1936 – Guerra
1936 – Guerra
Al hombre entero y verdadero
Ahora (Madrid), 1 de enero de 1936
El hombre entero y verdadero, con su completo organismo espiritual encamado en el corporal, sus entrañas y su piel anímicas, órganos cual círculos ya concéntricos, ya secantes los unos a los otros. Lo que se ha llamado el microcosmo, el pequeño mundo o, mejor, universo individual —y personal— dentro del vasto mundo, del individuo universal. (Suele dársele otro nombre.) Lo que se dice una persona. Y es el sujeto de la religión y de la política, que es otra religión, la religión civil. Y ¡ay si la persona se descompone, se desorganiza, se desparrama! ¡Ay si la religión y la política —como la ciencia y el arte— no cogen al hombre entero y verdadero, en su entereza y en su verdad:
Primero, el pequeño individuo animal, ceñido por su cuerpo, preocupado de su salud y su bienestar individuales y con su pequeña conciencia incomunicable. O acaso con una trágica o cómica intimidad. “Es muy suyo”, se dice de un sujeto así. Y no es suyo ni de nadie. “¿Qué idea tiene usted de sí mismo?”, se preguntaba en una de esas enquisas (enquestas) disparatadas. ¡Como si alguien tuviese idea alguna de sí mismo! A lo más, una idea de la idea que los demás tienen de él. La idea de sí mismo es uno mismo. ¿Y quién se tiene a sí mismo?
Pero este mínimo sujeto es hijo, hermano, padre, novio, marido… Tiene familia. Como no sea un absoluto solitario, un ermitaño o un anacoreta. Y aun entonces… Y envolviendo al sujeto individual está el familiar. Como a éste le envuelve el civil, el que es miembro —y órgano— de una comunidad superfamiliar. En la que ejerce una profesión, un oficio. Oficio quiere decir deber. Y ello le coloca en una clase. Lo que hace el sujeto social. Que cuando vive dentro de historia humana pertenece a una nación. Y las naciones se organizan en la Historia, que es la civilización, y fraguan una cultura, una humanidad. Y hay una concepción internacional; más aún: mundial; aun más : universal. Si se quiere, cósmica.
Y el individuo histórico, el hombre civil entero y verdadero, tiene, por pobre y borrosa que sea, una conciencia universal o cósmica. Decía Kant que los dos espectáculos más sublimes son la conciencia humana y el cielo estrellado. Que puede ser espejo de la conciencia universal del individuo humano. Aun el más rudo ciudadano se recoge en sí y se sobrecoge contemplando la estrellada. O como el pastor errante de las estepas asiáticas que cantó Leopardi le pregunta a la luna por su destino. O mirando al Lucero —Lucifer (Luzbel); en los textos de astronomía, el planeta Venus—, cuando va a derretirse en el alba, le pregunta con Isaías (XIV, 12): “¡Cómo caíste del cielo, Lucero, que salías por la mañana!; cortado fuiste de tierra, ¡tú, que herías a las gentes!…” Y lo que sigue en el texto bíblico. ¡Pobre Luzbel! Y éstos no son vanos pareceres, sino que el más humilde sujeto histórico, familiar, profesional, social, nacional, mundial, que se siente envuelto por la humanidad, anuda —con más o menos conciencia de ello— un desasosiego de aquendidad, del sueño de la vida y del mundo de aquende la muerte, con un desasosiego de allendidad, del sueño de la vida y del mundo de allende la muerte. Del siempre pasado y del siempre futuro. Y se pregunta: “¿Para qué?”
Ahora, en que se habla tanto de crímenes sociales y hasta se los contrapone en parte a los llamados pasionales, es en éstos en los que hay que ver al hombre histórico entero y verdadero. En esos trágicos suicidios mutuos de dos amantes, por ejemplo. ¡Lo que esto da que pensar y que sentir! Esos suicidios, en que acaso entran motivos individuales y familiares, y sociales y nacionales, y hasta mundiales y universales. El pobre Larra (“Fígaro”) se suicidó por una mujer, o por su familia, o por su España, o por… (Pero otra vez de estos suicidios.) ¿Se ha suicidado alguien por pasión política? (El heroico suicidio del presidente Balmaceda, el chileno, lo comentaré otra vez.) Y el suicidio es acaso la mayor prenda de fe, el máximo martirio. Considere el lector el heroico “harakiri” de la lealtad nacional japonesa. Y fíjese en cuan pocos políticos profesionales, no nacionales, han sabido suicidarse civilmente, condenarse a muerte civil a tiempo y en sacrificio de su patria. Acaso porque su política era profesión más que vocación o misión, porque no abarcaba al hombre todo entero y verdadero. Vivían de ella, no para ella.
Pronto vendrán unas elecciones, que deberían ser ejercicios de educación civil y social del pueblo, y uno se pregunta si su acción pasará de la piel espiritual de ese pueblo, si le penetrará en las entrañas, si le hará más y mejor de lo que es. Si la lucha ha de ser entre republicanos y monárquicos, póngase por caso; si saldrán unos y otros más y mejor enterados de lo que sean la república y la monarquía para el ciudadano en su individualidad, en su familiaridad, en su profesionalidad, en su socialidad, en su nacionalidad, en su mundialidad y en su universalidad, o sea en su religiosidad. La acción de esas elecciones ¿será acción de civilidad, de política entera y verdadera? O ¿no más mal de lo que se llama politiquería o politiquilla? ¡Politiquilla!, ¡menguada política diminutiva! A que corresponden esos castizos diminutivos nuestros del género de: camarilla, gacetilla, guerrilla… y otros así. Una lucha no de ideales ni de concepciones civiles nacionales, sino de partidos. O equipos. Con sus candidatos espontáneos y con sus encasillados. Y el hombre entero y verdadero, el que se siente uno y a la vez órgano del universo, ése ¿saldrá más hombre, más ciudadano, más patriota, más del mundo todo, más universal de semejante lucha? Los preludios son fatídicos. Agravación de ramploneria.
Ya sé que dirán no pocos lectores que no concreto. ¡Claro es! ¿Para qué? Entre las anécdotas electorales que he recogido hay dos que más me han dado que pensar. Una, la de un anarquista que proponía que ellos, los anarquistas, en vez de no votar, debían hacerlo en blanco para recontarse así. Y otra, la de una pobre vieja beata que pedía le diesen una papeleta de Nuestro Señor Jesucristo, pues iba a votar por la religión. O sea, desde el punto de vista de la politiquilla —o política de partido—, en blanco. Dos blancos que nuestras campañas electorales no han sabido llenar con nada. Y el hombre verdaderamente popular seguirá preocupándose de sus enfermedades y sus malestares y de cómo el Lucero —Lucifer o Luzbel— se derrite y cae cada día del cielo. Que es otro blanco.
Y para terminar: mejor un salto en las tinieblas que un deslizamiento en el vacío.
Hinchar cocos
Ahora (Madrid), 8 de enero de 1936
Ahora se me vienen irnos lectores circunstanciales —no de mis habituales, de los míos— con la embajada de que les exponga qué es eso de la fe implícita o del carbonero y todo lo que con ello vengo relacionando. Quieren evitarse acudir a una enciclopedia cualquiera, aun la más barata. Y accedo. Accedo diciéndoles que fe implícita es la de aquel que profesa creer, por obediencia y no por convicción, lo que otro le enseña y aun sin entenderlo. Y se le llama del carbonero por aquella fábula —o lo que sea— de un carbonero que al preguntarle qué era lo que creía respondió: “Lo que cree y enseña nuestra Santa Madre la Iglesia.” Y al repreguntarle: “¿Y qué es lo que cree la Iglesia?”, replicó: “Lo que creo yo.” Y de este círculo vicioso no le sacaron.
Esa fe implícita no es un servicio racional, sino —lo he dicho muchas veces— el tercer grado de la obediencia según Loyola; el que cree que lo que el superior —o jefe— ordena es lo verdadero, entiéndase o no. Es lo de: “El jefe no se equivoca”, o sea el principio de la infalibilidad personal. Que de la esfera religiosa se ha trasladado a la política. Claro está que los más de los que sostienen ese principio no estiman que el superior no se equivoque o yerre objetivamente, sino que conviene a la comunidad para su mejor preservación atenerse a ello. Es lo que llaman disciplina.
Ese criterio es el criterio anti-liberal, que nada aborrece más que el libre examen. Y ese criterio político-eclesiástico —no propiamente religioso— fue el que condujo a aquella formalmente tan atinada fórmula de que “el liberalismo es pecado”, que tanto cimbelearon antaño nuestros loyolanos españoles. ¡Tiempos aquellos —yo era un mozo inquisitivo— en que se disputaban el campo ortodoxo mestizos e integristas! Se hablaba de tesis y de hipótesis, del mal menor (lo del bien posible ha venido después). Renacían el posibilismo y el probabilismo y toda clase de casuísticas. Y al cabo de los años, los sucesores y discípulos de aquellos anti-liberales han venido, aleccionados por la experiencia y, además, por táctica, a pactar con el liberalismo. Y con algo que para ellos debería ser peor que el liberalismo: con cierto radicalismo, bien que retórico y de similor. Y así han venido conchabanzas y maridajes inexplicables. Había que cerrar los ojos. Era un deber de carbonero de esos que dije.
Mas he aquí que la estratagema marra y hay que volver a la tesis y proclamar de nuevo la santa cruzada, la reconquista de la unidad. Y como en un tiempo, en el siglo XVI, se proclamó la que luego se ha llamado la Contra-Reforma, la de Trento, hoy se proclama, ya en el orden político, la contra-revolución. ¿Y qué es ésta?
Para saber qué es ella habría que saber lo que los sedicentes contra-revolucionarios entienden por la revolución. Y lo que entienden por ésta los sedicentes revolucionarios. Por su parte este comentador no entiende bien ni a los unos ni a los otros, y tiene motivos y razones para creer que ni los unos ni los otros se entienden a sí mismos. Ve a unos que van, erguida la cabeza y mirando al aire; a otros que, como si por tortícolis, miran de reojo, y a éstos, de párpados caídos, con la vista al suelo. Pero a pocos que miren a lo que tienen ante las narices y en torno de su cuerpo mortal. Y se tienen miedo unos a otros y les domina el pánico. “¿Qué va a ocurrir aqui?” “¿Adonde vamos a parar?” Y así.
Diríase que esas manadas humanas a que acarran y arredilan sus rabadanes están aterradas y tiemblan como si olieran a chamusquina. (Se dice que los gitanos, para robar caballerías, suelen producir espantadas en las ferias quemando cerdas de las colas de aquéllas.) Y esto es lo que hacen los jefes de los unos y de los otros a que aludo. Se dedican a hinchar el coco. O sea a soplar a carrillos abultados en los faldones de sus respectivos espantajos. “¡Que viene el reparto!” “¡Que viene la anarquía!” “¡Que viene la dictadura!” “¡Que vuelve la Inquisición!” Y cada cual enarbola su coco: marxismo, fajismo, masonería, jesuitismo… ¡Y a saber qué más! Y a las veces se cree uno envuelto en un torbellino de magismo, de mitología y de hechicerías. Y siente la congoja de sentirse en una casa de locos. Peor aún: de tontos de atar. ¡Qué barahúnda!
No puede uno remediarlo: siente que se le va la cabeza. Y con ella ida ¿de qué le va a servir el corazón? (¡El corazón, el corazón! Cuando leo de entrevistas que fueron cordiales me pregunto: “¿Serían también cerebrales?”) Hay un viejo dicho latino —modificación de una sentencia de Eurípides— que reza así: Quos Deus vult perdere dementat prius, esto es: “A quienes Dios quiere perder entontéceles antes.” Y así vemos dementados o bien dementes, atontados o bien tontos —tontos auténticos— enardeciendo o, si se quiere, dementando a pandillas de menores de entendimiento que se rinden al servicio de la fe implícita. Y mientras se hinchan los cocos y se soplan los faldones —hechos guiñapos— de los espantajos se crean mitos. O si se quiere prestigios, ya que prestigio quiso decir originariamente engaño. Uno de los que le están preocupando a uno es el de las eminencias grises. Que luego, al examen, resulta que ni son eminentes —no “ominen” podría decirse, inventando un neologismo inútil—, y en cuanto a lo de grises, no se destacan por la riqueza de su sustancia gris cerebral. Gallos tapados sin cresta ni espolones. Y sin canto de amanecer. Tal vez sólo pollos implumes.
Hay un saurio australiano que para amedrentar a su enemigo, cuando está él amedrentado, hincha la gola, toma una facha espantable y le amedrenta con su miedo. Y esto de hinchar así la propia gola es parejo a hinchar el coco que se tiene por adversario. Hay pueblos salvajes que cuando salen a campaña llevan dragones, endriagos, mascarones, carátulas y todo género de espantajos. Claro es que contra otros pueblos también salvajes. Y es de suponer que se espanten de sí mismos. ¿No irá a ocurrir algo así con los diversos “frentes” —así los llaman— que aquí se están formando y se dedican a hinchar su gola colectiva y a hinchar el coco adversario? Lo malo va a ser si con este género de guerra incivil —salvaje—, la campaña política que se anuncia acabe por dementar del todo, por entontecer a rabiar a los que aun conservan entre nosotros la sana y sosegada madurez de su entendimiento. A los que gozan de fe explícita, asentada sobre libre examen y raciocinio sereno.
¡Ay de los que nos hemos criado en pecado de liberalismo! Y no nos dedicamos a hinchar cocos. ¡Ay España, mi España, cómo te están dejando el meollo del alma!
Abolengo liberal
Ahora (Madrid), 15 de enero de 1936
Para poder vivir y pervivir en la Historia —que es la vida espiritual—, en la historia nacional ante todo, ya que ésta forma parte de la Historia universal humana, lo primero es tomar posición en ella, situarse. Cabría decir definirse si no se le hubiese dado a este ambiguo y fatídico término un cierto sentido, casi litúrgico, que riñe con el verdadero sentido histórico. Hay que encogerse y recogerse en sí, el hombre conciente de su propia ciudadanía, de su propia civilidad, y examinar cómo su propia historia individual, su biografía, se ha fraguado dentro de la historia general de su pueblo. Contemplarse el ciudadano a sí mismo como un producto vivo histórico. Y digo vivo porque no son sino productos muertos aquellos que afirman ser progresistas o reaccionarios, demócratas o liberales, republicanos o monárquicos, o lo que se digan ser, “de toda la vida”, o sea de nacimiento. Así como por bautismo, con un “volo” de un padrino cualquiera. Pues estos tales no pasan de ser “carboneros” de nacimiento, ciudadanos inconcientes.
¿Quiere esto decir que no se herede la convicción política como se hereda la fe religiosa? Cada cual es hijo de una familia y, a la vez, de una ciudad, o villa, o aldea, y de una nación, y de un haz de éstas, y de una época. ¡Qué bien se dijo aquello del “hijo del siglo”! Y no es posible que nadie logre saltar por encima de su propia sombra.
Nací y me crié—dejo ahora lo de llamarme “uno” o “este comentador” o algo así —en la invicta villa liberal de Bilbao y en tiempo de guerra civil. El liberalismo del glorioso siglo XIX era tradición en mi familia. Mi abuela materna y tía paterna, hermana de mi padre con la que, muerto éste a mis seis años, me crié, en compañía de mi madre y hermanos, había salido de Vergara, villa natal de mis mayores, durante la guerra de los siete años —de 1833 a 1840—, con las últimas tropas liberales; pasó en Bilbao el sitio que la puso Zumalacárregui, y luego, en la otra guerra, de la que fui infantil testigo, el de 1874. No quiso salir de nuestra villa, a requerimientos de un primo del campo carlista, prefiriendo sufrir en ella las adversidades del asedio y bombardeo a tener que vivir entre los enemigos. Y con su hija —mi madre— y sus cuatro nietos —yo y mis hermanos— soportó la prueba. Su sentimiento de las convicciones políticas era lo que en el verdadero sentido de la palabra, tan abusada, podríamos decir tradicionalista. Esa convicción tenía que ser hereditaria. “¿Ese, carlista? —nos decía—; no os fiéis de él; es un traidor; conozco toda su familia y son liberales.” Y lo mismo a la inversa; nos prevenía en contra de quien, procediendo de familia carlista, se hacía, o decía haberse hecho, liberal. Era el tradicional sentimiento de tirios y troyanos, romanos y cartagineses, agramonteses y beamonteses, moros y cristianos o, en mi nativa tierra, oñacinos y gamboinos. Y, sin embargo, no era para ella esa fe una fe implícita, de carbonero político. Pensando después sobre ello, poniendo a mi abuela en el campo histórico en que se le formó el recio y claro espíritu civil —y con éste el religioso—, he creído descubrir la huella de aquella Vergara de fines del XVIII y principios del XIX, la de los caballeritos de Azcoitia —tan cerca, sin embargo, de Loyola—, de los enciclopedistas y afrancesados, de los que crearon las Sociedades de Amigos del País y el Seminario de Nobles de Vergara; aquel templo de Minerva a que canturreó don Félix M. Samaniego, el de la fábula de “La barca de Simón”. Algo que olía a jansenismo, más o menos conciente. Aquel liberalismo vascongado de fines del XVIII y principios del XIX. Y con él, una religiosidad cristiana sobria y austera y civil, limpia de ciertas blandenguerías y de ciertas supersticiones.
El liberalismo era, ante todo y sobre todo, un método. Un método para plantear y tratar de resolver los problemas políticos, y no una solución dogmática de ellos. Y aunque hoy parezca a muchos que liberalismo y democratismo se oponen, que se oponen la libertad y la democracia, que ésta —la democracia— propende a la dictadura como a ella propenden la oligarquía y la plutocracia, entonces se sentía de otro modo. Entre las soluciones ametódicas, catastróficas, de las dictaduras, sean del proletariado, sean de la plutocracia —o bancocracia—, el liberalismo representa el método. O si se quiere, el libre examen, la libre discusión. ¿Es esto un centro entre las soluciones —u opiniones— extremas? Más bien una posición sobre las opiniones todas, no un centro entre ellas.
¡Cuánto hablé de todo esto con aquel espíritu liberal, sereno, tolerante, comprensivo, que fue el de don Manuel Bartolomé Cossío, descendiente directo de uno de los que fueron fusilados con Torrijos en las playas malagueñas! También él tenía un abolengo liberal a la española, de un liberalismo nuestro castizo. Que se corroboró en la Institución Libre de Enseñanza, sobre la que tanto fantasean, desconociendo su historia, y desconociéndola, por lo tanto, esos pedantuelones (pedantuelón = pedantón + pedantuelo, niñería decrépita) de escuela de petulancia totalitaria a base de ficheros. (El de los ficheros no es método, ni aun para investigadores de verdad.) Los cuales pedantuelones, al morir el buen Cossío, salieron con la mentecatez de que había sobrevivido a los tópicos liberales de su tiempo. Vamos, sí, que ya no se llevan; cuestión de moda. Los de ahora son los del presunto futuro Estado nuevo de la petulancia fajista.
Cuando se votó en las Constituyentes la prohibición a las Ordenes monásticas católicas de ejercer la enseñanza pública y sostener colegios externos y la disolución de la Compañía de Jesús, confiscándole sus bienes, el buen liberal Cossío se pronunciaba con energía contra este atentado despótico a la libertad. Le oí decir que dudaba de si, en rigor, la Institución Libre de Enseñanza no caería, con igual sinrazón, bajo aquella proscripción. Él, alma entonces de esa Institución, tan neciamente combatida como mal conocida por los afiliados y los críos de la Compañía, sostuvo siempre que negar el derecho al magisterio público a cualquier instituto confesional —con las garantías, ¡claro!, de suficiencia profesional que a los demás se les exige— era, además de una injusticia, una garrafal torpeza. “Ahora —venía a decirme—, una vez disuelta la Compañía, serán sus miembros los que puedan en ley —si provistos de los títulos pertinentes— abrir colegios católicos.” ¿Verdad, amigo y también liberal Castillejo? Pero es que el pseudo-laicismo de las Constituyentes era, por anti-liberal, torpísimo. Si bien —da pena decirlo— excuse, si es que no justifique en gran parte, aquella torpeza la torpe reacción contra ella desencadenada por los perjudicados al soltar a una tropilla de menores mentales —aunque mayores de edad— niños zangolotinos, a que zangoloteen por cámaras y escenarios de “cine” político, despotricando de carretilla sus empapizadas lecciones.
Cuando repaso las memorias de mi abolengo liberal —de origen doceañista— y las del abolengo liberal del noble y liberal Cossío, y al sentir que se destruyen los caminos —los métodos— para levantar barreras (dogmas o dictaduras, unas u otras), que se niega el libre examen para asentar esta Inquisición o su contraria, ahora es cuando siento afirmarse en mí aquella tradición familiar de liberalismo que brotó de la nacional de nuestro glorioso siglo XIX, el de la Constitución de 1812, el de las dos guerras civiles que retemplaron el alma de mi abuela Benita Unamuno y Larraza. Murió a mi lado, a mis dieciséis años; la primera muerte a que asistí. A su memoria dedico este recuerdo de piedad. Y a la de don Manuel Bartolomé Cossío, nieto de uno de los fusilados en Málaga con Torrijos.
¿Conferencias? ¡No! A los que me las piden
Ahora (Madrid), 24 de enero de 1936
¿Conferencias? No; y menos ahora, en temporal de tanda de ellas. Y de mítines. Si pudiese reunir en un salón de teatro o de circo o en un campo de deporte a los que leen estos mis artículos, a mis lectores de ellos, sean cuantos fueren, no los reuniría para decirles lo que desde aquí les digo. ¿A qué? ¿A que me vieran? ¿A que me oyeran? ¿A que sus miradas, su atención visual, sus semblantes, sus gestos, sus aplausos, sus interrupciones acaso, me desviasen de mi vía? ¡No, no, no! ¿Y, además, no poder hacer pausas —como el lector las hace—, no poder insistir? Improvisar, sí, pero pluma en mano y por habla escrita, que así se logra densidad —apretamiento—, que es intimidad de expresión.
¿Leer un discurso? Ahora, no. ¿Recitar de memoria lo aprendido? ¡Peor! ¿Darle al aparato y que funcione la aguja? ¡Ah, no! Y en cuanto a las improvisaciones orales, con sus latiguillos y sus floreos —y aun floripondios—, eso se queda para lo que llaman actos. O declaraciones. Para éstas sí hace falta la presencia corporal del declarante. Como la de un testigo en un juicio. Y luego hay la función del agitador. Pero ¿agitador yo? ¡Ni por pienso! ¡Dios me libre de ello! Los agitadores en general no suelen saber lo que se dicen. A menudo disparan primero y después apuntan. O el tiro les sale por la culata. Cabalgan en el jaco desbocado que es su auditorio, agarrándose a la crin de éste para no caerse. “Agítese antes de usarla”, dicen los drogueros, y los que agitan muchedumbres de esas no suelen saber usarlas después. Más ha solido llevar a públicos —que no es lo mismo que muchedumbres— un escritor, un publicista, que no un charlatán. Recuerdo ahora un periodista anónimo— pues no firmaba sus editoriales (artículos de fondo) en un gran diario— que, desde su cuartito de redacción, escribiendo —tocado con un gorro de papel— resolvía crisis y trastornaba Ministerios. Y en las Cortes, aun con ser diputado, no sé que hablara jamás. Y en cuanto a Castelar, agitó con un artículo de periódico más que con cualquiera de sus discursos, ya improvisados, ya recitados.
¿Conferencias? ¿Y que vengan las versiones de los oyentes reporteros? ¡Ni aun con luz y taquígrafos! ¡Y esos extractos, esos terribles extractos! Sobre todo para los que ponemos toda el alma en la expresión íntima, no en la elocución. ¡Extractar! Perdóneseme la petulancia, pero pedir el extracto de ciertos discursos es tan desatinado como pedir —y este desatino se repite en clases de literatura— el argumento de La Ilíada. Y a las veces como pedir el extracto de una sinfonía.
A propósito de esto de los extractos, quiero contar lo que me ocurrió con una conferencia, en cuyo contenido puse gran cuidado. Y es que no queriendo escribirla para leerla —como había hecho otras veces— y, desde luego, no recitarla de memoria, hice un extracto previo, un esqueleto o armazón de ella, dejando los adornos y las ejemplificaciones y las alusiones para el momento de exponerla. Fui luego, al decirla, salpicándola de toda clase de anécdotas, chascarrillos, alusiones, croniquillas y demás del género. Cada reportero hizo su extracto, excepto uno a quien le di yo el mío. La traza de la fábrica de la conferencia, su armazón conceptual, sin todos aquellos añadidos, de yeso los más. Y al día siguiente me decía uno: “Pero ¿quién ha sido el desdichado que ha hecho ese extracto, dejándose…?”, y aquí fue enumerando los añadidos. Y al contestarle yo que yo había sido el extractor se quedó estupefacto. Claro está que los que leyeron los otros extractos no se dieron cuenta de lo que yo había dicho. Y esto me ha ocurrido tantas veces… Y, por lo tanto, conferencias extractables…, ¡no! Y, por otra parte, ¿hacer de fantasma de “cine” sonoro? Y que acaso vaya a oírle a uno una señorita extranjera que apenas si entiende nuestra lengua —y menos mi lengua—, y salga escribiendo a su tierra —el hecho es histórico— si uno tiene la barba blanca y la cabellera blanca y revuelta, y si el gesto es así o asao, y la frente, atezada, y si no lleva corbata, y si viste de tal o cual manera, sin haberse enterado de nada de lo que uno diga ni maldito lo que le importe. Y luego que se le venga a uno con el inevitable álbum para que le ponga allí su firma. Si es que no pide también un pensamiento. ¡A la porra!
Hay otra cosa que no he llegado a comprender, y es por qué en las Cortes—no sé si por práctica consuetudinaria o por reglamento—se excluye, en lo posible, la lectura de discursos escritos. Es que acaso se le estima al diputado como a un testigo que va a deponer oralmente y se quiere valerse para con él de todas las feas añagazas de que los jueces se valen en el interrogatorio oral contra un testigo… Raposerías de enjuiciamiento. Y de enjuiciamiento, más que judicial, policíaco. Método inquisitorial, al que no suele faltarle ni el fermento.
Mi paisano don Antonio de Trueba —Antón el de los cantares— ha sido uno de los mejores hablistas y estilistas de nuestra literatura del siglo pasado, pero hablista por escrito, pues era de expresión oral bastante torpe y hasta tartamudeaba. Y cuando tenía que tratar de algún asunto de cierta importancia con un convecino suyo, a quien acaso veía a diario, le escribía, en vez de ponerse al habla con él. Lo que hacen muchos otros. No quería que se le cogiese por la palabra. Y aunque yo, su paisano y, en más de un respecto, su discípulo —él fue quien me ayudó en mis primeros pasos de escritor en mis mocedades—, sé explicarme bastante bien de palabra y no tartamudeo, sin embargo, cuando a mis compatriotas me dirijo en la creencia y la confianza de que tengo algo que decirles que otro no les dirá como yo, aunque se lo diga mejor, se lo digo por escrito. ¿Que el enterarse de un escrito pide más atención y cuidado que el seguir un discurso oral? Sin duda. Pero esa atención y ese cuidado pueden y deben servir para no encontrar contradicciones donde no las hay. Que aunque dialéctica es voz muy aparentada con diálogo, o sea conversación oral, el caso es que abundan más de la cuenta las gentes que no se han dado cuenta de que la dialéctica es el juego de las aparentes contradicciones, y que el orador o escritor que se las echa de no contradecirse nunca es porque nunca se dice nada. Y esto lo he dicho ya antes de ahora.
En resolución, queridos amigos míos que me piden conferencias, mientras dure este temporal de ellas…, ¡no! Ni por ellos ni por mí. No quiero agitar el agua; quiero mejor arar la tierra. Y nada, por supuesto, de provocar terremotos. Hay que amolar las entendederas al público, pero sin por eso amolarle. “¿Y qué más da?”, le oigo a un lector. ¡Hombre, no!
¿Conferencias? Denlas otros. Y aunque nada confieran, quédense luego tan anchos, tan orondos y tan campantes. Yo, a estrecharme y recogerme. Y gracias…
El habla de Valle-Inclán
Ahora (Madrid), 29 de enero de 1936
Nuestro buen amigo don Ramón del Valle-Inclán —séale la posteridad aficionada— seguirá por mucho tiempo nutriendo más los anecdotarios que las antologías. Algo así le pasó a Quevedo. Se hablará de él más que se estudie su obra. Aunque su obra cardinal, ¿no fue él mismo, el actor más aún que autor? Vivió —esto es, se hizo— en escena. Su vida, más que sueño fue farándula. Actor de sí mismo. “Siento lo que digo, aunque no diga lo que siento”, pudo decir como el personaje —más que persona— de mi drama El hermano Juan. Su prodigiosa memoria —era un portento— le permitió acaparar muchos papeles. Y todos los mezclaba y confundía. Así como los lugares y los tiempos. La historia que fantaseaba no era cronológica ni topográfica. El principal modelo que se forjó, el marqués de Bradomín —de la cantera de Barbey d’Aurevilly— era noble, feo y católico. Católico literario, a lo Chateaubriand, ¡claro! Como su carlismo, también de teatro. En su vida se ponía a menudo en jarras —en estos días se están poniendo así los políticos—; alguna que otra vez se encampanaba. Y so capa se reía. Como buen actor se comportaba en su casa como en escena. Él hizo de todo, muy seriamente, una gran farsa. Que por su desinterés cobró cierta grandeza. Fundió a la tragedia con el esperpento. Y adoró la belleza, alegría de la vida.
Mas ahora quiero hablar de su habla. Habla es la mejor expresión para la obra poética —artística— de quien fue más que escritor, más que orador, un conversador y un recitador admirable. ¿Lengua? Si la llamara lengua, podría creerse que me refiero a su característica maledicencia. Maledicencia teatral, libre del veneno que da la envidia. Lenguaje tampoco me gusta. Mejor acaso llamarle “idioma”. O “dialecto”. Entendidos estos dos términos a derechas, en su originaria significación: “idioma”, propiedad; “dialecto”, lenguaje conversacional, coloquial. Porque Valle-Inclán se hizo, con la materia del lenguaje de su pueblo y de los pueblos con los que convivió, una propiedad —“idioma”— suya, un lenguaje personal e individual. Y como le servía en su vida cotidiana, en su conversación era su “dialecto”, la lengua de sus diálogos. Y de sus monólogos. Porque dialecto no quiere decir algo subordinado e inferior como parecen creer no pocos paisanos de Valle-Inclán y míos y catalanes. La lengua imperial y la más original se hace idioma cuando el que la usa se la apropia, se la personaliza, y se hace dialecto cuando es de veras hablada.
