III. Desde la Puerta de la Vega a Puerta de Moros

Detrás del pretil de los Consejos, por donde supusimos que cerraba el primer recinto de Madrid, se ofrecen al paso la estrecha callejuela del Estudio de la Villa, la plazuela de la Cruz Verde, y los derrumbaderos, más bien que calles, de la Ventanilla y de Ramón, que desembocan en la calle de Segovia[55]. En dicha callejuela del Estudio, y con el número 2 nuevo de la manzana 189, existía hasta poco há la casa a que debe su nombre, que fue Estudio público de humanidades, pagado por la villa de Madrid, el mismo que regentaba, a mediados del siglo XVI, el maestro Juan López de Hoyos, y a que asistió el inmortal Cervantes[56]. Esta casa, propiedad entonces de Madrid, pertenece hoy a los Condes de la Vega del Pozo, y tiene su entrada por dicha calle, llamada hoy de la Villa, y otra fachada a la calle de Segovia, al número 24 nuevo[57].

La que nace esquina y vuelve a la plazuela de la Cruz Verde y calle de Segovia perteneció en el siglo XVII al maestro Bernardo de Clavijo, y posteriormente, a principios del siglo XVIII, fue de Sebastián de Flores, maestro herrero de la Real casa, con cuya hija doña Josefa estuvo casado el célebre arquitecto D. Ventura Rodríguez, que poseyó por mitad esta casa y habitó en ella en el piso tercero, donde falleció[58].

La plazoleta que se forma delante, tomó el nombre de la Cruz Verde, por una grande de madera pintada de este color, que sirvió en el último auto general de fe de la Suprema Inquisición, y se hallaba colocada en el testero de dicha plazuela, en el murallón de la huerta del Sacramento, a donde ha permanecido hasta nuestros días, en que ha caído a pedazos por el trascurso del tiempo. En el mismo sitio se ve hoy una fuente, construida en 1850, cuando se suprimió la general de Puerta Cerrada.

El trozo de calle de Segovia, comprendido entre dicha plazoleta de la Cruz Verde hasta la muralla antigua estaba ocupado por las huertas del Pozacho, y se cree también que hubo allí baños públicos en tiempo de los árabes; pero no tomó forma de calle hasta que, destruida la muralla, continuaron en su dirección, y las de la nueva salida al campo, las construcciones de casas a uno y otro lado; siendo acaso las primeras las dos, una enfrente de otra, destinadas a la fabricación de la moneda (que entonces, como es sabido, era un privilegio afecto al oficio de tesorero, enajenado de la Corona, y no recuperado por ésta hasta el siglo pasado), y ha continuado en el mismo destino a ambos edificios, por cierto bien impropios e indignos de tan importante fabricación[59]. Los demás edificios de este trozo de calle (que por largos años se tituló Nueva del Puente, por dirigirse a la célebre obra de Juan de Herrera, construida sobre el rio Manzanares en el reinado de Felipe II) son más modernos, y carecen de títulos o recuerdos históricos, a excepción del antes indicado número 24, que sirvió de Estudio de la Villa y tiene, como dijimos, su entrada por la callejuela de este nombre. En la manzana frontera, señalada con el número 136, entre la costanilla de San Andrés y la plazoleta y cuesta llamada de los Caños Viejos, hay varias casas de sólida y moderna construcción. La última, algo más antigua y conocida (acaso por su afortunado dueño) con el nombre de la Casa del Pastor[60], tiene la particularidad de que, estando colocada entre la calle baja de Segovia y el final del callejón o plazuela del Alamillo, da salida a ésta como piso bajo por el que es segundo en aquélla. En el costado de dicha casa que mira a la plazoleta estuvo la fuentecilla que se llamó de los Caños Viejos de San Pedro, y sobre ella hay un escudo con las armas de Madrid.

Trepando, más bien que subiendo, por aquella escabrosa cuesta, o la contigua de los Ciegos, se penetra en el tortuoso laberinto de callejuelas, hoy en gran parte convertidas en ruinas, conocido por la Morería. Este distrito puede dividirse en dos trozos: el primero, comprendido desde la muralla antigua, entre las casas del Duque del Infantado y de la calle llamada hoy de Don Pedro, hasta puerta de Moros y plazuela y costanilla de San Andrés; y el segundo, entre dicho San Andrés y Puerta de Moros, hasta donde estaba la Puerta Cerrada, entre las cavas de San Francisco y San Miguel. Quizás sea ésta la misma división que antes se designaba con los nombres de Morería vieja y nueva. Nos ocuparemos antes del primero de dichos trozos.

