Capítulo VI. Condiciones sociales favorables a la obra científica

La producción del hombre de ciencia, como toda actividad del espíritu, hállase rigurosamente condicionada por el medio físico y moral. Con razón se ha dicho que el sabio es planta delicada susceptible de prosperar solamente en un terreno especial formado por el aluvión de secular cultura y labrado por la solicitud y estimación sociales. En ambiente favorable, hasta el apocado siente crecer sus fuerzas; un medio hostil o indiferente abate el ánimo mejor templado. ¿Cómo proseguir cuando a nadie interesa nuestra obra? Sólo un carácter férreo y heroico sería capaz de sobreponerse a un medio adverso, y esperar, resignado y oscuro, la aprobación de la posteridad. Pero la sociedad no debe contar con los héroes, por si no tienen a comodidad aparecer. Atengámonos, sobre todo, a los caracteres medios y a los talentos regulares, como vengan asistido de noble patriotismo y de hidalga ambición. A la formación y cultivo de estos patriotas del laboratorio deben contribuir gobiernos e instituciones docentes, creándoles un ambiente social propicio y librándoles, en lo posible, de las preocupaciones de la vida material.

Sin duda que, durante algún tiempo todavía, y en virtud de causas cuyo examen dejamos para otro lugar, la investigación científica en España será obra de abnegación y de sacrificio. Con todo eso, fuerza es declarar que se han exagerado mucho las resistencias morales y materiales opuestas al trabajo científico. Nuestros Jeremías de la Universidad deploran, a veces con razón, la falta de medios, pero más a menudo se quejan un poco teatralmente, adoptando posturas retóricas de abandono y hasta de persecución.

Tengamos la sinceridad de confesarlo: en la mayoría de los casos, frases desalentadoras como las siguientes: «Carezco de laboratorio, ejerzo una profesión incompatible con el vagar indispensable a la labor científica, las obligaciones de familia me roban el tiempo y dinero exigidos por el trabajo de investigación», etc., representan alegatos del dolce far niente o disculpas de un patriotismo desmayado.

Fácil será reducir a su cabal valor tales lamentaciones e insistir de pasada en esta verdad capital: para la obra científica los medios son casi nada y el hombre lo es casi todo.

Deficiencias de medios materiales.—He aquí la cómoda excusa que muchos profesores y no pocos doctores ajenos a la enseñanza, aunque aptos para la investigación, ponen por delante en cuanto se les interroga por sus trabajos. Si el quejumbroso es filósofo, jurista, filólogo, etc., alegará la falta de lectores y, sobre todo, la ausencia de biblioteca de revistas especiales; si bacteriólogo, histólogo o naturalista, echará de menos un buen microscopio, reactivos, local adecuado, etc.; si físico, químico o ingeniero, repetirá la misma cantilena, deplorando la mezquindad del instrumental y la dotación del laboratorio; si astrónomo, se tenderá en el surco hasta que el Gobierno le proporcione magníficos telescopios, etc.Todos, en fin, coincidirán en que nuestros políticos, procedentes en su inmensa mayoría del gremio de juristas y literatos, desdeñan la ciencia experimental y la enseñanza objetiva. E incurriendo en un tópico vulgar, no vacilarán en suponerlos principales responsables de nuestro atraso18.

Pueril fuera desconocer que hemos padecido, a menudo, ministros del viejo tipo retórico, sin orientación europea, y funestos, por tanto, al resurgimiento intelectual de nuestro país. Mas tales políticos orientados hacia el pasado, devotos de la tradición y recelosos de la moderna cultura, han desaparecido casi por completo.

Nuestros estadistas de hoy adolecen, sin duda, de algunos defectos (uno de ellos es ignorar o no sentir con suficiente energía que la grandeza y poderío de las naciones es obra de la ciencia, y que la justicia, el orden y las buenas leyes constituyen factores de prosperidad positivos, aunque secundarios), pero en todo caso no incurrirán en el error antipatriótico de negar protección y subsidios a las eminencias de la cátedra y a las capacidades científicas indiscutibles. En su ingenuo optimismo han hecho más, y es doloroso consignarlo: han creado espléndidos laboratorios a beneficio de varones cuya aptitud y patriotismo parecen harto dudosos. Y si para los hábiles de la intriga y del favor se crean sinecuras y se acumulan espléndidos medios materiales, ¿cómo les serán éstos negados a maestros esclarecidos, ilustrados por notorios descubrimientos o por trabajos científicos de positiva valía?

