Capítulo V. Enfermedades de la voluntad

Todos hemos visto profesores superiormente dotados, desbordantes de actividad e iniciativas, en posesión de suficientes medios de trabajo, y que, sin embargo, no realizan obra personal ni escriben casi nunca. Sus discípulos y admiradores esperan con ansia la obra grande, legitimadora del alto concepto que del maestro se formaron, pero la obra grande no se escribe y el maestro continúa callando.

No nos engañen el optimismo y el buen deseo. A despecho del mérito excepcional y del celo y actividad desplegados en determinadas funciones docentes, dichos maestros son enfermos de la voluntad. No lo serán acaso a los ojos del frenópata, su modorra y dejadez no justifican todavía el diagnóstico de abulia, pero sus discípulos y amigos harán bien en considerarlos como anormales y en proponerles, con el respeto y dulzura debidos a su alta mentalidad, tratamiento espiritual adecuado.

Estos ilustres fracasados agrúpanse en las principales clases siguientes: dilettantes o contempladores, eruditos o bibliófilos, organófilos, megalófilos, descentrados y teorizantes.

Contempladores.—Variedad morbosa muy frecuente entre astrónomos, naturalistas, químicos, biólogos y físicos, reconócese en los síntomas siguientes: amor a la contemplación de la Naturaleza, pero sólo en sus manifestaciones estéticas: los espectáculos sublimes, las bellas formas, los colores espléndidos y las estructuras elegantes. Si el dilettante es botánico, quedará para siempre anclado en la admiración de las algas, singularmente en las diatomeas, cuyos elegantes carapachos cautivarán su admiración. En su culto fetichista pasará sus horas examinando y fotografiando de mil maneras tan interesantes seres, componiendo con ellos letreros, grecas, escudos y otros primores ornamentales, pero sin añadir al copioso catálogo de las especies conocidas una variedad nueva ni contribuir en lo más mínimo al conocimiento de la estructura, evolución y funcionalismo de los citados microorganismos.

Si el sibarita científico es histólogo, se consagrará con amor al arte de prestar a las células y tejidos orgánicos vistosas coloraciones: dominará a maravilla la jeringuilla de inyección, y en su ingenua admiración de lo pintoresco pasará sus veladas dibujando las elegantes redecillas que el carmín y el azul de Prusia bordan en los capilares del intestino, músculos y glándulas. A gala tendrá el dominar los más elegantes métodos de tintorería histológica, sin sentir jamás la tentación de aplicarlos a un tema nuevo o dilucidar una cuestión litigiosa.

Si es geólogo, permanecerá arrobado examinando a la luz polarizada los espléndidos colores mostrados por las secciones de rocas; si bacteriólogo, se aficionará al coleccionamiento y cultivo de los microbios cromógenos y fosforescentes; si astrónomo, consagrará sus ocios a fotografiar las montañas de la Luna o las manchas del Sol…

¿A qué seguir? Todos nuestros lectores recordarán tipos y variedades interesantes de esta especie, tan simpática por su entusiamo juvenil y verbo cálido y cautivador como estéril para el progreso efectivo de la Ciencia.

Bibliófilos y políglotas.—Como el micrógrafo se recrea en la diatomea o el zoólogo en conchas, insectos y pájaros de vistosa librea, el bibliófilo se deleita con la lectura del libro o monografía novísimos, de esas monografías trascendentales, renovadoras, que sólo recibe él y de que nuestro erudito se sirve maravillosamente para asombrar a sus amigos.

Los síntomas de esta dolencia son: tendencias enciclopedistas, dominio de muchos idiomas, algunos totalmente inútiles, abono exclusivo a revistas poco conocidas, acaparamiento de cuantos libros novísimos aparecen en el escaparate de los libreros, lectura asidua de lo que importa saber, pero sobre todo de lo que a pocos interesa, pereza invencible para escribir y desvío del seminario y del laboratorio.

