Capítulo VIII. Redacción del trabajo científico

a) Justificación de la comunicación científica

Mr. Billings, sabio bibliotecario de Washington, agobiado por la tarea de clasificar miles de folletos, en donde, con diverso estilo, dábanse a conocer casi los mismos hechos, o se exponían verdades ya de antiguo sabidas, aconsejaba a los publicistas científicos la sumisión a las siguientes reglas: 1.ª, tener algo nuevo que decir; 2.ª, decirlo; 3.ª, callarse en cuanto que dicho, y 4.ª, dar a la publicación título y orden adecuados.

He aquí un recuerdo que no creemos inútil en España, país clásico de la hipérbole y de la dilución aparatosa. En efecto, lo primero que se necesita para tratar de asuntos científicos, cuando no nos impulsa la misión de la enseñanza, es tener alguna observación nueva o idea útil que comunicar a los demás. Nada más ridículo que la pretensión de escribir sin poder aportar a la cuestión ningún positivo esclarecimiento, sin otro estímulo que lucir imaginación calenturienta, o hacer gala de erudición pedantesca con datos tomados de segunda o tercera mano.

Al tomar la pluma para redactar el artículo científico, consideremos que podría leernos algún sabio ilustre, cuyas ocupaciones no le consienten perder el tiempo en releer cosas sabidas o meras disertaciones retóricas. De este pecado capital adolecen, por desgracia, muchas de nuestras oraciones académicas. Numerosas tesis de doctorandos, y no pocos artículos de nuestras revistas profesionales, parecen hechos no con ánimo de aportar luz a un asunto, sino de lucir la fecundia y salir de cualquier modo, y cuanto más tarde mejor (porque, eso sí, lo que no va en doctrina va en latitud), del arduo compromiso de escribir, sin haberse tomado el trabajo de pensar. Nótese cuánto abundan los discursos encabezados con estos títulos, que parecen inventados por la pereza misma: Idea general deIntroducción al estudio deConsideraciones generales acerca deJuicio crítico de las teorías deImportancia de la ciencia tal o cual…, títulos que dan al escritor la incomparable ventaja de esquivar la consulta bibliográfica, despachándose a su gusto en la materia, sin obligarse a tratar a fondo y seriamente cosa alguna. Con lo cual no pretendemos rebajar el mérito de algunos trabajos perfectamente concebidos y redactados que, de tarde en tarde, ven la luz con los consabidos o parecidos enunciados.

Asegurémonos, pues, merced a una investigación bibliográfica cuidadosa, de la originalidad del hecho o idea que deseamos exponer, y guardémonos además de dar a luz prematuramente el fruto de la observación. Cuando nuestro pensamiento fluctúa todavía entre conclusiones diversas y no tenemos plena conciencia de haber dado en el blanco, ello es señal de haber abandonado harto temprano el laboratorio. Conducta prudente será volver a él y esperar a que, bajo el influjo de nuevas observaciones, acaben de cristalizar nuestras ideas.

b) Bibliografía

Antes de exponer nuestra personal contribución al tema de estudio, es costumbre trazar la historia de la cuestión, ya para señalar el punto de partida, ya para rendir tributo de justicia a los sabios insignes que nos precedieron, abriéndonos el camino de la investigación. Siempre que en este punto, por amor a la concisión o por pereza, propenda el novel investigador a regatear fechas y citas, considere que los demás podrán pagarle en la misma moneda, callando intencionadamente sus trabajos. Conducta es ésta tan poco generosa como descortés, dado que la mayor parte de los sabios no suelen obtener de sus penosos estudios más recompensa que la estima y aplauso de los doctos, que constituye —lo hemos dicho ya— minoría insignificante.

El respeto a la propiedad de las ideas sólo se practica bien cuando uno llega a ser propietario de pensamientos que corren de libro en libro, unas veces con nombre de autor, otras sin él, y algunas con paternidad equivocada. Al ser víctimas de molestas pretericiones y de injustos silencios, se cae en la cuenta de que cada idea es una criatura científica cuyo autor, que le dio el ser a costa de grandes fatigas, exhala, al ver desconocida su paternidad, los mismos ayes doloridos que exhalaría una madre a quien arrebataran el fruto de sus entrañas.

