IX. La Plaza Mayor

Desde los tiempos de Juan II, a principios del siglo XV, viene haciéndose ya mención de la Plaza del Arrabal, extramuros de la puerta de Guadalajara, en el mismo sitio que ocupa hoy la Mayor y más central de la villa, aunque por entonces debió ser de forma irregular y cercada de mezquinas casas, propias de un arrabal; pero a medida que éste fue creciendo en importancia, y dedicándose al comercio la parte inmediata a la antigua entrada principal de la villa, fueron también renovándose aquéllas y dando lugar a otras, generalmente destinadas a tiendas y almacenes, algunas construidas por cuenta de la villa, como lo fue la Carnicería y otras. En una Real provisión que existe en el archivo de Madrid, del rey don Felipe II, fecha en Barcelona, a 17 de Setiembre de 1503, «cometida al licenciado Cristóbal de Toro», para que informase «qué costaría hacer unas tiendas en la Plaza del Arrabal, y si seguiría utilidad en hacerlas quedando su fábrica para los propios de la villa», advertimos la circunstancia de que, aun tres siglos después de la ampliación de Madrid con la nueva cerca, y hasta treinta y más años posterior al establecimiento de la corte en ella, se ha apellidado el arrabal a la parte de la población fuera de la antigua muralla.

El estado de deterioro a que había venido la plaza a principios del siglo XVII movió al rey D. Felipe III a disponer su completa demolición, y la construcción de una nueva, digna de la corte más poderosa del mundo. A este fin dictó las órdenes más convenientes a su arquitecto Juan Gómez de Mora, uno de los más aventajados discípulos de Juan de Herrera, el cual la dio terminada en el corto espacio de dos años (en el de 1619), ascendiendo su coste total a 900.000 ducados.

Tiene su asiento en medio de la villa actual, formando un espacio de 434 pies de longitud, por 334 de latitud y 1.536 en la circunferencia, y antes de su última renovación ofrecía una gran simetría en su caserío, que constaba de cinco pisos, sin los portales y bóvedas, con 7.3 pies de alto y 30 de cimientos, y con salidas descubiertas a seis calles, y tres con arcos; en sus cuatro frentes había 136 casas[108], con 477 ventanas con balcón, y habitación para 3.700 vecinos, pudiendo colocarse en ella, con ocasión de fiestas Reales, hasta 50.000 espectadores. Los frontispicios de las casas eran de ladrillo colorado, y estaba coronada por terrados y azoteas cubiertas de plomo y defendidas por una balaustrada de hierro. Ésta y las cuatro hileras de los distintos pisos estaban tocadas de negro y oro, todo lo cual, y su rigorosa uniformidad, le daban un aspecto verdaderamente magnífico. En medio del lienzo que mira al Sur se construyó, al mismo tiempo que la Plaza, el elegante y suntuoso edificio con destino a servir de Panadería en su parte baja, y casa Real, con magníficos salones en la principal, para Juntas y otros actos públicos, y para recibir a los Reyes cuando acudían a las fiestas solemnes que se celebraban en esta plaza.

En el lienzo frontero se elevó también otro suntuoso edificio para Carnicería de la villa, la cual era común a vecinos y forasteros, a diferencia de las otras dos carnicerías públicas que existían anteriormente, una en la plazuela del Salvador, para solo los hijosdalgo, en que se pegaba sin sisa, y la otra en la colación de San Gines, para Los pecheros, con sisa, y duraron hasta 1583, en que se quitaron los pechos.

La relación de los sucesos, ya trágicos, ya festivos, de que desde su construcción hasta el día ha sido testigo esta plaza daría materia a un largo volumen; pero limitados hoy a los estrechos términos de este capítulo, indicaremos sólo los más principales, para excitar la curiosidad y el interés de los investigadores de la historia matritense.

