I. El Alcázar

El primer carácter de aquella vetusta fábrica, origen de la importancia histórica y política, cuando no de la fundación de esta villa, fue sin duda el mismo que el de tantas fortalezas con que poblaron los moros las crestas de nuestras montañas, con el objeto de atenderá la defensa y dominación de las poblaciones vecinas. Esto indican claramente su situación topográfica, su destino primitivo, y hasta su nombre mismo de Al-cassar, genérico, entre los árabes, de esta clase de construcciones. Muchos de los autores apreciables de la historia de Madrid atribuyen, sin embargo, su fundación a época más cercana, después de la conquista de esta villa por las armas de Alfonso VI; y de todos modos, parece seguro que a mediados del siglo XIV, el rey D. Pedro de Castilla verificó en esta fortaleza una completa reedificación y ampliación, dándola mayor importancia, de que muy luego pudo hacer alarde en defensa suya y contra las huestes de su competidor y hermano, D. Enrique de Trastamara, que cercaron a Madrid en 1369, y le ocuparon sólo por la traición de un paisano que tenía dos torres a su cargo; a pesar de la heroica defensa del Alcázar, hecha por los Vargas y Luzones, caballeros principales de esta villa.

Anteriormente a esta época, la Historia refiere que todos, o casi todos, los monarcas de Castilla y León residieron largas temporadas en Madrid; desde D. Fernando el Magno (que suponen algunos la conquistó primitivamente en 1047, para abandonarla después, y que recibió en ella visita de Almenon, rey moro de Toledo) y Alfonso VI, su verdadero restaurador en 1086, hasta D. Alfonso XI, padre del mismo rey D. Pedro; según más pormenor indicamos en la Reseña histórica que precede a estos paseos. Pero lo que no dicen los historiadores, ni consta de ninguna manera, es que dichos monarcas hicieran su residencia en el Alcázar, ni se trata de él como mansión Real, sino sólo como defensa formidable en todas ocasiones; ya contra las acometidas que a los pocos años de la reconquista hizo contra Madrid, en 1109, el rey de los Almorávides Tejufin, y que resistieron victoriosamente los habitantes, encerrados en el Alcázar, rechazando al ejército marroquí, que había llegado a sentar sus reales en el sitio que aun se llama el Campo del Moro; ya en las funestas revueltas interiores de los reinados sucesivos, hasta la misma guerra fratricida de D. Pedro y D. Enrique. Lo más probable es suponer que aquellos monarcas habitarían en el palacio que parece existió sobre el sitio mismo en que más tarde fue fundado el monasterio de las Descalzas Reales (al que sin duda hacen referencia los Fueros de Madrid en principios del siglo XIII, cuando establecen distinción entre el Palacio y el castiello), y que sólo en tiempo de D. Pedro y D. Enrique, y a consecuencia de las notables obras verificadas por ellos, pudo el Alcázar servir de mansión a los reyes de Castilla. De todos modos, la Historia no hace mención de este Alcázar sino como fortaleza, y únicamente cuando en 1389, reinando D. Juan I, expidió privilegio concediendo a don León V, rey de Armenia, el señorío de Madrid y de otros pueblos, se escribe que dicho señor residió en nuestra villa durante dos años, confirmó sus fueros y privilegios, y reedificó las torres del Alcázar, en que se cree pudo habitar.

Al año siguiente (1390) murió D. Juan I, dejando por heredero a su hijo D. Enrique (tercero de este nombre), niño de poca edad, y a la sazón en esta villa, donde luego fue aclamado por rey de Castilla antes que en ninguna otra ciudad del reino. Durante la minoría de don Enrique tuvieron lugar las largas y complicadas turbulencias que agitaron a Castilla (y a Madrid muy particularmente), hasta que en 1394, y contando ya Enrique catorce años, las Cortes del Reino, reunidas en esta villa, en la iglesia del monasterio de San Martín, le declararon mayor de edad y tomó las riendas del Gobierno. De este monarca, que residió en Madrid la mayor parte de su breve reinado, se sabe ya con alguna seguridad que se aposentó alguna vez en el Alcázar, celebró en él sus bodas con la infanta D.ª Catalina, y recibió los embajadores del Papa y de los reyes de Francia, de Aragón y de Navarra; por último, dice la Historia que hizo en el mismo Alcázar grandes obras, y nuevas y fuertes torres para depositar bus tesoros, fundando, además, para bu recreo la casa fuerte y el Real Sitio del Pardo, a dos leguas de Madrid.

A la inesperada y temprana muerte de D. Enrique el Doliente, ocurrida en Toledo en 1406, quedó aclamado por su sucesor su hijo D. Juan el Segundo, a la tierna edad de catorce meses, bajo la tutela de la reina viuda D.ª Catalina y de su tío el infante D. Fernando, rey de Aragón, apellidado el de Antequera, quienes en la larga minoría de doce años condujeron con talento y patriotismo la difícil gobernación del reino, hasta que, habiendo sido proclamado D. Fernando rey de Aragón, y falleciendo doña Catalina, la reina viuda, en 1418, D. Juan, llegado a la mayor edad, y habiendo contraído matrimonio con su prima D.ª María, hija del difunto D. Fernando, vino con su esposa a Madrid, para donde convocó las Cortes del Reino, que se abrieron en el Real Alcázar, el día 10 de Marzo de 1419. La crónica hace larga mención de esta asamblea, describiendo prolijamente la ceremonia y ostentación con que se verificó su solemne apertura en la sala rica del Alcázar, con asistencia del rey D. Juan, de los infantes de Aragón, de los arzobispos de Toledo, Santiago y Sevilla, otros muchos prelados y todas las altas dignidades del reino; estampa el discurso dirigido al Rey por el Arzobispo de Toledo, y la contestación de aquél, y presenta, en fin, en este Real Alcázar el primer cuadro digno de la grandeza y majestad de los monarcas de Castilla.

