Capítulo IV. Lo que debe saber el aficionado a la investigación biológica

a) Cultura general

Ocioso sería insistir en la necesidad que tiene nuestro aficionado de conocer a fondo la ciencia objeto de sus futuras exploraciones, no sólo por las descripciones de libros y monografías, sino por el estudio de la misma naturaleza. Pero no es menos urgente saber, siquiera de modo general, todas aquellas ramas científicas que directa o indirectamente se enlazan con la preferida, y en las cuales se hallan, ora los principios directores, ora los medios de acción. Por ejemplo: el biólogo no se limitará a conocer la Anatomía y Fisiología, sino que abarcará también lo fundamental de la Psicología, la Física y la Química.

La razón de esta cultura accesoria es obvia: casi siempre el descubrimiento de un hecho, o la significación de un fenómeno biológico, viene a representar mera consecuencia de la aplicación de principios pertenecientes a la Física o la Química. Descubrir, como ha dicho Laplace, es aproximar dos ideas que se hallaban separadas. E importa observar que las más de las veces esta aproximación fecunda tiene lugar entre un hecho perteneciente a una ciencia compleja (Biología, Sociología, Química, etc.) y un principio entresacado de una ciencia simple. En otros términos: las ciencias generales o abstractas, según las clasificaciones de Comte y de Bain, explican a menudo los fenómenos de las ciencias complicadas y concretas. Por donde se cae en la cuenta de que una seriación jerárquica bien entendida asisten y esclarecen la Física y la Química, y ésta a su vez explican, y en parte generan, la Biología, la Sociología y sus diferentes ramificaciones.

Descubrir consiste, a menudo, en hacer entrar el hecho en una ley: en encerrarlo en un marco ideológico más amplio, en clasificarlo, en fin; por eso ha podido afirmarse que descubrir es dar nombre concreto a una cosa ilegítima o provisoriamente bautizada. De donde se sigue que, cuando la ciencia llegue a la suma perfección, cada fenómeno recibirá el nombre que le corresponda, establecidas al fin sus profundas relaciones con las verdades generales. Bajo este aspecto resulta muy expresiva la conocida frase de Mach: «Una palabra bien elegida puede economizar cantidad enorme de pensamiento». Porque nombrar es clasificar, es establecer filiaciones ideales, relaciones de analogía entre fenómenos poco conocidos y una noción o principio general, donde se hallan latentes, como el árbol en su germen.

Los estudios filosóficos constituyen, sobre todo, buena preparación y excelente gimnasia para el hombre de laboratorio. No deja, ciertamente, de llamar la atención el que muchos ilustres investigadores hayan llegado a la ciencia desde el campo de la filosofía. Ocioso es advertir que el investigador se preocupará menos de la doctrina o del credo filosófico —credo que varía desgraciadamente cada quince o veinte años— que de los criterios de verdad y del aparato crítico, con cuyo ejercicio adquirirá flexibilidad y sagacidad y aprenderá a desconfiar de la aparente certidumbre de los más subyugadores sistemas científicos, enfrenando convenientemente el vuelo de la propia imaginación. Su divisa será siempre la frase de Cicerón: Dubitando ad veritatem pervenimus.

Por lo que hace a la anatomía microscópica de los animales y plantas, la mayoría de los hechos que forman la materia de esta ciencia son resultados de conflictos entre las propiedades químicas de ciertos reactivos y la constitución estructural de las células y tejidos. En bacteriología, en neurología, etc., casi todo cuanto sabemos lo debemos a la feliz aplicación de materias colorantes creadas por la Química moderna. Lo mismo ocurre en biología general. Recuérdense los interesantes estudios de Loeb sobre la partenogénesis artificial y los de Harrison, Carrel, Lambert y otros acerca de los cultivos artificiales de las células de los tejidos animales. Tan sorprendentes experimentos son pura consecuencia de las variaciones químicas o físicas provocadas en el ambiente celular.

Esta íntima solidaridad de las ciencias ha sido sentida por muchos, y singularmente por Letamendi, quien al hablar de las especialidades científicas, las definía: «La aplicación de toda Ciencia a una rama particular del saber».

