Capítulo I. Consideraciones sobre los métodos generales

Consideraciones sobre los métodos generales. Infecundidad de las reglas abstractas. Necesidad de ilustrar la inteligencia y de tonificar la voluntad

Supongo en el lector cierta cultura filosófica y pedagógica general, y que, por consiguiente, sabe que las principales fuentes de conocimiento son: la observación, la experimentación y el razonamiento inductivo y deductivo.

Obvio fuera insistir sobre tan notorias verdades. Me limitaré a recordar que en las ciencias naturales han sido ya, desde hace una centuria, definitivamente abandonados los principios apriorísticos, la intuición, la inspiración y el dogmatismo.

Aquella singular manera de discurrir de pitagóricos y platonianos (método seguido en modernos tiempos por Descartes, Fichte, Krause, Hegel y recientemente —aunque sólo en parte— por Bergson), que consiste en explotar nuestro propio espíritu para descubrir en él las leyes del Universo y la solución de los grandes arcanos de la vida, ya sólo inspira sentimientos de conmiseración y de disgusto. Conmiseración, por el talento consumido persiguiendo quimeras, disgusto, por el tiempo y trabajo lastimosamente perdidos.

La historia de la civilización demuestra hasta la saciedad la esterilidad de la metafísica en sus reiterados esfuerzos por adivinar las leyes de la Naturaleza. Con razón se ha dicho que el humano intelecto, de espaldas a la realidad y concentrado en sí mismo, es impotente para dilucidar los más sencillos rodajes de la máquina del mundo y de la vida.

Ante los fenómenos que desfilan por los órganos sensoriales, la actividad del intelecto sólo puede ser verdaderamente útil y fecunda reduciéndose modestamente a observarlos, describirlos, compararlos y clasificarlos, según analogías y diferencias, para llegar después, por inducción, al conocimiento de sus condiciones determinantes y leyes empíricas.

Otra verdad, vulgarísima ya de puro repetida, es que la ciencia humana debe descartar, como inabordable empresa, el esclarecimiento de las causas primeras y el conocimiento del fondo sustancial oculto bajo las apariencias fenomenales del Universo. Como ha declarado Claudio Bernard, el investigador no puede pasar del determinismo de los fenómenos, su misión queda reducida a mostrar el cómo, nunca el porqué de las mutaciones observadas. Ideal modesto en el terreno filosófico, pero todavía grandioso en el orden práctico, porque conocer las condiciones bajo las cuales nace un fenómeno, nos capacita para reproducirlo o suspenderlo a nuestro antojo, y nos hace dueños de él, explotándolo en beneficio de la vida humana. Previsión y acción: he aquí los frutos que el hombre obtiene del determinismo fenomenal.

Quizá parezca esta severa disciplina del determinismo un poco estrecha en filosofía1, pero es fuerza convenir que en las ciencias naturales, y singularmente en biología, resulta muy eficaz para preservarnos de esa tendencia innata a encerrar el Universo entero en una fórmula general, especie de germen donde todo se contiene como el árbol en la semilla. Estas generalizaciones seductoras con que, de vez en cuando, ciertos filósofos invaden el campo de las ciencias biológicas suelen ser soluciones puramente verbales, desprovistas de fecundidad y de contenido positivo. A lo más, poseen utilidad a título de «hipótesis de trabajo».

Preciso es confesar que los grandes enigmas del Universo, citados por Dubois-Reymond, son actualmente inabordables. Debemos resignarnos al ignoramus, y aun al inexorable ignorabimus proclamado por el gran fisiólogo alemán. Para la resolución de estos formidables problemas (comienzo de la vida, naturaleza de la sustancia, origen del movimiento, aparición de la conciencia, etc.) parece indudable la insuficiencia radical del espíritu humano. Órgano de acción encaminado a fines prácticos, nuestro cerebro parece haber sido construido, no para hallar las últimas razones de las cosas, sino para fijar sus causas próximas y determinar sus relaciones constantes. Y esto, que parece poco, es muchísimo, porque habiéndosenos concedido el supremo poder de actuar sobre el mundo, suavizándolo y modificándolo en provecho de la vida, podemos pasarnos muy bien sin el conocimiento de la esencia de las cosas.