El primer suceso histórico a que sirvió de teatro esta plaza tuvo lugar a 15 de Mayo de 1620, pocos meses después de concluida la nueva. Celebrábase aquel día por la villa la beatificación del glorioso Isidro Labrador con una solemne función, para lo cual se juntaron en Madrid los pendones, cruces y cofradías, clerecías, alcaldes, regidores y alguaciles de cuarenta y siete villas y lugares, formando una procesión, en que se contaban 156 estandartes, 78 cruces, 19 danzas y muchos ministriles, trompetas y chirimías. El cuerpo del Santo se colocó en el arca de plata que hicieron y donaron los plateros de Madrid, y habiendo venido el Rey y su familia desde Aranjuez, hubo danzas, máscaras, juegos y encamisadas por espacio de seis días; en la plaza se armó un castillo con muchos artificios y fuegos, que se quemó por descuido, terminándose la función con un certamen poético para nueve temas que propuso la villa, y de que fue secretario el célebre Lope de Vega, que después lo publicó.

Por auto acordado en 30 de Junio del mismo año se puso tasa en los balcones de la misma plaza para las fiestas Reales, señalando el precio de doce ducados para los primeros, ocho para los segundos, seis para los terceros, y cuatro para los cuartos, lo cual se entendía sólo por las tardes; pues el disfrute de las mañanas era de los inquilinos de las mismas casas.

Habiendo fallecido Felipe III en 31 de Marzo de 1621, levantó Madrid pendones por su hijo Felipe IV en 2 de Mayo siguiente, celebrándose esta ceremonia con grande aparato en la nueva Plaza Mayor.

Más trágica escena se representó en ésta en 21 de Octubre del mismo año, alzándose en medio de ella el público cadalso en que fue decapitado el célebre ministro y valido D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, y viendo Madrid con asombro rodar a los pies del verdugo la cabeza del mismo magnate a quien pocos meses antes había visto pasear aquella plaza con gallardía al frente de la guardia tudesca, cuyo capitán era. Catástrofe memorable, que le pronosticó el también desgraciado Conde de Villamediana, con motivo de cierta reyerta que en las fiestas anteriores tuvo D. Rodrigo en la plaza con D. Fernando Verdugo, capitán de la guardia española, en aquellos versos que decían:

¿Pendencia con Verdugo, y en la plaza?

Mala señal, por cierto, te amenaza.

El domingo 19 de Junio de 1622 celebró Madrid la canonización del mismo patrón San Isidro Labrador, al propio tiempo que la de los santos Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús y Felipe Neri, con grande solemnidad de altares en la plaza y calles del tránsito, procesiones, máscaras y luminarias, cuya pomposa relación publicó Lope de Vega, autor de las dos comedias representadas en aquella ocasión a los Consejos y Ayuntamiento en la misma Plaza Mayor, y cuyo argumento está tomado de la vida de San Isidro.