Para un entendimiento superior que conociera todas las razones misteriosas que enlazan los fenómenos del Universo, en vez de ciencias habría una sola Ciencia. Ante un ser semejante las fronteras que parecen separar nuestros conocimientos, el andamiaje formal de nuestras clasificaciones, el desmenuzamiento artificial de las cosas tan grato a nuestro intelecto, que sólo puede considerar la realidad sucesivamente y como por facetas, desaparecerían por completo. A su ojos la Ciencia total parecería a modo de árbol gigantesco, cuyas ramas estuvieran representadas por las ciencias particulares, y el tronco por el principio o principios sobre que se fundan. El especialista trabaja como una larva, asentado sobre una hoja y forjándose la ilusión de que su pequeño mundo se mece aislado en el espacio, el científico general, dotado de sentido filosófico, entrevé el tallo común a muchas ramas. Pero sólo el gesto del saber a que antes aludíamos, gozaría de la dicha y del poder de contemplar el árbol entero, esto es, la Ciencia, múltiple e infinita en sus formas, una en sus principios.

b) Necesidad de especializarse

Conviene, empero, no exagerar la regla precedente, cayendo en el escollo de la enciclopedia, adonde van a parar todos los entendimientos dispersivos, inquietos, indisciplinados, e incapaces de fijar mucho tiempo la atención en una sola idea. Las aficiones rotatorias, como las llamaba un médico-escritor originalísimo, pueden formar grandes literatos, conversadores deliciosos, oradores insignes, rara vez descubridores científicos.

El proverbio tan conocido «el saber no ocupa lugar» es error de a folio, que, afortunadamente, no tiene graves consecuencias prácticas, pues aun los que creen en él están obligados a confesar que el aprender muchas cosas, cuando no espacio, ocupa tiempo. Sólo un juicio demasiado lisonjero acerca de nuestros talentos puede explicar la manía enciclopédica, pues pretensión quimérica constituye el intento de dominar varias ciencias, cuando vemos a hombres de verdadero genio e infatigable laboriosidad resignarse, a fin de poder cosechar algunas verdades, al conocimiento profundo de una rama del saber, y a menudo, al de un tema concreto de una ciencia determinada.

No nos hagamos, pues, ilusiones: si la vida de un hombre basta para saber algo de todas las disciplinas humanas, apenas es suficiente para dominar hasta el detalle una o dos de ellas.

Los enciclopedistas modernos, como Herbert Spencer, Mach, Wundt, etc., son en realidad especialistas de la filosofía, de las ciencias y de las artes, conforme lo fueron en su tiempo Leibniz y Descartes, bien que estos sabios, por la natural limitación de los conocimientos de su época, pudieron abarcar un dominio bastante más extenso, y realizar descubrimientos en dos o tres ciencias.

Pasaron ya, quizá para no volver más, los investigadores polilaterales: a la hora presente hay que reconocer que en Física como en Matemáticas, en Química como en Biología, los descubrimientos corren a cargo de sabios especialistas, pero, entiéndase bien, no de particularistas monolaterizados, incrustados en un detalle, sino de trabajadores que, sin perder de vista su dominio especial, siguen atentamente los progresos más culminantes de las ciencias afines. Semejante división del trabajo, además de buena táctica, constituye ineluctable necesidad. A ella nos obligan el tiempo extraordinario exigido por el ensayo y dominio de los métodos diariamente descubiertos, el creciente caudal de la producción bibliográfica, y el considerable número de sabios que simultáneamente trabajan sobre cada tema de estudio.

Para terminar con la vulgar filosofía condensada en la reputada máxima quien mucho abarca poco aprieta, en contraposición del no menos acreditado refrán el saber no ocupa lugar, séanos lícito hacer una comparación vulgar. El entendimiento inquisitivo es como un arma de combate. Si en ella se labra un solo filo, tendremos una espada tajante. Si dos, el arma podrá cortar todavía, aunque menos eficientemente, pero si le sacamos tres o cuatro, la acuidad de los filos irá disminuyendo hasta convertirse en inofensivo cuadradillo. Una bayoneta podría, en rigor, cortar todavía, mas para ello fuera preciso formidable energía motriz, mientras que una daga bien afilada resulta temible aun en las manos de un niño.