Lo estrecho, tortuoso y laberíntico de aquellas callejuelas, Real de la Morería, del Granado, del Yesero, de los Mancebos, del Aguardiente, del Toro, de la Redondilla, etc.; los rápidos desniveles del suelo, la caprichosa y estudiada falta de alineación en las casas, y los restos que aun quedan de algunas de ellas, que han resistido al poder del tiempo hasta nuestros días, están evidentemente demostrando su origen arábigo, como las calles de Toledo, Granada, Sevilla y otras muchas de nuestras ciudades principales; pero la modestia misma de las ruinas que aun puedan sospecharse de aquella época, y la carencia absoluta de algunas construcciones importantes, tales como palacios, mezquitas, fábricas, baños, hospitales, que tan frecuentemente se encuentran en las ciudades muslímicas, da claramente a entender la poca importancia que pudo tener el Madrid morisco, o por lo menos este distrito, a pesar de los poéticos arranques de sus entusiastas coronistas y de las preciosas quintillas y encomiásticos tercetos del poeta madrileño D. Nicolás Fernández de Moratín[61], que se placen en consignar la tradición de haber estado situado el tribunal o Alamin del alcaide moro en el callejón o plazuela llamada del Alamillo; aunque más probablemente vendrá aquel nombre de un árbol, plantado al extremo de ella, que todos hemos conocido. La casa, decorada por la tradición en aquellos barrios con el pomposo título de Palacio del Rey moro, y que acabó de ser demolida, por ruinosa, en estos últimos años, no ofrecía, por cierto, restos dignos de semejante presunción, y se diferenciaba poco, en su construcción y ornato, del común del caserío mezquino de aquel barrio primitivo[62].

Este, a nuestro entender, no pudo ser tampoco el principal de la villa en tiempo de la dominación morisca, pues es natural que las principales construcciones estuvieran más cerca del Alcázar, en la parte llana, y hacia la puerta principal, llamada de Guadalajara. Después de la conquista es cuando, relegados los moros y judíos a estos confines de la población, formaron su aljama o barrio, que se apellidó desde entonces la Morería. Mal pudieran, en tal estado, emprender en él grandes construcciones, y en efecto, no se han hallado vestigios de ellas.

Muy posteriormente a la reconquista de Madrid por las armas cristianas, y al compás que iba creciendo su importancia y extendiendo sus límites con el derribo de la muralla y el terraplén de la alcantarilla, que servia de foso a aquélla, y dio después su nombre a la calle hoy llamada de Don Pedro, se construyeron sobre las ruinas de las antiguas habitaciones morunas algunas casas principales de más importancia, y que aun se conservan en las calles de los Dos Mancebos, Redondilla y otras.

La principal, sin duda, de éstas, y el verdadero palacio de aquel distrito es la que, ocupando un espacio de más de sesenta mil pies, y dando frentes a dichas calles y a la plazuela de la Paja, formó independiente la manzana 130 y perteneció a D. Pedro Laso de Castilla, y después a los duques del Infantado. Este inmenso edificio, el más notable entre los rarísimos monumentos históricos que aun se conservan en Madrid, anteriores al siglo XV, mereció ya, a fines del mismo, servir de palacio o aposentamiento a los señores Reyes Católicos D. Fernando y doña Isabel; habiéndose construido de su orden el pasadizo que desde dicho palacio comunicaba a la tribuna de la inmediata parroquia de San Andrés, convertida en capilla Real en esta ocasión por aquellos Monarcas. Igualmente recibieron en esta misma casa a su hija la princesa doña Juana y su esposo el Archiduque, después Felipe I; y después de su muerte se aposentaron en ella los regentes del Reino, el cardenal Cisneros y el deán de Lovayna. En ella hubo de celebrarse la célebre Junta de los Grandes de Castilla, en que, interpelando éstos al Cardenal para que manifestase con qué poderes gobernaba, contestó asomándolos a los balcones, que daban al campo, y señalando la artillería y tropas: Con estos poderes gobernaré hasta que el Príncipe venga. Posteriormente, enlazada la casa de los Lasos de Castilla (descendientes que eran del Rey D. Pedro) con la de los Mendozas, duques del Infantado, pasó este palacio a ser propiedad de estos señores, residiendo en él hasta los fines del siglo anterior los poseedores de aquel ilustre título, que tan dignamente han figurado en la Historia nacional. La necesidad de abreviar nos obliga a pasar por alto muchos de los personajes históricos nacidos o fallecidos con este motivo en aquella casa, haciendo únicamente excepción de D. Rodrigo Díaz de Vivar, Hurtado de Mendoza, sétimo duque del Infantado y nieto del célebre D. Francisco Gómez Sandoval, duque de Lerma, ministro favorito de Felipe III, y luego cardenal de la Santa Iglesia Romana.