Valle-Inclán se hizo su habla —hablada y escrita— con las hablas que recogió en su carrera de farándula. Empezando, ¡claro está!, con el castellano galaico, propiamente gallego, de su niñez y de su mocedad. ¡Qué alma galaica —no sé si céltica o suévica, que esto no son sino pedanterías aldeanas— la de su habla hispánica! En rigor, romana; él lo sabía. Mucho más galaica y mucho más alma que la de ese gallego en formación de los galleguistas —el de los “hachádegos de cadeirádegos”, que dije otra vez—, de esa especie de esperanto regional o comarcal. Lo galaico va en el ritmo, en el acento, en la marcha ondulatoria y, a las veces, como oceánica de su prosa, en su sintaxis con más arabescos que grecas, con más preguntas que respuestas. Y para ello tuvo que acudir al caudal popular de todos los pueblos de España y de la América de lengua española. El gallego regional no le habría servido. Así como Rosalía de Castro, cuando tuvo que sacar a luz su alma individual y a la vez universal, lo más íntimo de sí misma, lo vertió en las poesías castellanas de las orillas del Sar más que en sus cantares gallegos. Mejor esto que fraguar un pseudo dialecto de gabinete. Y digo pseudo porque ese dialecto no sería tal, no sería conversacional. Y, por lo tanto, ni idioma, ni propiedad. Más bien algo mostrenco.
Cuando mi buen amigo José María Gabriel y Galán empezó a escribir en aquel dialecto extremeño, que no era el de su infancia salmantina, le dije que ni podría expresarse bien a sí mismo en aquello y que pecaría más que por omisión por comisión, poniendo en boca de sus extremeños de Granadilla voces que ellos no conocían por no conocer lo que con ellas se significaba. Y así digo que Valle-Inclán pudo decir en su habla individual idiomática (propia) y dialectal (conversacional), y por ello imperial hispánica, lo que los de su casta galaica sentían oscuramente sin lograr expresarlo.
Hombre de teatro Valle, su habla, su idioma dialectal, o dialecto idiomático, era teatral. Ni lírico ni épico, sino dramático, y a trechos, tragicómico. Sin intimidad lírica, sin grandilocuencia épica. Lengua de escenario y no pocas veces de escenario callejero. ¡Cómo estalla en sus esperpentos!
No hay que buscar precisión en su lenguaje. Las palabras le sonaban o no le sonaban. Y según el son les daba un sentido, a las veces completamente arbitrario. Y era una fiesta oírle sus disertaciones filológicas y gramaticales. No era capaz de desentrañar las expresiones de que se servía porque para él —actor ante todo y sobre todo— las entrañas estaban en lo que he llamado antes de ahora “las extrañas”; el fondo estaba en la forma. Y acaso no andaba descaminado si se entiende por forma algo más sustancial que la mera superficie. Que lo formal no es lo superficial. ¿No dejaron dicho los escolásticos que el alma es una forma sustancial?
Aun siendo tan diferentes —a ratos, tan opuestos Valle-Inclán y Quevedo, hay ocasiones en que el gallego hispánico, con sus arabescos me recuerda al manchego —que manchego fue, en rigor, el señor de la Torre de Juan Abad—, con sus grecas, picudas y pinchudas. Si bien es verdad que en Valle no se pueden recoger aforismos y sentencias como en Quevedo. La continuidad que podríamos decir líquida de la prosa valle-inclanesca no se presta a los despieces a que se presta la prosa conceptista quevedesca. Valle resulta a las veces conceptuoso, pero no conceptista. Sabido es que una de sus máximas de estilo era que había que juntar por vez primera dos palabras —sustantivo y adjetivo, por ejemplo— que nunca se habían visto así juntas. Un asociacionista. A lo que yo le decía que era más honda empresa disociar dos términos que siempre se ven juntos. Disociarlos para asociarlos con otros. Pero, ¿qué más da? Para nosotros el mundo de la palabra —el lenguaje— es algo sustancial, material, y que de él creamos, asociando, o destruímos, disociando. Y sabemos que la palabra hace el pensamiento y, lo que vale más, el consuelo, el engaño vital. Y él sabía, Valle —como sé yo—, que haciendo y rehaciendo habla española se hace historia española, lo que es hacer España. La religión del Verbo, de que procede el Espíritu.
¡Y lo que conocía Valle nuestros clásicos castellanos! ¡Había que oírle recitar trozos del teatro de nuestro siglo XVII! ¡Y qué cosas decía de Lope de Vega, por caso!
Con un empuje galaico parecía don Ramón del Valle-Inclán estar dictando desde el Finisterre hispánico o tal vez desde la Compostela de Prisciliano —más que de Santiago—, por encima de la mar que une y separa ambos mundos, un habla imperial, idiomática y dialectal, individual y universal. Habla que en su extravagancia lo fundía todo. Y en mucho tiempo se hablará más de él que se estudie su obra.
La hipnosis de la herencia
Ahora (Madrid), 5 de febrero de 1936
Es una doctrina muy consabida, aunque no muy meditada, la de que las doctrinas con que el hombre trata de explicar y justificar su conducta suelen ser ilusorias. Siente la necesidad de explicarse a sí mismo —y luego a los demás— lo que hace sin saber por qué lo hace. Es el consabido caso de sugestión del hipnotizado. Al que, luego de hipnotizado, se le sugiere que cumpla un acto, el más incongruente a las veces, en tal tiempo y lugar; se le deshipnotiza y en el día y sitio sugeridos va y lo cumple y lo explica y justifica por raciocinios, que fue fraguando subconcientemente. Experimento muchas veces llevado a cabo.
Cabe decir que en muchos, tal vez en los más de los delitos, el delincuente no sabe por qué los comete. Roba o mata porque el ánimo le pide robo o matanza. Con aterradora frecuencia leemos de un desdichado que mata a una mujer con quien cohabitaba maritalmente porque ella se niega a seguir entregándosele así. ¿Por celos? No siempre, y menos calderonianos. O una pareja, él y ella, que conciertan un consuicidio. Y el mismo día acaso otro desdichado víctima de hipnotismo, un joven profesional, le aporrea o le mata a otro joven hipnótico por ir pregonando un periódico de índole que se le antoja contraria a la de la hipnosis de que él —el aporreador o matador— profesa. Y sin conocerle. Y ni el que mata a su querida, ni el que se suicida con ella, ni el que atenta contra el pregonero del cartel contrario cometen su acto por lo que creen cometerlo. Suelen ser hipnotizados que lo cometen por sugestión… ¿de quién? Del genio destructor de la especie, de la Muerte; así, con mayúscula. Del instinto malthusiano.
¿O es que no corre una fatídica epidemia de destrucción? ¿Su origen? ¡Quién sabe…! No falta quien crea que es materialmente patológico. En gran parte sifilítico. Se dice que el número de preparalíticos progresivos es mucho mayor de lo que se supone. Entre ellos no pocos de los agitadores y caudillos que arrastran, con su encanto morboso, a pueblos enteros. Y no viene ahora aquí acaso citar nombres resonantes. De vivos y de muertos ya. Es una herencia. En su mayor parte una herencia de la civilización. Como la guerra.
Misterio el más tremendo de la vida humana el misterio material y moral de la herencia. Lo que los teólogos católicos llaman el pecado original. Ya la herencia fisiológica es el mayor acaso de los misterios de la vida. Eso de que la yegua para potros y no terneros, y la vaca, terneros y no potros, o que la encina dé bellotas y no aceitunas, y el olivo aceitunas y no bellotas, y de que no se le pueda pedir peras al olmo. (Dejemos lo de los injertos.) Esto no se lo ha explicado nadie. Podrán decirnos que es la ley de la herencia, explicación meramente verbal para ocultar nuestra ignorancia —como aquello de que el alma siente porque tiene sensibilidad—, podrán explicarnos el cómo, pero no el porqué. O acaso inventarán una idea platónica en el sentido de los teólogos escolásticos realistas.
Y aquí encaja esa torturada invención teológica —no propiamente evangélica— del pecado original, de esa invisible e intangible, por inmaterial, mancha mágica y mítica. ¿Pecado? Ya lo dejó dicho el Segismundo calderoniano, el de La vida es sueño, al decir que “el pecado mayor del hombre es haber nacido”. Haber nacido hombre y no bestia, se entiende. Haber nacido con el apetito de conocer la ciencia del bien y del mal, y de explicarse sus propios actos. Y el castigo de ese pecado es soñar la vida y tratar de explicarse el sueño. Y la herencia. Y en la vida social y civil, de comunidad humana, tratar de justificar la otra herencia, la herencia económica que hace las clases sociales y con ellas sus luchas de clase. Otro misterio, que no aclara, ni mucho menos, ninguna interpretación materialista de la historia. Esas luchas en que, como en aquellos delitos que empecé diciendo, entra la hipnosis más que el hambre y entra también alguno de esos morbos materiales, epidémicos y contagiosos. De esos morbos con que la trabajada especie humana se defiende de tener que trabajarse más. Y a que se deben, en rigor, las más de las guerras. Y de las revoluciones.
Y cuando uno agoniza —espiritualmente se entiende— bajo la pesadumbre de tales misterios míticos se le llega uno de esos dogmáticos y al encontrarle con que se muere de hambre mental, de hambre intelectual, se dispone a despenarle ahogándole con un mendrugo de doctrina que le meta hasta el gañote del alma para quitarle así con el estertor de la respiración de ésta el sueño que es su vida. Le ha explicado por qué se muere, y con la explicación le ha matado. ¿No era mejor dejarle que se acabara de por sí?
Y traigo esto ahora aquí al observar qué inhumanos remedios se proponen para combatir contra la trágica hipnosis que produce el pecado original de la civilización humana, hipnosis que sugiere los actos de desesperación, los delitos y los crímenes que menudean más cada vez. Y ello es la inmanente revolución perpetua de la historia. Aunque otra cosa se les pueda antojar a ciertos sedicentes revolucionarios sociales que creen —con fe implícita o de carbonero— en una sociedad futura de igualdad y justicia, o en un Estado nuevo totalitario, o en un no-Estado libertario, o en una Iglesia triunfante y única, o en otro cualquiera de esos fantásticos ensueños hipnóticos para consolarle al ciudadano de haber nacido hombre y no bestia inocente. Y si se consolaran con eso los pobres tontainas…
Y a propósito y para rematar estas consideraciones con una coletilla lingüística de sainete ¿no estaría bien que junto al término “tontaina” metiéramos otro derivado de tonto mediante un sufijo ahora en moda y decir “tontoide”? Fue Lombroso, creo, el que del italiano “matto” loco, derivó “mattoide”, esto es, locoide. Nos estamos divirtiendo tanto con poner motes que atraigan porrazos y luego tiros… ¡Y si al fin y al cabo se pudiesen vaciar a porrazos las cabezas “tontoides”—sobre todo, las de los cabecillas—, que no son sino faltriqueras de frases deshechas…!
Posdata.—¿Revolución? ¿Contra-Revolución? ¡Entendimiento!
Carrel sobre el peligro de nuestra civilización
Ahora (Madrid), 7 de febrero de 1936
Leyendo el libro El hombre, ese desconocido (L’Homme cet inconnu), del doctor Alexis Carrel, el famoso operador biológico francés de Nueva York, el de los injertos de órganos. El libro es una especie de pequeña suma o enciclopedia de los conocimientos actuales relativos al hombre. El hombre concreto, de carne, sangre, hueso y conciencia, el pobre hombre arrastrado en el torbellino de la civilización. Una pequeña suma antropológica, pero en vista del ántropos, del hombre, concreto, individual. Libro escrito con sencillez y densidad, sin aparato técnico —esto es, sin pedantería— y en el que la vulgarización no degenera en avulgaramientos.
No bien lo encenté di con un tema que en estos días que corren y corremos pesa sobre mi espíritu con pesadumbre congojosa. El del rebajamiento de la mentalidad media, el de la insanidad mental —y por lo tanto, moral— de la generación actual. Carrel afirma que la salud ha mejorado, que la mortalidad es menor, que el individuo se hace más hermoso, más grande y fuerte; que los niños tienen hoy una talla superior a la de sus padres, esqueleto y musculatura más desarrollados; que la duración de la vida de los deportistas no es superior a la de sus antepasados y que su sistema nervioso es frágil. Que los triunfos de la higiene y de la educación moderna no son acaso tan ventajosos como a primeras aparecen. Que la disminución de la mortalidad infantil, atravesándose en la selección natural, conserva los débiles. “Al mismo tiempo —dice— que enfermedades tales como las diarreas infantiles, la tuberculosis, la difteria, la fiebre tifoidea, etc., se han eliminado, y la mortalidad disminuye, el número de enfermedades mentales aumenta. En ciertos Estados la cantidad de locos internados en los asilos sobrepuja a la de todos los demás enfermos hospitalizados.” Y agrega: “Acaso esta deteriorización mental es más peligrosa para la civilización que las enfermedades infecciosas en que la medicina y la higiene se han ocupado exclusivamente.”
Y a seguida, Carrel insinúa que las excelentes condiciones higiénicas en que se cría a los niños no ha logrado elevar su nivel intelectual y moral. “En la civilización moderna —dice— el individuo se caracteriza, sobre todo, por una actividad bastante grande y enderezada por entero al lado práctico de la vida, por mucha ignorancia, por cierta astucia y por un estado de debilidad mental que le hace sufrir de manera profunda la influencia del ámbito en que llega a encontrarse. Parece que a falta de armazón moral la inteligencia misma se hunde. Es acaso por esta razón por la que esta facultad, antaño tan característica de Francia, ha bajado de manera tan manifiesta en este país. En los Estados Unidos el nivel intelectual queda bajo, a pesar de la multiplicación de las escuelas y las universidades.”
Y agrega Carrel: “Diríase que la civilización moderna es incapaz de producir una crema de hombres dotados a la vez de imaginación, de inteligencia y de valentía. En casi todos los países hay una mengua del calibre intelectual y moral en los que llevan la responsabilidad de la dirección de los negocios políticos, económicos y sociales… Son sobre todo, la endeblez intelectual y moral de los jefes y su ignorancia las que ponen en peligro nuestra civilización.”
Al llegar a esto apagué la bombilla eléctrica —esta otra joya de nuestra civilización mecánica— y me quedé a oscuras, tendido sobre mi cama, y envuelto mi espíritu en los ecos de las lecturas de los diarios en estos días de desvarío preelectoral. Zumbábanme en el ánimo esos insultos, esas injurias, esas calumnias, esas insidias, esas mentiras que se disparan unos combatientes a los otros. Ese pretender sondar intenciones del adversario y hacerlo de mala fe —unos y otros— ese fatídico: “¡Más eres tú!”, esa furia de barbarie. Y ese revolverse como energúmenos contra quien no quiere reconocer la mejor buena fe y la mejor sinceridad de aquel a quien uno se dirige. Es, sin duda, una devastadora epidemia de morbo mental, de locura. ¡Y qué terribles los síntomas! Creeríase que España se ha vuelto un manicomio suelto. Y que muchos de sus locos necesitan camisa de fuerza. De fuerza: no negra, ni azul, ni gris. Y la locura se encubre en la envidia y en el odio a la inteligencia. El “¡Vivan las cadenas!” se cambia en la obediencia de juicio, en la servidumbre mental.
Se habla de extremismos. Pero entendámonos. El extremismo —o mejor, la extremosidad— no estriba en la doctrina que se profesa o se dice profesar, sino en la manera de profesarla. ¡Esos pobres enfermos mentales, tan peligrosos porque se sienten hondamente convencidos de lo que dicen —aun sin entenderlo— y más peligrosos aun cuando de lo que tratan es de convencerse a sí mismos de ello y que se lo gritan para no oír lo de los otros! Eso de que hay que proscribir las ideas del adversario… O si les viene la mala salen con que hay que respetar todas las ideas. A lo que cabe replicar que sí, pero cuando son ideas. Porque las no-ideas no suelen ser respetables. Hay que oír a los sedicentes anti-marxistas, que no saben ni de Marx ni del marxismo más que saben los que se dicen marxistas, que apenas saben jota de ello; y hay que oír a los antivaticanistas, que no tienen del Vaticano y de su política más clara idea que los vaticanistas, que la tienen bien turbia. Porque la ignorancia en unos y en otros es espantosa. Nadie quiere enterarse de nada.
De toda esta gritería apenas surge una voz limpia que diga una palabra clara. ¡Y si sólo fuera gritar! Cuántas veces ha pasado por la mente de este comentador que os habla el triste presentimiento —congojosa corazonada— de tener que volver a expatriarse, desterrarse de la tierra nativa, de la patria, para no contagiarse y enloquecer también. Cada vez que oigo hablar de antipatrias a cualquier “¡Viva España!” —cotéjese con el típico mote andaluz de “¡ese es un viva la Virgen!”—, u oigo hablar de cavernícolas a alguno de los otros, siento todo lo que el observador desapasionado de toda otra pasión que no sea la de la verdad y sobre todo, si posee humor, tiene que disponerse a sufrir en el meollo del alma a la vista de tan triste degeneración mental de su propio pueblo.
“¡Hay que tomar partido!”, gritan los locos de todos los partidos, y uno presiente haber de tener que tomar el partido de partirse del campo de batalla que se está haciendo su pobre patria expuesta a la demencia furiosa.
Sobre el hambre… sociológica
Ahora (Madrid), 15 de febrero de 1936
Entre las varias inefables ingenuidades de la tan amena como candorosa, teórica y académica Constitución de la República española de 9 de diciembre de 1931 (Gaceta del día 10) hay en su artículo 46, después de proclamar que el trabajo, “en sus diversas formas, es una obligación social”, aquello de que “la República asegurará —no dice que podrá asegurar— a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna”. Al final del artículo siguiente, el 47, se dice que “la República protegerá en términos equivalentes a los pescadores”.
Creíamos que eso de la “existencia digna” era una definición de principio, análoga a aquella de León XIII referente al salario justo, y que se dejaba a la sutileza escolástica de los interpretadores y escoliastas el determinar la justicia del salario en el un caso y la dignidad de la existencia del trabajador en el otro caso. Porque ni una ni otra declaración obligan, en rigor, a nada. Pero después se nos ha complicado el problema al oír hablar de salarios de hambre —de hambre, no de pobreza o de miseria— en términos tales que no hemos podido poner en claro qué es lo que entienden por hambre ciertos escoliastas. Y no es que nos burlemos, no; es que cuando se trata de promulgar leyes conviene precisar los términos, medirlos —esto es, medirlos— y no andarse con conceptos vagos e inconmensurables, como los de dignidad, justicia y hambre. Que, como concepto legal —no fisiológico—, lo de hambre no es nada claro.
Pero he aquí que en un manifiesto ha podido leerse esto: “Rectificar el proceso de derrumbamiento de los salarios del campo, verdaderos salarios de hambre, fijando salarios mínimos, a fin de asegurar a todo trabajador una existencia digna, y creando el delito de envilecimiento del salario, perseguido de oficio ante los Tribunales.” Al leer esto empezamos a meditar en toda la logomaquia de la justicia pontificia, de la dignidad constitucional, del hambre sociológica —no fisiológica—, hasta que nos fijamos en otros dos términos, cuales son el de trabajador y el de salario. Y vinimos a caer en la cuenta de que hay trabajadores —esto es, hombres que trabajan para ganarse la vida— que no reciben salario, porque trabajan por su cuenta, sin amo ni patrono, como trabajadores libres. Que es una clase de trabajadores en esta “República democrática de trabajadores de toda clase”. Aunque esta clase de trabajadores no asalariados, sin amo ni patrono, no entren en lo que en cierta jerga pseudo-marxista se llama clase de trabajadores, los asociados. Y a estos trabajadores libres, no asalariados, sin amo ni patrono, que viven de lo que sacan de su parroquia o clientela, a éstos ¿les asegurará la República “las condiciones necesarias de una existencia digna” si su libre trabajo no les procura de su parroquia o clientela sino un estipendio de hambre? ¿Si, por ejemplo, a un zapatero remendón de portal, o a un mozo de cuerda, o a un buhonero, o a un trabajador cualquiera de la clase de los libres, su trabajo no le procura con qué calmar lo que los sociólogos llaman hambre de él y de sus hijos? ¡Pobres trabajadores ni asalariados ni asociados!
Aquí tenemos un pequeño labrador o, mejor, labriego propietario del pegujar que labra por sus propias manos y las de sus hijos y que con ello le saca a su tierrita una renta… de hambre sociológica y acaso fisiológica. ¿Qué le asegurará la República? Las piedras de su pegujar no le dan bastante pan para su familia. Su tierrita le sirve, a lo sumo, de seguro de lo que podríamos llamar su jornal —no salario—, de seguro de su renta diaria. Y es una renta de lo que llaman hambre. Y hasta hay pequeños amos que se ayudan de asalariados y que no sacan de su propio trabajo más que el salario dicho de hambre que dan a éstos. Porque eso que se llama envilecimiento del salario no suele ser, con harta frecuencia, más que el envilecimiento del campo, resultado de pretender cultivar tierras viles. ¡Y son tantas, pero tantas! Porque eso de que las cuatro quintas partes del territorio nacional que permanecen incultas sea posible cultivarlas de modo que rindan más que rendimiento de hambre sociológica, eso es cosa de sociólogos de clase urbana —o metropolitana— que no saben a ciencia cierta en qué tierra vivimos. Y en esta España central, de tradición, de pastores trashumantes, y de arrieros, y de buhoneros, y de vagabundos forzosos, donde la población está —y tiene que estar— mal repartida. Bien se vio cuando aquel disparate de los términos municipales. Donde no envilecía el salario la concurrencia de los asalariados forasteros, sino la vileza de las tierras de éstos. “El español es tan sobrio…”, se dice. ¡A la fuerza! Cuando empezaron a hacerse caminos en Las Hurdes, algunos de los que las conocíamos dijimos: “¡Gracias a Dios! Así saldrán de ellas los hurdanos y se convertirán en desierto de breñas y canchales y, a lo sumo, en bosques…” Pero parece que no, sino que allí siguen viviendo de un alivio de hambre sociológica entretenida. ¡Tira tanto la cima de roca desnuda! Y así se dan emigrantes en la propia tierra natal, desterrados hijos de Eva.
Sé bien lo que se opone a este modo de considerar las cosas. Conozco las leyendas que corren. Y cómo eso que llaman economía política no deja ver la economía natural. Justicia —la de León XIII—, dignidad de existencia —la de la Constitución—, envilecimiento del salario —el nuevo delito— y todo lo demás de la cantata del hambre sociológica… ¿Y si la injusta, y la indigna, y la vil fuese la Naturaleza, a que el clarividente, y sincero, y veraz Leopardi llamó “madre en el parto, en el querer madrastra”?
Hemos de volver sobre esto; pero, en resolución, hay que decir que a muchos de los que se quejan de salarios de hambre, trabajadores de la clase de asalariados, si se les entregaran las tierras que a salario labran para que, como trabajadores libres, las labrasen por su cuenta, no les sacarían sino renta también de hambre… sociológica. Y no estaría de más que sus monitores estudiaran bien “La ley de la renta”, de Ricardo, y “La ley de la población”, de Malthus.
Ahora no vendría mal añadir algo sobre el problema del paro y la paradoja de querer consumir para la producción, en vez de producir para el consumo; mas esto exige más espacio. Y, sobre todo, si no se le deja al pobre pueblo, que sueña hambre —y si la sueña, la siente y la padece—, que sueñe un régimen social de justicia, y de dignidad, y de igualdad, y de emancipación social, ¿qué consuelo va a dejársele? ¿Y cómo se obstinaría en vivir donde no cabe vivir dignamente y en no repartirse en el regazo de la madrastra tierra patria de modo que quedase desierto lo que sólo para desierto sirve? ¡Ay!, acaso sea mejor tratar de engañarse sociológicamente para poder engañar a los justamente quejosos. Y que se consuelen echando la culpa al hombre de lo que el hombre no la tiene.
¿Masonería?
Ahora (Madrid), 21 de febrero de 1936
Cada día recibe uno nuevas muestras de la triste deficiencia —que llega a enajenación— mental colectiva que está asolando al mundo civilizado europeo y en que se ve también arrastrada nuestra pobre Patria. Ahora me escribe desde Berlín un doctor —por el apellido, de origen holandés— que está desde hace diez años dedicado a la edición alemana de las obras de Blasco Ibáñez, de quien fue amigo. Me habla en su carta de maquinaciones para conseguir que se prohíba esa edición con pretexto de que Blasco Ibáñez fue francmasón, ya que en Alemania —me dice el doctor— se han hecho cerrar las logias. Y me pregunta si sé si Blasco fue o no masón. Le he contestado que jamás oí ni que lo fuera ni que no lo fuera; que a él jamás le oí hablar de masonería y que éste es asunto que nunca me ha importado un pitoche. No soy supersticioso ni creo en endriagos, brujos y duendes. De lo que sí presumía Blasco era de tener alguna sangre judía; pero ésta es otra superstición por ambas partes: la de los semitistas y la de los antisemitas. Y le envío al doctor alemán mi condolencia por tener que vivir en medio de un pueblo atacado de tan grave morbo.
Estando últimamente en Portugal pude enterarme de que el Gobierno del flamante Estado Nuevo exige a los funcionarios públicos la declaración de que ni son ni se harán masones. Sentí, al saberlo, una honda lástima por ese nobilísimo y pacientísimo pueblo portugués —al que tanto debo—, que tiene que soportar semejantes atentados gubernativos contra la dignidad humana. Porque ¿quién ha definido lo que la masonería sea? ¿Se trata de una Asociación o de una doctrina? Por mi parte, no he logrado darme cuenta de ésta. Alguien me ha dicho que debo saberlo, pues pertenecí a la Liga Internacional de los Derechos del Hombre —hasta presidí la sección española—, que es, me aseguran, una especie de Orden Tercera de la masonería. Puede ser, pero el caso es que jamás he logrado penetrar —ni lo he intentado— esos apocalípticos secretos de las logias; y en cuanto a su doctrina, jamás la he entendido ni me ha interesado. En París acudí a casa de madame Menard d’Orian, donde eran las reuniones de la Liga —también acudía allá don Santiago Alba, y entre los extranjeros, Witti— y donde se respiraba ambiente masónico; pero salí de ella tan poco instruido como entré.
Y muchas veces me he echado a pensar qué es lo que entenderán por masonismo los que con tanto ardor lo execran. Distínguense entre éstos los jesuitas; pero consabido es que los jesuitas se distinguen —a pesar de la leyenda en contrario— por no saber enterarse de las doctrinas contra que combaten. Acaso por no poder enterarse de ellas. Porque lo que es a deficiencia mental… Bueno, ¡adelante!
Acabo de volver a leer la “Advertencia preliminar” que don Marcelino Menéndez y Pelayo le puso a la excelentísima traducción que del Libro de Job hizo don Francisco Javier Caminero y Muñoz, obispo de León, y en la que hablaba de “los grandes intereses de la ciencia católica, hoy más comprometida en España, que por la audacia de sus enemigos, por la torpeza, desmaño e incurable ceguedad de sus defensores”. Y aludía a los que “disputaban prolija y fastidiosamente sobre temas tan interesantes y de tanta profundidad filosófica como el de el liberalismo es pecado o el de el libre cambio en sus relaciones con el catolicismo”. Esto escribía mi don Marcelino hace precisamente cuarenta y cuatro años, en febrero de 1892, y la irónica censura sigue siendo de actualidad. Pues han vuelto las insensatas tonterías del “áureo librito” —así lo llamaban entonces— El liberalismo es pecado, del doctor don Félix Sardá y Salvany, que por aquellos años me regocijaba como en mi niñez el Bertoldo, Bertoldino у Cacaseno. Y pensando en ello he venido a parar en que lo que llaman ahora masonería esos pobres mentecatos es ni más ni menos que el liberalismo. Sólo que éste sin secretos, ni ritos, ni ceremonias, ni símbolos, ni liturgia de ninguna clase.
Y contra este liberalismo, que es, como dijo don Antonio Maura, el derecho de gentes moderno; contra este liberalismo, que es la civilización internacional, se están conjurando las dos Internacionales anti-liberales, las de las dos dictaduras: la fajista y la comunista. Ambas coinciden en execrar de la libertad y de la individualidad, ambas en combatir a la democracia. Para sustituirla por una “memocracia”.
Ahora, con motivo de las elecciones —escribo esto en vísperas de ellas— están los memos lanzando contra ciertos candidatos el mote de masón. Y ni esos memos ni los que los aleccionan saben jota de la masonería. Ni del liberalismo. Da pena leer las sandeces que se pegan con engrudo en las paredes públicas. Son gritos de abyección demental.
Dentro de pocos días, en los mismos de las elecciones, del choque de las dos dementalidades internacionales traducidas a nuestro castellano —deshaciéndolo—, el que esto escribe saldrá para Inglaterra, y en Oxford se esforzará por dar a conocer algo del alma de su pueblo, no contaminado aún por esa asoladora epidemia. Y quiera Dios que al volver a mi Patria la encuentre más aliviada del pecado, no de liberalismo, sino de inconciencia civil.
Tempestades, revoluciones y recursos
Ahora (Madrid), 26 de febrero de 1936
“Time writes no wrinkle on thine azure brow.”
Lord Byron, Childe Harold’s Pilgrimage (IV, 182).
Vuelta a leer —a oír— aquel estupendo canto al “oscuro azul océano” con que termina la Peregrinación de Childe Harold, de lord Byron, el poeta que se ensimismó la mar. La estrofa 182 del canto IV —y último— le dice al océano: “Incambiable salvo al salvaje juego de tus olas; el tiempo no traza arrugas en tu frente azul; ruedas ahora tal como te vio el alba de la creación.” Y la siguiente estrofa, la 183, reza así —y perdón por tener que traducirla en prosa—: “Glorioso espejo en que la forma del Todopoderoso se refleja en tempestades; en todo tiempo, tranquilo o revuelto, en todo tiempo —brisa, temporal, galerna—, helando el Polo o alzándote sombrío en clima tórrido, sin lindes ni términos, sublime; imagen de eternidad, trono del Invisible, de tu légamo se hicieron los monstruos del profundo; cada zona te obedece; tú sigues, terrible, insondable, solo.”
Contemplando una tremenda tempestad marina desde un abrigo de la costa, en tierra firme, en un promontorio al que baten las olas enfurecidas, se siente cuanto cantó el poeta de la mar, que se ha tragado imperios. Pero vuelve la calma, se serena el espejo del Todopoderoso y refleja el rostro de éste: la estrellada. Y se ve que ni los siglos ni sus tempestades han dejado arruga en su frente azul. Y uno, echándose a meditar, piensa que las honduras del océano, que sus profundidades, las que alimentan su vida, las del légamo de que surgieron monstruos antediluvianos, no han sentido el paso de esas galernas, de esas tormentas y tempestades. Y que esas honduras son la esencia de él, son la raíz de su continuidad. Y se recuerda aquellas palabras que otro altísimo poeta, el autor del Libro de Job, pone en boca del Señor, de Jehová, a quien le hace decir: “¿Quién cerró con diques la mar cuando, impetuosa, se salía de madre? Al ponerle yo las nubes por vestido y al nublado por pañales suyos; cuando le imponía yo mi ley y le ponía puertas y cerrojos; y díjele: Hasta aquí vendrás v no pasarás, y aquí se romperá la soberbia de tus olas” (XXXVIII, 8-11).
Así en la mar del espíritu humano, así en la Historia. No dejan arruga en ella las revoluciones. Pasan con los siglos, y la entraña de la humanidad —y de la humanización— sigue terrible, insondable y sola. Pese a nuestros ensueños de progreso y de civilización.
Estas reflexiones o, mejor, estas meditaciones —poéticas si se quiere— se las hace uno a solas cuando desde una celda de solitario —atalaya en promontorio costero del espíritu— contempla una de estas sacudidas del alma popular a que hemos dado en llamar revoluciones. Y piensa en los hombres y en los pueblos que podríamos llamar, en cierto sentido, submarinos, los que viven muy por debajo de esas olas agitadas. Los que son la raíz de la continuidad humana —de la humanidad continua— de la Historia. Y se echa uno a meditar en la esencia inalterable de esa humanidad, que hace ya bastantes años llamé, en uno de mis primeros ensayos —En torno al casticismo—, intra-histórica.
