castellanos, extremeños y andaluces. En los que los partidos constitucionalmente revolucionarios, de los que se empeñan en hacernos creer que la inolvidable y gloriosa jornada del 14 de abril fue una revolución, tratan de ir implantando sus matriculaciones de partido y alistando a los hombres de pueblo, del pueblo. Que con su nativa cazurrería se apuntan y desapuntan en uno u otro partido —les da igual—, pues apenas si se percatan, ¡naturalmente!, de sus diferencias. ¿Procedimiento de alistamiento? Múltasele a éste o el otro alguacilillo de caciquismo, a éste o el otro concejal: acude en queja y se le levanta la multa a cambio de que se aliste en el partido que el pretorcillo multador representa. Y así se descuaja el viejo caciquismo para implantar el nuevo. Porque hay que desviejar.

¡Desviejar! Viejo término de ganadería, hoy muy al pelo. Desviejar no es propiamente renovar, que no siempre es nuevo lo mozo; que le hay muy antiguo. ¿Renovación? En cierto sentido; el de desenchufar a unos para enchufar a otros. Las pretendidas revoluciones éstas, que no son de fondo, redúcense a sustitución de personas. Ved las jubilaciones. Cierto, hay que renovar, sanear y podar las Corporaciones públicas, cortar ramas secas y ayescadas, pero lo capital es hacer huecos, vacantes para los brotes recientes. Hay que “producir vacantes” —¡qué frase!— para que las consuman los que vienen llegando. Y al ser así, ¿qué más da que se produzcan por uno u otro motivo, con uno u otro pretexto? Estas revoluciones acaban en “quítate para que me ponga”. Es lo inevitable, lo natural, lo humano, aún mejor: lo zoológico, lo animal. Su justificación es biológica y gran locura buscársela ideológica, jurídica, espiritual. No se hable, pues, de justicia cuando se trate de necesidad, de fatalidad vital, económica. Condenar ese proceso —progreso, si se quiere— es condenar un terremoto, un ciclón, un aluvión.

¿Pero por qué, Dios mío, habrá quienes se encabritan cuando se les echa en careta —y no a reproche— los verdaderos resortes, naturales, zoológicos, biológicos, de la conducta que tratan de enmascarar idealizándola con artificiosas doctrinas? ¿Por qué se revuelven airados si se les dice que para satisfacer la naturalísima gana perseguidora no hay que inventar ofensas y peligros que se dicen sufrir? ¿Que es táctica de lucha política provocar provocaciones o fingirlas?

Por lo demás, a un hombre comprensivo, que se dé cuenta de las ineludibles fatalidades de la vida social, no deben indignarle, aunque le molesten, los ahullidos. El ahullido es no sólo natural, sinceramente sentido, si no justificable y hasta noble y cordial. No es hipócrita. Las manadas de lobos, libres, independientes, ahullan, sea por lo que sea. Lo triste es el ladrido de las jaurías de perros, tras de los que está el amo, el cazador, o de los mastines a que azuza el rabadán en contra de los lobos sin amo. Y suele ladrarse por hartazgo, de agradecimiento estomacal. La domesticidad le ha enseñado al perro a olvidar el ahullido y aprender el ladrido. El perro ladra por disciplina. Sus ladridos son “vivas” o “mueras” de ordenanza.

Licencia

Icon for the Public Domain license

This work (Unamuno. La promesa de la nueva España, revolución y guerra by Miguel de Unamuno) is free of known copyright restrictions.

Compartir este libro