Capítulo IX. El investigador como maestro

Llegada la época constructiva y dominadas las dificultades del trabajo científico, imaginamos a nuestro novel investigador en posesión de la madurez y robustez necesarias para su multiplicación espiritual. La noble carrera fue seguida hasta el fin; el ideal ansiado logrose por entero. Convertido en autoridad internacional, el maestro es citado con encomio en las revistas extranjeras; la originalidad e importancia de sus creaciones asegúranle página honorífica en el libro de oro de la ciencia.

En tan decorosa situación, puede adoptar el sabio una de estas dos actitudes: proseguir concentrado y solitario sus empresas de laboratorio, condenándose a la esterilidad docente; o hacer a los demás copartícipes de sus métodos de estudio, promoviéndose vocaciones y erigiéndose en prestigioso jefe de escuela.

Entre ambos caminos la elección no es dudosa. Ciertamente, el trabajo solitario brinda al egoísmo satisfacciones y tranquilidades tentadoras; se obedece a la ley del mínimo esfuerzo, dirigiendo exclusivamente la atención a la investigación personal; se vive en un discreto ambiente de aprobación y estima, donde faltan, sin duda (y ello es gran ventaja), los entusiasmos y veneraciones excesivas, pero donde tampoco mortifican émulos y rivales. Mas al adoptar tan cómoda postura, el instinto paternal del hombre de ciencia siéntese profundamente inquieto. «¿Qué será de mi obra —se pregunta— cuando llegada la senectud falten energías para defenderla? ¿Quiénes reivindicarán la prioridad de mis hallazgos, si, por ventura, adversarios o sucesores poco escrupulosos se los apropian o incurren, al juzgarnos, en olvidos e injusticias?»

Aun miradas las cosas desde el punto de vista egoísta —de un egoísmo sano y clarividente—, importa al sabio proceder a su multiplicación espiritual. La tarea es, sin duda, penosa. La actividad del maestro bifúrcase en las corrientes paralelas del laboratorio y de la enseñanza. Crecerán así sus desvelos, pero aumentarán también sus venturas. Sobre dar pábulo a elevadas tendencias, alcanzará el deleite de la paternidad ideal, y sentirá el noble orgullo de haber cumplido honradamente con su doble misión de maestro y de patriota. Ya no declinará su vida triste y solitaria, antes bien, se verá en su ocaso rodeado de un séquito de discípulos entusiastas, capaces de comprender la obra del maestro y de hacerla, en lo posible, luminosa y perenne.

La posteridad ha sido siempre generosa con los fundadores de escuela. Hasta los errores del iniciador son perdonados o piadosamente explicados, si éste supo formar espíritus capaces de comprenderlos y corregirlos. Quien renuncia a la siembra de ideas se declara egoísta o misántropo. Todos pensarán que trabajó para su orgullo en vez de laborar para la Humanidad. Y si sus talentos destacan demasiado, aparecerá como algo patológico, cual formación extraña a su raza, a la cual por eso mismo apenas enaltece: especie de bólido intelectual caído del cielo, que brilló un momento, mas fue incapaz de comunicar a nadie su efímero fulgor.

Dejar prole espiritual, además de dar alto valor a la vida del sabio, constituye utilidad social y labor civilizadora indiscutible, de las cuales están señaladamente necesitados los países como España, de producción científica miserable y discontinua.

¡Infeliz del genio esporádicamente surgido en estos pueblos y extinguido sin descendencia! La ruda competencia entablada entre cientos de laboratorios y escuelas extranjeros, el arrollador alud de folletos y libros que se disputan encarnizadamente el favor de la actualidad; la tendencia iconoclasta de la juventud universitaria, ansiosa de llegar y de afirmar e imponer la propia personalidad; la casi total ignorancia entre los sabios de las lenguas habladas en las naciones atrasadas y, sobre todo, el chauvinismo feroz reinante en Alemania, Francia e Inglaterra en triste complicidad con la desidia nacional, tendrán para el orgulloso solitario de la consabida torre de marfil las más tristes consecuencias. Muchos de sus descubrimientos serán inevitablemente atribuidos a confirmadores
extranjeros, poco escrupulosos en sus citas, por discípulos de éstos menos escrupulosos aún; y todos los hechos que, por semejar baladíes a la hora de ser publicados, no merecieron el honor de la traducción —pero que andando el tiempo suelen remontar en valor—, quedarán enterrados en el polvo de las bibliotecas indígenas. Que si para la literatura y la historia, artes de recreo y atracción, sobran eruditos y comentadores, para la austera disciplina científica, el reivindicador debe ser a la par sabio y erudito, y los sabios no abundan en los países de cultura insuficiente…

Importa, pues, que dichas naciones zagueras de la civilización obtengan de sus promotores científicos el máximo rendimiento docente, compensando en lo posible la escasez de aquéllos con el progresivo aumento de su capacidad prolífica.