¿Progreso? Sí, superficial y en lo pasadero, no en las honduras. Y aun ese progreso, avanzando de pronto, como en salto —o mejor, en sobresalto—, cien pasos para tener que arredrarse después noventa y nueve y no haber ganado sino uno solo —¡y menos mal!—, y volver luego, tras lento caminar, a marcha de caracol cargado con su casa, a dar otro salto de otros cien pasos y otra vez a retroceder noventa y nueve, y… así arreo… Y llega, tras una y otra revolución, tras uno y otro salto —o sobresalto— en que, de mil pasos hacia adelante, sólo se han ganado diez, uno de esos que Vico, en su Ciencia nueva, llamó “recorsi”, esto es, recursos. ¿Reacciones? ¿Retrocesos? ¿Retrogradaciones? Más bien encalmamientos. O acaso sumersiones en las honduras de la mar de la Historia. Tal lo que hemos dado en llamar la Edad Media, tiempo, según los papanatas, de oscuridad y de barbarie. ¡Hay que oír lo que los pobretes entienden por feudalismo, por ejemplo! Tiempo en que la civilidad europea descansó digiriendo la cultura de la antigüedad grecorromana y de la judaica y aun de la índica. Y así pudo venir el recurso del Renacimiento.
Ahora se da en decir que estamos abocados a una especie de nueva Edad Media. Y el caso es que muchas de las supuestas formas nuevas de civilidad no son sino como un trasunto de estructuras medievales. Y así como se perdieron u olvidaron adelantos grecorromanos, así se perderán u olvidarán no pocos de estos adelantos —sobre todo, de los técnicos y mecánicos— de que se envanecen los detractores de la Edad Media. Hay quien cree que en un nuevo medievalismo se restaurará el proletariado. Y en un nuevo régimen de gremios, y de comunidades, y de corporaciones. En el fondo, así pensaba Joaquín Costa.
Y, puesto uno a cavilar, se dice: “¿Y en religión?” Porque esto es lo más profundo, lo más hondo de la mar de la Historia humana. Que hasta el fondo del océano llega el reflejo de la estrellada. ¿Es que el comunismo moscovita —en su mayor parte asiático— no contiene el germen de una religión —si no nueva, renovada—, de un recurso religioso, aunque sea ateo? Pues consabido es que el budismo es una religión sin Dios. Y sin otra vida ultramundana, eterna, que el nirvana, el inacabable sueño sin ensueños. Que es también, a su modo, un recurso.
Con estas meditaciones se abroquela uno para resistir los embates de esas revoluciones y de sus contrarrevoluciones. “Y en tanto el globo sin cesar navega por el piélago inmenso del vacío”, que dijo nuestro poeta, que no era ni un lord Byron ni menos un autor del libro de Job.
La justicia de Job
Ahora (Madrid), 28 de febrero de 1936
A seguir las huellas de las rachas que siguen. Y a comentarlas en comentario lento, continuo e insistente. A recalcar y remachar. Rachas… ¿De qué? ¿De crímenes? Es término que no me gusta. Más bien de actos de desesperación, de estallidos de conciencias dolientes —mental y moralmente— que se deshacen. Y luego se nos vienen clasificando esos…, llamémoslos delitos pasionales, sociales y… vulgares. Se habla de crimen pasional, de crimen social y de crimen vulgar. Matar por celos es pasional; matar por contraste de ideologías políticas —de lo que se llama así— es social; social también es robar para nutrir el caudal del partido. ¿Y qué es lo que resta para lo vulgar, para la vulgaridad? ¿Acaso matar por matar y robar por robar? ¿Acaso hacerlo por móviles puramente personales? Y, sin embargo, la pasionalidad en los unos casos y la socialidad en los otros, no suelen ser sino disfraz de vulgaridad. Y ni hay porqué la pasionalidad y la socialidad sean declaradas circunstancias atenuantes o acaso eximentes. Se ha dicho que en tiempos de guerra los homicidios y asesinatos vulgares disminuyen. ¡Claro! Los criminales hallan salida gloriosa a sus instintos. Como en tiempos de revolución.
Hay, sin duda, una íntima relación entre la criminalidad pasional, social o vulgar y la violencia que se desencadena en las luchas políticas de nuestra guerra civil. Verdad es que político y civil quieren decir lo mismo, pues “polis” (“civitas”) es la ciudad, y “politis” (“cives”) es el ciudadano. Hijas gemelas las dos: la criminalidad —pasional, social o vulgar— y la ferocidad de la guerra civil política, hijas gemelas de una misma enfermedad mental. Que es la civilización mal digerida; el empacho de civilización atascada.
“La política no tiene entrañas” —se dice a menudo para excusar verdaderos crímenes vulgares. Y cuando se dice eso suele querer decirse que la política tiene malas entrañas. Algunas veces en que he execrado medidas de esas que llaman de gobierno —de defensa del régimen, sea el que fuere éste—, a las claras injustas, se me ha solido responder que no se trataba de justicia, sino de política. Y alguno, que se creía discípulo de Maquiavelo y exaltador de eso que se llama eficacia, ha solido decirme: “Aquí no se trata de justicia; eso de la justicia responde a un criterio liberaloide”. Esto de “liberaloide” lo han empezado a poner en moda los que ni sienten la libertad ni saben lo que fue y sigue siendo y volverá a ser el liberalismo al que tanto odian los pasionales, los sociales y los vulgares… Cuando no tachan de anarquistas o anarquizantes a los espíritus liberales. Tristes resultados de este empacho de civilización mal digerida que amenaza ahogar la individualidad, la santa individualidad. Cuando, esclavos de la masa, los miembros de ésta —que cachos más bien— no sienten sus propias libertad e individualidad, no sienten la justicia. Que consiste en dar a cada cual lo suyo: “suum cuique toi buere”. “Cuique”, de “quisque”, a cada uno, a cada quisque.
Y en esta sima de abyección mental y moral no se sabe esperar. ¡Esperar! ¡Esperanza! La fe es la raíz de la ciencia del saber —razón es creer lo que vemos—; la caridad es la raíz de la moral; pero la raíz de la religión es la esperanza. Esperar aun sin fe; esperar hasta lo absurdo, lo imposible. Fue la virtud teologal de Job, el varón de Hus, el que primero pidió que pereciera el día en que nació y la noche en que se dijo: “Varón fue concebido”, y que aquella noche no se contara entre los días del año —no viviera en la historia—; el que se lamentó de que le hubieran mecido rodillas y dado pechos a mamar, en vez de dejarle descansar muerte —antes de nacido— como aborto clandestino, como los niños que no vieron la luz. Y luego hombre de paciencia, de esperanza, después de haber disputado con Jehová, cuyo leve susurro oyó cuando Él pasaba invisible metiéndole pavor y temblor que le hizo estremecer los huesos todos, y escuchó su silencio y voz, su voz silenciosa. Del Señor que una vez habla y no se le ve más (ХХХШ 14), y se divierte en probar a los inocentes (IX 23). Y aquel varón justo, después de soltar al Cielo sus quejas inmortales esperó justicia.
¡Esperar justicia! No la esperan los que meditan desquite y represalia. Elihú, el buzita, el último de los reprensores de Job, le decía a éste: “¿Qué mal le haces (a Jehová) si pecas; y si multiplicas tus delitos, en qué le dañas? ¿Y si fueres justo, qué le vas a dar? ¿Qué fruto sacará de tu mano?” (XXXV 6 y 7). Era un político que no creía ni en la justicia ni en la esperanza.
Bien sé que el lector de estas amargas reflexiones se preguntará por la seguida que las enlaza y anuda, por la pista de las huellas de las rachas de crímenes de que empecé diciendo. Pues bien; el que sólo sea capaz de seguirlas por A. B. C, a, b, c, y 1.º, 2.º, 3.º, ése no siente toda la pesadumbre ilógica de este ambiente de pasionalidad, socialidad y vulgaridad.
Salud mental del pueblo
Ahora (Madrid), 6 de marzo de 1936
Vamos despacio. ¡Qué triste tarea la de tener que hablar —¡es el oficio!— a un público donde tanto abundan los puntillosos y recelosos y los resentidos! Enfermedades éstas —el puntillo o quisquilla, el recelo y el resentimiento— tan esparcidas por nuestro pueblo español y que producen el otro morbo espiritual nacional, aquel de que tanto trató Quevedo y que no me place volver ahora a nombrarlo. Traería su nombre mala sombra. El más ligero roce levanta roncha. Son enfermedades mentales que me meten miedo. Se da el caso de que reciba cartas de sujetos —¡y tan sujetos!— a quienes no conozco, dándose por aludidos personalmente en algo de lo que escribo. O de algún joven escritor cuyos escritos no conozco —ni por el forro—, y que se me pone a defender lo que no he tenido en cuenta. Y si cayera yo en la flaqueza de decirles que los desconozco, ¡Dios me ayude a sentir! ¿No habéis observado la mirada recelosa de quien al mirarle vosotros —¡triste cruce de ojeadas!— siente como si le estuvieseis oyendo lo que piensa, lo que se dice callandito a sí mismo? Porque hay miradas que desnudan al mirado.
Agréguese otra fatalidad, y es la de que con la mayor extensión —aunque no mayor intensidad— que alcanza el alfabetismo, la instrucción primaria, aumenta el número de los que en Francia llaman “primarios”, y aquí podríamos llamar bachilleres los de vagas nociones dispersas. Los que apenas si han digerido lo elemental, que es lo fundamental. Los que le piden a uno que les explique lo que ha sido mil veces explicado y harto muy bien. Los que le preguntan a uno lo que pueden encontrar en cualquier manualete o en cualquier enciclopedia popular. ¡Las cosas que le preguntarían a aquel benemérito Sbarbi, el de El averiguador universal!
Cuando he leído estudios dirigidos a probar que si se distribuyese por igual la riqueza pública, mucha o poca, todos resultaríamos más pobres —en analogía a lo que en energética física se llama la entropía (véase un manual cualquiera)—, he pensado que cuanto se extiende y se reparte más la ilustración media— que no es, de por sí, cultura—, las gentes se hacen no ya sólo más ignorantes, sino más incomprensivas y menos entendidas e inteligentes. ¿Quién duda de que las obras de vulgarización contribuyen, por lo general, al avulgaramiento del saber y a su degeneración?
Decía el doctor Simarro que España es acaso la nación en que en las Academias científicas se reciben más memorias sobre el movimiento continuo, la cuadratura del círculo y cosas así. No sé si ello sea verdad, pero sí he de agregar que me espanta —así, me espanta— el número de sujetos que se ponen aquí a descubrir mediterráneos y a andar propagando nociones o noticias que casi todo el mundo —incluso aquí— conoce, aunque, como es natural, no se esté a cada paso intentando dárselos a conocer a los otros. “Cada maestrillo su librillo”, reza el refrán, y luego resulta que todos los maestrillos tienen un solo y mismo librillo. O cartilla. “Yo en esto tengo una opinión propia”, os dice alguien que presume de hereje, y os sale con la opinión de casi todo el mundo. ¡Y si al menos se la apropiara de verdad…!
Ese fantástico fantaseador mejicano (sin x) que es Vasconcelos, el de la raza cósmica, salió una vez criticando el Diccionario oficial de la Lengua Castellana por estar lleno de palabras arcaicas —que por lo común no lo son sino en ciertas regiones— y castizas, en vez de estar abarrotado y atiborrado de términos técnicos, de neologismos científicos de física, química, biología, zoología, sociología y demás logías. Neologismos que además cambian y se renuevan a cada paso. ¡Aviados habríamos de quedar si se hiciesen con tal criterio los Diccionarios!
El aumento del caudal de nociones y conocimientos científicos, de descubrimientos tales y de sus cambios, es tal, que las gentes no tienen tiempo de digerirlo. Mucho del desequilibrio mental de hoy, de la neurastenia colectiva —que a veces llega a locura—, se debe a que el ritmo del progreso técnico y científico va mucho más de prisa que el ritmo de nuestro espíritu. Apenas si la inmensa mayoría del pueblo de las naciones que tenemos por cultas ha digerido la revolución copernicana, se ha dado cuenta que la posición de la Tierra en nuestro sistema estelar, y luego otras revoluciones, como la darwiniana, y ya empiezan a sacudimos los fundamentos de la razón —que consiste en creer lo que vemos— nuevas revoluciones. Añádase que la Prensa, el radio, el cine, la aviación y todo lo demás por el estilo nos están atosigando el asiento de la balumba de nuestros nuevos conocimientos. Y hasta hay quien se devana los sesos para entender las teorías de la relatividad de Einstein y otros.
Y menos mal que todavía en algún remoto y recóndito villorrio serrano, por donde apenas si pasa un auto, se pueda encontrar algún pensador rural que conserve una visión juiciosa, serena y honda de la historia. De la historia que le rodea, en la que vive y de la que vive, y que es para él una verdadera historia universal. En ella, en la de su lugar, ve y siente la de todos los lugares y todos los tiempos. Hay quien hablando de estos hombres dice que no conocen sus males, cuando los que no los conocen suelen ser los que van a descubrírselos. Y menos conocen sus bienes. Es que no cogen el buen camino para llegar a ellos.
Pensadores rurales que piensan la historia íntima de su pueblo a través del lenguaje, del hablar, que es para ellos algo vivo. Su filosofía es la de Sancho Panza, una filosofía de refranero, sentenciosa. El valor de los refranes estriba no en su contenido, sino en su continente, en su forma, que es su verdadero fondo. ¿Qué hicieron los famosos y leyendarios siete sabios de Grecia sino acuñar cada uno de ellos una sentencia, dar forma, expresión eterna a un pensamiento que empezó siendo acaso una paradoja para convertirse en un lugar común? ¿Qué es una palabra viva hablada sino una metáfora a presión de siglos históricos? ¿Y cómo se enriquece un idioma sino con nuevas metáforas, con nuevas relaciones entre imágenes vivas? De donde para desentrañar la sabiduría popular estribada en el lenguaje no hay sino llegar al tuétano de él.
Romancear los nuevos descubrimientos, acuñarlos en romance, es hacer carne la sabiduría. Cuando el lenguaje corriente de los bachilleres, de los primarios, abunda en latín indigesto, en vocablos cultos no bien digeridos, no romanceados, ese lenguaje resulta reumático. Y reumático el pensamiento de los que lo piensan. Una lengua enferma y un pensamiento, por lo mismo, enfermo. El habla de Don Quijote era más enferma que el habla de Sancho, y cuando aquél le corregía los vocablos a éste, era éste, Sancho, el que iba mejor encaminado.
He venido a parar a esto del lenguaje por ser mi preocupación. Por creer que muchas de nuestras molestias mentales, entre ellas el puntillo, el recelo, el resentimiento, y la otra, se curarán en gran parte cuando aprendamos a pensar y sentir en el romance vivo de nuestros filósofos rurales. Y al mirarlos, vestirlos de nuestra admiración.
Paréntesis lingüístico. Grafías, logías y cracías
Ahora (Madrid), 11 de marzo de 1936
Lo que a muchos se les antoja no ser más que juegos de palabras suelen ser más bien juegos de ideas. Y el juego de ideas es idear, es pensar. Con palabras se piensa. En rigor la llamada filosofía se reduce, las más de las veces, a filología. Tenía razón el Mago del Norte, Hamann, cuando en su Metacrítica se lo recordaba a Kant. Y entre nosotros, en nuestra España, los dos acaso mayores jugadores de palabras, Quevedo y Gracián, ¿no fueron los dos acaso mayores jugadores de conceptos, conceptistas, y los más amargos y penetrantes? Uno y otro, al meter el bisturí de su ingenio en las entrañas de nuestra lengua, lo metieron en las entrañas del alma española.
Ahora voy aquí a disertar brevemente acerca de unos términos técnicos —científicos— que hemos tomado de la lengua griega; acerca de unos compuestos que se han hecho de uso corriente. Se trata de las parejas de -grafía y -logia. A las que se puede añadir un terno, y es el de -cracía. Vayamos por ejemplos.
Todo bachiller que se crea algo instruido se figura saber la diferencia que va de biografía a biología y de geografía a geología, de cosmografía a cosmología y que la -logia es algo más elevado, más fundamental, más filosófico que la -grafía. Que las -grafías —biografía, geografía, cosmografía, etc.—, son algo descriptivo, clasificativo, histórico, mientras que las -logias —biologías, geología, cosmología…— son algo explicativo y filosófico. Y, sin embargo…
Sin embargo, la historia es más fundamental, más explicativa, que la filosofía. El que sepa contar —como se cuenta un cuento, una historia— cómo se desarrolla un embrión —¡cómo!—; el que sepa hacer embriología. Y en cuanto a la biografía, a narrar el desarrollo de la vida espiritual de un hombre concreto, de carne, hueso y sangre, de un individuo; el que eso sepa, sabe más biología que el que nos entretiene con elucubraciones respecto a lo que es la vida en sí. La vida en sí, que no es nada fuera de la vida en un viviente individual y concreto. Y al que os diga que la geología es algo más científico que la geografía, decidle que ésta, la geografía —sobre todo la llamada geografía humana—, es lo profundamente filosófico. Y a la vez filológico. Y ahí tenemos la sociología; esta disciplina —y tan disciplina para manos disciplinantes—, ¿no estaría mejor basada en sociografía? Que es lo que llamamos demografía, como a aquélla se la llamaría mejor llamándola demología.
Y he aquí que al llegar a esto de demografía y demología (sociología) se nos atraviesa otro término obsesionante, cual es la democracia. Demografía, descripción del pueblo; demología, explicación del pueblo; democracia, dominio o poder del pueblo. Y se nos viene otra pareja análoga, cual es la de teología y teocracia. Fue la teocracia, o sea el poder o gobierno de Dios, o, mejor, de sus supuestos representantes o ministros del sacerdocio, lo que fraguó, como doctrina en que sustentarse, la teología o ciencia de lo divino, ¿o fue esta ciencia, esta disciplina —¡y tan disciplina!— lo que dio origen a la teocracia? ¿Salió la práctica de la teoría o salió la teoría de la práctica? Y nótese que junto a la teocracia y teología nos falta otro término, cual es el de teografía. Teografía, conocimiento de la historia de la creencia en la divinidad. O sea, historia del origen y desarrollo de la creencia en Dios entre los hombres. Mas dejando esto —que es harto espinoso— por ahora y aquí, ¿es que la democracia ha llegado a formar una demología, una doctrina del pueblo? ¿Es que siquiera los demócratas tienen del Pueblo —escribámoslo con mayúscula— una noción más clara y más precisa que la que de Dios tienen los teócratas? ¿Es que la expresión “soberanía popular” nos es más definida —y definitiva— que la expresión “derecho divino” de las autoridades? (No sólo de los reyes, pues dice el apóstol que toda autoridad viene de Dios.) La demografía —en que culminó Malthus— nos ha dado la base más firme de la demología (sociología), y ésta es la de la democracia.
Y viniendo al segundo elemento de estas tres especies de compuestos tenemos “cracía”, que es poder; “grafía”, que es propiamente descripción, de describir (en griego, grafein) y “logía”, expresión de “legein”, expresar, decir, hablar. La “cracía” dice a la mano o al manejo, a la acción; la “grafía” dice a la escritura, a la visión, o sea a la idea —idea es visión—, y la “logía” dice a la voz, a la palabra. Y así la democracia nos enseña el manejo del pueblo —casi siempre inmanejable—, la demografía nos da una visión del pueblo —mediante las casi siempre engañosas estadísticas—, y la que llamo aquí demología, la expresión de nuestro sentimiento del pueblo mismo. Aunque en rigor este sentimiento no se logra si no con el conocimiento de su historia. ¿O es que alguien puede creer que esa quisicosa que llaman derecho político es algo que se sostiene como no sea en la historia del pueblo? Y no digo historia política, porque toda historia humana lo es. Eso de hablar de historia de la civilización es una redundancia.
Claro está que con estas ligeras apuntaciones sobre las “grafías”, las “logías” (acentúese en la i, no vaya a tomárseles por logias masónicas) y las “cracias”, no he querido sino sugerir al lector la riqueza de matices que se adquiere tratando lingüísticamente ciertos conceptos. Y respecto a las “cracias” tengo que añadir que, acentuando a la griega y no a la latina, se diria “cracía”, con el acento en la í. Pues así como en griego era y es teología y no “theológia” (acento en la segunda o), como en latín, así decían y siguen diciendo “democratía”, “teocratía”, “aristocratía”, como dicen “demagogía” —al igual que pedagogía— y no demagogia. En el griego actual, en el romaico “democratía” equivale a república. Así como dicen telégrama, esdrújulo, que es como lo vengo diciendo y escribiendo desde niño, y sin responder de correcciones del tipógrafo. Ni en este ni en otros casos. Lo mismo ocurre con kilógramo -—que estaría mejor “quilógramo”, sin esa intrusa k—, esdrújulo en griego, que esdrújulo aprendí a decirlo y escribirlo y así continúo. Sin hacer caso de esas pedantescas innovaciones que introdujo un cierto académico, ex-jesuita, amigo y tocayo mío que fue, que se empeñó en acentuar a la latina, y no a la griega, palabras de origen griego. Y menos mal que no logró meternos la hache de “harmonía” Y basta de ortografía y de prosodia (en griego hoy “prosodía”, que, según algunos tratadistas, forma parte de la ortología. Ganas de complicar.
Cine sonoro revolucionario
Ahora (Madrid), 17 de marzo de 1936
Estamos condenados, pobres escritores públicos, publicistas, a repetir arreo las mismas cosas. Y menos mal si, en fuerza de repetirlas, acabamos por darnos cuenta cabal de ellas. Y para ser honrados en nuestra profesión —mejor, misión—, a enfrentamos con los unos y con los otros, esforzándonos a que se conozcan entre sí, éstos con aquéllos. Decíanme una vez que cuando me encaro con uno de derecha —él se lo cree así— me pongo en izquierda, y cuando con uno a quien se le antoja ser de izquierda me pongo en derecha. Y hube de responder que eso es al principio; pero muy pronto tengo que cambiar de posición, cara a ellos, y ponerme del lado a que creen pertenecer para enseñarles a defenderse, pues no lo saben. Para descubrirles la razón a que creen servir. Que no la conocen. Y no la conocen por falta del don de expresión.
Esto de la expresión es uno de mis temas favoritos, el más favorito de mis temas. Es lo distintivamente humano. Cuando oigo decir de alguien que tiene una idea de algo, pero no sabe expresarla, replico al punto que falso. Si no sabe expresarla, no tiene, en rigor, tal idea, y si no tiene idea, tampoco, en rigor, tiene cabal y humano sentido de la cosa, no la siente.
Porque hay el sentido —y, en cierto modo, sentimiento—, hay la idea, la visión, y hay la expresión, la palabra, el son. ¿Sentir? Sea, por ejemplo, un mal de muelas. Es un dolor que adquiere sentido cuando logramos localizarlo en las muelas. “¿Qué es lo que me duele, madre, que no sé dónde me duele?” Cuando se halla el donde del dolor, su lugar en el cuerpo, se adquiere una cierta visión, una cierta idea del dolor. Y así como hay no pocos enfermos que no saben dónde les duele, así en el cuerpo social, en la comunidad humana, los pueblos suelen ignorar dónde les duele cuando les duele. Y se siente humanamente, con sentido —más que con sentimiento—, cuando se acierta a localizar el dolor. Cosa a que rara vez llegan los resentidos, sean hombres, sean pueblos.
Mas no basta con la idea, con la visión —que se fija en el espacio—, sino que para fijarla bien, para razonarla, es menester saber expresarla. Y la expresión, la palabra, el son, pone la idea en tiempo, en desarrollo. El son, la palabra, la expresión, es el que concientiza, espiritualiza, humaniza lo animal que hay en el ser humano. Y un pueblo, cuando halla expresión al mal de que sufre su cuerpo social, descubre la raíz de su dolor. Su lugar y su sentido.
¡El sentido, la visión —idea— y el son o palabra! Y la tragedia de sus relaciones mutuas. Algunas veces, en mis ensueños del alba del despertar, he soñado en un sordo, un hombre sin sentido del son, que guía a un ciego, a un hombre sin sentido de la visión, y en cómo puedan entenderse. O mejor aún, en un ciego casado con una sorda o en un sordo casado con una ciega y de viaje por la vida. ¿Con qué sentido se entiende esa pareja? Y más si suponemos que el sordo —o la sorda— es a la vez mudo de expresión oral articulada. Lo que salva la tragedia es el sentido del tacto, el más radical, el más hondo, el más vital. El que da realidad verdadera, tangible, de cosa que se toca, al mundo.
El “cine” de visión y aun el “cine” de son, el “cine” sonoro, nos están arrebatando el toque del mundo, el contacto íntimo con él. Nos están imbuyendo, sin que nos demos de ello clara cuenta, el sentido —o mejor, el contrasentido— de la irrealidad del mundo. Acabamos por sentirnos como entre fantasmas. Y fantasmas nosotros mismos. De un ante-sueño —expectación— pasamos a un tras-sueño —a una desilusión—. Y esos fantasmas se nos aparecen como almas desencarnadas, como almas en pena. Y no pocas veces como malditas ánimas de la historia que pasa. La historia que estamos pasando, la historia que estamos viviendo, que estamos haciendo, se nos presenta como irrealidad de sueño. Este “cine” sonoro de la que llaman revolución ¿qué es? Y el brutal toque, el choque, el tiro que mata a uno, parece reducirse a una visión y a un son —el estampido— de película.
Venía yo hace poco en “auto” a Madrid de una ciudad castellana, donde hubo la inevitable manifestación de chiquillos y algunos mayores, de ambos sexos unos y otros, con sus estandartes rojos, y en ellos, empresas y emblemas. Una manifestación de “cine” sonoro. Y al venir luego por la carretera cruzamos con grupos de mozos, con sus pañuelos rojos al cuello, que al vernos nos saludaban alzando el brazo diestro y haciéndonos el puño. En general, festivamente. Sólo alguno nos llamó bribones y sirvergüenzas, que, pues íbamos en “auto”, habíamos de ser de los represores y explotadores.
¿Cuál es el sentido de este “cine” sonoro revolucionario?
Acción religiosa y acción política
Ahora (Madrid), 20 de marzo de 1936
Acabamos de leer la Carta Pastoral que el obispo de esta diócesis de Salamanca, Dr. D. Enrique Pla y Daniel, ha dirigido a sus diocesanos. Se titula Sentíos miembros vivos de la Iglesia y trata de la cooperación económica a las necesidades del Culto y Clero. Es un escrito de una serenidad y corrección, sin ningún exceso polémico, verdaderamente pastoral.
Parte del quinto de los llamados mandamientos de la Santa Madre Iglesia, el de “pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”. De cómo al suprimirse estos diezmos y primicias por decreto de 29 de julio de 1837 se sustituyeron éstos por el presupuesto de Culto y Clero, obligándose la Nación, en virtud del artículo 11 de la Constitución de 1837, a “mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles”. Hace notar cómo el verdadero ideal económico de la Iglesia no ha sido nunca “el depender del Presupuesto del Estado”. Cita un Catecismo que decía: “El quinto pagar diezmos y primicias o lo que a esto haya sido debidamente subrogado”. Y viene esta queja: “¿Puede, por tanto, sin ruindad de ánimo y raquitismo de corazón tomarse pie de los haberes pasivos (los concedidos en 1934 a los sacerdotes que en 1931 percibían dotación del Estado) para disminuir la suscripción en las diócesis donde no se había cubierto el antiguo Presupuesto de Culto y Clero?” Y esta queja transcurre a través de la Pastoral toda. Véase esto: “Por nuestra parte, ante los inconvenientes que en la práctica han surgido en las pocas parroquias de nuestra diócesis donde como sanción a los no suscriptores Pro Culto y Clero se les exigían derechos de Arancel doblados o más subidos, con esta misma fecha abolimos esta práctica”. Y esta observación: “Mirad; la supresión del Presupuesto del Culto y Clero ha venido en España después de haberse registrado ya en nuestras dos naciones vecinas y hermanas: Francia y Portugal, y en varias diócesis de estas naciones los fieles han suministrado a la Iglesia más de lo que le suministraba el antiguo Presupuesto del Estado y han podido construir nuevos y espléndidos Seminarios”. Lo que quiere decir que aquí, en España, no empieza a suceder lo mismo. ¿La causa?
Dice el señor obispo: “El desencadenamiento del laicismo y la persecución religiosa en España la ha permitido Dios Nuestro Señor para que despertasen tantos católicos durmientes para quienes en el orden práctico ser católico no era profesar y cumplir una ley de vida, sino poco más que haber sido bautizado en la infancia”. Y aquí creo poder hacer al señor obispo de esta diócesis una observación que no hace mucho le hice al señor obispo de Oviedo a propósito de una Circular sobre la manera de atraer al pueblo obrero a la Iglesia de que se ha apartado. Y es que ese pueblo no profesa ya la fe católica. Ni nuestro pueblo, ni el urbano, ni el campesino, la profesa desde hace mucho. Para él ser cristiano era estar registrado en la fe de bautismo, casarse por la Iglesia y enterrarse según su rito. Mas el registro civil, el matrimonio civil y el entierro civil como actos dentro de la comunidad civil han venido a demostrar que una gran parte, acaso la mayoría, de nuestro pueblo, de lo que se llama pueblo, de las clases populares, no es ya católica. Por lo que ha podido decirse que España ha dejado de ser católica. Y no ahora, después de la República, sino mucho antes. Y de aquí el que sea ahora difícil, dificilísimo, a la Iglesia Católica obtener los diezmos y primicias que fueron sustituidos por el presupuesto de Culto y Clero en 1837, en plena guerra civil entre liberales y carlistas.
Las clases populares, descatolizadas y hasta descristianizadas, no acuden a sostener un culto y un clero que no responden a sus actuales sentimientos religiosos, de los que los tengan. La religión popular, esto es, laica, se desentiende de ese culto y de ese clero. ¿Pero y las clases pudientes?, se dirá. ¿La aristocracia y la burguesía católicas? ¿Todas esas congregaciones y juntas de damas y de caballeros? ¿Todos esos de la llamada Acción Católica?
Es que a esos de la Acción Católica no les mueven, en general, sentimientos religiosos, sino resentimientos políticos. Es que para ellos la religión no es algo para consolar al pueblo y darle una esperanza trascendente, sino lo que llaman un freno para contener a las masas, un medio de conservar el orden de sus negocios. La Acción Católica se ha convertido en la Acción Popular, en la que la religión —o la religiosidad— apenas si juega para nada. El obispo de Oviedo creía poder atraer a los obreros que no creen en el credo católico con programas económicos-sociales y el obispo de Salamanca se lamenta de que el pueblo supuesto católico no acude lo bastante a sostener su culto y su clero. Y en tanto loa católicos pudientes y poderosos gastan —y malgastan— mucho más en la Acción Popular política que en la Acción Católica religiosa. Gastan más en subvencionar una campaña electoral desenfrenada y desaforada —“¡No pasarán!” “¡A por los trescientos!” “Estos son mis poderes”, y demás despropósitos —que en reedificar iglesias quemadas y tratar de convertir a los infieles. Religiosa y no políticamente. Y es que en el fondo, a esos pudientes y poderosos tampoco les animan fe ni esperanza ni caridad religiosas. Su Iglesia, como su Reino, no son sino de este mundo.