Como es natural, nuestro erudito vive en y para su biblioteca, que es copiosa y monumental. Allí recibe a sus contertulios, a quienes cautiva con una conversación amena, brincadora, variadísima, iniciada de ordinario con estas o parecidas interrogaciones: ¿Ha leído usted el libro de Fulano? (Aquí, un nombre yanqui, alemán o escandinavo.) ¿Conoce usted la sorprendente teoría de Zutano? Y sin oír la respuesta, el erudito desarrolla con calurosa elocuencia una doctrina las más veces estrafalaria y audaz, sin base objetiva suficiente y sólo pasadera como tema de espiritual causerie.

Estos indolentes de la ciencia que hablan de todo, malogrando y derrochando facultades exquisitas, ignoran una cosa muy sencilla y muy humana: que son censurados de sus mismos amigos y aduladores, a quienes inspiran más piedad que respeto. Y desconocen también, o al menos no sienten con la vehemencia debida, esta verdad trivial: que la erudición posee muy escaso valor cuando no representa la preparación y el pródromo de la acción personal intensa y perseverante. Todo su afán se cifra en pasar por monstruos de talento y de cultura, sin reparar que sólo el esfuerzo vivificante puede librar al sabio del olvido y la injusticia.

No hay, por fortuna, en este punto que insistir mucho para rectificar juicios sociales equivocados. Nadie ignora que vale quien sabe y actúa, y no quien sabe y se duerme. Rendimos tributo de veneración a quien añade una obra original a una biblioteca y se lo negamos a quien lleva una biblioteca en la cabeza. Para resultar fonógrafo, no valía la pena de haber complicado con el estudio y la reflexión la organización del cerebro. En cosas de más enjundia hay que emplear nuestras neuronas. Saber, pero transformar, conocer, pero obrar: tal es la norma del verdadero hombre de ciencia.

Brindemos, pues, nuestro aplauso y gratitud a quienes dejaron estela de verdades luminosas y olvidemos a quienes se fatigaron estérilmente, convertidos en girándulas de sonoras palabras. Al modo del tenor, el erudito elocuente puede, sin duda, recibir en vida, en la cálida intimidad de su tertulia, plácemes entusiastas, pero en vano esperará las aclamaciones del gran teatro del mundo. El público del sabio vive o no vive aún, lee y no oye; es tan austero y recto, que no reconoce más títulos a la gratitud y al respeto que las verdades nuevas puestas en circulación en el mercado cultural.

Los megalófilos.—Caracterízase esta variedad de malogrados por atributos nobles y simpáticos. Estudian mucho, pero aman también el trabajo personal, poseen el culto de la acción y dominan los métodos inquisitivos, rebosan de patriotismo sincero y ansían enaltecer su nombre y honrar al país con admirables conquistas.

Y, sin embargo, un error funesto esteriliza sus afanes. Evolucionistas convencidos en teoría, resultan providencialistas en la práctica. Como si confiaran en el milagro, desean estrenarse con hazaña prodigiosa. Recordando acaso que Hertz, Mayer, Schwann, Roentgen, Curie iniciaron su vida científica con un gran descubrimiento, aspiran a ascender, desde el primer combate, de soldados a generales, y se pasan la vida planeando y dibujando, construyendo y rectificando, siempre en febril actividad, siempre en plena revisión, incubando el gran engendro, la obra asombrosa y arrolladora. Y los años transcurren, y la expectación se fatiga, y los émulos murmuran, y los amigos estrujan la imaginación para cohonestar el silencio del grande hombre. Y mientras tanto, sobre aquel tema tan detenidamente explorado, acariciado y lamido llueven en el extranjero importantes monografías que arrebatan, ¡ya!, a nuestro ambicioso investigador el halago de la prioridad, y le obligan a cambiar de rumbo. Sin desanimarse, el megalófilo aborda otro tema, y cuando tiene casi construido el imponente monumento, nuevos émulos, que se permiten fabricar ciencia al por menor, vuelven a amargarle la existencia. Y al fin llega a la vejez entre el silencio indulgente de los discípulos y la irónica sonrisa de los sabios.

¡Y todo por no haberse plegado desde el principio, modesta y humildemente, a esta ley de Naturaleza, que es también táctica de buen sentido!: abordar primeramente los pequeños problemas para acometer después, si el éxito sonríe y las fuerzas crecen, las magnas hazañas de la investigación. Esta actitud prudente podrá no conducir siempre a la gloria, pero en todo caso nos granjeará la estima de los sabios y el respeto y consideración de nuestros conciudadanos.

