IV – LO QUE DEBE SABER EL AFICIONADO A LA INVESTIGACIÓN BIOLÓGICA

a. Instrucción general.

Ocioso sería insistir en la necesidad que tiene nuestro aficionado de conocer a fondo la ciencia objeto de sus futuras exploraciones, no sólo por las descripciones de libros y monografías, sino por el estudio de la misma Naturaleza. Pero no es menos preciso saber, al menos de modo general, todas aquellas ramas científicas que directa o indirectamente se enlazan con la preferida, y en las cuales se hallan, ora los principios directores, ora los medios de acción. Por ejemplo: el biólogo no se limitará a conocer la Anatomía y Fisiología, sino que abarcará también lo fundamental de la Psicología, la Física y la Química. La razón de esto es obvia: casi siempre el descubrimiento de un hecho, o la significación de un fenómeno biológico, viene a representar meras consecuencias de la aplicación de principios pertenecientes a la Física o la Química. Descubrir, como ha dicho Laplace, es aproximar dos ideas que se hallaban separadas; y nosotros añadiríamos que las más de las veces esta aproximación fecunda tiene lugar entre un hecho perteneciente a una ciencia compleja (Biología, Sociología, etc.) y una verdad derivada de una ciencia simple. En otros términos: las ciencias generales o abstractas, según las clasificaciones de Compte y de Bain, explican, a menudo, los fenómenos de las ciencias complicadas y concretas; por donde se cae en la cuenta de que una seriación jerárquica bien entendida de los conocimientos humanos representa un verdadero árbol genealógico. La Lógica y las Matemáticas asisten y cuasi generan a la Física y la Química, y éstas, a su vez, explican, y en parte producen, la Biología y sus diferentes ramificaciones.

Por lo que hace a la Anatomía microscópica de los animales y plantas, la mayoría de los hechos que forman la materia de esta Ciencia son resultado de conflictos entre las propiedades químicas de ciertos reactivos y un detalle estructural de un tejido vivo. En bacteriología, en neurología, etc., casi todo cuanto sabemos lo debemos a la feliz aplicación de materias colorantes elaboradas por la Química moderna.

Esta misteriosa solidaridad de las ciencias ha sido sentida por muchos, y singularmente por Letamendi, quien, al hablar de las especialidades científicas, las define: «la aplicación de toda Ciencia a una rama particular de saber».

Para un entendimiento superior que conociera todas las relaciones misteriosas que engranan los fenómenos del Universo, en vez de ciencias, contemplaría una sola Ciencia. Ante un ser semejante, las fronteras que parecen separar nuestros conocimientos, el andamiaje formal de nuestras clasificaciones, el desmenuzamiento analítico de las cosas imprescindibles a nuestro entendimiento, que sólo puede considerar la realidad sucesivamente y como por facetas, desaparecerían como por encanto, y la Ciencia total se presentaría a sus ojos como gigantesco árbol, cuyas ramas estuvieran representadas por las ciencias particulares, y el tronco por el principio o principios sobre que se fundan. El especialista trabaja como una larva, asentado sobre una hoja y forjándose la ilusión de que su pequeño mundo se mece aislado en el espacio; pero el científico general, tomando un punto de vista más cercano al tronco, entrevé el tallo común a muchas ramas. Sólo el hombre del porvenir gozará de la dicha, y del poder a ella inherente, de contemplar el ramaje entero del árbol, o mejor la Ciencia, múltiple e infinita en los fenómenos, una en sus principios.