Dispuestos a hacer justicia, hagámosla hasta en la forma, y así no dejemos de ordenar, por rigurosa cronología, las listas de nombres o de cartuchos de citas que, por brevedad, es preciso a veces consignar al dar cuenta de un descubrimiento, pues si tales series de apellidos se han de ordenar con lógica, es menester comenzarlas por el iniciador y acabarlas por los confirmadores y perfeccionadores. Un estudio minucioso y de primera mano de la bibliografía nos ahorrará injusticias, y por ende las inevitables reclamaciones de prioridad.

c) Justicia y cortesía en los juicios

Al consignar los antecedentes históricos, nos vemos obligados con frecuencia a formular juicios acerca del alcance de la obra ajena. Excusado es advertir que, en tales apreciaciones, debemos conducirnos no sólo con imparcialidad, sino haciendo gala de exquisita cortesía y de formas agradables y casi aduladoras. Indulgentes con las equivocaciones del servicio, seremos respetuosos y modestos ante los lapsus de los grandes prestigios científicos. Temamos siempre que nuestras observaciones representen ligerezas de la impaciencia o espejismo del entusiasmo juvenil. Antes, pues, de resolvernos a repudiar un hecho o una interpretación comúnmente admitidos, reflexionemos maduramente. Y tengamos muy en cuenta, al formular nuestros reparos, que si entre los sabios se dan caracteres nobles y bondadosos, abundan todavía más los temperamentos quisquillosos, las altiveces cesáreas y las vanidades exquisitamente susceptibles. La frase horaciana genus irritabile vatum aplícase a los sabios mejor aún que a los poetas. Ya lo nota el perspicaz Gracián: «Los sabios fueron siempre mal sufridos, quien añade ciencia añade impaciencia.»

Con estas precauciones evitaremos en lo posible desdenes sistemáticos hacia nuestra obra y querellas y polémicas envenenadas, en las cuales perderíamos tranquilidad y tiempo, sin ganar pizca de prestigio ni autoridad. Porque en la apreciación de nuestros méritos sólo se tendrán en cuenta los hechos nuevos aportados, y no la destreza y garbo polémicos.

Cuando, injustamente atacados, nos veamos compelidos a defendernos, hagámoslo hidalgamente, esgrimiendo la espada, pero con la punta embotada y adornada, según la imagen vulgar, con ramillete de flores.

Da pena reconocer que, en la mayoría de los casos, los impugnadores no defienden una doctrina, sino su propia infalibilidad. Muy acertadamente nota Eucken que, so color de refutar principios, «cada cual se defiende a sí mismo y a su propia naturaleza… Es el instinto de conservación espiritual que reacciona».

Cuando por nuestro mal tengamos que contender con contradictores de este jaez (resulta, a veces, inevitable, porque toda verdad exaspera a los mantenedores del error), fuera inocente confiar en persuadirlos. No es a ellos, sino al público, a quien debemos mirar. Aportemos pruebas terminantes, robustezcamos en lo posible la tesis con nuevos datos objetivos, y pasemos en silencio ataques personales e insidias polémicas. Porque en tales torneos importa, antes que defendernos, defender la verdad.

Por olvidar estas sabidas reglas de prudencia y discreción, ¡cuántas desazones y sinsabores! Réplicas acres y violentas y silencios rencorosos reconocen casi siempre por causa nuestra falta de urbanidad y comedimiento al exponer y valorar el trabajo de los demás.

Citemos algunos datos concretos para adoctrinar al principiante. De ordinario, las críticas afectan, ya a errores de hecho o de observación, ya a errores de intervención.

