ROMANCE SÉTIMO

La penitencia del rey Rodrigo

Después que el rey don Rodrigo
a España perdido había
íbase desesperado
huyendo de su desdicha;
solo va el desventurado,
no quiere otra compañía
que la del mal de la Muerte
que en su seguimiento iba.
Métese por las montañas,
las más espesas que vía.
Topado ha con un pastor
que su ganado traía;
díjole: «Dime, buen hombre,
lo que preguntar quería:
si hay por aquí monasterio
o gente de clerecía».
El pastor respondió luego
que en balde lo buscaría,
porque en todo aquel desierto
sola una ermita había
donde estaba un ermitaño
que hacía muy santa vida.
El rey fue alegre desto
por allí acabar su vida;
pidió al hombre que le diese
de comer, si algo tenía,
que las fuerzas de su cuerpo
del todo desfallecían.
El pastor sacó un zurrón
en donde su pan traía;
diole de él y de un tasajo
que acaso allí echado había;
el pan era muy moreno,
al rey muy mal le sabía;
las lágrimas se le salen,
detener no las podía,
acordándose en su tiempo
los manjares que comía.

Después que hobo descansado
por la ermita le pedía;
el pastor le enseñó luego
por donde no erraría;
el rey le dio una cadena
y un anillo que traía;
joyas son de gran valor
que el rey en mucho tenía.

Comenzando a caminar,
ya cerca el sol se ponía.
a la ermita hubo llegado
en muy alta serranía.
Encontróse al ermitaño,
más de cien años tenía.
«El desdichado Rodrigo
yo soy, que rey ser solía,
el que por yerros de amor
tiene su alma perdida,
por cuyos negros pecados
toda España es destruida.
Por Dios te ruego, ermitaño,
por Dios y Santa María,
que me oigas en confesión
porque finar me quería».
El ermitaño se espanta
y con lágrimas decía:
«Confesar, confesaréte,
absolverte no podía».
Estando en estas razones
voz de los cielos se oía:
«Absuélvelo, confesor,
absuélvelo por tu vida
y dale la penitencia
en su sepultura misma».

Según le fue revelado
por obra el rey lo ponía.
Metióse en la sepultura
que a par de la ermita había;
dentro duerme una culebra,
mirarla espanto ponía:
tres roscas daba a la tumba,
siete cabezas tenía.
«Ruega por mí el ermitaño
porque acabe bien mi vida».

El ermitaño lo esfuerza,
con la losa lo cubría,
rogaba a Dios a su lado
todas las horas del día.
«¿Cómo te va, penitente,
con tu fuerte compañía?»
«Ya me come, ya me come,
por do más pecado había,
en derecho al corazón,
fuente de mi gran desdicha».

Las campanicas del cielo
sones hacen de alegría;
las campanas de la tierra
ellas solas se tañían;
el alma del penitente
para los cielos subía.

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