Tiene el político sus debilidades, pero tiene también sus noblezas. Y por encima de todo cultiva la habilidad y la travesura. Precisamente, esos mismos ministros, cuya voluntad flaquea ante los requerimientos de la amistad o de la clientela política, suelen ser los más solícitos en galardonar el mérito positivo.

Claro es que las susodichas facilidades de trabajo se dispensan de preferencia a profesores aventajados y de indiscutible autoridad. Con mayores obstáculos tropezarán los aficionados ansiosos de renombre. Harán mal, empero, en desanimarse. Para seguir adelante y fomentar la noble vocación tendrán que escoger entre el sacrificio o la subordinación, es decir, entre el laboratorio propio y el laboratorio oficial.

En ausencia total de recursos materiales, todo principiante deberá recurrir al laboratorio oficial. Y conseguirá, si se lo propone, figurar entre los íntimos del maestro. Como su fuerza de trabajo y de preparación científica sean suficientes, ¿qué profesor le negará una mesa de labor y paternales consejos?

Y, sin embargo, nosotros veríamos con más gusto al principiante (a poco que se lo consintieran sus recursos pecuniarios) iniciar su aprendizaje en laboratorio propio, organizado y sostenido con sus modestas economías. Sin duda que el establecimiento oficial nos ofrece, con el maestro, guía valioso y, en muchos casos, irreemplazable. Pero la labor en común adolece de muchos inconvenientes. La brevedad de las horas de trabajo, la conversación y bullicio continuos, el ir y venir de alumnos y ayudantes, la lucha por la posesión de los instrumentos analíticos, y otras molestias anejas a los laboratorios universitarios, además de implicar pérdida de tiempo, producen una despolarización de la atención, nada favorable a la pesquisa científica.

En condiciones tales, y más si el guía deja algo que desear, vale más trabajar a solas. Sean nuestros maestros los libros: mentores sabios, serenos, sin eclipses ni mal humor. Con ellos daremos cima al empeño soberano, que consiste, antes de descubrir, en descubrirnos, antes de modelar la Naturaleza, en modelarnos. Forjarnos un cerebro fuerte, un cerebro original, exclusivamente nuestro: he ahí la labor preliminar absolutamente inexcusable. Y luego, llegada la madurez técnica, ¡qué holguras y facilidades para la indagación personal! Ibsen pone en boca de un personaje este consejo dirigido a un amigo: «Sé tú mismo.» Nada mejor para lograrlo que laborar a solas.

¡Oh soledad confortadora, cuán propicia eres a la originalidad del pensamiento! ¡Cuán dulces y fecundas las invernales veladas pasadas en el hogar-laboratorio, durante las cuales los centros docentes rechazan a sus devotos! Ellas nos libran de fatales improvisaciones, doman nuestra impaciencia y refinan la capacidad de observación. ¡Con qué cariño cuidamos de los instrumentos propios, cada uno de los cuales representa una vanidad negada o un vicio insatisfecho! ¡En nuestro amor hacia ellos, apreciamos sus excelencias, notamos sus defectos, esquivamos sus lazos, penetramos, en fin, en su alma amiga, que responde siempre, sumisa y simpáticamente, a los requerimientos de la nuestra!

Pero un laboratorio de investigación —reparará el lector—debe ser cosa dispendiosa. Error lamentable. Procurarse las herramientas necesarias cuesta muy poco. Misérrimos habrán de ser los profesores, naturalistas, médicos, farmacéuticos, etc., para quienes sea empresa inaccesible costear y sostener un centro privado de estudios experimentales.

Permítasenos la inmodestia de citarnos a este propósito. Con las exiguas economías del haber de un catedrático de provincias, y sin más ingresos extraordinarios que algunas lecciones particulares, hubimos nosotros de crear y mantener, durante quince años, un laboratorio micrográfico y suficiente biblioteca de revistas. Nuestro primer microscopio —un Verick estimable— fue adquirido a plazos. Y el caso no es excepcional. Lo corriente es inaugurar la propia obra con penuria de medios, pero con medios propios, que precisamente por serlo resultan singularmente educadores y fecundos. Notorio es que la mayoría de los descubrimientos fisiológicos, histológicos y bacteriológicos, etc., fueron obra de jóvenes entusiastas, sin nombre y sin fortuna, que trabajaron en buhardillas o graneros. El laboratorio oficial, cómodo y suntuoso, llegó más adelante, como galardón del éxito científico.