Otros varios, de no menor importancia, ofreció más adelante la poética y caballeresca corte de D. Juan, y muy especialmente durante la privanza del célebre condestable D. Álvaro de Luna, que habitaba cerca del Alcázar, en las casas de Álvarez de Toledo, señor de Villafranca, que estaban hacia la calle de Santiago, en el terreno donde después se fundó el convento de Santa Clara. Las crónicas describen las famosas justas, saraos y diversiones celebradas en Madrid por aquel tiempo, siendo mantenedores el mismo D. Álvaro y otros magnates, así como el suntuoso festín con motivo del nacimiento de un hijo de éste, de que fue padrino el mismo Rey. Pero, como más contraída al Alcázar, no podemos dejar pasar otra solemnidad, que expresa detalladamente la crónica de don Juan, y es la relación de la solemne embajada del Rey de Francia, recibida por él en Madrid.

«Vinieron allí (dice la crónica) embajadores del Rey Charles de Francia, los cuales eran el arzobispo de Tolosa, que se llamaba D. Luis de Molin; i un caballero senescal de Tolosa, llamado Mosen Juan de Moncays: i como el Rey supo de su venida, mandó que el condestable i todos los otros condes i caballeros i perlados que en su corte estaban los salieran a rescebir, i salieron cerca de una legua i vinieron con ellos al palacio que era ya cerca de la noche, i hallaron al Rey en una gran sala del Alcázar de Madrid, acompañado de muy noble gente, donde había colgados seis antorcheros con cada cuatro antorchas, i mandó el Rey que saliesen veinte de sus donceles con sendas antorchas a los rescebir a la puerta. El Rey estaba en su estrado alto, assentado en su silla guarnida debajo de un rico dosel de brocado carmesí, la casa toldada de rica tapicería y tenía a los pies un muy gran leon manso con collar de brocado, que fue cosa muy nueva para los embajadores de que mucho se maravillaron, i el Rey se levantó a ellos y les hizo muy alegre recibimiento y el Arzobispo comenzó de dudar con temor del leon. El Rey le dijo que llegase i luego llegó i abrazólo i el senescal quiso besar la mano al Rey i pidióselo; i el Rey no se la quiso dar i abrazólo con muy graciosa cara i mandó que se acercasen los embajadores i asi se asentaron en dos escabeles con sendas almohadas de seda que el Rey les mandó poner, el uno de la una parte i el otro de la otra, apartados del Rey cuanto una braza. El Rey les preguntó las nuevas del Rey de Francia su hermano, y de algunos graneles señores del reino, y oídas nuevas que les dijeron el Rey mandó traer colación, la cual se dio tal como convenia en sala de tan gran príncipe y de tales embajadores. Suplicaron al Rey que les mandase asignar día para explicar su embajada, el Rey les asignó para el miércoles siguiente, etc.»[42].

Asistían a esta embajada el condestable D. Álvaro de Luna, D. Enrique de Villena, tío del Rey; los condes de Benavente y de Castañeda, el adelantado Pero Manrique, el arzobispo de Toledo D. Juan de Cerezuela, D. Pedro de Castilla, tío del Rey: obispo de Osma, y todos los altos señores de su Consejo.

Otras varias ceremonias no menos solemnes celebró en el Alcázar de Madrid aquel ilustrado monarca, tales como la reunión de Cortes, la recepción del embajador del Pontífice, que le trajo la rosa de oro bendecida por el mismo Papa en 1435, y otras, hasta que las rebeliones de los grandes, de los infantes de Aragón, y de su propio hijo D. Enrique, ennegrecieron los últimos años de su reinado, que terminó, con su vida, en Valladolid, el 21 de Julio de 1454.