Mas, ¿cómo formar continuadores y, mejor todavía, genios iniciadores, capaces de superar al maestro y de señalar rumbos nuevos a la investigación?

Llegados a este punto, surge una cuestión importante. ¿Cómo se crea la vocación irresistible hacia la Ciencia?

Aunque se haya dicho con razón, por Fouillée, Ribort, Bernheim, Levy y otros muchos, que toda idea aceptada por el cerebro tiende a convertirse en acto, es lo cierto que en la mayoría de las personas la idea o conocimiento científico carece de eficacia para transformarse en el acto de confirmar la verdad aprendida o en el de ensanchar sus horizontes, merced al esfuerzo personal.

A nuestro juicio, la voluntad obra en el joven a impulsos de la representación anticipada del placer ético íntimamente asociado a todo triunfo intelectual. Ante la estimación de los doctos, carece de sentimiento de la propia estima. Y, al revés, si se nos desdeña, acabamos por desdeñarnos. De aquí la necesidad, desgraciadamente harto olvidada, de que el profesor sugiera al alumno de continuo, no tanto con la palabra como con el ejemplo, la idea de goce soberano, de la satisfacción suprema que produce el arrancar secretos a lo desconocido y del vincular el propio nombre a una idea originaria y útil.

Puesto que, según es bien sabido, la juventud procede en su culto a los hombres ilustres por imitación, fuera obra altamente educadora de la voluntad que cada profesor trazara con verdadero cariño y con deliberado propósito de sugestión la biografía anecdótica y sucinta de los sabios que más se distinguieron en el desarrollo de su ciencia especial, haciendo, en fin, algo de lo que, desde otro punto de vista, quisieron realizar: A. Comte con su culto a los grandes hombres; modernamente Carlyle con su libro sobre los héroes; Emerson con sus entusiastas apologías de los hombres representativos o superhombres, a quienes se deben todos los progresos y ventajas de la civilización, y, últimamente, Ostwald con su hermoso libro Los grandes hombres.

¿Qué signos denuncian el talento creador y la vocación inquebrantable por la indagación científica?

Problema grave, capitalísimo, sobre el cual han discurrido altos pensadores e insignes pedagogos, sin llegar a normas definitivas. La dificultad sube de punto considerando que no basta encontrar entendimientos perspicaces y aptos para las pesquisas de laboratorio sino conquistarlos definitivamente para el culto de la verdad original.

Los futuros sabios, blanco de nuestros desvelos educadores, ¿se encuentran por ventura entre los discípulos más serios y aplicados, acaparadores de premios y triunfadores en oposiciones?

Algunas veces, sí, pero no siempre. Si la regla fuera infalible, fácil resultara la tarea del profesor, bastaríale dirigirse a los premios extraordinarios de la licenciatura y a los números primeros de las oposiciones a cátedras. Mas la realidad se complace a menudo en burlar previsiones y malograr esperanzas. Porque, de igual manera que los varones más fervorosamente virtuosos y creyentes suelen ser formidablemente egoístas, se da también, con desconsoladora frecuencia, el caso de que los más brillantes jóvenes son mentalidades exquisitamente prácticas, es decir, financieros refinadísimos en embrión. Estudian y se esfuerzan, más que por amor a la Ciencia, por hallarse persuadidos de que el saber constituye excelente negocio, y de que la buena fama cobrada en la escuela cotízase muy alto en el mercado profesional y en las esferas académicas.

Si el lector sonríe ante esta observación, haga memoria y repare en qué vinieron a parar sus más sobresalientes condiscípulos, los monstruos de la memoria y de la aplicación, aquellos en quienes el profesor ponía todos sus mimos y preferencias, y reconocerá con pena que, si en su mayor parte alcanzaron holgada posición social (y en esto no erraron sus cálculos), poquísimos o ninguno ascendieron a las cumbres del saber o se distinguieron por una acción política, social o industrial abnegada y fecunda. Cuanto más que entre los alumnos más aprovechados figuran bastantes temperamentos del tipo gregario, dóciles y disciplinados, incapaces de iniciativa y que, habiendo aceptado el estudio por ciega obediencia a padres y maestros, acaban a menudo la carrera sumidos en el enervamiento y la fatiga. ¿Quién no ha oído exclamar, al concluir los estudios, a estos forzados del libro de texto, la conocida frase: «Adiós, Horacio, a quien tanto aborrecí…»?