Con motivo de la venida del Príncipe de Gales a la corte de España en 1623, con el objeto de ofrecer su mano a la infanta doña María, hermana de Felipe IV, ya liemos dicho que los seis meses que estuvo en Madrid, hasta 9 de Setiembre, en que salió para Inglaterra, fueron una serie no interrumpida de festejos asombrosos, en que desplegó su carácter poético y caballeresco el Rey, y su corte la grandeza y riqueza que encerraba en su seno; pero no siendo nuestro intento, por ahora, detenernos a describir aquella brillante época de Madrid, fijaremos sólo la atención en las solemnes fiestas de toros, celebradas, para obsequiar al Príncipe, en la Plaza Mayor, el día 1.º de Junio. Para ello se puso otro balcón dorado junto al de SS. MM.; y habiendo venido la Peina en silla, por hallarse preñada, acompañándola a pie el Conde-duque de Olivares y el de Benavente, el Marqués de Almazán y dos alcaldes de corte, ocupó su balcón con los infantes e infanta doña María; en el otro balcón nuevo, dividido con un cancel o biombo, se colocó el Rey con el Príncipe inglés. En esta fiesta, dicen los historiadores madrileños que fue la primera en que se introdujo sacar de la plaza los toros muertos por medio de mulas, peregrina invención, que atribuyeron al corregidor D. Juan de Castro y Castilla. Últimamente, para celebrar el ajuste del próximo casamiento del Príncipe con la Infanta (que al fin no llegó a verificarse), dispuso el Rey una solemne fiesta Real de cañas para el lunes 21 de Agosto, arreglándose diez cuadrillas, que regían el Corregidor de Madrid, el Duque de Oropesa, el Marqués de Villafranca, el Almirante de Castilla, el Conde de Monterey, el Marqués de Castel-Rodrigo, el Conde de Cea, el Duque de Besa, el Marqués del Carpió y el Rey en persona. Merece leerse la suntuosa descripción que hacen los historiadores de esta fiesta, una de las más magníficas que ha presenciado la corte de España; pasando de quinientos el número de caballos que entraron en ella, soberbiamente enjaezados, y montados por los más bizarros personajes. La Reina y la Infanta (a quien ya llamaban Princesa) asistieron al balcón de la Panadería, y se permitió a dicha Infanta usar los colores del Príncipe, que era el blanco. Luego entró en el balcón el Rey con el Príncipe e Infantes, y por orden de S. M. se quitó el cancel que estaba puesto entre ambos balcones, quedando el Príncipe de Gales al lado de la Infanta, su prometida, consoló la reja de hierro en el medio. Corriéronse primero algunos toros, y luego pasó el Rey a vestirse a casa de la Condesa de Miranda, desde donde vino a la plaza con su cuadrilla, empezando S. M. la primera carrera con el Conde-duque de Olivares; y así que se avistó la Real persona, se levantaron la Reina, el Príncipe, la Infanta, el Infante, los Consejos, Tribunales y la demás concurrencia que llenaba la plaza, y estuvieron descubiertos hasta que S. M. terminó la carrera; siguiendo luego las demás escaramuzas y juego todas las otras cuadrillas, señalándose en todas ellas la del Rey, cuya gallardía y juventud (tenía a la sazón diez y ocho años) dio mucho que admirar al concurso todo.

Espectáculo de muy diverso género presentó la plaza nueva, el día 21 de Enero de 1624, en el auto de fe (el primero de que se hace mención en ella) celebrado por la Inquisición para juzgar al reo Benito Ferrer por fingirse sacerdote. A esta ceremonia asistieron los consejos y autoridades, con todo el séquito de costumbre, los familiares de la Inquisición y las comunidades religiosas, y el reo fue quemado vivo en el brasero que se formó fuera de la puerta de Alcalá. Otro auto de fe se menciona en 14 de Julio del propio año, en que fue condenado Reinaldos de Peralta, buhonero trances; éste fue sentenciado a garrote y después quemado su cadáver.

Entre las varias fiestas Reales celebradas en aquella época, merece mencionarse la de toros y cañas que hubieron lugar en esta plaza a 12 de Octubre de 1629, para celebrar el casamiento de la misma infanta D.ª María (antes prometida al Príncipe de Gales) con el Rey de Hungría, a cuya fiesta asistió la misma Infanta, y acabada aquélla, salió de Madrid para reunirse con su esposo en Alemania.

El día 7 de Julio de 1631 fue bien trágico para la Plaza Mayor, pues habiendo prendido fuego en unos sótanos, cerca de la Carnicería, tomó tal incremento, que corrió hasta el arco de Toledo, desapareciendo en breves horas todo aquel lienzo. Duró el fuego tres días; murieron doce o trece personas, y se quemaron más de cincuenta casas, cuya pérdida se valuó en un millón y trescientos mil ducados.

No bastando los socorros humanos, acudieron a los divinos, llevando a la plaza el Santísimo Sacramento de las parroquias de Santa Cruz, San Gines y San Miguel, y levantando altares en los balcones, donde se celebraban misas. Colocaron también las imágenes de Nuestra Señora de los Remedios, de la Novena, y otras varias, siendo extraordinaria la agitación y pesadumbre que tan extraordinario suceso ocasionó en el vecindario.