A decenas podrían citarse ejemplos clásicos de modestos comienzos. Faraday, aprendiz de encuadernador, llevado de su entusiasmo científico, asentó de mozo o de mecánico en el laboratorio de Davy, alejado del cual, y sin haber seguido carrera alguna, montó un centro de investigaciones, del que brotaron admirables conquistas, renovadoras de la ciencia de la electricidad. El gran Berzelius inició sus descubrimientos químicos en el obrador de su botica. Buena parte de los astrónomos de genio exploraron el cielo desde la azotea de sus casas, armados de medianos anteojos. Sirva de ejemplo Goldschmidt, quien desde la ventana de su habitación, y ayudado de modestísimo refractor (105 mil.), descubrió, a fuerza de paciencia, muchos pequeños planetas.

En suma: más que escasez de medios, hay miseria de voluntad. El entusiasmo y la perseverancia hacen milagros. Lo excepcional es que, en lujosos y bien provistos laboratorios sostenidos por el Estado, un novel investigador logre estrenarse con memorable hazaña científica. Desde el punto de vista del éxito, lo costoso, lo que pide tiempo, brío y paciencia, no son los instrumentos, sino, según dejamos apuntado, desarrollar y madurar una aptitud. A lo más, la mezquindad económica nos condenará a limitar nuestras iniciativas, a achicar el marco de la indagación. Pero ¿no es esto otra ventaja?

Desde este aspecto, cabe distinguir dos ciencias: una dispendiosa, aristocrática, cuyo culto exige templos suntuosos y ricas ofrendas, y otra barata, casera, democrática, accesible a los más humildes peculios. Y esta Minerva de los humildes muéstrase singularmente propicia: en su bondad acoge mejor las flores de la meditación intensa que aparatosas y regias hecatombes. Hay, además, un noble orgullo en triunfar con pobres medios: el orgullo de la elegancia y de la sobriedad. Por otra parte, nada realza mejor la enérgica personalidad del investigador, distinguiéndole de la caterva de trabajadores automáticos, que aquellos descubrimientos donde la voluntad y la lógica dominan el mecanismo, y para los cuales el cerebro es casi todo y los medios materiales casi nada.

Con el propósito de ser útil a nuestros lectores y desterrar preocupaciones económicas, vamos a descender un momento al terreno de las cifras, puntualizando algún presupuesto de laboratorios baratos.

El aficionado a la botánica, anatomía comparada, histología, embriología, etc., necesita, por junto, como instrumental: un microscopio Zeiss mediano modelo, con concentrador luminoso Abbe, un objetivo de inmersión homogénea, dos a seco y una pareja de oculares(400 a 500 pesetas); pequeño microtomo de Reichert o de Schanze (150), y algunos reactivos y materias colorantes (de 30 a 50 pesetas). En suma, un presupuesto total de 1000 a 2000 pesetas19.

El bacteriólogo y anatomopatólogo han menester material algo más variado y dispendioso, aunque todavía abordable para el médico o naturalista noveles: microscopio igual al anterior, dos estufas, una de temperatura constante y otra de esterilización, tubos de ensayo, matraces, jaulas para animales, etc.Total: de 1800 a 2000 pesetas.

El fisiólogo podrá inaugurar sus estudios con una caja de vivisecciones, aparato de contención, de animales, cilindro registrador de Marey, carrete de inducción, pilas eléctricas, etc.Todo ello costará alrededor de 1.000 pesetas.

Con menos instrumental todavía satisfarán sus gustos el zoólogo, el geólogo, y, sobre todo, el aficionado a la psicología comparada y experimental. Nada más económico ni más cautivador para un espíritu medianamente filosófico que el estudio de los instintos, del modo de reacción de los animales en presencia de los excitantes, de las leyes del hábito y de la memoria, del efecto perturbador causado por la alteración del medio físico (variación, herencia, mutación per saltum, etc.): la materia, en fin, de las observaciones y experimentos clásicos de los Fabre, Reamur, Huber, Lubbok, Forel, Perrier, Bohn, etc.