La solemnidad con que se celebró el bautizo de este infante, verificado, en 3 de Abril de 1614, en la vecina parroquia de San Andrés, siendo su padrino en persona el Rey D. Felipe III, y corriendo la disposición de él por su ministro favorito el Duque de Lerma, fue tal, que mereció quedar consignada en las historias de Guadalajara y de Madrid. Hízose bajada desde la tribuna de la casa a la iglesia, y desde ella al aposento de la parida había veintidós salas seguidas y ricamente colgadas. Fue bautizado en la pila de Santo Domingo, que sirve para los príncipes de Asturias, y asistieron a la ceremonia y fiesta tuda la familia Real y Grandeza de la corte. Este duque fue después general de la caballería en el principado de Cataluña; luego, embajador en Roma y virrey y capitán general en el reino de Sicilia, y murió en esta misma casa, en 14 de Enero de 1657, sin sucesión, pasando sus estados a incorporarse a los del príncipe de Mélito y Éboli, duque de Pastrana, D. Rodrigo de Silva y Mendoza.

Desgraciadamente este noble palacio, que ha permanecido en pie y regularmente conservado hasta hace pocos años, empezó a desmoronarse, habiéndose tenido que derribar, por ruinosa, gran parte de él y el pasadizo que comunicaba a la tribuna de los reyes en San Andrés.

La manzana número 129, contigua a este palacio, y unida a él, como ya queda dicho, por el pasadizo que comunicaba a la tribuna de San Andrés, es de una figura muy irregular, dando frente a dicha plazuela de la Paja, costanilla de San Andrés, plazuela de Puerta de Moros, costanilla de San Pedro y Calle sin puertas; y encierra en su espacio dilatado notables edificios y monumentos, religiosos e históricos, dignos de la mayor atención. Es el primero de ellos la antiquísima e inmemorial parroquia de San Andrés, que ya existía, por lo menos, en vida del glorioso San Isidro Labrador, patrón de Madrid, a fines del siglo XII, si bien el templo actual, con la ampliación que recibió en tiempo de los Reyes Católicos, y posteriormente, a mediados del siglo XVII, conserva muy poco del antiguo, y es también muy distinto en su forma y distribución. Actualmente la capilla mayor está sobre el mismo sitio en que antes el cementerio, y en ella se halla señalado con una reja el sitio en que primitivamente estuvo sepultado el Santo patrono de Madrid. Y como quiera que esta antiquísima iglesia y sus capillas y casas contiguas respiran, por decirlo así, todas ellas el puro ambiente de aquella santa existencia, que allí exhaló su último aliento, y en donde por espacio de siete siglos permanecieron sus venerables restos, parécenos la ocasión oportuna para recordar aquí algunos hechos referentes a su memoria.

La vida de este sencillo y modesto lino de Madrid, cuyas eminentes virtudes y solida piedad, aunque ejercidas en la humilde esfera de un pobre labrador, bastaron a elevarle a los altares y a colocarle entre sus paisanos en el rango privilegiado de patrono y tutelar de la villa de Madrid, ha sido tantas veces trazada y comentada por los autores sagrados y profanos, y de tal modo está enlazada por los historiadores con los sucesos y tradiciones de la época de la restauración de esta villa por las anuas cristianas, que es indispensable conocerla y estudiarla para comprender, en lo posible, aquel período importantísimo y remoto. En nuestra literatura histórica no es éste el único ejemplo de relación inmediata entre las crónicas y descripciones más o menos apasionadas de mártires y de santos, de célebres santuarios, monasterios y de imágenes aparecidas, y las vicisitudes, historia y marcha política de los pueblos y las sociedades en que aquéllos brillaron; por eso el historiador tiene que tomar en cuenta todos los documentos de esta especie (y que por desgracia van desapareciendo), donde, a vueltas de relaciones exageradas, de milagros apócrifos y de estilo afectado y campanudo, suele hallar datos preciosísimos, descripciones animadas y minuciosos detalles, que explican los sucesos, los enigmas y la filosofía de la Historia.