Ved lo de la catequesis o instrucción religiosa. Desde que se suprimió esta enseñanza en las escuelas nacionales el clero apenas se da maña para sustituirla debidamente. Dije una vez a una alta autoridad eclesiástica que aquella supresión sería beneficiosa para la Iglesia, pues obligaría a su clero a enseñar el catecismo —y para ello aprenderlo mejor, que buena falta le hace—; pero parece que me equivoqué. Acaso porque también para ese clero la enseñanza religiosa no es propiamente religiosa, sino política.
Los innatos sentimientos religiosos del pueblo, sus esperanzas trascendentes, van por otro camino que solían ir todavía en 1837. Otra religión, laica o sea popular, apunta en el pueblo. ¿Y en el fondo de ésta no alienta, acaso, el fondo de su antigua religión? ¿En el fondo de la fe religiosa del bolchevismo moscovita no alienta acaso la fe del pueblo ruso ortodoxo, que tan bien reflejó Dostoyevski?
Creo inútil advertir al lector que no sea un energúmeno de uno o de otro extremo que yo, por mi parte, en estas reflexiones de contemplación histórica dejo de lado mis propios sentimientos y concepciones religiosos y políticos, que harto los tengo expuestos frente a los que piden definiciones dogmáticas. ¡Es tan difícil hacerse entender en este manicomio suelto que es hoy España!
Ayer, hoy y mañana…
Ahora (Madrid), 27 de marzo de 1936
Vamos despacio, amiguito, que yo no tengo prisa. Aunque quiera metérmela el tiempo. Los viejos no tenemos prisa porque —y tómemelo a paradoja si quiere— sabemos esperar mejor que los jóvenes. Hemos aprendido a esperar; tenemos larga experiencia de la esperanza. Más de una vez me ha oído usted uno de esos aforismos que tanto se me reprochan y que dice que mis pasadas esperanzas de recuerdos se me han trocado —si no en todo, en gran parte— en recuerdos de esperanzas. Pero de estos recuerdos de esperanzas vivo, y ellos, los recuerdos, viviendo en mí, me enseñan a seguir esperando. Y recuerdo —¡todo es recordar!— aquello que leí en el libro de Las variedades de la experiencia religiosa, del psicólogo norteamericano William James, quien, comentando una estrofa terrible de un poema inglés —de uno de los tres Thompson más conocidos en la literatura inglesa—, estrofa en que se predica el suicidio, decía James: “Bueno, pero esperemos a mañana, a ver qué dicen los periódicos.” Vivir en la Historia —y aun revivir en ella— devorado por ella. A ver cómo acaba todo esto. Para empezar otra cosa. “¡Qué tiempos estamos viviendo!”, se oye decir.
Y eso que no nos damos, que no podemos darnos cuenta de lo que estamos viviendo. Saturno o, mejor, Cronos, el Tiempo, se traga a sus hijos sin darles tiempo a que se den cuenta de que son tragados y cómo. Cuando se sepa la historia contemporánea, la actual, la de hoy, de aquí a cien, a quinientos o a mil años, y los de entonces se enteren de cómo la estamos viendo sus actores, se asombrarán de nuestra ceguera. La historia narrada, la historiografía, es el relato de lo que los hombres soñaron que hacían; mas lo que había debajo del sueño sólo llegan a averiguarlo los descendientes de los soñadores, su posteridad, que, a su vez, sueñan lo que están haciendo. Por mi parte, e individualmente, ahora es cuando, a mis más de setenta y un años, empiezo a cobrar conciencia de lo que fue inconciencia de mi niñez, cuando sé lo que entonces ignoraba que me movía. Y así revivo mi niñez. ¿No estaba acaso en el fondo de ella mi vejez de ahora? Como en el fondo de mi vejez está mi niñez de entonces. Y esto es el sentimiento de la continuidad de la Historia.
¿No ha leído usted, amiguito, lo que aquel español del siglo V, que fue Pablo Orosio, escribió de la Historia, que le ceñía y apretaba —“tristezas del mundo” la llamó—, y no ha visto cómo fue narrando la agonía del mundo antiguo, de la antigüedad pagana, en que él, Orosio, agonizaba? Merece la pena de leerla. Parece un héroe que está transmitiendo a la posteridad la agonía de su heroísmo. Es como un telegrafista —de telégrafo sin hilos— de un gran trasatlántico que se está hundiendo y que para aplacar la desesperada congoja de sus compañeros, los tripulantes del navío, les va contando las noticias que va recibiendo y va trasmitiendo a los de fuera el relato del hundimiento de su navío. Es, sin duda, un consuelo. Es tan heroica su acción como la de aquel médico que al llegarle el trance de muerte reunió a sus discípulos en torno a su lecho y les fue explicando su agonía. “Así se muere”, les decía. Y ello recuerda el maravilloso diálogo platónico Fedón, en que Sócrates diserta, en la hora de su muerte, de la inmortalidad. De la inmortalidad en la Historia y en la conciencia universal.
Los pobres soñadores que se creen despiertos y, sobre todo, los pobres energúmenos o poseídos del dogma de su ensueño no llegan a comprender esta conciencia de la Historia. Que es el otro mundo. Hay que oírlos cuando se empeñan en que uno se defina y tome partido, se parta. Y hasta se desaforan cuando uno se esfuerza por penetrar el sentido y la razón de los contrapuestos pareceres de los combatientes de uno y de otro bando. Y es que los pobres siervos de la acción no se dan cabal cuenta del valor de la libertad en la contemplación.
¿Qué va a suceder aquí mañana? ¡Bah! ¡Si nos diéramos cuenta, razón y sentido de lo que está sucediendo hoy…! Por de pronto y de contado, no basta aguardar; hay que esperar y aguantar. Esperar no con espera o aguardo, sino con esperanza. Que hay quien aguarda o espera sin esperanza. La espera —aguardo— está en el tiempo; la esperanza, fuera de él. Lo que llamamos desesperado es algo peor: es un desesperanzado. La espera o aguardo es cosa de razón; la esperanza lo es de fe o es la fe misma. Y aquí, la tragedia.
Pero ¿quién va a dar sentido de la Historia eterna a esos que están quemando ídolos para erigir en otros nuevos, en fetiches venideros, sus restos carbonizados?
En la muerte de D. Hipólito R. Pinilla
El Adelanto (Salamanca), 31 de marzo de 1936
Al recibir, por telegrama, la noticia de la muerte de don Hipólito Rodríguez Pinilla, dos horas escasas después de ocurrida, sentí que se me iba otro pedazo de mi vida salmantina de cuarenta y cinco años. Y que me iba muriendo yo más. Porque él estaba estrechamente ligado a mi Salamanca, donde viví el tan mentado, simbólico, y ya legendario 1898, el de la generación así llamada. A la que él, don Hipólito, no perteneció en rigor.
Porque él era un epígono de la de 1868, la de la Revolución de Setiembre —la gloriosa— de que su padre, don Tomás, fue aquí reconocido patriarca. Y sus hijos, Hipólito, y el hermano de éste, Cándido, el poeta ciego, que tanto me hizo aprender para poder servirle de lazarillo y de lector, mantuvieron siempre la nobilísima tradición liberal de la Gloriosa, el liberalismo que está pasando por pasajero eclipse. A los de la actual generación simbólica —no sé si de 1931 o de 1923— apenas les dice nada esta muerte. A mí mucho.
Aquí, aparte de su actividad —más que acción— como médico y catedrático de medicina, ejerció la política y llenó cargos en ella. Mas lo propio suyo fue una íntima, innata y radical bondad. Hombre de hogar y de plaza, laborioso, afectuoso, sencillo hasta el candor, crió una numerosa familia sirviendo a sus conciudadanos sin codicias, sin ambiciones, sin rencores, sin insidias, sin envidias, sin resentimientos. Algo excepcional. Fue todo un santo varón, y es lástima que a esta felicísima expresión le hayan prestado un cierto dejo malicioso los recorosos, los insidiosos, los resentidos y los envidiosos y los ambiciosos.
De su amor, filial y paternal a la vez, a su Salamanca, atestigua, entre otras cosas, la Casa Charra, que fue, en Madrid, obra suya.
Venizelos
Ahora (Madrid), 31 de marzo de 1936
La “Tribuna Libre” (Eléfoeron Vima), el órgano venizelista de Atenas, publicó el dia 19 de éste, apenas muerto Venizelos, el siguiente elocuentísimo escrito de su redactor Spiro Melos, el gran cronista que tan bellas cosas ha escrito de España, por donde viajó hace poco y que conoce y quiere tan bien. Y lo he traducido fielmente a la lengua de Castelar.
MIGUEL DE UNAMUNO
He aquí lo que llorará Grecia
Silencio eterno le selló los labios con la consabida y enigmática sonrisa, la misma sonrisa que había vencido ejércitos, armadas y diplomacias en la historia. La sombra de la muerte apagó los dos festivos cielos helénicos, aquellos luminosos ojos que se le proyectaban fuera de los anteojos y hacían que su cara brillase llena de inteligencia… ¿Y ahora? ¿Se acercarán los hombrezuelos con las sospechosas frasecillas, las babas, las ponzoñas, y las disculpas procesales? ¿A hacer qué? La tumba que abrió el Hado con el impetuoso ritmo de las trágicas purificaciones, es tumba de héroe. ¿Qué buscarán junto a ella los que vivieron y viven con el sagrado temor a la personalidad y cuantos hacen de la lucha contra ésta su cotidiana tarea? ¿Arrojar acaso, en vez de tierra, el indescriptible polvo que levantaron en tomo de él los rencores y las envidias de la inmensa comunidad de las medianías? Sobre esa tumba no puede dignamente alzarse en esta hora sino sólo la Grecia del pueblo, la Grecia de las masas, la Grecia anónima de las muchedumbres. Desgreñada, despechugada, destrozada, se sentará en tierra con sus harapos y se golpeará el pecho y su voz será inmenso plañido y convulsión y quejumbre desde las nevadas cumbres del Beles hasta las faldas de las Montañas Blancas.
Sólo la Grecia de la grande, de la anónima muchedumbre, la verdadera, la eterna y sola —aunque la desgarren cuanto quieran los partidos—, la que figura aquí abajo la forma ideal que adoró Venizelos y a que sirvió un tercio de siglo, sólo ella puede dignamente lamentarse hoy. Porque llorará la asombrosa fábula que vivió con él, cual otra Cenicienta con el hermoso Príncipe, en sueño encantador que al despertar se le disolvió más pronto que el del más leve engaño de primavera. Llorará Grecia sobre esa imprevista tumba su perdida e irrevocable juventud, la increíble juventud que le donó aquel maravilloso mago apenas llegó de su escarpada isla y le tocó con la yema de su dedo. Plañirá las inolvidables visiones de vigor, más fugitivas que las del aleteo del alción, cuando aquel gran faquir, animador, hipnotizador y conductor de las masas levantó a los bravos de todos los rincones del país a que llevasen nuestras águilas guerreras por los viejos gloriosos senderos de Alejandro el Grande y atasen sus caballos a las puertas mismas de la Imperial Ciudad. Con grave sollozo y con amargas lágrimas de arrepentimiento confesará ella, la Grecia del pueblo y de las muchedumbres, encima de la abierta tumba, su primera horrible traición, cuando acobardada, prendida de las predicaciones del apego a la vida y del pequeño helenismo, dejó de creer en él y se paró, desanimada, en medio del camino. Lamentará desde las honduras del corazón la Grecia esta al héroe inverosímil que la agarró entonces con robusta mano y con indomable voluntad la empujó de nuevo a las grandes luchas y a los grandes horizontes con aquella su epigramática palabra: “¡Si tú no crees en mí, yo, sin embargo, creo en ti y es lo mismo!”
Esta Grecia llorará la inimaginable grandeza que conoció cuando, escoltada por su héroe, se sentó, a igual honor, a las mesas de los reyes y los poderosos de la tierra, a que volviese, ilustre, a ser ella misma y, si preciso, a golpear con su puño. Le frotaron los ojos los que se los habían secado antes y hecho pasar por Europa el platillo de la mendiguez, según el mezquino imperialismo de los Theotokis y Rallis: “Dadnos algún pegujar con que nos agrandemos también nosotros un poquito y así nos perdonen nuestros muertos.”
Con estremecimientos y sollozos dirá, golpeándose los pechos la segunda terrible traición, cuando a la grande obra de Sevres, le respondió: “Desdichado, abajo. ¡Fuera de Grecia!” Derramará lágrimas amargas por las ganancias asiáticas que se perdieron del todo, por la mutilación de la Tracia, por las tremendas hecatombes de la muchedumbre, por la desgracia que se desató en el país. Derramará lágrimas de arrepentimiento y de reconocimiento por el celo que mostró él, el desterrado, el perseguido, en correr a Lausana a atestiguar que se esforzaba en recoger los andrajos ensangrentados a que la demencia comunal redujo su obra. Llorará esta Grecia por todas las traiciones a lo suyo propio —y principalmente a lo más precioso de lo suyo—, por las balas de los asesinos, los odios, las injurias, las anatemas. Y llorará desde lo hondo del corazón, sobre todo, al hombre que en medio del vendaval de pasiones que suscitó su inconmensurable personalidad pudo mantenerse firme en su deber, “fiel frente a los infieles”, pronto a servirlos a cada momento y a cada sacrificio. Su acerada voluntad, su asombrosa felicidad de adaptación, su sorprendente agudeza, su genio mismo político, todas sus raras y grandes excelencias, parecen cosa secundaria frente a la grandeza de su carácter, aquella grandeza que se extinguió para siempre y llora hoy Grecia. Y ve, con agonía, dibujarse en el horizonte la amenazadora invasión de la mediocridad y la poca fe.
Spiro MELAS
(Por la fiel traducción del romaico: Miguel de Unamuno.)
Fallas y quemas
Ahora (Madrid), 3 de abril de 1936
Hay muy estrecha y honda relación entre las fallas levantinas —o valencianas, alicantinas…— y las quemas de iglesias e imágenes en éstas. Porque hay dos modos, por lo menos, de sentir y comprender la imaginería. Según arte profano y temporal o según arte religioso que se presume eterno. Y hay dos idolatrías, la estética y la del fetichismo mágico. Que a la veces se entremezclan y hasta se confunden. Y cuando alguien se queje de que en las quemas de templos se reduzcan a cenizas obras maestras de arte debe fijarse en que en las hogueras de falla también suelen quemarse verdaderas obras de arte. La diferencia estriba en el modo de sentir y comprender el arte. O estética o religiosamente. O en temporalidad o en eternidad. O en apariencia pasajera o en sustancialidad inacabable.
Hay la idolatría del fetichismo mágico, contra la que suelen revolverse —demoníacamente— los iconoclastas, aun siendo artistas. La obra de arte es para éstos goce del momento que pasa. Ni llegan a lo de Keats, de que “una cosa de belleza es un goce para siempre”. El “para siempre” se les atraviesa. No pueden o no quieren creer en ninguna inmortalidad del alma. En cambio, el fetichismo mágico trata de eternizar y divinizar la materia. De perpetuar los ídolos y las reliquias con supuestas virtudes mágicas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que no sea condenable la feroz y salvaje rabia iconoclasta de los incendiarios de templos. Y sin excusa alguna.
¿Que no se adora la materia, la madera o la piedra o el bronce? Hace años fue robada de su santuario la imagen de Nuestra Señora de la Peña de Francia en esta provincia de Salamanca. Se hizo otra, mas cuando luego aparecieron los restos de la robada, en un pozo, se los metieron, como reliquias de algo antes vivo, a la talla nueva, dentro de su madera. Para conservar la magia del fetiche. Y tenemos la Pilanca de Zaragoza, la de la leyendaria aparición de la Virgen, que desapareció en el incendio del primitivo templo gótico, y reapareció la actual, su sustituta, imagen borgoñona de mediados del siglo XV. ¡Pero váyase con esto a sus devotos! Habría que recordarle lo que en el capítulo XIX de los “Hechos de los Apóstoles” se cuenta que le pasó a San Pablo en Éfeso cuando los efesios que explotaban a su Artemis (Diana) creyeron que el Apóstol iba a estropearles su negocio idolátrico. Se dice, por otra parte, que cuando se dijo que había aparecido en Compostela el cuerpo del apóstol Santiago un cierto canónigo —con dejos priscilianistas, sin duda— exclamó: “Que sigan excavando a ver si aparece el del caballo.” ¿Tiene, pues, nada de extraño que los que sienten y viven sólo al día, los que no sienten la perennidad, los que acaso, y tal vez por desesperación religiosa —o irreligiosa, que es igual— no creen en el “para siempre” se den a quemar lo que les recuerda el “morir habemos”? Me decía en Alicante, tierra de fallas y quemas, su alcalde que allí la religión popular era la de las habas frescas. La de lo que pasa, a la mañana verde, seco a la tarde. ¡Lo que hablaba yo de esto con Sirval!
Y ahora voy a traer aquí a cuenta dos cosas que le oí en París, en 1925, a mi amigo Vicente Blasco Ibáñez, típico valenciano fallero. Fue la una que hablando en un mitin que dimos allí por entonces y brindándome a mí el pasaje, dijo: “Cuando desaparezca para siempre este conjunto de células que soy Blasco Ibáñez…” Que él no creyese, no pudiere creer en su propia espiritualidad individual no me chocaba; ¡pero que se complaciera en ello…! Y otro día, como se empeñase en ponderarme las grandezas de los Estados Unidos y le replicase yo que él era un hombre para quien el universo visible existía, pero no el invisible, y que como no sabía inglés no había podido penetrar en honduras anglo-sajonas, me atajó así: “Bueno, bueno, esas son teorías, pero los Estados Unidos para usted, para usted; váyase allá y con esas preocupaciones que tiene de la vida después de la muerte inventa allí una religión nueva y en seguida encuentra una porción de viejas chifladas que le den todos los miles de dólares que le hagan falta”. No para inmortalizarse uno, pensé. Aquel “conjunto de células” a quien quemó la vida que pasa parecía no creer en otra. Y, sin embargo…
Los imagineros religiosos tallaron imágenes a las que luego el pueblo idólatra y materialista hizo fetiches y les atribuyó virtudes mágicas. Y no a las mejores artísticamente. Las niñas prefieren las muñecas deformes. Y el fetichismo le consoló de haber nacido y le dio una esperanza — inconscientemente desesperada— de un oscuro ensueño ultramundano sin fin. ¿Y no es acaso demoníaco e inhumano ir contra esa vital ilusión? ¿Materialismo? ¿Cuál? ¿El que se atiene a las apariencias, a los fenómenos pasajeros que la vida quema, a las habas frescas que duran lo que el heno, o el que toma las apariencias por sustancias, por materia permanente, perduradera por los siglos de los siglos? ¿Materialismo? Le hay que da vida íntima; opio que ayuda a vivir contento al pueblo. Mejor que el opio, también materialista —aunque de otra materia— que pregonaba Lenin y mejor que la inhumanidad de los humanistas. Dos opios, que el contraveneno es veneno también. “Simula similibus”…
Queda dicho que la palabra, el verbo, el espíritu, el son, la historia es “aere perennius” más duradera que el bronce. Pero dentro de la historia pasajera, temporal, al día, dentro de la revolución que pega fuego a creencias, consuelos, esperanzas e ilusiones para encender otros, ¿hay acaso otra historia permanente y eterna? ¿Dentro del arte hay religión? El máximo historiador helénico, Tucídides, escribió la historia de la guerra del Peloponeso “para siempre” según su arrogante frase. ¿Para siempre? ¿Las quemas falleras y las revoluciones petroleras pretenden acabar con lo eterno? A lo que algunos llaman materialismo histórico. ¡Quién sabe…!
Y hay quien se queda, bajo sí mismo, con una esperanza desesperada, con una fe incrédula, con un consuelo contrarracional. No sin razón, sino contrarrazón. ¿Cual el gozne de la historia?
Palinodia o canto de gallina
Ahora (Madrid), 10 de abril de 1936
Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno,
como de Dios, al fin, obra maestra.
Miguel de los Santos Álvarez.
Estos versos, que puso Espronceda al frente de su Diablo Mundo, le dirán a usted, mi anónimo reprensor, que acaso —o mejor, al caso— tenga usted razón. Y sólo razón, no más. Quién sabe… ¿A qué este andar con pesimismo a vueltas? ¿A qué verlo todo en negro, en lóbrego y en lúgubre? Los ciegos no ven el campo en negro, como tampoco lo ve usted así con la espalda. Por lo que me dice que no se debe ser pesimista. Y luego, que no hay derecho a serlo. ¿En qué quedamos, en deber o en derecho? Pero, ¡adelante!
Después de esos versos del amigo de Espronceda, con la cuádruple bondad de esta obra maestra de Dios, que es el mundo que habitamos, añadía el Álvarez aquel: “¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!” Vamos, pues, a cantar, pero canto de gallina, o sea palinodia, ya que me dice que usted está arrepentido de un su anterior pesimismo. ¿Cuál la causa? Y que se propone usted acabar su vida, si no reventando de risa, por lo menos con una chanza. Tal vez como un paisano mío muy “chirene”, que al ir a dar su última boqueada se volvió a la pared diciendo: “¡Colorín colorao, este cuento se ha acabao!” ¿A qué tomarlo más en serio? O aquel otro, hombre correcto, que al presentir, en su agonía, el inminente último momento de vida hizo que le afeitasen cuidadosamente y le arreglasen el pelo. No confiaba en que se lo habrían de hacer en cadáver. Y quería tomar el mundo en serio.
“¿Lo toma en serio su autor?”, me pregunta usted. ¡Verá! En mi vieja comedia nueva El Hermano Juan o el mundo es teatro” le hago decir a esa reencarnación del Tenorio, hablando de la risa divina, la de Dios: “Sus truenos, los del final del Don Álvaro, me suenan a pavorosas carcajadas…” Y ello es de tradición homérica, pues el Zeus (Júpiter) de Homero hace retemblar el cielo con su risa. Y si me dice que esto es concepción pagana, le diré que en la Biblia se dice que Jehová se ríe de sus enemigos, aunque Clarín le hubiese reprochado esa ocurrencia a don Alejandro Pidal y Mon como si hubiese sido de éste. Sí. Dios se ríe y es humorista, como ha elucidado el famoso deán anglicano, que fue de San Pablo, de Londres, Inge.
¡Y si sólo fuese reírse y tomarlo a broma…! Hay un tremendo pasaje en uno de los dramas de Shakespeare en que éste le hace decir a una de sus criaturas que los dioses —y este plural es un eufemismo— se divierten con nosotros torturándonos como los niños —por lo general, inconcientemente crueles— con bichos, gusanos e insectos. Y le invito a que lea la estupenda novela norteamericana Moby Dick, de Herman Melville, en que la ballena blanca es el símbolo de una terrible divinidad malévola que se complace en atormentar a los hombres. Recuerdo que en mi niñez tuve un amiguito que se divertía en ponerle a un limaco una cerilla encendida encima y ver cómo se arrastraba chamuscado y dejando baba. Y ahora, en mi vejez, veo en tomo mío retrasados mentales que se divierten con algo parecido, y no precisamente con limacos. ¿O es que no cree usted, mi anónimo reprensor, que muchas de las atrocidades que presenciamos no son sino divertimientos? Como eran antaño los autos de fe. Las más de las quemas… sociales son desahogos, diversiones. Y a propósito de desahogo, le voy a contar a usted de un desahogado social que siempre está haciendo alarde de servir a otros —de altruismo—, de servir al común, a la comunidad —de comunismo—, y, en efecto, come, digiere su comida merced a su mucha bilis de resentido y luego va al común a descargarse en él, en el pueblo, de su servicio. ¿Encono? Alguien dirá que resentimiento artístico. Se trata de un literato fracasado, torvo, enconado, cobarde. Cuando habla —pedantescamente— del genio de la especie no se sabe si es del que empuja a la propagación de ella, a la prole, o del que empuja al suicidio colectivo y a la guerra y la revolución. Y éstos son los que llevan a los pobres retrasados mentales, que, con la sesera en puño, se divierten con diversiones fúnebres.
Ahora que hay quien se queja de todo eso. ¡Ganas de quejarse! ¡Manía pesimista! Perversiones humanas, artificiales, no sentimientos animales, naturales. Porque ¿quién nos dice que el insecto torturado o el limaco chamuscado sufre con ello? Yo escribí una vez que habría que comparar —y esto es un absurdo— el dolor de la oveja devorada con el placer del lobo que la devora. Pero ¿quién nos dice que el pobre lobo no sufre con tener que devorar a la oveja y que la oveja no goza con sentirse devorada por el lobo ? Aunque entre los animales no haya ni sadismo ni masoquismo. ¿O no se exalta alguna vez el dolor en goce? ¿No hay hombres y pueblos que se recrean en su propia agonía? Nada, pues, de pesimismo.
El más grande lírico portugués del siglo XIX —ni creo le hubo mayor en España—, João de Deus, tiene una fábula, Cabra, carnero y cochino cebón, en que la cabra y el carnero se extrañan de que el cochino berree en el carro en que les llevan a los tres al mercado, como si fuera mejor ir a pata, y se lo reprochan. Y el cochino cebón responde que a él no le llevan a ordeño ni a esquileo. Y por eso grita: “Aqui d’el-rei! Aqui d’el-rei!” Y añade el fabulista: “¡Hablaba como un hombre! Mucha gente no discurre con tanta discreción. Infelizmente cuando el mal es fatal, el plañido ¿qué vale?, ¿qué vale la prevención? Antes ser insensato que prudente; un insensato, al menos, menos siente; no ve un palmo ante su nariz; ve el presente; está contento; ¡es más feliz!” Y puede ser optimista, agrego yo ahora aquí.
Así, pues, cantemos la gallina, la palinodia; ¡cantemos en nuestra Patria, criaturas! Ni hagamos una divina tragedia de lo que no es ni divina comedia. Volveremos, como el Dante, saliendo de este infierno, a rever las estrellas. Y entre ellas, la revolución… de los astros. Y quién sabe si a reventar de risa mientras truena la carcajada del Señor. Nadie podrá decir que no estamos viviendo unos tiempos interesantes y divertidos. A pesar de los berridos de los cebones. Hagámonos, pues, optimistas. Y colorín colorao…
El espolón y el codaste
Ahora (Madrid), 14 de abril de 1936
¿Popular? ¿Qué es eso de popular? Había lo que se llamaba Acción Popular, y luego se formó el llamado Frente Popular. Populares los dos. ¿Y quién les impide llamarse así, aunque ello contribuya a confundir aún más la confusión que reina y gobierna en este manicomio suelto que es hoy España? Donde no hay policía gubernativa del lenguaje. Aunque quiero recordar que en el primer bienio de esta dichosa —de dicho y no de dicha— República se prohibió que ningún partido se apellidara nacional. Y se anatematizaba la designación de “Gobiernos nacionales”. Para que hace poco, volviendo por los fueros del bien decir, el actual presidente del Gobierno determinara —arrepentido acaso de su anterior inquisitorial (no inquisitiva) prohibición— lo que eso de “naciónnal” significa, y que no se refiere a unanimidad, sino a volumen. Aunque, desgraciadamente, quepa medir el volumen por la ley de la mayoría. Algo así como aquello de que justicia es lo que quieren dos donde hay tres. Mas de todos modos, parece que en lo de nacional nos vamos entendiendo. Mas ¿en lo de popular…?
¿Qué es el pueblo? ¿Quiénes componen el pueblo? ¿Es el pueblo una clase o es el conjunto de las clases sociales y nacionales todas? Pero dejemos esto, pues apenas hay quien esté dispuesto a dejarse instruir y convencer. Cada cual se atiene a su acepción de la fatídica y confusiva palabra.
Ahora parece que el Frente Popular, ganando popularidad, ha desplazado o poco menos a la Acción Popular; pero ¿quién nos dice que detrás de este Frente Popular no se esté formando un Cogote Popular, tan popular como el frente y en el mismo sentido en que los del frente toman eso de popular? Cuando una aldea, un villorrio o un lugarejo está dividido, como suelen estarlo, en dos bandos: los anti-equisistas que siguen a Ceda —médico, maestro, párroco, boticario o pescador de tencas, verbigracia— y los anti-cedistas que siguen a Equis, perteneciente a cualquiera de esas profesiones o a la de vago o mangante, ¿quién nos dice qué parte de ese pueblo así dividido es el verdadero pueblo? Porque lo de pueblo bajo y pueblo alto no es sino una mandanga. Y entre esos dos equipos se establece el turno de los parados.
Y ahora, una vez indicado esto del frente popular y del cogote popular, vamos a exponer el caso acudiendo a una muy socorrida metáfora del arte naviero. Es ya secularmente tradicional lo de comparar al Estado con una nave y al gobernante con un piloto. Como que gobierno quiere decir originariamente el de guiar, en bonanza o en tempestad, una nave; gobernalle es el timón, y gobernar es manejarlo. Y es lástima que de una tan fecunda metáfora no quepa sacar todo el partido sacable en países como el nuestro, donde el asiento central del gobierno esté tan tierra adentro. ¡En una nación en que desde El Escorial se pretendió gobernar una armada a la que se le supuso invencible antes de hacerse a la alta mar!
Un navío de combate, una galera —y acaso hoy un acorazado—, tenía en su proa un espolón metálico para embestir y echar a pique, si podía, al navío contrario. Esa proa espolonada era su frente de choque. Algo así como el frente popular. Además, tenía el navío su casco, y en éste, su obra muerta —como la tiene el Estado—, y detrás —lo que alguien llamaría su retaguardia—, el codaste, el grueso tronco —a las veces de hierro—vertical en que termina la quilla, que le hace al navío surcar los mares. Y cuando llega el choque de la embestida no es el espolón de proa el que lo aguanta y resiste, sino que es el codaste de popa. Como en las guerras es la retaguardia la que resiste. Y en la guerra civil política no es el frente popular, sino el cogote popular, tan popular —acaso más— que el frente, el que tiene que aguantar la acometida. Y es ocioso pensar que la masa del codaste se solidarice siempre con la masa del espolón de proa. ¡Hay que conocer los “pueblos”! Los pueblos, ¿eh?, no sólo el pueblo.
Sabido es, además, que la fuerza impulsora de un navío le viene de detrás, de popa a proa; de popa a proa, de atrás adelante: el viento que hincha la vela y el empuje de la hélice. Que un navío no navega a tiro, como un carro de que tiran caballerías. No es el porvenir el que tira de un pueblo, sino el pasado. Su progreso se debe a su tradición.
Y una vez desarrollada la metáfora naviera, ¿qué es eso de que aquí no cabe ni comunismo ni fajismo? ¿A qué gobernante, a qué piloto entre proa y popa, se le ocurre pensar que no se sobrepongan al casco ni el espolón de proa ni el codaste de popa? Tan populares el uno como el otro. Porque ¿de dónde se ha sacado que el fajo sea menos popular o, si se quiere, menos proletario que el soviet? Mussolini ha llamado a Italia una nación proletaria. ¿Y qué es eso de hablar del capitalismo de los Bancos, verbigracia? ¿Es que el Banco de un Estado totalitario —comunista o fajista— no es tan capitalista como el de la clase llamada así, capitalista? Un espectador acongojado y de espíritu liberal —como el que esto escribe— que contemple la inminencia del choque desde el puente de cubierta podrá temer o esperar lo que tema o lo que espere; mas no se le ocurrirá pensar que es la garita del timonel la que lo resiste y aguanta. Ni que el timonel pueda dirigir su navío con pactos ni de proa ni de popa. Sólo a un piloto de tierra adentro, escurialense, se le puede antojar que un pacto sirva de brújula o compás de marear. Como tampoco sirven ni maniobras de gabarras de ría ni de balandros de abra. ¿Está claro?