Conviene, empero, no exagerar esta regla cayendo en el escollo de la enciclopedia, adonde van a parar todos los entendimientos débiles, indisciplinados, e incapaces de fijar mucho tiempo la atención en una sola cosa. Las aficiones rotatorias, como las llama un médico-escritor originalísimo, pueden formar grandes literatos, conversadores deliciosos, oradores insignes, pero no descubridores científicos. El proverbio tan conocido «el saber no ocupa lugar» es un error de a folio, que, afortunadamente, no tiene graves consecuencias prácticas, pues aun los que creen en él están obligados a confesar que el aprender muchas cosas, cuando no espacio, ocupa tiempo. Sólo un juicio demasiado lisonjero acerca de nuestros talentos puede explicar la manía enciclopédica; pues pretensión y grande es el intento de dominar varias ciencias, cuando vemos a hombres de verdadero genio y extraordinariamente laboriosos resignarse, a fin de poder realizar descubrimientos, al conocimiento profundo de una rama del saber, y, a menudo, al de un tema concreto de una ciencia determinada. No nos hagamos, pues, ilusiones: si la vida de un hombre basta para saber algo de todas las disciplinas humanas, apenas es suficiente para dominar hasta el detalle una o dos de ellas.

Los enciclopedistas de hoy, como Herbert Spencer, por ejemplo, son en realidad especialistas de la filosofía de las ciencias y de las artes, como lo fueron en su tiempo Leibnitz y Descartes, bien que estos sabios, por la natural limitación de los conocimientos de su época, pudieron abarcar un dominio bastante más extenso, y realizar descubrimientos en dos o tres ciencias. Pasaron ya, quizás para no volver más, los investigadores polilaterales: a la hora presente hay que reconocer que en Física como en Matemáticas, en Química como en Biología, los descubrimientos corren a cargo de sabios especialistas; pero entiéndase bien, no de particularistas monolateralizados, encastillados en un detalle, sino de trabajadores que, sin perder de vista su dominio especial, siguen atentamente los progresos más culminantes de las ciencias afines. Semejante división del trabajo, más que buen consejo, es una triste necesidad material. A ella nos obligan el tiempo extraordinario exigido por el ensayo y dominio de los métodos diariamente descubiertos, la riqueza extraordinaria de la producción bibliográfica, y el considerable número de sabios que simultáneamente trabajan sobre cada tema de estudio.

Para terminar con la vulgar filosofía condensada en la reputada máxima quien mucho abarca poco aprieta, en contraposición del no menos acreditado refrán el saber no ocupa lugar, séanos lícito contar aquí un sucedido vulgar, pero que nos parece venir muy al caso. Cuando yo era niño, frecuentaba el trato de un muchacho de mi edad, algo simplón, y que, por ser hijo del herrero del lugar, andaba siempre ocupado en fabricar, a espaldas de su padre, objetos de hierro, de que hacíamos fondo común para nuestros juegos guerreros. Un día, con un buen trozo de acero que se proporcionó en la fragua, fabricó lindamente, y con la pericia de un oficial consumado, un magnífico cuchillo. Supliquéle que no lo tocase, pues cortaba admirablemente; pero el muchacho, resuelto todavía a perfeccionar el arma, sacóle otro filo y convirtiolo en puñal. Hícele notar otra vez que, por consecuencia del desgaste del hierro y de la menor oblicuidad del doble filo, el nuevo instrumento cortaba bastante menos que el anterior; pero, lejos de tomar en cuenta mis advertencias, prosiguió en su empeño perfeccionador, y, merced a un nuevo trabajo de forja y lima, transformó en un santiamén la cuasi decorativa daga en una delgada y triangular bayoneta. Si el puñal cortaba poco, el prisma de los tres flamantes filos cortaba todavía menos: a pesar de lo cual el aprendiz continuó tercamente aferrado a la idea de multiplicar los efectos del arma, aumentando el número de filos; y, a vuelta de nuevos ensayos, el antiguo y eficaz cuchillo paró en ruin e inofensivo cuadradillo. Pues bien: nuestra inteligencia es el acero informe que, merced a la forja y lima del estudio, puede transformarse en el templado y agudo escalpelo de la Ciencia: procuremos labrar el filo por solo un lado, o por dos a lo más, si queremos conservar su eficacia analítica; y dejemos a los bobalicones que, como el herrero de mi cuento, pretenden, so color de perfección, transformar su entendimiento en inofensivo cuadradillo.

b. Lectura especial.

