III – CUALIDADES DE ORDEN MORAL QUE DEBE POSEER EL INVESTIGADOR

Estas cualidades son: la independencia intelectual, el amor a la ciencia, la perseverancia en el trabajo, y la religión del honor y de la gloria. De atributos intelectuales no hay que hablar, pues damos por supuesto que el aficionado a la inquisición científica goza de un regular entendimiento, de no despreciable imaginación, y sobre todo de esa armónica ponderación de facultades que vale mucho más que el talento brillante pero irregular y desequilibrado. Afirma Carlos Richet que en el hombre de genio se juntan los idealismos de D. Quijote y el buen sentido de Sancho. Algo de esta feliz conjunción de atributos debe poseer el investigador: temperamento artístico que le lleve a buscar y contemplar el número, la medida y la armonía de las cosas, y un buen sentido crítico capaz de refrenar los arranques temerarios de la imaginación, y de hacer que prevalezcan, en esa lucha por la vida que entablan en nuestra mente las ideas, los pensamientos que más fielmente traducen la realidad objetiva.

a. Independencia de juicio.

Rasgo dominante en los investigadores eminentes es la altiva independencia de criterio. Ante la obra de sus predecesores y maestros no permanecen humildes y asombrados, sino recelosos y escudriñadores. Aquellos espíritus que, como Vesalio, Eustaquio y Harveo, corrigieron la obra anatómica de Galeno, y aquellos otros llamados Copérnico, Kepler, Newton y Huyghens, que echaron abajo la astronomía de los antiguos, fueron sin duda sagaces entendimientos, pero ante todo poseyeron una individualidad intelectual vigorosa y una osadía crítica extraordinaria. De los dóciles y humildes pueden salir los santos, pocas veces los sabios. Tengo para mí que el excesivo cariño a la tradición, el obstinado empeño en fijar la ciencia en las viejas fórmulas del pasado, cuando no denuncian una gran pereza mental, representan la bandera que cubre los intereses creados por el error.

¡Desgraciado del que, en presencia de un libro, queda mudo y absorto! La admiración extremada disminuye nuestra personalidad y ofusca nuestro entendimiento, que llega a tomar las hipótesis por demostraciones, las sombras por claridades. Harto se me alcanza que no es dado a todos sorprender a la primera lectura los vacíos y lunares de un libro inspirado. La admiración, como todos los estados personales, excluye todo otro sentimiento. Si después de una lectura sugestiva nos sentimos débiles, dejemos pasar algunos días: fría la cabeza y sereno el juicio, procedamos a una segunda, y hasta a una tercera lectura: poco a poco los vacíos aparecen; los razonamientos endebles se patentizan; las hipótesis ingeniosas pierden sus prestigios y enseñan lo deleznable de sus cimientos; la magia misma del estilo acaba por hallarnos insensibles; nuestro entendimiento, en fin, reacciona; el libro no tiene en nosotros un devoto, sino un juez. Este es el momento de investigar, de cambiar las hipótesis del autor por otras más razonables, de someterlo todo a la piedra de toque de la experimentación.

A la manera de muchas bellezas naturales, las obras humanas necesitan, para no perder sus encantos, ser contempladas a distancia. El análisis es el microscopio que nos aproxima al objeto, y nos muestra el tapiz por el revés, destruyendo la ilusión al poner ante nuestros ojos lo artificioso del bordado y los defectos del dibujo.

Acaso se dirá que en los presentes tiempos, que han visto derrocados tantos ídolos y mermados o desconocidos muchos viejos prestigios, no es necesario un llamamiento al sentido crítico y al espíritu de duda. Cierto que no es tan urgente hoy como en otras épocas, pero todavía conserva la rutina sus fueros: aún se da con harta frecuencia el fenómeno de que los discípulos de un hombre ilustre gasten sus talentos, no en esclarecer nuevos problemas, sino en defender los errores del maestro. No vale desconocer que también, en esta época de libre examen y de irreverente crítica, la disciplina de escuela reina en las Universidades de Francia, Alemania e Italia con un despotismo tal, que sofoca a veces las mejores iniciativas e impide la eclosión de los pensadores más originales. Los que nos batimos en la brecha como simples soldados, ¡cuántos ejemplos elocuentes podríamos citar de esta servidumbre de escuela o de cenáculo! ¡Qué de talentos conocemos que no han tenido más desgracia que haber sido discípulos de un grande hombre! Y aquí nos referimos a esas naturalezas generosas y agradecidas, las cuales, sabiendo ver la verdad, no osan declararla por no quitar al maestro una parte de un prestigio que, hallándose fundado en falsa ciencia, caerá, tarde o temprano, en poder de adversarios menos escrupulosos. Por lo que hace a esas naturalezas dóciles, tan fáciles a la inducción como tercas en sus errores, que suelen rodear a los jefes de secta en París como en Berlín, su misión ha sido siempre adular al genio y aplaudir sus extravíos. Este es el pleito-homenaje que la medianía rinde comúnmente al talento superior: lo que se comprende bien recordando que los cerebros débiles entienden mejor el error, casi siempre sencillo, que la verdad, a menudo tan austera como difícil.

b. Perseverancia en el estudio.