¿Enemigos del navío? ¿Quiénes? ¿Los de adelante o los de detrás?; ¿los de proa o los de popa? Y dejémonos de eso de izquierda y de derecha. Que en el avance del navío y, sobre todo, en sus embestidas o arremetidas, ni la obra muerta de babor —izquierda— ni la obra muerta de estribor —derecha—, obras ambas muertas, cuentan apenas para nada. Y aunque sobre la línea de flotación se hundirán al hundirse el casco por quiebra de espolón o de codaste, o de ambos. Se llama obra muerta a la de los bordes del casco, sobre cubierta, ya de izquierda o babor, ya de derecha o estribor. Y cuando esos bordes son desbordados, el navío se hunde, y ¡ay de los que no sepan nadar! Y de los otros. Si se está en alta mar y lejos de tierra firme.
Nota.—Debo advertirle a cierto privado y malicioso anónimo comentador de estos mis Comentarios que no me divierto con estos escarceos lingüísticos y metafóricos, sino que me quitan el sueño. Y que nuestro señor Don Quijote era hidalgo y a la vez ingenioso.
Potencias limbales
Ahora (Madrid), 17 de abril de 1936
“¡Santo Dios! ¡Santo Dios! ¡Se han desencadenado las potencias todas infernales!” —me dijo con un énfasis inconcientemente cómico y llevándose las manos al caletre. (En él, de ordinario, testuz.) Me le quedé mirando un rato, y le repuse: “¿Infernales? ¡Mas bien limbales!” Y él: “¿Y qué es eso?” Con cierto recelo de que estuviese por dentro riéndome de él, pues es de los recelosos. Y yo: “¿Usted sabe lo que es el limbo?” A esto se me amoscó, y: “No estoy seguro, pero en fin, como usted lo ha de saber mejor que yo…” Me sonreí con lástima y le dije: “¿Quiere usted que empecemos por una pequeña excursión lingüística?” Y él: “Muy bien; nos vendrá bien a los dos y usted se lucirá, sin duda”. Resultó que él no sabía del limbo sino aquel lugar mítico a donde le habían enseñado que van las ánimas de los pobres niños inocentes que se mueren sin bautismo.
Limbo le dije que es —como el lector sabe conmigo— lo mismo que margen, borde y en casos: umbral. En el juego de pelota a ble —o ple— con frontón, limbos se llaman a las líneas que en el frontón y en el suelo marcan la falta. Aquí, en Salamanca, he oído llamarle, por los chicos, a esas líneas “imbos”, quitándole la ele del artículo. En italiano, “lembo” es borde, margen u orilla, Y luego pasé a decirle cómo las potencias limbales son las marginales, las de los bordes u orillas, las de los extremos. “Hay —le dije— potencias celestiales, o del cielo; potencias infernales, o del infierno; potencias purgatoriales, o del purgatorio, y potenciéis limbales, o del limbo.” Y él entonces: “Bueno, pero ese limbo, margen o borde, ese del juego de pelota a ble…” Le interrumpí: “A ese limbo del juego de pelota a ble también se le llama escás, aunque el diccionario oficial no lo registre”. Y él: “Bueno, ¿pero ese limbo qué tiene que ver con el de nuestro catecismo?” “Pues tiene que ver —le dije— en que las ánimas de esos niños inocentes e inconcientes duermen, sin ensueños, en el borde de la historia, al margen de ella.” “¿Entonces?” —me preguntó ya algo intrigado y ya sin hinchazón.
Entonces que es terrible la potencia de los que viven al margen de la historia, de los que no tienen clara conciencia de ella, de los que se alimentan de gestos, ademanes, contraseñas, gritos, y… camelos. De los que, siguiendo lo del famoso pasaje del catecismo jesuítico —y aunque sean del otro bando, del contrario, o mejor del otro extremo, margen o limbo— dicen: “Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante, doctores —y quien dice doctores dice jefes o caudillos— tiene mi comunión o partido, que os sabrán responder”. Una vez iba yo por una calle de Madrid y pasó una chiquillería dando chillidos, a la que se acercó otro chiquillo preguntando: “¿Qué es lo que hay que gritar?” “Deporte político” —me dijo uno que me acompañaba—. Y yo: “¡Transporte, no!” Y él: “¿Pues?” Y yo: “Porque no transportan idea ninguna, ya que no las tienen, ni saben lo que se dicen”.
Potencias limbales, sí; terribles potencias de inconciencia. Cortejan a unas cosas que oyen y no entienden, y como no logran entenderlas, poseerlas, no son para ellos ideas. Y como a cortejar se le llama en caló “camelar”, esas cosas que oyen y no logran entender no son para ellos más que lo que decimos “camelos”. ¡Terribles camelos a las veces! Y luego hay pobres hombres, resentidos o fracasados, que se dejan arrastrar de la potencia limbal de esos inconcientes. En el un limbo, margen o extremo o en el otro. Porque es cosa fatídica lo de acercarse y no llegar.
Porque esto de que unas sedicentes juventudes —en parte lo son, sin duda— estén atosigando con tósigo de tontería furiosa a España, desde sus márgenes o limbos, se debe a que se sirven de ellas algunos que nunca tuvieron juventud alguna porque se les abortó. Y en esta trágica lucha de las generaciones —mucho más trágica que la lucha de clases— se otea una verdadera disolución mental —y por lo tanto moral— colectiva, una disolución intelectual no ya de la opinión, sino del espíritu, del ánimo público. Alguien dirá que una disolución es una resolución, que disolver un problema es resolverlo. Y, en efecto, muerto el perro se acabó la rabia. Pero…, ¿qué es lo que no se acaba al cabo?
Y lo más grave, lo irreparable acaso —es mi cantilena—, es la disolución mental, la demencia, que nutre al espíritu público con camelos, con vagas fórmulas faltas de contenido ideal. En moral, en política, en economía, se prendan los del limbo de cosas que equivalen a lo que en literatura se llamó el “dadaísmo”. Y se ponen a decir, y lo que es peor, a hacer tonterías catastróficas. O si se quiere revolucionarias, que catástrofe quiere decir revolución. ¿Tonterías? Sí, tonterías que algunos llamarían “reprobables”. Porque recientemente hemos oído calificar de “reprobables” a crímenes repugnantes cuando se decía que el móvil era social. O sea insocial. ¿Tonterías? Sí, hemos oído calificar de tonterías, más o menos reprobables, las quemas de iglesias y conventos. Y hasta de cadáveres desenterrados. Dándose el caso de que los incendiarios, los petroleros, que dejaban los templos hechos una “lástima” —no más que lástima—, no eran de los represados antes, no eran de los que fueron oprimidos, no eran de los que podían alegar una venganza. Y que los más vandálicos de esos sucesos sucedieron, en general, en lugares que no habían sido previamente castigados por una represión… ¿reprobable también? Porque la reprobabilidad tiene dos caras, y apunta a los dos extremos o limbos. La barbarie contrarrevolucionaria no es menor ni mejor barbarie que la otra, y a la inversa. Es la misma barbarie.
Los dos limbos son un solo y mismo limbo. Que ya nos lo dice al decir que los extremos, los limbos, se tocan, el refrán. La tontería, la demencia disolutiva, es la misma.
¡Potencias limbales! ¡Qué mal suena esto! Ya lo sé. Pero tampoco sé inventar otra expresión… más elegante. Porque lo que se suele llamar —abusivamente, de cierto— elegancia, se me resiste tanto y aun más que la tontería. ¿Aunque no serán una sola y misma cosa, la una tontería ingenua, grosera o en bruto, y la otra tontería sutil y refinada? ¿Cuál es preferible? ¿Sobre todo en un pueblo al que se le llama impresionable queriendo decir presionable? ¿Y no serán acaso consustanciales con los limbos —con uno y otro— tales o cuales tonterías, ya en bruto —en rústica—, ya encuadernadas en elegante pasta? Pero… ¡atrás!, que volver a aquello de las consustancialidades no es ya más que insustancialidad. Y mitología. Que para ésta basta con cielo, infierno, purgatorio y limbo.
Mis santas compañas I
Ahora (Madrid), 24 de abril de 1936
Se ha contado más de una vez la tragedia del autor que navegaba llevando su tesoro: las hojas de una obra —poema, novela, historia, lo que fuese— a la que acaso dedicó largos desvelos en largo tiempo y que en un naufragio vio, desesperado, que se le esparcían esas hojas sobre las olas de la mar. ¡Y no poder agarrarse a ellas como a tablas de salvación! Ni poder luego rehacerlas, revivirlas. La historia recuerda casos de éstos. Y alguno que hizo luego la incurable desdicha del autor y tal vez provocó su suicidio. Pero hay acaso otra tragedia, más frecuente, menos espectacular y más callada, y es la de aquel —autor o no— a quien una galerna del mar social de las pasiones, generalmente políticas —las que se dicen así— le arrebata sus memorias del pasado, de su íntima historia y le pela el alma.
¡Ay del que, lejos durante años del toque cotidiano con el hogar de su niñez, de su mocedad y acaso de su madurez, vuelve a verlo y se encuentra con que ya no lo conoce! ¡Qué hondo destierro! Encuéntrase en el hogar de sus muertos. Y quiero trascribir aquí lo que escribí al encontrarme, no hace mucho, al morírseme la hermana mayor, con un cuadrito que ella guardaba y en que había rizos de las cabelleras de mis hermanos todos cuando niños, y entre ellos, uno mío, de mis cinco o seis años. Y fue esto: “Este rizo ¿es un recuerdo / o es todo recuerdo un rizo?; / ¿es un sueño o un hechizo? / En tal encuentro me pierdo. / Siendo niño, la tijera / maternal (¡tiempo que pasa!) / me lo cortó y en la casa / quedó, ¡reliquia agorera! / ¡Fue mío!, dice mi mente; / ¿mío?; ¡si no lo era yo…!; / todo esto ya se pasó…; / ¡si me quedara el presente…! / Es la reliquia de un muerto, / náufrago en mar insondable; / ¡qué misterio inabordable / el que me aguarda en el puerto! / Este rizo es una garra / que me desgarra en pedazos; / ¡madre, llévame en tus brazos / hasta trasponer la barra!”
Quisiera uno recogerse a ratos para rehacerse su alma propia, atar el hilo —deshilvanado a trechos— de su vida para revivirse; pero la avenida —en catarata tal vez— de los sucesos históricos diarios, de la revolución de cada día, le rompen el recogimiento, le confunden en la memoria las memorias y no hay manera ni de meditar ni de recordar. Y como uno no es cartujo, no ve, ni muerto, al que fue. O se siente, a cierta edad —¡edad muy incierta!—, encorvado de alma como esos árboles de las costas azotadas de contino por temporales marinos, a que se les ve encorvados.
Propónese uno cada día no salir apenas de casa, o tal vez ni de su despacho, gabinete, cuarto o alcoba, para ir ordenando su pasado, revisando su vida; pero le tira la tertulia del café o del casino y se va allá a oír los comentarios —siempre los mismos y uniformes— a los sucesos del día, al último asesinato o a la última sesión de Cortes o a los recientes acuerdos de los partidos políticos, que son sucesos parejos. O toma uno los diarios del día y, ¡Dios mío, qué terrible fatiga! ¡Qué cansado todo ello! Las mismas firmas —no hombres— al pie de las mismas cosas, dichas del mismo modo. Y se acaba por perder el sentimiento y el sentido de la memoria histórica o comunal de la Historia, no del relato de ella. Y se pierden esos sentimiento y sentido por falta de lo que ha dado en llamarse la cuarta dimensión del espacio temporal. O, si se quiere, del tiempo espacial. No longitud o largura, ni latitud o anchura, ni profundidad u hondura, sino holgura, huelgo o aliento; vida en tiempo eterno. No visión a lo largo, ni a lo ancho, ni a lo hondo, sino sentimiento; mejor: entrañamiento, a huelgo, a respiración. No conocer lo que pasa, sino contemplar lo que pasa y vuelve, lo que se queda. Y lo que se queda es la esencia de la sustancia de lo que pasó. Y así uno se ahoga en el espacio desnudo y no más que espacial.
Hojas que se nos van, ahornagadas, amarillenta o rojizas, secas, como las de los álamos de la ribera en otoño, o a perderse en el río o a formar mantillo que abrigue el pie del árbol y abone su venidero follaje de primavera. Y deja uno, desalentado, sin huelgo, esas hojas cotidianas de la Prensa, las echa de lado y, mirando al techo del cuarto —no al del cielo—, se pone a soñar despierto. ¿Despierto? Y ve pasar, sellada y consagrada por la muerte, la Santa Compaña. O la estantigua.
Es la Santa Compaña —o la estantigua, o sea hueste antigua— la procesión de los muertos, de los de cada uno, que pasan en ciertos días y a ciertas horas —de noche sobre todo— por el espacio, bajo el firmamento. Y pasan como aquellas dantescas nubes de almas que cruzan los ámbitos de la Divina Comedia, cada alma con su gesto, con su voz, con su sollozo o con su risa. Y pasan sin fila ni orden cronológicos, contemporáneos todos —o coeternales— en la muerte, confundidos unos con otros. Así veo yo muchas noches, echados al suelo junto a la cama los diarios del día, desfilar ante mi memoria las procesiones de los fantasmas de aquellos a quienes conocí y traté en mi vida y a quien la muerte me los ha consagrado: mis santas compañas. Unos, amigos o enemigos, privados, sin nombre en la historia nacional, en la memoria comunal, y que son, en parte, los más míos, los más pedazos de mi alma. Y otros, los que he conocido y tratado y que dejaron algún nombre en nuestra historia. Y que se me presentan en algún momento preciso de nuestro mutuo trato con algún ademán o alguna frase.
Y junto a ellos, en los bordes de las nubes de almas, aquellos extraños misteriosos transeúntes con los que me crucé en fortuitos encuentros, al pasear ellos sus solitarias locuras —ya me había una vez prevenido de ello Galdós— por los caminos del mundo y a los que cuento por muertos. Y todos ellos, sin jerarquías ni edades, apelotonados en densa nube, que es como una sola alma comunal, fuera de tiempo. En una nube cuyos contornos se diluyen en confines.
Mis santas compañas II
Ahora (Madrid), 28 de abril de 1936
Aquí llega el primer hombre de nombradía nacional a quien conocí y traté al empezar a escribir a mis dieciocho años, mi paisano el poeta don Antonio de Trueba (Antón el de los Cantares) y le oigo que me pregunta malicioso y tartamudeando: “Diga usted, Miguel, ¿ese Gote, Guete o como se diga, tenía tanto talento como dice Menéndez Pelayo?” Y evocado así se me presenta don Marcelino, de quien fui alumno oficial en el curso de 1883 a 84 y que presidió, el 91, el tribunal que me dio cátedra y de que formó parte don Juan Valera. Y éste, ciego ya, empeñándose, años después, en su casa, mientras bebía coñac a lentos sorbitos, en convertirme al culto de la grandeza poética de Quintana con aquello de que escribió sus cantos con un órgano corporal que la decencia me impide especificar. Y de la Universidad se me viene Ortí y Lara dando con el índice en la mesa con esa: “¡esta es la cosa!”, Y aquellas oposiciones en que me amisté con Ganivet y éste en la horchatería. Y envuelto en los recuerdos universitarios de mi Madrid, aquel caserón de Astrarena, en la red de San Luis —hoy en ruinas—, entre Fuencarral y Hortaleza, donde me alojé primero, en 1880, en una de sus bohardillas, y donde más tarde, acabada mi carrera y juez yo, a mi vez, de oposiciones, acudía a una tertulia de la Sociedad de Autores. Y de allí me vienen Núñez de Arce, correcto y tiesecito, de quien nada recuerdo de lo que le hube oído, y Fernández Villegas (“Zeda”), melancólico, y Vicente Colorado, bilioso, y otros. Y Núñez de Arce me trae a Campoamor, a quien veo —y apenas oigo— muriéndose de frío, entre mantas y almohadas, en un sillón de su gabinete, hecho un horno. Y en la nubecilla de escritores, Pereda, confesándome aquí, a orillas del Tormes, que no le gustaba el campo. Y Galdós, en el banquete que nos dieron a él, a Cavia y a mí —cuestión de censura— y en que di las gracias por los tres, pues ellos ni podían ya hacerlo. Y Echegaray, acurrucado, como un gato en acecho, en una butaca de la Cacharrería del Ateneo y que al decirme que montaba en bicicleta, a sus años, por ser el medio de locomoción más individualista, le dije: “No, don José; el medio de locomoción individualista es ir solo, a pie, descalzo, escotero y por donde no hay camino”. Y al verle me pesa de aquella injusta protesta contra un homenaje que se le rindió y que firmé el primero. Y doña Emilia, discutiendo conmigo y a tomar notas para meter expresiones mías —¡y qué fielmente!— en Los tres arcos de Cirilo. Y Sellés, tan serio, y Taboada, tan por fuera jocoso.
Luego los catalanes. Mi Maragall, en su casa, y cuando al oír la campanilla del Viático en la calle, nos asomamos al mirador, y Eduardo Marquina me dijo luego: “¿No ha notado que vaciló en si arrodillarse?” Y yo: “Si lo hubiera notado lo habría hecho yo”. Y Rusiñol, durmiendo a pierna suelta, sobre un banco de tercera, en nuestro viaje a Italia, en 1917, y entrando en Venecia por el Canal Grande, una noche de luna llena y sin más luz que ésta en ella. Y luego los portugueses. Guerra Junqueiro, en Barca d’Alva, dándome una comida vegetariana, adobada por aceite de una lata de sardinas, al pie de un retrato de Tolstoi, o en otro de nuestras muchas entrevistas. Y Ramalho Ortigão, encantado de presenciar en el claustro de San Esteban, aquí, una procesión de blancos dominicos. Y luego los americanos. Rubén Darío, que viene a una casa de huéspedes, a ofrecerme la colaboración en La Nación, de Buenos Aires. Y Amado Nervo, disertando sobre la experiencia ultramundana en su casita de la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, con el telescopio al lado. Y de esa plaza me viene mi paisano el poeta Ramón de Basterra, a leerme el manuscrito de La obra de Trajano, poco antes de su primer ataque de la locura que acabó con él. Y otros escritores a quienes apenas si entreví y conversé con ellos de paso: Eusebio Blasco, Ramos Carrión, Vital Aza, Ferrari… Clarín no se me presenta, pues aunque crucé cartas con él, jamás le vi ni nos hablamos. Y de los franceses, en París. Richepin, ya muy viejo, diciéndoseme turanio, gitano y vasco. Y el gran escultor Bourdelle, que se murió sin hacerme, como quería, un busto, pidiéndome que le hiciese figurillas plegadas en papel y preguntándome si las hacía a plan previo o a lo que saliera, y yo, que de las dos maneras.
Y luego los políticos, con quienes tuve poco trato. Canalejas, a quien no le oí discurso —antes de habérseme hecho diputado constituyente sólo una vez pisé el Congreso—, preguntándome en su casa —un sábado santo— qué podría hacerse en Instrucción Pública, y yo: “Meter en cintura a S. M. el Catedrático”. Pablo Iglesias, sin vista para el paisaje del campo, hablándome, carretera de Zamora arriba, de su afición al teatro. Don Francisco Silvela, en su casa, desahogándoseme en amargas reflexiones de desesperado. Simarro, presidiendo mi sonada conferencia de la Zarzuela, y Luis Bello, que al salir de ella me decía que había yo perdido la ocasión de haberme hecho con un partido. A lo que yo: “¡Jamás pensé en eso!” Salmerón, reprochándome solemnemente, en su despacho, mi pesimismo a cuenta de un artículo que publiqué en La Democracia, la suya, que dirigió Altamira. Sánchez Guerra, en Bayona, desterrado yo por no plegarme a la dictadura Primo de Rivera, mi víctima.
Luego se me retrae la nube acá, a Salamanca. Dorado Montero recitando a Leopardi, a quien se sabía de memoria; el obispo P. Cámara, con su ademán y su voz elegantes, quejándose de los integristas, entre ellos don Enrique Gil Robles, con quien contendí en claustros universitarios. José María Gabriel y Galán, el poeta charro, a quien di a conocer a Pereda y a otros muchos antes que el obispo lo conociera.
Y se me presenta Costa, sollozando al final de un discurso aquí, en Salamanca. Y Cajal aconsejándome que no trabajase tanto para poder ahorrar vida. Y tantos otros. Y el fantasma más fresco, así como el más viejo, el de Trueba, el de Valle Inclán, acariciándose la larga barba blanca en el pasillo del Ateneo. Y don Francisco Giner en su gabinete, al pie del retrato del salmantino Ventura Ruiz Aguilera. Y Cossío, en su lecho de quietud, encendiéndonos mutuamente en liberalismo. Y todos ellos, y muchos más confundidos unos con otros, sin más lazo de unión que la muerte unificadora y purificadora, formando una masa. Y haciéndoles coro y corro los otros, los más íntimos, los más familiares, los innominados para el público, los de más dentro, los más míos. ¡Y en lo hondo… ella! Y me vi, fuera de mí, entre ellos, que me llevaban consigo, en otro mundo fantasmático.
Al despertar un momento vuelvo a coger los diarios y me digo: “También estos que me fastidian tanto serán consagrados. Algunos en mi memoria; yo antes en la de los más de ellos”. Y de nuevo me arropa la manta de la paz del sueño. Y viene otra procesión y en ella otros que no se quejan de que no les advirtiera antes, pues en los muertos se mueren los celos y las envidias de la vida. Que ya no hay posteridad para ellos, sino anterioridad para nosotros, los que nos hemos de morir. ¡Y qué anterioridad! Diríase que se nos fue hace siglos ese que se nos murió ayer no más, y que aquel que se nos murió hace siglos se nos fue no más que ayer. Nubes, nubes, nubes. Y niebla. Tal la historia.
Y allá va esta hoja. ¿A perderse en la mar del olvido?
La historia en plano
Ahora (Madrid), 2 de mayo de 1936
Otra vez quiero volver a una de esas expresiones que me he visto llevado a forjar y cuyo sentido no han llegado a alcanzar del todo algunos de mis lectores —de los míos— por las observaciones que respecto a ella me hacen. Es la del ex-futuro. O sea lo que pudo haber sido y no llegó a ser. Lo que habría sido si no hubiera sido lo que fue. Extraña categoría que tanto papel juega en la crítica histórica y que tan íntima relación guarda con el fatalismo y el providencialismo. Fatalismo y providencialismo que, bien mirado, son en el fondo una sola y misma cosa. La llamada Providencia es una Fatalidad, un Hado y el Hado es otra Providencia.
En historia este modo, tan cómodo y a la vez tan fantástico, de discurrir es frecuentísimo. Ya se trate de sucesos remotos, ya de próximos. ¿Qué habría sucedido si la Armada Invencible —antes de haber peleado— de Felipe II se adueña de las costas de Inglaterra? ¿Qué si Napoleón vence en Waterloo? ¿Qué si los ejércitos del pretendiente Carlos V de Borbón entran en Madrid de 1833 a 1839? ¿Qué si el actual Presidente de la República Española, la de la Constitución de 1931, no disuelve una u otra Cámara? (Prefiero llamarla Cámara y no Parlamento.) ¿Qué si…? El número de ejemplos que cabe poner es innumerable. Y las soluciones a estos ociosos problemas son, como casi todas las de los problemas supuestos históricos, disoluciones de ellos. En estos días, leyendo la Historia Eclesiástica de España del P. Zacarías García Villada, S. J., me he encontrado en ella con esta afirmación: “No quitemos, ciertamente, su valor a la cultura árabe española; pero convenzámonos de que si hubiera prevalecido en nuestro suelo, ahora se podría aplicar a España con toda verdad la frase de que África comenzaba en los Pirineos”. Lo que, bien examinado, no quiere decir nada. Porque, ¿qué quiere decir África? ¿Y todo lo demás? Cuestiones que me sugieren la de aquella que propuso, hace ya muchos años, en una tertulia uno de mis compañeros de estudios y que fue ésta: “¿Qué habría sucedido si en vez de descubrir los españoles América, guiados por Colón, descubren España unos navegantes caribes, mayas o aztecas?” A lo que otro de los tertulianos hizo notar que los indígenas de Santo Domingo descubrieron a unos navegantes españoles que arribaron a las costas de su isla y que los aztecas descubrieron a los soldados a Hernán Cortés.
Estas cuestiones de lo que habría sucedido de no haber sucedido un suceso como sucedió, si no de otro modo, me traen a las mientes aquello que se llamó geometría metaeuclidiana y que, si no estoy equivocado, ha traído la concepción del espacio universal curvo. Que no es, en el fondo, si no una metáfora. Y aquella geometría metaeuclidiana partió de suponer que desde un punto fuera de una recta se puede bajar más de una perpendicular —en rigor, innumerables— a dicha recta, en contradicción con el postulado de Euclides. Y de aquí lo de geometría meta-euclidiana, Pero se da el caso de que la geometría euclidiana es la del plano, la del espacio plano, de dos dimensiones, pues en cuanto se trasporta la geometría a una superficie esférica —como lo es, con ligera variante, la de la Tierra— ya el postulado marra. Porque desde uno cualquiera de los polos se pueden bajar Infinitas perpendiculares al Ecuador. Perpendiculares curvas como el Ecuador mismo. Y esto, que es ya conocidísimo —y perdón por haber tenido que recordarlo—, podemos trasladarlo al campo de la historia.
Que si hay una geometría, esto es: “metría” o sea medida, de la “gea” o sea tierra, considerando a ésta como plana, hay una historia que podríamos llamar euclidiana, considerándola en plano, sin profundidad. Y todos los errores que nacen del planisferio, de representar en mapas planos vastas superficies curvas, como son las de nuestra corteza terrestre —y sin tener, por ahora, en cuenta las otras curvaturas, de las llamadas curvas de nivel—, no son nada junto a los errores históricos que nacen de ver la historia representada en plano histórico y sin las curvas de nivel histórico. Los más de los relatos históricos son lo que podríamos llamar planos, sin profundidad. El narrador no percibe si no la superficie. Y de ahí que se pregunte a las veces qué es lo que habría sucedido de no haber sucedido lo que sucedió. Y es que acaso eso otro, lo que no sucedió en el plano, en la superficie, se quedó más dentro, en otra dimensión, en profundidad. En la leyenda.
Porque es en la leyenda donde queda lo que pudo haber sido y no llegó a ser. Es en la leyenda donde quedan las infinitas posibilidades y a las veces las más absurdas. Por lo cual no creo que andaba tan descaminado cierto amigo mío a quien se le encargó traducir un libro de Westermarck sobre el matrimonio primitivo y me decía: “Estoy desesperado con esta sociología, que si los olgonquinos se casan así y los chipewais de tal otro modo y que si esta tribu y la otra y la de más allá… Antes llenaban los libros de palabras; ahora, de esto que llaman hechos y que no son si no relatos de ellos; lo que no veo por ninguna parte son ideas”. Y añadía: “Si tuviese que aportar eso que llaman hechos para apoyar una teoría que se me ocurriese, los inventaría, seguro de que cuanto un hombre pueda inventar ha sucedido, sucede o sucederá alguna vez”. Hablaba cuerdamente al afirmar el primado —la primacía— de la imaginación.
La historia que llaman. crítica suele ser historia metaeuclidiana, de ex-futuro, más legendaria que las rechazadas por leyendas. En estos días, al leer las discusiones de las actas de diputados y ver, por ejemplo, que un desahogado orador aducía contra la validez de una elección un suceso ocurrido mes después de la elección discutida me asombré del sentido de desahogo del referido orador, que contaba —es su costumbre— con la ignorancia y la credulidad de los que le oían.
Y por todo ello repito una vez más que no sabemos lo que está hoy sucediendo en nuestra España y que los venideros se encontrarán perplejos ante el montón de leyendas, contradictorias entre sí, con que se les presentará esta que llamamos revolución y la que llamamos contra-revolución. Y esta es también la razón por la que no puedo ni debo decidirme a condenar a unos y absolver a otros porque me los presentan en plano, sin profundidad alguna. Y porque los más de los testigos no saben ver. ¿Se habla de “rumores”? Es el susurro de la leyenda que se está formando. Y esa leyenda es la del ex-futuro, la de lo que pudo haber sido y no llegó a ser.
Pero vaya usted a convencer de todo esto a todos esos energúmenos —y a la vez deficientes mentales— que se empeñan en que uno tome partido cuando no puede formar juicio. Y en tanto los hombres se insultan, se denigran y se matan por no poder conocerse unos a otros. Porque eso de la convivencia no es si no con-conocimiento. (¡Y a la porra con lo de la cacofonía!)
Don Estanislao Figueras
Ahora (Madrid), 8 de mayo de 1936
No hay que darle vueltas; todo el problema se reduce, en el fondo, a un problema lingüístico, de expresión. Y una de las graves dolencias mentales colectivas —nacionales o populares— corresponde a lo que en los individuos se llama “afasia”. No encuentran la palabra que ha de señalar lo que quieren decir, y no hay modo de que se entiendan unos con otros. Llaman cosas distintas con el mismo nombre, y con distintos nombres, a una misma cosa. Lo que se complica en el caso, harto frecuente, de traducir un texto extranjero conociendo peor aún que la lengua de que se traduce la lengua a que se traduce, la propia del traductor. Tal, por ejemplo, en la actual Constitución de la República española, la del 9 de diciembre de 1931; Constitución de papel o de bolsillo, prodigio de indefinición y de indefiniciones. Veámosla, en parte siquiera, para proseguir otro día, que hay tela cortada.
La ringlera de las categorías políticas o civiles, en orden concéntrico, parece ser éste: Nación-Estado-Régimen-Constitución. Nación o Pueblo es categoría histórica —en rigor, indefinible—, que se siente, mas no se define. Envuelve, ciñe y abarca al Estado. ¿Estado? He oído contar que hace años, como se estuviese rezando el rosario en Santiago de la Puebla —de esta provincia de Salamanca—, al decir el párroco: “Un Padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado”, el alcalde, que asistía al rezo, interrumpió con un: “¡No, eso no; que el Estado son ellos!” ¿Tenía razón el alcalde, aunque él, como tal alcalde, fuese uno de ellos? Porque “ellos” quería decir los que ejercían el llamado Poder. El Estado es los que mandan. Y viene el Régimen.
El Régimen —término misterioso— puede ser monárquico, republicano o hasta el del comunismo libertario, especie de círculo cuadrado. ¿Republicano? ¿Monárquico? Aquí encaja aquella aguda definición del formidable conde José de Maistre al decir: “Propiamente hablando, todos los gobiernos son monarquías, que no difieren sino en que el monarca sea vitalicio o temporal, hereditario o electivo, individuo o corporación.” (O clase.)
