Estilo de los romances: el fragmentarismo.

El estilo de los romances nos da otra nota muy apreciable de caracterización hispánica.

En medio de la relativa uniformidad del estilo en la canción narrativa de todos los países, los romances se distinguen por una extrema sencillez de recursos, que se manifiesta ora en la abstención y eliminación de elementos maravillosos o extraordinarios, ora en la parquedad ornamental, en la adjetivación reprimida, ora en la versificador, asonantada monorrima; es la misma austeridad realista, la misma simplicidad de forma que caracteriza nuestra literatura más representativa desde el primer monumento literario. Con esa sencillez de recursos, los romances alcanzan gran viveza intuitiva de la escena, emoción llana y fuerte, elevación moral, aire de gran nobleza.

Sólo me detendré en un singular recurso de idealidad, que, muy conforme a esta simplicidad característica, consiste, no en desarrollar ninguna fantástica invención, ninguna extraña combinación imaginativa, sino tan sólo en saber callar a tiempo.

Los romances españoles modernos, lo mismo que las baladas o que las canciones épico-líricas de Francia e Italia, por lo común encierran, aunque con gran brevedad, un asunto completo: el nudo del interés dramático va seguido de su desenlace. Pero al hojear un Romancero del siglo XVI nos sorprende la gran abundancia de asuntos inacabados. Puede ser olvido o descuido lo que así deja incompleta la versión de un romance: pero enseguida desechamos esta explicación. Bien se comprende que si en el siglo XVI las versiones truncas fuesen tenidas por defectuosas, no hubieran hallado tan fácil y frecuente acogida en los Romanceros, pues éstos se publicaban para el recreo del público, no para el estudio de los eruditos o arqueólogos; y esta observación se comprueba al comparar la belleza de esas versiones fragmentarias con otras que tienen su final completo, pues fácilmente se echa de ver que el fragmento es más hermoso que el todo. El romance del Prisionero en su versión más larga no vale lo que en su versión trunca. El Infante Arnaldos, que todos admiran como la principal obra maestra del Romancero, como arquetipo de baladas, no es otra cosa que una versión fragmentaria; aquí el corte brusco transformó un sencillo romance de aventuras en un romance de fantástico misterio, y esto no fue por casualidad, sino después de varias tentativas de un final trunco, algunas de las cuales se nos conservan en los cancioneros antiguos. El acierto en el corte brusco aparece así como una verdadera creación poética.

El fragmentarismo del Romancero es, pues, un procedimiento estético: la fantasía conduce una situación dramática hasta un punto culminante, y allí, en la cima, aletea hacia una lejanía ignota, sin descender por la pendiente del desenlace. La bella mora Moraima, abriendo de par en par su corazón, cómo un abismo que el romance se complace en dejar abrupto y hondo ante nuestra mirada, nos dice de la eterna tragedia femenina mucho más que cualquiera invención detallada que se suponga a continuación. Rosaflorida, en la mayor llamarada de su locura de amor, nos interesa más fuertemente que si escuchásemos después cómo Montesinos había acudido a las espléndidas súplicas de su enamorada. Catalina, Mis arreos son las armas, Rosafresca, como relámpagos rasgan la tiniebla de la realidad y nos dejan entrever en un jirón el magnífico bosque de lo ideal que, invisible, nos rodea.

De este modo los recitadores de romances halagaban la vaguedad de la imaginación y del sentimiento, despertaban estados imprecisos del espíritu, que tan valiosos son para el arte refinado.

Y habremos de notar por fin que esta propensión a lo fragmentario en el Romancero, además de ser muy característica en sí, lo es también en su génesis histórica, pues sin duda es una consecuencia más de los singulares orígenes heroicos que distinguen al romance entre las demás canciones épico-líricas. El uso de recitar aislados algunos versos de un poema extenso dio origen a muchos de los romances más viejos que se nos conservan; siendo éstos esencialmente fragmentarios, ellos hubieron de generalizar el gusto por los relatos inacabados, por las situaciones indefinidas.

Influencias renacentistas en el Romancero.

A primera vista estaríamos tentados a considerar el Romancero como un producto meramente medieval, y por tanto miraríamos la gran boga que los romances alcanzaron en el siglo XVI como un fenómeno antirrenacentista o al menos arrenacentista, como una prueba de la tesis que se ha enunciado con la fórmula «España sin Renacimiento».