Ciertamente, mayores sacrificios impone el cultivo de la física y de la química. Requiérense a menudo el laboratorio oficial, bien provisto de costosos aparatos de medida o análisis y de potentes generadores de energía motriz. Y, sin embargo, si nuestro físico en cierne sabe encerrarse en los límites de un tema especial, perteneciente a los grandes capítulos de la electricidad, luz, radiactividad, magnetismo, etc., podrá con ayuda de pocos instrumentos, trabajar también eficazmente a domicilio e ilustrarse con indagaciones estimables.

La norma de confinarse en uno o en otro número de temas posee valor absoluto. Quien ambicione explotar el dominio total de una ciencia (si ello fuera posible hoy) necesitaría, además de un amplio local, disponer de un arsenal de instrumentos variadísimos, y, por consiguiente, enormemente dispendioso. He aquí un inconveniente más de la manía enciclopédica, contra la cual hemos protestado en capítulos anteriores.

Compatibilidad entre el ejercicio profesional y la labor investigadora.—Poco hay que esforzarse en demostrar que, lejos de excluirse ambas tareas, se completan e iluminan mutuamente. Para el amante de la observación, la práctica profesional constituye el mejor aliado del laboratorio. Aquélla proporciona la materia inquisitiva, a cambio de la cual éste presta al ejercicio profesional normas teóricas y soluciones prácticas.

Supongamos que el hombre de carrera sea médico con regular clientela. Sin vacilar declaramos que no ejercería a conciencia su misión sin el concurso del laboratorio privado u oficial, donde personalmente se ocupe en dilucidar, con el microscopio y la técnica química, los arduos problemas de la clínica. Ni valga alegar que falta tiempo para ello y que a la realización de tales trabajos responden los laboratorios micrográficos y químicos dirigidos por especialistas (análisis pericial de sangre, orinas, tumores, microbios, etc.). Sin duda que estos laboratorios rinden servicios útiles, pero su eficacia máxima se obtiene solamente cuando concurren, en quien los dirige, la doble cualidad de técnico y de clínico.

Lejos estamos de condenar las excelencias de la división del trabajo. Pero convengamos en que la excesiva fragmentación de la labor científica entraña algunos inconvenientes. Uno de los cuales consiste en separar lo inseparable, es decir, en localizar en cabezas diferentes los términos de un mismo razonamiento. Alejados, el dato experimental y el juicio médico apenas se prestan ayuda, asociados en el mismo intelecto, se iluminan y fecundan mutuamente.

Y viniendo a nuestro asunto, ocurre preguntar ahora: si el médico, entregado a la dilucidación de los problemas prácticos, adquiere, como no puede menos de suceder, pericia experimental y dominio de los métodos analíticos, ¿qué le costaría avanzar un paso más y consagrarse, sin abandonar su profesión, a la indagación científica original? Que ello es posible, y aun hacedero y llano, pruébase con la conducta de muchos médicos prácticos del extranjero, quienes, inspirados en nobles ideales, supieron, entre las inquietudes y apremios del ejercicio profesional, organizar laboratorios privados, honrándose y honrando a su país con descubrimientos biológicos de valía. Citemos, entre mil, al ilustre Virchow, que, siendo médico de Fráncfort, escribió su célebre obra sobre Patología celular; a Roberto Koch, también médico práctico, domiciliado en Potsdam, cuyas investigaciones renovaron la bacteriología con hallazgos técnicos fecundísimos y observaciones admirables; a la brillante pléyade de neurólogos de Fráncfort, ciudad no universitaria, donde los Weigert, los Ehrlich, los Edinger, etc., crearon valiosos métodos de investigación histológica, etc.

El investigador y la familia.—Los afanes y gastos exigidos por la creación y sostenimiento de una familia, en contraste con las mezquinas retribuciones con que el Estado sufraga la función docente, constituyen, según es harto sabido, otra de las razones alegadas por muchos de nuestros profesores para desertar del laboratorio y enderezar sus actividades a más lucrativas empresas. «La ciencia y la familia —afirman— son incompatibles. Puesto que la base física del profesor —añaden— representa mera ración de entretenimiento, ¿cómo invitar a nadie a compartirla? El sabio debe escoger, por tanto, entre su familia espiritual y su familia real, entre sus ideas y sus hijos.»

