II – PREOCUPACIONES DEL PRINCIPIANTE

Una de las preocupaciones más funestas es la excesiva admiración a la obra de los grandes talentos, y la convicción de que, dada nuestra limitación intelectual, nada podremos hacer para continuarla.

Esta devoción excesiva al genio tiene su raíz en un doble sentimiento de justicia y de modestia, harto simpático para ser vituperable; mas, si se enseñorea con demasiada fuerza de ánimo, aniquila toda iniciativa e incapacita en absoluto para la investigación original. Defecto por defecto, preferible es la arrogancia al apocamiento: la osadía mide sus fuerzas y vence o es vencida, pero la modestia excesiva huye de la batalla y se condena a vergonzosa inacción.

Cuando se sale de esa atmósfera de prestigio que se respira al leer el libro de un investigador genial, y se acude al laboratorio a confirmar los hechos donde aquél apoya sus brillantes concepciones, nuestro culto por el ídolo disminuye, a menudo, tanto como crece el sentimiento de nuestra propia estima. Los grandes hombres son a ratos genios, a ratos niños, y siempre incompletos. Aun concediendo que nuestro grande hombre, sometido al contraste de la observación, salga puro de todo error, consideremos que todo cuanto haya descubierto en un dominio dado es casi nada en parangón con lo que deja por descubrir. La Naturaleza nos brinda a todos con una riqueza inagotable, y no tenemos motivo para envidiar a los que nos precedieron, ni exclamar, como Alejandro ante las victorias de Filipo: «Mi padre no me va a dejar nada que conquistar».

No cabe negar que existen creaciones científicas tan completas y tan firmes que parecen el fruto de una intuición cuasi divina, y que han brotado perfectas, como Minerva de la cabeza de Júpiter. Mas la legítima admiración causada por tales obras disminuiría mucho si imagináramos el tiempo y el esfuerzo, la paciencia y perseverancia, los tanteos y rectificaciones, hasta las casualidades que colaboraron en el éxito final, y que contribuyeron a él cuasi tanto como el genio del investigador. En esto sucede lo que en las maravillosas adaptaciones del organismo a determinadas funciones: el ojo o el oído del vertebrado, examinados aisladamente, constituyen un asombro, y parece imposible que se hayan formado por el solo concurso de las leyes naturales; mas, si consideramos todas las gradaciones y formas de transición que en la serie filogénica nos ofrecen aquellos órganos, desde el esbozo ocular informe de ciertos infusorios hasta la complicada organización del ojo del vertebrado inferior, nuestra admiración pierde no poco de su fuerza, acabando el ánimo por hacerse a la idea de una formación natural en virtud de variaciones, selecciones y adaptaciones. ¡Qué gran tónico sería para el novel observador el que su maestro, en vez de asombrarlo y desalentarlo con la descripción de las cosas acabadas, le expusiera el pasado embrionario de cada invención científica, la serie de errores y tanteos que le precedieron, y los cuales constituyen, desde el punto de vista humano, la verdadera explicación de cada descubrimiento, es decir, lo único que puede persuadirnos de que el descubridor, con ser un ingenio esclarecido y una poderosa voluntad, fue al fin y al cabo un hombre como todos!.

Lejos de abatirse el experimentador novicio ante las grandes autoridades de la Ciencia, debe saber que su destino por ley cruel, pero ineludible, es vivir a costa de la reputación de las mismas. Pocos serán los que, habiendo inaugurado con alguna fortuna sus exploraciones científicas, no se hayan visto obligados a quebrantar y disminuir el pedestal de algún ídolo histórico o contemporáneo. A guisa de ejemplos clásicos, recordemos a Galileo refutando a Aristóteles en lo tocante a la gravitación; a Kopérnico echando abajo el sistema del mundo de Ptolomeo; a Lavoisier reduciendo a la nada la concepción de Stahl acerca del flogístico; a Virchow refutando la generación espontánea de las células, supuesta por Schwan, Schleiden y Robin. Tan general e imperativa es esta ley, que se acredita en todos los dominios de la Ciencia, y alcanza hasta a los más humildes investigadores. Si nosotros pudiéramos ni nombrarnos siquiera después de haber citado tan altos ejemplos, añadiríamos que, al iniciar nuestras pesquisas en la anatomía y fisiología de los centros nerviosos, el primer obstáculo que debimos remover fue la falsa teoría de Gerlach y de Golgi sobre las redes nerviosas de la substancia gris y sobre el modo de transmisión de las corrientes.