Pero es que el Renacimiento, en todas partes, tuvo como consecuencia esencial la estimación profunda de la poesía popular. Montaigne, muy lleno de la idea platónica de que la naturaleza produce las sosas más grandes y hermosas, mientras el arte las cosas menores e imperfectas, afirmaba que «la poesía popular y puramente natural tiene ingenuidades y gracias por las cuales compite con la mayor belleza de la poesía perfecta según el arte». En Inglaterra tenemos la declaración de Sidney, que al escuchar a un ciego cantar con áspera voz la balada de Percy y Douglas, sentía una emoción más penetrante que el sonido de una trompa; Ben Johnson, por su parte, preferiría, a ser autor de todas sus obras, serlo de la balada Chevy Chase. En Dinamarca, las viser eran gustadas por la reina Sofía y por las damas aristocráticas de los siglos XVI y XVII. No hay, pues, nada de arrenacentista en la gran boga alcanzada por los romances en la España de esos mismos siglos. Si el Romancero arraigó más en España que la balada en Inglaterra, esto es diferencia cuantitativa, no cualitativa, debida a las circunstancias.

La principal causa de ese mayor arraigo fue que el Romancero venía modernizando sus ideas directrices desde la centuria anterior. Podemos observar, por ejemplo, un cambio profundo de las ideas antiguas en un caso tan notable como la estimación que ahora se concede al moro enemigo; por lo cual la amplitud con que el Renacimiento vino a desarrollar una viva curiosidad por todo lo humano en sus tipos más diversos y exóticos, la valorización del hombre en sí mismo, por cima de las limitaciones medievales de raza, religión o clase, halló al Romancero preparado en el mismo sentido. Los poemas y romances más viejos tratan, sí, al enemigo de la fe con tolerancia y benignidad que choca en comparación con la crueldad intolerante expresada en las chansons francesas, pero al fin no ven en él sino «el enemigo», figura secundaria y borrosa. Por el contrario, en el siglo XV el moro es traído frecuentemente al primer término del cuadro poético; el vencido es observado con interés, es admirado en su arrogancia gallarda, en su galantería, en su generosidad, en sus galas extrañas. Entonces se componen (por castellanos, claro es, nunca por moros) los primeros romances moriscos, que consisten en mirar la secular Reconquista no desde el campo cristiano, como siempre ante, sino desde el campo musulmán, ora para compadecer las desgracias del vencido, ora para admirar su esfuerzo personal, y hasta para referir sus victorias mismas. Uno de estos romances manifiesta el sentimiento islámico de la ciudad de Granada, que rechaza al rey don Juan de Castilla cuando la requiere de amores, otro se compenetra con el dolor del rey y el pueblo granadinos por la pérdida de Alhama; otro se consagra a los suspiros del rey moro por el cautiverio de la morica de Antequera, no berberisca, por cierto:

blanca, rubia a maravilla

sobre todas extremada.

El Romancero, así, olvida a menudo el carácter nacional y religioso de la Reconquista; se desnacionaliza en parte para ganar en universalidad. Y esto ocurre lo mismo en otros aspectos. Basta notar ahora que cada vez que nos es dado comparar dos versiones de cualquier romance heroico, una del siglo XV con otra del XVI, observamos siempre que en la más tardía se ha consumado ya un proceso que lleva desde lo particular épico hacia lo más general y novelesco; el Romancero pierde así gran parte de su medievalidad.

Después debemos considerar que la incorporación del Romancero al gusto de las clases cultivadas en el siglo XVI, hecho apoyado también, como hemos visto, por las ideas renacentistas, trajo consigo para los viejos cantos una singular perfección estilística: los romances viejos se repitieron y reelaboraron en variantes debidas a los más cultos ingenios de aquel siglo de oro, educados en el mejor gusto cortesano al par que llenos de espíritu tradicional; en esas variantes, que son las recogidas y fijadas por la imprenta del siglo XVI, el Romancero se saturó de las esencias poéticas más naturales, a la vez que más refinadas del arte hispánico, y adquirió esa trabajada sencillez, esa difícil facilidad por la que es admirado.