Harto más merecedores de predilección para el maestro avisado serán aquellos discípulos un tanto indómitos, desdeñosos de los primeros lugares, insensibles al estímulo de la vanidad, que, dotados de rica e inquieta fantasía, gastan el sobrante de su actividad en la literatura, el dibujo, la filosofía y todos los deportes del espíritu y del cuerpo. Para quien los sigue de lejos, parece como que se dispersan y se disipan, cuando, en realidad, se encauzan y fortalecen. Corazones generosos, poetas a ratos, románticos siempre, estos jóvenes distraídos poseen dos cualidades esenciales de que el maestro puede sacar gran partido: desdén por el lucro y las altas posiciones académicas, y espíritu caballeresco enamorado de altos ideales. Al revés de los otros, al abandonar las aulas es cuando realmente comienzan a estudiar y no es raro verlos fatigados ya de elaborar sin provecho, y faltos de orientación definida, presentarse en los laboratorios en súplica de consejos técnicos y de un tema de estudio. Y algunos de ellos logran encauzarse y triunfar.

Con todo eso, los rasgos precedentes no constituyen siempre síndrome cierto del futuro hombre de ciencia. Entre quienes sobresalen aquéllos abundan veleidades y defecciones. Las citadas cualidades representan fuerzas en potencia, que no siempre llegan a ser actuales. Seducido por las apariencias, el maestro corre el riesgo de educar dilettantes del laboratorio o talentos brillantes, pero incapaces de honda y perseverante labor.

Resulta, pues, difícil el diagnóstico de la vocación científica. Preciso es apelar a signos más exactamente diferenciadores para discernir la moneda falsa del oro de ley.

En su admirable libro sobre los Grandes hombres, Ostwald, que se ha planteado este mismo problema, declara, después de hacer algunas reservas, que los discípulos particularmente bien dotados reconócense en que no parecen satisfechos jamás de lo que la enseñanza ordinaria les ofrece… «La enseñanza ordinaria se dirige en profundidad y superficie al término medio, y cuando un alumno posee un gran talento, verá en seguida que la ciencia recibida es cuantitativa y, sobre todo, cualitativamente insuficiente, y exigirá más.» Y añade: «La más importante cualidad del sabio es la originalidad, es decir, la capacidad de imaginar alguna cosa más allá de lo que se enseña; la exactitud en el trabajo, la crítica de sí mismo, conciencia, conocimientos, destreza, son también necesarios, pero esto puede adquirirse más tarde, mediante conveniente educación.»

Estas observaciones de Ostwald son atinadas y frecuentemente exactas. Sin embargo, para sacar fruto de ellas, importa que el maestro se ponga en contacto cordial con sus discípulos, que en sus pláticas de laboratorio les trate como a camaradas ocupados en obra común, sugiriéndoles la franqueza y la espontaneidad en la expresión. De este modo hallará el maestro facilidades para estudiar el carácter, y medir el tono y fortaleza de las pasiones de sus educandos. Así y todo, la regla de Ostwald falla en ocasiones. El mozo listo, insatisfecho de las descripciones de los textos y de las teorías científicas, puede ser un carácter altivo y un agudo entendimiento, pero incapaz de perseverancia y disciplina. Más a menudo aún, el futuro investigador adolece de excesiva timidez, sus respetos hacia el maestro y una modestia natural y simpática refrenan el deseo de pedir esclarecimientos a sus dudas teóricas, o aprobación hacia ensayos de nuevas soluciones. En tales casos, el investigador en cierne puede no ser reparado por el profesor o no estimularle éste lo bastante, tomando acaso su reserva por limitación.

Algo más segura, aunque sin pretensiones de infalibilidad, parécenos la regla siguiente, donde se combinan, para el diagnóstico psicológico, algunos signos subjetivos con otros objetivos.

Subjetivamente, el joven apto para la investigación revélase desde luego por estos rasgos: patriotismo ardiente, pero consciente y discursivo: lejos de los candorosos optimismos de ciertos patriotas, o, mejor dicho, patrioteros, que con pronunciar cuatro o cinco nombres prestigiosos indígenas creen haber demostrado la colaboración decisiva de su país en la obra de la cultura nacional, nuestro joven siente profundo descontento por la pobreza y mezquindad de dicha contribución; ante los juicios severos, pero en el fondo justos, con que la crítica extranjera flagela la esterilidad de nuestros sabios y filósofos, no responde con trenos patrióticos o jactanciosas promesas, sino afilando sus armas y haciendo resolución de emplear sus bríos en el combate universal contra la Naturaleza. Nuestro sabio en potencia distínguese también por el culto severo a la verdad y por un escepticismo sano y de buena ley. Es ambicioso, pero con ambición noble y confesable: ansía destacar de la vulgaridad ambiente y vincular su nombre a una gran empresa.