Tal sucede en nuestro Madrid con los muchos coronistas o entusiastas panegíricos de las célebres imágenes de Nuestra Señora de la Almudena y de Atocha, y muy especialmente con las relaciones de la vida de su insigne patrono, colocado por la Iglesia en el rango de los santos, del humilde labrador a quien algunos apellidan Isidro de Merlo y Quintana.

Desde el códice casi contemporáneo del Santo, escrito, a lo que parece, por Juan Diácono, a mediados del siglo XIII, que se conservaba en la iglesia de San Andrés, y hoy en la Colegiata de San Isidro el Real, y que fue primero publicado en Flandes por el padre Daniel Papebroquio, y después traducido del original y ampliamente comentado por el padre fray Jaime Bleda, hasta las reñidas y eruditas disertaciones de los señores Rosell, Mondéjar, Pellicer y otros, en el siglo pasado, los hechos históricos y las relaciones milagrosas del glorioso San Isidro han sido debatidos hasta la saciedad, pero que prueban con evidencia el carácter y virtudes altamente recomendables de aquel siervo de Dios, y la simpatía y devoción que aun en vida logró inspirar a sus compatriotas.

No es de este lugar el entrar ahora en las intrincadas controversias históricas que han suscitado aquellos diligentes escritores, así como los coronistas madrileños, sobre la autenticidad de las apariciones del piadoso labrador al Rey D. Alfonso VIII en la batalla de las Navas, sus prodigiosos milagros durante su vida, ni los obrados por su intercesión después de su dichosa muerte.

Tampoco pretendemos enlazar su modesta historia con la de la restauración de Madrid por D. Alfonso VI, en 1083, ni con la nueva acometida que hicieron los moros marroquíes de Texufin y Alí, en 1108. En la primera (ocurrida, a lo que se cree, en los mismos años del nacimiento de San Isidro Labrador) estaría, de más el atribuirle intervención alguna; en la segunda, acaecida cuando pudiera tener veintiséis años, le consideramos orando al Señor por la defensa de su pueblo, como le vemos aún pintado en antiguos cuadros de nuestras iglesias. Para nuestro objeto hasta consignar aquí las rápidas noticias de su vida, que se deducen de aquéllos piadosos comentarios, diciendo que pudo ser su nacimiento hacia 1082, y su muerte en 30 de Noviembre de 1172, sobre los noventa años de su edad; que hijo, según se cree, de labradores, fue labrador él mismo, y sirvió, entre otros, a la ilustre familia de los Vargas, en cuyos caseríos de campo vivió el Santo largo tiempo; que trabajó también de obrero o albañil, abriendo varios pozos, según la tradición que se conserva en diferentes sitios de esta villa; que toda su vida fue una serie no interrumpida de actos de caridad, de oración y de modestia, sobresaliendo entre todos ellos su profunda devoción a Nuestra Señora bajo los títulos o advocaciones de la Almudena y de Atocha; que vivió algún tiempo en Torre-Laguna y allí casó con María de la Cabeza, que se cree natural de la aldea de Carraquiz, y que también, como su esposo, alcanzó por sus virtudes la canonización de la Iglesia; y que honrado, en fin, por un especial favor del cielo, que le hacía aparecer como santo entre sus piadosos contemporáneos, descansó en el Señor en una edad avanzada, con sentimiento general de sus convecinos y adoradores. Desde el mismo instante de su muerte empezaron a tributarle, con espontáneo entusiasmo, el más tierno culto y veneración, y siendo muchos los milagros obrados por su intercesión, movieron a la santidad de Paulo V a acordar su beatificación, en 14 de Febrero de 1619, y posteriormente, a 12 de Marzo de 1622, fue canonizado solemnemente por Gregorio XV, con cuyo motivo se celebraron en Madrid grandes fiestas y regocijos.