Ponderan con razón los tratadistas de lógica la virtud creadora de la atención; pero insisten poco en una variedad del atender que cabría llamar polarización cerebral o atención crónica, o, en otros términos, la orientación permanente durante meses, y aun años, de todas nuestras facultades sobre un objeto de estudio. Infinitos son los talentos vigorosos que, por carecer de este atributo que los franceses designan esprit de suite, se esterilizan en sus meditaciones. A docenas podría yo citaros españoles que, poseyendo un ingenio admirablemente adecuado para la investigación científica, se retiran de una cuestión sin haber medido seriamente sus fuerzas, y justamente en el momento mismo en que la Naturaleza iba a pagar sus afanes con la revelación ansiosamente esperada. Llenos están nuestros claustros y laboratorios de estas naturalezas tornadizas e inquietas, que aman la investigación y se pasan los días, de turbio en turbio, ante la retorta o el microscopio: su febril actividad revélase en la avalancha de conferencias, folletos y libros en que prodigan una erudición y un talento considerables; fustigan continuamente la turba gárrula de traductores y sofistas, proclamando la necesidad inexcusable de la observación y el estudio de la Naturaleza en la Naturaleza misma; y cuando, tras largos años de propaganda y de labor experimental, se pregunta a los íntimos de tales hombres, a los que constituyen el misterioso cenáculo donde aquéllos ofician de pontifical, por los descubrimientos del sublime maestro, confiesan ruborosos que la misma fuerza del talento, la casi imposibilidad de ver en pequeño, la extraordinaria latitud y alcance de la obra emprendida, ha imposibilitado llevar a cabo ningún progreso parcial y positivo. He aquí el fruto de la flaqueza de atención, complicada con una lamentable equivocación sobre el alcance del propio talento.

Para llevar a feliz término una indagación científica, una vez aplicados los métodos conducentes al fin, debemos fijar fuertemente el objeto en nuestro espíritu, a fin de provocar enérgicas corrientes de pensamiento; es decir, asociaciones cada vez más complejas y precisas entre las imágenes recibidas por la observación y las ideas que dormitan en nuestro inconsciente: ideas que sólo una concentración vigorosa de nuestras energías cerebrales podrá llevar al campo de la conciencia. No basta la atención expectante, ahincada: es preciso llegar a la preocupación. Importa aprovechar para la obra todos los momentos lúcidos de nuestro cerebro: ya la meditación que sigue al descanso prolongado; ya el trabajo mental supraintensivo que sólo da la célula nerviosa caldeada por la congestión; ora, en fin, la inesperada intuición que brota a menudo, como chispa del eslabón, del choque de la discusión científica.

Casi todos los que dudan de sus propias fuerzas, ignoran el maravilloso poder de la atención prolongada. Esta polarización cerebral, sostenida durante meses en un cierto orden de percepciones, afina el entendimiento, y condensando, como en un foco, toda la luz del pensamiento sobre el nudo del problema, permite descubrir en éste relaciones inesperadas. Diríase que el cerebro humano goza, como la placa fotográfica, de la virtud de impresionarse (a condición de prolongar suficientemente el tiempo de exposición) por los más tenues resplandores de las ideas. A fuerza de horas, una placa situada en el foco de un anteojo dirigido a las estrellas, llega a revelar astros tan lejanos, que el telescopio más potente es incapaz de mostrarlos: a fuerza de tiempo y de atención, el cerebro llega también a percibir un rayo de luz en las negruras del más abstruso problema.

Durante esta larga incubación intelectual, el investigador, a la manera del sonámbulo, que sólo oye la voz de su hipnotizador, no ve ni considera otra cosa que lo relacionado con el objeto de estudio: en la cátedra, en el paseo, en el teatro, en la conversación, hasta en la lectura meramente artística, busca ocasión de intuiciones, de comparaciones y de hipótesis, que le permitan llevar alguna luz a la cuestión que le obsesiona. En este proceso mental, precursor del descubrimiento, nada es inútil: los primeros groseros errores, así como las falsas rutas por donde la imaginación se aventura, son necesarios, pues acaban por conducirnos al verdadero camino, y entran, por tanto, en el éxito final, como entran en el acabado cuadro del artista los primeros informes bocetos.