A los tiempos poéticos y caballerescos de D. Juan el Segundo sucedieron los míseros y fatales de ese mismo D. Enrique IV, su hijo, que tan larga y completa expiación había de sufrir de los desmanes y rebeldías que él mismo Labia tramado contra su padre, de los desarreglos de su juventud, de la infidelidad y torpeza de su conducta en toda la vida. Hallábase ya a la edad de veinte y siete años cuando ciñó la corona, y divorciado de su primera mujer, doña Blanca de Navarra, contrajo nuevo matrimonio con la hermosa infanta de Portugal doña Juana, en 1455, conduciéndola luego al real Alcázar de Madrid, donde se celebraron con este motivo señaladas fiestas, entre otras, por cierto una singular de cierta cena espléndida ofrecida a los Reyes y a la corte por el Arzobispo de Sevilla (no sabemos en qué casa moraba), cuyo último servicio consistió en dos bandejas de anillos de oro con piedras preciosas para que la Peina y sus damas escogiesen las de su gusto; galante demostración, que así demuestra la cortesanía del buen prelado, como la corrupción de aquella corte voluptuosa. Enrique, dotado de un temperamento ardiente, y dado a los placeres sensuales, daba el ejemplo con sus extravíos; y en prueba de ello, refieren las historias que, a pesar de hallarse recién casado con la hermosa doña Juana de Portugal, no puso coto a ellos; antes bien se dejó arrastrar de una vehemente pasión Lacia una de las damas que acompañaban a la Reina, llamada doña Guiomar de Castro, a quien suponen también muy bella; y queriéndola obsequiar cierto día, dispuso una corrida de toros en la plaza delante del Alcázar de Madrid. Sabedora la Reina del objeto de aquella fiesta, prohibió a todas sus damas asomarse a las ventanas del Alcázar; pero esta orden fue escandalosamente infringida por la orgullosa favorita, que la presenció desde una de ellas. Indignada la Reina, la esperó al pasar cierta escalera, y acometiéndola bruscamente, la azotó con un chapín. A los gritos de doña Guiomar acudió presuroso el Rey, e interponiéndose entre ambas, lanzó violentamente a la Reina y protegió a doña Guiomar, con quien luego continuó en criminales relaciones, colocándola en una magnífica quinta o casa de campo que había hecho construir cerca de Valdemorillo, a corta distancia de Madrid, adonde iba a visitarla con frecuencia.

Ya por entonces andaba en auge la privanza con el Rey del antiguo paje de lanza, después mayordomo mayor y duque de Alburquerque, D. Beltrán de la Cueva, y este profundo cortesano y favorito, interesado por más de un motivo en embriagar a la corte y al Monarca en el humo de los festines, preparaba y dirigía incomparables fiestas, entre las cuales sobresale la del famoso Paso honroso, defendido por el mismo D. Beltrán en el camino del Pardo, con el objeto aparente de obsequiar a los embajadores del Duque de Bretaña, aunque hay quien supone que con el verdadero de manifestar su destreza y gallardía a los ojos de la reina doña Juana. La descripción de esta magnífica fiesta, y de los saraos y festines celebrados con este motivo en los alcázares de Madrid y del Pardo, ocupa algunas páginas de los anales madrileños, y asombra todavía por su inmenso coste y magnificencia; pero es tan conocida, que creemos excusado reproducirla aquí.

Hacia fines del año 1461, hallándose en Aranda la reina doña Juana, muy adelantada en su preñez, la hizo Enrique conducir a Madrid en silla do manos o andas, como entonces se decía, saliendo a recibirla a larga distancia; y haciéndola subir con cariñosa solicitud a las ancas de su mula, la condujo de este modo al Alcázar, entre las más expresivas aclamaciones de los fieles madrileños.

En él, pues, nació a pocos días la desdichada princesa doña Juana, a quien más adelante los grandes y los pueblos rebelados contra Enrique apellidaron con el fatal epíteto de la Beltraneja, así como a él mismo le designaron con el no menos injurioso de el Impotente. Si ambas calificaciones vulgares, que ha consagrado la Historia; si el desarreglo que supone ésta en la conducta de doña Juana, fueron o no ciertos, o gratuitas invenciones de los grandes sus enemigos, y partidarios de los infantes don Alonso y doña Isabel, es lo que no ha aclarado aún la Historia.

A nuestro objeto cumple sólo consignar que en este propio Alcázar fue más adelante presa y custodiada la misma doña Juana, en castigo de su supuesta liviandad: que también lo fue en 1465, en una de sus torres, el alcaide Pedro Munzares, y el propio Enrique se vio en él asaltado, perseguido, reducido a esconderse en un retrete, y sufrir una de tantas humillaciones con que empañó el brillo de la corona de Castilla, y que le condujeron hasta el extremo de reconocer su impotencia y la ilegitimidad de su propia hija.

Este desdichado monarca falleció en este mismo Alcázar, que con su menguada conducta había por tanto tiempo profanado.

A su muerte subió al trono de Castilla su hermana la infanta doña Isabel, casada ya con el príncipe D. Fernando de Aragón; pero esto no aconteció sin que por parte del vecindario de Madrid y de otros pueblos, que lamentaban la injusta exclusión de la princesa doña Juana, y eran fieles al derecho legítimo que ella reclamaba, no opusiese una larga y obstinada resistencia, y especialmente en el Alcázar de Madrid, defendido por cuatrocientos hombres valerosos, y que sólo al cabo de dos meses de sitio vigoroso logró rendir el Duque del Infantado, que mandaba las tropas de Isabel.

Los Reyes Católicos no hicieron su entrada solemne en Madrid hasta 1477; pero consta que por entonces residieron en las casas de D. Pedro Laso de Castilla, en la plazuela de San Andrés, y no en el Alcázar, en donde tampoco pararon más adelante su hija doña Juana y el archiduque, después rey, D. Felipe I.

