DISCURSO DEL SR. D. SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL

TEMA: FUNDAMENTOS RACIONALES Y CONDICIONES TÉCNICAS DE LA INVESTIGACIÓN BIOLÓGICA

Madrid, 5 de diciembre de 1897

Señores Académicos:

La costumbre establece que, en los primeros párrafos del discurso académico, consagrado a sancionar la recepción del candidato, éste atribuya su elección, no a los dictados de la fría razón, sino a los generosos impulsos de la benevolencia. Yo acepto gustoso esta fórmula, entre otras razones, porque no me parece bien reformar las sabias y prudentes reglas prescritas por la cortesía y la buena crianza. Y además porque pienso que todo lo que mucho dura se mantiene por alguna buena razón, siendo ésta, en mi sentir, que el catecúmeno necesita mostrar cuán poco le ensoberbece la honra recibida, y convencer también a sus ilustrados consocios, no de lo méritos científicos que le adornan, y de los cuales ya se le supone revestido, sino de sus méritos morales, humildad, modestia y gratitud, harto más estimables y precisos que aquéllos para el trato social, y los más a propósito para conciliarle, de suave y eficaz manera, la buena voluntad y ambicionado aprecio de sus compañeros.

Hago, pues, en este instante mías cuantas frases de agradecimiento ha imaginado, para estos solemnes trances, el mérito modesto al verse encumbrado a honores a que jamás aspiró. Cuanto más que en la ocasión presente existen, aparte los motivos generales de gratitud, otros dos que particularmente me obligan: es el primero, haber sido preferido, sin notoria causa, a otros doctísimos varones, honra de la Cátedra y de la Ciencia, y singularmente a un insigne ingeniero y naturalista, cuyos superiores méritos me complazco en reconocer, y a quien espero ver bien pronto entre nosotros; y el segundo haberme ahorrado, con la espontaneidad de vuestra elección, todas las pequeñas maniobras electorales, que, no por admisibles y legítimas, son menos molestas para ciertos temperamentos harto quisquillosos. Contra vuestra resuelta benevolencia no me han valido, ni mi obscuridad, ni mi total ausencia de ambición, ni siquiera cierto sistemático arrinconamiento, motivado, no, ciertamente, por carácter antisocial, sino por la inexcusable obligación de consagrar mucho tiempo y atención a mis trabajos de laboratorio: circunstancias todas que hubieran quizás imposibilitado mi elección en aquellas otras Corporaciones sobre cuyas decisiones pesa demasiado la atmósfera de los personalismos.

Inspirados, sin duda, en un criterio amplio y generoso, habéis estimado que vuestra Academia, donde figuran grandes y peregrinos ingenios, físicos, químicos y matemáticos insignes, geólogos, naturalistas y anatómicos de gran mérito, y bien cimentadas ilustraciones del Profesorado y de la Tribuna, podía obtener algún pequeño provecho de la colaboración de un modestísimo investigador de la Naturaleza viva, de un minucioso y cachazudo detallista de la Organización; y, sin vacilar, me habéis llamado a vuestro seno. Prométoos, en pago, corresponder a la honra que me habéis dispensado, poniendo resueltamente a vuestro servicio lo único bueno que poseo (y de lo que juzgo lícito que un hombre se envanezca), a saber: un deseo vehemente de impulsar los estudios micrográficos, tan importantes en las ciencias biológicas; y un propósito firme, que todo buen español debe acariciar, de crear en el extranjero, donde tanto se nos desconoce, corrientes de respeto y simpatía para la renaciente ciencia española.

Sucedo en el sillón académico a dos sabios ilustres, el último de los cuales, si fue designado por vuestros votos, no llegó a tomar asiento entre vosotros: al Excmo. Señor D. Francisco Luxán, bizarro general de Artillería, geólogo insigne, y autor de numerosos y excelentes trabajos geológicos y geodésicos; y al Excmo. Sr. D. Manuel María José de Galdo, uno de los caracteres más elevados y una de las ilustraciones más simpáticas del Profesorado español. Por haber podido mi diligencia recolectar, sobre el último, algunos datos, voy a trazar, a grandes rasgos, el perfil de este preclaro hijo de Madrid.

D. M. M. José de Galdo nació, como muchos hombres llamados a brillar en los altos puestos de la sociedad, de padres tan humildes que, si lograron educarle en los más puros preceptos de la moral cristiana, no tuvieron los recursos necesarios para costear sus estudios. Afortunadamente, nuestro biografiado halló en su camino dos seres bienhechores que supieron compensar gallardamente las deficiencias de la pobreza paterna: una humildísima parienta, la cual, encariñada de los buenos sentimientos del sobrino, y cercenando lo más necesario de sus atenciones, se impuso el sacrificio de sufragar sus estudios en la Universidad; y un sabio ilustre, el Nestor del Profesorado español y dignísimo Presidente de la Sección de Ciencias Naturales de esta docta Academia, el Excmo. Sr. La Paz Graells, quien, adivinando los raros talentos del estudiante, resolvió ampararlo en su carrera y despertar en su alma la vocación del estudio y el entusiasmo por la Ciencia.

