XVI. El Prado Viejo

Antes de penetrar en la parte principal de la nueva población por la Carrera de San Jerónimo (que fue durante un siglo la verdadera entrada de Madrid), no es posible prescindir de tratar de su romántico límite oriental, que con el nombre de El Prado Viejo vino siendo, desde mediados del siglo XVI, el sitio preferente de reunión para los habitantes de la nueva corte.

Este sitio no abarcaba, sin embargo, por entonces toda la inmensa extensión comprendida hoy bajo la común denominación de Paseo del Prado, desde el convento de Atocha hasta la puerta de Recoletos, y que mide una distancia de unos 9.000 pies, o sea cerca de media legua. Consistía, pues, en diferentes trozos y posesiones, que, reunidos sucesivamente, vinieron a recibir una común denominación y destino. El primero era la continuación de la Carrera de Atocha hasta el convento, y la prolongación, por su izquierda, con el alto de San Blas; aquí estuvieron efectivamente los prados de la villa, el Prado de Toya o de Atocha (de que ya se hace mención en los Fueros de Madrid, a principios del siglo XIII), y aun continuó apellidándose así tres siglos después; el segundo trozo, compuesto de huertas, al pie de las colinas sobre las cuales se erigió por los Reyes Católicos el monasterio de San Jerónimo, y más adelante, por Felipe IV, el delicioso Sitio Real de El Buen Retiro, recibió de aquel célebre monasterio el nombre de Prado de San Jerónimo; y andando los tiempos, la alameda que se plantó hacia el Norte, en dirección a la antigua Fuente Castellana, eran tierras de labor, huertas y caseríos de los vecinos de la villa, y recibió el nombre de Prado de Recoletos, del convento de Agustinos que se erigió, en 1595, al extremo de él. Por toda la extensión de este gran trayecto, y aun desde la Fuente Castellana, venía atravesando el inmundo barranco que desemboca fuera de la puerta de Atocha, y que aun permaneció descubierto hacia la parte de Recoletos, hasta que fue embovedado en tiempo de la dominación francesa.

Debe suponerse que la parte que primero se regularizó y redujo a camino transitable fue, sin duda, la continuación de la calle o carrera de Atocha, objeto culminante de este extendido recinto, causa principal de la ampliación de la nueva corte por aquel lado.

Los historiadores de Madrid, guiados por su entusiasmo patriótico y su fervor religioso, ocuparon volúmenes enteros para consignar y amplificar las remotísimas tradiciones referentes a la sagrada imagen de Nuestra Señora, que suponen obra de San Lúeas y de Nicodémus, y traída de Antioquía, nada menos que por alguno de los apóstoles, y colocada en una ermita hacia estos sitios, que entonces eran unos atochares, con cuyos dos nombres viene alternativamente designándose en las diversas historias, relaciones y poemas cuyo catálogo solo ocuparía algunas páginas. Siguiendo siempre en su íntima convicción de la existencia de Madrid muchos siglos antes de la invasión sarracénica, dicen que, al tiempo de verificarse ésta, los piadosos vecinos de la villa, al abandonarla, debieron esconder la imagen en unos prados de aquellos contornos, en que se criaba la hierba tocha o atocha (como también lo habían hecho con la de la Almudena en el cubo de la muralla), y que en ellos la encontró, a poco tiempo, el caballero Gracián Ramirez, dueño de aquellas posesiones, cuando, viniendo de su casa de Rivas (adonde Be había retirado con su familia), emprendió y consiguió con algunos pocos caballeros la reconquista de su villa natal.

Pero esta primera reconquista (de que no hacen mención las antiguas crónicas ni ninguno de los grandes historiadores, y que sólo tradicionalmente ha sido recibida) se halla envuelta en una portentosa maravilla, en un milagro de Nuestra Señora de Atocha.