Cuando se reflexiona sobre esta curiosa propiedad que el hombre posee de cambiar y perfeccionar su actividad mental con relación a un objeto o problema profundamente meditado, no puede menos de sospecharse que el cerebro, merced a su plasticidad, evoluciona anatómica y dinámicamente, adaptándose progresivamente al problema o materia de la atención. Esta superior organización adquirida por las células nerviosas determina lo que yo llamaría talento especial o de adaptación, y tiene por resorte la propia voluntad, es decir, la resolución enérgica de conformar nuestro entendimiento a la magnitud del asunto. En cierto sentido no sería paradójico decir que el hombre que plantea un problema no es enteramente el mismo que lo resuelve: por donde tienen fácil y llana explicación esas exclamaciones de asombro en que prorrumpe todo investigador al considerar lo fácil de la solución tan laboriosamente buscada. ¡Cómo no se me ocurrió esto desde el principio!, exclamamos. ¡En qué pensaba yo que no vi el descamino por donde la imaginación me conducía!.

En realidad, mientras se desenvuelve el proceso de la investigación, se establece un doble trabajo de acomodamiento: el entendimiento se adapta al objeto, acrecentando sus recursos y energías; y, por su parte, el objeto se acomoda al entendimiento, presentándose bajo una faz más sencilla y abordable, por consecuencia de las divisiones, abstracciones y simplificaciones de toda clase que le impone el sabio durante la campaña analítica.

En los tiempos que corremos, en que la investigación científica se ha convertido en una profesión regular que cobra nómina del Estado, no le basta al observador concentrarse largo tiempo en un tema; necesita además imprimir una gran actividad a sus trabajos. Pasaron aquellos hermosos tiempos de antaño en que el curioso de la Naturaleza, recogido en el silencio de su gabinete, podía estar seguro de que ningún émulo vendría a turbar sus tranquilas meditaciones. Hogaño, la investigación es fiebre: apenas un nuevo método se esboza, numerosos sabios se aprovechan de él, aplicándolo casi simultáneamente a los mismos temas, y mermando la gloria del iniciador, que carece de la holgura y tiempo necesarios para recoger todo el fruto de su laboriosidad y buena estrella. Inevitables son, por consecuencia, las coincidencias y las contiendas de prioridad. Y es que, lanzada al público una idea, entra a formar parte de esa atmósfera intelectual donde todos nutrimos nuestro espíritu; y, en virtud del isocronismo funcional reinante en las cabezas educadas y polarizadas para un trabajo dado, la idea nueva es simultáneamente asimilada en París y en Berlín, en Londres y en Viena, casi de idéntico modo, y reflejada y transformada en iguales desarrollos y aplicaciones. Esto explica la impaciencia por publicar, así como lo imperfecto y fragmentario de muchas indagaciones. El afán de llegar antes nos hace alguna vez incurrir en ligerezas; pero, ¡cuántas veces, el ansia febril de tocar la meta los primeros, nos granjea el mérito de la prioridad!

En España, donde la pereza es, no ya un vicio, sino una religión, se comprenden difícilmente esas monumentales obras de los químicos, naturalistas y médicos alemanes, en las cuales sólo el tiempo necesario para la ejecución de los dibujos y la consulta bibliográfica parece deber contarse por lustros. Y, sin embargo, estos libros se han redactado en uno o dos años, pacíficamente, sin febriles apresuramientos. Todo el secreto está en el método de estudio; en aprovechar para la labor todo el tiempo hábil; en no entregarse al diario descanso sin haber consagrado dos o tres horas por lo menos a la tarea; en poner un prudente límite a esa dispersión de la atención y a ese derroche de tiempo que nos cuesta el trato social; en ahorrar, en fin, en lo posible el gasto mental que supone esa cháchara ingeniosa del café y de la tertulia, que nos resta fuerzas nerviosas y nos desvía, con nuevas y fútiles preocupaciones, de la tarea principal. Si nuestras ocupaciones no nos permiten consagrar al tema más que dos horas, no abandonemos el trabajo a pretexto de que necesitaríamos cuatro o seis. Como dice juiciosamente Payot, «poco basta cada día, si cada día logramos ese poco».

