VI – REDACCIÓN DEL TRABAJO CIENTÍFICO

M. Billings, sabio bibliotecario de Washington, agobiado por la tarea de clasificar miles de folletos en donde, con diverso estilo, dábanse a conocer cuasi los mismos hechos, o se exponían verdades ya de antiguo sabidas, aconseja a los publicistas científicos la sumisión a las siguientes reglas: 1.a, tener algo nuevo que decir; 2.a, decirlo; 3.a, callarse en cuanto ya se ha dicho; y 4.a, dar a la publicación un título y un orden adecuados.

He aquí un recuerdo que no creemos inútil en España, país clásico de la hipérbole y de la amplificación. En efecto: lo primero que se necesita para escribir de asuntos científicos, cuando no nos impulsa la misión de la enseñanza, es tener alguna observación nueva, o idea útil que comunicar a los demás. Nada más ridículo que la pretensión de escribir sin poder aportar a la cuestión ningún positivo esclarecimiento, sin otro estímulo que lucir una imaginación calenturienta, o hacer gala de una erudición pedantesca con datos tomados de segunda o tercera mano.

Al tomar la pluma para redactar un artículo científico, consideremos que podrá leernos algún sabio ilustre, cuyas ocupaciones no le consienten perder el tiempo en releer cosas conocidas o meras disertaciones retóricas. De este pecado capital adolecen, por desgracia, muchas de nuestras disertaciones científicas. Numerosas tesis de doctorandos, y no pocos artículos de nuestras revistas profesionales, parecen hechos, no con ánimo de aportar luz a un asunto, sino para salir de cualquier modo, y cuanto más tarde mejor (porque eso sí, lo que no va en doctrina va en latitud), del arduo compromiso de escribir, sin haberse tomado el trabajo de pensar. Nótese cuánto abundan los discursos encabezados por estas muletillas, que parecen inventadas por la pereza misma: Idea general deIntroducción al estudio deConsideraciones generales acerca deJuicio crítico de las teorías deImportancia de la ciencia tal o cual…, títulos que dan al escritor la incomparable ventaja de despacharse a su gusto en la materia, sin obligarse a tratar a fondo y seriamente ninguna cosa. Con lo cual, dicho se está que no pretendemos rebajar el mérito de algunos trabajos perfectamente concebidos y redactados que, de tarde en tarde, ven la luz con los consabidos o parecidos títulos.

Asegurémonos, pues, merced a una investigación bibliográfica cuidadosa, de la originalidad del hecho o idea que deseamos exponer, y guardémonos además de dar a luz prematuramente el fruto de la observación. Cuando nuestro pensamiento fluctúa todavía entre conclusiones diversas y no tenemos plena conciencia de haber dado en el blanco, es señal inequívoca de haber abandonado demasiado temprano el laboratorio. Conducta prudente será volver a él y esperar a que, bajo el influjo de nuevas observaciones, acaben de cristalizar nuestras ideas.

Antes de exponer nuestra personal contribución al tema de estudio, es costumbre trazar la historia de la cuestión, ya para señalar nuestro punto de partida, ya para rendir plena justicia a los sabios insignes que nos precedieron y nos abrieron el camino de la investigación. Siempre que en este punto, por amor a la concisión, propenda el novel investigador a ahorrar fechas y citas, considere que los demás podrán pagarle en la misma moneda, callando intencionadamente sus trabajos. Conducta es ésta tan poco generosa como descortés, dado que la mayor parte de los sabios no suelen obtener de sus penosos estudios más recompensa que la estima y aplauso de la opinión. El respeto a la propiedad de las ideas sólo se practica bien cuando uno llega a ser propietario de pensamientos que corren de libro en libro, unas veces con nombre de autor, otras sin él, y algunas con paternidad equivocada. Solo después de ser víctima de molestas pretericiones y de injustos silencios, se cae en la cuenta de que cada idea es una criatura científica, cuyo autor, que la dió el ser a costa de grandes fatigas, exhala, al ver desconocida su paternidad, los mismos ayes doloridos que exhalaría una madre a quien arrebataran el fruto de sus entrañas. Dispuestos a hacer justicia, hagámosla hasta el detalle: y así no dejemos de ordenar, por rigurosa cronología, las listas de nombres o los cartuchos de citas que, por abreviar, es preciso a veces consignar al dar cuenta de un descubrimiento; pues si tales series de apellidos han de tener sentido común, es menester comenzarlas por el iniciador y acabarlas por los confirmadores y perfeccionadores. Un estudio minucioso y de primera mano de la bibliografía nos ahorrará injusticias, y, por ende, las inevitables reclamaciones de prioridad.