Los Reyes Católicos, sin embargo, debieron morar en otras ocasiones en el Alcázar, y durante ellas, ¡qué espectáculo tan diverso ofrecía éste, en contraste con el que presentara en tiempo de su infeliz hermano! ¡Qué cuadro tan sublime de majestad, de grandeza y de virtud, y cómo supieron purgar aquel augusto recinto de los miasmas pestilentes de que estaba impregnado! Oigamos, para convencernos de ello, al celoso coronista matritense Gonzalo Fernández de Oviedo, que en su ya citada obra de Las Quincuagenas, traza este cuadro majestuoso, como testigo ocular, en estas palabras dignas y reposadas:

«Acuerdóme verla en el Alcázar de Madrid, con el Católico rey D. Fernando, Quinto de tal nombre, su marido, sentados públicamente por tribunal todos los viernes, dando audiencia a chicos e grandes cuantos querían pedir justicia, et a los lados en el mismo estrado alto (al cual subían cinco o seis gradas), en aquel espacio fuera del cielo del dosel, estaba un banco de cada parte, en que estaban sentados doce oidores del consejo de la justicia, e el presidente de dicho consejo Real, e de pié estaba un escribano de los del consejo llamado Castañeda, que leía públicamente las peticiones; al pié de dichas gradas testaba otro escribano del consejo, que en cada petición anotaba lo que se proveía, e a los costados de aquella mesa donde estas peticiones pasaban, estaban de pié seis ballesteros de maza; a la puerta de la sala de esta audiencia Real estaban los porteros, que libremente dejaban entrar (e así lo habían mandado) a todos los que querían dar peticiones, et los alcaldes de corte estaban allí para lo que convenía o se había de remitir o consultar con ellos»[43].

A la muerte de doña Isabel ocurrieron grandes turbulencias en el gobierno del reino, y todavía figura en ellas el Alcázar como fortaleza, hasta que quedaron aquéllas terminadas en las Cortes reunidas en San Jerónimo del Prado en 1509, con el juramento del rey D. Fernando de gobernar como administrador de su hija y como tutor de su nieto D. Carlos.

Este, el Emperador, proclamado en Madrid por los regentes del reino, no halló, sin embargo, en un principio grande adhesión entre los madrileños, que abrazaron en su mayoría la causa de las Comunidades y ofrecieron una formidable resistencia a las huestes imperiales en el Alcázar de esta villa, de que se habían apoderado, aunque tenazmente defendido por la esposa de Francisco de Vargas, su alcaide, a la sazón ausente. Apencados al fin los comuneros, vino a Madrid el Emperador, y habiendo tenido la suerte de curarse en él de unas pertinaces cuartanas que padecía, cobro grande afición a esta villa, residió siempre que pudo en ella, y, sin duda con el pensamiento de fijar ya decididamente su corte, emprendió la reedificación del Alcázar, quitándole su antiguo carácter de fortaleza y levantando sobre sus ruinas un verdadero palacio Real.

No consta, sin embargo, ni era posible, que Carlos V residiese, siempre que estuvo en Madrid, en el Alcázar, cuya reedificación él mismo emprendió; antes bien se afirma que solía morar en el palacio ya dicho, que ocupaba la misma área que hoy el monasterio de las Descalzas Reales; en él, por lo menos, nació su hija doña Juana, fundadora después de aquel monasterio, madre de don Sebastián de Portugal, y Quintana asegura que antes de partir el Emperador a la toma de Túnez, se aposentó en las casas del secretario Juan de Vozmediano, frente a Santa María, y que luego que marchó, se pasó la Emperatriz con el príncipe D. Felipe a las que fueron de Alonso Gutiérrez (hoy Monte de Piedad), que eran anejas al palacio ya citado.

Hallándose el Emperador en Madrid por los años 1524, recibió la nueva de que el Marqués de Pescara, estando sobre Pavía, había obtenido una señalada victoria contra el ejército francés y hecho prisionero a su rey Francisco. El Emperador manifestó en tan dichosa ocasión la misma serenidad y grandeza de ánimo que otras veces ostentó en la desgracia, y sin hablar palabra, se entró en el oratorio de su Real Alcázar a dar gracias al Señor por el triunfo de sus armas. La villa de Madrid solicitó el permiso de S. M. para entregarse a públicos regocijos; pero Carlos no lo consintió, diciendo que no era victoria ganada a los enemigos de la fe. Luego envió orden para que pasasen a Nápoles al Rey su prisionero; pero como éste solicitase que le trajesen a España, fiando en la visita del César la libertad de su persona, vino en ello el Emperador, y en su consecuencia, desembarcó en Barcelona el rey francés, y pasando por Valencia, llegó a esta capital.

Su primera mansión en ella fue en la torro de la casa que llaman de Lujan, en la plazuela del Salvador, hoy de la Villa, y a poco tiempo fue trasladado a un aposento del Real Alcázar, dispensándole el tratamiento deludo a su alta jerarquía. Allí recibió varios mensajes del Emperador, que estaba en Toledo, haciéndole varias propuestas convenientes para el arreglo de la paz y restituirle a la libertad; pero como en ellas insistiese Carlos en la devolución del ducado de Borgoña, y el Rey de Francia en la negativa, las negociaciones se dilataban, y la paz no llegaba a realizarse. Francisco I, en la dura alternativa de morir en su prisión, o deshonrarse aceptando condiciones que creía humillantes, vivía triste y abatido, aguardando de día en día la visita del Emperador, y esperando que, entendiéndose con él personalmente, conseguirla un rescate menos oneroso; pero en vano esperaba, porque Carlos, temiendo sin duda ceder a los impulsos de su generosidad, envióle a decir que no le vería hasta tanto que las estipulaciones se hallasen terminadas. Esta noticia produjo en el Rey de Francia una desesperación tal, que cayó peligrosamente enfermo, y Hernando de Alarcón, que tenía la persona del Rey en su guarda, despachó un posta al Emperador, que estaba en el lugar de San Agustín, dándole aviso de la gravedad del accidente del Rey de Francia, que ofrecía poca esperanza de vida, y que, para alivio de su mal, no pedía otra cosa que el que Su Majestad Cesárea le viese.