Lo malo de ciertas distracciones demasiado dominantes no consiste tanto en el tiempo que nos roban, cuanto en la pérdida de esa polarización cerebral, de esa especie de tonalidad que nuestras células nerviosas adquieren cuando las hemos adaptado a un asunto dado. Esto no excluye, naturalmente, las distracciones; pero las del investigador serán siempre ligeras y tales que no estorben en nada las nuevas asociaciones cerebrales: el paseo al aire libre, la contemplación de las obras artísticas o de las fotografías de escenas, de países y de monumentos, la música alegre y expansiva, y sobre todo la compañía de una persona que, penetrada de nuestra situación, evite cuidadosamente toda conversación grave y reflexiva, constituyen los mejores esparcimientos del hombre de laboratorio. Bajo este aspecto, nada mejor puede hacerse que seguir la regla de Buffon, cuyo abandono en la conversación (que chocaba a muchos admiradores de la galanura y elevación de su estilo como escritor) lo justificaba diciendo: «Estos son mis momentos de descanso». En resumen: toda obra grande es el fruto de la paciencia y de la perseverancia, combinadas con una atención orientada tenazmente durante meses y aun años hacia un objeto particular. Así lo han confesado sabios ilustres al ser interrogados tocante al secreto de sus métodos. Newton declaraba que, sólo pensando siempre en la misma cosa, había llegado a la maravillosa ley de la atracción universal; de Darwin refiere uno de sus hijos que llegó a tal concentración en el estudio de los hechos biológicos, relacionados con el gran principio de la evolución, que se privó, durante muchos años y de modo sistemático, de toda lectura y meditación extrañas al blanco de sus pensamientos; y Buffon no vacilaba en decir que el genio no es sino paciencia extremada. Suya es también esta respuesta a los que le preguntaban cómo había conquistado la gloria: «Pasando cuarenta años de mi vida inclinado sobre mi escritorio». Siendo, pues, cierto de toda certidumbre que las empresas científicas exigen, más que vigor intelectual, una disciplina severa de la voluntad y una perenne subordinación de todas las fuerzas mentales a un objeto de estudio, ¡cuán grande es el daño que causan inconscientemente los biógrafos de sabios ilustres al achacar las grandes conquistas científicas al genio y no a la paciencia! ¡Qué más desea la flaca voluntad del estudiante o del novel doctor que poder legitimar su pereza con la modesta cuanto desconsoladora confesión de insuficiencia intelectual!. De esta manía de exaltar sin medida el talento de los grandes investigadores, sin parar mientes en el desaliento causado en el lector, no están exentos ni aun biógrafos de tan buen sentido como L. Figuier. En cambio, muchas autobiografías, en las que el sabio se presenta al lector de cuerpo entero, con sus debilidades y pasiones, con sus errores y aciertos, constituyen un verdadero tónico moral. Tras estas lecturas, henchido el ánimo de esperanza, no es raro que el lector exclame: «Anche io sono pittore».

c. Pasión por la gloria.

La psicología del investigador se aparta un tanto de la que posee la sociedad de que forma parte. Sin duda le alientan las aspiraciones y le mueven los mismos resortes que a los demás hombres; pero en el sabio existen dos que obran con desusado vigor: el amor a la ciencia y la pasión por la gloria. El predominio de estas dos pasiones explica la vida entera del investigador; y del contraste del ideal que éste se forma de la existencia, y el que se crea el vulgo de los hombres, resultan esas luchas, esos desvíos y esas incomprensiones recíprocas que en todo tiempo han marcado las relaciones del sabio con el ambiente social.

Para un sociólogo, el hombre de ciencia se presenta con los caracteres mentales del inadaptado. Pero esta falta de adecuación entre la organización social y los sentimientos e ideales del investigador es más aparente que real: la adaptación existe positivamente, pero no con relación al ambiente actual, sino con relación al del porvenir. El sabio, a pesar de todo, no es pesimista: combate el régimen intelectual existente para crear algo mejor que lo reemplace. Gracias a esos singulares talentos, cuya mirada penetra en las sombras del porvenir, y cuya exquisita sensibilidad les fuerza a condolerse de los errores y estancamientos de la rutina, es posible el progreso social y científico. Sólo al sabio le es dado oponerse a la corriente y modificar el medio moral; y bajo este aspecto es lícito afirmar que la misión del investigador no es la adaptación de sus ideas a las de la sociedad, sino la adaptación de la sociedad a sus ideas; y como tenga razón (y la suele tener), y proceda con esa suave manera con que la Naturaleza procede en sus creaciones, tarde o temprano la humanidad le sigue, le aplaude, y le cubre de gloria. En espera de este legítimo tributo de respeto y de justicia trabaja todo investigador, porque sabe que, si los individuos son capaces de ingratitud, pocas veces lo son las colectividades, como alcancen plena conciencia de la realidad y utilidad de una idea.

En grado variable, el afán del aplauso agita a todos los hombres, y preferentemente a los dotados de peregrino entendimiento. Empero cada cual busca la gloria por distinto camino: uno marcha por el de las armas, tan celebrado por Cervantes en su Quijote, y aspira a acrecentar la grandeza política de su país; otros van por el del arte, ansiando el fácil aplauso de las muchedumbres, que comprenden mucho mejor la belleza que la verdad; y unos pocos solamente en cada país, y singularmente en los más civilizados, siguen el de la investigación científica, el solo derrotero que puede conducirnos a una explicación racional y positiva del hombre y de la naturaleza que le rodea. Tengo para mí que esta aspiración es una de las más dignas y loables que el hombre puede perseguir, porque acaso más que ninguna otra se halla impregnada con el perfume del amor y de la caridad universales.