Inútil es advertir que en la biblioteca del investigador deben hallarse cuantos libros y revistas importantes, concernientes a la especialidad, se publiquen en las naciones más adelantadas. Las revistas alemanas serán consultadas a cada momento, pues, por lo que toca a la Biología, es forzoso reconocer que Alemania sola produce más hechos nuevos que todas las demás naciones juntas. El que quiere los fines quiere los medios; y pues, en la época actual, el conocimiento de la lengua germánica es imprescindible para estar al corriente de la última hora científica, estudiémosla seriamente, siquiera para llegar hasta la traducción, desembarazándonos de ese supersticioso terror que a los españoles nos inspiran los enrevesados términos y giros de los idiomas del Norte. Tan preciso es el conocimiento del alemán, que no se hallará quizás un solo investigador, italiano, inglés, francés, ruso o sueco, que no sea capaz de leer corrientemente las monografías tudescas. Y como los trabajos de los alemanes ven la luz en un país que puede actualmente considerarse como el foco de la producción científica, tales escritos tienen para nosotros la inestimable ventaja de contener extensas y puntuales noticias históricas y bibliográficas.

A la hora presente se publican trabajos científicos en más de seis idiomas. Al intento plausible de restaurar el latín, o de utilizar el volapück, como lengua científica universal, se ha contestado por los sabios multiplicando todavía más el número de idiomas en que aparecen redactados los trabajos científicos. Tal resultado era de prever; porque no consienten otra cosa ni las tendencias esencialmente popularizadoras y democráticas del saber moderno, ni las miras económicas de autores y editores, cuyos intereses morales y materiales les impulsan a difundir en el gran público aquellas conquistas científicas, que antaño eran patrimonio exclusivo de Academias o de ciertas sumidades de la cátedra. No se crea, empero, que el investigador debe hablar y escribir todas las lenguas de Europa: al español le bastará traducir las cuatro siguientes, que se ha convenido en llamar lenguas sabias, y en las cuales aparecen escritos casi todos los trabajos científicos: el francés, el inglés, el italiano y el alemán. Entre ellas, como se ve, no figura el español: no queda, por tanto, a nuestros sabios más recurso, si desean que sus trabajos sean conocidos por los especialistas, que escribir en uno de aquellos cuatro idiomas.

Al estudiar las monografías de la especialidad que se desee cultivar, debemos fijarnos sobre todo en dos cosas: en los métodos de investigación de que el autor se ha servido en sus pesquisas, y en los problemas que han quedado pendientes de solución. En cuanto al libro de popularización, nos merecerá menos atención y confianza, a menos que no sea alguna voluminosa monografía de conjunto, o contenga algunos conceptos generales de fecunda aplicación en el laboratorio. En general puede decirse que el libro refleja ya una fase histórica de la Ciencia. Por efecto del mucho tiempo que exige su redacción, y de la preocupación dominante en el autor de simplificar la materia para ser entendido del gran público, faltan o se hallan muy ligeramente tocados los temas de actualidad, los detalles de los métodos, y las lagunas de la investigación.

Haremos un estudio profundo de las monografías debidas a los autores más geniales y que mayor impulso han dado a la cuestión: el talento original posee, entre otras cualidades, una gran virtud sugestiva. Propiedad de todo buen libro es que el lector saque de él, no sólo las ideas expuestas deliberadamente por el autor, sino otras totalmente nuevas, y hasta distintas para cada hombre, y que brotan del conflicto entre nuestro fondo de representaciones y los conceptos originales del texto. Por donde se ve que la monografía genial, con ser una buena fuente de información científica, resulta además un eficaz reactivo de nuestras propias energías cerebrales.