No creemos demostrada, en buena filosofía, la absoluta imposibilidad de que el hombre se eleve algún día a la concepción del porqué de los fenómenos; pero dada la penuria analítica de nuestros sentidos, que sólo representan registros numéricos de movimientos, y no de todos, sino de unos pocos, para los cuales se hallan tonalizadas las fibras nerviosas; y supuesta la pobreza y limitación de nuestro entendimiento, cuya labor se reduce a combinar y relacionar de mil maneras dicha menguada gama de representaciones del mundo exterior, la Ciencia no tiene más recursos que fijar el orden de sucesión de los fenómenos y determinar las leyes empíricas y derivadas que lo rigen. iQuién sabe si, a fuerza de siglos, cuando el hombre, superiormente adaptado al medio óptico y acústico, y el cerebro permita combinaciones ideales más complejas, podrá la Ciencia desentrañar las leyes más generales de la materia, dentro de las cuales, y como caso particular de las mismas, se encerraría quizá el extraordinario fenómeno de la vida y del pensamiento!

Al tratar de métodos generales de investigación, no es lícito olvidar esas panaceas de la invención científica que se llama el Novum organum, de Bacon, y el Libro del método, de Descartes, tan recomendado por Claudio Bernard. Libros son éstos por todo extremo excelentes para hacer pensar, pero de ningún modo tan eficaces para enseñar a descubrir. Después de confesar que la lectura de tales obras puede sugerir más de una concepción fecunda, debo declarar que me hallo muy próximo a pensar de ellas lo que De Maistre opina del Novum organum: «Que no lo habían leído los que más descubrimientos han hecho en las ciencias, y que el mismo Bacon no dedujo de sus reglas invención ninguna». Más severo aún se muestra Liebig cuando afirma, en su célebre Discurso académico, que Bacon fue un dilettante científico cuyos escritos, celebrados pomposamente por juristas, historiadores y otras gentes ajenas a la ciencia, nada contienen de los procederes que conducen al descubrimiento.

Los preceptos dictados por Descartes, a saber: No reconocer como verdadero sino lo evidente, dividir cada dificultad en cuantas porciones sea preciso para mejor atacarlas, comenzar el análisis por el examen de los objetos más simples y más fáciles de ser comprendidos, para remontarse gradualmente al conocimiento de los más complejos, etc., son reglas que nadie deja de emplear indistintamente en el estudio de toda cuestión dificultosa. El mérito del filósofo francés estriba, no en haber aplicado estas reglas, sino en haberlas formulado clara y rigurosamente después de haberlas aprovechado inconscientemente, como todo el mundo, en sus meditaciones filosóficas y geométricas.

Tengo para mí que el poco provecho obtenido de la lectura de tales obras, y en general de todos los trabajos concernientes a los métodos filosóficos de indagación, depende de la vaguedad y generalidad de las reglas que contienen, las cuales, cuando no son fórmulas vacías, vienen a ser la expresión formal del mecanismo del entendimiento en función de investigar. Este mecanismo actúa inconscientemente en toda cabeza regularmente organizada y cultivada, y cuando, por un acto de reflexión, formula el filósofo sus leyes psicológicas, ni el autor ni el lector pueden mejorar sus capacidades respectivas para la investigación científica. Los tratadistas de métodos lógicos me causan la misma impresión que me produciría un orador que pretendiera acrecentar su elocuencia mediante el estudio de los centros del lenguaje, del mecanismo de la voz y de la inervación de la laringe. iComo si el conocer estos artificios anátomo-fisiológicos pudiera crear una organización que nos falta o perfeccionar la que tenemos!2.