  1. Error de observación o de reconocimiento de un hecho.—En general, los sabios discuten sobre interpretaciones, no sobre hechos, por suponer que el investigador, por modesto que sea, es incapaz de lanzarse a la tarea analítica sin preparación suficiente. Por esto precisamente, tales lapsus repútanse graves, denotando en quien los comete singular candor intelectual o inexperiencia metodológica. Sin embargo, guardémonos bien de ensañarnos al hacer constar el dislate, seamos piadosos y tengamos presente que en momentos de distracción o descuido hasta los sabios más sagaces pueden cometerlo. Lejos de censurarlo crudamente, disculpémoslo con benevolencia, haciendo notar que se trata de observaciones muy difíciles, donde las equivocaciones resultan frecuentes y casi inevitables. No imputemos el error a la ignorancia, antes bien, a la imperfección de la técnica aprovechada o a los prejuicios de la escuela donde se inspiró el trabajo censurado.Cuando, a despecho de la mejor voluntad, tales excusas parezcan inadmisibles, atribúyase la pifia al empleo de material insuficiente o poco apropiado, añadiendo que si el autor hubiera hecho uso de iguales objetos de estudio que nosotros, habría llegado sin duda a las mismas conclusiones, ya que le sobran para ello talento y pericia harto acreditados en anteriores publicaciones. En fin, tratemos de consolarle, insistiendo con morosidad, ora sobre las minucias más o menos originales contenidas en su trabajo, ora en las excelencias y precisión de los dibujos. En suma, nuestras expresiones se dirigirán principalmente a endulzar las amarguras del veredicto, llevando al ánimo de nuestro adversario la persuasión de que sus afanes no han sido enteramente inútiles a los progresos de la Ciencia.
  2. Error teórico.—Supongamos que, interpretando abusivamente los hechos, el autor formuló una hipótesis arbitraria y sin base alguna en la observación. La píldora crítica será dorada con frases de este tenor: «Ciertamente, la explicación propuesta peca de aventurada, pero, en cambio, es notablemente ingeniosa, sugiere consideraciones muy elevadas y acredita en su autor espíritu filosófico de altos vuelos. ¡Lástima grande que al forjar su concepción no haya tenido en cuenta tales o cuales hechos que la contradicen formalmente! En todo caso, la hipótesis es seductora y merece discusión y examen respetuoso.»

En fin, tan trivial y grosera puede ser la interpretación teórica, que hasta la disculpa parezca adulación. Entonces lo mejor será pasarla en silencio, mentando escuetamente, como en el caso anterior, las observaciones exactas (si las hay) y el mérito literario, filosófico y pedagógico del trabajo.

d) Exposición de los métodos

Importa asimismo puntualizar, bien al principio, bien al final de la monografía, el método o métodos de investigación seguidos por el autor, sin imitar a esos sabios que, a título de mejorarla ulteriormente, se reservan temporalmente el monopolio de la técnica empleada, restaurando la casi perdida costumbre de los químicos y matemáticos de las pasadas centurias, los cuales, inspirados en la pueril vanidad de asombrar a las gentes con el poder de su penetración, se reservaban los detalles de los procedimientos que les habían conducido a la verdad. Afortunadamente, el esoterismo va desapareciendo del campo de la Ciencia, y el mero lector de una revista puede conocer hoy las minucias y tours de mains de ciertos métodos casi tan bien como los íntimos del descubridor.

e) Conclusiones

Expuesta en forma clara, concisa y metódica la observación u observaciones fruto de nuestras pesquisas, cerraremos el trabajo condensando en un corto número de proposiciones los datos positivos aportados a la Ciencia y que han motivado nuestra intervención en el asunto.

Conducta que no todos siguen, pero que nos parece por todo extremo loable, es llamar la atención del lector sobre los problemas todavía pendientes de solución, a fin de que otros observadores apliquen sus esfuerzos y completen nuestra obra. Al señalar a los sucesores la dirección de las nuevas pesquisas y los puntos que nuestra diligencia no ha logrado esclarecer, damos, al par que fácil y generoso asidero a los jóvenes observadores ansiosos de reputación, ocasión de pronta y plena confirmación de nuestros descubrimientos.

f) Necesidad de los grabados

Si nuestros estudios atañen a la morfología, ora macro, ora microscópica, será de rigor ilustrar las descripciones con figuras copiadas todo lo más exactamente posible al natural. Por precisa y minuciosa que sea la descripción de los objetos observados, siempre resultará inferior en claridad a un buen grabado. Cuanto más, que la representación gráficade lo observado garantiza la exactitud de la observación misma y constituye un precedente de inapreciable valor para quien pretenda confirmar nuestras aseveraciones. Con justo motivo se otorga hoy casi igual mérito al que dibuja por primera vez y fielmente un objeto, que al que lo da a conocer solamente mediante descripción más o menos incompleta.

Si los objetos representados son demasiado complicados, a los dibujos exactos que copian formas o estructura añadiremos esquemas o semiesquemas aclaratorios. En fin, en algunos casos podrá prestarnos importantes servicios la fotografía común y la microfotografía, suprema garantía de la objetividad de nuestras descripciones.

g) El estilo

Finalmente, el estilo de nuestro trabajo será genuinamente didáctico, sobrio, sencillo, sin afectación, y sin acusar otras preocupaciones que el orden y la claridad. El énfasis, la declamación y la hipérbole no deben figurar jamás en los escritos meramente científicos, si no queremos perder la confianza de los sabios, que acabarán por tomarnos por soñadores o poetas, incapaces de estudiar y razonar fríamente una cuestión. El escritor científico aspirará constantemente a reflejar la realidad objetiva con la perfecta serenidad e ingenuidad de un espejo, dibujando con la palabra, como el pintor con el pincel, y abandonando, en fin, la pretensión de estilista exquisito y el fatuo alarde de profundidad filosófica. Ni olvidemos la conocida máxima de Boileau: «Lo que se concibe bien, se enuncia claramente.»

