EL PASTOR DESESPERADO

Por aquel lirón arriba
lindo pastor va llorando;
del agua de los sus ojos
el gabán lleva mojado.
—Buscaréis, ovejas mías,
pastor más aventurado,
que os lleve a la fuente fría
y os caree con su cayado.
¡Adiós, adiós, compañeros,
las alegrías de antaño!,
si me muero deste mal,
no me enterréis en sagrado;
no quiero paz de la muerte,
pues nunca fui bien amado;
enterréisme en prado verde,
donde paste mi ganado,
con una piedra que diga:
«Aquí murió un desdichado;
murió del mal del amor,
que es un mal desesperado».

Ya le entierran al pastor
en medio del verde prado,
al son de un triste cencerro,
que no hay allí campanario.
Tres serranitas le lloran
al pie del monte serrano;
una decía: «Ay mi primo»,
otra decía: «Ay mi hermano»,
la más chiquitita dellas:
«Adiós, lindo enamorado,
mal te quise por mi mal,
siempre viviré penando».

Entre tantos pastores desesperados como tiene el género pastoril en el siglo XVI, ninguno se parece tanto al de nuestro rústico romance como el Grisóstomo, del Quijote, que muerto en desesperación de amor, manda que no le entierren en sagrado, sino en el campo, con gran escándalo de los abades del pueblo.

Los versos de «no me entierren en sagrado» son repetidísimos; y aún más que en la Península en América; tanto, que un autor rioplatense, Santiago Maciel, ve en ellos encarnada la poesía de los exiguos cementerios de la región «donde los pobres paisanos hallan reposo bajo la misma tierra que tantas veces hollaron en sus marchas cotidianas a través de la inmensa llanura».

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