Preciso es reconocerlo, en tales exigencias late un fondo de verdad. Los afanes del hogar restan fuerzas morales y económicas a la obra de investigación. El ideal universitario sería un monasterio, cuyos monjes, consagrados de por vida al estudio de la Naturaleza, se distrajeran un tanto de sus deberes religiosos.

Porque somos demasiado imperfectos para consagrar por igual nuestro fervor a dos nobles causas. El ansia del cielo desinteresa de la tierra. Notorio es que los psicológos, abismados en la contemplación del espíritu, desprecian el cerebro. Quienes se preocupan del diablo, se ríen del microbio. Y la aspiración a la gloria eterna nos aleja de la gloria humana. ¡La gloria!… Vana ilusión, sin duda, pero capaz de remover montañas y de impulsar ardientemente la humanidad hacia la verdad y el bien. Como el patriotismo, la pasión de la gloria debe sugerirse y nunca analizarse.

Mas la vida cenobítica resultaría para la mayoría de los sabios intolerable sacrificio. Parece que este ideal de íntima convivencia fue realidad en la famosa escuela de Alejandría. Sin embargo, aquellos célebres geómetras y astrónomos fueron sin duda casados. Si la mujer es un mal, convengamos en que es un mal necesario. Poquísimos son los austeros para quienes la bella mitad del género humano representa algo así como vistoso ejemplar de colección ornitológica. Además, mala táctica de conquistar adeptos sería brindarles la abstención y el martirio. Sea abnegado quien pueda pero no impongamos a nadie la abnegación.

He aquí un punto en que la tutela del Estado resulta necesaria. Es mera cuestión económica. Obligación sagrada de aquél es conciliar la obra científica con la holgada vida de familia, ahorrando al investigador dolorosas renuncias. Como todo ciudadano celoso del bien público, el científico debe hallarse en situación de satisfacer la plenitud de sus irrefrenables instintos sociales. En países más adelantados, donde se sabe harto bien que la prosperidad nacional es fruto de la ciencia, este problema económico recibió hace tiempo satisfactoria solución. Y en Alemania e Inglaterra han hecho más: en su generosidad hacia los maestros, han convertido el aula y el laboratorio en pingües sinecuras. Y el sabio ha acabado por tener firma tan acreditada en el libro científico como en el libro talonario.

En esas felices naciones se cumple siempre lo que escribía Liebig a Gerhard: «Apuntad a un fin elevado, y al fin los honores y riquezas llegarán sin que tenga uno que tomarse el trabajo de buscarlos.»

Muy alejados nos hallamos todavía en España de este ideal económico. Hacia él se camina, sin embargo. Notorio es, según dejamos apuntado más atrás, que las condiciones materiales de nuestro profesorado y, en general, de los devotos del laboratorio, han mejorado mucho, gracias a plausibles iniciativas de los gobiernos20.

Pero aunque el Estado fuera sordo a nuestros clamores, no debemos amilanarnos. Sea nuestra divisa la de los grandes financieros: ganar mucho para satisfacer todas nuestras necesidades, y singularmente las de orden elevado, en vez de constreñirse a una vida de mezquina economía y de cobardes abstenciones.

Pongámonos en el peor de los casos, y veamos cómo el novel profesor puede servir a la vez su familia y sus proyectos. Doy por supuesto que nuestro catedrático reside en ciudad de provincias, de ambiente sórdido, sin posible clientela y falto, por tanto, de los recursos necesarios para satisfacer conjuntamente inexcusables exigencias del hogar y de sus queridas investigaciones.