En ningún modo hemos de ver en el Romancero una amalgama indiferenciada de elementos aristocráticos y plebeyos. Ambos elementos existen en él, pero perfectamente deslindados; las versiones de un mismo romance que hoy pueden recogerse de la tradición manifiestan bien su procedencia, ora de las clases educadas, ora de las ignorantes; las versiones elaboradas tradicionalmente entre las clases cultas en el siglo de oro son el verdadero Romancero que todos conocemos; y así el Romancero es popular en el alto sentido de la palabra, no vulgar y bajo; noble por sus orígenes épico-heroicos, sigue siendo noble por haber sido elaborado y fijado principalmente en la época del Renacimiento.

Un humanista como Juan de Valdés, que distinguía muy bien los dos términos de popular y vulgar, tan frecuentemente confundidos, ensalzaba la naturalidad de los romances, «porque en ellos, decía, me contenta aquel su hilo de decir que va continuado y llano, tanto que pienso que los llaman romances porque son muy castos en su romance», y los contraponía al «decir bajo y plebeyo», que le molestaba en muchas canciones de poetas cortesanos.

Esta nobleza de estilo es otro carácter diferencial del Romancero, muy notable. Repárese en los cantos tradicionales franceses: Doncieux los llama también Romancero, pero en ellos a veces trasciende el origen humilde; es lo popular mirando a lo vulgar; como acontece igualmente en las versiones modernas de nuestros romances.

Los romances llamados artificiosos.

El Romancero, dignificado de este modo por el Renacimiento, fue continuado por los poetas cultos de los siglos XVI y XVII; en él trabajaron desde humildes versificadores historiógrafos, como Sepúlveda y Padilla, hasta los más grandes poetas, como Lope de Vega y Góngora. Todos, informados por el espíritu de la antigua poesía heroica, tomaban de ella el gusto por el anónimo y por la naturalidad ingeniosa; todos, a la vez hombres de su edad moderna, llevaban a la vieja forma narrativa algo, y aun mucho, de las tendencias de escuela que entonces se sucedían en el campo de la literatura. Sólo recordaremos un aspecto: cuando la poesía amorosa tendió a vivir en un mundo exótico idealizado, surgió el romance pastoril derivado de la renacentista novela de igual género; pero, al lado de la idealización arcaica y obedeciendo al desarrollo del Romancero en el siglo XV que acabamos de exponer, surgió con más fuerza la idealización granadina, poniéndose de moda el romance amoroso morisco, esto es, el romance morisco nuevo de las últimas décadas del siglo XVI.

El Romancero general de 1604 reunía los nuevos romances de estos poetas modernos, creyendo poder cubrirlos todos con la idea renacentista de la Naturaleza vencedora del Arte; en este género de poesía, dice el prólogo, «tiene el artificio y rigor retórico poca parte, y mucha el movimiento del ingenio elevado, el cual no excluye el arte, sino que la excede, pues lo que la naturaleza acierta sin ella es lo perfecto».

No es mucha, ciertamente, la «naturalidad» de algunos de los romances incluidos en esa colección, muy preciosistas o retóricos por cierto, pero en general logran hermanar con los viejos lo bastante para que muchos críticos (un Herder, un Hegel, un Longfellow, un Durán) tomen como medievales muchos de esos romances escritos en los siglos de oro.

El Romancero en la literatura y en la vida de la nación española.

El Romancero, ya lo vemos, tiene en la literatura una boga y un aprecio extraordinarios. Es verdad que en otros países hemos señalado ejemplos de singular estima hacia los géneros análogos, pero España, por el particular carácter de su cultura, perseveró más asiduamente en la admiración, y supo adivinar en el canto tradicional filones variados e inagotables de nueva poesía.

Los romances empiezan a ser oídos en los palacios desde 1445, que sepamos, en la corte de Alfonso V de Aragón, y desde 1462, en la de Enrique IV de Castilla, y luego en la de los Reyes Católicos; en Aragón servían de modelo a la poesía trovadoresca; en Castilla eran principalmente estimados en su aspecto de poesía política, destinada a mantener el público interés despierto hacia la guerra de Granada.

Como poesía histórica, las crónicas y las historias los incorporaron a veces en sus relatos. Luego la música de salón, la de los vihuelistas, cultiva el romance tradicional en las cortes de Carlos V y de Felipe II; muestras de esta moda hallamos desde el arte de vihuela del caballero Luis Milán (1535) hasta el tratado de música de Salinas (1577).