El Emperador partió luego en posta a Madrid, y llegó en aquella misma noche (28 de Setiembre de 1525), y aposentándose en el Alcázar, pasó inmediatamente a la habitación del Rey francés. Cuando éste le vio entrar en ella, se incorporó con viveza en su lecho, y con tono enfático le dijo: «¿Venís a ver si la muerte os desembarazará pronto de vuestro prisionero? No sois mi prisionero (respondió prontamente Carlos), sino mi hermano y mi amigo, y mi único deseo es restituiros a la libertad, y cuantas satisfacciones podáis esperar de mí». En seguida le abrazó y conversó con él largo rato con gran franqueza y cordialidad.

Esta visita produjo tan saludable efecto en el enfermo, que a pocos días se bailó fuera de peligro; mas cuando el Emperador le vio restablecido, cambió de lenguaje y tomó de nuevo su inflexible severidad. En vano Francisco le recordó sus benévolas palabras; nada pudo conseguir, hasta que, por fin, se decidió a firmar la capitulación o tratado de Madrid, en 14 de Enero de 1526, por la que restituía el ducado de Borgoña, con otras condiciones onerosas para la Francia, obligándose a casar con Leonor, hermana del Emperador.

Carlos entonces regresó a Madrid a visitar al Rey de Francia va como amigo y cuñado, y Francisco I salió a recibirle con capa y espada a la española, abrazándose con muestras de mucho amor. Al siguiente día salieron juntos en sendas mulas, y porfiando cortésmente sobre cuál tomaría la derecha (que al cabo llevó el Emperador), pasaron a oír misa al convento de San Francisco.

El Rey de Francia conservó tal recuerdo de su prisión, que al recobro de su libertad y regreso a su corte, hizo construir, inmediato a la misma, en el bosque de Boulogne, un trasunto del mismo Alcázar, que se conservó hasta los tiempos de la Revolución, conocido con el nombre de Chateau de Madrid.

La importancia que había dado Carlos V a la villa de Madrid, y especialmente a este Alcázar, trasformado en palacio regio por disposición suya y de su hijo el príncipe D. Felipe, creció de todo punto cuando éste, inmediatamente después de haber subido al trono por la abdicación de su padre el Emperador, se decidió a trasladar a Madrid su corte en 1561.

Con fecha 7 de Mayo de dicho año escribía desde Toledo a su arquitecto Luis de la Vega (encargado de las obras de Palacio) que «teniendo determinado ir con su casa y corte a Madrid, deseaba que estuviesen concluidas para de allí a un mes, y que no diese lunar a que ninguno viese sin mandato suyo los aposentos de palacio, ningún atajo, oficina, ni otra cosa», y de mano propia añadía: «Luis de Vega, enviadme otra traza como la baja y alta que me enviaste de los cuartos de Mediodía, que son los aposentos principales, como agora están, y sea luego». Representó Vega que por falta de oficiales no podía concluirse todo con tanta brevedad; y el Rey mandó al corregidor D. Jorge de Beteta proveyese que todos los oficiales de la villa se ocupasen de esto, sin atender a otra ninguna obra. Poco después, y ya en los últimos meses del mismo año 1561, consta que la corte se hallaba en Madrid, y que Felipe II había realizado su pensamiento de fijarla en ella.

En este palacio, obra en su parte principal del Emperador su padre, y de él mismo, residió constantemente, durante su larga permanencia en esta villa, el poderoso y austero monarca, que extendía su dominación y su política hasta las más apartadas regiones del globo. En él recibió las solemnes embajadas de todos los monarcas de Europa, las visitas de muchos de sus príncipes, las armas y banderas ganadas a sus enemigos por los grandes vencedores de Lepanto y San Quintín, de Italia. Flandes y el Nuevo Mundo. Este Alcázar, respetado y temido entonces de todos los reyes y de todos los pueblos, sirvió también de teatro al misterioso y terrible drama íntimo de la prisión y muerte del heredero del trono, príncipe D. Carlos, y el fallecimiento a los dos meses de la reina doña Isabel de Valois. Drama terrible, aun no bastantemente aclarado, y fatal coincidencia, que ha dado motivo a los novelistas y poetas para tantos brillantes dramas, para tantas ingeniosas fábulas, para tantos comentarios gratuitos, más ingeniosos que fundados[44].

En el Alcázar de Madrid, apoyado en el valor incomparable de sus grandes capitanes, su hermano D. Juan de Austria, el Duque de Alba, D. Álvaro de Bazán, etc.; en el tacto político de sus ministros y favoritos Ruy Gómez de Silva, Antonio Pérez y otros, y más que todo, en su extrema sagacidad, severo carácter y profunda intención, se concibieron, desplegaron y pusieron en ejecución tantos planes políticos, tantos proyectos guerreros, tantas intrigas cortesanas, que interesaban a la Europa, al mundo entero, hasta que, levantada, a la voz de Felipe, la austera y portentosa fábrica de San Lorenzo del Escorial, trasladó a él el poderoso monarca de dos mundos el misterioso nudo y laboratorio de su elevada política.