A guisa de subvariedad de los megalófilos consideramos los proyectistas, que recuerdan a los antiguos arbitristas. Distínguense fácilmente por la ebullición y superabundancia de ideas y de planes de acción. Ante sus ojos optimistas, todo aparece de color de rosa. Por seguro tienen que, una vez secundadas, sus iniciativas abrirán amplios horizontes a la ciencia y rendirán frutos prácticos inestimables. Sólo hay que deplorar una pequeña contrariedad: ninguna empresa llega a plena sazón. Todas se malogran, unas veces por escasez de medios, otras por ausencia de ambiente, las más por falta de discípulos capaces de cooperar a la magna obra, o de corporaciones y gobiernos suficientemente cultos y avisados para alentarla y recompensarla.

La realidad es que no trabajan bastante, fáltales perseverancia. Como decía agudamente Gracián en su Oráculo manual: «Todo se les va a algunos en comenzar y nada acaban, inventan, pero no prosiguen, todo para en parar… Mate el sagaz la caza, no se le vaya todo en levantarla.»

Organófilos.—Variedad poco importante de infecundos, reconócense en seguida por una especie de culto fetichista hacia los instrumentos de observación. Fascinados por el brillo del metal como la alondra por el espejuelo, cuidan amorosamente de sus ídolos, que guardan como en sagrario, relucientes como espejos y admirablemente representados. Reposo y disciplina conventual reinan en el laboratorio, donde no hay una mancha ni se oye el menor rumor.

En los amplios bolsillos del organófilo las llaves sonajean de continuo. Imposible que el ayudante o los alumnos consulten, en ausencia del profesor, la monografía o el aparato imprescindible. Microscopios, espectroscopios, balanzas de precisión, reactivos, etc., están guardados y lacrados con siete sellos. ¡No faltaría más que por una condescendencia punible del jefe el ayudante estropeara el objetivo de Zeiss, el refractómetro o el aparato de polarización! ¡Ello sería horrible! Además, ¿no es él el único responsable del material científico, arca santa de la Universidad, y no tendrá en su día que rendir estrecha cuenta a sus superiores? ¿Investigar? ¿Comprobar? ¡Ya lo hará cuando tenga tiempo, y luego que lleguen ciertas novísimas monografías cuya consulta le es indispensable! ¡Ah! Si el Gobierno le aumentase la consignación del material, quizá podría desprenderse, en obsequio a la enseñanza, de parte del sagrado depósito… Pero ¡mientras tanto!…

Estos maestros —de que nuestros lectores recordarán más de un ejemplar— erraron la vocación17. Creen ser buenos docentes y celosos funcionarios, y en realidad son excelentes amas de casa. ¿Verdad que recuerdan a esas excelentes señoras las cuales adornan primorosamente la sala, ordenan escrupulosamente los muebles, barnizan diariamente el parquet y en evitación de manchas y desarreglos reciben a sus relaciones en el comedor?

Claro es que de los organófilos empedernidos no puede sacarse partido. Padecen morbo casi incurable, sobre todo si va asociado, según ocurre con frecuencia, a cierto estado moral poco confesable: a la preocupación egoísta y antipática de impedir que otros trabajen, ya que ellos no saben o no quieren trabajar.

Los descentrados.—Si el profesorado no fuera a menudo entre nosotros mero escabel de la política o decoroso reclamo de la clientela profesional, si a nuestros candidatos a la cátedra se les exigieran, en concursos y oposiciones, pruebas objetivas de aptitud y vocación, en vez de pruebas puramente subjetivas y en cierto modo proféticas, abundarían menos esos casos de actividad oficial entre la función retribuida y la actividad libre.

«Una de las causas de la prosperidad de Inglaterra —me decía un profesor de Cambridge— consiste en que entre nosotros cada cual ocupa su puesto.» Lo contrario de lo que, salvando honrosas excepciones, acontece en España, en donde muchos parecen ocupar un puesto no para desempeñarlo, sino para cobrarlo y tener de paso el gusto de excluir a los aptos.