Además de los documentos escritos, quedan en Madrid, a pesar del trascurso de siete siglos, otros objetos materiales, consagrados por la tradición, de los sitios en que vivió nuestro Santo y en que obró sus notables milagros, o de los que ocupó su precioso cuerpo después de su muerte; por último, queda este mismo venerando cadáver, entero, incorrupto y resistente a la acción de los siglos y a los argumentos de la incredulidad[63].

Consta de aquellas historias y relaciones contemporáneas, y de las diligencias hechas para la canonización, que, acaecida la muerte del Santo Labrador, como queda dicho, en 1172, fue sepultado en el cementerio contiguo a esta parroquia de San Andrés, en el mismo sitio en que aun se ve una reja y es hoy el suelo del presbiterio o altar mayor de dicha iglesia, por haberse ésta agrandado y dado diversa forma a su planta y distribución. Y esos cuarenta años parece que permaneció el cuerpo del Santo en aquel sitio, hasta que en 1212, creciendo de día en día la devoción de los madrileños a su intervención milagrosa, fue solemnemente exhumado y colocado en un sepulcro digno en la capilla mayor, que entonces estaba donde hoy los pies de la iglesia. Allí es donde, según varios coronistas, y con más o menos probabilidad, le visitó el rey don Alfonso VIII, y declaró, en vista de las facciones conservadas del Santo, ser el mismo milagroso pastor que se le había aparecido y conducido su ejército por bis asperezas de Sierra Morena la víspera de la batalla de las Navas de Tolosa.

Atribuyen también a esta visita del mismo monarca el origen del arca de madera, cubierta de cuero, en que se encerró el cuerpo del Santo, y que aun se conserva en el sitio mismo, aunque sumamente deteriorada, sobre unos leones de piedra, y mostrando en sus costados restos de las pinturas con que mandó adornarla Alfonso, representando los milagros del Santo[64].

En aquella arca y capilla permaneció el Santo Cuerpo, hasta que el obispo D. Gutierre de Vargas Carvajal construyó, en 1535, la suntuosa que lleva su nombre, contigua a esta parroquia de San Andrés, y le hizo trasladar a ésta con gran solemnidad; pero por discordias ocurridas entre los capellanes de ambas, sólo permaneció en ésta unos veinticuatro años, hasta que se cerró la comunicación y quedó independiente aquella capilla.

Vuelto el Santo a la parroquia, al sitio en que antes estuvo, permaneció en él más de otro siglo, hasta que se concluyó a costa del Rey y de la villa la magnífica Capilla bajo la advocación del mismo Santo, que hoy admiramos aún al lado del Evangelio de aquella iglesia parroquial; y en ella y en su altar central fue colocado el Santo Cuerpo con una pompa extraordinaria el día 15 de Mayo de 1669. La descripción de esta suntuosa capilla, o más bien templo primoroso, nos llevaría más lejos de los límites que por sistema nos hemos impuesto en esta obrita, Baste decir que en las dos piezas de que consta, cuadrada la primera y ochavada la segunda, apuraron sus autores, Fray Diego de Madrid, José de Villareal y Sebastián Herrera, todos los recursos de la más rica arquitectura, mezclados con todos los caprichos del gusto plateresco de la época, y realzado el todo con bellas esculturas, bustos y relieves, magníficas pinturas de Rici y de Carreño, y una riqueza tal, en fin, en la materia y en la forma, que sin disputa puede asegurarse que es el objeto más primoroso de su clase que encierra Madrid. Tardó la construcción de esta elegante obra unos doce años, empleándose en ella 11.960.000 reales, suministrados por el Rey, por la Villa y por los virreyes de México y el Perú.

Por último, diremos que en el magnífico altar o retablo de mármoles que, formado de cuatro frentes, se levanta aislado en medio del ochavo o pieza segunda, se conservó cien años el cuerpo de San Isidro, hasta que en 1769, de orden de Carlos III, fue trasladado a la iglesia del colegio imperial de los extinguidos jesuitas, que quiso dedicar al Santo Patrono de Madrid, aunque separándole inoportunamente para ello de los sitios en que durante seis siglos había permanecido, y que estaban, por decirlo así, impregnados de su memoria.