¿Se privará de todo en aras de su vocación? ¿Vivirá solitario renunciando al matrimonio? De ninguna manera. Sirva con igual devoción sus ideas y sus buenos instintos. Para su labor, entréguese a las investigaciones baratas, que piden poco material y mucho esfuerzo. Y aproveche sus actividades sobrantes en el fomento de aquellas industrias docentes menos alejadas del blanco de sus amores: la del libro de texto y hasta de vulgarización, la de los análisis periciales y, en fin, la de la enseñanza privada. Con estos ingresos complementarios dará pábulo a sus nobles afanes, sin renunciar a legítimas expansiones del hogar. Y espere pacientemente mejores tiempos. Si su labor es realmente meritoria, el premio vendrá a sorprenderle en su rincón. A la excelsa alegría que lleva aparejado el cumplimiento austero del deber, se añadirán también el bienestar material y los halagos de la nombradía.

Contra el parecer de muchos, hemos declarado que el hombre de ciencia debe ser casado y arrostrar valerosamente las inquietudes y responsabilidades de la vida de familia.

No imitará el egoísmo de Epicuro, que no se casó por ahorrarse cuidados e inquietudes, ni el refinadísimo de Napoleón, que sólo veía en la mujer una enfermera utilísima para la vejez21. Para el hombre de ciencia, el concurso de la esposa es tan necesario en la juventud como en la ancianidad. Como la mochila en el combate es la mujer: sin ésta se lucha con desembarazo, pero ¿y al acabar?

En este punto sólo haremos una restricción: que el sabio tenga en cuenta su propia y especial psicología22antes de escoger compañera. Y sobre todo, que evite a todo trance que se la elijan los demás. Poco hay que insistir para justificar el matrimonio del sabio. En varón robusto y normal, el celibato suele ser invitación permanente a la vida irregular, cuando no a los abandonos del libertinaje. Y las ideas son flores de virtud que no abren sus corolas, o se marchitan rápidamente en el vaho de la orgía. Por otra parte, el soltero vive en plena preocupación sexual. En él la intriga galante interrumpe demasiado la marcha de la intriga especulativa. Y, según es notorio, no hay más seguro medio para despreocuparse de mujer que satisfacerse de mujer. Además, según se ha dicho muchas veces, el hogar destierra del alma el egoísmo, ennoblece el instinto sexual, genera altos anhelos sociales y fortalece el patriotismo.

¡Elección de compañera! Tocamos aquí un punto delicadísimo. ¿Qué cualidades han de adornar a la elegida de un hombre de ciencia? Cuestión gravísima, porque harto sabido es que los atributos morales de la esposa son decisivos para el éxito de la obra científica. Muchos ciudadanos padecen mujer, pero se la padecen ellos solos; mas de la mujer del sabio sufre, a veces, la sociedad y hasta la Humanidad entera. ¡Cuántas obras importantes fueron interrumpidas por el egoísmo de la joven esposa! ¡Qué de vocaciones frustró la vanidad o el capricho femenil! ¡Cuántos profesores esclarecidos rindiéronse al peso de la coyuntura matrimonial, convirtiéndose en vulgares buscadores de oro y rebajándose y esterilizándose con el acaparamiento insaciable de dignidades y prebendas23.

Hasta los impulsos más humanos y nobles de la esposa, cuando alcanzan excesiva expansión, constituyen formidables enemigos de la labor científica. Según es notorio, alienta en la mujer el espíritu de familia, la sana tendencia a la conservación física de la raza. iSanto egoísmo, porque representa el supremo interés de la especie! No sin razón y profundidad ha dicho Renan: «Lo que quiere la mujer lo quiere Dios». Concentra ésta su amor y abnegación en la prole; menos exclusivo, el varón sabe distribuir sus afectos entre la familia y la sociedad. La mujer ama la tradición, adora el privilegio, siente poco la justicia y suele ser indiferente a toda obra de renovación y de progreso, al paso que el hombre verdaderamente digno de este título, el homo socialis, abomina de la rutina y del privilegio, venera la justicia y antepone, en muchos casos, la causa de la Humanidad al interés de la familia. Por eso, la madre anhela vivir solamente en la memoria de sus hijos, mientras que el padre ansía, además, sobrevivir en los fastos de la historia.

Ambas tendencias, la centrípeta y la centrífuga, la de concentración y de expansión, son legítimas y necesarias. De su armonía y acomodo dependen la prosperidad de la raza y los avances de la civilización. Cuando la tendencia altruista del varón predomina demasiado, la prole decae; por el contrario, si la tendencia femenil prepondera, medra la familia, pero padecen la sociedad y el Estado. En el hogar del sabio, como en el del político honrado, reinará el espíritu de abnegación y de sacrificio, pero no hasta el punto de crear condiciones adversas al desarrollo y educación de los hijos. Porque, aun colocándonos en el punto de vista del interés colectivo, no es dudoso que las querellas y preocupaciones domésticas, cuando son continuadas, acaban por agriar la vida del pensador, dificultando por ende la prosecución de la obra científica o social.