Sin embargo, no dejaron de correrse pocos días después los toros de Santa Ana en la misma plaza, a 16 de Agosto siguiente[109]; los Reyes mudaron de balcón, y asistieron a la fiesta en uno de la acera de los Pañeros, porque en la Casa Panadería había enfermos de garrotillo; y sucedió que a lo mejor de la fiesta corrió rápidamente la voz de ¡Fuego en la Plaza!, ocasionada por el humo que veían salir de los terrados, y era a causa de que unos esportilleros se habían colocado a ver la fiesta sobre los cañones de las chimeneas del portal de Manteros y Zapotería. La confusión que esta voz produjo, por el recuerdo de la reciente catástrofe, fue tal entre los cincuenta mil y más espectadores que ocupaban la plaza, que unos se arrojaron por los balcones, otros de los tablados; en las casas de la Zapatería reventaron las escaleras, muriendo en todo y estropeándose multitud de personas; y gracias a que el Rey conservó la serenidad y permaneció en su balcón, mandando continuar la fiesta para asegurar a los alucinados.

Otro auto de fe celebró en esta plaza la Inquisición de Toledo en 1632, con asistencia de la Suprema y de los Consejos de Castilla, Aragón, Italia, Portugal, Flandes y las Indias. Juzgóse en este auto a treinta y tres reos por diferentes delitos, cuya relación imprimió el arquitecto Juan Gómez de Mora. El Rey y su familia asistieron a esta solemnidad en el balcón séptimo del ángulo de la Cava de San Miguel.

A consecuencia de la causa de conspiración contra el Estado, formada al duque de Híjar D. Rodrigo Silva, al general D. Carlos Padilla y al Marqués de la Vega, fueron degollados en público cadalso los dos últimos, en la Plaza Mayor, el Viernes 5 de Noviembre de 1648[110].

Muchos otros acontecimientos y fiestas tuvieron lugar en la plaza durante el largo reinado de Felipe IV; pero el más señalado, sin chula, fue ocasionado por la entrada pública de su segunda esposa D.ª Mariana de Austria, el 15 de Noviembre de 1645. La pomposa descripción de los adornos de la carrera, arcos, templetes, teatros, danzas y máscaras puede verse en el analista Pinelo, que la describe con su acostumbrada prolijidad. Baste decir que en la calle de Platerías se formaron dos grandes gradas o mostradores, donde el gremio de plateros colocó joyas y alhajas riquísimas, por valor de más de dos millones de ducados.

El reinado de Carlos II, el de los hechizos, ni durante su larga minoría, ni después que tomó las riendas del gobierno, prestó ni pudo prestar a la corte de España aquel colorido brillante, poético y caballeresco que el anterior, distando tanto el carácter e inclinaciones del nuevo Monarca de las que su padre había ostentado toda su vida. La austeridad y la tristeza ocasionadas por la enfermiza constitución de Carlos y su espíritu apocado se reflejaron sensiblemente en toda la monarquía, y el pueblo madrileño, ocupado unas veces con las intrigas palaciegas del padre Nitard y Valenzuela, otras con los regios disturbios de D.ª Mariana y D. Juan de Austria, y posteriormente con las dolencias y escrúpulos del Rey, sus conjuros y su impotencia, apenas tuvo lugar de presenciar en la Plaza Mayor aquellos magníficos espectáculos de que tan grata memoria conservaba.

Hubo, sin embargo, algunos paréntesis halagüeños en aquella época doliente y monacal, y tal fue, sin duda, el que ocasionó el regio enlace de Carlos con la princesa María Luisa de Orleans.