Matriculado nuestro estudiante en la Facultad de Ciencias de Madrid, dio pronto señales de raro entendimiento y de notable aplicación, hasta el punto de que, aprobadas las primeras asignaturas, su Profesor, el Sr. La Paz Graells, tuvo la satisfacción de proponerlo, en 1843, para regentar una plaza de Auxiliar del Museo de Historia Natural, cargo que desempeñó con ardiente celo, y en el cual halló nuevo pábulo al ansia de saber, que fue siempre la más saliente de sus cualidades. En 1847, y después de brillantes ejercicios de oposición, obtuvo la Cátedra de Historia Natural de la Universidad de Barcelona, que permutó a seguida con la de igual nombre del Instituto de San Isidro de Madrid, a fin de poder vivir, como él decía, junto a sus queridos padres, a los cuales sacó de la pobreza, prodigándoles aquellos exquisitos cuidados que ellos no habían podido dispensar a su hijo.

Instalado en Madrid, su prodigiosa actividad por un lado, y sus talentos positivos de escritor, de orador y de político por otro, lleváronle bien pronto a la diputación a Cortes, y más tarde, ya en el apogeo de su prestigio político, a la Alcaldía de Madrid. Presentes están en la memoria de cuantos alcanzaron aquellos tiempos sus entusiasmos y trabajos en pro de la enseñanza primaria; sus inolvidables obras de filantropía; sus loables esfuerzos para proteger la niñez desvalida, como lo acredita la Institución Aguirre, de la que fue el corazón y la inteligencia; las mejoras de toda clase, ora de ornato, ora de ensanche, ya de salubridad, que promovió en la Villa y Corte, y por cuya virtud transformó su ciudad natal en una urbe moderna, sin tocar, empero, en lo más mínimo aquellos monumentos que imprimen carácter a una ciudad y son los timbres de su historia; y finalmente, su labor fecunda y nunca interrumpida de Profesor de Historia Natural, en la cual no se sabía qué admirar más, si su extraordinaria memoria (tanto, que se cuenta de él que, a los tres días de iniciar un curso, sabía ya los nombres de sus 500 o 600 discípulos), el método y claridad con que exponía las más abstrusas materias, o el arte supremo con que lograba (sin descender jamás a bajas complacencias) captarse, desde el primer momento, el cariño y la admiración respetuosa de sus discípulos.

Fue, pues, nuestro biografiado un hombre completo, en el cual, por rara ponderación y harmonía, se juntaban lo penetrante del entendimiento, lo firme de la voluntad, la grandeza del corazón, y la religión del trabajo. Manejó millones en sus épocas de actividad política, y murió pobre, porque jamás aspiró a gozar, ni atesorar, sino a vivir y ser útil a los demás. Tan altas cualidades explican las generales simpatías que inspiró durante su vida, así como el profundo pesar con que fue recibida la noticia de su muerte por todas las clases sociales, por las Academias científicas, y, sobre todo, por los millares de discípulos que miraban a su profesor como a un padre cariñoso.

Hombre de acción, y docente incomparable ante todo, escribió poco y enseñó mucho. Deja, no obstante, varios folletos de positivo mérito, y particularmente un libro de Historia Natural, admirablemente adaptado a la enseñanza, y cuyo mayor elogio está en haber hecho a nuestra juventud simpático el estudio de la Naturaleza, y en haber servido de texto, durante más de treinta años, en nuestros Institutos de Segunda Enseñanza.

Rendido a mi malogrado antecesor, aunque no como él se merecía, este tributo de justicia, hora es ya de exponer el objeto del presente discurso. Años há ya que tuvimos la idea de redactar un opúsculo en donde se expusieran algunas de las reglas que, en nuestro sentir, guían a los biólogos en sus trabajos de observación y experimentación; mas las imperativas exigencias de nuestro cargo nos hicieron aplazar la redacción para cuando el reposo impuesto por una enfermedad, o el mismo peso de los años, pusieran un término forzoso a nuestras tareas de micrógrafo. Vuestra decisión me ha obligado a precipitar la ordenación y publicación de mis apuntes. Como fruto en agraz, por prematuro y mal cultivado, temo mucho que no sea digno de vuestra atención el resultado de mis atropellados afanes, ni responda al propósito que nos movió a tomar la pluma. Pero, deficiente y todo, acaso pueda prestar algún servicio a cuantos intentan ensayar sus fuerzas en las investigaciones biológicas; pues con frecuencia hemos visto estudiantes, ganosos de distinguirse y de hacer algo en el terreno experimental, abandonar el laboratorio, desalentados por la falta de un guía que les señalara los errores y obstáculos que deben evitar, la educación técnica que necesitan recibir, y hasta la disciplina moral indispensable para poder abordar, con alguna esperanza de buen éxito, la exploración de la Naturaleza viva.

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