Importa consignar que los descubrimientos más brillantes se han debido, no al conocimiento de la lógica escrita, sino a esa lógica viva que el hombre posee en su espíritu, con la cual labora ideas con la misma perfecta inconsciencia con que Jourdain hacía prosa. Harto más eficaz es la lectura de las obras de los grandes iniciadores científicos, tales como Galileo, Kepler, Newton, Lavoisier, Geoffroy Saint-Hilaire, Faraday, Ampère, Cl. Bernard, Pasteur, Virchow, Liebig, etc., y sin embargo, es fuerza reconocer que si carecemos de una chispa cualquiera de la espléndida luz que brilló en tales inteligencias, de un eco al menos de las nobles pasiones que impulsaron a caracteres tan elevados, la erudición nos convertirá en comentadores entusiastas o amenos, quizá en beneméritos divulgadores científicos, pero no creará en nosotros el espíritu de investigación.

Tampoco nos será de gran provecho, a la hora de investigar, el conocimiento de las leyes que rigen el desenvolvimiento de la Ciencia. Afirma Herbert Spencer que el progreso intelectual va de lo homogéneo a lo heterogéneo, y que, en virtud de la inestabilidad de lo homogéneo y del principio de que cada causa produce más de un efecto, todo descubrimiento provoca inmediatamente gran número de otros descubrimientos, pero si esta noción nos permite apreciar la marcha histórica de la Ciencia, no puede darnos la clave de sus revelaciones. Lo importante sería averiguar cómo cada sabio, en su peculiar dominio, ha logrado sacar lo heterogéneo, y por qué razón muchos hombres que se lo han propuesto no lo han conseguido.

Apresurémonos, pues, a declarar que no hay recetas lógicas para hacer descubrimientos y menos todavía para convertir en afortunados experimentadores a personas desprovistas del arte discursivo natural a que antes aludíamos. Y en cuanto a los genios, sabido es que difícilmente se doblegan a las reglas escritas: prefieren hacerlas. Como dice Condorcet, «las medianías pueden educarse, pero los genios se educan por sí solos».

¿Debemos por esto renunciar a toda tentativa de instruir y educar en materia de inquisición científica? ¿Vamos a dejar al principiante desorientado, entregado a sus propias fuerzas y marchando sin guía ni consejo por una senda llena de dificultades y peligros?

De ninguna manera. Pensamos, por lo contrario, que si, abandonando la vaga región de los principios filosóficos y de los métodos abstractos, descendemos al dominio de las ciencias particulares y al terreno de la técnica moral e instrumental indispensable al proceso inquisitivo, será fácil hallar algunas normas positivamente útiles al novel investigador.

Algunos consejos relativos a lo que debe saber, a la educación técnica que necesita recibir, a las pasiones elevadas que deben alentarle, a los apocamientos y preocupaciones que será forzoso descartar, opinamos que podrían serle harto más provechosos que todos los preceptos y cautelas de la lógica teórica. Tal es la justificación del actual trabajo, en el cual, para decirlo de una vez, hemos reunido aquellos estímulos alentadores y paternales admoniciones que hubiéramos querido recibir en los albores de nuestra modesta carrera científica.

Superfluas serán nuestras advertencias para quien tuvo la fortuna de educarse en el laboratorio del sabio, bajo la benéfica influencia de las reglas vivas, encarnadas en una personalidad ilustre, animada del noble proselitismo de la ciencia y de la enseñanza, ociosas serán asimismo para los caracteres energéticos y los talentos elevados, los cuales no necesitan ciertamente, según decíamos antes, para elevarse al conocimiento de la verdad, otros consejos que los sugeridos por el estudio y la meditación, pero acaso, repito, resulten confortadoras y provechosas para muchos espíritus modestos, apocados, aunque codiciosos de reputación, los cuales no cosechan el anhelado fruto por flaqueza de voluntad o la viciosa dirección de sus estudios.

A la voluntad, más que a la inteligencia, se enderezan nuestros consejos, porque tenemos la convicción de que aquélla, como afirma cuerdamente Payot, es tan educable como ésta, y creemos además que toda obra grande, en arte como en ciencia, es el resultado de una gran pasión puesta al servicio de una gran idea.

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