Orígenes heroicos primitivos del Romancero.

Los romances más viejos que conocemos datan por lo común del siglo XV, a todo más, alguno remonta al XIV; la misma fecha alcanzan las baladas inglesas o las canciones narrativas francesas; parecen todas fruto de la misma época. Pero si a primera vista esto nos inclinaría a pensar que no existe diferencia notable en cuanto a los orígenes, hallamos enseguida una muy importante al descubrir en el Romancero entronque con la poesía heroica. Varios pueblos europeos tuvieron una vieja poesía heroica que cantaba hazañas históricas o legendarias para informar de ellas al pueblo. Pero en el carácter de esta vieja poesía y en sus relaciones con la canción épico-lírica hallamos grandes diversidades.

Desde luego, la antigua epopeya española se distingue de las otras por tener un campo de inspiración más moderno que todas. Mientras la épica germánica relata asuntos de la edad de las invasiones, mientras la francesa deja de inspirarse, en la historia con la época carolingia, hacia el siglo IX, en cambio, los temas conservados en la épica española van desde el siglo VIII, con el rey Rodrigo, hasta el XI, con el Cid, y aun hasta el XII, con Alfonso VII y el rey Luis de Francia. Esto quiere decir que España se manifiesta más tenaz, más tradicionalista en mantener en actualidad un viejo género literario.

Y más tradicionalista se muestra todavía en retener los restos de la epopeya, cuando ésta llegó a agotarse. Desde la segunda mitad del siglo XIV, lo mismo en Francia que en España, las invenciones y refundiciones de los poemas épicos decaían notablemente; los juglares o cantores de profesión van olvidándolos. Pero mientras en Francia el olvido fue completo, en España el pueblo recordó persistentemente muchos de los fragmentos más famosos y los cantó aislados. Algunos romances más viejos no son otra cosa que un fragmento de poema, conservado en la memoria popular; por ejemplo, el romance de las Quejas de doña Lambra no es más que un trozo separado de la Segunda Gesta de los Infantes de Lara; una breve escena en que doña Lambra pide a su marido venganza de la afrenta que sus sobrinos le acaban de hacer.

La mayor parte de las veces el fragmento épico no queda así intacto. Al ser arrancado de su centro de gravitación, tiende a olvidar los antecedentes y consiguientes que tenía en la acción total del poema, tiende a tomar vida independiente.

Pongamos un ejemplo:

La Gesta de Sancho el Fuerte, que, bajo un pensamiento poético genial, refería las guerras de Sancho con sus hermanos, tenía un episodio donde el rey, presentándose ante Zamora para sitiar a su hermana Urraca, designa al Cid a fin de que intime a la infanta la rendición de la ciudad; el Campeador objeta que él se crió desde niño con la infanta y no es el más indicado para llevar tan ingrato mensaje. Sin embargo, tiene que obedecer, y acompañado de quince caballeros se acerca a los muros, ruega a los guardas de las torres que no le disparen sus saetas, y es conducido ante la infanta. Ésta, al oír al Cid, le recuerda también la crianza de ambos juntos allí en Zamora, y prorrumpe en amenazadoras quejas contra el rey hermano; el mensajero, al volver con tan mala respuesta, cae en el enojo del rey.

Esta gran masa narrativa, al desgajarse del conjunto de la Gesta, toma sustantividad y vida aparte.

Los dos amigos de la niñez, el Cid y la infanta sitiada, quedan solos ante la imaginación, sin el rey Sancho, sin los séquitos de caballeros, sin los saeteros de las torres; toda la atención se concentra en la intimidad sentimental de los dos personajes; hasta la saeta de los guardas se convierte en una alegoría del amor de la infanta.

Y así nace el bellísimo romance que comienza Afuera, afuera, Rodrigo…, donde las largas escenas narrativas del cantar se desvanecieron, dejando sólo de sí un delicioso perfume lírico.