Cuentan, pues, que temeroso el intrépido Gracian del mal éxito de su heroica tentativa, y después de haberse encomendado a Nuestra Señora, degolló por su propia mano a su mujer e hijas, para que, en caso de sucumbir en la demanda, no quedasen abandonadas a la brutalidad de los moros; pero que habiendo, con el favor divino, llevado a cabo su propósito de reconquistar a Madrid triunfando de los infieles, se arrepintió de su precipitada determinación primera, y regresando al santuario de Nuestra Señora, mereció, en premio de su heroicidad, hallar a sus víctimas, resucitadas, al pie de la Santa imagen, si bien conservando en sus cuellos la fatal huella del cuchillo paternal. Este es el maravilloso y poético caso que, con mayor o menor criterio e inspiración, ocupó las plumas de tantos panegiristas y poetas, entre los cuales descuella el maestro Pereda, en su libro titulado La Patraña de Madrid; los poetas Lope de Vega y Salas Barbadillo, en dos poemas heroicos, y D. Francisco de Rojas, en la comedia que tituló Nuestra Señora de Atocha.

Supuesto, pues, este milagroso suceso, y supuesta, por consiguiente, la remotísima existencia de aquella pobre ermita, no debe extrañarse que desde los tiempos subsiguientes a la reconquista histórica de Madrid por Alfonso el VI fuese ya célebre esta imagen y este santuario.

A él acudían en devotas romerías multitud de peregrinos» de todos los puntos de España, razón por la cual se hubo de labrar, andando los tiempos, arrimado al mismo, un hospital u hospedería para albergarlos, cuyo patronato corría a cargo de la misma casa de los Ramírez (hoy de los condes de Bornos), que conservaron allí cerca grandes propiedades, alguna de las cuales han venido poseyendo hasta nuestros días, en que fue vendida para construir en ella la Estación del ferrocarril. Por los años de 1523, y en el reinado del emperador Carlos V, se escogió aquel sitio para la fundación de un convento de religiosos del Orden de Santo Domingo, y construido éste (al que se agregó, en 1588, una suntuosa capilla, que Felipe II mandó labrar en el sitio mismo en que estuvo el antiquísimo santuario o ermita de Nuestra Señora), quedó bajo el patronato Real, que el mismo monarca y sus sucesores se apresuraron a aceptar, colmando de privilegios, mercedes y cuantiosos dones a esta Real casa y santuario, enriqueciéndole con primorosas obras de arte, y ostentando, en fin, por todos los medios imaginables su piadosa devoción hacia la Santa Patrona de su corte Real[159]. Un tomo entero no bastaría acaso para reseñar la historia de su piadoso culto, los testimonios vivísimos de adoración y de entusiasmo de que en todos tiempos ha sido objeto por parte de los monarcas, de la corte y vecindario de Madrid; sus solemnes traslaciones, unas veces al palacio de nuestros Reyes con motivo de graves peligros en su vida; otras a diversos templos, con ocasión de pestes, guerras y demás calamidades; sus regresos triunfales a esta santa casa, de dos de los cuales liemos sido testigos en este siglo; la primera, a la expulsión de los franceses, que convirtieron en cuartel y caballeriza el convento e iglesia; y la segunda, cuando, ya extinguidos los Regulares, se designó, en 1838, a este edificio para Hospital de inválidos militares. El templo de Atocha, restaurado en lo posible por la piedad del rey D. Fernando VII, ostenta hoy en su altar aquella primitiva y celebérrima imagen. De sus elevados muros penden los gloriosos estandartes de los antiguos tercios castellanos, las inmortales banderas de los modernos ejércitos de la guerra de la Independencia. Los dos caudillos más memorables de ella, CASTAÑOS y PALAFOX, yacen bajo sus bóvedas, aguardando el monumento nacional que ha de eternizar materialmente las glorias de Bailén y Zaragoza. También en sus capillas se han inaugurado recientemente los suntuosos sepulcros de los generales Prim, marqués de los Castillejos, y Concha, marqués del Duero, y los veteranos inválidos de nuestros ejércitos, la corte y el pueblo de Madrid llenan constantemente su recinto y confunden a todas horas sus plegarias con las de los monarcas, que, según la costumbre introducida desde Felipe III, vienen a este santuario todos los sábados a implorar la protección divina, y en ocasiones solemnes de su advenimiento al trono, de su entrada en Madrid, de sus casamientos o de la presentación del heredero de la corona, celebran en él las más grandiosas ceremonias la Iglesia y de la corte.