Nunca se repetirá bastante el contraste que existe entre la figura moral del sabio y la del héroe. Ambos representan los polos de la energía humana y son igualmente necesarios al progreso y bienestar de los pueblos; pero la transcendencia de sus obras es harto diversa. Lucha el sabio en beneficio de la humanidad entera, ya para aumentar y dignificar la vida, ya para ahorrar el esfuerzo humano; ora para acallar el dolor, ora para retardar y dulcificar la muerte. Por el contrario, el héroe sacrifica a su prestigio una parte más o menos considerable de la humanidad; su estatua se alza siempre sobre un pedestal de ruinas y cadáveres; su triunfo es exclusivamente celebrado por una tribu, por un partido o por una nación; y deja tras sí, en el pueblo vencido, y a menudo en la historia, reguero de odios y de sangrientas reivindicaciones. En cambio, la corona del sabio otórgala la humanidad entera; su estatua tiene por pedestal el amor, y sus triunfos desafían a los ultrajes del tiempo y a los juicios de la historia: sus únicas víctimas son los ignorantes, los incompletos, los atávicos, los que medran con el abuso; todos, en fin, los que en una sociedad bien organizada debieran ser desterrados como enemigos declarados de la felicidad de los buenos.

Juzgo completamente necesario que el maestro, si quiere evitar la esterilidad de sus afanes, se rodee de esos espíritus generosos tan sensibles al aguijón de la gloria como entusiastas de la contemplación de la Naturaleza. En nuestro sentir, el hombre vale mucho menos por su entendimiento que por sus pasiones. Como nuestro discípulo carezca de pasiones elevadas, en vano le exigiremos la renuncia de los placeres materiales o de las frívolas ocupaciones de la vida. En la puerta de cada laboratorio, en ese templo sagrado donde la Naturaleza se digna revelar a sus devotos algunos de sus augustos misterios, debieran escribirse estas palabras: ¡Adelante los que sientan ansia de ideal, los que desean subordinar su vida a una idea grande! ¡Atrás los Sancho Panzas científicos, los que buscan la verdad para explotarla, los que desean convertir la purísima doncella de la Ciencia en meretriz envilecida!

Tan convencido estoy de que la verdadera utilidad social de un hombre depende, no de lo que sabe, sino de lo que desea, que estimo por superior para el cultivo de la Ciencia un mediano entendimiento, pero apasionado por el estudio y ganoso de reputación, que un talento superior, falto de energía e indiferente a los halagos de la notoriedad.

No faltan, afortunadamente, en nuestra patria esos espíritus generosos que cifran su dicha en conquistar el aplauso de la opinión; pero, por desgracia, y salvadas algunas y muy honrosas excepciones, nuestros ingenios prefieren ganar el lauro por la senda del arte o de la literatura, en lo cual muchos de ellos se equivocan; pues exceptuando unos cuantos talentos artísticos y literarios muy elevados, cuya obra será acaso aplaudida por la mayor parte de los pueblos, ¡cuán pocos de nuestros pintores y poetas pasarán a la posteridad con pronunciamientos favorables! ¡Cuántos que luchan en vano por crearse un nombre como literatos, podrían alcanzarlo, sin tantos esfuerzos quizá, como hombres de ciencia! ¡Qué difícil la originalidad en un terreno en que casi todo está dicho por los antiguos, los cuales, con aquella maravillosa intuición de la belleza literaria y de la forma plástica, apenas dejaron nada que espigar en el campo del arte! Después de leer las oraciones de Demóstenes y de Cicerón, las vidas paralelas de Plutarco, y las arengas de las Décadas de Tito Livio, se adquiere la convicción de que ningún orador moderno ha podido inventar un resorte nuevo para persuadir el entendimiento o mover el corazón humano. El papel del orador actual es aplicar a casos determinados y más o menos nuevos los innumerables tópicos de forma y argumentación, imaginados por los autores clásicos. ¿Y qué diremos de los que buscan en la poesía o en la alta prosa el prestigio de la originalidad? Después de Homero y de Virgilio, de Horacio y de Marcial, de Shakespeare y Milton, de Goethe y de Heine, de Espronceda y Zorrilla, ¿quién es el osado que pretende inventar una figura poética, un matiz de expresión sentimental, una exquisitez de estilo, que hayan desconocido aquellos incomparables ingenios?.

No pretendemos negar en absoluto la posibilidad de creaciones artísticas, comparables y acaso superiores a las legadas por los clásicos; afirmamos solamente que son dificilísimas y que exigen más trabajo que las producciones científicas originales. Y la razón es obvia: el arte, atenido al concepto vulgar del Universo y nutriéndose en el terreno del sentimiento, ha tenido tiempo de agotar cuasi del todo el contenido del alma humana; mientras que la Ciencia, apenas desflorada por los antiguos y totalmente ajena, así al sentimentalismo del arte como a las invariables reglas de la tradición, acumula por cada día nuevos materiales y nos brinda con una labor inacabable. Ante el científico está el Universo entero apenas explorado: el cielo salpicado de soles, que se agitan en las tinieblas de un espacio infinito; el mar con sus misteriosos abismos; la tierra guardando en sus entrañas el pasado de la vida y las páginas de la historia del hombre; y la vida, obra maestra de la creación, ofreciéndonos en cada célula una incógnita, y en cada latido un tema de eterna meditación.