Como el acero informe, nuestro intelecto representa una espada en potencia. Merced a la forja y lima del estudio, transfórmase en el templado y agudo escalpelo de la Ciencia. Labremos el filo por sólo un lado, o por dos a lo más, si queremos conservar su eficacia analítica y herir a fondo el corazón de las cuestiones, y dejemos a los bobalicones del enciclopedismo que transformen su entendimiento e inofensivo cuadradillo.

c) Lectura especial o técnica

Inútil es advertir que en la biblioteca del investigador deben figurar cuantos libros y revistas importantes concernientes a la especialidad vean la luz en las naciones más adelantadas. Las revistas alemanas serán consultadas a cada momento, pues por lo que toca a la Biología, es forzoso reconocer que Alemania sola produce más hechos nuevos que todas las naciones juntas12.

Quien deseó los fines quiere los medios, y pues, en la época actual, el conocimiento de la lengua germánica es imprescindible para ponerse al corriente de la última hora científica, estudiemos aquélla seriamente, siquiera para llegar a la traducción, desembarazándonos de ese supersticioso terror que a los españoles nos inspiran los enrevesados términos y giros de los idiomas del Norte. Tan preciso es el conocimiento del alemán, que no se hallará quizá un solo investigador italiano, inglés, francés, ruso o sueco, que no sea capaz de leer corrientemente las monografías tudescas. Y como los trabajos de los alemanes ven la luz en un país que puede actualmente considerarse como el foco de la producción científica, tales escritos tienen para nosotros la inestimable ventaja de contener extensas y puntuales noticias históricas y bibliográficas13. Después del alemán siguen en orden de importancia el inglés y el francés. Y nada diremos del italiano, porque no hay español medianamente culto que no sea capaz de traducirlo, aun sin la ayuda del diccionario. Ni es lícito ignorar que en algunas disciplinas científicas Italia marcha a la cabeza del progreso.

A la hora presente se publican trabajos científicos en más de seis idiomas. Al intento plausible de restaurar el latín, o de utilizar el esperanto como lengua científica universal, han respondido los sabios multiplicando todavía el número de idiomas en que aparecen redactados los trabajos científicos. Preciso es reconocer que prácticamente el volapück o el esperanto representan una lengua más14que aprender. Tal resultado era de prever porque no consienten otra cosa ni las tendencias esencialmente popularizadoras y democráticas del saber moderno, ni las miras económicas de autores y editores, cuyos intereses morales y materiales les impulsan a difundir en el gran público aquellas conquistas científicas que antaño fueron patrimonio exclusivo de las Academias o de ciertas sumidades de la cátedra.

No se crea, empero, que el investigador debe hablar y escribir todas las lenguas de Europa: al español le bastará traducir las cuatro siguientes, que se ha convenido en llamar lenguas sabias, y en las cuales aparecen publicados casi todos los trabajos científicos: el francés, el inglés, el italiano y el alemán. Naturalmente, entre las lenguas sabias no figura el español; no queda, por tanto, a nuestros maestros más recurso, si desean que sus pesquisas sean conocidas y apreciadas por los especialistas, que escribir y hablar en uno de aquellos cuatro idiomas europeos15.

d) Cómo se deben estudiar las monografías

Al leer las monografías de la especialidad que se desee cultivar, debemos fijarnos sobre todo en dos cosas: en los métodos de investigación de que el autor se ha servido en sus pesquisas, y en los problemas que han quedado pendientes de solución. En cuanto al libro de popularización, nos merecerá menos atención y confianza, a menos que no sea alguna voluminosa exposición de conjunto, o contenga algunos conceptos generales de fecunda aplicación en el laboratorio. En general, puede afirmarse que el libro refleja ya una fase histórica de la Ciencia. Por efecto del mucho tiempo que exige su redacción, de la preocupación dominante en el autor de simplificar la materia para ser entendido del gran público, faltan o se hallan muy ligeramente esbozados los temas de actualidad, los detalles de los métodos y las lagunas de la investigación.

Someteremos a estudio detenido las monografías debidas a los autores más geniales y que mayor impulso hayan dado a la cuestión: el talento original posee, entre otras cualidades, una gran virtud sugestiva. Es propiedad de todo buen libro que el lector recoja en él, no sólo las ideas expuestas deliberadamente por el autor, sino otras totalmente nuevas, y hasta diferentes para cada hombre, y que brotan del conflicto entre nuestro fondo de representaciones y los conceptos del texto. Por donde se ve que la monografía genial, con ser buena fuente de información científica, resulta además eficaz reactivo de nuestras propias energías cerebrales.