Felipe II, viudo por tres veces, primero de la princesa doña María de Portugal; después, de la reina de Inglaterra María Tudor, y por tercera vez, de doña Isabel de Valois o de la Paz, contrajo matrimonio por cuarta vez con doña Ana de Austria, en 1570, y de esta unión nació, en 1578, su hijo y sucesor D. Felipe, primer monarca madrileño de los que ocuparon el trono castellano.

Durante el reinado de Felipe III, que empezó a la muerte de su padre, en 1588, el Real Alcázar, que fue su cuna, le sirvió también de residencia, y en él se desplegaron la esplendente magnificencia, las intrigas cortesanas, las aventuras galantes, la desvanecida privanza y ambición de los famosos ministros Duque de Lerma y D. Rodrigo Calderón, tan diestramente trazadas por el autor (sea quien fuere) de la ingeniosísima novela histórica de Gil Blas de Santillana, que nos dispensa de todo ponto de hacerlo aquí.

Felipe IV sube al trono en 1621, a la muerte de su padre, y en su largo reinado es cuando la forma material del edificio, obra de los ya dichos arquitectos, Cobarrubias y Vega, recibió nuevo esplendor en manos de los Moras, Crescenti y otros célebres artistas, cuando sus regios salones, pintados por Lucas Jordán, y decorados con los magníficos lienzos de Velázquez y Murillo, de Rubens y del Ticiano, reflejaban la grandeza del Monarca español, a quien tales artistas servían; cuando en sus altas bóvedas resonaba la voz de los Lopes y Calderones, Tirsos y Moretos, Quevedos y Guevaras, en ingeniosos dramas, improvisados muchas veces en presencia y con la cooperación del Monarca; cuando sus regias escaleras y suntuosas estancias sentían la planta del Príncipe de Gales (después el desgraciado Carlos I) y otros potentados, que venían a visitar al Monarca español o a solicitar su alianza.

La importancia histórica de este palacio empezó, sin embargo, a decaer en el mismo reinado, teniendo que luchar con la del nuevo Sitio del Retiro, levantado por el favorito D. Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, para adular al Monarca, y que acabó, en fin, por imprimir al gabinete su nombre, y al de La Corte de Madrid sustituyó el de La Corte del Buen Retiro.

Lo mismo puede decirse durante la larga y turbulenta minoría de Carlos II, y la aciaga gobernación en ella de la Reina Gobernadora doña Mariana de Austria, que, sin embargo, habitaba en él con preferencia, y por consiguiente, le hizo teatro de la privanza insensata que dispensó, primero, al padre jesuita Everardo Nithard, su confesor, y después, al famoso D. Fernando Valenzuela, a quien elevó a las más altas dignidades del Reino; hasta que vencidos uno y otro, y hasta la misma Reina, y lanzados violentamente del poder por la fuerza y arrogancia de D. Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV, y emancipado Carlos de la tutela maternal al llegar a su mayor edad en 1677, empuñó el cetro, aunque bajo la dirección, o más bien segunda tutela, de su hermano don Juan. Veinte y tres años duró el reinado efectivo de este desdichado monarca, en quien había de extinguirse la varonil estirpe de Carlos V, y en ellos, y residiendo alternativamente en este palacio y en el del Retiro, fueron testigos ambos de su azarosa vida, de su miserable condición, de sus supuestos hechizos, de su fanático celo, de su ignorancia y debilidad; hasta que, después de una prolongada agonía, vino a extinguirse en él su miserable vida el 1.º de Noviembre de 1700.

El primer monarca de la dinastía de Borbón pudo residir poco tiempo en el Alcázar de Madrid, pues ausente unas veces en la larga guerra de sucesión, y después más inclinado al del Retiro, dalia a éste la preferencia, acaso por el tedio que le inspiraba la antigua mansión de la dinastía austríaca, su antagonista, y tanto, que a la muerte de su primera esposa doña María Gabriela de Saboya se fue a vivir al palacio de los Duques de Medinaceli, por disposición de la Princesa de los Ursinos, que por entonces dominaba su Real ánimo. Algunos años después, el horroroso incendio acaecido en el Real Alcázar la noche del 24 de Diciembre de 1734 vino a hacer desaparecer la forma material, los recuerdos históricos y los primores artísticos de aquel Alcázar; y Felipe de Borbón, a quien se le venía, como suele decirse, a [as manos la ocasión de borrar del todo aquella página de la austríaca dinastía, determinó arrancar hasta los vestigios de su antigua mansión, y levantando sobre ella otra más grande y digna del gusto de la época y del Monarca español, mandó elevar sobre el mismo sitio, en 1737, el magnífico Palacio nuevo que hoy existe, y cuya historia, como perteneciente ya al Madrid moderno, no es de este lugar.