Llevado de mi entusiasmo, acaso caiga en exageraciones; pero estoy persuadido de que la verdadera originalidad se halla en la Ciencia, y que el sabio descubridor de un hecho es el único que puede lisonjearse de haber hollado un terreno completamente virgen, y de haber creado una idea que no cruzó jamás por la mente humana. Añadamos que su idea, como real que es, no está sujeta a los vaivenes del gusto, a los odios de escuela, al silencio de la envidia, ni a los ridículos histerismos de la moda, que hoy rechaza por malo lo que ayer ensalzó por sublime.

No conviene empero extremar el panegírico de la Ciencia; porque muchos literatos, oradores y artistas, que la desprecian sin entenderla –o la entienden a la manera de Mr. Brunetière, crítico que en un célebre artículo la declaraba en bancarrota por no haber cumplido lo que jamás prometió, ni está en su naturaleza realizar–, nos atajarían con las siguientes reflexiones: «La gloria, nos dirían, del artista o del literato es de más subidos quilates que la del científico, porque es universal. Nuestro público se extiende desde el artesano al prócer, desde el sabio al ignorante; mientras que vosotros, obscuros investigadores de la Naturaleza, sólo sois comprendidos de un corto número de personas; y, aún de ésas, no pocas os critican antes de comprenderos. ¡Menguado concepto tenéis de la gloria, si creéis que ésta puede resultar de la tibia alabanza de una docena de curiosos, esparcidos por toda la tierra! Contemplad, en cambio, la aureola de prestigio que rodea al orador, al artista y al poeta: la plebe los aclama, la Prensa los mima, el Estado los protege y paga, la burguesía celebra fiestas en su honor: todos, en fin, tienen a gala el honrarlos y enriquecerlos, porque el hombre da con más gusto su dinero y sus aplausos al que le distrae con una fábula que al que le instruye con la verdad. En tanto, vosotros pasáis la vida atormentados en el estudio o en el laboratorio, y nadie os conoce, porque a nadie interesan esos descubrimientos que gozan del triste privilegio de arrancar una a una las más caras ilusiones. El poeta y la mujer, que aman ante todo el misterio, porque han menester de la sombra para proyectar sobre ella sus dorados ensueños, mirarán siempre con soberano desdén vuestra insana curiosidad y no os perdonarán nunca vuestro empeño en probar que el azul del cielo es polvo sutil en que la luz se refleja; que la belleza resulta de la grosera combinación de la grasa, el epitelio y el pigmento; que la mirada más espiritual es una contracción muscular; que la espléndida cabellera de la hermosa es un epitelio córneo; que la pasión es una hiperemia. No contentos con semejantes profanaciones, habéis impurificado el sonrosado cutis de la virgen, poblándolo con el bacillus epidermidis; habéis convertido el beso, esa sublime conjugación de dos almas, en un grosero trueque de bacterias; habéis desprestigiado el aura perfumada del valle y las azules y tranquilas aguas del lago con el repugnante bacilo tifoso, o el insolente plasmodium malariae. Vosotros, en fin, habéis rodeado de egoísta temor el lecho donde languidece el tuberculoso, habéis hecho recelosa a la caridad, y sembrado de terrores el amor».

«Finalmente, añadirá el poeta, nuestras bellas creaciones son como el vino rancio que alegra la existencia y cura las llagas abiertas en el alma por las asperezas de la realidad; y las vuestras, el café que aguza el entendimiento y le sumerge en insanas cavilaciones. Nuestro lenguaje es brillante y seductor, y tan elocuente que llega a todas las almas; vosotros habláis un dialecto bárbaro, mezcla de griego y latín, que el pueblo no sabe ni quiere descifrar. Nuestros libros no envejecen nunca, y el público los paga como oro de ley; y la riqueza legítimamente ganada y amasada con la gloria nos asegura un puesto distinguido en la sociedad, y la holganza de nuestros hijos; mientras que vuestras laboriosas monografías sólo son leídas por unos cuantos especialistas, cuyas ofrendas no os enriquecerán jamás».

He aquí el lenguaje que, salvo alguna exageración de forma, oyen de boca de artistas y literatos los aficionados al cultivo de las ciencias.

Escuchadas con harta frecuencia por los débiles, por los flacos de voluntad, semejantes falacias, donde las alegaciones del sentimiento ahogan los dictados de la razón, constituyen, aparte otras concausas, uno de los motivos de la escasez de hombres que en nuestro país buscan honor y gloria por el camino de la Filosofía y de la Ciencia. El desdén de la sociedad y de los Gobiernos completa admirablemente esa obra de desaliento y de descrédito.