Pero antes debemos hacer mención de otro episodio desgraciado en esta plaza, y fue un segundo incendio, ocurrido en la noche de 20 de Agosto de 1672, que devoró muchas casas y la Real de la Panadería, la cual fue levantada de nuevo en el espacio de diez y siete meses, merced al empeño del privado Valenzuela, y bajo los planes y dirección del arquitecto D. José Donoso, uno de los corruptores del buen gusto en aquella época desdichada; si bien en este edificio, conservándose la planta baja (que era de Gómez de Mora), trató el Donoso de imitar en las demás la construcción antigua, con los mismos tres órdenes de balcones y uno corrido en el principal, y las dos torrecillas en los extremos del edificio. La escalera es ancha y majestuosa, y los salones tienen magníficos artesones pintados a competencia por el mismo Donoso y Claudio Coello. Pero volvamos a María Luisa de Orleans.

La solemne entrada de esta desgraciada Reina en 13 de Enero de 1680 sirvió de ocasión al pueblo madrileño para desplegar su natural alegría, y a la corte de España para ostentar aún las últimas llamaradas de su antigua grandeza. Entre la multitud de festejos celebrados con este motivo, las fiestas Reales de toros que tuvieron lugar en la Plaza Mayor fueron acaso las más señaladas. Una autora francesa contemporánea describe aquella regia fiesta con brillantes pinceladas.

«La Plaza Mayor, circundada por un extenso tablado y decorada magníficamente con elegantes colgaduras, ofrecía un golpe de vista mágico; al ruido de las músicas, y entre la animada agitación de la multitud, fueron ocupando los balcones que les estaban señalados las Autoridades de la villa, los Consejos de Castilla, de Aragón, de la Inquisición, de Hacienda, de las Ordenes, de Flandes y de Italia, las embajadas de todas las cortes, los jefes y servidumbre de la casa Real, los grandes y títulos del Reino. Ricos tabaques henchidos de dulces, de guantes, de cintas, abanicos, medias, ligas, bolsillos de ámbar llenos de monedas de oro, eran ofrecidos a las damas convidadas por S. M., y por todas partes reinaba un movimiento, una alegría imposible de pintar. Al aspecto de aquella plaza, que traía a la memoria los antiguos usos del pueblo-rey, de aquellas ricas tapicerías, de aquellos balcones llenos de hermosuras, de aquellos caballeros gallardeando sobre caballos andaluces y luciendo a la vez su magnificencia y su destreza. María Luisa pudo gloriarse de ser la soberana de un pueblo tan noble y tan galán.

»Luego que el Rey y la Reina hubieron tomado asiento en su balcón, la guardia de Archeros y de la Lancilla hizo el despejo de la plaza; entraron en seguida cincuenta toneles de agua, que la regaron, y la guardia se retiró bajo el balcón del Rey, conservando aquel peligroso puesto durante toda la corrida, sin más acción de defensa que la de presentar al toro en espesa fila la punta de sus alabardas, y si el animal moría al impulso de éstas, los despojos eran para los soldados. Seis alguaciles ricamente vestidos y sobre ligeros caballos atravesaron luego la plaza para traer a los caballeros que debían lidiar. Otros recibieron de las manos del Rey las llaves del toril y fueron a desempeñar su comisión, no sin visibles señales de pavura a la vista del toro que, abierta ola compuerta, se lanzaba a la plaza con toda la ferocidad de su instinto.

»Entre los caballeros en plaza se hallaba el Duque de Medinasidonia, el Marqués de Camarasa, el Conde de Rivadavia y otros grandes, y un joven sueco (el Conde de Konismarck), hermoso, valiente, y que atraía las miradas de todos por la magnificencia de su comitiva. Componíase de doce caballos soberbios, conducidos por palafraneros, y seis mulas cubiertas de terciopelo bordado de oro, que llevaban las lanzas y rejoncillos. Cada combatiente tenía igualmente su comitiva, y todos estaban ricamente vestidos con variados colores y plumajes, bañadas y divisas. Cada caballero llevaba cuarenta lacayos vestidos de indios, o de turcos, o de húngaros, o de moros. Esta comitiva paseó la plaza y se retiró después a la barrera.