El trozo del paseo que conduce a esta iglesia, desde donde se alzaba la mezquina puerta del mismo nombre, llamada primitivamente de Vallecas, y derribada en estos últimos años, es el menos decorado y brillante del Prado, y consiste sólo en algunas filas de árboles, con un camino central para los coches y estrechos paseos laterales entre el cerrillo en que estuvo la ermita de San Blas (más abajo de donde hoy el Observatorio Astronómico) y la cerca que da al camino de Vallecas (hoy ya derribada), y arrimada a la cual está la otra mezquina ermita, denominada del Ángel, y antes del Santo Cristo de la Oliva. Pero aun este mezquino paseo o alameda no existia en esta forma en el siglo XVII, presentando sólo entonces el aspecto desnudo y pelado de una carretera.

El otro trozo considerable del paseo moderno, que media entre dicha calle de Atocha y la Carrera de San Jerónimo, consistió, hasta fines del siglo último, en una estrecha calle de álamos, flanqueada por algunas huertas del lado de la población, y por el opuesto limitada por el inmundo barranco ya mencionado, que venía descubierta desde las afueras de Recoletos.

Del otro lado, entre la Carrera y la calle de Alcalá, es donde existió de más antiguo el paseo primitivo y favorito de los madrileños, pues que vemos que el maestro Pedro de Medina, que se supone escribía en 1543 su libro de Grandezas y cosas memorables de España (aunque la edición que tenemos a la vista lleva la fecha de Alcalá, 1560), consagraba ya a este paseo las líneas siguientes:

«Hacia la parte oriental (de Madrid), luego en saliendo de las casas, sobre una altura que se hace, hay un suntuosísimo monesterio de frailes Hierónimos, con aposentamientos y cuartos para recibimiento y hospería de reyes, con una hermosísima y extendida huerta. Entre las casas y este monesterio hay, a la mano izquierda en saliendo del pueblo, una grande y hermosísima alameda, puestos los álamos en tres órdenes, que hacen dos calles muy anchas y muy largas, con cuatro fuentes hermosísimas y de lindísima agua, a trechos puestas por la una calle, y por la otra muchos rosales entretejidos a los pies de los árboles por toda la carrera. Aquí, en esta alameda, hay un estanque de agua que ayuda mucho a la grande hermosura y recreación de la alameda.

»A la otra mano, derecha del mismo monesterio, saliendo de las casas, hay otra alameda, también muy apacible, con dos órdenes de árboles, que hacen una acalle muy larga hasta salir al camino que llaman de Atocha; tiene esta alameda sus regueros de agua, y en gran parte se va arrimando por la una mano a unas huertas. Llaman a estas alamedas el Prado de San Hierónimo, en donde, de invierno al sol, y de verano a gozar de la frescura, es cosa muy de ver, y de mucha recreación, la multitud de gente que sale, de bizarrísimas damas, de bien dispuestos caballeros, y de muchos señores y señoras principales en coches y carrozas. Aquí se goza con gran deleite y gusto de la frescura del viento todas las tardes y noches del estío, y de muchas buenas músicas, sin daños, perjuicios ni deshonestidades, por el buen cuidado y diligencia de los alcaldes de la corte».

El maestro Juan López de Hoyos, en su tantas veces citado libro de la entrada de la reina doña Ana de Austria en 1569, hace todavía más entusiasta descripción del entonces nuevo paseo del Prado, y de su decoración para esta fiesta; pero su mucha prolijidad nos priva de reproducirla aquí, remitiendo al lector al Apéndice, donde haremos un extracto de aquel rarísimo libro.