Objetivamente, el candidato a sabio corrobora a los ojos de todos las promesas precedentes. Sin el culto de la acción, sin la prueba de que el novel investigador es capaz de trabajar con fruto, correríamos el albur de cultivar un florido regenerador más, tan hábil en señalar el rumbo como incapaz de cruzar el golfo. Pero si el joven gusta sobremanera de las manipulaciones del laboratorio, y posee laboriosidad infatigable; si, sobre todo (y ésta es la señal objetiva a que principalmente aludíamos), averiguamos que, a costa de penosos sacrificios, con economías robadas a sus recreos y deportes, se ha creado un pequeño laboratorio donde se afana en adquirir maestría técnica y confirmar personalmente los descubrimientos de las eminencias del saber…, entonces el profesor debe intervenir resueltamente, ayudándole y protegiéndole, porque la verdadera vocación consiste siempre en esa actividad especial a que el joven, menospreciando distracciones de la edad, sacrifica tiempo y peculio.

Claro está que la afición, aun la más sincera y entusiasta, se equivoca algunas veces. La vocación no es la aptitud, ni la aptitud conduce necesariamente al éxito. Éste tiene génesis compleja, dado que entran en él, aparte vocación y aptitud, otras condiciones complementarias, a saber: la sagacidad para rastrear los filones ricos, el don de asimilación de las nuevas ideas, penetrante y seguro sentido crítico, buena orientación bibliográfica y metodológica y hasta un cierto espíritu filosófico. Pero casi todas estas cualidades complementarias pueden adquirirse después. Algo hay que dejar a la convivencia con el maestro y al poder transformador de la imitación.

En suma, el futuro sabio suele ser patriota ardiente, ansioso de honrarse y honrar a su país, enamorado de la originalidad, indiferente al lucro y a los placeres burgueses, inclinado a la acción más que a la palabra, lector incansable, y capaz, en fin, de toda suerte de abnegaciones y renuncias para realizar el noble ensueño de bautizar con el propio nombre alguna nueva estrella del firmamento del saber.

Optimismo crítico.—Dejamos expuesto más atrás que el maestro digno de tal debe sugerir de continuo a sus discípulos la idea de que la ciencia está en perpetuo devenir, que progresa y crece incensantemente, sin llegar jamás a plena madurez, y que todos podemos aportar, si nos lo proponemos de veras, un grano de arena al imponente monumento del progreso.

Semejante actitud implica, naturalmente, el optimismo nacional, es decir, fe robusta en las aptitudes y destino de la raza.

Claro es que semejante optimismo no debe ser ciego, sino avisado y previsor. Lejos del pedante y satisfecho engreimiento característico de muchos funestos políticos y de no pocas orondas sumidades de la cátedra, el buen maestro debe tener plena conciencia de la nacional incultura y de nuestra pobreza científica. Tendrá siempre presente que España está desde hace siglos en deuda con la civilización, y que de persistir en tan vergonzoso abandono, Europa perderá la paciencia y acabará por expropiarnos. Critique, pero trabaje. Censure y fustigue, si es preciso, a los perezosos, pero sin mirar atrás y con la mano en la mancera.

De este patriótico optimismo, llamado por Godó optimismo paradójico, y al que cuadraría mejor la designación de optimismo crítico, participaron, entre otros, el gran Costa, cuyos apóstrofes restallaban como látigos en la espalda de los rezagados o en la frente de los antipatriotas, y en más modernos tiempos, el exquisito escritor y pensador Ortega y Gasset, quien propone, como condición esencial de la ascensión cultural y ética de España, la plena conciencia de nuestra miseria espiritual y de nuestra corrupción política y administrativa.

Cómo guiar al novel investigador.—Escogida la familia intelectual, es preciso educarla y entrenarla para la ruda labor. Pueril y temerario fuera concurrir a torneos científicos, con carácter de rigurosas luchas internacionales, sin prepararse tenaz y adecuadamente.