Las cabezas humanas, como las palmeras del desierto, se fecundan a distancia. Mas, para que semejante conjugación entre dos espíritus se realice y dé fruto de bendición, es menester interesarse profundamente en la lectura del libro genial, penetrarse de su hondo sentido y, en fin, simpatizar con el autor. En la Ciencia, como en la vida, el fruto viene siempre después del amor. Por no consultar las memorias originales y fiarse de obras de conjunto, ¡cuántos principiantes caen en el error de considerar aciertos ajenos y antiguos descubrimientos como fruto de su propia labor!

Nuestro novel hombre de ciencia debe huir de resúmenes y manuales como de la peste. Buenos para la enseñanza, los manuales son pésimos para guiar al investigador. Quien resume, se resume a sí mismo; quiero decir que a menudo expone sus juicios y doctrinas en lugar de las del autor. De éste toma lo que le agrada o lo que entiende y digiere sin esfuerzo: da lo principal por accesorio, y viceversa. A título de aclarar y popularizar la obra ajena, el abreviador acaba por sustituir su personalidad a la del autor, cuya fisonomía intelectual, tan interesante y educadora para el lector, permanece en la sombra.

De lo dicho se infiere la inexcusable obligación en que se halla el investigador, si desea evitar desagradables sorpresas, de leer a los autores en sus obras originales, a menos que los resúmenes no dimanen de los autores mismos, que entonces, por compensación de la concisión, acaso hallemos concepciones e ideas directrices de gran provecho para la labor analítica.

Aquí surge una cuestión: antes de empezar una investigación de laboratorio, ¿debe o no apurarse la bibliografía? Penetrados y como saturados de cuanto sobre el tema ha sido escrito, ¿no corremos el riesgo de ser sugestionados y de perder el don inapreciable de la independencia de juicio? La misma impresión de agotamiento del asunto, producida por la puntual informacion a que nos hemos entregado, ¿no será fatal a nuestras aspiraciones de hallar algo completamente original?

Cuestión es ésta que cada cual resuelve a su manera, aunque, a mi ver, si para decidirla se acudiera a plebiscito de sabios, la solución sería no iniciar indagación ninguna sin tener a la vista todos los antecedentes bibliográficos. Procediendo de esta suerte, se evita el doloroso desencanto producido al saber que hemos malgastado el tiempo redescubriendo cosas conocidas y descuidando, por consiguiente, el estudio profundo de las verdaderas lagunas del tema.

La conducta más prudente, a mi ver, es apurar, desde luego, la investigación bibliográfica especial antes de lanzarse a la tarea analítica. Pero cuando, por dificultades insuperables, sea ello irrealizable (según ocurre desgraciadamente en España, donde las Universidades carecen de libros modernos extranjeros y las Academias no tienen recursos para suscribirse a las revistas científicas más importantes), no debemos, por monografía de más o de menos, dejar de acudir al laboratorio, pues, si, enterados de los mejores métodos en boga, trabajamos con ahínco y perseverancia, siempre hallaremos algo escapado a la sagacidad de los últimos observadores, por lo mismo que, no habiendo sido influidos por ellos, habremos caminado por rutas diferentes, y considerado el tema desde diverso punto de vista. En último caso, vale mil veces más arriesgarse a repetir descubrimientos, que renunciar a toda tentativa de indagación experimental, porque el principiante que en sus primeros ensayos de observador sabe hallar cosas poco tiempo antes publicadas, lejos de desalentarse por ello, fortifica su confianza en el propio valor, cobra ánimos para sus futuras empresas, y acaba por fabricar ciencia original, en cuanto sus medios pecuniarios corresponden a sus buenos deseos.

e) Necesidad absoluta de buscar la inspiración en la naturaleza

Mucho aprendemos en los libros, pero más aprenderemos en la contemplación de la naturaleza, causa y ocasión de todos los libros. Tiene el examen directo de los fenómenos no sé qué fermento perturbador de nuestra inercia mental, cierta virtud excitadora y vivificante, del todo ausente o apenas actuante aun en las copias y descripciones más fieles de la realidad.

Todos habremos podido notar que al intentar la comprobación de un hecho descrito por los autores, éste se presenta siempre con faz distinta de la presumida, y sugiere ideas y planes de acción no suscitados por la mera lectura. Ello depende, a nuestro juicio, de la incapacidad de la palabra humana para la pintura fiel de la realidad exterior. En cuanto causa de conocimiento, ésta representa un haz de sensaciones variadísimas y complejas, de las cuales la expresión simbólica, que procede siempre por abstracción y simplificación, refleja sólo una mínima parte.