A pesar de estas exageradas relaciones del Prado de Madrid a mediados del siglo XVI, hechas por autores contemporáneos, creemos que debían ser tan gratuitamente encomiásticas como de costumbre, cuando sabemos por la tradición lo escabroso e inculto de aquellos sitios, y hasta los vemos representados minuciosamente, un siglo después, en el plano de 1656. En él se ven efectivamente dos alamedas formadas por tres filas de árboles desde la calle de Alcalá hasta la Carrera. El barranco que corría por toda la línea del paseo se hallaba poco más o menos por donde ahora el paseo de coches, y sobre las alturas cercanas al Retiro, donde después el cuartel de artillería (hoy derribado), estaba el Juego de pelota, habiendo tenido la Villa que desmontar parte de aquella formidable altura, que estaba allí desde el principio del mundo (según afirma seriamente Pinelo), para facilitar el acceso al Real sitio con ocasión de unas solemnes fiestas en 1637, que reseñaremos a su tiempo. Próximamente adonde está ahora la fuente de Neptuno había una torrecilla para las músicas que amenizaban el paseo, y una fuente titulada el Caño dorado, y alguna otra igualmente insignificante por donde ahora la de Apolo. A la parte de la población cerraban el paseo las cercas de los jardines contiguos, y las modestas tachadas y miradores de las casas de los duques de Lerma, de Maceda, de Monterey y de Béjar. Así se ve también en un precioso cuadro de principios del siglo XVII, que posee en su apreciable colección el Sr. Marqués de Salamanca.

Este era, pues, todo el adorno de aquellas deliciosas alamedas del maestro Medina, de aquel romántico paseo y sitio de recreación, de aventuras y galanteos, de la poética y disipada corte de los Felipes III y IV, la que, por lo visto, quedaba satisfecha con tan pobre aparato y tan míseras condiciones de comodidad. Verdad es que en aquellos tiempos de valor y de galantería, la poesía y el amor solían embellecer los sitios más groseros e indiferentes; pues aunque Lope de Vega, en un momento de mal humor, se dejó decir:

Los prados en que pasean

Son y serán celebrados;

Bien hacéis en hacer prados;

Pues hay bien para quién sean»;

y el cáustico Villamediana, aplicando el mismo concepto al propio paseo, lo expresó todavía con más desenfado:

Llego a Madrid, y no conozco al Prado;

Y no lo desconozco por olvido,

Sino porque me consta que es pisado

Por muchos que debiera ser pacido;

en cambio, Calderón, Rojas y Moreto, y los demás escritores de su tiempo, se esmeraron en poetizarle a porfía con las descripciones más bellas y haciéndole teatro de las escenas más interesantes de sus dramas. ¿Quién no trae a la memoria aquellas damas tapadas que, a hurtadillas de sus celosos padres o hermanos, venían a este sitio al acecho de tal o cual galán perdidizo, o bien que se le hallaban allí sin buscarle? ¿Quién no cree ver a éstos, tan generosos, tan comedidos con las damas, tan altaneros con el rival? ¿Aquellas criadas malignas y revoltosas, aquellos escuderos socarrones y entremetidos, aquellos levantados razonamientos, aquellas intrigas galantes, aquella metafísica amorosa, que nos revelan sus ingeniosísimas comedias (únicas historias de las costumbres de su tiempo), y que no sólo estaban en la mente de sus autores, pues que el público las aplaudía y ensalzaba como pintura fiel de la sociedad, espejo de su carácter y acciones? ¡Qué gratas memorias debían acompañar a este Prado, que todos los poetas se apropiaban como suyo! Y cuando su inmediación a la nueva corte del Retiro le hizo acrecer aún en importancia, ¡qué de intrigas, qué de venganzas, qué de traiciones no vinieron también a compartir con la histórica su poética celebridad!