Las cabezas humanas, como las palmeras del desierto, se fecundan a distancia. Mas, para que semejante conjugación entre dos espíritus se realice y dé fruto de bendición, es menester interesarse profundamente en la contemplación de nuestro libro, penetrarse de su hondo sentido, y buscar tenazmente analogías y relaciones entre las ideas del autor y las propias. En la ciencia, como en la vida, el fruto viene siempre después del amor.

Nuestro novel investigador debe huir de resúmenes como de la peste. Quien resume, se resume a sí mismo: quiero decir que a menudo expone sus juicios y doctrinas en lugar de las del autor. De éste toma lo que le agrada o lo que entiende y digiere sin esfuerzo: da lo principal por accesorio, y viceversa. A título de aclarar y popularizar la obra ajena, el abreviador acaba por sustituir su personalidad a la del autor, cuya fisonomía intelectual, tan interesante y sugestiva para el investigador, permanece en la sombra. Diríase que todo cerebro es un filtro de poros más o menos delicados: por falta de presión, quiero decir de atención, unas veces; por excesiva angostura de poros, otras, ¡cuántas ideas importantes se detienen en el filtro del que lee! De lo dicho se infiere la inexcusable obligación en que se halla el investigador, si desea evitar graves errores, de leer a los autores en sus obras originales: a menos que los resúmenes no dimanen de los autores mismos, que entonces, por compensación de la brevedad, acaso hallemos concepciones originales e ideas geniales de gran provecho para la labor analítica.

Aquí surge una cuestión. Antes de empezar una investigación de laboratorio, ¿debe o no apurarse la bibliografía? Si nos penetramos de todo cuanto sobre el tema ha sido escrito, ¿no corremos el riesgo de ser sugestionados y de perder el don inapreciable de la independencia de juicio? La misma impresión de agotamiento del asunto, producido por la puntual información a que nos hemos entregado, ¿no será fatal a nuestras esperanzas de hallar algo completamente original?.

Cuestión es ésta que cada cual resuelve a su manera; aunque, a mi ver, si para decidirla se acudiera a un plebiscito de sabios, la solución sería no iniciar indagación ninguna sin tener a la vista todos los antecedentes bibliográficos. Procediendo de esta suerte se evita el doloroso desencanto que produce el saber que hemos perdido el tiempo, descubriendo cosas que ya eran conocidas, y descuidando, en virtud de la susodicha ignorancia bibliográfica, el estudio profundo de las verdaderas lagunas del tema. La regla mejor, a mi parecer, es completar, cuando esto es posible, nuestra labor bibliográfica antes de lanzarnos a la tarea analítica; pero cuando, por dificultades insuperables, esto no pueda realizarse, como, desgraciadamente, ocurre muy a menudo en España, donde las Universidades carecen de libros modernos extranjeros y las Academias no tienen recursos para suscribirse a las revistas científicas más importantes, no debemos, por monografía de más o de menos, dejar de acudir al Laboratorio; pues si, enterados de los mejores métodos en boga, trabajamos con ahinco y perseverancia, siempre hallaremos algo que ha escapado a la sagacidad de los últimos observadores, por lo mismo que, no habiendo sido influídos por ellos, habremos caminado por rutas distintas y considerado el tema bajo diverso punto de vista. Y, en último caso, vale mil veces más arriesgarse a repetir descubrimientos, que renunciar a toda tentativa de indagación experimental; porque el principiante que en sus primeros ensayos experimentales sobre un tema difícil es capaz de hallar cosas poco tiempo antes descubiertas, fortifica su confianza en el propio valer, cobra ánimos para futuras empresas, y acaba por fabricar ciencia original, en cuanto sus medios pecuniarios correspondan a sus buenos deseos.

c. Dominio de los métodos.

