Apéndice Número 6º

(Manuscrito contemporáneo)

Relación de todo lo sucedido en el caso de la Encarnación Benita, que llaman de San Plácido, de esta corte.

Habiendo heredado joven la corona Felipe IV, era todo su valimiento el Conde de Olivares, tercer hijo de la casa de Medinasidonia, con quien tenía gran cabida D. Jerónimo de Villanueva, proto-notario de Aragón y ayuda de cámara, todos tres mozos; y con la ocasión de ser el proto-notario patrono del convento de la Encarnación Benita, unido junto a su casa, estando un día en conversación los tres casualmente, dijo eme en su convento estaba por religiosa una hermosísima dama: la curiosidad del Rey y el encarecimiento del proto-notario dio motivo a que el rey Felipe quiso verla. Pasó disfrazado al locutorio, donde D. Jerónimo, como patrono, con su autoridad dispuso el que la viera.

Enamoróse el Rey; el Conde con su poder facilitó las disposiciones, y en fin, todas las noches eran largas las visitas. No se pudo esconder tanto este galanteo, que no censurase el convento, y el Rey, encendido con el fuego de su apetito, no pretendiese atrepellar con todos los inconvenientes.

Las dádivas y ofrecimientos del Conde, la maña del proto-notario, la vecindad de las casas, hicieron romper la clausura por una cueva de la casa del patrono, que dio paso a una bóveda del convento, destinada para guardar el carbón[216].

La dama religiosa, entre resuelta y tímida, no se atrevió a la ejecución de sacrilegio sin dar parte a la Abadesa, la cual, estrechándose con el Conde y D. Jerónimo, procuró con todo recato el disuadir tal empeño. Los dos, resueltos a complacer al Monarca, la respondieron con determinación, a que ella, animosa, la noche que estaba prevenida para la ejecución, dispuso en la celda de la dama un estrado, en cuyas almohadas la hizo reclinar, y a su lado puso un devoto crucifijo con luces. Entró por la mina, primero D. Jerónimo, dejando en su casa al Rey y al Conde, y a vista de aquel espectáculo, volvió confuso y se suspendió la ejecución.

(Aquí hay un párrafo en que supone el autor anónimo que, a pesar de esta suspensión, siguió aquel galanteo y criminales relaciones por largo tiempo, y continúa:)

No pudo estar secreto en tanta continuación este suceso. Los prelados de la religión, confusos, averiguaron el todo; entre el error y el poder vacilaban. En fin, llegó a noticia del Santo Tribunal todo el caso. Era inquisidor general D. fray Antonio de Sotomayor, religioso dominico, arzobispo de Damasco, confesor del Rey. Éste tuvo audiencias repetidas y secretas con el Rey, advirtiéndole los muchos errores que se habían cometido en el cuento. Dio Felipe IV palabra de abstenerse de toda comunicación, y que inadvertido se habían hecho aquellas demostraciones; pero luego se lo participó al Conde-Duque para que discurriese la enmienda.

El Santo Tribunal fulminó causa contra D. Jerónimo de Yillanueva, que en las declaraciones secretas que se habían tomado resultó culpado, y pasó a prenderle[217]. El Rey y el Conde resolvieron disimular aquella prisión; pero el Conde, receloso no le sucediera algún desaire, previno al Rey el riesgo y procuró atajar todo el cuento.

Lo primero que hizo fue irse una noche a la casa del Inquisidor General a estar con él, y sin darse por entendido de nada, le puso delante dos decretos del Rey, el uno en que S. M. le concedía doce mil ducados de renta con la calidad que hiciese renuncia de la inquisición y se retirase a Córdoba (que era su patria) luego; y no aceptando esto, el otro decreto era echándole las temporalidades dentro de veinticuatro horas, saliendo desterrado de todos los reinos. Aceptó el Arzobispo el primer decreto, hizo la dejación y se retiró a Córdoba. Estaba por embajador de Roma el Conde de Peñaranda, y empezaba su pontificado Urbano VIII. Despachó postas el Conde-Duque con pliegos al Papa y al Embajador, y dentro de pocos días vino orden muy apretada de Roma para que la causa original la remitiese la Inquisición a Su Santidad, cesando entonces las diligencias[218], que se proseguirían en aquella corte. Obedeció el Santo Tribunal y nombró a Alfonso Paredes, uno de los notarios del Consejo, para que pasase a Roma, y en una arquilla cerrada y sellada le entregaron los papeles.