En los tres jardines reunidos de las casas de los duques de Maceda (donde hoy el de Villahermosa), del Conde de Monterey (donde hoy San Fermín) y de D. Luis Méndez Carrion, marqués del Carpió (hoy de Alcañices), fue dónde tuvo lugar la famosa fiesta dada por el Conde-duque de Olivares a Felipe IV y su corte, la noche de San Juan de 1631, cuya pomposa y curiosísima, relación inserta Pellicer como apéndice de su libro titulado Origen de la comedia en España.

En ella se representaron dos comedias, una de Lope de Vega, titulada La Noche de San Juan, y otra de Quevedo y D. Antonio Mendoza, con el título de Quien más miente medra más (que acaso sea la comprendida en las obras de este último con el título de Los Empeños del mentir). Hubo además bailes, músicas, cena y mascaradas, y luego una suntuosa rua por el paseo inmediato hasta el amanecer.

En el último término de este cuadro poético de galantería y voluptuosidad aparecían las tostadas murallas y góticas agujas del monasterio de San Jerónimo el Real, trasladado a este sitio por los Reyes Católicos, en los principios del siglo XVI, desde el camino del Pardo, donde le fundara Enrique IV con motivo del paso honroso defendido en aquel sitio por su privado D. Beltrán de la Cueva. A este celebérrimo monasterio, a que se hallaba unido desde tiempo de sus fundadores un cuarto o aposentamiento Real, solían retirarse los reyes Felipe II y sus sucesores en las solemnidades de la Iglesia o en sus grandes tribulaciones; y en su templo (el más importante de los pocos que se erigieron en Madrid en el estilo ojival) se verificaron, desde el reinado de Fernando el Católico, las Cortes del reino y las solemnes ceremonias de la jura de los Príncipes de Asturias, desde la de Felipe II, verificada en 1528, hasta la de la reina doña Isabel II, en 1833. El convento quedó destruido por los franceses, pero la iglesia, aunque reparada y decorada exteriormente según su estilo, se halla hoy abandonada, aunque parece ha de quedar incorporada como parroquia al Prado y el Retiro.

Del lado de Recoletos, a la izquierda de la alameda, estaba la famosa huerta del regidor Juan Fernández, que era un sitio de pública recreación, y de que hacen mención las comedias de aquel tiempo, y especialmente la que el maestro Tirso de Molina la consagró, haciéndola servir de lugar de su escena y titulándola con su mismo nombre; es la misma huerta que luego fue de la casa de la Dirección de Infantería, detrás de la fuente de Cibeles; hoy derribada la casa, y la huerta o jardín destinados a paseo público y al Parque de Buenavista; más adelante estaba el delicioso Retiro del almirante de Castilla don Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco, convertido más adelante por el mismo en convento, y la sala de su teatro en iglesia de las religiosas de San Pascual; más allá otra casa-palacio y jardín del Conde de Baños, después del de Medina de las Torres, y enfrente la huerta de San Felipe Neri (luego de la Veterinaria)[160], el jardín del Marqués de Montealegre, donde hoy los palacios de los Sres. Salamanca, Calderón y Remisa, y que llegaba hasta la huerta del Condestable (de los duques de Frias), que es la que hoy se extiende detrás de la Plaza de los Toros y ocupada en parte por la calle de Claudio Coello, en el barrio de Salamanca.

Como contraste de tan ostentoso aparato profano, en medio de todas aquellas mansiones de animación y de placer, otro austero convento elevaba allí también al cielo sus religiosas torres; era el de padres Agustinos Recoletos, fundación de doña Eufrasia de Guzmán, princesa de Asculi, marquesa de Terranova, en 1595, y engrandecido más adelante con la protección del famoso Marqués de Mejorada, secretario de Estado de Felipe V, que vino a yacer en él en un suntuoso sepulcro. También reposaba bajo otro mausoleo, en la misma iglesia, el insigne diplomático y escritor D. Diego de Saavedra Fajardo, que al cabo de su agitada vida se había retirado a este convento.