Ahora, por vía de digresión regresiva, un poco de historia republicana española. La primera República no llegó aquí a durar once meses —del 11 de febrero del 73 al 3 de enero del 74— ni se debió, en rigor, a cambio de régimen, sino a que al renunciar don Amadeo de Saboya, el rey caballero, al trono electivo dio paso a la presidencia de don Estanislao Figueras. ¡Y qué hombre! ¡Qué mal apreciado! Cuatro de los once escasos meses que duró aquella aventura ejerció don Estanislao la doble presidencia: la de la República y la del Poder ejecutivo —que nada pudo ejecutar—, y el 11 de junio huyó al extranjero con un: “¡Ahí queda eso!” Huyó de la España del “¡que bailen!”, del cantonalismo y de la anarquía popular. Los seis meses y veintitrés días de República restante se devoraron a tres presidentes: Pi y Margall, Salmerón y Castelar, hasta que el 3 de enero de 1874, el general Pavía disolvió el Parlamento… soberano. ¿Soberano? Pero de las tres fechas significativas: 11 de febrero de 1873, renuncia de don Amadeo; 11 de junio de 1873, escape de Figueras, y 3 de enero de 1874, liquidación de la soberanía constitucional parlamentaria —el monarca era el Parlamento—, la más significativa fue la del escape de don Estanislao. Todo un símbolo y acaso todo un modelo.
Y ahora veamos: ¿es el régimen —llamémosle republicano, monárquico o como plazca— el que hace al Estado o es éste el que hace a aquél? Intríngulis derivado de la afasía popular epidémica. Nuestra —es decir, la de “ellos”, los del susodicho alcalde— mirífica Constitución de bolsillo, en su artículo 1.°, parrafito tercero, empieza diciéndonos que “la República constituye un Estado…” Pero ¿es la República la que constituye un Estado o es el Estado el que se constituye en República? ¡Lío que ni el de la juridicidad! Debido a la afasía de los traductores constitucionales.
Y llegamos a la cuarta categoría de la ringlera: a la Constitución. “¡Constitución o muerte / será nuestra divisa; / si algún traidor la pisa, / la muerte sufrirá!” Así cantaban nuestros cándidos liberales de Riego. Pero ¿pisarla? Como no se llame así a intentar reformarla… Mas la Constitución misma, en su último artículo —“in articulo mortis”—, habla de su propia reforma. Lo que no impide que “ellos”, los de “nuestra República” —la de ellos—, la declaren provisoriamente irreformable y hasta inciten una revolución para atajar la reforma.
El librillo es sagrado. El mismo conde de Maistre decía: “Ciertos indios dicen que la Tierra descansa sobre un gran elefante; y si se les pregunta sobre qué se apoya el elefante, responden que sobre una gran tortuga. Hasta aquí todo va bien, y la Tierra no corre el menor riesgo; pero si se les urge y se les pregunta todavía cuál es el sostén de la gran tortuga, se callan y la dejan en el aire. La teología protestante se parece enteramente a esta física indiana; apoya la salvación sobre la fe y la fe sobre el libro. En cuanto al libro, es la gran tortuga.”
¿La teología protestante? Y ¿ qué diremos de la demología constitucional, mil veces más enrevesada que la teología escolástica, sea protestante, católica o copta? La nación —y la civilización, que es el orden con ella— se apoya sobre el librillo de la Constitución…, un galápago. Al que hay que dejarle que vaya a su paso y se recoja en su caparazón.
Muchas veces se han quejado los pedagogos laicistas —lo que no quiere decir laicos— de que se empezara en las escuelas primarias por enseñar de carretilla a los niños el Catecismo de la Doctrina Cristiana —Astete o Ripalda—, que son incapaces de entender. Y, en efecto, los niños, a la edad en que se les infusan los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Transustanciación eucarística y otros así son incapaces de entenderlos. Como tampoco entienden los misterios gramaticales del Epítome académico. Pero sustitúyanse unos y otros, los teológicos y los gramaticales, con los del librillo constitucional —el galápago— y ¡Dios nos asista! En algunas escuelas, después de haberse proscrito por los pedagogos el uso de carteles, parece que se han fijado algunos con misteriosos artículos del galápago. ¡Y habrá que ver cómo a los pobres párvulos —de cuerpo y normales—, a los que acaso se les haga alzar el puño, les explican lo que es República, lo que es democracia y lo que es trabajador de toda clase, adultos —y más bien adolescentes— de cuerpo, pero más párvulos (y no normalmente) de mente, que les eduquen! Sacarán la sesera lingüística más cerrada que el puño enhiesto.
“El castellano es el idioma oficial de la República”, dice el artículo 4.° de la Constitución; pero no es el idioma de la Constitución misma, del librillo o galápago. Y menos mal que el Estado, con excelente acuerdo, se propone editar y repartir por las escuelas ediciones oficiales de nuestros clásicos, los de “ellos” y de los otros. La triaca junto al veneno del galápago y de sus sacerdotes. Que la afasía es veneno. Y el galápago empieza ya a ser fetiche mágico —hay que oír, si no, a los técnicos parlamentarios—, y si algún traidor le pisa la cola… ¡Pura superstición demológica! Y… ¿fue acaso supersticioso don Estanislao Figueras, el que tuvo que escapar? Los técnicos dicen que él habría sido el único incapacitado para meterse a reformar. ¿Reformista? Jamás. Y como no pudo reformar, pues, se escapó.
Schura Waldajewa
Ahora (Madrid), 12 de mayo de 1936
A la vista, a la audiencia y hasta al toque de estallidos populares de locura comunal, que recuerdan ciertas epidémicas enfermedades mentales de la Edad Media, vuelve uno la atención al pavoroso problema de la relación entre la conciencia colectiva y la individual. Y se pregunta si los individuos que forman la masa afectada por el morbo mental son realmente individuos, si tienen conciencia personal. Triste síntoma de grave dolencia popular la que en épocas pasadas atribuía a los judíos envenenamiento de fuentes o aplicación de unturas y que hace un siglo llevó aquí, en España, a la matanza de frailes por la acusación de que envenenaban las fuentes. Y pensando en ello se pone uno a reflexionar sobre el trágico hundimiento de la conciencia individual, del buen sentido propio humano, en lo que se llama el sentido común. Y en el ahogo del hombre en la humanidad.
Pensando en esto, en cómo se encuentra desamparada y sin asidero de salud cualquier alma conciente de sí misma en este suelo social, que no es firme asiento de roca, sino movedizo tremedal, pensando en esto he venido —según mi costumbre— a fijarme en un dicho muy corriente, cual es el de que “por el hilo se saca el ovillo”. Y escudriñándolo he venido a parar en si no cabría también decir que “por el ovillo se saca el hilo”.
Entiendo aquí —metafóricamente, se entiende— por ovillo la madeja social, el complejo de creencias, costumbres, instituciones y demás cosas colectivas, y por hilo, la vida individual, la vida interior —y hasta íntima— de cada miembro vivo del ovillo. Y me vengo a preguntar qué sentido —y con el sentido, qué sentimiento— de su propia vida individual puede cobrar en este tremedal de la sociedad de hoy una pobre alma perdida que se pregunta su propio destino, su propia finalidad.
En un precioso ensayo del ruso Wladimiro Astrow leo esto: “La Prensa soviética no gusta hablar de estas cosas; pero rompe aquí y allá el espeso muro de la censura el grito de las almas por aire libre. La Komsomolskaja Prawda informa de íntimas confidencias y quejas de la juventud obrera sobre el vacío y desamparo de su vida “¿Qué importa que tenga ya diecisiete años y que se me llame ya una moza? —dice la obrera Schura Waldajewa—; lo que se me debería explicar es lo que me falta; yo no lo sé. Los jóvenes creen que yo soy brutal y esquiva. Puede ser; pero lo que yo sé es que mi carácter es malo. Pero ¿de dónde viene esto? Si lo supiera, podría corregirme. ¿Cursos políticos? Sí, asisto a ellos. ¿Qué sea el socialismo? Lo sé; se ha tratado la cuestión. Es que se reparta no según las necesidades, sino según las capacidades. Lo que yo quisiera saber es para qué vivimos propiamente. Ahora vamos al trabajo, volvemos a casa, vamos a reuniones o lo que sea. ¿Y después? ¿A qué todo esto?”
¡Pobre Schura Waldajewa, a la que nadie, según parece, le da a conocer la finalidad del trabajo, la finalidad de su vida misma, el sentido de ésta! ¡Pobre trabajadora de la clase que sea a quien no saben explicarle la finalidad, el sentido de la clase de su trabajo! A sus abuelos les explicaban que el trabajo era un castigo a un cierto pecado original; pero a ella, a esa pobre moza, no aciertan a explicarle qué sea, moralmente, el trabajo. ¡Y cuidado que se está fraguando una mitología y hasta una mística del trabajo!
En el artículo 48 de nuestra mirífica Constitución de una República democrática de trabajadores de toda clase, artículo que es un monumento de vacuidad y de galimatías pedagógicos —y sabido es que de todas las vacuidades, la más vacua es la pedagógica—, se dice, entre otras cosas, que la “enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana”. Todo lo cual, bien examinado, no quiere decir nada concreto y claro ¡Eje de la actividad metodológica! Cualquier pobre hombre sencillo del régimen eterno podría haberse figurado que el trabajo de enseñar y el de aprender a hablar bien, a leer, a escribir, a contar, a conocer las cosas de que se vive, era suficiente eje de actividad metodológica, aunque aquel pobre hombre sencillo no entendiera qué es eso de la actividad metodológica. En cuanto a lo de laica…
Muchas veces he dicho sobre ello y tendré aún que decir. Lo de laico es un término completamente indefinido, aunque parezca otra cosa. ¿No confesional?, se dirá. Pero el laicismo que aquí se predica es confesional. Ni puede ser de otro modo, pues a una confesión no se la combate sino con otra confesión. ¡Enseñanza neutral! ¿Neutral? Si uno tiene que confiar la crianza de un hijo a una nodriza, ¡trabajo le mando si va a buscar una con leche neutral, esterilizada o pasteurizada! La leche de la nodriza —como la de la madre— lleva el dejo de los humores de ella. Y así, un maestro o maestra cualquiera, si es persona, que tiene sus creencias y sus increencias, su confesión, su visión y su sentimiento del mundo. Ahora, ¡si ha de limitarse a administrar el biberón pedagógico y metodológico…! Que tampoco es neutral.
A la pobre Schura Waldajewa no han logrado darle conciencia de la finalidad del trabajo, y con esto de la finalidad de su vida, aquellos inhumanos pedantes, trabajadores de la actividad metodológica, que recuerdan al inmortal maestro de escuela de la novela de Dickens Hardtimes. El de “¡hechos, hechos, hechos!” ¿Materialismo histórico? Sí; cuando revienta un tumor en esta sociedad emponzoñada, lo que sale es materia. Lo que el pueblo no sofisticado llama aquí, en España, materia, esto es, pus. ¿Qué otra cosa sino materia es lo que sale de esos reventones de locura colectiva? Pus y sangraza.
Claro está que todo esto que vengo diciendo aquí —y lo que ha de seguir al mismo hilo, pues hay tela cortada— en mi lector, individual, y yo, a solas, por así decirlo, no lo diría ante un público, y al efecto he renunciado a conferencias públicas, al menos en España. No, no voy a exponerme a que me regüelden interrupciones, ya que no a que me espurrien materia. Mi actividad metodológica no llega a eso. Harta tristeza le infunde a uno la lectura de esos debates parlamentarios, que también son reventones de locura colectiva. Porque ¿hay quién lea sin pena esos diálogos de cominería, y de “más eres tú”, y de “vosotros lo provocasteis”, y de “¿qué pasaba entonces?”, y lo por el estilo? Disputas de corral. Y a eso habrá quien llame ¡“exigir responsabilidades”! Mas en nada se diferencia de denunciar envenenamientos de fuentes, unturas de morbos o reparto de pastillas.
Sentido histórico
Ahora (Madrid), 15 de mayo de 1936
No hace mucho que el pontífice máximo —o sumo sacerdote— del actual republicanismo ortodoxo español, en una de sus definiciones doctrinales de lo que es la esencia y la sustancia de una república, se refirió a republicanos de cátedra. Que no sabemos bien en qué se diferencian de los republicanos de tertulia de café o de Ateneo. Aunque sí de los republicanos de calle o de plazuela. Y desde luego nos vino a las mientes lo que se llamó socialistas de cátedra, sin duda para distinguirlos de los de partido y programa político. Pero el mismo pontífice máximo del socialismo ortodoxo, Carlos Marx, cuando elaboraba su obra histórica El capital —y en ella lo del materialismo histórico—, no hacía sino labor de cátedra, era un socialista de cátedra y lo fue de partido cuando redactó el Manifiesto famoso. Primero fue un demólogo, es decir, una especie de teólogo; después, un canonista.
El socialismo que deja de ser de cátedra para hacerse de plazuela y de partido no es ya una doctrina ni una fe en ella, sino que es una iglesia con su disciplina. ¡Y cómo se parece su historia a la historia de las primitivas comunidades cristianas que dieron origen a la Iglesia Cristiana y a la Católica! ¡Las mismas logomaquias, la misma mística, la misma liturgia! La misma en el fondo de su forma, ya que la forma tiene fondo. El mismo horror a la herejía y a la crítica y al escepticismo y al libre examen.
Por camino parecido diríase que le quieren llevar a este misterioso republicanismo ortodoxo, con sus esencias, sus sustancias, sus autenticidades y demás mandangas. Y ya hay quien empieza a santiguarse no con el pulgar de la mano derecha, sino con el puño cerrado de la izquierda. Y ello se irá convirtiendo en una caricatura de religión.
El artículo 3.° de la actual Constitución de la República Española dice que: “El Estado español no tiene religión oficial”. Lo que parece estar claro, pero no lo está. Porque primero hay una u otra religión del Estado, de un Estado determinado, que puede ser la católica, o la calvinista, o la luterana, o la islámica, etc., y puede haber lo que cabe llamar religión de Estado, si no oficial, por lo menos oficiosa. En Italia, en Alemania y en Rusia hay, hoy por hoy, religión de Estado. Este, el Estado, es la Divinidad. ¿No iremos a eso? ¿A una oficiosa religión republicana de Estado? Con su Trinidad y todo. El Estado mismo, es decir: el Poder publico, es el Padre; el Parlamento soberano es el Hijo, y la Constitución es el Espíritu Santo. O sea la paloma.
Y a propósito de esto de la paloma, debo advertir al que se me ha quejado de que tratara tan irreverentemente a la Constitución como para llamarla galápago, que ahora no encontrará tan irreverente que la compare con una paloma.
¿Y qué va a hacer uno sino faltar a ciertas reverencias cuando ve una demología ortodoxa que tiende a confundir todas las nociones históricas convirtiéndolas en logogrifos sociológicos y políticos sin claridad ninguna? República es hoy el Reich germánico y Unión de repúblicas soviéticas se llama el actual Imperio —así, Imperio— ruso. ¿Cuál es más República, más esencial y sustancialmente republicana? Que nos lo diga el pontífice máximo del republicanismo de Estado definiendo “ex cathedra”. Que no suelen ser los catedráticos los que más se distinguen por la manía de definir «ex cathedra». Como hay quien pone cátedra en tertulia de café o de Ateneo o en banco de plazuela. Que ni el catedraticismo es cosa peculiar de catedráticos ni la abogacía lo es de abogados.
Y manteniéndonos en historia y en historia contemporánea, ¿cuál es más República, la de Colombia o la de Méjico de hoy? Que si en aquélla, en la de Colombia, se mantiene en gran parte una religión del Estado, en la de Méjico hay una religión de Estado que persigue a la otra. Ni cabe perseguir a una religión sino en nombre de otra religión. El nacionalsocialismo es religión; el sovietismo o bolchevismo es religión. ¿Lo va a ser aquí el republicanismo esencial, sustancial, constitucional y auténtico?
¿Son todas esas definiciones y excomuniones y esencialidades y sustancialidades y constitucionalidades y autenticidades no más que “bagatelas” y “bizantinismos”? Ah, es que todo eso mantiene esta salvaje guerra incivil en que por demencia colectiva estamos empeñados y somos muchos, pero muchos, no usted solo, mi tan querido amigo Prieto, los que comenzamos a pensar en serio si estaremos contagiados de la imbecilidad colectiva que aqueja hoy a nuestro pobre pueblo. Pues mientras siga eso de si éste es auténtico y aquel otro no, y si el ser algo es llamarse con tal nombre y si los enemigos de la derecha —o de la zaga— son más o menos enemigos que los de la izquierda —o del frente—, mientras siga eso no podrá haber guerra civil civilizada, que es, en el fondo, paz humana.
Espíritu histórico, que es espíritu critico —y en el primitivo y buen sentido del término: escéptico—, espíritu de libre examen, liberal, de cátedra —de cátedra, sí, de cátedra, aunque no dogmático, de “lo dijo el maestro”— sentido histórico es lo que nos hace falta para convivir y colaborar en debates civiles. Sentido histórico.
El otro día cité un pasaje del conde José de Maistre en que éste dice que todo gobierno es monarquía. Y cabe decir que todo gobierno, si es gobierno regular y normal, es república. República siguió llamándose el Imperio Romano. ¿Y por qué no? ¿Por qué hacer de ciertos epítetos contraseñas para perseguir a unos y no a otros? ¡Bizantinismos! Conviene repasar la terrible historia del Imperio Bizantino, donde las discusiones teológicas —basta recordar lo de los iconoclastas— llevaron a los más repugnantes crímenes. Se le sacaba a uno los ojos por si rendía o por si no rendía culto a las imágenes. Y era que debajo de aquellas discusiones bizantinas alentaban las más demoníacas pasiones, resentimientos, envidias, rencores, viles ambiciones cuando no rencillas de camarilla y acaso de serrallo.
Ay, mi querido amigo, no es lo peor el mirarse hacia dentro y sentirse imbécil; lo peor es sentirse recomido el corazón y devorado por la más triste de las pasiones. La que tralla con injurias.
Mañana será otro día
Ahora (Madrid), 20 de mayo de 1936
Se pone la tarde. Me llega del Poniente una campanada eclesiástica, fundida con el lejano ladrido de un perro. ¡Cuánto han ladrado los perros a las campanas! Pienso en que voy a pensar y en qué voy a pensar. Pensar en paz, pero no en la paz. El cielo está en el horizonte ponentino recocido. ¿Pensar en la paz? ¿Y cómo con el eco y el resón de las lecturas de los diarios de la mañana, del triste desayuno informativo? Noticias crudas, no filtradas, reducidas a titulares casi. Porque lo que sigue a esas titulares, a la letra gorda, es como aquella letra menuda de los libros de texto escolares, “lo que no se da”, que decíamos; nombres y señas y número de los muertos y de los matadores. Todo ello crónica como de cronicones medievales y no historias. Y de vez en cuando, los claros de la censura, uno de los más claros e indicativos síntomas del entontecimiento progresivo de los que mandan. “El cielo entontece primero a los que quiere perder”, dice el fragmento de Eurípides. ¡Y luego esas abrumadoras notas gráficas! Aquí está ese retrato del que habla en un mitin ante un micrófono, con la boca en o y el brazo en alto. ¿Pronunció, acaso, el discurso —o lo que fuere, pues lo que es discurrir…— para salir así en la hoja? Pero hay que pensar —es el oficio— para que piensen otros. ¡Y si llegáramos a pensamiento común!…
Y con todo eso de la abrumadora información escrita y gráfica, el recuerdo de las miradas agresivas de aquellos mozalbetes con los que uno se cruzó en la calle al ir a recogerse a casa. ¡La calle! ¡Tener que vivir en ella! Porque no a todos les es dado, como a nuestro Juan Ramón, embozarse en soledad sonora o buscar la humanizadora sociedad de inocentes animalitos irracionales, que, por serlo, no pueden enloquecer. Hay días y lugares, horas y sitios, en que el ambiente de la calle lo es de una indolencia salvaje. Las gentes sin conocerse, y por lo mismo, se miran como en desafío. Y hasta a los pobres niños —¡a los pobres niños!— los están criando en mala crianza. Mal criados acaso por mal nacidos, a descontento de sus padres.
Esa insolencia salvaje es hija de enfermedad colectiva, de locura comunal. Decía el pobre Nietzsche, el torturado soñador de “la vuelta eterna”, que el enfermo apetece lo que agrava y exacerba su enfermedad. Así, en los pueblos que cuando se empobrecen les entran locas ganas de destruir su riqueza. Y de ir repartiendo, y con el reparto acrecentando su pobreza.
Se pone la tarde, y encerrado en mi cuarto cojo con la mirada el recocido celaje del horizonte ponentino. Según va cerrándose la tarde en la noche y van abriéndose —naciendo— en el cielo las estrellas, se me va abriendo el ánimo a la llegada del sueño. De un sueño estrellado y Dios quiera que celeste. En que olvide la monotonía del escándalo y de la rutina de la estupidez colectiva. Recuesto al fin la cabeza en la almohada consultora y me dispongo a trasnochar el pensamiento, que tanta íntima fuerza cobra de la inconciencia. A ver si así logra uno hacer la crónica historia, o leyenda, que es lo mismo. Mientras dura el sueño, ¡qué palabras eternas nos dicta el silencio al oído del corazón! Son ellos, el sueño y el silencio, los que nos remozan a los viejos. ¿Remozar? Nos bautizan —o, mejor, nos rebautizan— en el mar sagrado de la inconciente vida prenatal. El antes del comienzo nos revela el después del acabamiento. Y el alma se nos hincha de lenguaje divino. Decía Leopardi, en su estupendo Cántico del gallo silvestre: “¡Mortales, despertaos! No estáis todavía libres de la vida. Tiempo vendrá en que ninguna fuerza de fuera, ningún intrínseco movimiento, os sacudirá de la quietud del sueño si no que en ella siempre, insaciablemente, reposaréis. Por ahora no os está concedida la muerte; sólo de trecho en trecho se os consiente por algún espacio de tiempo una semejanza de ella. Porque no se podría conservar la vida si no fuese interrumpida a menudo. Demasiado larga falta de sueño breve y caduco, es mal por sí mortífero y causa de sueño eterno. Tal cosa es la vida, que para llevarla es menester de hora en hora, deponiéndola, recoger un poco de aliento y restaurarse con un gusto y como si una porcioncilla de muerte.”
Repensando este pensamiento de Leopardi sobre la almohada consultora, se me viene a las mientes una ocurrencia de William James en su ensayo ¿Merece vivirse la vida?, al comentar la terrible predicación del suicidio, del poeta James Thomson, en su poema La ciudad de la noche terrible. Cita el pragmatista norteamericano pasajes del poeta inglés, y entre ellos éste: “Esta pequeña vida es todo lo que tenemos que aguantar; la santísima paz de la tumba es siempre segura”, y añade Thomson: “Medito estos pensamientos y me consuelan.” Y el pragmatista comenta “Entre tanto, podemos aguardar siempre por veinticuatro horas más, aunque sólo sea para ver lo que cuente del periódico de mañana o lo que nos traiga el próximo cartero.”
¿Lo que cuente el periódico de mañana? Lo mismo que contó el de ayer. Y esto sí que es una pequeña vuelta o revuelta eterna, espejo de la trágica “vuelta eterna” que torturó al pobre Nietzsche —y que era un pensamiento helénico—, como el sueño es espejo de la muerte. Pequeña vuelta o revuelta eterna que es lo que llaman algunos la revolución permanente. ¿Revolución? Motín y no más, con que se entretiene y se mantiene la estupidez comunal, a la que miman los que debieran corregirla. Y la miman mintiendo, que por algo se dijo: “Miente más que la Gaceta”. Mintiendo y creyendo, o más bien queriendo hacer creer que cuando llegue el último incendio se apagará con mangas de riego de tanques.
¿Que mañana será otro día? Mañana será el mismo día, el día del siglo. Y no faltará quien diga que todo esto lo traen los enemigos del régimen. Que es lo que se les ocurre a los mandones que piensan que hay ocasiones en que deben estar ciegos y sordos durante cuarenta y ocho horas. ¡Pobres hombres, que no saben conciliar un sueño de paz! ¡Y pobre pueblo!
Teatralerías de morcilleo
Ahora (Madrid), 26 de mayo de 1936
Que el ánima en pena de Quevedo me acorra en este trance dificultoso.
Hay revoluciones épicas, líricas y dramáticas. Las épicas son propiamente guerras civiles, ordenadas. Tales, entre otras, las de la independencia nacional de un pueblo. Las líricas son las que cumple un individuo en ciencia, en arte, en política, en religión. No caben en teatro. Así, el monodiálogo de Don Quijote y Sancho, que no entra en tablado; su escenario es el universo. Ni el hidalgo ni su escudero son personas teatrales. En cuanto a las revoluciones dramáticas —trágicas o cómicas—, rarísima vez son verdaderas revoluciones. Aunque sus actores no sepan renunciar a la infantil ingenuidad de llamarse revolucionarios. Veamos.
Nuestro pueblo español, sobre todo el del centro de España, es uno de los más teatrales, de los más aficionados al teatro. Y a las corridas de toros, novilladas y capeas, que es otro teatro. ¡Pero de verdad! ¿De qué verdad? Como antaño en una corrida increpara a un espada el gran actor dramático Isidoro Máiquez, aquél, el matador, se volvió a decirle: “¡Señor Miquis, que aquí se muere de veras!” Y a la hora de enfrentarse el matador con la fiera le llaman los aficionados la hora de la verdad. Verdad teatral también. Y esta teatralidad, de tablado escénico o de coso de sangre y arena, ha dado tono y hasta sentido a nuestra vida política. Y a sus revoluciones dramáticas —trágicas o cómicas—, cruentas o incruentas.
Una vez, hallándome en un banquete político de Romanones en una vecina capital de provincia, se levantó a brindar el cacique provincial —un buen cacique—, y al oírle pregunté al que tenía a mi lado: “Dígame: éste, de joven, representó en teatros caseros, ¿no?” “¡Exacto!”, me contestó. Los de la revolución —¡tan teatral!— de 1868 se formaron en esos teatros. Aquí conocí a uno de aquellos revolucionarios, a quien se le llamaba Lanuza por haberse distinguido haciendo de protagonista en La capilla de Lanuza. ¡Y había que verle cruzar, en Lanuza, la plaza Mayor! Y, por otra parte, entre nuestros actuales políticos de partidos revolucionarios hay más de uno a quien le ha tentado el teatro y ha llevado a escena algún drama sociológico en que juega el “genio de la especie” y que no cuajó por su modo serrinoso de expresarse. ¡Qué mala musa es la sociología beocia y hepática!
En las revoluciones dramáticas —o mejor, teatrales—, las conspiraciones juegan un gran papel. (Papel, ¿eh?; no hay que confundirse.) Hay aquello de: “¡A las tres es el movimiento!”, cuchicheado al oído. Y hay las contraseñas y los viajes de exploración. De que algo sabe algún alto gobernante de hoy. Y luego vienen los “actos” con sus “escenas”, en el sentido teatral. Que a las veces llegan a la susomentada “verdad” de los aficionados. Así, a ésta que dan en llamar revolución precedió la loa de Jaca, en que rindieron sus vidas dos generosos y entusiastas actores. Y actores revolucionarios de verdad, quijotescos, líricos.
Llega otro acto dramático revolucionario y se prepara una escena de todo aparato. ¿Y el papel? ¿Estuvo bien ensayado? Creemos, dígase lo que se diga, que las masas, el coro general, no se sabían el papel. Ni conocían el drama. No tenían sentido de la función. Pero allí estaban para dárselo los “reglas”. El “regla” le llaman en los lugares de esta provincia de Salamanca al apuntador, al que desde su escondrijo —concha o garita— sopla a los actores lo que tienen que hacer y que decir. Mas en estas revoluciones teatrales suele suceder que los actores se olviden del papel o no lo sepan y, sin hacer caso al “regla”, se metan a embutir “morcillas” —lo que en la jerga de teatro se llama así—. Sin que sirva que el “regla” les diga: “¡No, no es así; que no es así!”, y les llame al orden, ¡Y qué morcillas!
Porque aquí el morcilleo teatral puede ser de otro género, de un género de “verdad”, de mondongo. Esto es, de matanza. De esa matanza que las comadres rurales dicen que es el arreglo de la casa. Sólo que matanza de hombres, de actores. Y allá anda el pobre “regla” aterrado y sin saber cómo acabará aquello. Porque él, el “regla”, conspirador dramático, no sabe cómo arreglárselas en el arreglo de la casa, en el mondongueo. Pero he aquí que el público, al cabo, al acabar la función, se entusiasma con el arreglo de la casa y empieza, educado en corridas de toros, a pedir: “¡Caballeros!, caballeros!”, como otras veces pedía: “¡Caballos!, caballos!”, y hace salir a los actores a recibir palmas en el tablado por no haberse limitado al papel, y en seguida tenemos a los “reglas”, que se estuvieron agazapaditos en sus conchas, que se suben al tablado a participar de la ovación. Salen como diciendo: “¡Nosotros dirigimos el mondongueo!” Y hasta predican que hay que representar la función “con hiel”. ¡Así! Predican la revolución de verdad.
¿Pasó la romántica loa pre-revolucionaria de Jaca dejando rastro de generosa sangre, en cierto íntimo sentido —que ahora y aquí no he de explayar— redentora, y pasó sin sus “reglas” y su papel? Y luego, en la revolución ya reglada y empapelada —la Constitución es un papel—, vino el acto trágico de Asturias, y el cómico de Barcelona, y hasta el sainete madrileño. Con sus “castañeros picados” y todo. Y por debajo de la función reglada, con su programa, está la acción, la terrible acción, del coro que no obedece a corifeos, que no oye a los “reglas” ni los entiende; está la acción desencadenada. La de los que creen que el arreglo de la casa está en la matanza. ¿Que no estamos preparados para la revolución? Es que la verdadera revolución no es sino preparación. O educación. Educarse para la libertad es hacerse libre. Y los que así —acaso harto sarcásticamente— nos burlamos de la supuesta revolución, somos los que cultivamos la revolución de verdad. Que es la de decir la verdad, que no reconoce partido. “La verdad os hará libres”, quedó escrito. ¡Y cómo descansa uno cuando ha dado su verdad! Lo sabía Quevedo, el de las feroces burlas.
¿Que mezclamos lo verdaderamente trágico con lo no más que cómico y con lo sainetesco? ¿Que este jugar con los dos sentidos del morcilleo es algo repelente? Lo repelente es este representar y no presentar la revolución; lo repelente es este funcionar —¡funcionar!— de revolucionarios; lo repelente es una llamada revolución, dramática y teatral —aunque a las veces sangrienta—, en que no se presiente ni un aliento épico de verdadera guerra civil, de independencia nacional, ni un aliento lírico, quijotesco, de revolución ideal. De revolución de ideas. Porque aquí, hoy, no cabe hablar de ideología revolucionaria. Nuestros funcionarios de la revolución dramática carecen de verdaderas ideas. Basta leer su código. Y sus pésimas traducciones.
¿Que este bosquejo es amargo? Son los “reglas” y los funcionarios de la revolución los que nos amargan la vida.