»No bien el primer toro se presentó en la plaza, emanado una lluvia de dardos arrojadizos, llamados banderillas, a cayeron sobre él, excitando el furor de la fiera con sus a vivas picaduras. Corría entonces a buscar al caballero, el a cual le esperaba con una pequeña lanza en la mano, hincaba su punta en el toro y, quebrando el mango, daba una airosa vuelta, y burlaba esquivando la furia del animal; un lacayo presentaba entonces al caballero otro rejoncillo, y volvía a repetir la misma suerte. El toro entonces, fuera de sí, ciego de cólera, se adelantó una vez rápidamente al Conde de Konismarck; un grito general ase oyó en toda la plaza; la Reina, no pudiendo resistir a este espectáculo tan nuevo para ella, se cubrió la vista a con las manos; el joven resistió el primer ímpetu del toro, pero insistiendo éste con el caballo, cae revuelto con él, en tanto que un diestro vestido a la morisca llama la atención del animal, y le pasa la espada tan felizmente, que la fiera cayó redonda a sus pies. Las músicas a resonaron de nuevo; las aclamaciones frenéticas de la a multitud poblaron los aires, y el Rey arrojó una bolsa a de oro al intrépido matador. Seis mulas adornadas de cintas y campanillas arrancaron en seguida al toro muerto fuera del arenal; los lacayos retiraron al conde de Konismarek herido, y el drama volvió a empezar con un segundo toro».

Contraste formidable con esta fiesta presentó en el mismo año aquella plaza con el memorable auto de fe de 30 de Junio. La relación de esta trágica escena, publicada por José del Olmo, maestro mayor de obras Reales y familiar del Santo Oficio, es demasiado conocida y anda en manos de todos, para que nos detengamos en renovarla[111]. Diremos sólo que en ella, como en los últimos alardes solemnes de su poderío, ostentó la Suprema Inquisición todo aquel aparato terrible, a par que magnífico, con que solía revestir las decisiones de su tribunal. Desde las siete de la mañana hasta muy cerrada la noche duró la suntuosa ceremonia del juramento, la misa, sermón, la lectura de las causas y sentencias. El Rey y la Reina (aunque esta última debe suponerse que a despecho de su voluntad tierna y apasionada) permanecieron en los balcones que se 1 as prepararon hacia el ángulo de la escalerilla de Piedra, las doce horas que duró aquel terrible espectáculo, y lo mismo hicieron los consejos, tribunales, grandes, títulos y embajadores.

La descripción minuciosa de las ceremonias y el aspecto imponente que presentaba la plaza henchida de espectadores; la noticia de los nombres, cualidades, causas y sentencias de los reos, que ascendieron a más de ochenta, de los cuales veinte y uno fueron condenados a ser quemados vivos, todo ello puede verse en la ya citada relación de José del Olmo, testigo de vista y funcionario en la citada ceremonia. Concluida ésta, los veinte y un reos condenados al último suplicio fueron conducidos al Quemadero, fuera de la puerta de Fuencarral, durando la ejecución de las sentencias hasta pasada la media noche.

El siglo XVIII comenzó para la monarquía española con un cambio de dinastía, de política y hasta de usos y costumbres; pues con la muerte de Carlos II sin sucesión directa, acaecida en 1700, entró a ocupar el trono español la augusta casa de Borbón, representada por el Duque de Anjou, solemnemente proclamado bajo el nombre de Felipe V.

La famosa guerra que tuvo que sostener catorce años con varias potencias de Europa para hacer valer sus derechos se hizo sentir hasta en el pueblo de Madrid, que, en medio de sus desgracias, le manifestó una fidelidad a toda prueba. La Plaza Mayor vio alzarse en 1701 tablados para la solemne proclamación de Felipe, y luego, por los reveses sufridos por sus armas, tuvo que presenciar los que alzaron los austríacos para proclamar a su archiduque; y hasta miró atravesar al mismo, más como fugitivo que como triunfador, cuando, habiendo entrado en Madrid el día 29 de Setiembre de 1710, se volvió al campo desde la Plaza, quejándose de que no había gente que saliera a recibirle.