Creciendo cada vez más el gusto por los romances empieza la costumbre de coleccionarlos en tomitos de bolsillo. El Cancionero de Romances abre la serie, hacia 1548; siguen la Silva de Romances, la Flor de Romances, hasta el Romancero general de 1600 y sus derivados. Las primeras colecciones recogen romances viejos y tradicionales; las últimas acogen de novísimas modas, principalmente los moriscos estilo renovado.

Enseguida el teatro, al hacerse nacional, se apodera del Romancero, En 1579, el poeta sevillano Juan de la Cueva hizo oír por primera vez en la escena el texto de un romance heroico tradicional; y poco después Lope de Vega, en los primeros años de su precoz juventud, componía su comedia de los Hechos de Garcilaso, donde se insertaba otro romance, iniciando de este modo su fecunda escuela, que tantísimos romances utilizó para los asuntos y para los diálogos dramáticos. De este modo, cuando las Flores y el Romancero olvidaba ya los romances viejos, el teatro empezó a aprovecharlos abundantemente y continuó inspirándose en ellos por espacio de más de cuarenta años. Dentro de esta moda, comedias hay que son una verdadera antología de romances, como las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro, obra llamada a tan gran fama y a tan alto destinos.

Después, aunque no tanto como el teatro, también la novela es deudora al Romancero. Las Guerras civiles de Granada (1595-1604), obra famosa en la literatura mundial, es otra antología de romances fronterizo: y moriscos. El Quijote mismo debe su idea inicial y sus primeros capítulos a una parodia entremesil de romances; debe a éstos también la inspiración de episodios capiales, como el de Cardenio en Sierra Morena o el de la cueva de Montesinos.

Hasta la poesía religiosa imitaba y contrahacía los romances profanos, tanto en los cancioneros y romanceros sagrados como en los autos sacramentales.

Los romances estaban tan presentes a la memoria de todos, que sus versos fluían a cada paso, en la conversación ordinaria, como elementos fraseológicos del idioma. Para disculpar benévolamente las palabras del interlocutor, se decía: Mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, no, verso de un romance del conde Fernán González: para el disimulo u ocultación. En figura de romeros, no nos conozca Galván, verso del romance de Gaiferos; para la indiferencia, él de nada se dolía, que es hemistiquio del romance de Nerón. Multitud de frases como éstas abundan en la lengua del Quijote; después, hacia 1640, caen en desuso.

La totalidad del Romancero tiende a olvidarse en la Segunda mitad del siglo XVII. El arte de reglas, el seudoclasicismo, la poética de Luzán, todo progresivamente fue conspirando a que el romance, tras la gloria pasada, viniese a ser despreciado durante el siglo XVIII. Se ausentó casi completamente de la literatura y se refugió en los pueblos retirados y en los campos, entre la gente menos letrada. Pero aún nos cabe considerar, en este tiempo adverso, cómo el Romancero completa y afirma su inmensa difusión por todas las regiones peninsulares de lengua española, así como por sus hermanas de lengua portuguesa y catalana: por las islas, desde las Baleares y Canarias hasta las Azores y Madeira; por el Brasil y por toda la América, desde Nuevo Méjico hasta la Patagonia; por todas las colonias judeo-hispanas, lo mismo en Marruecos que en la península Balcánica, en Asia Menor, en Siria y en Egipto. Y en todas estas regiones el Romancero vive aún hoy, mostrando una extensión geográfica que ninguna canción tradicional iguala ni ha igualado nunca. La difusión fue tan abundante, que en estas regiones extremas, donde el Romancero no es nativo, sino importado, se conservan acaso mucho mejores versiones de romances que en el centro de la Península. Sin las versiones de Cataluña o de Marruecos, una gran porción de la belleza tradicional estaría perdida, muchos asuntos viejos estarían olvidados ya para siempre; varios romances, como La guardadora de un muerto y La fratricida por amor, sólo me son conocidos en Cataluña y en Tánger. ¿Quién sabe hoy por tradición en España el romance de las Quejas de doña Jimena ante el rey? Pues en Tánger no hay judía que no lo cante. De este modo la geografía del Romancero es también representativa, pues coincide con la extensión máxima del imperio hispánico.