Toda descripción, por objetiva e ingenua que parezca, constituye interpretación personal, punto de vista propio del autor. Sabido es que el hombre mezcla a todo su personalidad, y cuando cree fotografiar el mundo exterior, a menudo se contempla y se retrata a sí mismo.

Por otra parte, la observación suministra, a más de los datos empíricos con los cuales hemos de formar el juicio, ciertos factores sentimentales insustituibles: la sorpresa, el entusiasmo, la emoción agradable, que son fuerzas propulsoras de la imaginación constructiva. La emoción enciende la máquina cerebral, que adquiere por ella el calor necesario para la forja de intuiciones afortunadas y de hipótesis plausibles.

En comprobación de los efectos sugestivos que la Naturaleza, obrando directamente, causa en el observador, séame lícito referir la impresión sentida al contemplar por primera vez el fenómeno de la circulación de la sangre.

Estudiaba yo tercer año de Medicina y había en diversos libros aprendido los pormenores del fenómeno mencionado, pero sin que estas lecturas encadenaran mi atención ni produjeran corrientes intensas de pensamiento. Mas cuando uno de mis amigos, el señor Borao, ayudante de Fisiología, tuvo la gentileza de mostrarme la circulación en el mesenterio de la rana, en presencia del sublime espectáculo, sentí como una revelación. Entusiasmado y conmovido al ver girar los glóbulos rojos y blancos como los cantos rodados al ímpetu del torrente, al notar cómo, por virtud de su elasticidad, los hematíes se estiraban y pasaban trabajosamente por los más finos capilares, recobrando, salvado el obstáculo, súbitamente su forma, a la manera de un resorte, al advertir que, al menor impedimento en la corriente, se entreabrían las junturas del endotelio y sobrevenía la hemorragia y el edema: al reparar, en fin, cómo el latido cardiaco, atenuado por la excesiva acción del curare, sacudía flojamente los hematíes atascados…, parecióme como que se descorría un velo en mi espíritu, y se alejaban y perdían las creencias en no sé qué misteriosas fuerzas a que por entonces se atribuían los fenómenos de la vida. En mi entusiasmo prorrumpí en las siguientes frases, ignorando que muchos, singularmente Descartes, las habían expresado siglos antes: «La vida semeja puro mecanismo. Los cuerpos vivos son máquinas hidráulicas tan perfectas, que son capaces de reparar los desarreglos causados por el ímpetu del torrente que las mueve, y de producir, en virtud de la generación, otras máquinas hidráulicas semejantes.» Tengo por seguro que esta viva impresión causada por la contemplación directa del mecanismo íntimo de la vida, fue uno de los decisivos estímulos de mi afición a los estudios biológicos16.

f) Dominio de los métodos

Escogido el tema de estudio e informado menudamente, a ser posible, del estado actual del punto a esclarecer, el investigador pasará a aplicar cuantos métodos analíticos hayan sido propuestos, al objeto de confirmar los hechos descritos y reproducidos en las más recientes monografías. Durante esta tentativa de comprobación se le revelarán a menudo los puntos dudosos, las hipótesis insostenibles, las lagunas de la observación, y entreverá más de una vez el camino por el cual le será dado impulsar el conocimiento del tema.

La maestría de los métodos, particularmente en las ciencias biológicas, es tan trascendental, que, sin temor de equivocación, se puede afirmar que los grandes descubrimientos corren a cargo de los técnicos más primorosos: de aquellos sabios que han profundizado, a favor de perseverantes ensayos, todos los secretos de uno o varios recursos analíticos.

En apoyo de este aserto bastará recordar que a despecho de los centenares de histólogos, embriólogos y anatómicos que se conocen en Europa y América, las más salientes conquistas científicas se deben a una docena de hombres que se han señalado, ora por la invención, ora por el perfeccionamiento, ya por el absoluto dominio de algunos métodos de indagación.

Entre los procedimientos de estudio se escogerán de preferencia los más recientes, y sobre todo los más difíciles, por ser los menos agotados. Importa poco el tiempo gastado en ensayos infructuosos, pues si el método ofrece sumo poder diferenciador, los resultados obtenidos tendrán gran importancia y nos indemnizarán con creces de nuestros afanes. Con ello tendremos, además, la inestimable ventaja de caminar casi solitarios o de hallar en nuestra ruta pocos émulos y concurrentes.

g) En busca del hecho nuevo

He aquí la cuestión ardua, la preocupación soberana del principiante, que sabe, por la historia de la investigación científica, que alcanzando el primer descubrimiento se siguen otros derivados de él como las consecuencias de las premisas.