¿Quién no recuerda generales nacidos para pacíficos burócratas o jueces de paz, profesores de medicina cultivando la literatura o la arqueología, ingenieros escribiendo melodramas, patólogos dedicados a la moral y metafísicos votados a la política? De donde resulta que, en lugar de consagrar a la actividad oficial todas las fuerzas de nuestro espíritu, le rendimos solamente mínima parte de ellas, y eso de mala gana y como cumpliendo penosa obligación.

No pretendemos, empero, que la vida del profesor, y en general del hombre de ciencia, sea tan austera y rigorista que haya de consumirse por entero en la tarea profesional. Desearíamos solamente que a ocupaciones amenas o de mero pasatiempo dedicara el sobrante de su actividad, esos sanos coqueteos de la atención enervada por la intensidad y monotonía de la diaria labor.

Más que anormales —pensará alguno—, los descentrados son infortunados a quienes circunstancias adversas impusieron oficio contrario a sus inclinaciones. Sin embargo, bien consideradas las cosas, dichos fracasados entran también en la categoría de abúlicos, porque carecen de la energía necesaria para cambiar de camino, armonizando al fin la vocación con el empleo.

Los descentrados crónicos parécennos enfermos desahuciados. No así los jóvenes, a quienes sugestiones de familia o ironía del medio moral desviaron de su destino, obligándoles a trabajo de forzados. Flexibles todavía las coyunturas mentales, harán bien en cambiar de dirección en cuanto soplen vientos favorables. Aun aquellos que, amarrados a una ciencia extraña a sus aficiones, viven como desterrados de su patria ideal, podrían redimirse y trabajar con provecho si, levantando el ánimo al cumplimiento de sagrados deberes, procuraran buscar dentro de sus tareas oficiales algún dominio agradable donde laborar hondo y bien. ¿Qué ciencia carece de algún oasis deleitoso donde nuestra inteligencia encuentre útil empleo y plena satisfacción?

Los teorizantes.—Hay cabezas cultísimas y superiormente dotadas cuya voluntad padece una forma especial de pereza tanto más grave cuanto que ni a ellos se lo parece ni por tal suele reputarse. He aquí sus síntomas culminantes: talento de exposición, imaginación creadora e inquieta, desvío del laboratorio y antipatía invencible hacia la ciencia concreta y los hechos menudos. Pretenden ver en grande y viven en las nubes. Prefieren el libro a la monografía y las hipótesis brillantes y audaces a las concepciones clásicas, pero sólidas. En presencia de un problema difícil sienten irresistible tentación no de interrogar a la Naturaleza, sino de formular una teoría. Como acierten a percibir tenue y artificiosa analogía entre dos fenómenos, o logren encajar el hecho nuevo en el marco de una concepción general verdadera o falsa, danse por satisfechos y se creen excelsos reformadores. El método es legítimo en principio, pero abusan de él, cayendo en la inocencia de considerar las cosas bajo un solo aspecto. Para ellos lo esencial es la estética de la concepción. Poco importa que se funde en el aire con tal de que sea bella e ingeniosa, ponderada y simétrica.

Como es natural, las decepciones persiguen al teorizante. El medio científico actual es tan poco propicio a las teorías, que aun los que llevan el sello del genio necesitan para imponerse lustros de lucha y de incesante labor experimental. ¡Han caído tantas doctrinas que parecían inconmovibles!

En el fondo, el teorizante es un perezoso disfrazado de diligente. Sin percatarse de ello, obedece a la ley del mínimo esfuerzo. Porque es más fácil forjar una teoría que descubrir un fenómeno.

Liebig, buen juez en estas materias, escribía paternalmente al joven Gebhard, químico de grandes alientos, pero harto inclinado a las síntesis ambiciosas: «No hagas hipótesis. Ellas te acarrearán la enemiga de los sabios. Preocúpate de aportar hechos nuevos. Los hechos son los únicos méritos no regateados por nadie, hablan alto en nuestro favor, pueden ser comprobados por todos los hombres inteligentes, nos crean amigos e imponen la atención y el respeto de los adversarios.»

Y Liebig tenía muchísima razón. Las teorías son, en efecto, peligrosísimas para el porvenir de un principiante. Adoctrinar envuelve cierta arrogancia pedante, algo como alarde de superioridad intelectual, que sólo se perdona al sabio ilustrado por larga serie de descubrimientos positivos. Adquiramos primero personalidad, seamos obreros útiles, más adelante veremos si se nos consiente ser arquitectos.