De este modo, en la larga extensión de los frondosos paseos del Prado Viejo, al principio, medio y término de ellos, entre el bullicio de la corte, de la voluptuosidad y de la poesía, se hallaban colocadas tres casas de austeros cenobitas, dominicos, Jerónimos y agustinos, y la campana de Atocha, que sonaba a la hora del Ángelus, hallaba luego eco en la de San Jerónimo, para terminar su religioso clamor en las sombrías alamedas sobre que descollaban las torres de Recoletos.

Todo ha variado completamente con el trascurso del tiempo y las exigencias de la época; y donde antes el inculto, aunque poético, recinto en que se holgaba la corte madrileña, se extiende hoy y admira uno de los más bellos y magníficos paseos de Europa. A la voz del gran Carlos III, de este buen rey, a quien debe su villa natal casi todo lo que la hace digna del nombre de corte, y por la influencia y decisión del ilustrado Conde de Aranda, su primer ministro, cedieron todas las dificultades, hubieron de callar las excusas producidas por la ignorancia o por la envidia, contra el grandioso pensamiento y sus numerosos detalles propuestos para la obra colosal de este paseo por el ingeniero D. José Hermosilla y por el arquitecto D. Ventura Rodríguez. Explayóse grandemente el terreno con desmontes considerables; terraplenáronse o se cubrieron y allanaron los barrancos, plantándose multitud de árboles, y proveyéndose a su riego con costosas obras; alzáronse a las distancias convenientes las magníficas fuentes de Cibeles, de Apolo, de Neptuno, de la Alcachofa y otras, y se formaron, en fin, las hermosas calles y paseos laterales y el magnífico salón central. No contenta con esto la ilustración de aquel inmortal monarca, levantó a las inmediaciones del Prado suntuosos edificios con destino a importantísimos establecimientos científicos o de beneficencia, y que al paso que sirviesen a estos objetos, concurrieran también a dar a aquel brillante paseo todo el realce y grandeza que merece.

Sobre el cerrillo vecino a Atocha fue construido a sus expensas, por el arquitecto D. Juan de Villanueva, el precioso Observatorio Astronómico; en la parte baja, y frente al inmenso Hospital General, el precioso y útilísimo Jardín Botánico, Cirium salutiei oblectamento, como dijo don Juan de Iriarte en la elegante inscripción de su entrada; frente de ésta, la Real Fábrica Platería, con su bellísimo pórtico, y más allá, el magnífico Museo con destino a Ciencias Naturales, que, concluido en el reinado de Fernando VII, ha sido destinado a pintura y escultura, y forma hoy el orgullo de la corte matritense; mejoró y decoró el sitio del Buen Retiro, cercándole con un fuerte muro, dividiéndole del Prado con una elegante verja y dándole su entrada principal por la puerta de la Glorieta, frente al Pósito; y engrandeció alargando por aquel lado la entrada de Madrid con el arco de triunfo que termina la calle de Alcalá. Hoy el refinamiento del gusto y la moderna cultura han venido a corresponder dignamente a la obra del gran Carlos III, cubriendo de suntuosas mansiones, verdaderos palacios, una y otra orilla del paseo, decorando éste por toda su extensión, y colocando en su centro el monumento patrio al Dos de Mayo, y a la cabeza y final dé él, dos establecimientos que emblematizan el desarrollo de la riqueza y el movimiento de la industria. Una casa de moneda y una estación de ferrocarril.

A la turbulenta agitación y a la voluptuosa galantería de la corte de los Felipes ha sucedido la elegante cortesía de la actual; al severo tañido de las campanas de Atocha, de San Jerónimo y de Recoletos, el silbido de la locomotora, el humo del vapor y el compasado golpeo del volante sobre el troquel.

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El antiguo Madrid, 1861 by Ramón de Mesonero Romanos is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 4.0 International License, except where otherwise noted.

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