En la vida de los sabios se dan por lo común dos fases: la creadora o inicial, consagrada a destruir los errores del pasado y a la creación de nuevas verdades; y la senil o razonadora (que no coincide necesariamente con la vejez), durante la cual, disminuyendo la fuerza de producción científica, se defienden las hipótesis incubadas en la juventud, amparándolas a todo trance del ataque de los recién llegados. Al entrar en la historia, no hay grande hombre que no sea avaro de sus títulos y que no dispute encarnizadamente a la nueva generación sus derechos a la gloria. He ahí por qué es a menudo verdad aquella amarga frase de Rousseau: «No existe sabio que deje de preferir la mentira inventada por él a la verdad descubierta por otro».

Cualquiera que sea la sazón en la cual el novel investigador surja en el campo de la Ciencia, nunca dejará de hallar alguna doctrina exclusivamente mantenida por el principio de autoridad. Demostrar la falsedad de esta doctrina, y, a ser posible, refutarla con nuevas investigaciones, constituirá siempre un excelente modo de inaugurar la propia obra científica. Importa poco que la reforma sea recibida con ruidosas protestas, con crueles invectivas, con silencios más crueles aún: como la razón esté de su parte, no tardará el innovador en arrastrar a la juventud, que, por serlo, no tiene un pasado que defender, y a todos aquellos sabios experimentados, quienes, en medio del torrente avasallador de la doctrina reinante, supieron conservar sereno el ánimo e independiente el criterio.

Empero no basta demoler; hay que construir. La crítica científica se justifica solamente dando, a cambio de un error, una verdad. Por lo común, la nueva doctrina surgirá de las ruinas de la abandonada, y se fundará estrictamente sobre los hechos rectamente interpretados. Menester será excluir toda concesión injustificada a la tradición o a las ideas caídas, si no queremos ver prontamente compartida nuestra fama por los espíritus detallistas y perfeccionadores que brotan en gran número, a raíz de cada descubrimiento, como los hongos bajo la sombra del árbol.

He aquí otro de los falsos conceptos que se oyen a menudo a nuestros flamantes licenciados: «Todo lo substancial de cada tema científico está apurado: ¿qué importa que yo pueda añadir algún pormenor, espigar en un campo donde más diligentes observadores recogieron copiosa miés? Por mi labor, ni la Ciencia cambiará de aspecto, ni mi nombre saldrá de la obscuridad».

Así habla muchas veces la pereza disfrazada de modestia. Así hablan algunos jóvenes de mérito al sentir los primeros desmayos producidos por la consideración de la magna empresa. No hay más remedio que rechazar prontamente un concepto tan superficial de la Ciencia, si no quiere el joven investigador caer definitivamente vencido en esa lucha que en su voluntad se entabla entre las utilitarias sugestiones del ambiente moral, encaminadas a convertirlo en un vulgar y adinerado practicón, y los nobles impulsos de la conciencia que le arrastran al honor y a la gloria.

En su anhelo por satisfacer la deuda de honor contraída con sus maestros, nuestro estudiante quisiera encontrar un filón nuevo, y a flor de tierra, cuya fácil explotación levantara con empuje su nombre; pero, por desgracia, apenas emprendidas las primeras exploraciones bibliográficas, ve con dolor que el metal yace a gran profundidad y que el filón superficial ha sido casi agotado por otros observadores que alcanzaron la suerte de llegar antes que él, ejercitando el cómodo derecho de primeros ocupantes.

No paran mientes, los que así discurren, que si hemos llegado tarde para unas cuestiones, hemos nacido demasiado temprano para otras, y que, a la vuelta de un siglo, nosotros vendremos a ser, por la fuerza de las cosas, los acaparadores de ciencia, los desfloradores de asuntos, y los esquilmadores de minucias.