Importa asimismo puntualizar, bien al principio, bien al final de la monografía, el método o métodos de investigación seguidos por el autor, sin imitar a esos sabios que, a título de mejorarlos ulteriormente, se reservan temporalmente el monopolio de ciertos métodos, restaurando la cuasi perdida costumbre de los químicos y matemáticos de las pasadas centurias, los cuales, inspirados en la pueril vanidad de asombrar a las gentes con el poder de su penetración, callaban los detalles de los procedimientos que les habían conducido a la verdad. Afortunadamente el esoterismo va desapareciendo del campo de la ciencia, y el mero lector de una revista puede conocer hoy las minucias y tours de main de ciertos métodos, casi tan bien como los íntimos del descubridor.

Expuesta en forma clara, concisa y metódica la observación u observaciones fruto de nuestras pesquisas, cerraremos el trabajo condensando en un corto número de proposiciones los datos positivos añadidos al saber común y que han motivado nuestra intervención en el asunto.

Una conducta que no todos siguen, pero que nos parece por todo extremo loable, es llamar la atención del lector sobre los problemas todavía pendientes de solución, a fin de que otros observadores apliquen sus esfuerzos y completen nuestra obra. Al señalar a los sucesores la dirección de las nuevas pesquisas y los puntos que nuestra diligencia no ha logrado esclarecer, damos, al par de un fácil y generoso asidero a los jóvenes observadores, ansiosos de reputación, ocasión de una pronta y amplia confirmación de nuestros descubrimientos.

Si nuestros estudios atañen a la morfología, ora macro, ora microscópica, será de rigor ilustrar las descripciones con figuras copiadas todo lo más exactamente posible del natural. Por exacta y minuciosa que sea la descripción de los objetos observados, siempre resulta inferior en claridad a un buen grabado. Cuanto más, que la representación gráfica de lo observado garantiza la exactitud de la observación misma, y constituye un precedente de inapreciable valor para todo aquel que trate de confirmar nuestras aseveraciones. Con justo motivo se otorga hoy casi igual mérito al que dibuja por primera vez y fielmente un objeto, que al que lo da a conocer solamente por una descripción más o menos incompleta.

Finalmente, el estilo de nuestro trabajo será genuinamente didáctico, sobrio, sencillo, sin afectación, y sin acusar otras preocupaciones que el orden y la claridad. El énfasis, la declamación y la hipérbole no deben figurar jamás en los escritos meramente científicos, si no queremos perder la confianza de los sabios, que acabarán por tomarnos por soñadores científicos, incapaces de estudiar y razonar fríamente una cuestión. El escritor científico aspirará constantemente a reflejar la realidad objetiva con la perfecta serenidad e ingenuidad de un espejo, dibujando con la palabra, como el pintor con el pincel, y desentendiéndose tanto de los halagos de la galería, como de las sugestiones de la vanidad y del amor propio.

La pompa y gala del lenguaje estarán en su lugar en el libro de popularización, en las oraciones inaugurales, hasta en el prólogo o introducción a una obra científica docente; pero hay que confesar que la mucha retórica produce, tratándose de una monografía científica, un efecto extraño y un si es no ridículo.

Sin contar que los afeites retóricos prestan a menudo a las ideas contornos indecisos, y que las comparaciones innecesarias hacen difusa la descripción, dispersando inútilmente la atención del lector, que no necesita, ciertamente, para que las ideas le penetren en el caletre, de la evocación continua de imágenes vulgares. En este concepto, los escritores, como las lentes, pueden distinguirse en cromáticos y acromáticos: estos últimos, perfectamente corregidos de la manía dispersiva, saben condensar con toda precisión las ideas que por la lectura o la observación recolectan; mientras que los primeros, faltos del freno de la corrección, gustan de ensanchar con irisaciones retóricas, con franjas de brillantes matices, los contornos de las ideas: lo que no se logra sino a expensas del vigor y de la claridad de las mismas. En literatura, como en la oratoria, los entendimientos cromáticos o dispersivos pueden ser de gran utilidad; pues el vulgo, juez inapelable de la obra artística, necesita del embudo de la retórica para poder tragar algunas verdades; pero, en la exposición y discusión de los temas de ciencia pura, el público es un senado escogido y culto: al hablarle, pues, debemos imitar a los buenos entendimientos acromáticos o corregidos, para los cuales, lo único que tiene positivo valor es la contemplación y exposición de la verdad. Una severa disciplina de la atención, la costumbre de dar a la acción y al pensamiento mayor importancia que a la palabra, así como la creencia de que, después de inventada una imagen o creada una frase feliz, el problema científico que estudiamos no ha dado un solo paso hacia la solución, constituyen excelentes remedios para curarnos del prurito de la retórica, que nosotros consideramos como plaga desastrosa de nuestra España y causa muy poderosa de nuestro atraso científico.

Santiago Ramón y Cajal

Madrid, 1897

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