Escogido el tema de estudio, e informado, a ser posible, por la menuda, del estado actual del punto a esclarecer, el investigador pasará a aplicar cuantos métodos analíticos hayan sido sugeridos por los autores, al objeto de confirmar los hechos descritos y figurados en las más recientes monografías. Durante esta tentativa de verificación se le revelarán, a menudo, los puntos dudosos, las hipótesis insostenibles, las lagunas de la observación, y entreverá, mas de una vez, el camino por el cual le será dado impulsar el conocimiento del tema.

El dominio de los métodos, particularmente en las ciencias biológicas, es tan transcendental, que, sin temor de equivocarse, se puede afirmar que los grandes descubrimientos sólo saben hacerlos los técnicos más primorosos: aquellos sabios que han profundizado, a favor de perseverantes ensayos, todos los secretos de uno o varios recursos analíticos. En apoyo de este aserto bastará recordar que, a despecho de los cientos de histólogos, embriólogos y naturalistas que se conocen en Europa y América, las más salientes conquistas científicas se deben a una docena de hombres, que se han señalado, ora por la invención, ora por el perfeccionamiento, ya por el absoluto dominio de algunos métodos de indagación.

Entre los procedimientos de estudio se escogerán constantemente los más difíciles, que, por razones fáciles de comprender, son también los menos agotados en revelaciones. Importa poco el tiempo gastado en ensayos inútiles; pues, si el método posee gran capacidad analítica, los resultados obtenidos tendrán gran importancia y nos indemnizarán con creces de nuestras fatigas. Esta preferencia nos dará además la inestimable ventaja de hallar pocos émulos y concurrentes en nuestro camino.

d. En busca del hecho nuevo.

He aquí la cuestión ardua, la preocupación soberana del debutante, que sabe, por la historia de la investigación científica, que, alcanzado el primer descubrimiento, se siguen otros derivados de él, como las consecuencias de las premisas.

La nueva verdad hallada es, a menudo, el fruto de una paciente observación, la consecuencia de haber aplicado a un tema más tiempo, más constancia, y mejores métodos que nuestros predecesores. Como hemos dicho más atrás, la consideración atenta repetida de los mismos hechos acaba por dotarnos de una agudeza de penetración sorprendente en todo lo referente al tema escogido. ¡Cuántas veces nos ha sido dado hallar, en virtud de ese tino que sólo concede la experiencia, cosas enteramente nuevas en las preparaciones donde nuestros discípulos nada veían de particular! Y ¡cuántos hechos nuevos habrán escapado a nuestra atención, cuando, bisoños todavía en la técnica micrográfica, cada preparación nos parecía una esfinge preñada de misterios! Además del notable incremento que adquiere nuestra capacidad analítica por la repetición de experiencias y de observaciones, el prolongado estudio de una cuestión nos lleva casi siempre a perfeccionar los métodos de investigación, determinando todas las causas de mal resultado, y las condiciones en virtud de las cuales adquieren aquéllos el maximum de su poder diferenciante o revelador.

A veces, el descubrimiento es el premio de la diligencia en aplicar un método reciente, y poco explotado, a temas nuevos. Semejante traslación ha suscitado grandes y fáciles progresos en los vastos dominios de la Anatomía e Histología comparadas.

Dado que los grandes impulsores científicos han sido por lo común creadores de métodos, lo mejor y más congruente sería dictar reglas para el hallazgo de éstos. Desgraciadamente, en las ciencias biológicas, casi todos los métodos se deben al azar, y el azar no consiente razonamientos. Todo lo más que puede afirmarse es que los métodos resultan de felices aplicaciones a un dominio científico de verdades, pertenecientes a otra disciplina del saber; mas esta aplicación suele ser ciega, o, cuando más, se inspira en vagas analogías. En Bacteriología, Histología e Histoquimia, por ejemplo, los métodos representan, como dejamos sentado en otro capítulo, meras aplicaciones de materias colorantes o de reactivos creados por la Química moderna. Ninguna razón plausible, a no ser el intento de provocar la casualidad, pudo inspirar a Gerlach la coloración de los núcleos por el carmín; a Mr. Schültze el empleo del ácido ósmico en el tejido nervioso; a Hannover la introducción del ácido crómico y bicromatos en el endurecimiento de los tejidos; a Koch, Ehrlich y otros el aprovechamiento de las anilinas para la impregnación de las bacterias.