No es lícito desconocer que existen épocas en las cuales, a partir de un hecho casualmente descubierto, o de la creación de un método feliz, se realizan en serie, y como por generación espontánea, grandiosos progresos científicos. Tal aconteció durante el Renacimiento, cuando Descartes, Pascal, Galileo, Bacon, Boyle, Newton, etc., pusieron en evidencia los errores de los antiguos y generalizaron la creencia de que, lejos de haber los griegos agotado el dominio de las ciencias, apenas habían dado los primeros pasos en el conocimiento positivo del Universo. Fortuna y grande para un científico es nacer en una de estas grandes crisis de ideas, durante las cuales, hecha tabla rasa de gran parte de la obra de la tradición, nada es más fácil que escoger un tema fecundo. Pero no exageremos esta observación, y tengamos presente que, aun en nuestro tiempo, la construcción científica se eleva a menudo sobre las ruinas del pasado. Consideremos que, si hay ciencias que parecen tocar a su perfección, existen otras en vías de constitución, y algunas que no han nacido todavía. En biología especialmente, a despecho de los inmensos trabajos efectuados en lo que va de siglo, las cuestiones más esenciales esperan todavía solución (origen de la vida, problema de la herencia y evolución, estructura y composición química de la célula, etc.). En general puede afirmarse que no hay cuestiones agotadas, sino hombres agotados en determinada cuestión. El terreno esquilmado para un sabio se muestra fecundo para otro. Un talento de refresco, llegado sin prejuicios al estudio de un asunto, siempre hallará un aspecto nuevo, algo en que no pensaron los que creyeron definitivamente apurado aquel estudio. Tan fragmentario es nuestro saber, que aun en los temas más prolijamente estudiados surgen a lo mejor insólitos hallazgos. ¡Quién, pocos años há, hubiera sospechado que la luz y el calor guardaban todavía secretos para la Ciencia! Y, sin embargo, ahí están el argon de la atmósfera y los rayos X de Roentgen, para patentizar cuán insuficientes son nuestros métodos y cuán prematuras nuestras síntesis.

En Biología es donde tiene su mejor aplicación esta bella frase de Saint Hylaire: «Delante de nosotros está siempre el infinito»; y el pensamiento no menos gráfico de Carnoy: «La Ciencia se crea, pero nunca está creada». No es dado a todos aventurarse en la selva y trazar, a fuerza de energía, un camino practicable; pero, aun los más humildes, podemos aprovecharnos del que el genio abrió, y arrancar, caminando por él, algún secreto a lo desconocido.

Aun aceptando que el debutante deba resignarse a recoger detalles escapados a la sagacidad de los iniciadores, es también positivo que quien se ejercita sobre minucias acaba por adquirir una sensibilidad analítica tan exquisita y una pericia de observación tan notable, que le llevan bien pronto a tratar cuestiones transcendentales.

¡Cuántos hechos, al parecer triviales, han conducido a ciertos investigadores, bien preparados por el conocimiento de los métodos, a grandes conquistas científicas! Consideremos además que, por consecuencia de la progresiva diferenciación de la Ciencia, las minucias de hoy serán, andando el tiempo, verdades importantes. Esto sin contar con que nuestra apreciación de lo importante y de lo accesorio, de lo grande y de lo pequeño, descansa en un falso juicio, en un verdadero error antropomórfico: en la naturaleza no hay superior ni inferior, ni cosas accesorias y principales. Estas categorías de dignidad, que nuestro espíritu se complace en asignar a los fenómenos naturales, proceden de que, en lugar de considerar las cosas en sí y en su interno encadenamiento, las miramos solamente en relación a la utilidad o el placer que pueden proporcionarnos. En la cadena de la vida todos los eslabones son igualmente dignos, porque todos resultan igualmente necesarios. Juzgamos pequeño lo que vemos de lejos o no lo sabemos ver. Aun adoptando el punto de vista antropomórfico, ¡qué de cuestiones de alta humanidad laten en el misterioso protoplasma del más humilde microbio! Nada parece más transcendental en bacteriología que el conocimiento de las bacterias infecciosas, y nada más secundario que el de los microbios inofensivos que pululan en las infusiones y materias orgánicas en descomposición; y, no obstante, si desaparecieran estos humildes hongos, cuya misión es reintegrar en la circulación general de la materia los principios secuestrados por los animales y plantas superiores, bien pronto el planeta se tornaría inhabitable para el hombre.