«Pero vamos a cuentas: cabría decir, a guisa de confortativo moral, a nuestro desanimado investigador que ya contemplamos vencido y maltrecho por las especiosas razones del poeta: –Si abrigas verdadera pasión por la ciencia y trabajas por la verdad, ¿qué te importan las frialdades y las incomprensiones del vulgo, que no aplaude sino lo que entiende, y entiende solamente lo peor? Yo no acierto a comprender por qué un Mozart o un Beethoven habrían de disgustarse por no arrancar aplausos de una tribu de boschimanes. Vive el pueblo en la esfera del sentimiento, y pedirle calor y apoyo para quien ejercita la razón es empresa tan vana como desatinada. Además, ¿cómo eres tan débil de espíritu que te envanecen las alabanzas del ignorante y desdeñas las del entendido? Tu público existe, digan lo que quieran poetas, políticos y literatos, y es mucho más numeroso de lo que tú presumes y de lo que imaginan esos oráculos de tribu o de pandilla, los cuales, cuando aciertan a alegrar los cascos de un público desocupado y maleante, creen haber hecho un beneficio a la Humanidad entera. Tu público está formado por la nobleza del talento, y se extiende a todos los países, y habla todas las lenguas, y se dilata hasta las más lejanas generaciones del porvenir. Cierto que tu Senado no palmotea ni se descompone con transportes de pasión; pero habla y escribe con mesura, y acaba por hacer, pese a los ataques pasajeros de la envidia, una plena y perdurable justicia. Ridículo es medir el aplauso por el ruido de la claque o por el alboroto de indocta muchedumbre, y no por el encomio desapasionado de los espectadores conspicuos. Considera que, en materia de gloria, el supremo placer sería merecer el aplauso de un Senado tan poco numeroso que sólo lo formaran esos genios que la Humanidad produce de vez en cuando. Por lo cual hallarás muy natural el noble orgullo con que el matemático y filósofo Fontenelle decía a un magnate, al presentarle su tratado de la Géométrie de l ́infini: «He aquí una obra que sólo podrán leer en Francia cuatro o seis personas». Dignas son también de meditación aquellas elocuentísimas palabras con que Kepler, radiante de júbilo y palpitante emoción por el descubrimiento de la última de sus memorables leyes, terminaba su obra Harmonices mundi diciendo: «Echada está la suerte; y con esto pongo fin a mi libro, importándome poco que sea leído por la edad presente o por la posteridad. No le faltará lector algún día. Pues qué, ¿no ha tenido Dios que esperar seis mil años para hallar en mí un contemplador e intérprete de sus obras?».

Y a los que te dicen que la Ciencia apaga toda poesía, secando las fuentes del sentimiento y el ansia de misterio que late en el fondo del alma humana, contéstales que a la vana poesía del vulgo, basada en una noción errónea del Universo, noción tan mezquina como pueril, tú sustituyes otra mucho más grandiosa y sublime, que es la poesía de la verdad, la incomparable belleza de la obra de Dios y de las leyes eternas por Él establecidas. Diles también que, si la Ciencia ha disipado misterios, descubre a cada paso que avanza otros, mil veces más grandiosos y solemnes: en el espacio y en el tiempo, así en la materia como en la fuerza, tanto en el relampagueo de la idea como en el arranque de la pasión. Añade, en fin, que el progreso científico, lejos de achicar el ideal humano, lo eleva y dignifica, poniéndolo en el total dominio de las fuerzas cósmicas, en la redención de la ignorancia, en el perfeccionamiento físico y moral de la especie humana, en la supresión del dolor, en el retardo, y ¡quién sabe si en la desaparición! de la muerte natural.

d. Patriotismo.

Entre los sentimientos que deben animar al sabio, merece particular mención el patriotismo. Este sentimiento tiene en el sabio un signo exclusivamente positivo: ansía elevar el prestigio de su patria, pero no denigrar el crédito de la de los otros.

Se ha dicho que la Ciencia no tiene patria, y esto es cierto; pero como contestaba Pasteur en ocasión solemne, «los sabios sí que la tienen». El hombre de Ciencia no solamente pertenece a la Humanidad, sino a una raza que se envanece con sus talentos, a una nación que se enaltece con sus triunfos, y a una región que le considera como el fruto selecto de su terruño.