Terminada, en fin, la contienda en favor de Felipe, y asegurado éste en el trono español, dedicó sus cuidados a embellecer la capital, y promovió también regocijos propios de un pueblo ilustrado; pero como sus costumbres e inclinaciones estaban más en analogía con las francesas, que había seguido en la niñez, en la espléndida corte de su abuelo Luis XIV, no fueron tan comunes en su reinado las fiestas de toros, cañas y autos sacramentales, y hasta llegó a prohibir las primeras y mandar aplicar a las necesidades de la guerra los gastos que se hacían en la representación de estos últimos en la Plaza durante la octava del Corpus.

Huyendo instintivamente de todo lo que le recordaba a la casa de Austria, su antagonista, edificó nuevo Palacio Real, desdeñó profundamente el Buen Retiro y Aran juez, creó un nuevo Versalles en San Ildefonso, y hasta mandó labrar su sepulcro en él, por no ir a reposar con sus anteriores en el regio panteón del Escorial.

La Plaza Mayor, ya destituida de la importancia de aquellos actos de ostentación, se convirtió en mercado público, y cubriéndose de cajones y tinglados para la venia de toda clase de comestibles, sólo en algunas ocasiones solemnes de entradas de reyes, coronación o desposorios, solía despojarse y volver a servir de teatro a las fiestas Reales. Tal sucedió en el pasado siglo a la coronación de Fernando VI, a la proclamación de Carlos III, el 13 de Julio de 1760; últimamente a la jura del Príncipe de Asturias, después D. Carlos IV, su proclamación, y en alguna otra ocasión análoga.

Pero a fines del mismo siglo otra tercer catástrofe vino a destruir parte de dicha plaza antigua; tal fue el violentísimo incendio que empezó en la noche del 16 de Agosto de 1790, y de que aun hemos alcanzado a escuchar de algunos ancianos la dolorosa narración. Todo el lienzo que orna a Oriente y parte del arco de Toledo desaparecieron completamente, y las desgracias y pérdidas fueron imposibles de calcular.

Pero de estas mismas desgracias nació la necesidad de reedificar bajo una forma más elegante y sólida los dos lienzos ya dichos, bajo los planes del arquitecto D. Juan de Villanueva, que levantó el portal llamado de Pringas a principios de este siglo, y han seguido después los arquitectos municipales en las construcciones posteriores; variando, sin embargo, muy acertadamente, el plan de Villanueva en cuanto a la forma de arcos rebajados que ideó para la entrada de las calles, construyendo éstos de medio punto y suficiente elevación, en cuyos términos quedó cerrada la nueva plaza el año de 1853.

El siglo actual no carece tampoco de episodios brillantes para la Plaza, y tal puede llamarse el de las funciones Peales celebradas en ella el 19 de Julio de 1803 con motivo del casamiento del príncipe de Asturias D. Fernando (después VII) con la infanta doña Antonia de Nápoles.

Durante la invasión francesa, y algunos años después, continuó sirviendo esta plaza de mercado general, hasta que se trasladó a la plazuela de San Miguel, y también de teatro de los suplicios de los patriotas españoles condenados por el Gobierno de José. En 1812 vio levantarse arcos triunfales para recibir las tropas anglo-hispano-portuguesas, al mando de lord Wellington. A los tres días de su entrada, el 15 del mismo Agosto, se publicó en ella solemnemente la Constitución política de la monarquía española, promulgada en Cádiz, a 19 de Marzo del mismo año, y se descubrió sobre el balcón de la Panadería la lápida con la inscripción en letras de oro «PLAZA DE LA CONSTITUCIÓN». Esta lápida fue arrancada y hecha pedazos el día 11 de Mayo de 1814 con gran algazara, y en aquel mismo día alzaban los vendedores de la Plaza tres arcos de verdura para recibir a Fernando VII de regreso de su cautiverio. En Marzo de 1820 fue de nuevo establecida la Constitución, y colocada una nueva lápida con toda solemnidad y una alegría frenética, ven 23 de Mayo de 1823 fue vuelta a arrancar con estrépito, a la entrada del Duque de Angulema y del ejército francés, sustituyendo en su lugar otra que decía: «PLAZA REAL».