En resumen, no hay cuestiones pequeñas: las que lo parecen, son cuestiones grandes no comprendidas. En vez de menudencias indignas de ser consideradas por el pensador, lo que hay es hombres cuya pequeñez intelectual no alcanza a penetrar el hondo sentido de lo menudo. La Naturaleza es un mecanismo armónico, en donde todas las piezas, aun las que parecen desempeñar un oficio accesorio, son precisas al conjunto funcional: al contemplar este mecanismo, el hombre ligero distingue arbitrariamente sus piezas en principales y secundarias; mas el prudente se contenta con dividirlas, prescindiendo de tamaños y de relaciones antropomórficas, en conocidas y desconocidas.

Donde la trascendencia del detalle se muestra de gran relieve es en los métodos de indagación biológica. Para no citar sino un ejemplo, recordemos que R. Koch, el gran bacteriólogo alemán, por sólo haber adicionado a un color básico de anilina un poco de álcali, logró teñir y descubrir el bacilo de la tuberculosis, desentrañando así la etiología de una enfermedad que había ejercitado en vano la sagacidad de los patólogos más ilustres.

De esta falta de perspectiva moral, cuando de aquilatar los hechos se trata, han participado hasta los más penetrantes ingenios. ¡Qué de gérmenes de grandes invenciones, mencionadas como curiosidades de poco momento, hallamos hoy en las obras de los antiguos, y hasta en las de los sabios del Renacimiento! Perdido en un indigesto tratado de Teología, Christianismi Restitutio, escribió Servet, como al desdén, tres líneas tocante a la circulación pulmonar, las cuales constituyen hoy su principal timbre de gloria. ¡Grande sería la sorpresa del filósofo aragonés, si hoy resucitara y viera totalmente olvidadas sus laboriosas disquisiciones metafísicas, y exaltado un hecho al cual no debió conceder más interés que el de un argumento accesorio para su tesis de que el alma reside en la sangre! De un pasaje de Séneca se infiere que los antiguos conocieron ya el poder amplificante de una esfera de cristal llena de agua. ¡Quién hubiera sospechado que en dicho fenómeno amplificante, desestimado durante siglos, dormían en germen dos poderosos instrumentos analíticos, el microscopio y el telescopio, y dos ciencias a cual más grandiosa, la Astronomía y la Biología!

Otro de los vicios del pensamiento que importa combatir a todo trance es la falsa distinción en ciencia teórica y ciencia práctica, con la consiguiente e inevitable alabanza de la última y el desprecio sistemático de la primera. No son, ciertamente, las gentes del oficio las que incurren en semejante error de apreciación, sino muchos abogados, literatos, industriales, y, desgraciadamente, hasta algunos estadistas conspicuos, cuyas iniciativas de tan graves consecuencias pueden ser para la obra de la cultura patria. A estos tales no se les caen de la boca las siguientes frases: «Menos doctores y más industriales. Las naciones no miden su grandeza por lo que saben, sino por la copia de conquistas científicas aplicadas al comercio, a la industria, a la agricultura, a la medicina, y al arte militar. Dejemos a los cachazudos y linfáticos tudescos con sus sutiles indagaciones de ciencia pura, con su loco afán de escudriñar los últimos resortes de la vida, y consagrémonos por nuestra parte a sacar el jugo práctico de los principios de la Ciencia, encarnándolos en positivas mejoras de la existencia humana. Lo que España ha menester son máquinas para nuestros trenes y barcos, reglas prácticas para la agricultura y la industria, fábricas de abonos, higiene racional: en fin, todo cuanto contribuya a la población, riqueza y bienestar de los pueblos; pero nada de sabios ociosos, entretenidos en especulaciones sin realidad, entregados a ese sport de lo menudo que, si no costara demasiado caro, sería una ocupación meramente ridícula».