La nueva verdad hallada es a menudo el fruto de paciente y tenaz observación, la consecuencia de haber aplicado al tema más tiempo, más constancia y mejores métodos que nuestros predecesores. Como hemos dicho más atrás, la consideración escrupulosa y repetida de los mismos hechos acaba por dotarnos de una sensibilidad analítica refinada y como sobreexcitada en cuanto atañe al tema escogido. ¡Cuántas veces nos ha sido dado hallar, en virtud de ese golpe de vista fruto de la experiencia, cosas enteramente nuevas en las preparaciones donde nuestros discípulos nada veían de particular! Y ¡cuántos hechos nuevos habrán escapado a nuestra atención cuando, bisoños todavía en la técnica micrográfica, cada preparación nos parecía una esfinge!

Además del notable incremento que adquiere nuestra capacidad diferenciadora por la repetición de experimentos y de observaciones, el perseverante estudio de una cuestión nos lleva casi siempre a perfeccionar los métodos del mal resultado, y por ende las causas promotoras del máximo rendimiento técnico.

A veces el descubrimiento constituye el premio de la diligencia. Trátase de aplicar un procedimiento reciente, y apenas explotado, a temas nuevos. Semejante técnica ha suscitado grandes y fáciles progresos en los vastos dominios de la Bacteriología, Anatomía o Histología comparadas.

Dado que los grandes impulsores científicos han sido, por lo común, creadores de métodos, lo mejor y más congruente sería dictar reglas para el hallazgo de éstos. Desgraciadamente, en las Ciencias biológicas casi todos los recursos analíticos débense al azar.

En general, cabe afirmar que los métodos representan felices aplicaciones a un dominio científico de verdades pertenecientes a otra disciplina del saber, mas esta aplicación suele ser obra de tanteos azarosos, o cuando más, se inspira en vagas analogías. En Bacteriología, Histología e Histoquímica, por ejemplo, los métodos representan, según dejamos apuntado ya, efectos selectivos de materias colorantes o de reactivos creados por la Química moderna. Ninguna razón posible a no ser el intento de provocar la casualidad, pudo inspirar a Gerlach la coloración de los núcleos por el carmín, a Máximo Schültze el empleo del ácido ósmico en el tejido nervioso, a Hannover la introducción del ácido crómico y bicarbonatos en el endurecimiento de los tejidos, a Koch, Ehrlich y otros, el aprovechamiento de las anilinas para la impregnación de las bacterias, etc.

Si conociéramos de un modo perfecto la composición química de las células vivas, los resultantes debidos a la aplicación de tal o cual reactivo colorante vendría a ser mera deducción de los principios de la Química biológica. Empero, hallándonos harto distantes de este ideal, quienes pretendan descubrir nuevos métodos biológicos no tienen más recursos que someter los tejidos vivos a los mismos ciegos ensayos a que se entregaban los químicos de los pasados siglos para lograr, de vez en cuando, del conflicto y mezcla de varios cuerpos, combinaciones imprevistas.

Menester es, pues, fiar algo a la casualidad, provocándola mediante una serie reiterada de tanteos, en los cuales no podemos ser guiados más que por la intuición auxiliada por el conocimiento, todo lo profundo y preciso posible, de los reactivos y procederes técnicos recién introducidos en la Química y la Industria.

Y esto nos lleva a decir algo de la casualidad en la esfera de la investigación científica. Entra por mucho, positivamente, el azar en la labor empírica, y no debemos disimular que a él debe la Ciencia brillantes adquisiciones, pero la casualidad no sonríe al que la desea, sino al que la merece, según la gráfica frase de Duclaux. Y es preciso reconocer que sólo la merecen los grandes observadores, porque ellos solamente saben solicitarla con tenacidad y perseverancia deseables, y cuando obtienen la impensada revelación, sólo ellos son capaces de adivinar su trascendencia y alcance.