Trabajadores de toda clase
Ahora (Madrid), 5 de junio de 1936
¡Las veces que nos hemos referido a aquella teórica ocurrencia del articulo primero de nuestra pedagógica y sociológica Constitución de que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase”! ¿Teórica? Teórica, si, pues de ella no se deduce nada en el orden práctico. Mas como teoría merece examen. El sociólogo que metió lo de “trabajadores”, sin la posterior coletilla “de toda clase”, lo hizo por sugestiones nada nacionales y en rigor para servir a la dependencia de España respecto a un pueblo extranjero. Advirtióse el peligro y se añadió lo “de toda clase” para dejar lo de “trabajadores” en una mera vacuidad. Porque ¿quién no es trabajador de alguna clase? Lo son no ya los empecatados burgueses y los capitalistas, sino todos los que cumplen el trabajo de vivir, aunque sea a costa ajena.
Desde que se constitucionalizó eso de “trabajadores”, la denominación —y no más que denominación— ha hecho fortuna. Un día tenemos los “trabajadores de la Enseñanza”; otro, los “trabajadores del arte”. Esperamos ver que los recaudadores de contribuciones se constituyan —constitucionalmente— en “trabajadores del Fisco”; los guardias de Asalto, en “trabajadores de la represión”. Y así todos los demás. Todo el que ejerce una función ejerce un trabajo. Y hasta el vago, el holgazán. ¡Pues no es poco trabajo el de holgar! Antes de ahora he contado cómo un amigo mío me decía que la malquerencia que ciertos hombres laboriosos guardan al vago es porque éste es el fiscal del que trabaja. “¿Ve usted —me decía— ese vago que se pasa las horas muertas día a día dando vueltas aquí, en la plaza? Pues el confitero ese no le puede ver porque es quien se detiene a diario ante su escaparate y puede decir: Esos pasteles llevan ahí, los mismos, más de ocho días. El vago vigila e inspecciona al no vago.” Y es que el vago trabaja de ojo.
No sé si los mendigos —los de profesión y vocación y aun de herencia, no los otros, los ocasionales— estarán o no sindicados, pero podrían estarlo como “trabajadores de la mendicancia (manganza), mendicidad o pordiosería”. Que es también un trabajo como otro cualquiera. Pues, ¡menudo trabajo que es el de mendigar o pordiosear! ¡Difícil función para ejercerla con eficacia y dignidad! Y no en vano se instituyeron en la Edad Media Órdenes religiosas mendicantes. Y en relación con esto ahora empieza a constituirse —constitucionalmente también— otra clase de trabajadores, cual es la de los trabajadores del paro. Que trabajan para mantener y propagar el paro a pretexto de acabar con él. Es la orden de los parados. Que en rigor no se asocian, sino se amontonan.
En cierta ocasión le preguntaban a un amigo mío, hombre cultísimo y gran amigo de la lectura y de asistir a teatros y espectáculos públicos, si no escribía, y respondió: “No, yo leo, porque hace falta quien lea para que haya quien escriba”. “¿Luego usted no es productor, no produce?”, le dijeron. Y replicó: “Sí, señor, soy productor; produzco consumo”. Y esto de considerarse el consumidor como productor de consumo es un concepto económico muy arraigado en los trabajadores del paro. Así como en los trabajadores del descanso.
A las veces, lo de no trabajar es una especie de obligación. He sido durante años, y lo soy ahora, como rector de la Universidad, patrono de un asilo de ancianos fundado para que éstos descansen o huelguen. Por razones de higiene se recomendó a los pobres asilados, sin obligarles a ello, ¡claro!, que los que se sintiesen con fuerzas y ganas trabajasen algo, por vía de recreo, en una huerta del asilo. Algunos lo hicieron y hasta un antiguo carpintero pidió que se le diera un banco de carpintería. Pero he aquí que el administrador del asilo me vino un día a que fuese a cortar una especie de pequeña revolución que había suscitado entre los ancianos asilados uno de ellos diciendo que su “obligación” (así) era holgar y no trabajar, que para eso se fundó el asilo, y que el que sintiera ganas de trabajar tenía el deber de solidaridad y compañerismo de aguantárselas y no ir a poner la ceniza en la frente a los compañeros y como a hacerlos de menos. La teoría, inútil es decirlo, me cayó en gracia. Era una teoría verdaderamente revolucionaria.
¡Trabajo! ¡Trabajo! ¿Y qué no es trabajo? Trabajo es velar y se vela para dormir. Trabajo es vivir y se vive para morirse. Que no es que se muera por haber vivido, sino que se vive para morir. Trabajo es —por agradable que sea— el engendrar hijos y se los engendra para morirse uno. Que dar la vida es perderla. Y esta es doctrina fisiológica y biológica de largo desarrollo. La hermandad del Amor y de la Muerte es tema fecundísimo de poesía y de filosofía. Que ha inspirado, entre otros, el hermosísimo canto de Leopardi Amore e Morte.
¿Qué no es trabajo? Hasta el asistir a un espectáculo. ¿Y por qué no han de formarse ligas de “trabajadores” de ver los toros, o partidos de pelota o de fútbol, o piezas de teatro? O de trabajadores radio-escuchas. Productores de consumo también.
Y tú —me dirá algún lector malicioso—, trabajador ¿de qué “clase”? Y yo le contestaré con aquello de mi excelso maestro y tocayo don Miguel de Cervantes Saavedra en el “Prólogo al lector”, de la segunda parte del libro: “Había en Sevilla un loco, que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiaguda en el fin; y en cogiendo algún perro en la calle o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que soplándole, le ponía redondo como una pelota y en teniéndolo de esta suerte le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba diciendo a los circunstantes (que siempre eran muchos): Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro. ¿Pensarán vuesas mercedes que es poco trabajo hacer un libro?”
Yo también, malicioso lector amigo, te digo con Cervantes que no es poco trabajo hacer un artículo de estos, o con el loco de Sevilla, hinchar un comentario. Y más ahora, en temporada de locura colectiva, en que España está hecha un manicomio suelto. Y en que hasta los loqueros han enloquecido al punto de que hablan de “aplastar” a los locos de locura contraria a la suya —a la de los loqueros—; y “cuando el guardián juega a los naipes ¿qué harán los frailes”? ¡Trágico manicomio! Trágico manicomio en que se llega a la “dementia tremens” de considerar enemigo publico del régimen al que se llame —¡se llame!— fascista. Beligerancia de la insensatez. Trabajadores de la locura.
Ensayo de revolución
Ahora (Madrid), 7 de junio de 1936
No sé si para apartarme de la actualidad o para encontrar lo eterno de ella por otro camino dejé la prensa del día y me puse a leer las Migajas filosóficas, del gran sentidor danés Soeren Kierkegaard. Y, de pronto, me hirió esta frase, al parecer enigmática: “la novedad del día es el principio de la eternidad”. Y a mí, acostumbrado más aún que a su danés a su íntimo lenguaje espiritual kierkegaardiano, se me presentó al punto todo lo que aquel torturado y torturante espíritu quiso decir con ello.
La novedad del día ea lo verdaderamente nuevo de un día; el hecho que abre una nueva vida que arraiga en lo eterno; una nueva vida de un hombre o de un pueblo; una verdadera revolución. Que siendo verdadera, es una renovación. Porque revolverse —y menos revolcarse— no es, sin más, renovarse. Cabe renovarse quedándose muy quieto y sosegado. Las mudas, por ejemplo, no se hacen con desuellos. La serpiente no se quita la vieja piel mientras no tiene la otra, la renovada, por debajo. Que si hiciera de otro modo tendría recaídas y correría grave riesgo. Y así un pueblo. Al que se supone muchas veces que ha cambiado por dentro y no hubo cambio.
“Renovarse o morir”, se ha dicho. Pero renovarse es, en cierto modo, recrearse, volverse a crear. Y no es poco renovar, recrear, crear un pueblo. ¡El placer de crear! Sí, el placer de crear, pero no se crea con revoluciones. A lo más, son éstas las que hacen —y deshacen— a los hombres que creen hacerlas y dirigirlas, y no ellas a éstos. Los hombres, ¡si lograran comprender el torbellino que les arrastra! ¡Si lograran comprender la novedad del día —que suele etiquetarse con una fecha—, adivinando en ella el principio de eternidad, la renovación histórica! Así dicen que Goethe adivinó en la batalla de Valmy un mundo nuevo. Lo que, seguramente, ni vislumbró el general que mandaba la batalla. Que no quien realiza un hecho prevé su alcance. Ni ve en la novedad eternidad, ni en el día ve principio.
Y ahora, una anécdota. Uno de mis buenos amigos, diputado que fue conmigo en las Constituyentes y habitante en una provincia cercana fue, no hace mucho, a Madrid, y al visitar a su jefe político se lo encontró muy preocupado con el estado de la cosa pública (traducción de República), y en el curso de la conversación le dijo, por vía de adhesión y de alabanza: “pero bueno; en buenas manos está el pandero”. El cual replicó: “¿Pero es que hay pandero?” Y yo, de haber estado presente, habría añadido: “¿pero es que hay manos?” (Mejor que la metáfora del pandero sería la de un torno de alfarero y arcilla para un botijo).
Y tengo que volver a lo de la teatralidad, la representación, y no presentación, de lo que se llama ahora aquí la revolución. Revolución que revuelve muy poco, pero no renueva casi nada. En su aspecto teatral ofrece escenas perdidas sumamente típicas. Hace unos días hubo aquí, en Salamanca, un espectáculo bochornoso de una Sala de Audiencia cercada por una turba de energúmenos dementes que querían linchar a los magistrados, jueces y abogados. Una turba pequeña de chiquillos hasta niños, a los que se les hacía esgrimir el puño —y de tiorras desgreñadas, desdentadas, desaseadas, brujas jubiladas, y una con un cartel que decía: “¡Viva el amor libre!” Y un saco. Que no era ¡claro! del que se le libertó al amor. Y toda esta grotesca mascarada, reto a la decencia pública, protegida por la autoridad. La fuerza pública ordenada a no intervenir sino después de… agresión consumada. Método de orillar conflictos que no tiene desperdicio.
Toda esta selvática representación revolucionaria está acabando de podrir, hasta derretirlos o pulverizarlos, a los famosos burgos podridos. Se les sacó de su costumbre para no darles otra. Y la famosa revolución está arrojando a las ciudades la podredumbre que ya no cabe en los burgos y que se meje con la podredumbre urbana, sobre todo con la arrabalera. Y andan, no ya revolviéndose, sino revolcándose, hombres que viven sin consigo mismos. A la vez que se apresta a defenderse la burguesía proletaria, o proletariado burgués, a que no la den un revolcón.
Crear —o re-crear— un pueblo, hacerlo, renovarlo —como quien hace una ánfora o toca el pandero—; ¡pues ahí es nada la cosa! ¡La cosa publica! ¡Menudo ensayo! Y a empezar por una novedad del día, de tal o cual fecha o con un código de papel —como el “galápago” de que aquí os hablaba hace poco— y como principio de eternidad, o sea de historia. ¡Ah, no, no! Aquella muda no fue muda de verdad. Debajo de la vieja piel no estaba formada la nueva, y no se puede acabar de formar con escaras a la vista. No; no empezó una nueva vida pública en aquella fecha mítica. Ni la renovación de los tejidos, y de los de las entrañas menos, va a eso que llaman ritmo acelerado. No se hace crecer una planta a tirones. Sístole y diástole tiene el corazón; sueño y vela el ánimo ; trabajo y descanso el cuerpo. He oído decir que España ha cambiado radicalmente desde hace cuatro o cinco años. ¡Embuste! Por debajo de las túrdigas de la vieja piel no hay en gran parte todavía más que carne viva o cicatrices sanguinolentas. Y es completa carencia de sentido histórico —o acaso frivolidad— asegurar que tal o cual cosa no puede ya volver. Las recaídas —como los que J. B. Vico llamó “recursos” (en italiano “ricorsi”)— pueden siempre volver. ¡Pues no faltaba más! Ni las revoluciones, ni los revolcones, ni las renovaciones, ni las restauraciones dependen de la voluntad de crear de un hombre. ¿Un poeta de pueblos? ¡Terrible vocación! Y, sobre todo, ¡ojo con los ensayos! Que están bien para el teatro, a telón corrido. Se ensaya la representación de una muerte escénica, de chancitas, y suele muy bien suceder que cuando en la comedia —o farsa—, a telón alzado, toca representarla, la representación se atasca. “A ver hasta dónde se puede llegar” es peligroso lema de ensayos. “Ni una coma más, ni un punto más”, se dice, y como es tan fácil resbalarse en puntos y comas, se va uno en puntos suspensivos. Pues, ¿quién pone puertas al campo? Y esto en un país y una temporada en que no se saben ni paz ni justicia; en que no se goza sabor ni de una ni de otra; en que saben tan mal que no cabe saborearlas. Y estamos hasta la coronilla de ensayos de revolución. Que se va en probaturas.¡Pobre Niña!
Р. D.—Apenas acabado este Comentario me envía Marañón su nuevo libro El conde-duque de Olivares (la pasión de mandar), y antes de ponerme a leerlo me ha herido —es mi modo— la expresión “pasión de mandar”. Que he de relacionar con otras tres; “el placer de mandar”, “el placer de crear” y “la pasión de crear”. Y queda la pasión de entender.
El día de la infancia
Ahora (Madrid), 12 de junio de 1936
Lo jorn de l’infantesa
que no tingué demá.
VERDAGUER
Antes de ahora y más de una vez —creo— he citado unos versos maravillosos, casi milagrosos de intimidad y de expresividad, brotados de nuestro gran poeta mosén Cinto Verdaguer. Fue en mi clase donde comentando un día al gran poeta leí —en catalán, ¡claro!— uno de sus poemas y al llegar a la estrofa en que sale la santa soledad del día único de la infancia, se me clavó en ello el oído y me ahogó la voz la fuente de las lágrimas. Era que se me subía a los ojos, a la boca y a los oídos el día único de mi infancia.
La estrofa queda diciendo: “Ai soledat aymada / ma companyona un día / lo jorn de l’infantesa / que no tingué demá; / d’ençá que trist anyoro / ta dolça companyia / com font escerreguda / ma vena se troncá.” (Cito de memoria.) Y aunque es triste tener todavía que traducir del catalán los traduzco: “Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia, que no tuvo un mañana, desde que triste añoro tu dulce compañía, cual fuente escurridiza, mi vena se truncó.” ¡Soledad, querida compañera del día único de la infancia, del que no tiene un mañana, otro día siguiente, otro, un demá (francés demain) del día eterno!
Es que el niño en su soledad creadora, mientras se está haciendo su mundo, soñándolo, entre otros niños, no vive ni sueña atado a lugar y a tiempo. Vive en infinitud y en eternidad. Su vida no es tópica ni crónica. Ni topométrica ni cronométrica. Ignora la medida del espacio y la del tiempo. el reloj ni el calendario rigen para él. Un solo día, un día sin día siguiente, sin un mañana! Y no sólo en los niños, sino en los santos. En los santos infantiles. Figurémonos un ermitaño anacoreta —o un cartujo— que no se aparta del pequeño jardín que ciñe a su celda y que no vive atenido ni a horas ni a días diversos, ni a reloj ni a calendario; éste vive durante su vida toda un solo día. ¡Y un día sin un mañana! Ese único día se le va creciendo, se le va ahondando. ¿Monotonía? ¡No, no! Y así no se siente envejecer, no siente venir la muerte, y cuando llega ésta, el eterno mañana, no la siente y se muere sin saber que se muere ni que se ha muerto.
El que tiene experiencia de niñez, de infancia, propia o ajena, sabe cuándo se acaba esta infancia, cuándo llega el otro día y con él los otros días. Es cuando el niño descubre la muerte; que uno se muere. Porque antes, aunque vea morirse a otro, o le vea muerto, no siente la muerte, no la descubre. Todos los padres observadores, todos los maestros —no quiero decir pedagogos, y menos si se apellidan laicos sin entender el apellido— han podido observar conmovidos, y aun acongojados, ese alborear de la conciencia de la muerte —que coincide, en los primeros vislumbres de la pubertad, con la conciencia del instinto sexual— cuando se cierra el día santo y único de la infancia.
Y así, evocando mi alma de niño, la de mi único día de la infancia, con mis almas de maestro —no de catedrático—, de padre y de abuelo, veo con espanto el espectáculo inhumano de esos pobres niños —¡niños en el día único!— a quienes padres, y lo que es peor, madres, desalmados les obligan a mantener enhiesto el brazo derecho con el puño cerrado y a proferir estribillos de odio y de muerte y no de amor. O a que oigan acaso eso del “amor libre” que no es tal amor. Delante de unos niños —acaso hijos suyos— decía una de esas desalmadas que mientras supiesen ellas, las de su ganadería, quiénes eran los padres de sus crías, no habría progreso en España. Y dicho eso aullaba insensateces. O arrancándoles de la santidad de su día único, del santo día único que no conoce la muerte, se les lanza al presentimiento de la matanza, que no ya de la muerte. Se ha visto adiestrar a niños, a pobres niños, ataviados con guiñapos rojos, en la caza del hombre. Nosotros, los adultos, los ya envenenados, los enloquecidos, que nos entreguemos a nuestras repugnantes luchas… ¿Pero educar en ellas a los niños? Es como si para evitar que estos pobrecitos al llegar a la edad terrible del doble descubrimiento den en vicios solitarios, se les obligara a ciertos actos en que a modo de bárbara vacuna adquiriesen esa terrible dolencia que desemboca en la parálisis progresiva. Y de hecho conocemos pedagogos —no maestros, repito— que hablan de los peligros de la inocencia y de la conveniencia de abreviar el día único de la infancia. Y de anticipar ciudadanos.
Ya no se habla de respeto a la libertad de conciencia del niño, pues se sabe bien que esa conciencia a que se alude, el niño no la tiene; sino que se habla de captación de ella. Ya se dice que la conciencia del niño ha de ser del Estado y quiere decirse que de una clase. Que el niño ha de profesar la religión de Estado. Comunista o fajista, es igual.
Llegará un día en que los pobres padres que no puedan ni educar por sí mismos a sus pobres hijitos ni pagar a educadores de su confianza se nieguen a entregarlos a pedagogos —no maestros— de religión estatal y no laica, no popular de verdad, no nacional. Se nieguen a que les enseñen a levantar el puño cerrado en vez de santiguarse, y se nieguen a que en vez de empapizarles con el Catecismo les empapicen con la Constitución o con algo peor aún.
“¡Ay soledad querida, mi compañera un día, el día de la infancia, que no tuvo un mañana…!” ¡Qué terrible mañana, que trágico descubrimiento de muerte y de odio se está preparando a esa niñez, porvenir de la patria!
Otro de mis poetas favoritos, éste inglés, el gran meditativo Wordsworth, dejó para siempre dicho esto que traduzco aquí:
“Mi corazón brinca cuando veo arco iris en el cielo: así era cuando empezó mi vida; así es ahora que soy un hombre; sea así cuando envejezca, o que me muera antes. El niño es el padre del hombre y ojalá mis días se eslabonen entre sí por natural piedad.” Es decir, que perdure el día de la infancia. ¡Y pensar que estos niños envenenados se harán hombres, se engendrarán hombres y lo que será de éstos y de su comunidad! ¡Niños y… niñas! Porque entre esos pobres niños, en la edad en que no se acusa ni marca espiritualmente el sexo, hay niñas. Niñas que serán un día madres. Y hay que pensar en el terrible fanatismo, en la beatería —así, beatería, de un extremo o de otro— de la mujer, encendido y superficial a la vez, sin hondura ni anchura, histérico e inconsciente… Tremendo fanatismo femenino —más teatral que sincero, histérico, de galería— que no sabe ver el arco iris en el cielo. Mas de esto, otra vez.
Don Baldomero Espartero
Ahora (Madrid), 26 de junio de 1936
Hoy no voy a hablaros desde aquí, habituales lectores míos, de don Estanislao Figueras, como lo hice no hace mucho —¿os acordáis?—, sino de don Baldomero Espartero. Pero tanto monta. Que si éste, don Baldomero, no huyó como aquél, don Estanislao, del Poder supremo del Estado, dejándolo en desamparo, fue echado de él, nada menos que de la Regencia del reino, y ya recordaremos cómo y por qué. Mas antes he de recordaros, mis habituales lectores, aquel otro Comentario que publiqué aquí mismo, en el número del 14 de diciembre de 1932, al comentar el interesantísimo libro de nuestro Romanones Espartero, el general del pueblo, hoy tan de actualidad como entonces y como todo lo que Romanones escribe y dice. Titulé a mi Comentario aquel: “¡Ay mi jardín, mi jardín!”, frase entrañada del general —duque de la Victoria— a su chiquita, a su mujer, en carta escrita en vísperas de su victoria de Luchana, la que preparó el abrazo de Vergara. Que también don Baldomero tuvo su “jardín”. Y dije en aquel mi Comentario al libro de Romanones que en aquel “¡ay mi jardín, mi jardín!” se le fue al general del pueblo “toda el alma de manchego casero y quijotesco, todo aquello por lo que su generación le consideró como salvador de la Patria”. Hasta que le desconsideró.
¡Riego y Espartero! He aquí dos símbolos del liberalismo doceañista, el de nuestro siglo XIX. Cada uno de ellos tuvo su himno, aunque el de Riego ha sobrevivido al de Espartero, y no por su superioridad artística. Espartero no fue un pobre exaltado como Riego, sino un hombre cauto, bastante astuto y a quien, además, le ayudó la suerte. Soldado en Ayacucho, cuando el reino de España perdió realmente la América continental; vencedor de los carlistas en Luchana —junto a mi Bilbao— y acabador de la guerra civil con el abrazo de Vergara. Y luego, ídolo de los liberales progresistas, que arrojaron de la Regencia del reino a la viuda de Femando VII, doña María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y después señora de Muñoz, elevado a duque de Riánsares.
El bagaje ideológico de don Baldomero era escaso y muy sencillo. Acaso se cifraba en aquel su famoso: “Cúmplase la voluntad nacional.” Porque el general del pueblo tenía de todo menos de pedante ni de definidor. No se sabe que disertara sobre la autenticidad, la esencialidad ni la sustancialidad de su constitucionalismo monárquico y liberal. En cuanto a escribir, no escribió mucho, y lo mejor de ello, sin duda, sus cartas a su mujer. Aunque Romanones nos hizo saber que había escrito hasta un soneto, que revela “la sencillez de su espíritu”, a la reina gobernadora, doña María Cristina, de la que el conde nos deja vislumbrar que anduvo algo enamorado. Y que los sonetos revelan sencillez de espíritu puede asegurároslo este comentador aquí.
El general del pueblo acabó echando de la Regencia del reino a la reina madre y sustituyéndola en ella. Pues así fue, ya que en las Cortes de 1841 fue elegido regente don Baldomero Espartero por 179 votos contra cinco por la reina Cristina, 103 por Argüelles, uno el conde de Almodóvar y uno el brigadier García Vicente. La votación no fue muy lucida, y se la debió el general no a los dos partidos constitucionales ni siquiera al progresista, sino a una fracción de éste. Verdad es que sin coaliciones. Y así fue cómo don Baldomero pudo retirarse a la Regencia del reino, de la que antes de cumplir su mandato fue echado, a su vez, al grito de: “¡Fuera Espartero!”, en 1843, y huyó a Cádiz; de Cádiz, a Lisboa; de Lisboa, a El Havre, donde se unió con su chiquita, y de allí, a Londres. Luego volvió a su España, pero para retirarse a Logroño, con ella, a cultivar su jardín. Arrojado del Poder supremo, se anticipó la declaración de mayoría de edad de Isabel II, que juró el 10 de noviembre de 1843. Y a la que quedó rendido y obligado el que había sido su regente.
Pero ¿cuál fue la causa íntima de aquella deposición violenta del regente? Parece ser que se la predijo y se la explicó su antecesora en el cargo, la reina regente, doña María Cristina, al decirle que así como a ella se la echaba por no haber sido regente de todos los españoles, y ni siquiera de todos los dinásticos de su hija —llamados “cristinos” frente a los carlistas—, sino de una parte de ellos, así se le echaría a él, al general del pueblo, al progresista, por entrar a ser regente de un partido. Claro está que entonces el regente, el de “¡cúmplase la voluntad nacional!” —la de hacerle a él regente—, no puso topes ni a lo que hoy llamaríamos derecha e izquierda, ni en los carlistas o absolutistas, de un lado, ni, de otro lado, en los republicanos, que éstos no los había entonces. Ni aparecieron con alguna valía hasta después de la revolución de septiembre de 1868 y el subsiguiente fugaz reinado de don Amadeo de Saboya. Y es de recordar que cuando se iba a restaurar la monarquía —aunque no la borbónica—, Prim ofreció la corona a don Baldomero, que, ¡es claro!, enamorado de su jardín, la rehusó. Aunque no la hubiese obtenido, pues ni sus más fieles le querían ya para rey. Era demasiado.
Don Baldomero cayó de la Regencia porque no pudo —o acaso, lo que es peor, no supo— ser regente de todos los españoles, monárquicos o no. Y eso que ni a él ni a ninguno de sus secuaces se le ocurrió la insensatez de declararse “beligerante” en la guerra civil que continuaba latente, ni de hablar de “aplastar” a los adversarios, aunque sí, en cierto modo, de ligarse a pactos que coartasen la obligada neutralidad del Poder supremo en las luchas civiles de los partidos. Pero al general le llevó a la Regencia un partido político, y así le salió ello. Y así le costó a España, supeditando el régimen a lo que se llamaba —y se llama— política y es otra cosa. Política de partido, que es antipatriótico inspirar, y menos dirigir, desde una Regencia.
Véase, pues, cómo si don Estanislao Figueras tuvo que huir de España por no poder atajar la anarquía que la devoraba, y que acabó con aquella apenas si añoja República de 1873, a don Baldomero Espartero hubo que echarle porque el general del pueblo no supo, no quiso o no pudo serlo de todo el pueblo. ¡De todo el pueblo! No supo, no quiso o no pudo, o no le dejaron ser de todo el pueblo, con su frente, y su coronilla, y su pecho, y su espalda, y sus dos costados. Que el vencedor de Luchana y el del abrazo de Vergara no estaba llamado a hacer otra España. Ni, en rigor, se proponía tal cosa el manchego de su jardín. Era más discreto que como para eso. No concibió así la “política” el general del pueblo, que al decir: “Cúmplase la voluntad nacional” no pretendía interpretarla él. Ni menos conocerla mejor que otros.
Huichilobos y el bisonte de Altamira
Ahora (Madrid), 28 de junio de 1936
A mi buen amigo José María de Cossío,
erudito investigador de tauromaquia.
“Que un sang impur abreuve nos sillons de la Marselle.”
Nunca logró interesarme la fiesta llamada nacional, la de las corridas de toros. Aunque sí me interesó, pero no como espectáculo de arte, sino como persistencia de un terrible culto de una religión pagana y casi prehistórica. Acaso de los tiempos del bisonte de Allamira. Un sacrificio propiciatorio a no sé qué divinidad que pide sangre. Divinidad de la estirpe de aquel terrible dios de la guerra, mejicano, Huitzilipotzli, a quien nuestros cronistas de Indias le llamaron Huichilobos. Y que vuelve, en cierto modo, a renovar la vieja tradición de popular barbarie, o mejor que barbarie, salvajería.
¿Fiesta nacional o popular? Las dos cosas. Nacional, cuando el espectáculo toma un cierto carácter oficial. Como en las corridas regias antaño y en las de aparato, presididas por una autoridad gubernativa. Esta es la fiesta celebrada, investigada y estudiada por revisteros, eruditos y hasta filósofos de la tauromaquia. Pero junto a ella persiste la otra, la fiesta popular, la de las capeas de los pueblos, fiesta sin cuadrillas contratadas —algún torerillo parado que se echa al ruedo como espontáneo— y en que el mocerío aldeano se da el placer de hostigar a mansalva al novillo, de acosarle para ver correr su sangre, de satisfacer así un instinto, en cierto modo religioso, de sombría religión. Y hay que confesar que sin este aspecto, el popular, que es el primitivo y originario, no cabe explicar el otro, el de la fiesta nacional.
¿Qué es lo que le ha dado su carácter oficial, litúrgico, propiamente eclesiástico —aquí es el Estado el que hace de Iglesia— a ese sombrío culto a una divinidad de sangre? Porque el carácter oficial es lo que a muchos nos acongoja. Cuando unos obreros, declarándose en huelga, se niegan a trabajar, hasta en un servicio público, corren los riesgos de su actitud, pero no se le ocurre a ninguna autoridad llevarles al campo de su trabajo a que trabajen a la fuerza. Y, sin embargo, hemos visto recientemente que a unos toreros que se negaron a torear se les llevó por la fuerza pública a la plaza de toros a que lo hicieran a la fuerza. Colmo de barbarie gubernativa. ¿Y para evitar qué? El que unos bárbaros que llevaban un cartel con un “¡Queremos corrida!” hiciesen cualquier barbaridad —quemar la plaza o agredir a los pobres toreros huelguistas—; ¿y quién les convence a esos bárbaros, con su dementalidad córnea de aficionados castizos? ¿Es que no se han visto sangrientos motines cuando a un villorrio se le ha negado la autorización para una capea? ¡Ah, es que se atentaba a la libertad de un milenario culto de sangre!
Y ahora ha venido el pleito entre los toreros mejicanos, los del dios Huichilobos, y los ibéricos, los del bisonte de Allamira. No es cosa de entrar en el aspecto legal de esta concurrencia. Es aquí lo de menos. Lo que el público —la “afición”, la trágica afición— pide es que le dejen saciar su sed… de sangre propiciatoria. Se ha visto a un pobre torero ibérico ofrecerse a un verdadero suicidio, sin arte alguno, no más que para probar que podía competir con los toreros de Huichilobos. ¿Es que, en el fondo, los castizos aficionados no siguen de plaza en plaza a un diestro de instinto suicida, a un mártir de esa sombría religión de sangre, en la esperanza de verle despanzurrar por un toro y verter sangre y poder decir: “Yo lo vi”? ¿Y no está la autoridad para aplacar esa religión salvaje de los aficionados e impedir así que se den éstos en hacerse ellos mismos sacrificadores? ¿No hay esa frase terrible de: “¡Vamos, que habrá hule!”? ¿Y es que no se ha oído en un match de boxeo gritar a una… señorita —no mujer—, dirigiéndose a uno de los luchadores: “¡Mátale!”, y con los ojos, y no sólo los ojos, retemblándole? Sin que se supiera si quería ver muerto al que la enloquecía. Sadismo puro. Que explica, por otra parte, no pocos suicidios mutuos en que la pareja de enamorados mezcla sus sangres. Y entretanto, pan y toros. Pan empapado y sangraza. Como en el Méjico precolombino el dios de la guerra, Huitzilipotzli —Huichilobos— se apacentaba de sangre humeante de sacrificios humanos.
Pensando en todo esto me han venido a las mientes las luchas de gladiadores, pobres esclavos como los que sublevó Espartaco, que satisfacían la sed de visión de sangre del populacho de Roma, y se me ha ocurrido si no cabría convertir a unos y otros toreros, a los ibéricos —los del bisonte— y a los aztecas —los de Huichilobos— en gladiadores y llevarles a la plaza a que luchasen en ella unos con| otros, como en Roma los gladiadores. Lo que se parecería mucho a la caza de unos obreros, por otros, que se está convirtiendo en fiesta popular y, además, nacional. ¿Qué le importaría al aficionado castizo, sin pedanterías pseudo-artísticas, que les matase a los toreros en competencia un toro o que se matasen ellos unos a otros? La finalidad sería la misma. Los del cartel “¡Queremos corrida!”, lo que en realidad quieren decir es: “Queremos ver correr sangre”. Y no sólo sangre de toro o de caballo, sino sangre humana. Tal es el verdadero fondo del problema.