Tal es el cúmulo de ligerezas que a cada paso enjaretan los que, al viajar por el extranjero, ven, por un espejismo extraño, el progreso en los efectos y no en las causas: los que, en sus cortos alcances, no aciertan a descubrir esos hilos misteriosos que enlazan la fábrica con el laboratorio, como el arroyo a su manantial. Creen de buena fe que, tanto los sabios como los pueblos, forman dos grupos: los que pierden el tiempo en especulaciones de ciencia pura e inútil, y los que saben hallar hechos de aplicación inmediata al aumento y comodidad de la vida. ¿Tendremos necesidad de patentizar lo absurdo de esta doctrina? ¿Habrá alguno tan menguado de sindéresis que no repare que, allí donde los principios o los hechos son descubiertos, brotan también, por modo inmediato, las aplicaciones? En Alemania, en Francia, en Inglaterra, la fábrica vive en íntima comunión con el laboratorio, y por lo común el iniciador mismo de la verdad científica dirige, ora por sí, ora mediante sociedades explotadoras, el aprovechamiento industrial. Semejantes alianzas se hacen patentes en esas grandes fábricas de colores de anilina, que constituyen actualmente uno de los filones más prósperos de la industria alemana, suiza y francesa. Dada vuestra ilustración, huelgan aquí ejemplos de esta verdad. Empero, por recientes y significativos, quiero citaros dos: la grande industria de la construcción de objetos de precisión (micrográficos, fotográficos y astronómicos), creada en Alemania por los profundos estudios de óptica matemática del Profesor Abbe de Jena, y los cuales aseguran a la Prusia un monopolio de valor enorme que paga el mundo entero; y la fabricación de sueros terapéuticos, nacida en Berlín y perfeccionada en París, y en la cual intervienen, como es natural y legítimo, Behring y Roux, creadores de los principios científicos de la sueroterapia.

Cultivemos la ciencia por sí, sin considerar por el momento las aplicaciones. Estas llegan siempre: a veces tardan años, a veces siglos. Poco importa que una verdad científica sea aprovechada por nuestros hijos o por nuestros nietos. Medrada andaría la causa del progreso si Galvani, si Volta, si Faraday, descubridores de los hechos fundamentales de la ciencia de la electricidad, hubieran menospreciado sus hallazgos por carecer entonces de aplicación industrial. La mayor parte de los grandes inventos han comenzado por ser fenómenos curiosos, o inútiles propiedades de los cuerpos. Pero, como más atrás dejamos consignado, lo inútil, aún aceptando el punto de vista humano, no existe en la Naturaleza: lo que ocurre es que ignoramos el uso que cada verdad hallada podrá tener con el tiempo. Y, en último extremo, aun cuando no fuera posible poner al servicio del egoísmo humano ciertas conquistas científicas, siempre quedaría una utilidad positiva: la satisfacción de nuestra eterna curiosidad y la fruición incomparable causada en el ánimo por el sentimiento de nuestro poder ante la dificultad vencida.

En suma: al abordar un problema, considerémoslo en sí mismo, sin desviarnos por motivos segundos, cuya persecución, dispersando la atención, mermaría nuestra fuerza analítica. En la lucha con la Naturaleza, el biólogo, como el astrónomo, debe prescindir de la tierra que habita y concentrar su mirada en la serena región de las ideas, donde, tarde o temprano, surgirá la luz de la verdad. Establecido el hecho nuevo, las aplicaciones vendrán a su sazón; es decir, cuando aparezca otro hecho capaz de fecundarlo; pues, como es bien sabido, el invento no es otra cosa que la conjunción de dos o más verdades en una resultante útil. La Ciencia registra muchos hechos cuya utilidad es actualmente desconocida; pero, al cabo de unos lustros, o acaso de siglos, ve la luz una nueva verdad que tiene con aquéllos misteriosas afinidades, y la criatura industrial resultante se llama fotografía, fonógrafo, análisis espectral, etc. Porta descubrió la cámara obscura, hecho aislado, del cual apenas se sacó partido para el arte del diseño: Wedgwood y Davy señalaron en 1802 la posibilidad de obtener imágenes fotográficas sobre un papel lubrificado en una solución de nitrato argéntico; pero como la copia no podía fijarse, este otro hallazgo no tuvo consecuencias: luego llegó John Herschel, que logró disolver la sal argéntica no impresionada por la luz, con lo que ya fue posible la fijación de la fugitiva silueta luminosa; más, la poca sensibilidad de las sales argénticas hasta entonces aprovechadas, hacía cuasi imposible el empleo del aparato de Porta: por fin aparece Daguerre, quien descubre en 1839, con la exquisita sensibilidad del ioduro argéntico, la imagen latente, sintetiza admirablemente los inventos de sus predecesores, y crea la fotografía actual. Así se hacen todos los inventos: los materiales son, en diversas épocas, acarreados por sagaces cuanto infortunados observadores, que no logran recoger fruto alguno de sus hallazgos, en espera de las verdades fecundantes; pero, una vez acopiados todos los hechos, llega un sabio feliz, no tanto por su originalidad como por haber nacido oportunamente, considera los hechos desde el punto de vista humano, opera la síntesis, y el invento surge.

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