Anteriormente, en 1620, el gremio de plateros de esta villa consagró al Santo, en ocasión de su beatificación, una urna primorosa de oro, plata y bronce, que aunque obra que adolece del nial gusto de la época, es de gran valor, como que sólo la materia, sin hechuras, ascendió a 16.000 ducados, y dentro de esta urna está la interior de filigrana de plata sobre tela de raso de oro riquísimo, que le dio la Reina D.ª Mariana de Neoburg. En ella reposa el Santo Cuerpo perfectamente conservado, incorrupto, amomiado y completo, pues sólo le faltan tres dedos de los pies: y por lo que puede calcularse de su extensión (que es mayor de dos varas), debió ser en vida de una estatura elevada. Cúbrenle ricos paños, guarnecidos de encaje, y renovados de tiempo en tiempo por la piedad de los reyes, en cuyas tribulaciones de nacimientos, enfermedades y muertes, son conducidas las preciosas reliquias a los Reales aposentos, o expuestas con pompa a la pública veneración; y a veces también, cuando las personas Reales desean implorar la intercesión del Santo y van a adorar su sepulcro, la urna que contiene los preciosos restos es bajada a mano por ocho regidores de Madrid y colocada sobre una mesa, donde, a presencia del Señor Patriarca de las Indias, del Vicario eclesiástico, clerecía de San Andrés y San Isidro, del Ayuntamiento de Madrid, del Conde de Paredes (que cuenta entre los timbres de su casa el descender del piadoso Iván de Vargas, amo de San Isidro) y de la congregación de los plateros, con hachas verdes encendidas, van entregando todos las llaves que conservan respectivamente de la urna preciosa, y abierta ésta y puesto de manifiesto el cadáver, le adoran los reyes, los prelados, corporaciones y demás circunstantes[65].

Terminaremos lo relativo a esta parroquia diciendo que la otra iglesia contigua, aunque independiente de la parroquia de San Andrés, cae al lado de la Espístola, y es la conocida con el nombre de Capilla del Obispo, aunque su verdadero nombre es el de San Juan de Letrán, con salida también por un patio y escalerilla a la plazuela de la Paja. Este precioso templo, de una sola nave al estilo gótico u ojival, del que apenas queda otro ejemplar en Madrid, encierra, entre obras notables del arte, los magníficos sepulcros o enterramientos de sus fundadores don Gutierre de Vargas Carvajal, obispo de Plasencia, y su padre el licenciado D. Francisco Vargas, del Consejo de los Reyes Católicos y del emperador Carlos V, primorosa obra de escultura, la primera de su clase en Madrid, así como también las preciosas hojas de la puerta de ingreso a la capilla, delicadamente esculpidas y bastante bien conservadas.

En el sitio mismo donde está edificada esta suntuosa capilla, y en la parte más alta de la colina conocida hoy por Plazuela de la Paja, existió, a principios del siglo XV, la casa del muy noble madrileño Ruy González Clavijo, llamado el Orador por su facundia, camarero de D. Enrique III, y célebre en el mundo por el viaje que hizo a Samarcanda, en la gran Bukaria, por los años 1403, con el objeto de cumplimentar, de parte de su soberano, al memorable conquistador Timur-Bek (Tamorlan), siendo el primer europeo, según se cree, que penetró en aquel país de la Tartaria Mayor. Regresado a Madrid, publicó su curioso itinerario de viaje, que anda impreso[66]. Las casas de Ruy González Clavijo debían de ser tan suntuosas, que sirvieron de aposento al infante D. Enrique de Aragón, primo del rey D. Juan el II, en 1422, y pasando a fines del mismo siglo XV a la ilustre y antiquísima familia madrileña de los Vargas (que tenía también contiguas las solariegas de su apellido), labraron en su recinto la bella capilla ya indicada.