Acaso el lector, recordando lo que dejamos en otro lugar expuesto acerca de la necesidad de las hipótesis, se pregunte si no cometemos inconsecuencias. Hay que distinguir entre las hipótesis de trabajo (Arbeitenhypothesen de Weismann) y las teorías científicas. La hipótesis constituye interrogación interpretativa de la Naturaleza. Forma parte de la investigación misma, como que representa su fase inicial, su antecedente casi necesario. Pero especular de continuo, es decir, teorizar por teorizar sin acudir al análisis de los fenómenos es perderse en idealismos sin consistencia, es volver la espalda a la realidad.

Insistamos una vez más en esta conclusión evidente: el haber positivo de un sabio hállase formado por el conjunto de los hechos originales que aporta. Las hipótesis pasan, pero los hechos quedan. Las teorías nos abandonan, los hechos nos defienden. Ellos son nuestro capital efectivo, nuestros bienes raíces y nuestra mejor ejecutoria, y en la eterna mudanza de las cosas ellos sólo se salvarán de los ultrajes del tiempo y del olvido o de la injusticia de los hombres. Fiarlo todo al éxito de una concepción vale tanto como ignorar que cada quince o veinte años se renuevan las teorías ¡Qué de hipótesis, al parecer definitivas, no han caído ruidosamente en física, en química, en geología, en biología, etc., durante los últimos lustros! En cambio, ahí están inmutables y desafiando a la crítica los hechos bien observados de la anatomía y fisiología, de la química y de la geología, las leyes y ecuaciones de la astronomía y de la física. «Dadme un hecho —decía Carlyle— y yo me postraré ante él.»

En suma: el principiante consagrará su máxima actividad a descubrir hechos nuevos, haciendo observaciones precisas. De las hipótesis se servirá a título de sugeridoras de planes de investigación y promotoras de nuevos temas de trabajo. Si, a pesar de todo, se siente compelido a crear vastas generalizaciones científicas, hágalo más adelante, cuando el caudal de observaciones originales allegadas le haya granjeado sólida autoridad. Entonces, y sólo entonces será oído con respeto y discutido sin desdén. Y si la fortuna le acompaña, ceñirá al fin la doble corona de investigador y de filósofo.

Hemos descrito los principales tipos de fracasados, haciendo resaltar, quizás con tintas algo subidas, sus flaquezas éticas y sus lacerias intelectuales. Nuestro propósito ha sido ponerles delante el espejo donde tanto ellos como sus discípulos y admiradores contemplen su deformidad. No confiamos, empero, en la eficacia de nuestro diagnóstico para corrección de los maduros y osificados. A los jóvenes que, en su candor, envidian prestigios más que discutibles, se dirigen nuestros consejos. Y se enderezan, sobre todo, a esos profesores cultos y capaces de trabajar con fruto, pero que, influidos por el mal ejemplo y faltos de disciplina interior, comienzan a sentir con el desmayo del trabajo personal el deseo malsano y antipatriótico de imitar a nuestros engreídos infecundos.

Si, a pesar de todos los consejos, la reacción mental se retarda, hagan examen de conciencia y vean si no están en el caso de sufrir una cura espiritual en el extranjero. El laboratorio del sabio es un sanatorio incomparable para los extravíos de la atención y los desmayos de la voluntad. En él se desvanecen viejos prejuicios y se contraen sublimes contagios. Allí, al lado de un sabio laborioso y genial, recibirá nuestro abúlico el bautismo de sangre de la investigación, allí contemplará, con noble envidia, ardorosa emulación por arrancar secretos a lo desconocido, allí respirará el desdén sistemático hacia las vanas teorías y los discursos retóricos, allí, en fin —en extrañas tierras—, sentirá renacer el santo patriotismo. Y cuando lanzado en el camino del trabajo personal, cuente en su haber algunos estimables descubrimientos, de regreso al país natal aprenderá a escatimar sus admiraciones y mirará con desdén, casi con lástima, a sus antiguos ídolos.

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