Al maestro incumbe la misión de abreviar esta preparación, orientando al discípulo, mostrándole los tajos abiertos a la investigación, guiándole en la pesquisa bibliográfica y sugiriéndole, en fin, la adquisición de cuantos conocimientos y habilidades accesorias (dibujo, microfotografía, idiomas, arte de escribir con exactitud y propiedad, etc.) puedan serle de provecho. Importa inculcarle la resolución de completar en este punto su educación lo antes posible, para evitar colaboraciones humillantes que, además, no pueden ser permanentes.

Fortalecidas de este modo las fuerzas del catecúmeno, procurará el profesor ponerlas a prueba, proponiéndole un tema accesible que no exija grandes ni continuados esfuerzos, y que, a ser posible, represente algo así como brote o derivación de la obra fundamental del maestro.

Propende, según es sabido, la juventud a acometer los grandes problemas y estrenarse con una catedral. Fuerza es moderar semejante ambición, que podría conducir a fracasos desalentadores, haciendo ver al principiante la conveniencia de comenzar por las pequeñas cuestiones: se corre poco riesgo de errar en ellas, y cuando se yerra jamás se sigue el escozor del ridículo. Más adelante, acrecida la aptitud técnica y la capacidad especulativa, llegará el caso de llevar a cabo la grande obra ensoñada.

Cuando el novel investigador pueda marchar por sí mismo, procúrese imbuirle el gusto por la originalidad. Déjese, pues, sugerir en él la idea nueva con plena espontaneidad, aunque esta idea no concuerde con las teorías de la escuela. La más pura gloria del maestro consiste, no en formar discípulos que le sigan, sino en formar sabios que le superen. El ideal supremo fuera crear espíritus absolutamente nuevos, órganos únicos, a ser posible, en la máquina del progreso. Fabricar órganos dóciles e intercambiables, denota que el maestro se ha preocupado más de sí mismo que de su país y de la Ciencia.

Excusado es advertir que en sus libros y monografías debe el jefe de escuela hacer sincera justicia al discípulo, citando escrupulosamente sus trabajos y aun insistiendo en ellos con delectación alentadora. Por amor a su prole intelectual, más bien que por modestia, callará la propia colaboración. Acrecerá de esta suerte el crédito del sabio novel, cuya obra granjeará rápidamente en el extranjero confianza y simpatía.

Con ocasión del primer trabajo del principiante, suelen muchos sabios emparejar el propio nombre con el del discípulo, señalando con ello su talento de colaboración, conducta equitativa, aunque poco generosa. A menos de que dicho trabajo inicial sea fruto personal casi exclusivo del maestro, preferiríamos librar al discípulo del concepto, un tanto humillante, de la ajena inspiración. Con ello, el joven investigador saboreará el exquisito manjar de la espontaneidad. Raro fuera que, una vez probado, no se aficionase a él y se esforzara por merecerlo.

Inútil parece también recordar a los maestros que no se aprovechen demasiado de la dócil actividad de sus educandos, so color de prepararlos y dirigirlos. Este abuso, revelador de antipático egoísmo, florece en algunas escuelas extranjeras, donde, como en ciertas profesiones, el catecúmeno paga la enseñanza con la explotación del aprendizaje. ¡Cuántas obras monumentales denotan más que la fecundidad del autor, la discreción y modestia de juveniles colaboraciones, satisfechos con la lejana esperanza de ser algún día apoyados y promovidos por su mentor intelectual a empleos decorosos!

Las fatigas de la edad, y más que nada el afán de acaparar dignidades y prebendas, incompatibles con una vida apacible y de labor honda y perseverante, fuerzan a veces a los sabios a caer en tan vituperables exploraciones. Después de haber llegado con honra, hay que caer con honra. Bástele a cada cual su propio mérito. Harto pagado queda el maestro con la satisfacción de haber despertado actividades latentes y formado mentalidades creadoras. Si la debilidad de los sentidos o las flaquezas de la voluntad privan al anciano de los bríos necesarios para la obra de investigación, abandone resueltamente el magisterio militante. No se enseña bien sino lo que se hace, y quien no investiga no enseña a investigar. Primor de discretos es lo que Gracián designa tener un buen dejo. Aunque nos duela, a cierta edad hay que abandonar la enseñanza antes que la enseñanza nos abandone.

Con todo eso, todavía tiene el veterano profesor alta misión que cumplir. Cuando sus manos débiles no pueden sostener el pico del minero, ocúpese en refinar el mineral arrancado por otros26. Y escriba en la quietud de su jubilación la historia o la filosofía de la ciencia. Que nadie puede exponerla mejor que quien ha vivido sus incidencias y sentido de cerca las arduas dificultades especulativas.

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