En suma: como norma general, aconsejamos al aficionado a la ciencia buscar en la elegida de su corazón, más que belleza y caudal, adecuada psicología, esto es: sentimientos, gustos y tendencias, en cierto modo, complementarios de los suyos. No escogerá la mujer, sino su mujer, cuya mejor dote será la tierna obediencia y la plena y cordial aceptación del ideal de vida del esposo.

Llegados a este punto, deseará acaso al lector que, abandonando el terreno de las generalidades, definamos el tipo de mujer más adecuado al hombre de ciencia. Séanos lícito dar aquí nuestro parecer, con las naturales reservas y miramientos. Y a los que sonrían al vernos descender a estos menesteres, les diremos que no es cosa frívola aquello que, como el amor, decide de la vida. Ni es indiferente que la mujer sea para el hombre de estudios gas que lo eleve hasta el cielo o lastre que le obligue, en lo mejor de su vuelo, a aterrizar en el pantano.

Entre las mujeres de la clase media, donde el hombre de estudio suele buscar compañera, figuran cuatro tipos principales, a saber: la intelectual, la heredera rica, la artista y la hacendosa.

La mujer intelectual, es decir, la joven adornada con carrera científica o literaria, o que, llevada de vocación irresistible por el estudio, ha logrado adquirir instrucción general bastante sólida y variada, constituye especie muy rara en España. Hay, pues, que renunciar a tan grata compañía. Ello es sensible, sin duda, aunque los pocos ejemplares de doctoras (salvo un par de excepciones) que hemos conocido en ateneos, laboratorios y salones, parecen empeñadas en consolarnos de su inaccesibilidad.

Abunda, por el contrario, en el extranjero esta categoría femenina, de la cual destácase, con singular prestigio, la mujer sabia, colaboradora en las empresas científicas del esposo, y exenta (en cuanto ello es posible) de las fantasías y frivolidades del temperamento femenil. Mujer semejante, inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza, constituye la compañera ideal del investigador. Ella triunfa en el hogar y en el corazón del sabio, ciñendo la triple corona de esposa amante, de confidente íntima y de asidua colaboradora. El caso, repetimos, no es excepcional en las venturosas naciones del Norte.

¡Con qué admiración, no exenta de envidia, hemos contemplado en algunos laboratorios esas parejas dichosas, entregadas afanosamente a la misma labor, en la cual pone cada cónyuge lo más exquisito de su temperamento mental y de sus aptitudes técnicas! Sin insistir en el ejemplo conmovedor de los esposos Curie, descubridores del radio, y concretándonos al reducido círculo de nuestras amistades y aficiones científicas, surgen en nuestra memoria las imágenes de tres admirables parejas: M. y Mme. Dejérine, de París, consagrados al estudio de la anatomía normal y patológica del cerebro; M. y Mme. Nageotte, de la misma ciudad, entregados en común a investigaciones histológicas y neurológicas, y, en fin, los esposos Vogt, del Instituto Neurológico de Berlín, ocupados en la magna empresa de la cartografía parcelaria del cerebro humano, al modo de los astrónomos que se pasan la vida absortos en la fotografía y catalogación de las estrellas nebulosas.

Pero, repetimos, esta ave fénix, la doctora seria y discreta, colaboradora asidua del esposo, no se ha dignado todavía aparecer en nuestro horizonte social, donde, por caso extraño, los más grandes talentos femeninos son autodidácticos y ajenos por completo a los estudios universitarios regulares. El hombre de ciencia español debe, pues, elegir entre las otras categorías femeniles.

¿Se dirigirá hacia la mujer opulenta? Nos parece peligrosísimo. Habituada a una vida de molicie, de fausto y de exhibición, milagro sería que no contagiara sus gustos al esposo, repitiéndose con ello el caso del ilustre físico inglés Davy, quien por haberse enlazado con hembra linajuda, suspendió casi del todo su brillante carrera de investigador, consumiendo lo mejor de su vida en fiestas y recepciones del gran mundo.