Terminada, pues, aquí la vida histórica del lamoso Alcázar de los Felipes de Austria, vengamos ya a bu descripción material. Pocos son los datos que los historiadores matritenses (tan pródigos en hiperbólicos elogios, como escasos en descripciones artísticas) nos han trasmitido para juzgar la forma y condiciones materiales de aquella regia morada; contentándose el maestro Hoyos, Quintana y Pinelo, conprorumpir en las comunes expresiones de su entusiasmo diciendo que era «la más asombrosa fábrica regia del mundo», «el non plus ultra de la magnificencia», y otras lindezas a este tenor. Más aproximado ala realidad, aunque difuso y desencuadernado por extremo, es el relato que hace el maestro Gil González Dávila, en su Teatro de las grandezas de Madrid, si bien más curioso por lo que toca al adorno y etiqueta del palacio que para conocer su aspecto y forma. De esta, sin embargo, en su parte exterior, podemos juzgar por el pequeño modelo en relieve que se conserva en el Retiro, y por las vistas que ofrecen el Plano de Amberes y algunos otros dibujos contemporáneos: en cuanto a la disposición y adorno interior, el mencionado relato del maestro Dávila y otras noticias esparcidas en diversas obras nos darán una idea aproximada de la mansión Real, teatro de la galante y caballeresca corte de Felipe IV.

El primero, hablando de ella como testigo ocular en 1623, se expresa en los términos siguientes, que transcribimos por las curiosas noticias que encierran del ceremonial de aquella corte, y que tan análogas bailamos a la índole de nuestro recuerdo histórico-anecdótico.

«En la parte occidental de Madrid, en lo que antiguamente era el Alcázar Real, tiene su asiento el palacio de nuestros ínclitos Reyes, que representa, por lo que se ve de fuera, la grandeza y autoridad de su príncipe, adornado de torres, chapiteles, portadas, ventanas, balcones y miradores. Lo interior del palacio se compone de patios, corredores, galerías, salas, capilla, oratorios, aposentos, retretes, parques, jardines y huertas, y camina la vista atravesando valles, ríos, arboledas y prados, y se detiene en las cumbres de las sierras del Guadarrama y Buitrago y en la que confina con el convento Real del Escurial. En los patios principales tienen salas los consejos de Castilla, Aragón, Estado, Guerra, Italia, Flandes y Portugal, y en otro más apartado los consejos de Indias, Ordenes, Hacienda y Contaduría mayor[45].

»En el primer corredor está la capilla Real y el aposento de la majestad del Rey, Reina y personas Reales, adonde se ven pinturas, tapicerías, mármoles y varias cosas. En la primera sala del cuarto de S. M. asisten las guardias española, tudesca y areneros. En la de más adelante, los porteros; en la siguiente, S. M. hace, el primer día que se junta el Reino de Cortes, la proposición de lo que han de tratar los procuradores de las ciudades de los reinos de Castilla y León, y los viernes de cada semana consulta con S. M. el Consejo de Castilla las cosas de gobierno, oye la primera vez a los embajadores extraordinarios, celebra el Jueves Santo el lavatorio de los pobres y les da de comer. En otra más adelante esperan a S. M., para acompañarle cuando sale a misa y sermón, el nuncio de S. S. y embajadores que tienen asiento en su capilla. Recibe la primera vez, en pié, con el collar del Tusón, arrimado a un bufete, a los embajadores ordinarios, y a los presidentes y consejeros, sentado, cuando le dan las pascuas y besan la mano; da la caballería del Tusón de Oro a príncipe, potentado o grande de sus reinos. Hace nombramientos de treces del Orden de Santiago, y oye a los vasallos que piden justicia o gracia.

»En una sala más adelante come retirado. Comer retirado es cuando le sirven los gentiles hombres de su cámara. En ella recibe a los cardenales, hacen juramento los virreyes, capitanes generales de mar y tierra, y oye a los embajadores. En otra, a los presidentes cuando le consultan negocios, y manda se les dé asiento. Más adelante está una sala de ciento setenta pies de largo y treinta y uno de ancho; en ella come S. M. en público, se representan comedias, máscaras, torneos y fiestas, y en ella dio las gracias al rey Felipe III Mons. de Umena, embajador de Francia, por haberse capitulado los casamientos entre el rey Cristianísimo de Francia Luís XIII, y la Serenísima infanta doña Ana de Austria, y el príncipe D. Felipe de las Españas con la Serenísima madama doña Isabel de Borbón. En esta sala hay muchas cosas que ver, de pinturas, mapas de muchas ciudades de España, Italia y Flandes, de mano de Jorge de las Viñas, que tuvo primor en esto. Entrando más adelante por diferentes salas y retretes, está la Torre Dorada, y una hermosa galería compuesta de pinturas, mesas de jaspe, y cosas extraordinarias, y sorprende a los ojos, por la banda de Poniente y Mediodía, una deleitosa vista; cerca de esta galería duerme el Rey, escribe, firma y despacha. Cerca de ella hay un jardín adornado de fuentes y estatuas de emperadores romanos, y la del oran Carlos V. En él hay unas cuadras, acompañadas de pinturas de diferentes fábulas, de mano del gran Ticiano, y mesas de jaspe de diferentes colores, una, entre otras, obrada con gran primor, taraceada de piedras extraordinarias; presentóla al rey Felipe II el cardenal Miguel Bonelo Alejandrino, sobrino del santo papa Pío V, y en memoria de ser así, el Cardenal mandó grabaren dos piedras preciosas, que están en la misma mesa, sus armas y las del Papa su tío. Cerca de estas cuadras hay un pasadizo secreto, compuesto de azulejos y de estatuas; por él se baja al Parque y Casa del Campo. Otra torre donde estuvo preso el rey Francisco de Francia; antes de subir a ella hay una galería que llaman del Cierzo, adornada con retratos de los reyes de Portugal, mapas y pinturas varias. Cerca de esta galería está la sala, donde los reinos de Castilla y León se juntan a conferir en Cortes lo que conviene a los reinos. Más adelante, el cuarto del Príncipe, el de la Reina y de sus hijas, con muchas salas, oratorios y retretes y viviendas de las damas, que corresponde a la plaza de Palacio. Edificóle la villa para dar comodidad a la gloriosa memoria de la reina Margarita. En otro patio tienen su cuarto los infantes de Castilla; cerca de él está el guardajoyas y lo raro de la naturaleza del orbe. No hay palabras con que poder explicar lo que ella es».