En la Ciencia, como en la lotería, la suerte favorece comúnmente al que juega más, es decir, al que, a la manera de protagonista del cuento, remueve continuamente la tierra del jardín. Si Pasteur descubrió por azar las vacunas bacterianas, también colaboró su genio, que vislumbró todo el partido que podía sacarse de un hecho casual, a saber: el rebajamiento de la virulencia de un cultivo bacteriano abandonado al aire y verosímilmente atenuado por la acción del oxígeno.

La historia de la Ciencia está llena de hallazgos parecidos: Scheele tropezó con el cloro, trabajando en aislar el manganeso, Cl. Bernard, imaginando experimentos encaminados a sorprender el órgano destructor del azúcar, halló la función glucogénica del hígado, etc.En fin, ejemplos recientes de casi milagrosa fortuna son los estupendos descubrimientos de Roentgen, Becquerel y los Curie.

Pura casualidad fue, según es notorio, el descubrimiento de los rayos X, hecho por el profesor Roentgen. Repetía este sabio en su laboratorio de Würzburgo los experimentos de Lenard sobre las singulares propiedades de los rayos catódicos. Según costumbre, estas radiaciones eran proyectadas sobre la pantalla fluorescente de platino-cianuro de bario. Y al objeto de averiguar la duración del fenómeno fluorescente, ocurriósele un día oscurecer el laboratorio cubriendo con caja de cartón la ampolla de Crookes, aparato generador, según es notorio, de los citados rayos catódicos. Puesta en acción la bobina, miró la pantalla y vio con extraordinario asombro que ésta se iluminaba intensamente. Interpuso después un trozo de madera, un libro y siguió observando que las radiaciones —los rayos nuevos— atravesaban fácilmente estos cuerpos opacos. En fin, en momentos de febril impaciencia, intercaló casualmente la mano entre la ampolla de Crookes, y la pantalla receptora cuando, sobrecogido de intensa emoción, acaso con espanto, contempló un espectáculo macabro: sobre la superficie del cuerpo fluorescente dibujábanse fielmente en negro los huesos de la mano, como si no existieran los tejidos envolventes. Los maravillosos rayos X quedaban descubiertos y con ellos la radioscopia. Pronto siguieron la radiofotografía y las admirables aplicaciones quirúrgicas e industriales de todos conocidos.

El segundo caso, muy elocuente también fue, el descubrimiento fortuito de la radiactividad de la materia, debido al insigne físico francés Henri Becquerel.

Ya el malogrado H. Poincaré habíase preguntado si al fin no resultaría que la producción de rayos X es propiedad de los cuerpos fluorescentes. Deseando confirmar esta conjetura y bien preparado, además, para tal linaje de indagaciones, M. Becquerel proyectó ensayar en sulfato de uranio, cuerpo típicamente fluorescente. Pero corrían los nebulosos días de febrero, y el sol no se dignaba aparecer. En espera de que el astro rey disipara las densas brumas de París, había el referido físico preparado con mucha antelación el experimento, colocando sobre la placa sensible, cubierta de papel negro, varios cristales de sulfato de uranio e interponiendo, además, una cruz de cobre. La impaciencia le devoraba. Aguijado por ella, ocúrresele cierto día extraer la placa de su envoltura protectriz y revelarla a la aventura. Grande fue su asombro al advertir, contra todas sus presunciones (la sal de uranio había permanecido en la oscuridad), intensa impresión en la placa, donde se mostraban dibujados en negro los cristales de sal uránica y en claro la referida cruz metálica. Había, sin querer, descubierto la radiactividad de la materia, una de las más prodigiosas conquistas de la ciencia moderna.

Mas lo chocante y estupendo del caso fue que M. Becquerel realizó tamaño descubrimiento (que le valió el premio Nobel) guiado por falsa hipótesis (relación etiológica entre la emisión de rayos X y la fluorescencia). Precisamente, de todos los cuerpos fluorescentes conocidos, sólo el uranio posee poder radiactivo. Como se ve, el efecto fue teatral: se diría preparado por un genio irónico empeñado en impulsar la Ciencia a pesar de las más erróneas concepciones.

Mas es forzoso convenir en que si muchos sabios descubrieron lo que no buscaban, todos ellos buscaron con admirable tenacidad, y fueron dignos del éxito, porque con rara penetración acertaron a sorprender los grandes progresos latentes en las tímidas y fragmentarias revelaciones del acaso. En suma: el azar afortunado suele ser casi siempre el premio del esfuerzo perseverante.