Si conociéramos de un modo perfecto la composición química de las células vivas, los resultados suministrados por la aplicación de tal o cual reactivo colorante vendrían a ser mera deducción de los principios de la Química orgánica. Empero, hallándonos harto distantes de este ideal analítico, los que pretendan descubrir nuevos métodos biológicos no tienen más recurso que someter los tejidos a los mismos ciegos ensayos a que se entregaban los químicos de los pasados siglos para lograr, de vez en cuando, del conflicto y mezcla de varios cuerpos, combinaciones imprevistas.

Es menester, pues, fiar algo a la casualidad, provocándola mediante una serie reiterada de tanteos, en los cuales no podemos ser guiados más que por la intuición, fecundada por un conocimiento todo lo más profundo y preciso posible de las substancias y procederes nuevamente introducidos en la Química y la Industria.

Y esto nos lleva a decir algo de la casualidad en la esfera de la investigación científica. Entra por mucho, positivamente, el azar en la labor experimental, y no debemos disimular que a él debe la Ciencia brillantes adquisiciones; pero la casualidad no sonríe al que la desea, sino al que la merece, según la gráfica frase de Duclaux. Y es preciso reconocer que sólo la merecen los grandes observadores, porque ellos solamente la solicitan con la tenacidad y perseverancia indispensables; y, cuando la obtienen, sólo ellos son capaces de adivinar su científico alcance. En la Ciencia, como en la Lotería, la suerte favorece comunmente al que juega más, es decir, al que, a la manera del protagonista del cuento remueve continuamente la tierra del jardín. Si Pasteur descubrió por azar las vacunas bacterianas, debiólo a su genio, que le permitió vislumbrar todo el partido que podía sacarse de un hecho casual, a saber: el rebajamiento de virulencia de un cultivo bacteriano abandonado al aire, y verosímilmente atenuado por la acción del oxígeno. La historia de la Ciencia está llena de hallazgos parecidos: Scheele tropezó con el cloro, trabajando en aislar el manganeso; Cl. Bernard, imaginando experiencias, encaminadas a precisar el órgano destructor del azúcar, halló la función glucogénica del hígado; etc. Mas es forzoso convenir en que, si muchos sabios descubrieron lo que no buscaban, todos ellos buscaron con admirable tenacidad, y fueron dignos del éxito, porque, con su rara penetración, acertaron a sorprender los grandes progresos latentes en las tímidas y fragmentarias revelaciones del acaso.

Solicitar la ayuda de la casualidad, es como agitar el agua turbia para que suban y se hagan patentes los objetos sumergidos en el fondo. Todo observador hará bien en correr alguna vez tras la fortuna; empero no confiará demasiado en alcanzarla, y apelará más a menudo al trabajo reglado, pues quien domina los métodos y se halla en estado de señalar los problemas todavía no resueltos, pero susceptibles de solución, logra casi siempre, sin aventurarse en probaturas de ordinario infructuosas, algún descubrimiento de más o menos transcendencia.