El Conde-Duque luego que supo la elección del ministro, lo primero que hizo fue, con todo secreto, sacar su retrato por un pintor del Rey, de que se hicieron copias, y enviar una a Génova al Embajador de España, otra al Virey de Sicilia, otra al de Nápoles y otra al Embajador de Roma, con órdenes del Rey para que estuviesen con gran cuidado, y en cualquier paraje donde pudiese ser hallado Alfonso Paredes, cogiesen su persona y se la remitiesen al Virey de Nápoles con suficiente guardia y gran secreto, y al Virey que en el Castel del Ovo, castillo muy fuerte de Nápoles, le pusiese preso, señalándole congrua suficiente para su sustentación, y que la arquilla con el mismo secreto la remitiese al Rey con un cabo de los de mayor confianza, sin permitir se abriese.

Alfonso de Paredes, con su encargo, se embarcó en Alicante y llegó a Génova, donde desembarcó. El Embajador, que ya tenía prevenido al Dux mucho antes con las cartas y el retrato que había recibido, luego supo su llegada; y pasando inmediatamente a noticiárselo al dux, aquella noche le prendieron y sacaron de la ciudad por la via de Milán, cuyo gobernador, que también estaba prevenido, le remitió con el mismo recato a Nápoles, donde el Virey ejecutó la orden, poniéndole en el castillo, señalándole dos ducatones[219] cada día para su manutención, imponiéndole pena de la vida si hablaba o decia la menor palabra de quién era o a qué había venido, sin permitirle escribir, y al alcaide hicieron la misma prevención, y así estuvo más de quince años que tuvo de vida.

El Virey de Nápoles remitió la arquilla con un capitán confidente suyo al Conde-Duque, quien se la llevó al Rey, cerrada, como había venido, y sin consentir abrirla, los dos solos la quemaron en la chimenea del cuarto del Rey.

Ya en este tiempo había el Rey nombrado, por instancias de la reina doña Isabel, por inquisidor general a don Diego de Arce y Reinoso, y la religión benedictina había puesto el más conveniente remedio en la reforma del convento de la Encarnación Benita, siendo desde entonces, así la cómplice como todas las demás religiosas, un relicario de santidad.

Como la causa no llegaba a liorna (no obstante que se susurraba todo el cuento), el proto-notario se estaba preso en Toledo, adonde le habían llevado desde el principio; hacían diligencias sus parientes; el Rey y el Duque disimulaban, pasando en esta suspensión más de dos años.

Escribieron cartas por el Inquisidor General a Roma, y el Conde de Oñate se estrechó con el Papa, quien también disimuló, dejándolo todo en silencio, con que el Inquisidor General, de su motu propio, dispuso que en la sala de la Inquisición de Toledo, delante de los inquisidores y secretarios, convocados el guardián de San Juan de los Reyes, el prior de San Pedro Mártir, el prepósito de la casa profesa de Toledo, el comendador de la Merced, dos canónigos de la santa iglesia y el prior del Carmen, saliese D. Jerónimo de Villanueva a la sala en cuerpo y sin pretina, sentado en un taburete raso, sin leerle causa, fuese gravemente reprendido por el guardián de San Francisco, sin declarar la causa, diciendo haber incurrido en casos de irreligión, sacrilegios y supersticiones, y otros pecados enormes, por donde había sido incurso en la bula de la Cena; y que por usar de misericordia el Santo Tribunal le absolvía de todo, con la calidad de que por un año ayunase los viernes, no entrase en el convento de las monjas, ni tuviese comunicación con ninguna, y repartiese dos mil ducados de limosna, con intervención del padre prior de Atocha, y de todo esto se dio testimonio por el secretario del secreto, y fue suelto. Volvióse a su casa y empleos con orden precisa del Rey de que nunca le hablase, ni al Conde-Duque, nada de este suceso.

Así tuvo fin un tan singular escándalo, que causó tantos disturbios.

A un hijo que dejó en España Alfonso de Paredes le dio el Rey empleo decoroso, con que se mantuvo con toda decencia.

A este suceso se añade por tradición la circunstancia de que, muerta la monja Margarita, la Priora obtuvo del Rey la donación del reloj que aun existe y que al dar la hora repite los clamores a difunto.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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