Solicitar la ayuda de la casualidad es como agitar el agua turbia para que suban y se hagan patentes los objetos sumergidos en el fondo. Todo observador hará bien en tentar su buena ventura, empero no confiará demasiado en ella, y apelará más a menudo al trabajo reglado, pues quien domina los métodos y está al corriente de los problemas todavía no resueltos, pero susceptibles de solución, logra casi siempre, sin aventurarse en probaturas de ordinario infecundas, algún descubrimiento de más o menos valía.

Conquistado el primer hecho nuevo (sobre todo si éste es de aquellos cuyo advenimiento provoca en el ambiente científico nuevas corrientes de ideas), nuestra tarea será tan llana como brillante: como que se reducirá a ir sacando progresivamente las consecuencias que entraña la reciente adquisición en las diversas esferas de la Ciencia. Por eso se ha dicho que el primer descubrimiento es el que cuesta, los demás suelen ser corolarios del primero. Doctrina sabia es, y proclamada por filósofos como Taine y por científicos como Tyndall, que todo problema resuelto plantea infinidad de nuevas cuestiones y que el descubrimiento del mañana, la cima de la verdad, con tantos esfuerzos escalada, que mirada desde el valle semejaba montaña imponente, no es sino minúscula estribación de formidable cordillera que se columbra a través de la niebla, atrayéndonos con insaciable curiosidad. Satisfagamos esta ansia de subir y, aprovechando el plácido descanso que proporciona la contemplación del nuevo horizonte, meditemos desde la cima recién conquistada el plan que debe conducirnos a más altas regiones.

Pero, según dejamos dicho, la fortuna de inaugurar un estudio lleno de promesas con un hecho trascendental es rara, y ningún investigador prudente debe contar demasiado con ella, por donde, para iniciar nuestra obra, no debemos vacilar en partir del descubrimiento de otros. Y así y todo, no ha de faltarnos labor, y labor fecunda. El nuevo hecho, fruto del ajeno desvelo, suele causar una revolución en el ambiente científico: convierte en sospechosas doctrinas antes estimadas como verdades firmes, suscita nuevas posiciones de equilibrio en esas vagas regiones de lo conjetural que forman el tránsito de lo conocido a lo desconocido, y plantea una serie de nuevas cuestiones que el iniciador, falto de tiempo, no pudo resolver por sí mismo.

Además, en el orden crítico éste deja casi siempre incompleta su obra: influida todavía por la tradición, no acierta a romper abiertamente con los prejuicios del pasado, receloso, acaso, de hallar demasiada oposición en el ambiente científico, e impaciente de aprobaciones y aplausos, presenta su teoría como una transacción entre viejas y novísimas doctrinas. Por tal motivo, un observador menos meticuloso, llegado de refresco, suele perfeccionar, con poco esfuerzo, la obra del iniciador, sacando de ella las últimas consecuencias teóricas y prácticas. Todo ese cúmulo de problemas suscitados por la nueva conquista científica constituye terreno fecundísimo para el novel investigador. A él acudirá, bien templadas sus armas analíticas, sin arrogancia ni esperanza excesiva, pero no confíe en llegar solo: allí encontrará también una pléyade de émulos que intentarán ganarle por la mano, y a los cuales se adelantará solamente a fuerza de actividad, penetración y perseverancia.

Finalmente, cuando nos hallamos en presencia de varios temas igualmente favorables y fecundos, escogeremos aquel cuya metodología nos sea perfectamente conocida y por el que sintamos decidida simpatía. Es consejo de buen sentido que Darwin daba a sus discípulos cuando le demandaban tema de estudio. Y la razón es que nuestro entendimiento redobla sus fuerzas cuando columbra en lontananza el premio del placer o de la utilidad.

El explorador de la Naturaleza —lo hemos repetido varias veces— debe considerar la investigación cual deporte incomparable, en donde todo, desde los procederes técnicos hasta la elaboración doctrinal, constituye perenne manantial de gratas satisfacciones. Quien en presencia de un arduo problema no sienta crecer su entusiasmo ni acrecentar sus fuerzas, quien al aproximarse el solemne momento del fiat lux impacientemente esperado no tenga el alma inundada por la emoción precursora del placer, debe abandonar las empresas científicas, porque la Naturaleza no otorga sus favores a los fríos de condición, y la frialdad es a menudo inequívoco signo de impotencia.

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