Pero antes de esta última escena había sido teatro la Plaza de otra memorable en la mañana del 7 de Julio de 1822, en que se trabó una reñida acción entre la Milicia Nacional y la Guardia Real, sosteniendo aquélla la Constitución, y ésta el Rey absoluto; de que resultó vencedora aquélla en las calles de la Amargura, de Boteros y callejón del Infierno, que llevaron después por algún tiempo los nombres del Siete de Julio, del Triunfo y de la Milicia Nacional.

Por último, habiendo muerto, en 29 de Setiembre de 1833, el rey Fernando VII, fue proclamada solemnemente en esta plaza su augusta hija doña Isabel II por reina de España, y publicada luego la Constitución de la monarquía, volvió a colocarse otra lápida, aplicando por tercera vez a la Plaza este nombre, a costa de tanta sangre disputado.

Todavía los hijos de este siglo hemos llegado a tiempo de presenciar en esta plaza en distintas ocasiones aquellas magníficas fiestas Reales de toros en que ostentaba su grandeza la antigua corte española. La primera, en 21 de Junio de 1833, con motivo de la jura de la Princesa de Asturias (después reina doña Isabel II), y las últimas, en los días 16, 17 y 18 de Octubre de 1846, en celebración de las bodas de esta misma augusta señora y de la infanta doña Luisa Fernanda con los Duques de Cádiz y de Montpensier. Presentes están en la memoria de todos los habitantes de Madrid el deslumbrador aparato, la animación y la alegría que ostentó esta hermosa plaza en aquellos días. Suntuosamente decorada con ricas colgaduras de grana y oro, henchidos sus balcones, gradas y tablados de una inmensa concurrencia, al frente de la cual brillaban en primera línea los augustos novios, la Reina madre y señores Infantes, los Duques de Montpensier y de Aumale, las regias comitivas y todo lo que la corte encierra de más brillante, además del inmenso número de forasteros, entre los que se contaban muchas notabilidades políticas y literarias de los países extranjeros, que consignaron luego pomposas descripciones de la fiesta, reflejaba dignamente el esplendido poderío y grandeza de la antigua corte de dos mundos.

También la bizarría y denuedo de los lidiadores y caballeros en plaza, y en especial del héroe de la fiesta, el capitán D. Antonio Romero, que quebrando el rejoncillo, dejó varios toros muertos a sus pies, colocaron en muy alto punto la proverbial fama del valor español, dieron a los propios y extraños un espectáculo completamente caballeresco y nacional.

Concluidas aquellas Reales funciones, y habiéndose de reponer el empedrado de la Plaza, el Ayuntamiento de 1846 determinó arreglar su pavimento en más elegante forma, dejando en el centro una explanada elíptica, circundada de bancos y faroles, y de una calle adoquinada para el paso de coches entre ella y las anchas y cómodas aceras al lado de los portales, y nivelar el piso de éstos a las entradas de los arcos y bocacalles, para proporcionar de este modo un cómodo paseo cubierto[112].

Colocóse, en fin, en el centro de aquella explanada, sobre un elevado pedestal, la estatua ecuestre en bronce de Felipe III, que se hallaba en la Casa de Campo, y que fue cedida para este objeto por la munificencia de S. M. En dicho pedestal se puso esta inscripción: LA REINA DOÑA ISABEL II, a solicitud del Ayuntamiento de Madrid, mandó colocar en este sitio la estatua del señor rey don Felipe III, hijo de esta villa, que restituyó a ella la corte en 1606, y en 1619 hizo construir esta Plaza Mayor. Año de 1848[113].

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