El pleito de los toreros ha puesto de manifiesto, para quien sepa ver en su verdadero y trágico fondo, todo lo que hay en el fondo trágico de la fiesta popular y nacional. ¿Fanatismo? Sí. El fanatismo que llevaba a presenciar autos de fe y ejecuciones de reos. Fanatismo religioso, pero no de la religión cristiana católica o protestante u otra religión histórica apoyada —como pretexto— en uno u otro credo teológico, no; sino fanatismo de una religión prehistórica, de un culto de sacrificios humanos. Y ahora que aquí, en España, se exacerba el culto a la matanza —sin otra ideología—, vienen a ponérnoslo más en claro los toreros de una y de otra banda. Es como en la Roma imperial del circo de los gladiadores. Y que sigan investigando los eruditos tauromáquicos. Hasta que lleguen a los tenebrosos abismos de la afición.
Justicia y Bienestar
Ahora (Madrid), 3 de julio de 1936
Antes, y como para hacer boca —mejor, oído— vaya un racimito, a modo de pequeños botones de muestra, de frutos de la tan cacareada revolución.
Pasa por la plaza una muchachita acompañada de un su familiar, cuando un zángano mocetón se divierte en hacerle una mamola. El familiar se vuelve a reprenderle, el mocetón se insolenta y el otro arrecia en la reprensión. Y entonces, ante el grupo de curiosos que se arremolina, ¿qué se le ocurre al zángano? Pues ponerse a gritar: “¡Fascista!, ¡fascista!” Y esto basta para que el reprensor tenga que escabullirse, no fuera que le aporrearan los bárbaros.
Otro día, en un rincón de una calle, sorprende un guardia municipal a otro mozallón haciendo necesidades; se le acerca, no a multarle, según piden las Ordenanzas, no, sino a llamarle la atención, y el necesitado, al verle venir se yergue y le espeta un “¡que soy del Frente Popular!”
Otra vez un matrimonio joven, en jira de turismo, entra en una iglesia, sin gente entonces, y a poco, husmeando no se sabe qué, entran tres chiquillos como de diez a doce años y exclama uno alzando el puño: “¡Maldito sea Dios!”, y el otro: “Hay que darle unas hostias.” Y como estos tres sucesos, recogidos aquí, muchos más de la misma laya.
Y no se hable de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, soecidad, malos instintos y, lo que es —para mí, al menos—peor, estupidez, estupidez, estupidez. De ignorancia no se hable. He tenido ocasión de hablar con pobres chicos que se dicen revolucionarios, marxistas, comunistas, lo que sea, y cuando, cogidos uno a uno, fuera del rebaño, les he reprochado, han acabado por decirme: “Tiene usted razón, don Miguel; pero ¿qué quiere usted que hagamos?” Daba pena oírles en confesión. Pero luego se tragan un papel antihigiénico en que sacian sus groseros apetitos y ganas ciertos pequeños burgueses que se las dan de bolcheviques y de lo que hacen servil ganapanería populachera. Tragaldabas que reservan ruedas de molino soviético para hacer comulgar con ellas a los papanatas que les leen. ¿Papanatas? Otra cosa. Que así como se leen los clandestinos libritos pornográficos para excitarse estímulos carnales, así se leen esas soflamas para excitarse otros instintos. La doctrina es lo de menos.
Esto, en los bajos fondos. ¿Y más arriba? Recuerdo que después de que aquellas Constituyentes, de nefasta memoria —Dios nos perdone—, votaron —el que esto escribe no lo votó ni asistió a aquellas sesiones— aquel artículo 26, en que se incluyó mucho evidentemente injusto, como se lo reprochara yo a uno de los prohombres revolucionarios, hubo de decirme: “Sí, es injusta; pero aquí no se trata de justicia, sino de política.” Y me dio a entender que cierta injusta medida persecutoria se daba para proteger a los perseguidos contra otras persecuciones populares en caso de no tomar la medida. Que es como si un Tribunal de justicia dijese: “Le hemos condenado a muerte, porque si no, la turba le saca de la cárcel y le lincha.” Curioso argumento que no deja de aplicarse.
La política no puede confundirse con la justicia. Es la razón de Estado; la tiranía, mucho peor cuando es lo que llaman democrática que cuando es regia o imperial. Y tampoco debe confundirse con la economía, o sea con el bienestar. Celebraba el prohombre una comida con otros hombres de pro, y como se hablara de la ruina de la economía nacional, de cómo se iba a arruinar al país con ciertas medidas, hubo de decir aquél que la política no debía guiarse por postulados económicos y que un pueblo no ha de arredrarse de una política de nivelación social porque ello le empobrezca y arruine. Y dos de los amigos —y consejeros— del prohombre salieron diciéndose uno a otro: “¡Nos equivocamos!” Y tanto como se equivocaron. Equivocación que empiezan muchos a reconocer.
Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa. No injusticia, no, sino estupidez. Alguna estupidez auténtica, y esencial, y sustancial, y posterior al 14 de abril. Porque el 14 de abril no lo produjeron semejantes estupideces. Entonces, los más de los que votaron la República ni sabían lo que es ella ni sabían lo que iba a ser “esta” República. ¡Que si lo hubiesen sabido…!
Iba a terminar estas notas al vuelo diciendo algo del propuesto Gobierno nacional republicano. Pero no puedo hacerlo. Y no puedo hacerlo porque empiezo a no saber ya qué es eso de nacional, y cuanto más tratan de explicármelo menos lo sé. Y en cuanto a lo de republicano, hace ya cinco años que cada vez sé menos lo que quiere decir. Antes sabía que no sabía yo qué quiere decir eso; pero ahora sé más, y es que tampoco lo saben los que más de ello hablan. Y como no sé qué pueda ser eso de Gobierno nacional republicano, me abstengo de opinar sobre él.
¡Paciencia y barajar!
Ahora (Madrid), 8 de julio de 1936
Cogí el libro de España y volví a leer aquel capítulo XXIII de su parte segunda, en que se nos cuenta lo que soñó ver Don Quijote en la encantada cueva de Montesinos. Y llegué a cuando éste, Montesinos, presenta a su primo Durandarte el Caballero de la Triste Figura, diciéndole que viene a desencantarlos, después de quinientos años que allí yacían encantados, que no muertos. A lo que, sacudiendo su modorra de cinco siglos… “Y cuando así no sea —respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja—, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo: paciencia y barajar.” Y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Releído lo cual, me di cuenta de cuán por alto pasé todo ese pasaje en mi Vida de Don Quijote y Sancho, publicada por primera vez hace ya treinta y un años, en 1905. No sería ahora lo mismo, pues si bien treinta y un años no son los quinientos en que Durandarte se acostumbró al silencio —santa costumbre, ya para mí, inasequible—, son los bastantes para acostumbrarse al “¡paciencia y barajar!” Y voy a seguir barajando.
En mi otra obra Cómo se hace una novela, publicada en la Argentina, en 1927, en plena dictadura primo-riverana, y hallándome yo desterrado en Hendaya, conté, entre otras experiencias de paciencia y de impaciencia, mis partidas de tute y de mus en el pequeño café hendayés, y allí sí que recordé el “¡paciencia y barajar!” de Durandarte, aunque atribuyéndoselo —tal es mi impaciencia para controlar citas— a Montesinos. Y decía allí: “Y mano y vista prontas al azar que pasa. ¡Paciencia y barajar! Que es lo que hago aquí, en Hendaya, en la frontera, yo con la novela política de mi vida —y con la religiosa—: ¡paciencia y barajar! Tal es el problema.” Y luego contaba cómo me entretenía en hacer solitarios a la baraja, lo que en Francia se llama “patience”…
“Mientras sigo el juego —escribí entonces—, ateniéndome a sus reglas, a sus normas, con la más escrupulosa conciencia normativa, con un vivo sentimiento del deber, de la obediencia a la ley que me he creado —el juego bien jugado es la fuente de la conciencia moral—, mientras sigo el juego es como si una música silenciosa brezara mis meditaciones y la historia que voy viviendo y haciendo. Y mientras manejo reyes, caballos, sotas y ases, pasan en el hondón de mi conciencia y sin yo darme entera cuenta, el rey, sus sayones y ministriles, los obispos y toda la baraja de la farsa de la Dictadura. Y me chapuzo en el juego y juego con el azar. Y si no resulta una jugada vuelvo a mezclar los naipes y a barajarlos, lo que es un placer. Barajar los naipes es algo —en otro plano— como ver romperse las olas de la mar en la arena de la playa. Y ambas cosas nos hablan de la Naturaleza en la Historia, del azar en la libertad. Y no me impaciento si la jugada tarda en resolverse, y no hago trampas. Y ello me enseña a esperar que se resuelva la jugada histórica de mi España, a no impacientarme por su solución, a barajar y tener paciencia en este juego solitario y de paciencia. Los días vienen y se van como vienen y se van las olas de la mar; los hombres vienen y se van —a las veces se van y luego vienen— como vienen y se van los naipes, y este vaivén es la Historia. Allá a lo lejos, sin que yo concientemente lo oiga, resuena en la playa la música de la mar fronteriza. Rompen en ella las olas que han venido lamiendo costa de España. ¡Y qué de cosas me sugieren los cuatro reyes, con sus cuatro sotas, los de espadas, bastos, oros y copas, caudillos de las cuatro filas del orden vencedor! ¡El orden! Paciencia, pues, y barajar!”
Así escribía yo hace diecinueve años en aquella Hendaya, a la que no sé si tendré que volver —también yo, amigo Prieto— a barajar en paciencia, a volver a los solitarios. Aunque, ¿qué más solitarios que estos comentarios que barajo aquí?
Y recordando todo esto y meditando estos recuerdos, he aquí que he leído el Discurso edificante que sobre un pasaje evangélico escribió mi Soeren Kierkegaard, el danés. Comentaba en él aquello del capítulo XXI del Evangelio según Lucas, en que se cuenta lo que Jesús decía del próximo fin del mundo, de la catástrofe y de las señales con que se anunciaría, añadiendo a sus discípulos que no se acongojaran, pues “en vuestra paciencia ganaréis vuestras vidas”. “Vidas” mejor que “almas”. “En vuestra paciencia” y no “con vuestra paciencia”. Y al releer el pasaje evangélico y el hondo comento de Kierkegaard, previendo la catástrofe —quién sabe si el fin de “nuestra” España, de la nuestra—, me dije: “En tu paciencia ganarás tu vida. Y tu alma.” Ya otra vez escribí que “es el fin de la vida hacerse un alma”. A hacérmela, pues, con paciencia y barajando.
Uno de mis más viejos recuerdos es el de cuando allá, en mi Bilbao natal, hace más de sesenta y tres años, iba cada mes a llevar la mesada a mi primer maestro de escuela, a don Higinio, antiguo músico mayor de algún regimiento de los ejércitos de Carlos V el Pretendiente, y él, al recibir el óbolo, en un cuartito que olía a incienso, sacaba de una bolsita una paciencia, una pastita, y nos la daba a los pagadores de la mesada. Y sigo, no mes a mes, sino día a día, comulgando con paciencias como la de mi niñez. Y ahora, barajando. “Patience”, paciencia llaman en francés al solitario; mas también le llaman “réussite”, esto es, éxito o buen resultado. Y sólo con paciencia y barajando se logra éxito. Y si éste no llega, ¿qué más da? Esperándole habrá uno vivido y ganado su alma. Pues hasta el desesperanzado, antes de llegar a desesperación, que aguarde a la esperanza. Dícese que al desganado se le abren las ganas comiendo sin ellas. Y lo de Heráclito: “Hay que esperar para lograr lo inesperable”. No lo inesperado, sino lo inesperable.
Esperemos, pues, aunque sea desesperadamente; tengamos paciencia y hagamos de la paciencia barajando. Y si salvamos nuestra alma, o sea nuestro juego en la Historia, nuestra responsabilidad, no habrán sido baldías ni nuestra barajadura ni nuestra paciencia. Paciencia, pues, y a barajar. No del todo en silencio como Durandarte, sino murmurando entre dientes: “¡Acaso…!” Y los impacientes, o sea los que se creen revolucionarios —¡pobretes!—, a su juego.
Mandarines y no mandones
Ahora (Madrid), 15 de julio de 1936
Recorría hace unos años este comentador aquí esta su ciudad de Salamanca en compañía de un profesor ruso que había venido a estudiar las escuelas rurales y del entonces rector del Colegio de los Irlandeses —para Teología católica—, don Miguel O’Doherty, actual arzobispo de Manila. Al hablarse —era lo obligado— del pueblo español, el sacerdote irlandés hubo de decirle al profesor ruso: “Acaso haya usted oído que este pueblo es ingobernable; pero nada más lejos de la verdad. El español es obediente y poco rebelde. Lo que no le gusta es mandar. Le gusta ocupar el puesto de mando, pero no mandar; sentarse en la presidencia, pero no presidir”. No he vuelto a olvidar aquellas palabras del actual arzobispo de Manila. Y ellas me recuerdan uno de los más típicos pasajes de aquel libro inapreciable que es La Biblia en España, de Jorge Borrow, que tan excelentemente tradujo Su Excelencia el actual Presidente de la República española. Es cuando don Jorgito, harto de no lograr que se le diera permiso para publicar en español la Biblia sin notas, pues se le salía con que era ley en España el Congreso de Trento, acudió al presidente del Consejo —me parece que era Istúriz—, y éste, harto de aquellas gestiones, le contestó que no le moliese más y la publicase sin licencia. ¡Típicamente español!
AI español, en efecto, no le gusta mandar, sino ocupar el puesto de mando y vivir de él. Y lucirlo. Y vestirlo. De mandón tiene muy poco, dígase lo que se diga; mucho más de mandarín. El mandar exige una cierta concentración mental, a la que se opone nuestra natural holgazanería, que se complace en soñar. Lo que aquí suele llamarse acción no pasa de ser sueño de acción, que se disipa en palabras y más palabras. Y es que la imaginación se nos desmanda y nos lleva a verdaderos desmandes o desmanes. ¿Acción? ¡Ni por pienso! ¿Mandonería? No, sino mandarinismo.
Al leer últimamente el libro que nuestro buen amigo Marañón ha dedicado al conde-duque de Olivares me di cuenta de que este buen figurón hinchado era, en el fondo, un pobre hombre elocuente, y en rigor, un abúlico. Un abúlico a las veces voluntarioso. Parejo al pobre Felipe IV, otro abúlico que tal vez soñaba la acción. Y todo aquello que se llama —no sabemos por qué— la decadencia de la Casa de Austria en España y la decadencia de España, ¿qué era sino sueño de acción y “noluntad” —no voluntad— o desgana de obrar? ¿Decadencia? ¿Decadencia con Cervantes, y Quevedo, y Lope de Vega, y Calderón, y Velázquez, y…, y…? Los dos hombres que mejor estudiaron esta supuesta decadencia de la Casa de Austria española, Leopoldo Ranke, el gran historiador alemán, y nuestro gran don Antonio Cánovas del Castillo —el monstruo, que se le llamó— otro soñador de acción y de energía, nos pueden enseñar mucho al respecto.
A lo peor se le hace a un hombre público un mito de energía y de actividad, y es él mismo quien tiene que advertirnos que es mito, quien tiene que confesarse abúlico y que se deja arrastrar de la saca y resaca de los sucesos eventuales. ¿No es así, mi querido Prieto? Pero ¡ay!, que nuestro sino es servir al mito con que nos envuelven y aprisionan los demás. El pueblo necesita un mesías —digamos un cacique— y lo busca; y si no lo halla, lo inventa. Y ¡ay de aquel en quien el pueblo se fija! Ahora, lo que es difícil es hacer de un mandarín un mandón.
Hablaba hace poco de esto que se llama crisis de autoridad —es crisis de voluntad— con un pobre hombre aquejado de la congoja endémica hoy aquí y me decía: “Que manden unos u otros: los comunistas o esos que llaman fascistas, pero que manden ellos por sí y no tirando de los hilos, como a unos monigotes, a los mandantes —dijo mandantes y no mangantes—; que manden con la responsabilidad del mando. Y que sepamos a qué atenernos. Y que no se dé el caso que se me ha dado a mí de que una autoridad subalterna, al quejarme de una de sus resoluciones, evidentemente injustas, me dijese: Tiene usted razón, pero ¿qué quiere usted que le haga? A sus votos debo mi puesto, y he tenido que sufrir hasta que me llamasen, cara a cara, ¡hijo de tal!” Y como este pobre hombre, los que se quejan son ya legión. Y empiezan a formar legión. Sólo que tampoco encuentran el mandón. Y es que lo buscan entre mandarines. Y luego unos y otros se satisfacen con ponerse motes, con alimentarse de rumores. En tanto que la masa se desmanda. Y se desmanda por holgazanería mental. Porque hay que ver su espantoso vacío ideológico. Que no encubren las tonterías rimbombantes y retumbantes de sus guiones. Y ¿qué remedio? ¡Aguantar y aguardar!
El ensueño del joven español que piensa en la vida pública es lograr una posición. O sea, una colocación. Es escalar un puesto. Y, una vez en él, asentarse. Y, una vez asentado, que le dejen en paz, que no le jeringuen. ¿Mandar? ¡Quiá! Ocupar el puesto de mando. ¿Crear algo nuevo? No; soñar que lo hubiese creado. Y si el pobre mozo cae en la pedantería de la energía, de figurarse ser enérgico, entonces peor que peor.
Nuestros históricos hombres de acción lo han solido ser de acción instintiva, irreflexiva, juguetes del azar. Nuestra castiza energía se ha vaciado en la contemplación. Nietzsche dijo que España se agotó por osar demasiado. No; por soñar demasiado. Carducci habló de la afanosa grandiosidad española. Y Don Quijote, más que un héroe de voluntad, es un héroe de ensueño de ella. Nuestro más castizo pensador resulta Miguel de Molinos.
Emigraciones
Ahora (Madrid), 19 de julio de 1936
Cuando otros andan pensando en el veraneo —me gusta más la expresión francesa “villegiature”—, en viajes y excursiones turísticas estivales, me recojo en mi alcoba —“in angello cum libello”, en un rinconcito con un librito, que se dijo antaño— a volver a leer la insondable “monodia”—así la llamó Jorge Sand—del Obermann que en pleno estrépito napoleónico echó en cara al mundo íntimo Senancour, en 1804. Los años han corrido y aquella excursión por los abismáticos y desiertos páramos del alma humana sigue atrayéndonos con su desesperado consuelo.
“Que alguna vez todavía, bajo el cielo de otoño, en estos últimos hermosos días que las brumas llenan de incertidumbre, sentado cerca del agua que se lleva la hoja amarillenta, oiga los acentos sencillos y profundos de una melodía primitiva. Que un día, subiendo al Grimsel o al Titlis, sólo con el hombre de las montañas, oiga sobre la yerba corta, junto a las nieves, los sones románticos bien conocidos de las vacas de Underwalden y de Hasly, y que allí, una vez antes de la muerte, pueda decir a un hombre que me entienda: ¡Si hubiéramos vivido!” Y el hombre que escribió esto dejó escrito esto otro: “El que nada ha visto por sí mismo y está sin prevenciones, sabe mejor que muchos viajeros. Sin duda que si este hombre de espíritu recto, si este observador, hubiera recorrido el mundo, sabría mejor todavía; pero la diferencia no sería bastante grande para ser esencial; presiente en los relatos de los demás las cosas que éstos no han sentido, pero que en su lugar él hubiera visto.” ¡Qué exacto y qué justo es esto!
Creo saber respecto a tierras y pueblos que no he visitado merced a relatos ajenos mucho que los relatores no saben y que yo mismo no sabría si los hubiese visitado. Era maravilloso lo que de tierras y de pueblos —de geografía, de antropología, de etnografía— supo aquel solitario Manuel Kant que apenas si salió de su nativo Koenigsberg. Y es curioso saber que aquel Julio Verne que cuando niños nosotros nos encendió la fantasía con sus relatos de viajes por todo el mundo fue un escritor casero y recogido que apenas se movió de su villa natal.
“Andar y ver” —se dice—. Y el que esto os dice ha publicado una colección de relatos de excursiones con el título de Andanzas y visiones españolas. Pero es más lo que ha soñado que lo que ha visto. Y, sobre todo, lo que ha soñado ver. Y cada vez más se recrea —se re-crea en el sentido originario, se vuelve a crear a sí mismo— viajando no por el espacio, sino por el tiempo. Se va a la orilla del río a contemplar desde al pie de un aliso los dorados chapiteles de la ciudad alzándose sobre verdura en una silenciosa puesta solemne de sol y viaja por más de cuarenta años, por todas las veces que los contempló así. Un paisaje de costumbre nos hace recorrer toda una vida. Así como no se ve de veras un lugar cualquiera la primera vez que se le ve. Sólo se nos ahonda cuando se casa con su propio recuerdo. O tal vez al verlo materialmente por vez primera lo reconocemos de relatos. Cuando este año vi por primera vez Londres y la abadía de Westminster los reconocí como acostumbrados recuerdos.
Sólo re-crean al alma los viajes por el tiempo. Y por el tiempo íntimo, por el tiempo de los recuerdos personales. “¡Si hubiéramos vivido!” “Conocido el mundo no crece, antes bien, mengua”—contaba Leopardi—; “más grande que no al sabio le parece al pequeñuelo; descubriendo sólo la nada crece”. “¡A la landa verde! ¡A la landa verde!”, gritábamos de niños, en el colegio, en mi Bilbao, hace más de sesenta años, cuando íbamos a salir de modestísima excursión a una landa de Begoña. Y cuando después he vuelto a mi nativa villa he ido a la landa verde a viajar por años de recuerdos, por recuerdos de años, a la verde landa de mi niñez, a su verdor. Sacudiendo amarillenta hojarasca, me remontaba —así, me remontaba, pues me es cumbre— a mi niñez, a la fuente de mi vida íntima. ¡Qué subida hacia el pasado!
Pero es que este viajar por el tiempo no es propiamente viajar, no es lo que hacen excursionistas y turistas, que van huyendo de todas partes —por topofobia— y, sobre todo, huyendo de sí mismos; ese viajar por el tiempo es propiamente emigrar. Como emigran las golondrinas y las cigüeñas en busca de sus nidos de antaño. “Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar…” O mejor, acaso, a encontrar el viejo nido, aquel de que salieron y de que saldrán sus crías. Los animales emigrantes no son turistas, no son excursionistas, no son viajeros. Ni lo son, en rigor, los peregrinos ni los mendigos errantes. Golondrinas, vencejos, cigüeñas, peregrinos, buhoneros, mendigos errantes, pastores trashumantes recorren no el espacio, sino el tiempo. El leopardiano pastor errante de las estepas asiáticas que interroga a la luna por su destino peregrina por el tiempo, no por el espacio. ¿Andar y ver? Mejor acaso sentarse y esperar.
Hay una hermosa poesía del gran poeta valenciano Vicente Wenceslao Querol a un árbol que en el huerto familiar plantó su padre el día mismo en que nació el poeta. Y éste, que emigró a la Corte y luchó por la vida ausente de su ciudad nativa —qué estupendo su poema, titulado Ausente—, vuelve a ver el árbol gemelo que da flor en primavera y en otoño, “su aromado fruto”, “junto al torrente que sus plantas baña”. Y aquí, en estas dehesas salmantinas, me he detenido tantas veces a contemplar esas matriarcales encinas que han peregrinado en el tiempo, sin desprenderse del suelo nativo, a través de años y acaso de siglos.
¿Turismo? ¿Excursionismo? Mejor emigración por el tiempo, tiempo atrás, a través de recuerdos. Y como guía, un librito en un rinconcito, “in angello cum libello”. Ni el tiempo ni los tiempos están, además, para tragar espacios. Y para acabar esto, vaya el final del Obermann: “Si llego a a vejez, si un día, lleno de pensamientos todavía, pero renunciando a hablar a los hombres, tengo junto a mí un amigo para recibir mis adioses a la tierra, póngase mi silla sobre la yerba corta, y tranquilas margaritas ante mí, bajo el sol, bajo el cielo inmenso, a fin de que al dejar la vida que pasa, vuelva a encontrar algo de la ilusión infinita.”
Mensaje de la Universidad de Salamanca a las Universidades y Academias del mundo acerca de la guerra civil española
20 de septiembre de 1936
Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939,
tomo II La Guerra Civil, Madrid 1993, pp. 54-55.
La Universidad de Salamanca, que ha sabido alejar serena y austeramente de su horizonte espiritual toda actividad política, sabe asimismo que su tradición universitaria la obliga, a las veces, a alzar su voz sobre las luchas de los hombres en cumplimiento de un deber de justicia.
Enfrentada con el choque tremendo producido sobre el suelo español al defenderse nuestra civilización cristiana de Occidente, constructora de Europa, de un ideario oriental aniquilador, La Universidad de Salamanca advierte con hondo dolor que, sobre las ya rudas violencias de la guerra civil, destacan agriamente algunos hechos que la fuerzan a cumplir el triste deber de elevar al mundo civilizado su protesta viril. Actos de crueldades innecesarias asesinatos de personas laicas y eclesiásticas— y destrucción inútil —bombardeo de santuarios nacionales (tales el Pilar y la Rábida), de hospitales y escuelas, sin contar los sistemáticos de ciudades abiertas—, delitos de esa inteligencia, en suma, cometidos por fuerzas directamente controladas o que debieran estarlo por el Gobierno hoy reconocidos “de jure” por los Estados del Mundo.
De propósito se refiere exclusivamente a tales hechos la Universidad —silenciando por propio decoro y pudor nacional los innumerables crímenes y devastaciones acarreados por la ola de demencia colectiva que ha roto sobre parte de nuestra patria—, porque tales hechos son reveladores de que crueldad y destrucción innecesarias e inútiles o son ordenadas o no pueden ser contenidas por aquel organismo que, por otra parte, no ha tenido ni una palabra de condenación o de excusa que refleje un sentimiento mínimo de humanidad o un propósito de rectificación.
Al poner en conocimiento de nuestros compañeros en el cultivo de la ciencia la dolorosa relación de hechos que antecede, solicitamos una expresión de solidaridad, referidos estrictamente al orden de los valores, en relación con el espíritu de este documento.
Miguel de Unamuno (rector), Esteban Madruga (vicerrector), Arturo Núñez, José María Ramos Loscertales (al que se le atribuye la redacción del Manifiesto), Francisco Maldonado, Manuel García Blanco, Ramón Bermejo Mesa, De Juan, Antonio García Boiza, García Rodríguez, Villaamil, Andrés García Tejado, López Jiménez, Serrano, Teodoro Andrés Marcos, Nicolás Rodríguez Aniceto, Peña Mantecón, Sánchez Tejerina, Wenceslao González Oliveros, González Calzada, Román Retuerto, y Mariano Sesé y Arcochacena.
Manifiesto sobre la guerra civil
A partir del 23 de octubre de 1936
Francisco Blanco Prieto, Unamuno y la Guerra Civil,
Cuad. Cát. M. de Unamuno, 47, 1-2009, pp. 48-49
Apenas iniciado el movimiento popular salvador que acaudilla el general Franco me adherí a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional (b). El gobierno fantasma de Madrid me destituyó por ello de mi rectoría y luego el de Burgos me restituyó en ella con elogiosos conceptos.
En tanto, me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debido a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura (c). Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan el tono, no socialistas, ni comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, expresidiarios, criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. Y la natural reacción a esto toma también, muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. Si el desdichado gobierno de Madrid no ha podido resistir la presión del salvajismo apellidado marxista debemos esperar que el gobierno de Burgos sabrá resistir la presión de los que quieren establecer otro régimen de terror. En un principio se dijo, con muy buen sentido, que ya que el movimiento no era una cuartelada o militarada sino algo profundamente popular, todos los partidos nacionales anti-marxistas depondrían sus diferencias para unirse bajo la única dirección militar sin prefigurar el régimen que habría de seguir a la victoria definitiva. Pero siguen subsistiendo esos partidos: renovación española (monárquicos constitucionales), tradicionalistas (antiguos carlistas), acción Popular (monárquicos que acataron la república) y no pocos republicanos que no entraron en el frente llamado popular. A lo que se añade la llamada Falange —partido político, aunque lo niegue— o sea, el fascio italiano muy mal traducido. Y este empieza a querer absorber a los otros y dictar el régimen futuro. Y por haber manifestado mis temores de que esto acreciente el terror, el miedo que España se tiene a sí misma y dificulte la verdadera paz; por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos que me restituyó en mi rectoría… ¡vitalicia!, con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones. Y esto, como se comprende, me impone cierto sigilo para juzgar lo que está pasando.
Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional ya que España no debe estar al dictado ni de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Y es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión y lograr la unión moral de todos los españoles para rehacer la patria que se está ensangrentando, desangrando, arruinándose, envenenándose y entonteciéndose. Y para ello, impedir que los reaccionarios se vayan en su reacción más allá de la justicia y hasta de la humanidad, como a las veces tratan. Que no es camino el que se pretenda formar sindicatos nacionales compulsivos, por fuerza y amenaza, obligando por el terror a que se alisten en ellos a los ni convencidos ni convertidos. Triste cosa sería que al bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir por un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo.
(b) ya que se está aquí en territorio nacional, ventilando una guerra internacional.
(c) con cierto substrato patológico-corporal. Y en el aspecto religioso a la profunda desesperación típica del alma española que no logra encontrar su propia fe. Y a la vez se nota en nuestra juventud un triste descenso de capacidad mental y un cierto odio a la inteligencia unido a un culto a la violencia por la violencia misma.
Notas sobre la guerra civil
28 de diciembre de 1936
Francisco Blanco Prieto, Unamuno y la Guerra Civil,
Cuad. Cát. M. de Unamuno, 47, 1-2009, p. 50
Cómo y porqué me adherí al movimiento. Salvar la civilización occidental cristiana. Ya antes había yo atacado al Frente Popular. Pero pronto me di cuenta de que los métodos no eran ni civilizados sino militarizados —ay, la terrible específica dementalidad castrense española— no occidentales sino africanos —África, espiritualmente, no es occidente— ni menos cristianos, sino del bárbaro y grosero paganismo católico tradicionalista español. Ni el movimiento iba contra el marxismo; era el desquite de la dictadura primo-riverana la de los de «nuestra profesión y casta» y con inspiración carlista. Por qué Mola hizo bombardear Bilbao. La caza del masón; la Liga de los Derechos del Hombre; la Institución Libre. El odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad. ¿Que yo podía haber evitado persecuciones? Sí, renunciando a exigir responsabilidades por los hechos; ¿borrón y cuenta nueva? No, no y no.
Ya no podremos vivir en España los inteligentes y limpios de corazón. Y yo con más de 72 años, teniendo a mi cargo a los niños ¿dónde? Otra España, la España —una Anti-España— que se prepara y el triste ocaso de la España eterna fuera de España, en la emigración. ¿Y el emigrado en su patria? ¿el despatriado en ella? dejar a la España geográfica convertida en un hospital de enfermos mentales.
Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios —pretorianos— la legión y los regulares; no el pueblo.
El efecto de abatimiento. El que me producía ver desfilar por la Plaza Mayor las pobres chicas, uniformadas de milicianas de falange, llevando el paso. Y alguna vez al frente un tamborilero. Y aquella estúpida de… con su boina verde.