Conquistado el primer hecho nuevo, sobre todo si éste es de aquellos cuyo advenimiento provoca en el ambiente científico nuevas corrientes de ideas, nuestra tarea será tan fácil como brillante: como que se reduce a ir sacando progresivamente las consecuencias que entraña la reciente adquisición en las diversas esferas de la Ciencia. Por eso se ha dicho que el primer descubrimiento es el que cuesta, por ser los demás meros corolarios del primero. Doctrina sabida es, y recomendada por filósofos como Taine, y por científicos como Tyndall, que todo problema resuelto plantea infinidad de nuevas cuestiones, y que el descubrimiento de hoy contiene en germen los descubrimientos del mañana. La cima de la verdad, con tantos esfuerzos escalada, que mirada desde el valle semejaba montaña imponente, no es sino minúscula estribación de una cordillera mayor, que se columbra, casi inabordable, a través de la niebla, y que nos atrae con insaciable curiosidad. Satisfagamos este ansia de subir, y, aprovechando el plácido descanso que proporciona la contemplación del nuevo horizonte desde la cima recién conquistada, meditemos sobre el plan que debe conducirnos a más altas regiones y más grandiosos y sublimes espectáculos. El entendimiento humano no puede abordar ninguna cuestión aislada, siéndole forzoso caminar de lo conocido a lo desconocido: hoy contempla un fragmento de la verdad y mañana otro, y sólo cuando los ha examinado todos se siente fuerte para remontarse a la síntesis y establecer las relaciones del nuevo hecho con el conjunto de las leyes de la Ciencia constituída.

Pero la fortuna de inaugurar un estudio lleno de promesas con el hallazgo de un hecho interesante es rara, y ningún investigador prudente debe contar demasiado con ella, por lo cual, para iniciar nuestro trabajo, no debemos vacilar en partir del descubrimiento de otros. Así y todo, no ha de faltarnos labor, y labor fecunda. El nuevo hecho, si es fundamental, suele causar una revolución en el ambiente científico; convierte en sospechosas, doctrinas antes estimadas como verdades firmes; suscita nuevas posiciones de equilibrio en esas amplias regiones de lo conjetural que forman el tránsito de lo conocido a lo desconocido; y plantea una serie de originales cuestiones, que el iniciador, falto de tiempo, no puede resolver por sí mismo. Además, éste deja casi siempre, en el orden crítico, incompleta la obra; influído todavía por la tradición, no sabe romper del todo con los errores y prejuicios del pasado; y acaso, receloso de hallar demasiada oposición en el medio científico, e impaciente de aplausos, presenta su teoría como una transacción entre viejas y novísimas doctrinas. En condiciones tales, un observador menos meticuloso, llegado de refresco, suele perfeccionar, conpoco esfuerzo, la teoría del iniciador, sacando de ella las últimas consecuencias teóricas y prácticas. Todo este cúmulo de cuestiones, suscitadas por la nueva conquista científica, constituye un terreno fecundísimo para el novel investigador. A él acudirá, bien templadas sus armas analíticas, sin arrogancias ni confianzas excesivas; pero no confíe en llegar solo: allí encontrará también una pléyade de observadores que intentarán ganarle por la mano, y a los cuales vencerá solamente a fuerza de laboriosidad, actividad, penetración y perseverancia.

Finalmente, cuando nos hallemos en presencia de varios temas igualmente favorables y fecundos, escogeremos aquel cuya metodología nos sea perfectamente conocida, y por el que sintamos decidida simpatía. Éste es un consejo de buen sentido que Darwin daba a sus discípulos cuando le demandaban un tema de estudio. Y la razón es que nuestro entendimiento sólo sabe vencer un serio obstáculo, cuando columbra en lontananza el premio del placer o de la utilidad. El explorador de la Naturaleza debe considerar la investigación como un sport incomparable, en el cual todo, desde los procederes técnicos hasta la elaboración doctrinal, constituye un perenne manantial de gratas satisfacciones. Quien en presencia de un arduo problema no sienta crecer su entusiasmo, a medida que el entendimiento redobla sus esfuerzos; quien, al aproximarse el solemne momento del fiat lux, impacientemente esperado, no tenga el alma inundada por la emoción precursora del placer, debe abandonar las empresas científicas, porque la Naturaleza no otorga sus favores a los fríos de condición, y la frialdad es a menudo inequívoco signo de impotencia.

Licencia

Icon for the Public Domain license

This work (Reglas y consejos sobre investigación científica by Santiago Ramón y Cajal) is free of known copyright restrictions.

Compartir este libro