El resto de la manzana hasta la Costanilla de San Pedro, Calle Sin Puertas y Plazuela de la Paja, fue todo igualmente casas del ya citado Francisco de Vargas, de quien era también la Casa del Campo antes de comprarla Felipe II a sus herederos. Este licenciado Francisco de Vargas, padre del obispo D. Gutierre, y señor de la ilustre y antiquísima casa de los Vargas de Madrid, fue tan privado consejero de los señores Reyes Católicos y del Emperador, que no había asunto de importancia que no le consultasen, respondiendo con la fórmula de Averígüelo Vargas, que quedó después como dicho popular, y aun como título de comedias de Tirso y otros. La parte conocida hoy más propiamente con el nombre de Casa de San Isidro, que recayó, por alianza con los Vargas, en la familia de los Lujanes, es la que cae a los pies de la iglesia de San Andrés y tiene su entrada por la plazoleta. En ella es donde, como dijimos, vivió Ivan de Vargas en el siglo XI, en tiempo en que le servia para la labranza de sus propiedades el piadoso Isidro Labrador, y en el patio de la misma casa se ve aún el pozo milagroso de donde sacó el Santo al hijo de Ivan, que había caído en él, y la estancia, hoy convertida en capilla, donde, según la tradición, espiró aquel Bienaventurado. Esta casa pertenece en el día al Sr. Conde de Paredes, descendiente de Ivan de Vargas por una de sus nietas, D.ª Catalina Lujan, condesa de Paredes, a cuyo título debe también el privilegio, que ya hemos indicado, de guardar una de las llaves del arca en que se conserva el cuerpo del Santo Patrono de Madrid. Las otras casas contiguas a la capilla del Obispo por la plazuela de la Paja fueron también de los mayorazgos fundados por Francisco de Vargas, que recayeron en su hijo D. Francisco, primer marqués de San Vicente, y hoy pertenecen como tal al señor Duque de Híjar, que conserva el patronato de la capilla. En una de ellas (en la que está el pasadizo de San Pedro) existe aún un espacioso patio cuadrado, circundado de galerías con columnas y escudos de armas, de cuyo gusto puede inferirse su construcción en los principios del siglo XVI. Todas estas casas, habitadas por el mismo licenciado Vargas en tiempo de los disturbios de los comuneros, fueron saqueadas y maltratadas por éstos en ocasión de hallarse aquél ausente al lado del Emperador, y encomendada la defensa de Madrid, de que era alcaide, a su heroica esposa D.ª María del Lago y Coalla; posteriormente sufrieron un terrible incendio, en 1541, hallándose habitadas por el Cardenal Arzobispo de Sevilla; y en ellas nació, en 1609, el octavo condestable de Castilla, D. Bernardino Fernández de Velasco, siendo notables las fiestas hechas para celebrar su nacimiento, entre las cuales merece mención especial la mascarada que salió de la casa frontera del Duque del Infantado, en la misma plazuela de la Paja, por donde tiene también la casa de San Vicente su entrada principal por dos arcos pareados.

Esta plazuela, aunque costanera e irregular, era la más espaciosa en el recinto interior de la antigua villa, y podía ser considerada como la principal de ella; pues sabido es que la que hoy tiene esta categoría no existió hasta el tiempo de D. Juan el II, y eso extramuros de la puerta de Guadalajara, en el arrabal de San Gines. Aquel distrito, recuerdo interesante del Madrid morisco, y siglos después con la sucesiva construcción de los palacios o casas principales de los Vargas y Castillas, Coellos, Aguileras, Sandovales, Lujanes y Mendozas, perdió notablemente su celebridad cuando, establecida la corte en Madrid, a mediados del siglo XVI, fue extendiéndose rápidamente el recinto de la villa, y buscando terreno más llano en las direcciones de Norte, Levante y Mediodía, fueron abandonadas aquellas tortuosas calles, aquellos desniveles y derrumbaderos de la parte occidental, en la cual apenas queda sólo hoy más que el recuerdo de su grandeza primitiva.

Detrás de la iglesia de San Andrés, y hacia el sitio que hoy lleva el nombre de Plazuela de los Carros, venía a salir, como queda dicho, por detrás de la casa-palacio de Laso de Castilla, el lienzo de muralla en que se abría allí la Puerta de Moros al sitio mismo donde había la fuente con el propio nombre[67]. Esta puerta, que era también fuerte, estrecha y con torres en su entrada, según la usanza de los musulmanes, y conforme aun se observa en la principal del palacio de la Alhambra de Granada, en las de Serranos y del Cuarte en Valencia, y otras de igual origen, estaba mirando a Mediodía, y servia para la comunicación con Toledo y otras ciudades principales, hasta que, extendiéndose el arrabal de la villa por aquel lado, desaparecieron puerta y muralla.

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