La pompa y gala de lenguaje estarán en su lugar en el libro de popularización, en las oraciones inaugurales, hasta en el prólogo o introducción a una obra científica docente, pero hay que confesar que la mucha retórica produce, tratándose de una monografía científica, efecto extraño y un tanto ridículo.

Sin contar que los afeites retóricos prestan a menudo a las ideas contornos indecisos, y que las comparaciones innecesarias hacen difusa la descripción, dispersando inútilmente la atención del lector, que no necesita ciertamente, para que las ideas penetren en su caletre, de la evocación continua de imágenes vulgares. En este concepto, los escritores, como las lentes, podrían distinguirse en cromáticos y acromáticos; estos últimos, perfectamente corregidos de la manía dispersiva, saben condensar con toda precisión las ideas que por la lectura o la observación recolectan; mientras que los primeros, faltos del freno de la corrección, gustan de ensanchar con irisaciones retóricas, con franjas de brillantes matices, los contornos de las ideas; lo que no se logra sino a expensas del vigor y de la precisión de las mismas.

En literatura, como en la oratoria, los entendimientos cromáticos o dispersivos pueden ser de gran utilidad, pues el vulgo, juez inapelable de la obra artística, necesita del embudo de la retórica para poder tragar algunas verdades; pero en la exposición y discusión de los temas de ciencia pura, el público es un senado escogido y culto, y ofenderíamos de seguro su ilustración y buen gusto tomando las cuestiones demasiado ab ovo y perdiéndonos en amplificaciones declamatorias y detalles ociosos. Esta máxima de Gracián, alabada por Schopenhauer, «lo bueno, si breve, dos veces bueno», debe ser nuestra norma. Suyo es también este consejo: «Hase de hablar como en testamento, que a menos palabras menos pleitos.»

Una severa disciplina de la atención, la costumbre de dar a la acción y al pensamiento mayor importancia que a la palabra, así como la creencia de que, después de inventada una imagen o una frase feliz, el problema científico que estudiamos no ha dado un solo paso hacia la solución, constituyen excelente profilaxis contra lo que Fray Candil llamaba gráficamente flatulencia retórica, que nosotros consideramos como manifestación del meridionalismo superficial y causa muy poderosa de nuestro atraso científico.

h) Publicación del trabajo científico

Cuando el investigador goce de crédito mundial, podrá publicar sus contribuciones científicas en cualquier revista nacional o extranjera de la especialidad. Los sabios a quienes el asunto interese no se detendrán en el obstáculo de la lengua, antes bien, procurarán estudiarla para conocer el pensamiento del autor o buscarán editores que lo traduzcan y publiquen. Sin embargo, aun al sabio más reputado le es necesario, para ganar tiempo y conquistar adeptos en el exterior, comunicar sus descubrimientos a los Beiträge o Zentralblatt más divulgados de Alemania. En cuanto al principiante, sin crédito todavía en el mundo sabio, obrará muy cuerdamente pidiendo, desde luego, hospitalidad en las grandes revistas extranjeras y redactando o haciendo traducir su trabajo en francés, inglés o alemán.

De esta suerte, el nuevo hecho será rápidamente conocido de los especialistas, y si posee positivo valor, tendrá el autor la grata sorpresa de verlo confirmado y aprobado por las grandes autoridades internacionales. Quienes, inspirándose en un patriotismo estrecho y ruin, se obstinan en escribir exclusivamente en revistas españolas, poco o nada leídas en los países sabios, se condenan a ser ignorados hasta dentro de su propia nación, porque como habrá de faltarle siempre el exequatur de los grandes prestigios europeos, ningún compatriota suyo, y menos los de su gremio, osarán tomarlos en serio y estimarlos en su verdadero valer.

Siendo, pues, decisivo para el porvenir del incipiente investigador el juicio de las autoridades científicas extranjeras, reflexionará maduramente antes de someterles el primer trabajo; asegúrese bien, mediante prolijas exploraciones bibliográficas, y aún mejor con la consulta de algún especialista célebre, de la realidad y originalidad del hecho comunicado. Y no olvide que el derecho a equivocarse se tolera solamente a los consagrados.

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