Gran fortuna sería topar con heredera rica e ilustre que, abandonando los caprichos y vanidades del sexo, consagrara su oro al servicio de la ciencia. Admirables mujeres de este género abundan en Francia e Inglaterra. En nuestro país no hemos conocido un profesor aficionado al laboratorio para cuya obra no haya sido fatal la riqueza de la esposa. Si la discreción no sellara nuestros labios, podríamos demostrar aquí con ejemplos vivos cómo los gustos frívolamente ostentosos de la cónyuge o el egoísmo exagerado de la madre de familia han interrumpido carreras brillantes obligando al novel hombre de ciencia a trocar el estudio por la política, el microscopio por el automóvil y las redentoras veladas del laboratorio por las ociosas horas de la tertulia o del teatro.

Pero no censuremos demasiado a estas ricas hembras, excelentes en el fondo, aunque víctimas de su incultura: al fin, los reproches inacabables con que paralizan las honradas iniciativas del esposo (¿para qué esforzarte si tienes con qué vivir holgadamente?, etc.) son disculpables, ya que se inspiran en el amor conyugal. Harto más antipáticas son esas altivas herederas que sin miramiento alguno echan en cara al infeliz consorte su condición parásita e incapacidad financiera, y que, mortificándole con diarias pullas, obligándole a trabajar como bestia de carga a fin de sufragar por entero (la dote de la mujer se disipa en adornos, alhajas, muebles lujosos y giras a balnearios y playas de moda) el fausto de una vida tan llena de vanidad como vacía de ideales.

¿Preferirá el sabio la mujer artista o la literata profesional? Salvo honrosas excepciones, tales hembras constituyen perturbación o perenne ocasión de disgusto para el cultivador de la ciencia. Desconsuela reconocer que, en cuanto goza de un talento y cultura viriles, suele la mujer perder el encanto de la modestia, adquiere aires de dómine y vive en perpetua exhibición de primores y habilidades. La mujer es siempre un poco teatral, pero la literata o la artista están siempre en escena. ¡Y luego tienen gustos tan señoriales y complicados!… Al fin, la esposa opulenta suele subvenir a sus antojos. Poco amiga de libros y revistas, curiosea solamente joyerías y tiendas de moda, pero la literata pasea con igual codicia sus miradas por los escaparates de alhajas y sombreros y por las muestras de los libreros.

No queda, pues, a nuestro sabio en cierne, como probable y apetecible compañera de glorias y fatigas, más que la señorita hacendosa y económica, dotada de salud física y mental, adornada de optimismo y buen carácter, con instrucción bastante para comprender y alentar al esposo, con la pasión necesaria para creer en él y soñar con la hora del triunfo, que ella disputa segurísima. Inclinada a la dicha sencilla y enemiga de la notoriedad y exhibición, cifrará su orgullo en la salud y felicidad del esposo. El cual, en lugar de reconvenciones y resistencias, hallará en el hogar ambiente grato, propicio a la germinación y crecimiento de las ideas. Y si, por fortuna, sonríe la gloria, sus fulgores rodearán con una sola aureola dos frentes gemelas.

¡La gloria!… La esposa modesta la merece también, porque, gracias a sus abnegaciones, sacrificando galas y joyas para que no falten libros y revistas, consolando y confortando al genio en horas de desaliento, hizo al fin posible la ejecución de la magna empresa.

Por fortuna, ese tipo delicioso de mujer no es raro en nuestra clase media. Muy desventurado será quien, buscándola con empeño, no logre encontrarla o no sepa asociarla de todo corazón a sus destinos. El toque está en conquistarla para la obra común, en constituirse en su director espiritual, en modelar su carácter, plegándolo a las exigencias de una vida seria, de trabajo intenso y de recato austero, en hacer, en suma, de ella, según decíamos antes, un órgano mental complementario, absorbido en lo pequeño (si pequeñez puede llamarse el gobierno del hogar y la educación de los hijos), para que el esposo, libre de inquietudes, pueda ocuparse en lo grande, esto es, en la germinación y crianza de sus queridos descubrimientos y de sus especulaciones científicas.

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