A menudo se repite este caso en la génesis de un romance. Se parte de una escena desgajada que contiene amplios pormenores narrativos; pero éstos, como pierden su interés al perder su conexión con el conjunto épico, tienden a desaparecer o a transformarse, entonces la escena aislada se reorganiza para buscar en sí misma la totalidad de su ser: al rodar el episodio fragmentario en la memoria, en la fantasía y en la recitación de varios individuos y generaciones, se olvidan detalles objetivos interesantes en un fragmento breve, y se desarrollan o añaden, en cambio, elementos subjetivos y sentimentales; la poesía cambia de naturaleza, y en vez del estilo épico, donde predominan las imágenes objetivas y la narración, ora toma el estilo épico-lírico, que dibuja la escena en fugaces rasgos de efectiva emoción; ora el estilo dramático-lírico, donde predominan los elementos dialogísticos; en ambos casos el relato desaparece en gran parte o por completo, para dejar lugar a la intuición rápida y viva de una situación dramática.

Bajo esta forma nueva perduran en el Romancero multitud de figuras de la vieja epopeya nacional: Bernardo del Carpio, que pelea por la libertad de su padre y por la liberación de su pueblo; el conde Fernán González, que revuelve airado su caballo, salpicando al rey con el agua y la arena del vado de Camón; Gonzalo Gustioz, cuando con lágrimas en los ojos limpia el lodo y la sangre en que vienen envueltas las cabezas de sus hijos; Mudarrillo, bajo el sol de la calurosa siesta castellana, saludando a su enemigo mortal, sin conocerlo; la preterida infanta Urraca turbando con impúdicas quejas la agonía de su padre; el Cid, que sobre su caballo Babieca alcanza las pisadas de la ligerísima yegua del rey Búcar.

Y no perduraron en el Romancero tan sólo los héroes nacionales. La epopeya española cantó también a Carlomagno, y como restos del poema español de Roncesvalles, o de otros así, imitados de las «Chansons de geste» francesas, se conservan en el Romancero multitud de episodios carolingios: Carlomagno rodeado de todos sus paladines; Roldan, que en desmesura arrogante se niega a henchir con el sonido de su trompa los valles del Pirineo por donde puede llegarle socorro del Emperador; el rey moro Marsin, fugitivo en una cebra, tiñendo con el rastro de su sangre las hierbas del campo; la infeliz esposa de Roldan despertando despavorida en medio de la corte de sus trescientas damas, que para ella tejen el oro y tañen los dulces instrumentos; la linda Melisenda, cuya carne de leche y labios de coral se estremecen en el más violento frenesí amoroso.

Estos temas del Romancero español son enteramente excepcionales. Por ellos el Romancero se distingue del canto narrativo tradicional de las demás naciones. Algunas, como Italia, no tuvieron epopeya propia, y sus canciones narrativas no pueden provenir de un mundo épico nacional. Pero el caso de Francia es plenamente ilustrador. En Francia existió una poesía heroica más abundante que la española y cuyas producciones llegaron, lo mismo que las españolas, hasta el siglo XIV. en que se propaga la canción épico-lírica; sin embargo, ni una sola de las canciones épico-líricas de Francia se acuerda para nada de Carlomagno ni de sus doce pares, ni de los demás personajes de las «Chansons de geste»: esto nos hace comprender bien cuan importante es el hecho de que los héroes carolingios pululen en los romances, tanto en los antiguos como en las modernos, codeándose con los héroes españoles. Y el caso de Francia es lo corriente: las baladas inglesas tampoco saben nada de Maldon, Beowulf, Finn, los personajes de la epopeya anglosajona; los cantos alemanes no continúan, salvo rara excepción, los temas de los Nibelungos; sólo en alguna vise escandinava hallamos héroes de los poemas élficos: Sigurd y Brunilda, la vengativa Crimilda, Atila, si bien las relaciones de filiación entre la vise y el antiguo poema no son claras.

Por esto, el inmediato y fuerte entronque con las gestas heroicas medievales es el carácter más profundamente distintivo del Romancero, ya que tal entronque no se da, o no se da apenas, en la canción narrativa tradicional de los otros pueblos. Relaciónase, naturalmente, este carácter del Romancero con el del teatro español de los siglos XVI y XVII, el cual, aunque tan semejante al Inglés en nacionalismo, se singulariza, sin embargo, por continuar los temas mismos del Romancero y de la epopeya medieval.

He aquí cómo el tradicionalismo, que caracteriza tantas manifestaciones de la vida española (acaso más veces para mal que para bien), se revela eminentemente en esta prodigiosa y fecunda continuidad de los temas heroicos, más notable, con mucho, que la manifestada en la literatura griega, continuidad que da a la literatura española ese hondo espíritu nacional que Federico Schlegel exaltaba como primero en el mundo.

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