El olvido en que la literatura y la erudición españolas dejaron caer al Romancero sólo se remedió por influjo del aprecio que algunos pueblos extraños empezaron a manifestar hacia los romances. Inglaterra precedió a todos. A mediados del siglo XVIII el helenista escocés Thomas Blackwell, estudiando la vida y obras de Homero, indicaba los romances moriscos españoles como muestras de verdadera poesía popular, y, enseguida, el obispo Percy, en sus Reliques (1765), comparaba las baladas con los romances y traducía dos de éstos; después otros varios hicieron análogas traducciones. La rehabilitación tuvo un tropiezo: Southey (1808) manifestó que en Inglaterra había una sobreestima injustificada hacia los romances, y juzgó a todos éstos como muy inferiores a las baladas: sin embargo, las traducciones y la estimación siguieron contando con la pluma de Walter Scott, de lord Byron, de Lockhart y Longfellow (1833), contestando a Southey, declaraba que el romance de la Partida de Bernardo no era inferior a la admirable balada Chevy Chase, y que el Conde Alarcos, en simplicidad y en vigor patético, no tenía par entre todas las baladas inglesas, siendo muy superior a Edom o Gordon.

En esta valorización del Romancero, tras Inglaterra iba Alemania. Percy había servido de guía a Herder; después Goethe y J. Grimm escribieron elogios extraordinarios y trabajos eruditos sobre el Romancero. Schlegel (1812) volvía a hacer la comparación de las baladas inglesas con los romances, ensalzando a éstos como poesía verdaderamente heroica y nacional, claros y atractivos para el pueblo, a la vez que bastante nobles en ideas y expresión paro deleitar a los hombres más cultos. Hegel, en su Estética, encomiaba el collar de perlas del Romancero, y lo contraponía audazmente a lo más bello que produjo la antigüedad clásica.

En tercer lugar contribuía Francia, donde Creuzé de Lesser (1814) calificaba el Romancero, siguiendo las teorías wolfianas, como «una Ilíada sin Homero»; comparación afortunada que Víctor Hugo (1829) rehízo, hablando de, «una Iliada gótica y otra árabe», y que Viardot (1832) precisó, teniendo a los romances por rapsodias, a las que sólo había faltado un Pisístrato para formar con ellos una Iliada española.

Esta gran corriente de rehabilitación iniciada en Inglaterra, hizo que España reaccionase contra las ideas del siglo XVIII y volviese a mirar el Romancero como digno de la mayor estima. La colección de Durán (1828-32) fue el comienzo de la reacción. Zorrilla glosó el ¡Ay de mi Alhama! (1847); él y el Duque de Rivas (1841) escribieron muchos romances narrativos. Y aún más que en la época romántica, en la moderna vemos resurgir la inspiración del Romancero: la llevan al teatro Jacinto Grau en su Conde Alarcos (1907), Cristóbal de Castro y López de Alarcón en su Gerineldo (1909); la llevan a la lírica, a la narrativa y a la prosa Enrique de Mesa, Fernández Ardavín, Blanco Belmonte, Moreno Villa, García Lorca, Alberti; la matiza y afiligrana Azorin, el maestro de la nueva sensibilidad. Así otra vez el viejo Romancero revive en la nueva literatura.

En suma: el Romancero es la canción épico-lírica de fondo más heroico y caballeresco: sólo las viser danesas y suecas pudieran comparársele; pero el Romancero, más que las ya excepcionales viser, no sólo representa más altamente la vida histórica nacional, sino que aparece más enraizado en la poesía heroica, esa poesía que informa los orígenes literarios de los pueblos modernos, y de la cual el Romancero continúa los héroes, los temas, la versificación y hasta los versos mismos. El Romancero, extendido por todos los climas y los mares adonde se dilató el imperio hispánico es la canción épico-lírica que recrea la imaginación de más pueblos, esparcidos por todas las partes del mundo, por el hemisferio boreal y austral. Es la canción que ha alcanzado más altura literaria, haciéndose digna de informar importantes ramas de la producción artística, tanto en la época clásica como en la moderna; nótese, por ejemplo, que Víctor Hugo imita romances españoles y no canciones narrativas francesas. El Romancero, en fin, por su tradicionalismo, por la cantidad de vida histórica que representa y por la multitud de reflejos estéticos y morales, es quintaesencia de características españolas.

He aquí por qué podemos repetir con verdad que España es el país del Romancero.

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