ROMANCE OCTAVO

Muerte de Durandarte

¡Oh, Belerma! ¡Oh, Belerma!,
por mi mal fuiste engendrada,
que siete años te serví
sin alcanzar de ti nada,
y agora que me querías
muero yo en esta batalla.
No me pesa de mi muerte,
aunque temprano me llama,
mas pésame que de verte
y de servirte dejaba.
¡Oh, mi primo Montesinos!,
lo postrero que os rogaba
que cuando yo fuere muerto
y mi ánima arrancada,
vos llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
y servidla de mi parte,
como de vos esperaba.
¡Montesinos, Montesinos,
mal me aqueja esta lanzada!
Traigo grandes las heridas,
mucha sangre derramada;
los extremos tengo fríos,
el corazón me desmaya,
de mi vista ya no veo.
la lengua tengo turbada.
Ojos que nos vieron ir,
no nos verán más en Francia;
abracéisme, Montesinos,
que ya se me sale el alma.

Muerto yace Durandarte
debajo una verde haya,
llorábalo Montesinos
que a la muerte se hallara;
la huesa le estaba haciendo
con una pequeña daga.
Desenlázale el arnés,
el pecho le desarmaba,
por el costado siniestro
el corazón le sacaba;
para llevarlo a Belerma,
en un cendal lo guardaba;
su rostro al del muerto junta,
mojábale con sus lágrimas.
«¡Durandarte, Durandarte,
Dios perdone la tu alma!,
que según queda la mía,
presto te tendrá compaña».

Allí fueron muriendo los doce Pares de Carlos. El último en morir fue Roldán, cuyo invulnerable cuerpo jamás había derramado una gota de sangre; pero en lucha con Bernardo, éste le estrechó contra su pecho y le ahogó entre sus fuertes brazos. Los españoles se lanzaron en alcance de los restos del ejército imperial que huía a más andar hacia Francia.

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