Aquí entra el autor en una larga digresión de las joyas de la corona; halda de una flor de lis de oro, de media vara de alto y poco menos de ancho, bordada de piedras preciosas, que fue primero de los Duques de Borgoña;

un diamante del tamaño de un real de a dos, valuado en doscientos mil ducados, del que pendía la lamosa perla, llamada, por ser sola, la Huérfana (o la Peregrina), del tamaño de una avellana, tasada en treinta mil ducados, y de unos famosos cuernos de unicornio, «cuyo valor (dice) importaba más de un millón; con otras muchas riquezas, en escritorios, vasos de cristal y de la China, aderezos y piedras preciosas, plata labrada y otra multitud de joyas, que todo pereció en el incendio de 1734. Habla también de las insignes pinturas de las mejores manos de Italia, Alemania y Flandes que adornaban el palacio, y concluye diciendo:

«Lo demás del palacio es la vivienda de las personas Reales y oficinas de la casa, que todos son quinientos aposentos. En los tiempos muy antiguos dio principio a este palacio el rey Enrique II[46]. Aumentáronle los reyes Enrique III y IV, y el emperador D. Carlos, como se manifiesta en las armas y letras que están encima de muchas puertas, que dicen: Carolus V, Romanorum Imperator et Hispaniarum Rex.

»Acrecentó lo que dejó comenzado el Emperador el rey Felipe II, como se ve en letreros de puertas y otras partes:

Philipus II, Hispaniarum Rex A. MDLXI

»Prosiguieron con el deseo de ver acabado un edificio tan lindo los reyes Felipe III y IV, hasta llegar a la perfección que hoy vemos. Tiene delante una espaciosa plaza, la Caballeriza y Armería, y al un lado el convengo de San Gil, de religiosos descalzos del Orden de San Francisco, y la parroquia de San Juan Bautista, y por un pasadizo alcanza al convento Real de la Encarnación, de religiosas descalzas del Orden de San Agustín. En este tránsito, que es una distancia grande, hay muchas cosas que ver, pinturas y retratos del tiempo antiguo y moderno».

Hasta aquí el contemporáneo Gil González Dávila: añadiremos a su descripción algunas otras indicaciones esparcidas en diversas obras, y en especial en la que escribió en trances D. Juan Álvarez Colmenar. (Anales d’Espagne et du Portugal; Amsterdam, 1741, cuatro tomos en folio).

En la época de Felipe IV no conservaba ya el Alcázar más recuerdo de su primitivo destino y condición que algunos torreones o cubos en las bandas del Norte y Poniente, al Campo del Moro. La principal fachada, situada a Mediodía como la del actual palacio, era obra, como queda dicho, de los reinados de Carlos V y Felipe II, y del gusto de la primera época; terminaba en dos pabellones con sendas torres cuadradas[47], y las puertas abiertas en el centro de ella daban paso a dos grandes patios, en el fondo de los cuales se veían las escaleras que conducían a las habitaciones superiores. En estos patios se formaban galerías de arcos, que sostenían lindas terrazas con tiestos y estatuas.

Subíase a los cuartos de las personas Reales por una escalera extremadamente ancha, con los pasamanos de piedra azulada y adornos dorados, la cual daba entrada a una galería bastante ancha, llamada Sala de Guardias, en la cual daban el servicio las tres compañías de archeros o de la cuchilla, compuesta de flamencos y borgoñones, los alabarderos españoles y los tudescos o alemanes.

Las habitaciones Reales eran efectivamente inmensas, suntuosas y ricamente adornadas de primorosos cuadros, estatuas y muebles. Álvarez Colmenar cita entre los primeros una pintura de Miguel Ángel, que dice haber costado a Felipe IV cinco mil doblones, y representaba la oración de N. S. en el huerto de las Olivas. Habla también de las ricas y primorosas tapicerías flamencas, y de los frescos que adornaban las paredes de las salas. Sobre todo, el salón de audiencia o de Embajadores era magnífico, cubierto profusamente de ricos adornos dorados.

Los grandes calores del estío obligaron también a los monarcas habitadores de aquel palacio a guarecerse con gruesas paredes y economía en las luces. Por lo demás, la distribución de las ventanas, su elegante adorno de mármol y balaustres dorados, daban a la fachada principal y del Mediodía un aspecto exterior muy agradable, de que puede formarse una idea por el grabado que insertamos, conforme a la vista completa del alzado de dicho palacio en el plano de Amberes de 1556.

En el pabellón izquierdo es donde moró el Príncipe de Gales cuando vino a Madrid, en 1623, a solicitar la mano de la infanta D.ª María, y delante de este pabellón existió un pequeño parterre o jardín cercado, que también está señalado en el plano.

Licencia

Icon for the Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License

El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

Compartir este libro