Representando la Ciencia y la Filosofía el orden más elevado de la actividad mental y el dinamómetro de la jerarquía intelectual de cada raza, compréndese bien el noble orgullo con que las naciones civilizadas ostentan sus filósofos, sus matemáticos, sus físicos y naturalistas, todos, en fin, aquellos de sus hijos preclaros que han ilustrado el nombre de la patria, enlazándolo a la obra común del progreso humano. Bajo este aspecto, los españoles tenemos mayor necesidad de ejercitar el patriotismo, por el desdén con que, por causas que no queremos analizar aquí, hemos mirado durante muchos siglos cuanto se refiere a la investigación científica y a sus fecundas aplicaciones a la vida. Obligación inexcusable de cuantos conservamos todavía sensible la fibra del patriotismo, más de una vez herida por los dardos de la crítica extranjera, es volver por el prestigio de la raza y de la Ciencia española, probando a los extraños que quienes siglos atrás supieron inmortalizar sus nombres, así en las legendarias hazañas de la guerra y en los peligros de exploraciones y descubrimientos geográficos, como en las pacíficas empresas del Arte, de la Literatura y de la Historia, sabrán también luchar con igual tesón y energía en la investigación de la Naturaleza, colaborando, al compás de los pueblos más ilustrados, en la obra magna de la civilización y del progreso.

Los estímulos del patriotismo y de la gloria son excelentes para mover al sabio a grandes empresas; no le bastarán, empero, si no posee un gran amor a la Ciencia, y si no aspira a obtener un aplauso, que vale más que el otorgado por la sociedad: el aplauso de su propia conciencia, reforzado por el sentimiento de la propia estima. Fuerte en este sentimiento, no harán mella en su ánimo ni el silencio artificioso de sus émulos –que muchas veces, como dice Goethe, afectan ignorar lo que desean permanezca ignorado–, ni la desconsideración del medio, ni el desdén de las Corporaciones oficiales. Las consideraciones que el mundo rinde al poder de la nobleza o del dinero no son nunca objeto de la codicia o de la envidia del sabio, porque siente en sí mismo una nobleza superior a todas las caprichosamente otorgadas por la ciega fortuna o por el buen humor de los príncipes. Esta nobleza, de la que se envanece con tanto mayor motivo cuanto que es su propia obra, consiste en ser ministro del progreso, sacerdote de la verdad y confidente del Creador. Él acierta exclusivamente a comprender algo de ese lenguaje misterioso que Dios ha escrito en los fenómenos de la Naturaleza; y a él solamente le ha sido dado desentrañar la maravillosa obra de la Creación para rendir a la Divinidad uno de los cultos más gratos y aceptos a un Supremo entendimiento, el de estudiar sus portentosas obras, para en ellas y por ellas conocerle, admirarle y reverenciarle. Bajo este punto de vista cabría decir, con cierta osadía de lenguaje, que los demás hombres, incluyendo reyes y magnates, representan el protoplasma vegetativo de la Humanidad, el eslabón de carne, que enlaza por ley de herencia, y de siglo en siglo o de lustro en lustro, aquellos elevados espíritus. La sociedad iletrada merece también consideraciones, no sólo por estar formada de hombres que no tienen la culpa de pertenecer a esa gran edición en rústica y de surtido de que hablaba Fígaro, sino porque ella con sus exigencias, a veces con sus rigores, a menudo con sus aplausos, da ocasión a la aparición de aquellos seres privilegiados.

Añadamos que el cultivo de la Ciencia proporciona emociones y placeres extraordinarios. En el solemne momento en que la Naturaleza, tras repetida y porfiada interrogación, nos abandona una de sus ansiadas confidencias, el investigador es presa de la más sublime de las emociones. La alegría es tan grande, y tan completo el olvido de los miserables bienes de la tierra, y hasta de todas las fútiles conveniencias con que la educación social intenta disimular la emoción, que se comprende perfectamente aquella sublime locura de Arquímedes, de quien cuentan los historiadores que, fuera de sí por la resolución de un problema profundamente meditado, salió casi desnudo de su casa lanzando el famoso Eureka: ¡Lo he encontrado! ¡Quién no recuerda la alegría y la emoción de Newton al ver confirmada por el cálculo, y en presencia de los nuevos datos aportados por Picard con la medición de un meridiano terrestre, su intuición general de la atracción universal! Todo investigador, por modesto que sea, habrá sentido alguna vez algo de aquella sobrehumana satisfacción que debió experimentar Colón al oir el grito de ¡Tierra! ¡Tierra! lanzado por Rodrigo de Triana. Este placer indefinible, al lado del cual todas las demás fruiciones de la vida se reducen a pálidas sensaciones, indemniza sobradamente al investigador de la pesada y trabajosa labor analítica, precursora, como el dolor al parto, de la aparición de la nueva verdad. Tan exacto es que para el sabio no hay nada comparable a la verdad descubierta por él, que no se hallará acaso un investigador capaz de cambiar la paternidad de una conquista científica por todo el oro de la tierra. Y si existe alguno que busca en la Ciencia, en vez del aplauso de los doctos y de la íntima satisfacción asociada a la función misma del descubrir, un medio de granjear oro, éste tal ha errado la vocación: al ejercicio de la industria o del comercio debió por junto dedicarse.

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